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El teatro ANDRÉS AMORÓS* ya el plazo de una década después de la muerte de REBASADO Franco, no es difícil observar los grandes rasgos que forman el perfil de nuestra vida teatral. Comencemos por lo más obvio, por lo inevitable: la desaparición de la censura fue un dato no sólo positivo, sino previo a Cualquier normalización de nuestro teatro —de nuestra vida cultural—. Sin embargo, no podía pensarse que fuera la panacea de todos nuestros males y carencias. No lo fue, desde luego. El ingenuo mito de las obras maestras guardadas en el cajón tampoco funcionó en el teatro. Si no tuvo vigencia en la novela, la poesía o el ensayo, menos podía tenerlo en un arte que es, por definición, mucho más circunstancial. Muchas obras habían quedado abortadas de la normal vida escénica en su momento. No tratándose de obras maestras, no cabía ya recuperar ese tiempo perdido. En una nueva circunstancia histórica habían perdido ya su aroma, su sentido, su vigencia. Para mí, todo esto se resume, simbólicamente, en una anécdota: se estrenaba una obra famosa, prohibida en el anterior Régimen, y todos acudíamos con la expectación de comprobar cuál era su terrible virulencia... El desengaño fue absoluto: ahora, cualquier revista ilustrada era mucho más dura y más directa, en sus críticas. Y la calidad estética del texto no era suficiente para salvar una creación irremediablemente envejecida. A toda una generación, la del llamado «realismo crítico», le ha LA GENERACIÓN tocado este amargo destino: no muchos autores y obras han logrado DEL «REALISMO superarlo con éxito. No es sólo un problema de los autores. Generalizando más, la CRÍTICO» nueva situación democrática trajo consigo, inexorablemente, la crisis del teatro politizado y del público ocasional, que acudía a los teatros como un acto de resistencia política, igual que si fuera a una manifestación o a un recital de canción protesta. Había pasado el momento de los grupos independientes, unidos por la voluntad política y el rechazo del teatro comercializado. Quedó pronto patente la ingenuidad de algunos planteamientos estéticos llevados con radicalismo: la eliminación del texto y del autor, la creación colectiva, la primacía de la expresión corporal... La herencia de estos grupos ha sido positiva: en ellos se forma* Valencia, 1941. Catedrátiron muchos de los mejores profesionales que hoy tenemos. Sin co de Literatura Española de la Universidad Complutense. embargo, exceptuando el caso catalán, de características muy peculiares, ya habían perdido su vigencia. La palabra mágica fue la aspiración al teatro «estable», como una forma actualizada de la vieja compañía: un conjunto de actores que trabajan juntos de modo permanente, unidos por una serie de coincidencias estéticas y profesionales. Para la juvenil renovación de nuestro teatro, confiábamos todos en un nuevo público, no burgués, que, durante el franquismo, apoyó varios espectáculos de carácter crítico, inconformista. También resultó ingenua esa esperanza: pasada la etapa de «resistencia», ese presunto público renovador no mostró especial interés por el teatro. No se trata de acumular lamentaciones sino de describir lo que ha sucedido; sobre todo, de aceptar la realidad, no confundiéndola con nuestros deseos. En los primeros años de la democracia surgió la moda del destape, como reacción contra el absurdo puritanismo anterior. Ciertamente, algunos sectores de la ultraderecha se apuntaron a ese juego, teóricamente contrario a sus principios morales. La moda pasó, felizmente, y la situación, en este terreno, es hoy equiparable a la de cualquier otra capital de nuestro mundo. La ola de zafiedad y chabacanería, eso sí, alejó de los teatros a no pocos espectadores tradicionales, que ya nunca fueron recuperados para el teatro. Se produjeron, también, varias recuperaciones de autores que, por una u otra razón, no había podido estrenar en la anterior situación. No resultaron muy bien, por desgracia, las de Rafael