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I.E.S. Ciudad de los Ángeles. Hª de España
9.- LA ESPAÑA DEL SIGLO XVII
9.1. LOS AUSTRIAS DEL SIGLO XVII. GOBIERNO DE VALIDOS
Y CONFLICTOS INTERNOS.
El siglo XVII es el de la decadencia de España; el continuo enfrentamiento bélico en
Europa agota económicamente a Castilla, las posesiones europeas se reducen notablemente por
lo que se pierde la hegemonía europea en favor de Francia, la Península se sumía en la crisis
económica, se despoblaba y fracasaba todo intento de unificar los reinos de la monarquía. Esta
decadencia fue percibida por los propios contemporáneos y, paradójicamente, se dio la
producción literaria y artística más brillante de la cultura española, el “Siglo de Oro”.
En la administración hay dos novedades: la primera, y principal, fue la introducción
de la figura del valido, personaje casi
siempre aristocrático en el que el rey
deposita su máxima confianza y en el que
delega las principales decisiones de
gobierno. Gobernaban al margen de los
Consejos a través de juntas reducidas
formadas por sus partidarios, por lo que
fueron criticados tanto por los marginados
letrados que formaban los Consejos, como
por la apartada aristocracia, que pensaban
que los validos separaban al rey de sus
súbditos y de sus responsabilidades de
gobierno Con ellos la corrupción aumentó,
ya que aprovechaban su posición para
favorecer a sus familiares y allegados con
cargos, pensiones y mercedes. Sin
embargo, hoy se estudia el fenómeno de los validos como una novedad política compartida con
otras monarquías europeas, y como parte de un proceso transformador del gobierno de la
monarquía, en el que el valido es necesario para coordinar el complicado sistema institucional.
La segunda novedad fue la venta de cargos, como solución de urgencia para conseguir
dinero. Afectaban básicamente a cargos menores (regidores, escribanías, etc), y al venderse en
régimen hereditario el rey perdía su poder de nombrar a los funcionarios.
El primer Austria del siglo XVII fue FELIPE III (1598-1621) que confió los asuntos
de Estado a su valido el duque de Lerma. Lerma se enfrentó al agotamiento de la Hacienda
devaluando la moneda (vellón) y declarando la bancarrota, y, por otra parte, mantuvo una
actitud de apaciguamiento frente a los reinos, irritados por la política fiscal de la Corona y por
el autoritarismo de gobernadores y virreyes. El duque de Lerma trasladó, durante seis años, la
capital a Valladolid. Cuando cayó en
desgracia le sustituyó su propio hijo, el
duque de Uceda.
El principal problema interno del
reinado fue la expulsión de los moriscos
(1609). Los moriscos, cada vez más
numerosos, seguían sin asimilarse
cultural y religiosamente, permaneciendo
aislados y manteniendo sus costumbres.
Además, existía el temor de que los
moriscos se aliasen con los turcos o los
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franceses, enemigos de la monarquía hispánica. El
desahogo financiero y militar que suponía la
tregua con los holandeses (comentada más
adelante), permitió organizar la vasta operación
naval de transportar a todos los moriscos al norte
de África. La expulsión afectaba a todos los
moriscos, incluso a los cristianos sinceros, y sus
intentos de rebelión fueron aplastados por los
tercios. Se calcula que salieron de la Península
entre 275.000 y 400.000 moriscos (4-6% de la
población total), en su mayoría campesinos,
representando un porcentaje importante de la
población de Valencia y Aragón. Las
consecuencias socioeconómicas fueron graves: caída de la industria sedera, abandono de
tierras (la nobleza protestó porque suponía una caída de sus ingresos y rentas) y ruina de los
cultivos, salieron del país grandes cantidades de dinero, inflación, etc.
En el reinado de FELIPE IV (1621-1665), el hombre fuerte fue el conde duque de
Olivares (cuando cayó en desgracia, en 1643, le sustituyó Luis de Haro), cuya política se basó
en mantener la herencia dinástica y la
reputación de la Monarquía. Para ello
impulsó medidas contra la corrupción
a través de la Junta Grande de
Reformación, que legisló contra los
excesos en la administración y en
materia de costumbres y de moral
pública; propuso medidas de orden
económico para luchar contra la
crisis: protección de la artesanía y del
comercio textil, recuperación de las
mercedes de los partidarios de
Lerma, evitar las emisiones de
vellón, impuesto único, etc. Pero la
medida más importante fue el proyecto de Unión de Armas (1625) por el que todos los reinos,
y no sólo Castilla como hasta el momento, debían contribuir a la defensa de la monarquía con
hombres y dinero (servicios) en función de la población y riqueza de cada uno de ellos; es decir,
se subordinaban los intereses de los reinos y la política interna a la acción militar y
diplomática en Europa. Pero los reinos, en situación de penuria económica, se resistieron
amparados en sus fueros. La Unión de Armas fracasó (fue rechazado en 1625 y en 1632) y
provocó las revueltas de 1640.
