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CARLOS SORIA ¿ANTE UN NUEVO CASO “FAMOSO”? El asesinato en los inicios del año del Gobernador de Río Negro, debido a la categoría socio política del cónyuge que le disparara matándolo, corre por cierto el riesgo de convertirse en un nuevo caso famoso. Pululan en la circunstancia opiniones diversas, impregnadas muchas de ellas de sesgo y de las clásicas posturas ciudadanas de toda suerte –algunas bien patológicas por cierto- y que suelen rodear todo hecho de violencia, especialmente cuando éste se da en un medio intrafamiliar y dentro un marco de hondo contenido emotivo pasional. Curiosamente, este caso reconoce un antecedente similar en Gral. Roca –el caso Durujera-, acaecido hace aproximadamente ocho años atrás, siendo el juez competente en el caso el mismo que interviene en el actual. El ciudadano común se encuentra en consecuencia, como espectador indefenso ante una catarata informática que con frecuencia procurará manipular la opinión –según la postura que adopte cada partícipe activo de los mass media, o su oculto titiritero, por lo general oculto en la noche y niebla de la Violencia del Poder- y el in-put producirá en cada uno de los ciudadanos ajenos a los hechos pero que vivencian los sucesos, reacciones que responderán a cada personalidad, ideología, compromiso socio político y –sobre todo- al peculiar sesgo con el que enfrenta a diario los problemas vinculados a la violencia social, en especial la criminal. Al efecto basta leer los comentarios que pululan a diario en la red informática, en donde suelen ser excepción las palabras prudentes y coherentes con virtudes republicanas mínimas, abundando en cambio la el clamor por la vindicta, la agresión, la burla, y la constelación entera de pasiones negativas propias del humano. Como siempre la incultura no espera el accionar de la Justicia. Peor aún, emite opiniones, dentro y fuera de ésta, que reflejan en su contenido, no solamente una profunda ignorancia de cuestiones esenciales a la conducta humana, si no que también indican el escaso o nulo conocimiento que se tiene del accionar de la ley, cuando este accionar se desenvuelve dentro los lineamientos de la Carta Magna. Para un experto en psicopsiquiatría forense que ha dedicado casi una década a bucear en el tema de la pasión como atenuante, agravante o eximente de culpabilidad en los injustos penales y otra al análisis de los delitos intrafamiliares, un caso como el sub examine no deja de resultar ilustrativo en extremo. Sin pretender incursionar en la dimensión criminalística objetiva y exhaustiva -la que por otra parte no ha tomado estado público ni tampoco pareciera haberse concluido-, pero ciertamente leyendo entre líneas las sucesivas actitudes y disposiciones asumidas por los magistrados intervinientes y extrayendo de entre la fragmentaria informativa –en donde el dato cierto se confunde con la suposición o la sospecha-, así como en los posibles hallazgos, evaluaciones y conclusiones de los expertos psicopsiquiátricos, es posible concluir no sin una cierta dosis de pena, en el hecho de que los ejecutores del derecho penal, al menos en la dimensión en donde se requiere un asesoramiento especial reservado a profesionales, siguen insuficientemente asesorados por una parte y, por la otra, confundidos en cuanto al contenido de conceptos esenciales necesarios para determinar la no punibilidad de una conducta determinada –como lo pide el código de fondo- o, al menos, poder evaluar con sabiduría aquéllos factores de atenuación de culpabilidad –requerimiento básico para conducir a un fallo equitativo que surge de la ley procesal-. Ello sin olvidar la denominada “capacidad para estar en juicio” (temática estrictamente procesal y que mira al momento actual del imputado), dimensión en donde tanto especialistas forenses como ciertos magistrados se confunden identificando erróneamente a esta con la denominada determinación de inimputabilidad (art. 34, 1° CP) –la que mira al momento de la comisión del injusto y no al tiempo presente-. En el caso presente, lo esencial gira en torno a dos cuestiones clarísimas. Una inmediata, de procedimiento (capacidad para estar en juicio) y otra de fondo, no urgente -al parecer no posible de determinar en el momento actual dado el estado psíquico grave que evidenciaría