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Santiago Foncillas
La generalización de las estructuras políticas y jurídicas de las autonomías,
sobre todo el mapa político nacional y el principio reiteradamente .enunciado
de igualdad de techo en las competencias de las Comunidades, plantean, en el
proceso abierto, el delicado problema del enmarcamiento de la actividad económica en su conjunto, y el de sus distintos agentes económicos, en el cuadro
del nuevo sistema de poderes públicos, articulados bajo un principio de soberanía estatal definido imprecisamente en la Constitución, pero que desde instancias oficiales no se vacila ya en calificar de «un cierto federalismo». Esto
significa que toda la economía en su conjunto, y es de esperar que el proceso se
gradúe en el tiempo con la posible prudencia, va a experimentar una transformación radical de las bases jurídicas y administrativas sobre las que opera y
de los centros de decisión que dirigen, orientan o condicionan los comportamientos económicos. El que este giro, desde el hasta hace pocos años intangible sistema de centralismo casi total a un pluralismo autonómico generalizado, tenga lugar en el curso de una crisis económica de profundidad y alcance
que saltan a la vista entraña dificultades adicionales que complican onerosamente la transición.
Sin entrar en disquisiciones constitucionalistas, y menos en juicios de valor
ideológico, es evidente que las múltiples referencias a un federalismo velado,
latente o aproximativo son, respecto del sistema constitucional vigente, meras
metáforas imprecisas. Hay muy distintos sistemas federales en el mundo actual, y
se aprecia una dinámica del federalismo contemporáneo que —al menos en
cuanto al espacio económico— muestra una clara tendencia hacia la
integración. Se lucha por frenar el intervencionismo del Estado federal sobre
los Estados en él federados, pero la tendencia hacia estructuras de producción,
organizaciones financieras, circulación de capitales y de empleos, etcétera, que
implanten la mayor libertad de movimientos posibles, sobre todo el espacio
político-económico, es imparable. La razón salta a la vista: la economía de
desarrollo industrial de nuestra época exige, y más aún en situación de crisis,
espacios económicos más y más amplios, mercados diáfanos y concurrencia
abierta para aprovechar las últimas posibilidades de rentabilidad
Cuenta y Razón, n.° 1
Invierno 1981
y de empleo. Ni la economía suiza del dinero ni la industria norteamericana
del automóvil podrían significar en el mundo lo que significan si estuvieran
cantonalizadas. La significación primaria de la CEE, a cuya amplia onda de
integración nos aproximamos, no es otra que la expansión del mercado
europeo en su marco interior y en las áreas exteriores. Por eso, dejando de
lado, en lo que a nuestro sistema respecta, la metáfora federal, que exigiría
una reforma profunda de la Constitución o quizá incluso una Constitución de
nueva planta, el proceso autonomista debe proyectarse y realizarse, en la medida de lo posible, valorando al máximo el funcionamiento del sistema económico en su conjunto, la expansión y el desarrollo de la economía general,
máxime en una situación tan agudamente crítica como la que atravesamos.
El espacio económico no puede hoy ser troceado sin agudizar traumáticamente la crisis que agobia al Estado, al sistema financiero, a las empresas, al
tráfico comercial y al empleo en la situación de paro a que hemos llegado y
dadas las perspectivas que ofrece. El sistema económico en su conjunto está
articulado de manera que se da un entrelazamiento rígido de los factores de
producción y de consumo a escala de la integridad territorial del país. En
nuestra concurrencia en los mercados exteriores no podemos más que retroceder
gravemente con administraciones débiles de apoyo a las exportaciones e
indefensas frente a las importaciones forzadas por la fuerte presión exterior a
causa de la crisis mundial. La multiplicación del ya pesado fardo burocrático
estatal por una acción intensiva de los organismos autonómicos no puede por
menos que incidir en la gravosa atonía de la inversión, y más seria aún sería
una pugna de privilegios entre las Comunidades, que no podría por menos que
provocar tensiones y aumentaría los desequilibrios territoriales. El sistema
autonómico es un reto irreversible planteado desde la Constitución, pero ésta
debe ser objeto de una lectura, y sobre todo de una aplicación que no invite a un
funesto y ruinoso «¡Sálvese quien pueda!», sino a una solución armónica de las
libertades autonómicas y del bienestar general. En una palabra: hay que elevar al
máximo de sus posibilidades y de sus exigencias morales el principio de
solidaridad entre las nacionalidades y las regiones enunciado solemnemente por
la propia Constitución.