Por último, el reinado de CARLOS II (1665-1700). Cuando muere su padre solo tiene
cuatro años de edad y toda su vida será una persona débil física y mentalmente, por lo que la
política interior se caracterizará por el gobierno de sucesivos validos y la lucha por el poder
entre diferentes facciones aristocráticas. El reinado se puede dividir en dos etapas: la primera,
de 1665 y 1679, se caracteriza por la atonía económica y las luchas por el poder entre don
Juan José de Austria, y los favoritos de la regencia, el padre Nithard y Valenzuela. El
triunfo de Juan José, apoyado por Aragón, obligó a Carlos II a prescindir de Valenzuela.
Significaba la recuperación del control del gobierno por la aristocracia. Los sucesivos validos
redujeron los impuestos para reactivar la economía, pero no lo consiguieron.
La segunda etapa, de 1680 a 1700, la protagonizan Medinaceli y Oropesa. Medinaceli
decretó la devaluación de la moneda de vellón, reorganizó la recaudación de impuestos y
recortó los gastos; Oropesa promovió la creación de manufacturas y la inversión extranjera. El
resultado fue una lenta recuperación económica a finales de siglo, sobre todo en la periferia.
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9.2. LA CRISIS DE 1640
En 1640, el enorme esfuerzo
militar que suponía para España su
participación en la Guerra de los Treinta
Años (1618-1648) había multiplicado la
presión fiscal, creciendo el descontento de
todos los sectores sociales y la tensión con
los diferentes reinos. Este es el principal
desencadenante de la rebelión de
Cataluña, a la que no gustaba la pérdida
de autonomía, la homogeneización y los
nuevos impuestos que la Unión de Armas
significaba, por lo que las Cortes catalanas
se negaron a colaborar. Esto no impidió
que en la guerra contra Francia Olivares
decidiera llevar tropas al Principado, lo que provocó continuos roces de las tropas castellanas
que guardaban la frontera con los campesinos de Gerona.
El descontento estalló el día del Corpus Christi, y se pueden diferenciar dos fases: la
primera, de carácter social, se produce cuando los segadores entraron en Barcelona, asesinaron
al virrey, y se volvieron contra la nobleza y las clases acomodadas, precipitando su huida de las
autoridades. En la segunda fase, de carácter político, los nobles se ponen al frente de la rebelión
antes de ser sobrepasados por ella; así, la Generalitat, presidida por Pau Claris, ante el avance
de un ejército castellano de 30.000 hombres, aceptó la soberanía y ayuda militar de Francia
(Cataluña pretendía ser una república independiente bajo el protectorado francés), cuyo ejército
entró en Cataluña y derrotó a los castellanos en Montjuïc. El dominio francés sobre Cataluña
terminó con la reconquista del Principado por los castellanos y la caída de Barcelona en 1652.
En la Paz de los Pirineos (1659) España cedió a Francia el Rosellón y la Cerdaña.
También en 1640 estalla la rebelión en Portugal, cuyas causas pueden ser: la falta de
ayuda castellana ante los ataques holandeses en sus colonias, el rechazo de castellanos en el
gobierno del reino, la presión fiscal y los perjuicios de la guerra para su comercio. Las clases
dirigentes lusas dejaron de ver ventajas en su unión a la Corona española (empezaron a pagar
impuestos) y organizaron una rebelión en torno a la dinastía de los Braganza que se extendió
rápidamente, y que contó con el apoyo de Francia e Inglaterra, interesadas en debilitar a España.
Ante la imposibilidad de sostener dos guerras simultáneas se optó por sofocar la rebelión
catalana, y en 1668 se reconoció la independencia de Portugal. En esos años también hubo
intentos separatistas en Andalucía, Aragón y Nápoles.
9.3. EL OCASO DEL IMPERIO ESPAÑOL EN EUROPA.
La pacificación caracteriza la
política exterior de Felipe III: primero
con Inglaterra, a través del Tratado de
Londres (1604), que puso fin a veinte
años de guerra y restableció las
relaciones diplomáticas y comerciales; y
segundo, con las Provincias Unidas a
través de la Tregua de los Doce Años
(1609), que supone el reconocimiento
tácito del Estado holandés pese a
algunos éxitos militares.
