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El Cisma del siglo XX Los esfuerzos papales por la unidad en pulso con los lefebvristas Antonio Pelayo, Corresponsal de Vida Nueva en Roma Revista Vida Nueva - Pliego – 28 de marzo al 3 de abril de 2009 / Págs. 24-30 El 21 de enero de 2009, Benedicto XVI anunciaba el levantamiento de las excomuniones a los cuatro obispos consagrados por monseñor Marcel Lefebvre el 30 de junio de 1988. Durante más de dos décadas, se ha ido escenificando la ruptura entre el movimiento lefebvrista y la Santa Sede, pero también los afanes de los sucesivos Papas por impedir que un nuevo cisma pusiera en peligro la unidad de la Iglesia. Estas páginas quieren ser una síntesis histórica de ese tira y afloja, al que la decisión del actual Pontífice y su ulterior carta al respecto ponen un punto y aparte a un asunto que sigue siendo objeto de polémica. Crónica de un desencuentro Ahora que, por desgracia, parece confirmarse el resultado negativo del último intento de recuperar para la unidad de la Iglesia a la Fraternidad San Pío X, no está de más echar la vista atrás para estudiar los sucesivos acercamientos que los papas Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI han protagonizado para impedir que cristalizase un nuevo cisma en el seno de la Iglesia. Estas páginas no pretenden ser, sin embargo, una historia completa del movimiento ultra-tradicionalista surgido después del Concilio Vaticano II. Existen ya en el mercado diversas obras que lo han analizado y estudiado desde sus posibles angulaciones históricas, dogmáticas, jurídicas o litúrgicas. Las hay para todos los gustos: favorables o críticas. Entre las primeras, citaré la Lettre ouverte aux catholiques perpiexes (Carta a los católicos perplejos), de monseñor Marcel Lefebvre, publicada en 1985 por la editorial Albin Michel; o Monseiqneur Lefebvre, vignt ans de combat pour le sacerdoce et la foi (Monseñor Lefebvre, veinte años de combate por el sacerdocio y la fe), del abbé Denis Maxchal, miembro de la Fraternidad, en Les Nouvelles Editions Latines (1988). Sólo pretendo ofrecerle al lector una síntesis de los esfuerzos llevados a cabo por los Papas antes y después del 30 de junio de 1988, día en el que monseñor Lefebvre dio el paso fatídico de consagrar obispos a cuatro de sus sacerdotes, abriendo un nuevo cisma en la bimilenaria historia de la Iglesia. La fuerte personalidad del fundador No es una exageración definir el movimiento como lefebvriano, porque la fuerte personalidad de su fundador lo impregnó desde sus comienzos y ha mantenido su influencia determinante incluso después de su muerte, sin que, por ahora, haya surgido ninguna otra personalidad capaz de asumir su papel. Monseñor Lefebvre nació en Turcoing, provincia de Tille (Francia), el 29 de noviembre de 1985 y, después de haber finalizado sus estudios en el seminario francés de Roma, es ordenado en 1929 como sacerdote miembro de la Congregación del Espíritu Santo, que le envió como misionero a Senegal. El 18 de septiembre de 1947 es consagrado obispo, llegará a ser arzobispo de Dakar (Senegal) y delegado apostólico para el Africa Occidental francesa. Opuesto a la descolonización y a la africanización de la jerarquía, se enfrenta con el presidente, el católico Leopoid M. Senghor, que pide al Vaticano que le aleje del país. Juan XXIII le nombra en 1962 obispo de Tulle, una de las diócesis más pequeñas de Francia, y meses después es elegido superior de su Congregación religiosa. Asiste a las cuatro sesiones del Concilio, donde se almea con la minoría conservadora y funda el Coetus Internationalis Patrum, el grupo de obispos que se opuso sin éxito a la andadura del Vaticano II pese a lo cual vota favorablemente todas sus constituciones, decretos y declaraciones, menos la Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, que definió como “el error más monumental del Vaticano II”. Por su ofuscada oposición a las doctrinas conciliares, su Congregación religiosa le