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LA SOCIEDAD DEL SIGLO XIX
Crecimiento moderado de la población
A lo largo del siglo XIX, el crecimiento de la población española es uno de los más
bajos del continente. No duplica su población hasta bien entrado el siglo XX (Inglaterra
duplica antes de 1850. Multiplica por 3'5 en 1900).
1797. Censo de Godoy.................... 10.541'2 (en miles)
1857........................................... 15.464'3
1860 .......................................... 15.673'4
1877 .......................................... 16.634'345
1887 .......................................... 17.650'1
1900 .......................................... 18.608'1
El bajo nivel de la tasa de crecimiento corresponde a un modelo demográfico que,
habiendo superado la situación de equilibrio natural, no ha iniciado la revolución
demográfica.
Crecimiento territorios de la periferia, descenso proporcional del centro (Ver Nadal,
El aumento de la población, una falsa pista, págs. 14-24 del libro ya citado; M. Artola, La
burguesía revolucionaria, págs. 58 y sgtes.).
El principal lastre demográfico español era la alta mortalidad (a mediados del siglo
era del 27 % ). Las razones de esta alta mortalidad eran:
-
las sucesivas guerras en el primer tercio del siglo
-
la incidencia grave de las epidemias infecciosas
-
las crisis agrarias cíclicas, que mantuvieron a la mayoría del país al borde del
hambre y permanentemente subalimentado.
La sociedad Isabelina
Según el censo de 1860, la estructura ocupacional de la población era la siguiente:
-
Jornaleros del campo: 2.354.000
-
Jornaleros de fábricas: 150.000
-
Mineros: 23.000
-
Empleados de ferrocarriles: 5.000
-
Sirvientes: 818.000
-
Propietarios: 1.466.000
-
Clero regular y secular: 62.000
-
Empleados: 70.000
-
Comerciantes: 70.000
-
Fabricantes: 13.000
-
Pobres de solemnidad. 262.000
En este censo se constata:
-
España sigue siendo un país abrumadoramente agrario: el 82 % de la población
vive en el campo y el 75 % trabaja la tierra o vive de sus rentas.
-
Sólo Madrid (280.000 habitantes), Barcelona, Valencia, Sevilla superan los
100.000 habitantes.
M. Tuñón de Lara, [El movimiento obrero en la Historia de España, Madrid, Taurus, 1972,
pág. 90] señala, pues, que a mediados de siglo la estructura económica es preindustrial
(primacía del proletariado rural, predominio del artesanado, peso del sector agrícola,
endeblez del sector industrial). Dice Nicolás Sánchez Albornoz: “Una economía
capitalista inmadura se yuxtapone, se codea dentro del mismo espacio con una
economía tradicional vigorosa...La economía española ostenta evidentemente una
posición ambigua. Era a la vez tradicional y moderna, de subsistencia y capitalista,
propiamente era una economía dual”.
La sociedad de mediados del siglo XIX es ya una sociedad de clases moderna. La
revolución burguesa ha instaurado un sistema político basado en la igualdad de todos
ante la ley y en la ausencia de fueros y leyes especiales para colectivos sociales. A
menudo se divide la sociedad isabelina en tres grandes grupos sociales:
-
la clase dirigente
-
las llamadas clases medias
-
el sector popular
La clase dirigente
Estaba formada por la vieja aristocracia, por un lado, las altas jerarquías del clero,
del Ejército y de la Administración, en segundo lugar, y la alta burguesía, en último
término.
La vieja nobleza perdió sus privilegios estamentales, pero la desvinculación de la
tierra convirtió sus señoríos en propiedad privada y la desamortización le permitió
aumentar incluso sus tierras. Conservó, además, gran influencia a través de su posición
en la Corte, en el Ejército y en la política, al ocupar escaños vitalicios en el Senado.
Perdió su antiguo prejuicio contra los negocios y se dedicó a invertir sus rentas en
Deuda, en Bolsa o, desde 1856, en la Banca o en el ferrocarril.
Pertenecían a la clase dirigente los altos mandos del Ejército, la jerarquía
eclesiástica y los funcionarios de alto rango que desde los púlpitos la milicia o los
ministerios contribuyeron al sostenimiento de la elite en el poder.
