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HOMILÍA EN LA SANTA MISA DE APERTURA
DEL AÑO JUBILAR DIOCESANO.
HOMILÍA EN LA SANTA MISA DE APERTURA DEL AÑO JUBILAR DIOCESANO.
Catedral Ntra. Señora de Guadalupe, Canelones, 27 de febrero de 2011.
Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo, con toda clase de bienes del Espíritu en los cielos
(Ef.1,3).
Con él, bendito y alabado sea Jesucristo, presente en su Santa Iglesia.
r./. sea por siempre bendito y alabado.
Y a ti, Iglesia de Dios que está en Canelones, que bendices agradecida a tu hacedor, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser
santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor nuestro,[1] a todos ustedes, gracia y paz de parte de
«Aquel que es, que era y que vendrá», de parte de los siete Espíritus que están ante su trono, y de parte de Jesucristo, el Testigo fiel, el
Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros
pecados y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos.
Amén[2].
Mis queridos hermanos, como cada semana en el día Domingo, estamos convocados, , por Jesús, Señor de la gloria, ministro del
santuario verdadero, Sumo y Eterno sacerdote que intercede ante el Padre en los cielos, porque somos el pueblo de su propiedad,
pueblo de reyes y sacerdotes, asamblea santa, pueblo de Dios, consagrado para bendecir a nuestro Dios y Señor.
Pero éste día del Señor, tiene su hondura particular. Estamos comenzando el Año Jubilar de oro de esta Iglesia de Canelones.
Hemos sido congregados para empezar juntos este camino, antes que nada para reconocer la obra de Dios en esta Iglesia, que agradece
la gracia de haber sido enriquecida con todos los dones que la constituyen como una Iglesia particular y haber vivido como tal en el
último medio siglo. Reunidos desde los cuatro puntos cardinales de Canelones en su Santa Iglesia Catedral, vivimos el don
de esta Iglesia local.
I. La Iglesia: obra maravillosa de la Trinidad.
Por eso, hoy, en primer lugar, hemos de renovar nuestra fe en la Iglesia, para contemplar y celebrar la obra maravillosa de la Santísima
Trinidad, que es la Santa Iglesia.
En la profesión de fe, en el Credo, confesamos y reconocemos al único Dios que se nos ha revelado como Padre, con su Hijo unigénito
en la unidad del Espíritu Santo. Proclamamos la gloria de Dios Padre creador de todo, por Jesucristo, por quien todo fue hecho, en el
Espíritu Santo dador de vida. Con admiración y adoración pregonamos la máxima obra de la caridad divina: la encarnación del Unigénito
del Padre, su pasión, muerte y resurrección, su glorificación con todo poder a la derecha del Padre, y esperamos la plenitud de su juicio
y reino eterno.
Como parte esencial de tal gesta maravillosa de la Trinidad bienaventurada, obedientes a la revelación de Dios, creemos con plena fe en
la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Este pueblo, esta asamblea tan humana, temporal y terrena, confesamos que es una multitud
congregada por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo[3].
Esta Iglesia es nuestra madre: nos engendra a la vida de Dios, por la fe y el bautismo; nos consagra para Dios con la unción del Espíritu,
para que la sobreabundancia de sus dones nos haga otros cristos.
La Madre Iglesia continuamente nos alimenta con el pan de la palabra, nos exhorta y nos amonesta, nos corrige y consuela, nos purifica
y nos otorga el perdón de los pecados. La Iglesia una y otra vez nos congrega, para que, como miembros vivos del pueblo consagrado,
ofrezcamos el sacrificio de alabanza y acción de gracias, presentando al Padre el cordero inmaculado, alimentándonos con el pan vivo
bajado del cielo, para que, siendo santos e inmaculados en la presencia de Dios por la caridad, seamos alabanza de la gloria de su
gracia[4].
La Santa Madre Iglesia cobija en sí a la humanidad pecadora y la lleva con paciencia y humildad, pide perdón al Señor por los pecados
de sus miembros y los llama a la conversión, otorga el perdón y la gracia, los santifica en su seno y es siempre admirable en los santos
con que Dios la adorna.