Está planteado, más por la dinámica de los hechos que por la configuración
constitucional de los poderes públicos, el problema de la entidad misma del
Estado y, por tanto, de su función económica una vez que todo el territorio
estatal esté ordenado autonómicamente. Se rechaza, y con toda razón, la triste
figura del Estado resultante o residual una vez que hayan sido segregadas al
máximo sus competencias por los poderes autónomos. Sin entrar en los
problemas del orden político en sí, para la economía sería un hundimiento
general. Es inimaginable cómo podría orientarse hacia rumbos simplemente
tolerables el proceso económico si los sectores públicos, la iniciativa y la
acción privada tuvieran que proyectarse sin otra mira que la de los recintos
autonómicos rígidamente acotados. Una política de ahorro de pleno empleo
—que está postulada por la Constitución—, de aprovechamiento energético,
de inversiones, de estímulo a la exportación y tantos aspectos más que po -
drían apuntarse quedarían gravemente frustradas si se dejan a la exclusiva
competencia de los poderes autónomos o exigen dilatadas y complejas negociaciones armonizadoras. Hay que añadir que, si esta tendencia ya incoada
se ensancha y profundiza, hay que temer tanto más que al estéril aislamienta
económico de las Comunidades a una concurrencia agresiva entre ellas y a un
áspero panorama de represalias. Hay que partir del hecho de que la estructura
económica en su conjunto se proyecta sobre la totalidad del territorio estatal, y
desde su plataforma hacia el exterior. Si se invierte la óptica y pasamos a
contemplar la programación económica —la estatal y la privada— exclusivamente desde el pluralismo de enfoques autonómicos, es difícil imaginar el
Estado y el estado de cosas resultantes, pero es seguro que hay que atravesar
una larga fase tormentosa y de general empobrecimiento.
Y el caso es que la gravitación política del proceso, ni tiene que ir fatalmente por ese plano inclinado, ni debe de ir, si queda, como es obligado,,
dentro del marco y del desarrollo de la Constitución, pues una lectura elemental y sencilla de la Constitución pone de manifiesto esta parte del principio
de la soberanía del Estado y lo coordina por todos los medios —inclusa a
través de la delegación— con la organización territorial autonómica del
propio Estado. De declaraciones tan categóricas y de garantías tan efectivas
como las contenidas en el artículo 138 de la Constitución (art. 138: 1. «Eí
Estado garantiza la realización efectiva del principio de solidaridad consagrado
en el artículo 2 de la Constitución velando por el establecimiento de un equilibrio económico, adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español y atendiendo en particular a las circunstancias del hecho insular.» 2.
«Las diferencias entre los Estatutos de las distintas Comunidades Autónomas
no podrán implicar en ningún caso privilegios económicos y sociales») resulta
ir contra el sentido más elemental: la idea de un Estado de residuo, que mal
podría garantizar la solidaridad ni concebir un pluralismo de economía
disparadas hacia sus fines específicos en el vago marco jurídico de lazos
meramente simbólicos.
El llamado «Estado de las autonomías» es un Estado de difusión autonómica de los poderes públicos. Es decir, es por principio un Estado. Y basta
repasar el muy amplio repertorio de atribuciones deferidas en «competencia
exclusiva» a ese Estado para comprobar el alcance del principio estatal
cons-titucionalizado. Supera en mucho a las que en términos generales se
confieren al Estado federal por los ordenamientos de este tipo. Limitándonos al
ámbito-de lo económico o a su enmarcamiento jurídico quedan dentro de la
reserva de Estado las bases estructurales de la economía: legislación mercantil,
legislación laboral, legislación sobre propiedad industrial e intelectual, régimen
aduanero y arancelario, comercio exterior, sistema monetario; bases de la<
ordenación del crédito, banca y seguros; bases y coordinación de la planificación
general de la actividad económica; Hacienda general y deuda del Estado;
legislación básica y régimen económico de la Seguridad Social; ferrocarriles y
transportes que transcurran por el territorio de más de una Comunidad
Autónoma, etc. Así, pues, el inventario de facultades reservadas al poder eco-
nómico estatal y, en consecuencia, la actividad económica general que puede
discurrir y fomentarse dentro de ese amplio marco constituyen una garantía de
principio de que el espacio económico delimitado por la soberanía del Estado
español no puede ser jurídicamente desmembrado. Esto es evidente en el
plano del formalismo constitucional. Pero el problema es de funcionalidad.