destituye en 1968 de su cargo como Superior General. A comienzos de los años 70 del siglo pasado, su viejo amigo monseñor François Carriere, obispo de Lausana, Ginebra y Friburgo (Suiza), a petición de monseñor Lefebvre, erige en su diócesis ad experimentum la “Fraternidad sacerdotal internacional San Pío X” y el arzobispo abre en la localidad de Ecóne (diócesis de Sion) un seminario donde se forman seminaristas de varias nacionalidades en un ambiente abiertamente hostil al Concilio y a sus reformas, sobre todo las litúrgicas (monseñor Lefebvre rechaza públicamente el Novus Ordo Missae de 1969). Los episcopados francés y suizo, entre otros, se inquietan ante este fermento de rebeldía y alertan a Roma, que, por decisión del Papa, nombra una comisión cardenalicia para seguir el caso, y envía a Ecóne a dos “visitadores”. El 21 de noviembre de 1974, el arzobispo rebelde firma una declaración explosiva que, paradójicamente, comienza así: “Nosotros nos adherimos con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, a la Roma católica, guardiana de la fe católica y de las tradiciones necesarias para el mantenimiento de dicha fe, a la Roma eterna, maestra de sabiduría y de verdad”. A renglón seguido fustiga a la “Roma neo-modernista y neo-protestante, que se ha manifestado claramente en el Concilio Vaticano II... Ninguna autoridad, ni la más alta en la jerarquía, podrá obligarnos a abandonar o disminuir nuestra fe católica claramente expresada y profesada por el magisterio de la Iglesia en los últimos diecinueve siglos”. El nuevo obispo de Friburgo, monseñor Mamie, revoca la autorización de la Fraternidad en 1975. Durante años hubo un abundante intercambio de cartas y reuniones... En una entrevista de 1976 a France Catholique-Ecclesia, responde a estas decisiones afirmando que “es un deber desobedecer a los que desobedecen a la doctrina de la Iglesia”, e invoca el ejemplo de san Atanasio contra la herejía arriana. En abril del mismo año, monseñor Benelli, sustituto de la Secretaria de Estado, recuerda al arzobispo rebelde las condiciones para una posible reconciliación: aceptación del Vaticano II y de todos sus documentos, plena adhesión a la persona y al magisterio de Pablo VI, y adopción del nuevo Misal como prueba de sumisión. El 29 de junio, monseñor Lefebvre ordena de nuevo a 15 neo-sacerdotes. El 22 de julio, la Congregación para los Obispos anuncia su suspensión a divinis. En septiembre, Pablo VI le recibe en Castelgandolfo, y un mes más tarde le dirige una larga y severa carta de 18 páginas en la que, entre otras muchas cosas, le reprocha su “ambigüedad” y su “doble lenguaje” cuando habla de sumisión a la autoridad del Papa y de la Santa Sede. En la tercera parte de esta carta montiniana, se le pide una declaración “que deberá afirmar que usted se adhiere francamente al Concilio Vaticano II y a todos sus textos —sensu obvio— que han sido adoptados por los padres del Concilio, aprobados y promulgados por nuestra autoridad. Tal adhesión, en efecto, ha sido siempre la regla en la Iglesia desde los orígenes, por lo que respecta a los Concilios ecuménicos”. En la segunda parte de su misiva, el Pontífice escribe: “Como garante supremo de la fe y de la formación del clero, Nos le pedimos que ponga en nuestras manos la responsabilidad de vuestra obra y, en concreto, de vuestros seminarios. Es para Usted, sin duda, un pesado sacrificio, pero es también un ‘test’ de vuestra confianza, de vuestra obediencia, y es una condición necesaria para que estos seminarios que no tienen existencia canónica en la Iglesia, puedan eventualmente formar parte de ella”. A partir de ahí, y durante varios años, se produce un abundante intercambio de cartas, de reuniones, de decisiones. Lefebvre ordena otros 18 sacerdotes el 29 de junio de 1978, pocas semanas antes de que fallezca en Castelgandolfo Giovanni Battista Montini, al que sucede Albino Luciani, que a su vez morirá el 29 de septiembre del mismo año. Antes del Cónclave sucesivo a la muerte