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“Padres de Roma y jueces de los pueblos”
(Himno)
Homilía en la solemnidad de San Pedro y San Pablo
Catedral de Mar del Plata, 29 de junio de 2011
I. Pedro y Pablo
La Iglesia Católica celebra hoy con solemnidad el martirio de los santos apóstoles
Pedro y Pablo. Son ellos el cimiento y las columnas de la Iglesia de Roma. Sus
venerados sepulcros, allí custodiados, constituyen un símbolo elocuente que convoca a
la unidad y a la comunión de todos aquellos que han recibido un mismo Bautismo.
Así lo reconocía San Ireneo, obispo de Lyon, en el siglo II: “Porque con esta Iglesia
en razón de su origen más excelente debe necesariamente acomodarse toda Iglesia, es
decir los fieles de todas partes” (Adv. Haer. III, 3, 2).
Bajo el impulso de la inspiración divina “Pedro fue el primero en confesar la fe”
(Prefacio): “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). A lo largo de los
primeros siglos la Iglesia de los Padres se iba a aplicar a desentrañar toda la riqueza
implícita en estas palabras. Por esto mismo, fue constituido por el Señor como roca
fundamental para la edificación de su Iglesia, el nuevo pueblo de Dios: “Tú eres Pedro,
y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18).
Pablo, a su vez, una vez derribado por la gracia de un amor que él desconocía, se
convirtió en “el insigne maestro que interpretó la fe” (Prefacio); esa fe que antes él
mismo rechazaba con todo su ardor: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch 9,5). Así
oye decir a Jesús en el camino hacia Damasco. Y desde entonces se convertiría en el
más entusiasta apóstol y misionero de todos los tiempos.
En el Prefacio de esta Eucaristía oiremos decir: “Aquél formó la primera Iglesia con
el resto de Israel, éste la extendió entre los paganos llamados a la fe. Ambos
congregaron, por diversos caminos, a la única familia de Cristo y, coronados por un
mismo martirio, son igualmente venerados por tu pueblo”.
Distintos en su vocación propia, unidos en la común causa de trabajar por la Iglesia
de Cristo, idénticos en la confesión de su glorioso martirio.
La Iglesia es comunión dentro de un Cuerpo, donde nosotros, que somos sus
miembros, tenemos diferentes funciones (1Cor 12). La necesaria unidad y la legítima
diversidad deben ir juntas. Unidad no es uniformidad de dones y funciones; ni la
diversidad es anarquía. En su Carta a los Gálatas, San Pablo dirá: “El que constituyó a
Pedro Apóstol de los Judíos, me hizo también a mí Apóstol de los paganos” (Ga 2,8). Y
sabe también que el mismo Espíritu que congrega e incorpora en la unidad del Cuerpo
de la Iglesia es la fuente de la variedad enriquecedora de los carismas (1Cor 12, 7.11).
Para la Iglesia de todos los tiempos, Pedro y Pablo son un modelo de integración de
la verdad y el amor. Como lo atestigua el libro de los Hechos de los Apóstoles, en el
relato de la asamblea celebrada en Jerusalén, Pedro reconoció e integró la peculiar
vocación y el carisma de Pablo, dentro de la Iglesia en la cual había sido constituido
como el primero entre los Apóstoles (Hch 15,5-12). Pero también Pablo supo acudir a
los Apóstoles presididos por Pedro en el llamado concilio de Jerusalén “para saber si
corría o había corrido en vano” (Ga 2, 2).
Ellos y nosotros confluimos en la misma mesa eucarística de la cual sacaron sus
fuerzas para confesar su fe hasta derramar su sangre. Comulgar con el Cuerpo y la
Sangre del Señor, equivale a entrar en comunión con Aquél que brindó el primer y
supremo “martirio” o testimonio de la verdad (1Tim 6,13).
II. Día del Papa
Quienes frecuentan este templo saben que hoy celebramos a su titular, San Pedro.
Sabemos también los católicos que hoy en toda la Iglesia recordamos al Santo Padre en
el día del Papa.
Contemplamos en él, ante todo, al sucesor de San Pedro, en quien se actualiza el
ministerio eclesial que Jesucristo confió al humilde pescador de Galilea, de regir la
Iglesia de Dios. En nuestro papa Benedicto conservan su plena vigencia las palabras de
nuestro Salvador dirigidas a Pedro: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia, y el poder del infierno no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino
de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que
desates en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mt 16,18-19).