En esta Iglesia somos llamados y elegidos de antemano según el previo designio del Padre que realiza todo conforme a la decisión de
su voluntad[5]. En ella somos injertados para ser cuerpo y esposa de Cristo el Señor y consagrados como templo del Espíritu Santo.
Mis hermanos, no podemos ahora seguir contemplando la verdad, la belleza y la gracia de la Iglesia. Esta tarea nos queda para este año
jubilar, tanto para cada uno de nosotros, como para toda la comunidad diocesana: Volvámonos a Cristo y su Iglesia. Trabajemos para
conocer mejor a la Iglesia desde la luz de la fe y amarla más, para vivir con mayor fidelidad y alegría el ser miembros de
la Iglesia, a fin de que sea una realidad más plena lo que proclamamos en nuestro lema: la Iglesia Católica luz viva en Canelones.
II. El don de la Iglesia local. La Iglesia de Canelones.
Sin embargo, de todas formas, dado el acontecimiento del que hacemos memoria, como estamos comenzando a celebrar la gracia de la
Iglesia Católica en esta Iglesia de Canelones, es necesario que profundicemos un poco sobre lo que es la Iglesia local, la diócesis.
Comencemos con una afirmación negativa. La diócesis, la Iglesia local, no es una sucursal de una empresa, que tiene una casa central
en el Vaticano, tampoco es una parte de un mosaico, o una provincia o departamento de un estado. No. Toda, entera, la Iglesia de
Cristo, está y peregrina en la Iglesia de Canelones. Toda la Iglesia Católica está en la Iglesia de Canelones.
Si miramos el misterio, es decir la realidad, de la única Iglesia de Cristo, que fue concebida antes de la creación del mundo y será
consumada en la Jerusalén celestial, que es una en el espacio y en el tiempo, por obra de la Trinidad, esta única Iglesia está toda
presente en cada Iglesia local o particular, en concreto en esta Iglesia de Canelones. En ella se hace presente y actuante la Trinidad
santísima y comunica su sobreabundante derroche de gracia, la totalidad de los sacramentos, la integridad de la fe católica y apostólica,
el inicio de la vida eterna. Así lo enseña el Concilio: “Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas
reuniones locales de los fieles, que, unidos a sus pastores, reciben también el nombre de Iglesia en el Nuevo Testamento. Ellas son,
cada una en su lugar, el Pueblo nuevo, llamado por Dios en el Espíritu Santo y acabada plenitud (cf. 1 Tes. 1,5)”[6]. Así, pues, la
Iglesia de Canelones es la Iglesia Católica aquí y ahora en su plenitud. De tal forma que no son rectamente separables – como dos
entidades – la Iglesia una y toda, Católica, y la Iglesia local: son lo mismo, en dos formas de acercarse a su realidad.
Para comprender esto rectamente, hemos de creer que a esta Iglesia de Canelones le es interior la Iglesia entera, que aquí se hace
presente: por ello, la fe de la Iglesia de Canelones es católica, universal, la recibe y la vive en la catolicidad. La Iglesia de Canelones es la
Iglesia Católica aquí y ahora, porque interior a ella es la comunión con la Iglesia católica en el espacio y en el tiempo.
Esta mutua inhesión de toda la Iglesia universal en cada Iglesia local, es obra de la Trinidad, y tiene como elementos propios: la misma
confesión de fe, los mismos sacramentos, la misma comunión jerárquica.
Este misterio de comunión, el misterio de la Iglesia local está íntimamente relacionado con el misterio del obispo, vicario de Cristo. El
obispo, como sucesor de los apóstoles, confirma la fe católica y apostólica. El obispo, preside y rige la oración eclesial y la verdad de los
sacramentos, que nos santifican. El obispo, en cuanto miembro del colegio episcopal en plena comunión con su cabeza el obispo de
Roma, hace visible y actuante que el episcopado es uno, y que la unión de la Iglesia local en torno a él, es concreción de la unión de la
Iglesia con Jesucristo, su cabeza y salvador. El obispo, como presencia de Cristo Esposo, obra en la Iglesia y la llama a vivir la suprema
gracia de su unión total con su Señor y Esposo, en alianza nupcial, perpetua, ya realizada en la Eucaristía y que ha de llegar a plenitud
en el reino definitivo.