la victimaria-, en torno a la culpabilidad (estado mental en el momento del hecho enrostrado). Es una experiencia cotidiana en el amplio foro argentino, que en el campo del derecho, gracias al impulso dado en los claustros universitarios -entre los cuales destaca la facultad de Derecho de la UBA-, desde 1983, a un mejor conocimiento del derecho penal actualizado y a una enconada defensa de garantías constitucionales innegables en el ejercicio de todo proceso, impera esta diferenciación planteada, así como la interpretación correcta del art 34, 1° CP, apoyada tanto en doctrina como en jurisprudencia. En cambio en el mundo médico legal, con excepción de algunas escuelas como la de Cabello padre en la segunda mitad del siglo XX y la actual que se nutre con el pensamiento de Zaffaroni y su escuela y se evidencia en las publicaciones de la Academia Nacional de Ciencias, CIDIF (Castex, Cabanillas, Silva, Mercurio, Huggelman, entre otros) continúa imperando el resultado de una formación alienistapositivista, resabio de las primeras décadas del siglo XX, en donde los respondes periciales se ajustan a parámetros de una medicina totalmente superada por los avances de las neurociencias, a la que se ignora por completo, o se ajustan en algunos temas (como la posibilidad de realizar tratamientos intracarcelarios) a una fe ciega depositada en la categoría declarada pero no real de las instituciones de privación de libertad. En cierto modo, no pocos forenses se limitan a producir el discurso deseado por el magistrado de turno, a veces por ignorancia, otras por imperio de sus sesgo e ideología clasista, protegiendo con temor sus fueros y posiciones mediante una indebida complacencia, sabiendo de antemano que sus dichos serán privilegiados por su categoría de forenses enancados en el Olimpo Narcisista Médico al que refiere con maestría el psicoanalista galo J. Clavreul en una obra nunca demasiada leída o ponderada. Son rarísimos por cierto, aquéllos tribunales en donde no existen peritos iatras oficiales –por momentos imbuidos del sentirse jueces- sino expertos de una y otra parte, escuchados y valorados en debate conjunto y no a través de una sucesión de audiencias más propias de la inquisición medieval-, aún cuando es doloroso en el sentir de la Defensorías Oficiales, ver como aún en aquéllos primeros, no pocos magistrados privilegian siempre y sin fundamento alguno las conclusiones periciales de la acusación, no dando lugar a duda prudente alguna a favor del acusado. Vale la pena recordar la vigencia que tiene en esta temática el pronunciamiento de los Dres. Fayt y Zaffaroni, en el caso Tejerina, texto que debería ser de obligatoria lectura en todo curso universitario por la visión social realista que impone y el respeto a la igualdad de armas –en la prueba- que defiende. Pero volviendo a la temática de este ensayo, se ha dicho que lo esencial pivotea en derredor de dos cuestiones clarísimas, la primera inmediata, de procedimiento (capacidad para estar en juicio) y la segunda de fondo, demorable hasta darse el momento oportuno y en consecuencia no urgente, ya que -al parecer- no es posible determinar pericialmente al menos en el momento actual el estado psíquico de la victimaria en el momento del hecho enrostrado, por hallarse internada con afectación grave de su salud mental y bajo una estado de riesgo de autoeliminación. Obvio es señalar que pretender una declaración de un afectado en su salud mental, en tal estado, sería aberrante y peor sería que se pretendiera utilizar en la investigación criminal expresiones de la inculpada vertidas en presencia de expertos psicólogos o psiquiatras. Al parecer, si uno se atiene a los autores y a la jurisprudencia nacional e internacional que ilustran los escasos escritos actuales locales que se han ocupado del tema de la capacidad para estar en juicio, ante la evidencia de un estado de afectación severa del psiquismo, solamente corresponde aplicar el art. 68 del procedimiento criminal rionegrino (ley 2107), en donde se prevé la suspensión del trámite de proceso, mientras dure la internación del enrostrado, sin perjuicio de que se prosiga en la averiguación del hecho y de que si curare el imputado, prosiguiera la causa a su respecto. Lo antedicho no impide que aplicado el artículo anterior, en la averiguación del hecho se procure