de Juan Pablo I, Lefebvre escribe una carta a 40 cardenales (entre ellos, al de Cracovia, Karol Wojtyla), pidiéndoles que elijan a un papa como Pío X, un papa que luche contra el ecumenismo... Audiencia con Juan Pablo ll El 18 de noviembre de 1978 —un mes después de su elección—, Juan Pablo II recibe en audiencia a monseñor Lefebvre y concuerdan que si el arzobispo firma una declaración pública, en la que diga “acepto el Concilio Vaticano II a condición de que la Tradición sea el criterio de su interpretación”, se resuelve el nudo de la cuestión. El cardenal Franjo Seper, entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, retoma contacto con el arzobispo con vistas a una regularización de su situación (como es ya su costumbre en la misma fecha de 30 de junio de 1979, Lefebvre ordena a 29 nuevos presbíteros). El cardenal yugoslavo fallece el 31 de diciembre de 1981, y pocos días después, en enero de 1982, le sustituye el entonces arzobispo de Munich, cardenal Joseph Ratzinger. El cambio en la cúspide de la Congregación parece inspirar renovadas esperanzas en monseñor Lefebvre, que el mismo 11 de enero escribe al nuevo prefecto exponiéndole la situación de su Fraternidad y de los grupos tradicionalistas y pidiéndole su ayuda. Un mes más tarde, le llega la respuesta, en la que Ratzinger afirma que espera que el Papa le confíe la misión de seguir el affaire que hasta entonces había estado en manos de su predecesor. El 27 de marzo, tiene lugar en Roma el primer encuentro entre los dos, al que seguirá otro el 20 de julio, en el curso del cual el cardenal le anuncia que está en preparación un decreto sobre el antiguo rito de la misa. Después de un intercambio epistolar muy intenso, Ratzinger envía una nueva carta el 23 de diciembre a su interlocutor en la que le propone el texto de una declaración en latín con dos puntos esenciales: en el primero, monseñor Lefebvre debe afirmar que acepta la doctrina íntegra del Vaticano II ‘en la medida en que es interpretado a la luz de la Santa Tradición y con referencia al constante magisterio de la Iglesia”, teniendo en cuenta la cualificación teológica de cada documento conciliar. En el segundo punto, deberá reconocer que el Misal de Pablo VI es legítimo y perfectamente católico, por lo cual no podrá afirmar que las misas celebradas de acuerdo con el nuevo rito no son validas, y mucho menos que sean heréticas y blasfemas. Se le permitía añadir a título personal que la aplicación de la reforma litúrgica en la Iglesia había creado graves problemas y que deseaba una revisión de los vigentes libros litúrgicos. Una vez firmada dicha declaración, se pondría en marcha una visita apostólica a Ecóne, tendría lugar una nueva audiencia con el Papa y se levantaría la suspensión a divinis si el prelado declaraba su intención de no ordenar a más sacerdotes sin la preceptiva autorización de la Santa Sede. El uso del misal romano de 1962 ha sido también motivo de litigio Como era habitual en él, monseñor Lefebvre pone en marcha su estrategia defensiva y contaminadora, retrasa su respuesta y contraataca con la denuncia de abusos, escándalos, errores, herejías y apostasías que se difunden en todo el orbe católico, en una Iglesia —según él— cada día más protestantizada y desgarrada. Pero no firma la declaración que se le propone. El 17 de octubre de 1984, el cardenal Agustin Mayer, prefecto de la Congregación para el Culto Divino, hace público un indulto por el cual los obispos pueden conceder la autorización para celebrar la Misa de San Pío V bajo ciertas condiciones, la primera de las cuales es que se reconozca la validez y legitimidad del misal aprobado por Pablo VI. Hacia la ruptura Es imposible en estas páginas seguir una a una las numerosas peripecias, negociaciones, contactos, mediaciones de todo tipo, entrevistas públicas o secretas, presiones que se suceden en los meses y años sucesivos. Un nuevo paso en la escalada de la ruptura se produce el 29 de junio de 1987, cuando, en su homilía de