Al-berti y Manuel Azaña como autores de teatro (a pesar de una excelente Velada en Benicarló, montada por José Luis Gómez). Tampoco revalidaron sus éxitos, ante nuestros públicos, dos autores españoles que habían triunfado fuera de nuestras fronteras, Fernando Arrabal y José Ruibal. Sí fue un hecho absolutamente positivo, desde luego, la posibilidad de ver en escena todas las obras de Valle Inclán y de García Lorca, incluidas algunas tan polémicas como Los cuernos de don Friolera y El Público. LA MODA DEL DESTAPE Si dejamos ya estos antecedentes históricos, inevitables, y nos referimos de modo directo al momento actual, habrá que comenzar comprobando la práctica desaparición del teatro puramente privado. La última regulación de las ayudas al teatro no ha hecho más que consagrar de forma legal algo que ya existía, de hecho. Igual que antes, no estoy defendiendo ni atacando: me limito a dar fe de lo que ha sucedido. Si el lector lo desea, puede comprobarlo con facilidad. Cuando vaya al teatro, lea con detenimiento el programa de mano. En su parte inferior o al final de todo hallará, casi con seguridad, una frase de este tipo: «Espectáculo producido en colaboración con el Instituto de las Artes Escénicas del Ministerio de Cultura». Y, en muchas ocasiones, la retahila de patrocinadores se prolongará así: «... la Comunidad Autónoma de X, la Delegación de Cultura del Ayuntamiento de Y, el Festival de Z». No son raros los espectáculos que presentan hasta tres o cuatro «spon-sors», según la terminología de moda. DESAPARICIÓ N DEL TEATRO PURAMENTE PRIVADO ¿Quiénes escapan a esta regla? Muy pocos: ciertos vodeviles o ejemplos claros del más tradicional «teatro de consumo» y algunos fenómenos escénicos de enorme popularidad, como Lina Morgan o Ángel Pavlovsky. Nuestro teatro, como nuestra economía, sigue un sistema mixto que no coincide con los estrictos modelos capitalistas ni socialistas. El primero lo subordina todo a la taquilla —en los musicales de Broadway, por ejemplo—, pero garantiza, a cambio, una admirable profesionalidad. El segundo puede servir a intereses culturales y educativos muy respetables, pero depende del criterio del funcionario de turno. Entre nosotros, los costos de cualquier espectáculo teatral se han disparado terriblemente por las innovaciones escenográficas, para competir con el cine y la televisión, y, sobre todo, por los sueldos de los actores. Esto trae consigo varias consecuencias muy concretas: — Salvo en los teatros públicos, es prácticamente imposible llevar a la escena cualquier obra que posea un reparto numeroso. — Por estrictas razones económicas, casi ninguna comedia se estrena con el suficiente número de ensayos. Y eso produce caren cias estéticas, muy claras en el caso de obras especialmente difíci les, como son los clásicos. CUANTIOSAS AYUDAS Todo esto —repito— podemos lamentarlo desde una óptica liberal, pero es un hecho innegable, con los riesgos de dirigismo cultural que supone. A la vez, es justo reconocer el volumen de las aportaciones de dinero público al teatro: según la revista El Público, la suma total de lo que aportan al teatro los gobiernos de las Comunidades Autónomas, Ayuntamientos y Diputaciones se eleva ya, en el año último, a ocho mil millones de pesetas. Y a eso se unen las ayudas de la Administración Central. Al aficionado al teatro le tienen que sonar bien estas cifras, supongo. El que conozca un poco nuestra realidad teatral será, quizá, más reticente: proliferación de subvenciones a espectáculos de muy escaso nivel, ayudas a autores o grupos sólo por ser «locales», improvisación, oportunismo... Es la traducción al campo teatral de algo que hoy se da habitualmente en nuestra vida cultural. En cuanto al teatro público, en sentido estricto, en estos diez años se ha puesto en funcionamiento el Centro Dramático Nacional, por el que han pasado varios de los mejores profesionales españoles: Adolfo Marsillach, Nuria Espert, José Luis Gómez, José Luis Alonso... Gracias al talento de Lluis