aclarar acerca del estado de salud mental de la persona imputada antes y durante la comisión del hecho (art.67) –se entiende que sin perturbar a la persona enferma- y cabe notar que el texto refiere no solamente a una psicosis –activa o no- si no también a cualquier trastorno, disturbio, perturbación o desarrollo psicógeno que afecte el estado de salud mental de la persona (lo que puede ser permanente o transitoria). Este último texto citado, remite directamente al art. 34, 1° y para interpretar debidamente al mismo cabe formularse las dos preguntas claves: Primero: ¿Podía acaso la persona victimaria, en el momento del hecho criminal, introyectar debidamente la norma jurídica que califica el tipo delictual? Segundo: ¿Tenía capacidad de poder adecuar su conducta, en ese preciso momento, a la norma introyectada? Es indudable que un experto en psicopsiquiatría forense examina a un imputado después del hecho y en condiciones totalmente disímiles a las variables que confluían sobre ese imputado en el momento de producir la conducta enrostrada. En el caso que nos ocupa la victimaria tenía una capacidad -genérica al menos- para introyectar valores. Nótese que esto es lo que se llama comprensión de la criminalidad del acto enrostrado y difiere por completo del conocer y/o del entender, como lo han reiterado a lo largo del siglo recientemente fenecido autores argentinos de jerarquía indiscutible, tanto especializados en psicopsiquiatría forense –Cabello V- como penalistas de fuste, en donde destaca con excelencia Zaffaroni y su escuela de derecho penal de la UBA. Pecan de simpleza quienes se reducen a consignar en un estudio pericial de la especialidad que un determinado imputado distingue entre lo malo y lo bueno, lo lícito y lo ilícito, lo justo y lo injusto. Un niño de siete años también lo hace y en consecuencia cabe preguntarse, cuando algunos fiscales y jueces formulan tal pregunta a los expertos o fundan su sentencia en tal hecho, por qué razón no se declara imputables a todos los seres humanos a partir del uso de razón, estado este de capacidad de capacidad para pecar, que reconoce el cristianismo en cada fiel, aún cuando en su derecho penal canónico, lo distingue con claridad de la edad para considerar a un fiel imputable penalmente (16 años). En el fondo de la cuestión de la no punibilidad por razones psicopsiquiátricas yace en consecuencia en primera instancia el tema de la capacidad de comprender, función que no es cognitiva solamente, si no perteneciente a la esfera global del psiquismo humano, ya que la capacidad de comprensión o lo que es igual, de introyección de valores exige tanto de la dimensión cognitiva, como de la afectiva, como de una funcionalidad cerebral adecuada a nivel del lóbulo frontal (áreas orbital y dorsolateral, correspondientes a la función de valorar), temática esta última ampliamente considerada en el mundo contemporáneo de las neurociencias y en especial, en la literatura nacional penal y psicopsiquiátrica forense de avanzada. Por cierto que ya es de perogrullo negar que modificaciones orgánicas de las áreas frontales, modifican la conducta humana en cuanto se distorsiona la comprensión de los valores, bastando consultar en la red informática la extensa y compleja producción científica de las interdisciplinas psiconeurobiológicas cuyos contenidos descalifican por cierto pronunciamientos periciales que bien podría calificarse como cercanas al mesozoico. Tales aportes señalan que aún cuando la funcionalidad cognitiva básica se encuentra aceptablemente intacta, se encuentran presentes disfunciones neuropsicológicas en la función ejecutiva, la memoria y el dominio visuoconstructivo y sobre todo en la conducta. Esta disfunciones aparecen luego del surgimiento de secuelas por injurias traumáticas, tóxicas, infecciosas o metabólicas, detectables no siempre con imaginería estática pero ciertamente evidenciables por estudios de imagen funcional de avanzada (ya que pueden ser difusas y del tipo microlesión), aporte este último que tienden a desestimar peritos no aggiornados induciendo a jueces -tampoco muy ilustrados-, a la comisión de errores y lo que es peor, a la comisión de severas injusticias. En segunda instancia, surge el tema de la capacidad de dirigir la conducta en el momento del hecho enrostrado que en última instancia, exige