la misa de ordenación de nuevos sacerdotes en Ecóne, monseñor Lefebvre afirma que no tendrá dudas en consagrar a varios obispos auxiliares “si Dios me lo pide para asegurar la obra de la Fraternidad”. Roma comprende enseguida que el abismo que puede abrir esa decisión es aún mucho mayor, y + hace un último esfuerzo nombrando visitador apostólico al cardenal Edouard Gagnon, que visita todas las obras de la Fraternidad en Francia, Suiza y Alemania entre el 11 de noviembre y el 8 de diciembre de 1987, y de cuyos resultados informa directamente a Juan Pablo II. Mientras en el seno del movimiento lefebvrista muchos consideran que la “amenaza” de la consagración episcopal puede acelerar las negociaciones con Roma y facilitar el acuerdo con la Sede Apostólica, otros observadores se alarman de la creciente rigidez que reflejan las últimas posiciones de monseñor Lefebvre, espoleado tal vez por sus jóvenes lugartenientes y anunciados candidatos al episcopado. Así las cosas, el 15 de junio de 1988, monseñor Marcel Lefebvre hace pública su decisión de ordenar cuatro obispos sin el preceptivo mandato pontificio. Se trata de los reverendos Bernard Fellay, Bernard Tissier de Mallerais, Richard Williamson y el español Alfonso de Galarreta. Es el punto sin retorno tan temido por Roma. Ratzinger, Lefebvre y un protocolo común Antes de dicho anuncio, ha tenido lugar una fase de la negociación Roma-Ecóne muy intensa. Los días 12 al 15 de abril, mantienen una reunión de trabajo expertos en teología y derecho canónico de ambas partes para estudiar todas las posibilidades que aseguren a la Fraternidad una situación regular en la Iglesia. La buena marcha de esos trabajos aconsejan un nuevo encuentro el 4 de mayo, al que asisten personalmente el cardenal Ratzinger y monseñor Lefebvre. Como consecuencia del mismo, se redactó de común acuerdo un protocolo que debía servir de base para la reconciliación y que seria sometido a la decisión final del Santo Padre. El protocolo fue firmado por las dos partes en la tarde del 5 de mayo. En el primer apartado del texto, monseñor Lefebvre, en su nombre y en el de la Fraternidad, declaraba las siguientes cosas: “1. Prometer fidelidad a la Iglesia católica y al Pontífice romano, cabeza del cuerpo de los Obispos. 2. Aceptar la doctrina contenida en el número 25 de la constitución Lumen Gentium del Vaticano II sobre el magisterio eclesiástico y la adhesión debida al mismo. 3. Comprometerse en una actitud de estudio y de comunicación con la Sede Apostólica evitando toda polémica a propósito de los puntos enseñados por el Vaticano II o de las reformas posteriores que les parecían difícilmente compatibles con la tradición. 4. Reconocer la validez de la Misa y de los sacramentos celebrados con la intención requerida y según los ritos de las ediciones típicas, promulgadas por Pablo VI y Juan Pablo II. 5. Prometer respetar la disciplina común de la Iglesia y de las leyes eclesiásticas, especialmente las contenidas en el Código de Derecho Canónico de 1983, salvada la disciplina especial concedida a la Fraternidad con una ley particular”. Como es fácil comprobar, no se dejaba nada al aire. La segunda parte del protocolo no era menos concreta, y contenía los siguientes cuatro puntos: “1. La Fraternidad sacerdotal San Pío X seria erigida como Sociedad de vida apostólica de derecho pontificio con unos estatutos aprobados según las normas de los cánones 731-746 y, además, dotada de una cierta exención por lo que se refiere al culto público, la cura de almas y las actividades apostólicas a la vista de los cánones 679-683. 2. Se le concedería a la Fraternidad la facultad de utilizar los libros litúrgicos en uso hasta la reforma pos-conciliar. 3. Para coordinar las relaciones con los varios Dicasterios de la Curia Romana y los obispos diocesanos, así como para revolver los eventuales problemas y contenciosos, el Santo Padre constituiría una Comisión Romana que comprendería dos miembros de la Fraternidad y provista de las facultades necesarias. 