La Iglesia local, pues, es toda la Santa Iglesia Católica aquí: el pueblo santo de Dios, congregado por el Obispo, con el auxilio del
presbiterio y el servicio de los diáconos.
Esta realidad que estamos meditando, la realidad de la Iglesia de Canelones como plena presencia de la Iglesia Católica, la acción de
Cristo en su Iglesia, y la relación interior entre la Iglesia y el obispo, se simbolizan en la Santa Iglesia Catedral, que hoy nos reúne.
Por eso, cuando a una comunidad católica se la erige como diócesis, se eleva una iglesia en iglesia catedral. Cuando hace cincuenta años
la comunidad católica de Canelones fue constituida como diócesis, como Iglesia local, la iglesia parroquial de esta ciudad fue constituida
en Iglesia Catedral, en la casa de la Iglesia de Canelones. Y lo es y lo significa, porque es singularmente la iglesia –casa- en la que el
obispo reúne a la Iglesia, pueblo de Dios, y la edifica sobre la roca de la Palabra de Dios, recibida ininterrumpidamente del ministerio
apostólico. De aquí que en la Iglesia Catedral tiene el lugar determinante la cátedra del obispo, desde dónde Cristo congrega a su pueblo
y el altar desde donde se ofrece el único sacrificio de Cristo y de la Iglesia.
Unas palabras del cardenal Montini nos iluminan esta realidad: “La catedral es de Cristo, a Cristo pertenece toda catedral. Para él se ha
levantado esta cátedra, sobre la cual su apóstol, habla en su nombre; para él un trono sobre el cual se sienta el que ocupa s u lugar;
para él un altar, desde el cual el que lo representa hace subir al Padre su mismo sacrificio; por él es reunida aquí la Iglesia, el pueblo con
su obispo, y a él eleva su himno de gloria y el clamor de su plegaria; y es de él, de Cristo, que este templo adquiere su mis teriosa
majestad”[7].
Por eso, si queremos ver a la Iglesia en acto, tenemos que ver y vivir lo que aquí y ahora estamos viviendo. Así lo afirma el Concilio
Vaticano II: “El Obispo debe ser considerado como el gran sacerdote de su grey, de quien deriva y depende, en cierto modo, la vida en
Cristo de sus fieles. Conviene que todos tengan en gran aprecio la vida litúrgica de la diócesis en torno al Obispo, sobre todo en la
Iglesia catedral; persuadidos de que la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo
santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar
donde preside el Obispo, rodeado de su presbiterio y ministros”[8].
Iglesia de Canelones, santos y elegidos de Dios, congregados según el designio del Padre, purificados por la sangre de Cristo e
injertados en su cuerpo, santificados por el Espíritu Santo, es justo que recibas agradecida el don de Dios, que te ha creado, te ha
sostenido y te sostiene con su gracia, es necesario alabarlo y bendecirlo. Iglesia Santa y amada, que peregrinas en estas tierras canarias,
reconoce tu dignidad y esplendor, que Cristo tu esposo te ha regalado, y no dejes de amarlo y de proclamar su gloria ante todos los
hombres. Hermanos muy queridos, que se expanda nuestra alegría, que el corazón se dilate, que la mente sea iluminada por la fe, que
con todo el ser nos volvamos alabanza de la gloria de la gracia, con que Dios nos agració en su Hijo amado[9].
III. La conversión. Volvámonos a Cristo: como siervos de un único Señor.
Ahora bien, hermanos muy queridos, esta Iglesia es reunida por el acontecimiento de la Palabra de Dios: Dios mismo habla a su Iglesia,
en su Iglesia, por su Iglesia.
Aunque esta reflexión lleva un rato largo, es preciso que meditemos juntos la palabra que nos ha sido entregada, que nos ha de guiar en
la conversión del año jubilar.