Resulta patente que tras la filosofía autonomista de la Constitución hay una
dinámica real para dar un contenido efectivo y operativo a las autonomías. Y
en cuanto se han puesto en marcha los Parlamentos y las Administraciones
.autónomas, esta línea de efectividad autonómica se acusa de día en día, aunque
sea con la inevitable sorpresa de los centros del poder estatal y hasta de la
mentalidad general. La polémica levantada por la denominación y facultades -de
los gobernadores generales, la deliberación en el Parlamento catalán del
programa económico de la Generalidad, la discusión en tomo a los planes
regionales de urgencia económica y a la sistematización autonómica del presupuesto, así como a su proporcionalidad distributiva, el Derecho de la Generalidad sobre las entidades de crédito, etc., marcan líneas del desarrollo autonómico con las que se subraya, quizá con el celo de la innovación, esa búsqueda
ansiosa de efectividad de contenidos de las autonomías.
Para ponderar todo ello hay que advertir que, así como anteriormente
hemos subrayado el alcance de la reserva de competencias al Estado, es obligado precisar que la Constitución, en muchos aspectos básicos de la ordenación
y de la dinámica de la economía, limita aquella reserva a la fijación de las
bases o de las orientaciones generales, en tanto que defiere a los poderes
públicos autonómicos el desarrollo legislativo, la reglamentación concreta y
acción administrativa. Tal ocurre —haciendo mención de lo más sobresaliente
desde el punto de vista de la economía— respecto de la legislación laboral, la
planificación general de la actividad económica, el régimen de la Seguridad
Social, el régimen jurídico de las Administraciones públicas y el estatutario de
sus funcionarios, contratos y concesiones administrativas, protección del medio
ambiente, régimen minero y energético, prensa, radio y televisión, etc. Todavía
ha de añadirse la posibilidad reconocida en la Constitución de que las Cortes
Generales puedan atribuir a todas o algunas de las Comunidades Autónomas la
facultad de dictar para sí mismas normas legislativas en el marco de los
principios, bases y directrices fijados por una ley estatal. Más aún: el Estado
podrá transferir o delegar en las Comunidades Autónomas mediante ley orgánica
facultades correspondientes a materias de titularidad estatal que por su propia
naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación (art. 150).
Estas precisiones, sin apurar el detalle, ponen de relieve que la Constitución
y los Estatutos promulgados tienden a configurar una ordenación compartida de
la administración —en el ámbito interior del territorio estatal— de la
soberanía. Esto es, como se ha dicho, abren perspectivas inequívocas de una
difusión autonómica de los poderes públicos. Y esto, al margen de posiciones
ideológicas y hasta de cualquier criterio valorativo, es de la mayor importancia
para el curso de la economía. El empresario español debe de desper-
tar cuanto antes de la visión inerte del centralismo y ajustar su programación y
su actividad específica al nuevo marco autonómico de la difusión de poderes
públicos actuantes sobre la economía. Todo empresario conoce la distancia
práctica que hay entre una ley que afecta a sus actividades, su desarrollo
reglamentario y los comportamientos burocráticos. Ahora bien: es preciso
comprender que desde ahora, abierto el proceso autonómico, el poder de
reglamentación y la acción administrativa están en manos de los organismos
públicos autónomos, aunque sea dentro de un superior ordenamiento estatal. Y
aunque queden abiertos recursos procesales para corregir desviaciones, un
negocio es un negocio y un pleito es un pleito. Esto desde el punto de vista del
interés privado, es decir, de lo que es la base de una economía de mercado, que
es el sistema económico que con su matización social está constitu-cionalmente
proclamado.