Por lo que respecta a la alta burguesía, se suelen distinguir cinco subgrupos: la
burguesía terrateniente y rentista, formada al calor de la desamortización; en segundo
lugar, los comerciantes (grandes armadores, transportistas, exportadores y
negociantes); la burguesía financiera fue especialmente importante e influyente a
partir de 1856 y estaba constituida por los grandes financieros, banqueros, y
prestamistas que pululaban por las grandes ciudades. Se incluyen también en la elite,
algunos miembros de la burguesía profesional: abogados, médicos, funcionarios de
alto rango y dirigentes políticos; se trata de un grupo reducido pero que juega un papel
importante en la dirección del país. Por último, los grandes industriales, pocos en
número también, pero cuyos intereses objetivos eran los mismos que el resto de los
grupos de elite.
En conjunto, la clase dirigente acaparaba totalmente los centros de poder durante
el reinado de Isabel II: Gobierno, Congreso, Senado, magistraturas judiciales, altos
cargos de la administración, generalato, jerarquía eclesiástica, gobiernos civiles y
militares y grandes alcaldías, etc.
Tienen un nivel altísimo de vida. Su forma de vida se caracteriza por el ocio, el
gasto, la ostentación y el monopolio de los lugares de privilegio en los espectáculos
públicos (de los palcos de la ópera, el hipódromo o el teatro); viven en las zonas
céntricas de las ciudades, las más caras y rodeados de numeroso servicio doméstico.
Moral estricta cara al exterior, con confesores y pública asistencia a misa y ceremonias
religiosas, la práctica de la beneficencia ostentosa eran compatibles muchas veces con
un relajo cercano al escándalo en la intimidad. La apariencia contaba más que la
verdad y el honor en el sentido más tradicional era aun el valor más apreciado.
Las clases medias
Constituyen un conjunto bastante heterogéneo y difícil de delimitar. A ellas
pertenecen en general los pequeños propietarios rurales, los campesinos acomodados
poseedores de su propia tierra, los mandos intermedios del Ejército, los funcionarios,
los profesionales liberales de menor nivel (médicos, abogados, profesores), los
pequeños comerciantes y empresarios, los propietarios de talleres, etc. Eran
numerosos y predominan en la vida social de los pueblos pequeños y de los barrios
populares de las ciudades.
Sus ingresos están por encima de los de los obreros y campesinos jornaleros, pero
eran tan precarios como para depender de la bonanza económica, de los precios, de
las cosechas. Vivían una vida austera llena de estrecheces para sacar a sus hijos
adelante, soñando para ellos con un puesto en la Administración o en el Ejército.
Algunos conseguían dar a sus hijos varones estudios de Medicina o de Derecho, las
carreras más cotizadas.
Apegados, pues, a una vida insegura, su ideología tendía a ser muy conservadora,
recelosa ante los cambios por miedo a caer en la proletarización. Apoyan a cualquier
gobierno fuerte con tal de que mantuviera el orden y la propiedad.
Ciertos grupos intelectuales aislados se distinguieron por su actitud política activa,
crítica y reivindicativa. Esta minoría se alineaba en el Partido Demócrata.
Las clases populares
El campesinado era el grupo social más numerosos del país, constituyendo cerca del
80 % de la población. Su principal característica en el reinado de Isabel II fue la
constante pérdida general de nivel de vida, debido, por una parte a la tendencia
general de caída de los precios, que hizo perder capacidad adquisitiva a pequeños
propietarios y arrendatarios. Los ingresos disminuyeron y los jornales se mantenían
también bajos. Como sabemos, fueron tremendamente perjudicados por la
desamortización.
Los gobiernos isabelinos fueron frustrando las esperanzas y el apoyo que el
campesinado había prestado a la revolución burguesa. Los liberales no solo no hicieron
una reforma agraria sino que reforzaron la estructura de la propiedad de la tierra,
aumentaron el poder de los terratenientes y defendieron sus intereses.
Sin embargo aún durante el reinado de Isabel II los campesinos siguieron creyendo
en el mensaje progresista y apoyaron al partido en el pronunciamiento de 1854, que
daba entrada al Bienio, en la sublevación de Loja de 1861 y en la revolución de 1868.
Después de esta revolución y tras la indiferencia incluso de demócratas y republicanos
frente al problema del campo, los campesinos se desengañaron definitivamente y
muchos de ellos empezaron a escuchar las ideas anarquistas.