4. Por fin, teniendo en cuenta la peculiar situación de la Fraternidad, se sugería al Santo Padre que nombrase un Obispo escogido entre sus miembros que normalmente no sería el Superior General”. Con un gesto insólito pero muy característico en él, monseñor Marcel Lefebvre dio marcha atrás en menos de 24 horas y, en una nueva carta al cardenal Joseph Ratzinger, exigía poder ordenar un nuevo obispo el 30 de junio “con o sin el acuerdo de Roma”. Inmediata la respuesta del Cardenal, invitándole a atenerse a lo firmado. Ambos prelados volvieron a encontrarse el 24 de mayo sin llegar a un acuerdo. El 2 de junio, monseñor Lefebvre escribe al Papa para comunicarle su convencimiento de que “el momento de una colaboración franca y eficaz no ha llegado todavía”. El prelado vuelve a afirmar que, “para guardar intacta la fe de nuestro bautismo, hemos tenido que oponernos al espíritu del Vaticano II y a las reformas que ha inspirado”. En tono desafiante, anuncia que está dispuesto a “darse por sí mismo los medios para proseguir la obra que la Providencia nos ha confiado”, y confirma que consagrará a los cuatro obispos. “Continuaremos rezando —concluye- para que la Roma moderna infestada por el modernismo vuelva a ser la Roma católica y reencuentre la tradición bimilenaria”. El 9 de junio, Juan Pablo II escribe a Lefebvre una breve carta embargada por una “viva y profunda aflicción”. En ella le dice: “Con paternal corazón, pero con toda la gravedad que requieren las circunstancias presentes, os exhorto, Venerable Hermano, a renunciar a vuestro proyecto (la o las ordenaciones episcopales), que si se lleva a cabo no podrá no aparecer como un acto cismático cuyas consecuencias teológicas y canónicas inevitables os son conocidas. Os invito ardientemente a regresar con humildad a la plena obediencia al Vicario de Cristo”. ‘Monitum’ de excomunión Una nota de la Sala de Prensa del 16 de junio de 1988 —que recoge todas las informaciones precedentes— anunciaba que la Santa Sede había mandado a los interesados un monitum anunciándoles las penas canónicas en las que incurrirían si llevasen a cabo sus propósitos: la excomunión latae sententiae”, es decir, automática. De nada sirven las amenazas ni los intentos de mediación de última hora: el 29 de junio, monseñor Lefebvre ordena sacerdotes a 16 diáconos. De nada, absolutamente de nada, ha servido el último telegrama que el nuncio en Berna ha hecho llegar al arzobispo firmado por el cardenal Ratzinger. “Por el amor de Cristo y de su Iglesia, el Santo Padre le pide paternalmente y con firmeza que salga hoy mismo hacia Roma sin proceder el 30 de junio a las ordenaciones episcopales anunciadas por Usted. El Santo Padre pide a los Santos Apóstoles Pedro y Pablo para que puedan inspirarle no traicionar el episcopado del que habéis sido investido ni los juramentos que habéis pronunciado de permanecer fiel al Papa sucesor de Pedro, y pide a Dios que os ilumine para que no os desviéis del justo camino y no desperdiguéis a los que Jesucristo ha venido a recoger en la Unidad. Le confía a la intercesión de la Santísima Virgen Maña, madre de la Iglesia”. Las ordenaciones episcopales consuman el cisma En la mañana del jueves 30 de junio, en una verde pradera donde se ha instalado una gran carpa, monseñor Lefebvre, acompañado del obispo brasileño emérito de Campos, monseñor De Castro Mayer, confiere el orden episcopal a los cuatro sacerdotes ante una multitud de 6.000 personas venidas de todo el mundo y una muy numerosa representación de los medios de comunicación —entre los que me encontraba como enviado especial del periódico Ya-, que van a reflejar para todo el planeta la consumación del cisma del siglo XX. En su homilía de la víspera, Lefebvre ha pronunciado palabras durísimas contra el Papa, calificándolo de anti-Cristo. “Nuestra desobediencia —dijo— está motivada por la necesidad de salvaguardar la fe católica. Todos los teólogos enseñan que si el Papa con sus actos destruye la Iglesia