Mas resulta también imprescindible contemplar el panorama de la economía
de las autonomías desde el punto de vista de la planificación estatal y de la
acción económica del sector público. La filosofía constitucional de la economía
social de mercado incluye la posibilidad de una estrategia planificadora. «El
Estado —establece el art. 131 de la Constitución— podrá planificar la actividad
económica general para atender a las necesidades colectivas, equilibrar y
armonizar el desarrollo regional y sectorial y estimular el crecimiento de la
renta y de la riqueza y su más justa distribución.» Es cierto, como subrayamos
después, que este mismo precepto postula un mecanismo institucional para
armonizar la planificación estatal con las previsiones de las Comunidades
Autónomas. Pero es lo cierto que las Comunidades tienen también un poder
de planificación dentro del ámbito territorial. Partiendo de que la
Constitución, en su artículo 148.13, les reconoce la posibilidad de asumir la
competencia para «el fomento del desarrollo económico de la Comunidad
Autónoma dentro de los objetivos marcados por la política económica nacional», los Estatutos de Cataluña y del País Vasco, ya promulgados, y que por
una cierta idea de homogeneidad autonómica van a servir inevitablemente de
pauta a todos los demás, cualquiera que sea la vía de acceso a la autonomía,
han desarrollado al máximo ese poder de planificación. Así, el artículo 12 del
Estatuto de Cataluña, bien que con la salvedad de «las bases y la ordenación
económica general y la política monetaria del Estado», en los términos de los
preceptos constitucionales a que se remite, confiere a la Generalidad la
«competencia exclusiva» para la planificación de la actividad económica de
Cataluña, sin perjuicio de que retenga también las atribuciones relativas al
«desarrollo y ejecución en Cataluña de los planes establecidos por el Estado
para la reestructuración de sectores industriales». La fórmula adoptada en el
Estatuto del País Vasco reconoce, por su parte, la competencia exclusiva de la
Comunidad «para el fomento del desarrollo económico de la Comunidad
Autónoma dentro de los objetivos marcados por la política económica nacional», pero la expresión estatutaria de esta competencia exclusiva es categórica:
«Promoción, desarrollo económico y planificación de la actividad económica
del País Vasco de acuerdo con la ordenación general de la economía»
(artículo 10.25). La cuestión práctica es cómo se desciende en el proceso de la
actividad económica cotidiana desde esa vaga «ordenación general» a la concreta y exclusiva planificación de la economía autónoma, y máxime quedando
en los poderes públicos de las Comunidades el desarrollo y la ejecución de la
planificación estatal.
El alcance del problema queda resaltado en la teoría del sector público o,
mejor dicho, de los sectores públicos, puesto que la concepción autonomista
abre decididamente paso a una multiplicidad de sectores públicos. No es preciso
poner mayor énfasis en la importancia del sector público en la economía
española, en su centralización sistemática, en sus condicionamientos con la
economía de la libre empresa ni en su situación crítica, que es tan manifiesta
como alarmante. En estas circunstancias es obligado llamar la atención sobre lo
que puede suponer, si no se consigue una coordinación estratégica y efectiva,
la implantación de un sector público en toda Comunidad Autónoma que
estatutariamente lo asuma. Es posible que criterios prácticos aconsejen a alguna
de ellas renunciar a lo que puede ser una aventura ruinosa para la Comunidad,
para el Estado y para la sociedad. Pero lo cierto es que la tan difundida y
generosa idea de la igualdad de los techos autonómicos deja abiertas todas las
posibilidades para el pluralismo de economías nacionalizadas o mixtas
dentro del espacio económico o territorial del Estado. En la medida que los
Estatutos ya promulgados sirvan de pauta o incluso de modelo a los que están
en elaboración, las normas ya establecidas son bien claras. El Estatuto del País
Vasco reconoce en competencia exclusiva de los poderes públicos de la
Comunidad el sector público propio del País Vasco (art. 10.24), y ello sin
perjuicio de la reserva en su favor de la ejecución de la legislación del Estado
en cuanto al «sector público estatal en su ámbito territorial de la Comunidad
Autónoma» (art. 12.7). El Estatuto de Cataluña establece la competencia
exclusiva de la Generalidad sobre el sector público de la misma y su
participación en la gestión del sector público económico estatal en los casos y
actividades que procedan (art. 9). Al margen de todo planteamiento ideológico e
incluso de cualquiera apreciación constitucionalista y de los complejos
problemas jurídicos que todo ello ha de plantear, es forzoso llamar la atención
sobre los enormes problemas económicos de todo tipo que en la crítica situación
actual plantea el montaje y desmontaje de empresas públicas o semi-públicas en
la varia geografía autonómica que se vislumbra en el horizonte. Y es claro en
su repercusión sobre la actividad y las posibilidades operativas de las empresas
privadas.
A lo dicho hay que añadir una obligada reflexión sobre la carga fiscal.
La potestad tributaria está reconocida a las Comunidades Autónomas «de
acuerdo con la Constitución y las leyes» por la propia Constitución (artículo
133.2). La Ley Orgánica 8/1980, de 22 de septiembre, de Financiación de las
Comunidades Autónomas incluye entre los recursos propios de éstas, entre
otros conceptos, «sus propios impuestos, tasas y contribuciones especiales»,
los tributos cedidos total o parcialmente por el Estado y los «recargos que
pudieran establecerse sobre los impuestos del Estado» (art. 4).