A mediados de siglo, la mayoría de los campesinos vivía fuera de los movimientos
políticos. La sociedad agraria era un mundo tradicionalista poco cambiante, en el que
predominaba la mentalidad conservadora impregnada de religiosidad, sobre todo en el
Norte y en Castilla. Las aldeas vivían un duro aislamiento, sin prensa y sumidas en el
analfabetismo. Las autoridades locales ejercían un control caciquil sobre la vida
cotidiana y la Iglesia se encargaba de mantener a los campesinos apaciguados a través
del control del púlpito y del confesionario. Sólo las crisis periódicas de subsistencias
producidas por las malas cosechas llevaban el hambre a los jornaleros y sus familias,
provocando disturbios y protestas, reprimidas, a veces con mucha dureza por la
Guardia Civil, que se había creado en 1844 por los gobiernos moderados para, entre
otros objetivos, ese menester.
Los artesanos siguen siendo un grupo relativamente numeroso en el interior de la
ciudad, especialmente en sectores de la producción de difícil industrialización.
Apegados a sus privilegios antiguos (gremios, proteccionismo), la mayoría de ellos
reaccionaron de manera conservadora enfrentándose a los cambios y al libre mercado
y apoyando los intereses de los terratenientes.
El de los trabajadores de los servicios era un grupo en expansión, con el crecimiento
de las ciudades y de la Administración. Aumentó también el sector del servicio
doméstico.
Según el censo que hemos visto, en 1860 existen en España 154.200 “jornaleros en
las fábricas”; de ellos, el 64 % eran hombres y el resto mujeres y niños, y
aproximadamente 100.000 se concentraba en la industria textil catalana.
El resultado de la inmigración masiva a las ciudades a partir de los 40 fue el
nacimiento y crecimiento de los barrios periféricos en donde se amontonaban los
campesinos en paro con sus familias, a la búsqueda de un empleo en la industria. Sin
embargo, tener ese empleo abría a jornadas de 12 a 14 horas, llenas de ambientes
angostos y de accidentes laborales. Los salarios, bajos. A las enfermedades infecciosas
hay que añadir las sociales: alcoholismo y enfermedades venéreas. El analfabetismo
era general, afectando al 69 % de los hombres y al 92 % de las mujeres.
Cuando se producía una crisis, los despidos se multiplicaban. El paro llevaba al
hambre y a la enfermedad. A menudo la delincuencia era la única opción.
En las décadas de los 30 y los 40 fueron apareciendo las primeras formas de
organización, básicamente por dos vías:
Las asociaciones de ayuda mutua y la difusión de los socialistas utópicos. En 1839 el
gobierno permitió la creación de asociaciones obreras con fines benéficos o de ayuda
mutua. Al amparo de esta autorización, en 1840 Juan Munts fundó la Sociedad de
Protección Mutua de Tejedores de Algodón, que dos años después tenía 50.000
afiliados. Pronto aparecieron sociedades semejantes en todo el país. Al principio sólo
pretendieron defender los salarios, pero en 1844 los Moderados las prohibieron, y la
mayoría de ellas pasó a la clandestinidad.
Del socialismo utópico, fueron las teorías de Fourier (en Cádiz, Joaquín Abreu
intentó montar un falansterio) y de Cabet (en Barcelona, Abdón terradas y Narcís
Monturiol organizaron grupos cabetistas que pronto se relacionaron con los
republicanos) las que penetraron en España. También fueron llegando las teorías de
Saint-Simon, Blanqui y Proudhom, de la mano de escritores como ramón de la Sagra o
Pí y Margall.
Hasta 1854, la mayoría de los obreros no comprendían contra quién se enfrentaban
sus intereses. Hicieron causa con sus patronos y se enfrentaron a los gobiernos
progresistas reclamándoles el mantenimiento del proteccionismo. A raíz de los
disturbios de 1848 fue cuando comenzaron a relacionar las reivindicaciones obreras
con las ideas democráticas o republicanas.
El resultado del Bienio fue la demostración a los trabajadores de que el Partido
Progresista defendía los intereses de los patronos. En adelante el movimiento obrero
se politizó abiertamente y sus dirigentes pasaron a apoyar al Partido Demócrata
(fundado en 1849) y a los republicanos.