plantearse la duda en torno a la autonomía psíquica del enrostrado para adecuar su conducta (la reprochada) a la norma introyectada (comprendida). Nótese que el texto codilicio utiliza la “o” para ligar entre sí a las dos cualidades requeridas (“… comprender la criminalidad del acto o dirigir sus acciones.”, bastando por ende la presencia de una no capacidad de dirección, lo que en buena lengua manchega equivale a carencia o limitación severa de la capacidad de adecuar la conducta enrostrada a la norma introyectada. En otros términos, presencia en el acusado de una severa limitación a su autonomía psíquica, lo cual introduce por cierto en la compleja urdimbre de la libertad humana. Aquí cabe aclarar que ni las psicologías, ni mucho menos la psiquiatría humana, poseen medios para pronunciarse acerca del real grado de libertad de una persona. A lo sumo podrán presumir limitaciones en la autonomía de aquél que estudian, dentro del paradigma propio de su ciencia / arte, fundándose en la convergencia de indicios, signos y síntomas conductuales, siempre y cuando este paradigma esté actualizado. Ciertamente no lo está en quienes definen a la normalidad psicojurídica como todo estado que excluya una psicosis descompensada, incluyendo en tal normalidad al 80% de la psico neuro patología psiquiátrica contemporánea –trastornos de toda índole- Quienes de tal manera piensan, han manipulado conceptos de salud mental, deformándolos al traerlos al ámbito forense, en función de un servicio servil al discurso tranquilizador que emana desde un tablado judicial, con fuerte tendencia a estigmatizar, condenando y castigando, poniendo de lado por completo el principio del in dubio pro reo. ¿Pero qué le hace una mancha más al tigre, cuando en tiempos actuales, tantos principios básicos del derecho penal, están siendo pospuestos, retorcidos y/o ignorados, en nombre del mismísimo derecho? Valga la acotación de que cada día es mayor la quiebra y el distanciamiento que en el mundo civilizado se está dando entre el derecho consagrado y predicado, y aquél que se ejerce de facto. En consecuencia, al tiesto –cuando conviene- las garantías constitucionales y fundamentos milenarios del derecho como el non bis in idem o el nemo judicatur nisi a lege previa. Pero volviendo a la temática que se analiza, esto es, el de la capacidad de adecuar la conducta a la norma introyectada, forzoso es admitir que se involucra en tal capacidad, el correcto accionar del sistema nervioso central, en especial -en lo que hace al cerebro para la regulación y determinación de conductas- las llamadas cortezas de asociación prefrontal y límbica. Al sistema pertenecen la amígdala (reguladora de las emociones) y los ganglios basales (que reciben información de todas las áreas cerebrales y la canalizan a través del tálamo a la corteza prefrontal). Es claro que en la actualidad, no pocas conductas humanas productoras de injustos, al ser analizadas pericialmente son interpretadas e informadas por los expertos a los magistrados en cuanto a sus características, de manera muy superficial otorgándose escasa o nula importancia a todos los avances de las neurociencias, y hasta descalificando o relativizando los resultados de modernos estudios complementarios de imagen funcional que señalan alteraciones claras en el cerebro del imputado, presentándose a los tribunales tales datos como argucias de los letrados de la defensa. Es lógico por ende sostener, ante tal despliegue de sesgo incriminatorio, que pareciera que una parte importante de la Justicia Penal y sus expertos se complace en la estigmatización de todo incriminado. Una vez más cabe recordar que los expertos deben ser neutrales, ni son quienes deben pronunciarse sobre la no punibilidad por razones psicopsiquiátricas, limitándose tan solo a proveer de datos objetivos –sin manipularlos- al magistrado quien es la persona competente para valorar la prueba y pronunciarse descartando toda duda prudente en contrario. Empero es lugar común que ante conductas violentas en extremo se condena ignorando lo que la ciencia enseña hoy sobre el tema, apoyándose sobre posturas ya arcaicas, suministradas por el discurso deseado de los expertos oficiales, acallando la conciencia, luego del pronunciamiento de “normalidad” en una sentencia adobada con la ya habitual e incoherente