nosotros no podemos obedecerle; es más, él debe ser reprendido respetuosa pero públicamente”. Uno de los consagrados, el hoy famoso monseñor Richard Williamson, declaraba (véase La Repubblica del 30 de junio): “No es para nada seguro que seamos excomulgados. Hemos oído que el Santo Padre nos tratará con moderación y clemencia. Si llegasen a excomulgarnos, sentiré una cierta piedad por el Papa y los romanos, que demuestran que no saben lo que hacen. Incluso si el Papa nos convocase, acudiría rápidamente, pero no en nombre de cualquier unidad. La unidad es bellísima dentro de la verdad; si no, es masonería. Y la masonería hoy es poderosa, tan fuerte que nos hace creer que su fuerza sea una broma. Hace ocho años se publicó una lista de los 120 prelados de curia inscritos en la masonería. No acuso al Papa de ser un masón; sólo tiene muchas ideas liberales. El liberalismo es la filosofía que combatimos, la masonería es su encamación”. La santa sede anuncia la excomunión ‘latae sententiae’ Esa misma mañana, la Sala de Prensa de la Santa Sede hacía público un comunicado en el que se anunciaba: “De acuerdo con el canon 1013, que dice: ‘A ningún Obispo le es licito conferir la ordenación episcopal sin que conste previamente el mandato pontificio’, las consagraciones episcopales sucedidas el 30 de junio por mano de Monseñor Lefebvre, no obstante la admonición del 17 de junio, han sido llevadas a cabo expresamente contra la voluntad del Papa con un acto formalmente cismático según el canon 751, habiendo rechazado abiertamente la sumisión al Sumo Pontífice y la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos. En consecuencia, tanto Monseñor Lefebvre como los obispos por él consagrados, Bernard Fellay, Bernard Tissier de Mallerais, Richard Williamson, Alfonso de Galarreta, han incurrido ipso Jacto en la excomunión latae sententiae reservada a la Santa Sede”. El día 1 de julio, el prefecto de la Congregación para los Obispos, el cardenal Bemaxdin Gantin, hacía público un decreto en el mismo sentido, en el que se añadía que también monseñor Antonio de Castro Mayer “por haber participado directamente en la celebración litúrgica como consagrante y, habiéndose adherido públicamente al acto cismático”, incurría en la misma excomunión. “Se advierte a los sacerdotes y fieles —añadía el decreto— que no se adhieran al cisma de Monseñor Lefebvre, porque incurrirían ipso facto en la gravísima pena de la excomunión”. Nace la comisión ‘ecclesia dei’ El 2 de julio, Juan Pablo II publica un motu propio con el titulo Ecclesia Dei en el que anuncia la creación de una comisión que llevará el mismo nombre, al frente de la cual nombra al cardenal Paul Agustin Mayer, benedictino y prefecto emérito de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos. El secretario es monseñor Camille Perl (que acompañó al cardenal Gagiton durante su visita apostólica) y, entre los expertos, se encuentran el hoy cardenal Tarcisio Bertone, consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y el entonces subsecretario de la Congregación para el Culto Divino, el español monseñor Pere Tena Garriga. En el motu propio antes citado, el Pontífice señala que la raíz del acto cismático estriba en una “incompleta y contradictoria noción de tradición, porque no tiene en cuenta suficientemente el carácter vivo de la tradición” y, de modo especial, porque “es contradictoria una noción de tradición que se opone al magisterio universal de la Iglesia, cuyo depositario es el Obispo de Roma y el cuerpo de los Obispos. No se puede permanecer fieles a la tradición rompiendo el vínculo eclesial con aquél a quien el mismo Cristo, en la persona del apóstol Pedro, le ha confiado el ministerio de la unidad de su Iglesia”. En el mismo documento, Karol Wojtyla decide “una más amplia y generosa aplicación de las directivas ya emanadas por la Sede Apostólica (se refiere al decreto de 1984 de la Congregación para el Culto Divino) para el uso del misal romano según la edición típica