El pasaje evangélico proclamado está dentro del Sermón de la Montaña que estamos escuchando desde hace varios domingos. De
alguna forma, después de señalarnos la misión de ser sal de la tierra y luz del mundo, luego de ahondar en una vivencia de los
mandamientos con mayor finura, hasta el amor al enemigo, hasta la pureza interior del corazón, vuelve el Señor a situarnos totalmente,
como comunidad de discípulos, en la luz de las Bienaventuranzas del Reino de Dios.
Todo lo que nos dijo Jesús hoy, con admirable sensibilidad y belleza, es como un situarnos nuevamente en el camino de las
bienaventuranzas. Antes que nada, se trata de una nueva presentación de la primera bienaventuranza: dichosos, bienaventurados los
pobres en el Espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
En esa clave nosotros, la Iglesia de Canelones, escucha hoy: no pueden servir a dos señores. El término que usa aquí el texto para
servir, no es simplemente prestar un servicio, sino ser siervo. Podríamos decir: no se puede ser siervo, esclavo, de dos amos. No se
puede pertenecer a dos dueños.
A la Iglesia, a nosotros cristianos, se nos indica cuál es la verdadera pobreza: pertenecerle totalmente al Señor, de tal forma que el único
valor absoluto es ser siervos de Dios. Es una opción radical: mi Dios y mi todo.
Del otro lado está el ser siervos de la riqueza. No pensemos que se refiere a los multimillonarios, sino a todo bien, aun espiritual, que se
confronta con el señorío absoluto del Padre. No se trata tampoco de que los bienes materiales sean malos, cuando todo ha sido creado
por Dios. Sí se nos enseña que el corazón del hombre, no tiene lugar para dos absolutos, y tampoco puede elegir varios más o menos.
Nuestra conversión como cristianos, nuestra conversión como Iglesia de Canelones es volvernos al Señor y decirle somos y queremos ser
tus siervos, queremos pertenecerte en alma y cuerpo. No queremos que nada se anteponga a tu voluntad, aunque seamos despojados.
Queremos ser pobres de toda posesión, de todo afecto, de todo bien, aún del más noble, para pertenecerte totalmente. A su vez,
queremos recibir como pobres indigentes aquello que tú nos das, que tú pones en nuestras manos, y bendecirte y servirte en todo.
Esta pobreza de espíritu está también unida, inseparablemente, con poner la confianza sólo en el Señor. ¡Cuántos miedos tenemos!
Como individuos y en nuestras familias. Como sociedad y como nación. Como cristianos y como Iglesia. ¡Cuántos temores!
Jesús repite varias veces: no se preocupen. Dejen las preocupaciones.
Por cierto no es un llamado a no trabajar, puesto que todo el Nuevo Testamento nos dice que trabajemos para ganar el sustento y para
ayudar a los pobres. No se trata de no organizar nada. No es una vana confianza, casi mágica, de que Dios tendrá que arreglar todo y
en nada podremos sufrir, cuando Jesús llama bienaventurados a los que sufren. No es tampoco un simple consejo de autoayuda, de
equilibrarse un poco.
Sin embargo, insiste: no se preocupen como los que no tienen Dios de quien fiarse, en quien confiar.
Se trata de vivir a fondo que somos hijos de Dios, que Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de verdad nos ha adoptado como hijos
y nos quiere mejor que nosotros mismos y cuida de nosotros mejor que nosotros mismos y más radicalmente que nosotros mismos.
El Maestro y Señor nos hace mirar los lirios del campo, los yuyos y los cardos con sus flores, y también conduce nuestros ojos a las aves
del cielo, los pájaros en los montes. Luego con un argumento de menor a mayor agrega: ¡cuánto más su Padre que está en el cielo
cuidará de ustedes!
Todo ello, nuevamente para radicarnos en la pobreza evangélica, que nace, se apoya y crece en la fe en Dios, que ha venido a reinar en
Jesucristo, a obrar y darnos vida en él. Por eso, el preocuparse del que nos correge Jesús es igual a ¡hombres de poca fe! Y el no
preocuparse es tener tal fe, que estemos en todo momento abandonados en el Padre. Que trabajemos como siervos suyos, pero que al
mismo tiempo todo lo esperemos de él, como y cuando él quiera. El abandono en la fe de los pobres de Dios ubica cada cosa en su sitio,
quiere reconocerle a Dios su señorío, pone al hombre en su lugar humilde, pobre y confiado, espera todo del Padre, le da gloria y queda
en paz.