declaración de peligrosidad y una remisión a un tratamiento absolutamente teórico e ineficaz en extremo, mientras el reo es horadado y devorado en su psico corporeidad por la privación de libertad en un medio carcelario antinatural por esencia, aún cuando la ley predique lo contrario. Una vez más la contradicción entre lo proclamado (discurso tranquilizador) y una realidad que abofetea a cualquier ser cultor de una pragmática verdad. Resumiendo lo expuesto hasta aquí, si se tiene que un conjunto de áreas cerebrales intervienen en la regulación por parte de la corteza prefrontal de los impulsos agresivos que se desatan en el área temporal, en especial límbica y perilímbica, el tema de una autonomía limitada en ciertas conductas no es más que un nuevo desafío al derecho penal y exige una aplicación cuidadosamente elaborada al tratarse en juicio la no punibilidad por razones psicopsiquátricas (art.34, 1° CP). Ello no solamente cuando se trata de psicóticos –descompensados o no-, si no y sobre todo, cuando se trata de analizar conductas violentas en extremo, de índole explosiva, con alto contenido de turbulencia emotivo pasional, en donde clínicamente y hasta para un lego se aprecia el desborde impulsivo agresivo y el hecho innegable de que se ha tratado ya de un acto de los llamados en la escolástica voluntario no libre, adelantado a cualquier deliberación previa, con toma de conciencia precaria concomitante a la conducta explosiva o inexistente por completo en el momento mismo de producirse ésta, lo que permite excluir que en ese preciso momento hubiera habido deliberación y/o elección en plena libertad. Ello no se contradice con la posibilidad de que el sujeto actuante, en el desarrollo de tal conducta, tome conciencia parcial de lo que ha estado produciendo, ya que las variables en cada conducta son innumerables, pero aquí se da el hecho de que el actuante no pudo no poner tal conducta siendo arrastrado a ella por la dimensión no libre, instintivo agresiva, de su personalidad, la que desborda por completo su capacidad de autocontrol. Lo comentado pone sobre el tapete la temática del estado de emoción violenta (art.81, inc 1, a, CP), concepto por cierto más legal médico que médico legal y que apunta por cierto en sus orígenes a un intento por producir una forma de imputabilidad disminuida, que de todas maneras es esterilizada (con lamentable frecuencia con escasa cuando no nula fundamentación) en la mayoría de los casos por la aplicación por parte de los sentenciantes del ideograma final del inciso citado, en donde se exige que las circunstancias lo hiciesen excusable (al acto enrostrado). De este tema, me he ocupado in extenso en una tesis doctoral en derecho penal comparado partiendo del derecho canónico y al mismo me remito.1 Cabe únicamente señalar que para acreditar un estado de emoción violenta en el caso que nos ocupa, como la prueba de la existencia del estado exige el testimonio del acusado y/o testimonios precisos de testigos presenciales –los que no existirían si uno se atiene a lo informado por los medios-, estando la acusada internada por razones psiquiátricas, se supone que por aplicación del art. 68 del rito procesal, únicamente podría el magistrado instructor avanzar en el conocimiento de los antecedentes psico clínicos y eventualmente tóxicofílicos de la causante sin requerir de ella testimonio alguno, ya que sería violatorio de sus derechos. De no estar la misma en incapacidad sobreviniente – temporal- el hecho de que estuviera internada por cuadro psiquiátrico severo con riesgo de autogresión sin suspensión del juicio crea perplejidad por cierto. Las semanas subsiguientes permitirán develar qué está ocurriendo ciertamente. En el ínterin cabe recordar que la única conducta republicana ante el hecho, es la más absoluta transparencia, en todo el sentido de la palabra y la aplicación de una Justicia carente de sesgos, prejuicios y deficientes asesoramientos periciales. Pero ¿podrá darse esta posibilidad en la República Argentina actual? La opción para los responsables está dada. Castex M. N. La conducta pasional en el injusto penal canónico. Relación entre el derecho penal canónico y el derecho penal comparado. Publicaciones del Centro Interdisciplinario de Investigaciones Forenses, Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, 35, 1999. 1