de 1962”. La razón esgrimida por el Santo Padre es que “debe ser respetado en todas las partes el ánimo de todos los que se sienten ligados a la tradición litúrgica latina”. El 13 de julio, el cardenal Ratzinger pronuncia en la casa de Cáritas de Santiago de Chile una conferencia en la que abordó el cisma de Ecóne ante los obispos chilenos. En ella, volvió a referirse a los errores que se cometieron en los años del posconcilio en el campo litúrgico. “Una de las razones —dijo— por las que muchas personas han buscado refugio en la vieja liturgia es porque sienten que en ella se custodia mejor su dimensión sagrada. La liturgia no es un festival ni una reunión de placer. No es importante ni normativo que al sacerdote se le ocurran ideas sugestivas o elucubraciones imaginativas. La liturgia es el hacerse presente Dios tres veces santo entre nosotros”. También tocó el tema de la fidelidad al Concilio. “Defender el Vaticano II contra monseñor Lefebvre como válido y vinculante para la Iglesia —aseguró es y será siempre una necesidad. Sin embargo, existe una óptica visual restringida según la cual se lee y selecciona el Vaticano. Muchas de estas representaciones dan la impresión de que, después del Vaticano II, todo ha cambiado y lo anterior ya no es válido o, en el mejor de los casos, sólo lo es a la luz del Concilio. No se ve al Vaticano II como parte de la tradición viva de la Iglesia, sino como el final de la tradición”. Muerte y relevo de Lefebvre Monseñor Lefebvre falleció en 1991 sin haberse retractado de sus posiciones. Al frente de la Fraternidad se encuentra entonces el sacerdote alemán Franz Schmidberger, un “duro” que ya en vida del recalcitrante arzobispo había asumido la dirección del movimiento. En estos últimos años, se han producido nuevos movimientos de acercamiento táctico, llevados a cabo, a veces, con un triunfalismo de fachada que quería ocultar la incomodidad que producía en Roma el crecimiento de los lefebvristas y su encastillamiento doctrinal. En la presidencia de la comisión ‘Ecclesia Dei’, el cardenal Mayer es sustituido por el cardenal Antonio Innocenti -ex nuncio en Madrid- que, a su vez, cede su puesto al también ex nuncio Angelo Felici, hasta llegar al actual presidente, el cardenal Darío Castrillón Hoyos, que fue también prefecto de la Congregación para el Clero. El 4 de junio de 2008, éste se reúne en Roma con monseñor Bernard Fellay, que, a su vez, ha pasado a ser el superior de la Fraternidad y que se hace acompañar del abbé Alain-Maxc Nely. Según filtraciones fiables, el cardenal colombiano transmite a los lefebvristas una especie de ultimátum en cinco puntos a los que deberán responder antes de finales de mes. Los cinco puntos —según diversas fuentes- son: el compromiso de la Fraternidad a dar “una respuesta proporcionada a la generosidad del Papa” (se refiere a la Summorum Pontificum, que autorizó el uso del ritual pre-Vaticano II) evitar toda intervención pública que no respete la persona del Santo Padre o que resulte negativa para la caridad eclesial; evitar la pretensión de un magisterio superior al Santo Padre y no proponer a la Fraternidad en contraposición a la Iglesia; demostrar por fin la voluntad de actuar honestamente con caridad eclesial y respetando la autoridad del Vicario de Cristo (véase Vida Nueva, n9 2.620). La iniciativa fracasa: el 1 de julio, un comunicado del abbé Alain Lorans, portavoz de Ecóne, rechaza adherirse a las propuestas de Castrillón y recuerda que para la Fraternidad San Pío X es una condición previa a toda discusión doctrinal la suspensión de las excomuniones que pesan sobre sus cuatro prelados. Benedicto XVI levanta las excomuniones Llegamos así a los prolegómenos de lo sucedido en enero de este año y que los lectores de Vida Nueva ya conocen a través de nuestras crónicas. La carta de Benedicto XVI, cuyos amplios extractos acompañan este Pliego, son el comentario más autorizado que pueda hacerse de las motivaciones que han llevado a Joseph Ratzinger a