Por eso, mis hermanos, nuevamente nuestra conversión en este año jubilar es volvernos a Cristo y por él al Padre, renovando
la fe, viviendo la fe, con una total entrega, con abandono total, esperándolo todo de él. Si alguna vez como Sión hemos
exclamado: ‘el Señor me abandonó, el Señor se olvidó de mí’. Creamos al Señor que nos dice: aunque una madre llegue a olvidar el hijo
de sus entrañas, yo no te olvidaré[10]. Por eso también, cada uno de nosotros, y juntos como Iglesia de Canelones, repitamos: sólo en
Dios descansa mi alma, de él viene mi salvación. Sólo él es mi roca salvadora: él es mi baluarte, nunca vacilaré[11].
Ser pobres, siervos y esclavos de Dios hasta la muerte, no preocupándonos por el mañana y puesta toda nuestra confianza en él y su
voluntad, está unido a la orden que el Maestro y Señor nos da: busquen primero el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se
les dará por añadidura.
Es nuevamente la opción de las bienaventuranzas. El reino de Dios es Dios mismo que viene a reinar, a obrar en nosotros; este reinado
divino se recibe por la obediencia de la fe, por la pobreza del corazón que sólo cree en él. El reinado de Dios se identifica con Cristo: el
poder de su predicación, la victoria de su muerte y resurrección, la gracia del Espíritu Santo para el perdón de los pecados, el señorío de
quien, sentado a la derecha del Padre, ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra.
Por eso buscar el reino de Dios es, antes que nada, abrirse al reinado de Cristo, que ejerce por la predicación de la Iglesia, por la
oración salvadora, por las acciones sacramentales en las que nos rescata del abismo del pecado y de la muerte, él que prometió: yo
estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo[12].
Es de verdad pedir ¡venga tu reino! ¡ven y reina plenamente en nosotros!
La justicia del reino de Dios es el perdón de los pecados y el cumplimiento de los mandatos divinos, de la voluntad del Padre,
ayudados de su gracia. Buscar la justicia del reinado de Jesucristo es buscar la santidad. ¡Hágase tu voluntad en la tierra como en el
cielo!
Cuando dice buscar ‘primero’ no se refiere a un orden temporal, de forma que luego se pasa a lo segundo y se deja atrás lo primero.
No. Primero se refiere a lo principal. Podríamos traducir: antepongan a todo el reinar de Dios en ustedes, por su palabra y su gracia, y
busquen antes que nada ser justos y santos según el designio del Padre. Todo lo demás es relativo y tiene valor sólo si es voluntad de
Dios para nosotros.
Iglesia de Dios que estás en Canelones, hermanos míos, volvámonos a Cristo, para que él reine en nosotros. A toda voluntad propia, a
todo pensamiento propio, a todo interés propio, antepongamos que él reine, que él sea glorificado, que por la gracia de Dios, en todo
nuestro ser y en cada acto de nuestra vida, se realice la justicia de Dios, la voluntad del Padre, para ser santos en su presencia.
IV. la conversión de la Iglesia: fieles servidores de y administradores Dios.
En su carta a la Iglesia de Corinto, san Pablo describe su ministerio, es decir su trabajo en la Iglesia. A la luz de sus pal abras podemos
mirar el ministerio, el servicio del obispo con su presbiterio y el ministerio que la entera Iglesia de Canelones debe llevar a cabo.
Pablo está respondiendo a las confrontaciones de los corintios con respecto a él, su apóstol y fundador. En ese contexto describe su
misión apostólica con dos expresiones: servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios.