Pasqual, se ha consolidado plenamente y convertido en sede española del Teatro de Europa, dentro del triángulo Milán-París-Madrid. Junto a él, se creó el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, situado en la Sala Olimpia y dirigido por Guillermo Heras. Quizá para halagar a un sector y cubrir el flanco de posibles críticas, ha seguido una línea demasiado uniforme y presentado muchos espectáculos de escasa entidad. Como escribió el sensatísimo Fernando Fernán Gómez, lo importante es que el teatro sea bueno, no que sea «nuevo». También se ha creado la Compañía Nacional de Teatro Clásico, largamente deseada, y se encomendó su dirección a un profe- sional de prestigio, Adolfo Marsillach. Por desgracia, los resultados no han sido felices, quizá debido a la precipitación y al sesgo unilateral de los montajes. Obsesionado por librar a nuestros clásicos de la etiqueta de aburridos, Marsillach ha elegido, en general, obras de escasa entidad para desvirtuar su sentido y crear un espectáculo que haga reír a la gente, cueste lo que cueste. De una Compañía Nacional de Teatro Clásico cabría esperar, desde luego, otra cosa. Y de su director, menos arrogancia para aceptar las críticas, en vez de librarse de ellas con el fácil expediente de decir que son conservadoras, académicas y que nadie sabe cómo se recita a los clásicos. ¿Nadie?... En esta misma revista, Juan J. Guerenabarrena ha escrito, como gran elogio de un montaje: «¿Y la comedia de Calderón? Pues es lo que menos interesa. Es una gran obra de Adolfo Marsillach, en la qué Calderón pasa a segundo plano...». Eso, no lo olvidemos, se escribe como un gran elogio: ¿qué diría una crítica adversa? En el mundo entero, el teatro español que cuenta sigue siendo el de Valle-Inclán y García Lorca. De los dos, además, deriva lo más vivo de nuestro teatro actual. En estos años, Luces de bohemia, dirigida por Lluis Pasqual, en castellano, triunfó en París, en la Unión Soviética, en México. (Nótese la asombrosa vigencia de una obra tan enraizada en áreas lingüísticas y culturales tan lejanas: ésa es la prueba del verdadero genio.) Otro tanto podría decirse de Lorca. Su éxito no se debe sólo a su trágico final, a razones política o a pintoresquismo folklórico. Triunfó El Público, dirigido por Lluis Pasqual, en castellano, en Milán y ahora es solicitado en el mundo entero. Lo mismo ha sucedido con la versión inglesa de La casa de Bernarda Alba, dirigida por Nuria Espert, que se ha convertido en una figura de ámbito universal. En cuanto a los autores vivos, siguen encabezados por Buero Vallejo, que ha obtenido el Premio Cervantes y ha continuado fiel a su raíz ética. Junto a él, las dos grandes figuras son Antonio Gala y Francisco Nieva. El primero ha alcanzado una enorme popularidad con sus artículos y comedias, primorosamente escritos. El segundo es un hombre de teatro completo, profundamente innovador como escritor, director, adaptador de los clásicos y escenógrafo. La gran revelación ha sido la de nuestro primerísimo actor, Fernando Fernán Gómez, también excelente escritor, que alcanzó un éxito fuera de lo común con Las bicicletas son para el verano. También triunfaron alguna vez autores procedentes de la generación realista, como Rodríguez Méndez (Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga) y Martín Recuerda (Las arrecogías del beaterío de Santa María Egipcíaca). Desgraciadamente, estos éxitos no tuvieron continuidad. Cuando nos preguntan por los autores surgidos después de la muerte de Franco, la respuesta suele ser unánime: Fermín Cabal y José Luis Alonso de Santos, surgidos los dos del teatro independiente. Y, ahora mismo, la revelación del jovencísimo Ignacio VALLE-INCLÁN Y GARCÍA LORCA LOS AUTORES VIVOS García May, autor de una obra, Alesio, de sorprendente madurez y espléndida teatralidad. EL TEATRO EN CATALUÑA He aludido ya a que, en Cataluña, el teatro sigue vías propias, bastante alejadas de lo que sucede en el resto de la Península. Por un lado, prácticamente ha muerto, allí, el