La mencionada ley excluye la posibilidad de que las Comunidades Autónomas
establezcan tributos sobre hechos imponibles gravados por el Estado, y no
permite la cesión de impuestos estatales sobre la renta global de las personas
físicas, sobre el beneficio de sociedades, sobre la producción de ventas, sobre el
tráfico exterior y sobre los que actualmente se recaudan a través de monopolios
fiscales. Si las Comunidades Autónomas han de tener la entidad política que la
Constitución les reconoce y agotar sus competencias exclusivas definidas en sus
Estatutos, el sistema y la efectividad de sus recursos tienen que ser cuando
menos adecuados. Pero siendo ello así, no es razonable esperar que se produzca,
al menos a corto o medio plazo, una compensación reductora en el sistema fiscal
estatal y en los gastos del Estado en su conjunto. El análisis de la situación
económica española y su tratamiento no puede prescindir de los efectos sobre la
producción, el comercio y el consumo, y en general sobre todo tipo de
actividades, de la escalada fiscal del Estado, de los municipios y de la
inmediata implantación del poder tributario de las Comunidades Autónomas. Es
cierto que están previstos organismos de coordinación como el Consejo de
Política Fiscal y Financiera de las Comunidades Autónomas, pero va a ser
necesario ponderar muy cuidadosamente la carga fiscal que puede soportar sin
riesgos de colapso la actividad económica general ante esta múltiple leva de
recursos.
Los Estatutos de las autonomías ya promulgados y en vías de ejecución,
que han de servir de modelo a los demás en curso de elaboración, puede decirse
que han apurado al límite el techo de las competencias. No es cuestión de
reconsiderar estas cotas. Pero sí es imperativo conocerlas y tenerlas siempre a
la vista para planear la actividad económica de las empresas en el pesado
horizonte de los próximos años. Llama la atención que, en los programas
económicos controvertidos políticamente en los últimos meses, esta incidencia,
verdaderamente estructural del proceso autonómico, apenas si haya sido tenida
en cuenta. Los graves problemas de la inflación, del desempleo, de la crisis
energética, de la atonía inversora y tantos más que entran en el síndrome
depresivo de la actual situación, ni pueden ser tratados exclusivamente desde
una óptica autonomista, ni pueden ser entregados a la responsabilidad de poderes públicos impotentes por su incompetencia funcional, ni tampoco pueden
servir de pretexto para una involución centralista, que pondría en peligro o
falsificaría por completo el sistema democrático en su conjunto.
¿Qué hacer entonces? Desarrollar todas las posibilidades de la Constitución, la cual, incluso tras sus cautelas y ambigüedades, está animada por un
espíritu de armonía y es hostil a los desgarramientos sin sutura.
La Constitución democrática española, buscando el modelo en desarrollo
de las sociedades occidentales industrializadas, reconoce la libertad de empresa
en el marco de la economía de mercado como reconoce al Estado competencia
para planificar la actividad económica general; propugna la libre circulación de
personas, empresas y capitales en el territorio nacional y reconoce la
iniciativa pública en la actividad económica. Ahora bien: estas orientaciones
de principio se proyectan sobre el cuadro de competencias que pueden
asumir —como las han asumido— en sus Estatutos las Comunidades Autónomas. En la agricultura y en la ganadería, en el urbanismo y en la vivienda, en
el fomento del desarrollo económico, en la promoción y ordenación del turismo
y en el desarrollo y aplicación de las bases estatales de la ordenación del crédito,
banca y seguros, las Comunidades Autónomas tienen competencias que son
precisadas por sus respectivos Estatutos. Pero las «bases y coordinación de la
planificación general de la actividad económica» corresponden al Estado, y ni
que decir tiene que al Estado actuando dentro de su marco constitucional, que
ampara la libertad de empresa dentro de la economía de mercado.
El método de esta planificación en la libertad y la coordinación de las directrices del Estado con las previsiones de las Comunidades Autónomas está
también pautado en la Constitución al concebir al efecto en el artículo 131 un
órgano institucional, un Consejo, con participación de los sindicatos y las
organizaciones profesionales, empresariales y económicas. A medida que el
proceso autonómico se extiende y generaliza, la articulación por ley de este
Consejo en su composición, facultades y funcionamiento es de importancia
capital y perentoria si se quiere conseguir una coordinación autonómica de la
economía nacional inspirada en el principio de la solidaridad de las autonomías.
S. F.*
* 1929. Abogado del Estado. Presidente del
Círculo de Empresarios.