En esta carta, para ‘servidor’ el apóstol usa un término diferente al que escuchamos en San Mateo. Allí lo tradujimos por siervo,
esclavo, e indicaba pertenencia. Aquí la palabra usada significa un ayudante, un servidor auxiliar y está referida al trabajo. Así, pues, el
oficio de Pablo en sus trabajos por el Evangelio, es ser un ayudante, un auxiliar de Cristo, quien es el verdadero operante, el que realiza
la obra de la salvación.
La segunda expresión ‘administrador de los misterios de Dios”, con que se designa el apóstol, indica también un trabajo subordinado.
No es el dueño, ni siquiera el que pone las reglas de la administración, es un mayordomo, uno que debe guiar y ordenar el
funcionamiento de la casa. Los misterios de Dios, son sus disposiciones salvíficas, cómo, cuándo, con quienes quiere llevar adelante su
Historia de Salvación. En la administración entran el servicio de la predicación del Evangelio y el seguir la voluntad de Dios en el llamado
a los hombres a formar parte de su Iglesia, la conducción de la comunidad, la caridad social, toda la vida eclesial.
En ambas expresiones hay un acento en que se pertenece a otro, de quien es la iniciativa, el gobierno, y el fin: ayudante de Cristo,
administrador de los misterios de Dios. Toda vocación y ministerio en la Iglesia, es no sólo un servicio, sino que tiene origen y pertenece
a Cristo y a Dios.
De aquí que, como lo subraya San Pablo, lo que importa no es el éxito – más o menos aparente -, no es el juicio de los hombres, no es
tampoco el propio juicio – sino el ser hallado fiel por parte de Dios.
Así, pues, la Iglesia de Dios que está en Canelones, llamada, agraciada, consagrada por Dios, en todos sus miembros, en forma orgánica
como un cuerpo, es ayudante de Cristo en el servicio al Evangelio, es administradora de los misterios y disposiciones salvadoras del
Padre, en la proclamación de la palabra y el testimonio de la vida, en la catequesis y en la celebración de los sacramentos, en la oración
y el culto, en el servicio de la caridad, en la santificación de las situaciones y tareas de la vida cotidiana, familiar, laboral y política.
En este pasaje, tanto el obispo y los presbíteros y diáconos, como cada cristiano según la vocación y los dones que Dios le ha dado, más
aún la Iglesia de Canelones como cuerpo, en este año jubilar, volviéndonos a Cristo, queremos pedirle al Señor su gracia y queremos
renovarnos desde lo profundo, en la calidad de ‘ayudantes de Cristo’ y ‘administradores de los designios misteriosos de Dios’. Que él nos
auxilie para que la Iglesia Católica local sea más plenamente luz viva en Canelones. No por un efecto de propaganda, sino por la gracia
de una mayor fidelidad a quien nos ha encomendado esta misión. Para ser más plenamente fieles, queremos buscar el reino de Dios y su
justicia, queremos poner en él nuestra confianza, queremos pedirle nos atraiga y convierta, sólo en él descansa nuestra alma.
Que acompañe nuestra súplica la Santa María, Madre de Dios, a quien invocamos como Patrona y abogada de esta Iglesia de Canelones,
titular de esta Iglesia Catedral, llamándola con el dulce nombre de Nuestra Señora de Guadalupe.
Presentemos estas súplicas en el altar, ofrezcamos el sacrificio de Cristo junto con la ofrenda de la unidad de su Iglesia, alabemos y
bendigamos a Dios.
“A Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas, incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder
que actúa en nosotros, a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, por todas las generaciones y todos los siglos de los siglos. Amén” (cf.
Ef.3,20-21).
[1] Cf. 1 Cor 1,2-3.
[2] Ap.1,4-6.
[3] Cf. LG 4.
[4] Cf. Ef.1,4.6.
[5] Cf. Ef.1, 11.
[6] LG 26.
[7] Gli edifici simbolo del dialogo tra Dio e l’uomo. Cattedrali cuore d’Europa , Timothy Verdon, en l’Osservatore Romano, 26 de febrero
de 2011.
[8] SC 41.
[9] Cf. Ef.1,6.
[10] Cf. Is.49,14-15.
[11] Sal.61,2-3.
[12] Mt.28,20.