teatro de texto, en castellano. Por otro, varios grupos catalanes poseen gran categoría: el Lliure, que ha cumplido diez años, probablemente no tiene parangón en toda España en el teatro de texto, lo mismo que sucede a Comediants, en el de calle. La polémica teatralidad de Albert Boa-della ha obtenido espléndidos resultados con Joglars. También se han revelado grupos como Dagoll-Dagom, la Fura deis Baus y'Tri-cicle. La diferencia entre el panorama teatral madrileño y el del resto de España no ha disminuido, me temo. Hoy, la cartelera madrileña es, por,cantidad y variedad de espectáculos, comparable a.la de cualquier capital europea. Algunas visitas de grandes figuras extranjeras han dejado huella profunda en nuestros profesionales: Lindsay Kemp, Tadeusz Kantor, Dario Fo, Giorgio Strehler, Peter Brook, Bob Wilson... Fuera de la capital, uno de los problemas básicos es el de los locales. Está en marcha una importante campaña de recuperación de teatros, en la que colaboran los Ministerios de Cultura y Obras Públicas, que ha dado ya algunos frutos: el Lope de Vega, de Sevilla; el Amaga, de Bilbao; el Principal, de Zaragoza... Intenta esto contrapesar el cierre de bastantes teatros, por la competencia del cine, la televisión y el vídeo, y el vetusto equipamiento de otros muchos. Un dato positivo: el auge del teatro musical, subrayando sus valores teatrales, como hoy sucede en toda Europa. Entre nosotros, eso ha producido una moda de la ópera y una recuperación de la zarzuela, al margen de los viejos aficionados nostálgicos, gracias al buen trabajo del madrileño Teatro de la Zarzuela y a la incorporación al género de nuestros mejores directores: Pasqual, Nieva, José Luis Alonso, José Carlos Plaza... RENOVACIÓN Y NUEVO PUBLICO Cualquier renovación de nuestro teatro pasa, necesariamente, por la búsqueda de un nuevo público. ¿Dónde está? Nadie lo sabe. El espectador «progre» y politizado no ha continuado asistiendo al teatro. El tradicional espectador que podemos llamar «burgués» ha desertado en gran medida de este espectáculo, a causa de la inseguridad ciudadana, el destape, la provocación... y el aburrimiento ante tantos malos espectáculos. Lo que sí parece claro es que hoy ya no está vigente la distancia tradicional entre un teatro «comercial» y otro, minoritario o de vanguardia. Como ha demostrado María Francisca Vilches, muchos de los mayores éxitos de taquilla, en los últimos años, encajan en el segundo apartado, no en el primero. Llego ya al final de este apresurado panorama, en el que he intentado señalar tendencias más que ejemplos concretos, y tengo que recurrir, una vez más, a una fórmula habitual: luces y sombras... La vitalidad de nuestro teatro es evidente; la falta de calidad, en general, también. No nos faltan nombres de nivel internacional: Buero, Nieva, Gala, Fernán Gómez, Rodero, Nuria Espert, Lluis Pasqual, José Luis Gómez... El nivel medio, en cambio, deja muchísimo que desear. Reina la confusión, da la impresión de que se subvenciona a troche y moche, sin que el dinero gastado produzca más frutos, en muchos casos, que satisfacer al autor primerizo, al «dramaturgo» pedante o al director de escena egocéntrico. El número de espectáculos que no alcanzan el nivel mínimo exigible es, lamentablemente, demasiado alto. Con excesiva frecuencia, producciones caras y pretenciosas resultan verdaderos bodrios, aunque los interesados y sus amigos pretendan defenderlas, en nombre de la experimentación. Se reflejan en nuestros escenarios, sin duda alguna, tanto las inquietudes como las carencias de nuestra vida cultural. Al fondo de todo esto está nuestra falta de cultura teatral, que se manifiesta, por ejemplo, en el abismo que sigue separando a nuestras universidades del teatro vivo. Y, sin embargo, alguna vez, logramos sentir la magia única del teatro, la comunicación directa, sin medios mecánicos, de hombre a hombre. Con esa esperanza seguimos acudiendo a los teatros. La Compañía Nacional de Teatro Clásico, con Marsillach al frente.