Tras haber experimentado la humillación de sus negaciones Pedro tendrá como
vocación propia confirmar en la fe a sus hermanos: “Simón, Simón, mira que Satanás ha
pedido poder para zarandearlos como el trigo, pero yo he orado por ti, para que no te
falte la fe. Y tú, después que hayas vuelto, confirma a tus hermanos” (Lc 22, 31-32).
La misión de Pedro será, según palabras de San Agustín, un “oficio de amor”, donde
en su caridad pastoral probará su amor al Maestro. Tal es el sentido de las palabras de
Jesús a Pedro cuando, después de su resurrección lo lleva a confesar tres veces su amor
a Él: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos? El le respondió: Sí, Señor, tú sabes
que te quiero. Jesús le dijo: Apacienta mis corderos (…) Apacienta mis ovejas” (Jn
21,15-17).
III. Gracias, Santo Padre
Pero se suma este año otro motivo de entrañable resonancia para recordarlo más
especialmente en nuestra filial oración: hace sesenta años, un día como hoy, el joven
Joseph Ratzinger recibía de manos de su arzobispo, el cardenal Faulhaber, el don de su
ordenación sacerdotal, en la catedral de Freising.
Amamos a nuestro Papa, en primer lugar, por el misterio de gracia del que es
portador, en cuanto sucesor de San Pedro y, por eso, Vicario de Cristo. Eso nos basta
para reconocerlo como padre, orar siempre por él, como parte integral de nuestra
espiritualidad, y ofrecerle el homenaje de nuestra comunión espiritual y nuestra filial
obediencia a sus orientaciones.
Lo amamos, además, por la exquisita personalidad constituida a lo largo de una vida
coherente. Reconocido entre los principales teólogos y hombre de cultura extensa y
profunda, capaz de un verdadero diálogo con el mundo contemporáneo, del que ha
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sabido detectar sus luces y sus sombras. Hombre de trato bondadoso y sensible, bien
distinto de la imagen mediática que, a veces, se ha pretendido imponer.
Ante el “pensamiento débil” de nuestro tiempo y el relativismo de la verdad, ha
sabido defender y argumentar racionalmente, en continuidad con su predecesor, sobre la
existencia de verdades inmutables y universales. Recorriendo sus discursos y escritos
comprobamos la importancia que otorga al carácter racional de nuestra fe cristiana, la
cual, superando el alcance de la razón natural, la eleva y lleva a plenitud. En un célebre
discurso pronunciado en septiembre del año pasado en el Parlamento británico
destacaba las “distorsiones de la religión que surgen cuando se presta una atención
insuficiente al papel purificador y vertebrador de la razón respecto a la religión. Se trata
de un proceso en doble sentido. Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser
también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se
aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la
persona humana (…). Por eso deseo indicar que el mundo de la razón y el mundo de la
fe -el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas- necesitan
uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por
el bien de nuestra civilización” (17-IX-2010).
Como testigo privilegiado del Concilio Vaticano II, ha sabido interpretar su letra y
heredar su genuino espíritu, apartándose de toda hermenéutica deformante que lo
presentara como una novedad absoluta, en ruptura y discontinuidad con la tradición de
la Iglesia.
No se ha cansado de recordar ante la cultura contemporánea aquellos principios de
razón natural que la fe cristiana asume y corrobora, llamados justamente no
negociables: la defensa del derecho inalienable a la vida, desde su concepción hasta su
término natural; la familia fundada en el matrimonio entre un varón y una mujer, como
unión estable abierta a la comunicación de la vida y educación de los hijos; el derecho
primario de los padres ante el Estado respecto de la educación de sus hijos de acuerdo a
sus convicciones morales; y la defensa del bien común, en conformidad con la doctrina
social de la Iglesia.
Santo Padre Benedicto XVI, desde nuestra diócesis de Mar del Plata, queremos
asegurarle nuestra oración por todas sus intenciones en este día. En nuestras parroquias
y capillas hemos ofrecido horas de adoración a Jesús en la Eucaristía, pidiendo para Su
Santidad todas las gracias necesarias para sobrellevar con alegría las exigencias de su
oficio de pastor universal. Sabemos que lleva usted el peso de la solicitud por todas las
Iglesias. Nos alegramos con Su Santidad por la fecunda trayectoria de su ministerio
sacerdotal. Su siembra no ha quedado estéril. Su doctrina y su ejemplo nos iluminan y
nos comprometen.
A la Virgen María, Madre de la iglesia, confiamos sus desvelos, y le pedimos que le
alcance desde el trono de su Hijo la gracia del Espíritu Santo, que lo fortalezca e
ilumine.
+ ANTONIO MARINO
Obispo de Mar del Plata
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