arriesgarse hasta limites que algunos han considerado excesivos con tal de salvar el don precioso de la unidad de la Iglesia. Una actitud la suya —hay que reconocerlo con tristeza— poco comprendida y criticada incluso dentro de la Iglesia. Tristemente, la arriesgada decisión papal de levantar las excomuniones ha sido poco comprendida y criticada Conducir a los hombres hacia dios, prioridad suprema y fundamental “Espero, queridos Hermanos, que con esto quede claro el significado positivo, como también sus límites, de la iniciativa del 21 de enero de 2009. Sin embargo, queda ahora la cuestión: ¿Era necesaria tal iniciativa? ¿Constituía realmente una prioridad? ¿No hay cosas mucho más importantes? Ciertamente hay cosas más importantes y urgentes. Creo haber señalado las prioridades de mi Pontificado en los discursos que pronuncié en sus comienzos. Lo que dije entonces sigue siendo de manera inalterable mi línea directiva. La primera prioridad para el Sucesor de Pedro fue fijada por el Señor en el Cenáculo de manera inequívoca: “Tú... confirma a tus hermanos” (Lc 22, 32). El mismo Pedro formuló de modo nuevo esta prioridad en su primera Carta: “Estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere” (1 Pe 3, 15). En nuestro tiempo, en el que en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento, la prioridad que está por encima de todas es hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a Dios. No a un dios cualquiera, sino al Dios que habló en el Sinaí; al Dios cuyo rostro reconocemos en el amor llevado hasta el extremo (cf. Jn 13,1), en Jesucristo crucificado y resucitado. El auténtico problema en este momento actual de la historia es que Dios desaparece del horizonte de los hombres y, con el apagarse de la luz que proviene de Dios, la humanidad se ve afectada por la falta de orientación, cuyos efectos destructivos se ponen cada vez más de manifiesto. Conducir a los hombres hacia Dios, hacia el Dios que habla en la Biblia: ésta es la prioridad suprema y fundamental de la Iglesia y del Sucesor de Pedro en este tiempo. De esto se deriva, como consecuencia lógica, que debemos tener muy presente la unidad de los creyentes. En efecto, su discordia, su contraposición interna, pone en duda la credibilidad de su hablar de Dios. Por eso, el esfuerzo con miras al testimonio común de fe de los cristianos —al ecumenismo— está incluido en la prioridad suprema. A esto se añade la necesidad de que todos los que creen en Dios busquen juntos la paz, intenten acercar- se unos a otros, para caminar juntos, incluso en la diversidad de su imagen de Dios, hacia la fuente de la Luz. En esto consiste el diálogo interreligioso. Quien anuncia a Dios como Amor ‘hasta el extremo” debe dar testimonio del amor. Dedicarse con amor a los que sufren, rechazar el odio y la enemistad, es la dimensión social de la fe cristiana, de la que hablé en la Encíclica Deus caritas est. (...) Yo mismo he visto en los años posteriores a 1988 cómo, mediante el regreso de comunidades separadas anteriormente de Roma, ha cambiado su clima interior; cómo el regreso a la gran y amplia Iglesia común ha hecho superar posiciones unilaterales y ablandado rigideces, de modo que luego han surgido fuerzas positivas para el conjunto. ¿Puede dejarnos totalmente indiferentes una comunidad en la cual hay 491 sacerdotes, 215 seminaristas, 6 seminarios, 88 escuelas, 2 institutos universitarios, 117 hermanos, 164 hermanas y millares de fieles? ¿Debemos realmente dejarlos tranquilamente ir a la deriva lejos de la Iglesia? Pienso por ejemplo en los 491 sacerdotes. No podemos conocer la trama de sus motivaciones. Sin embargo, creo que no se hubieran decidido por el sacerdocio sí, junto a varios elementos distorsionados y enfermos, no existiera el amor por Cristo y la voluntad de anunciarlo y, con Él, al Dios vivo. ¿Podemos simplemente excluirlos, como representantes de un grupo marginal radical, de la búsqueda de la reconciliación y de la unidad? ¿Qué será de ellos luego?