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Con FELIPE IV España se embarca en la Guerra de los Treinta Años (1618-48),
guerra que se desarrolla principalmente en Europa Central, implicando a un elevado número de
contendientes, pasando por varias etapas y teniendo diversas causas: religiosas (hay un abierto
enfrentamiento entre católicos y protestantes cuando el imperio austríaco quiere imponer la
contrarreforma católica), políticas (lucha en Centroeuropa por la dignidad imperial y, sobre
todo, la rivalidad hispano-francesa por la hegemonía europea) y la crisis socioeconómica.
España intervino apoyando a Austria en su guerra contra los protestantes alemanes, y
luego no renovando la Tregua con las Provincias Unidas, donde la lucha religiosa se combinaba
con el deseo de independencia de los holandeses. Dinamarca e Inglaterra en un primer
momento, y luego Suecia y Francia, entraron en la guerra del lado de los protestantes.
En 1648 se llega a la Paz de Westfalia (1648) donde se reconocen las conquistas de
algunos principados alemanes a los austríacos (el imperio queda atomizado), y de Francia sobre
Austria y España; además, se proclama que los intereses de un Estado y su religión prevalecen
sobre los de un ente político superior, como lo era el Sacro Imperio Romano-Germánico. En la
Paz de Munster Felipe IV reconoce
la independencia de las Provincias
Unidas. Westfalia supone el fin de la
hegemonía de los Habsburgo.
La guerra de España contra
Francia y Portugal continua, y en 1654
se abre un nuevo frente con
Inglaterra, que exige la apertura de las
colonias de América al libre comercio.
La armada inglesa atacó los puertos del
Caribe y se apoderó de Jamaica en
1655. Cuando los ingleses coordinan
sus operaciones con los franceses y
capturan la flota de la plata en dos
ocasiones, Felipe IV se ve forzado a
aceptar la negociación. En la Paz de los Pirineos (1659), se cedía a Francia el Rosellón, la
Cerdaña, algunas plazas de los Países Bajos (Artois) y se le conceden ventajas comerciales con
América. Los portugueses consiguen el reconocimiento de su independencia (1668).
Más de cuarenta años de guerra se saldaban con una serie de pérdidas que minaron
decisivamente la hegemonía española en Europa. A las de Portugal y de las Provincias
Unidas se unía el abandono de Alemania y el control de Francia sobre la ruta que unía por tierra
las posesiones italianas y los Países Bajos españoles. En el mar el dominio había pasado a las
escuadras de Francia, Holanda y, sobre todo, Inglaterra.
En el reinado de CARLOS II hay un desinterés por los problemas europeos (solo
preocupaba el control del Mediterráneo occidental y la carrera de Indias) y por la debilidad
militar ante la Francia de Luis XIV, que amplió sus dominios (Lille, el Franco-Condado y
otras plazas flamencas fronterizas), al derrotar a España en cuatro guerras sucesivas, llegando a
atacar Cataluña. El interés en la sucesión española, y el apoyo de Inglaterra y Holanda a España,
hizo que Francia devolviera gran parte de lo conquistado en la paz de Ryswick (1697),
9.4. LA EVOLUCIÓN ECONÓMICA Y SOCIAL.
Desde un punto de vista demográfico, el siglo
XVII es un período de estancamiento y regresión (8,5
millones en 1600 y 7 millones en 1700) que afectó más
a la Meseta, Baja Andalucía, Extremadura y al reino de
Aragón, mientras las zonas periféricas del Cantábrico y
Mediterráneo se recuperaron en la segunda mitad del
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siglo. Así, la periferia pasa a estar más
poblada que el interior.
Las causas de la crisis demográfica
son diversas: la incidencia de las graves
epidemias, sobre todo de peste (1598-1602), la
crisis económica que provocaba malas cosechas
y hambrunas, la caída del comercio con Europa
y América, la incidencia de las guerras y la
expulsión de los moriscos, que se combinan con
el recrudecimiento de las condiciones señoriales.
La caída demográfica y el abandono de las tierras,
por la presión fiscal real y señorial, se relacionan con la caída
de la producción agraria, provocando malas cosechas, falta
de alimentos, subida de los precios y hambre. A finales de
siglo hay una cierta recuperación
agraria por la
especialización de los cultivos.
Hubo una caída de la producción y exportación de
lana por la guerra contra Holanda e Inglaterra. La cabaña
ganadera bajó de 3 a 2 millones de cabezas.
La artesanía acusó la crisis y sus consecuencias:
pérdida de empleos, atraso tecnológico y dependencia de
productos extranjeros, tanto en la producción de paños
(poca capacidad de compra de los campesinos, había una
resistencia de los gremios a las innovaciones por lo que
sufren la competencia de los “mercaderes hacedores de
paños”, precedente del “sistema doméstico”), como en la
producción minera, de fabricación de hierro y la
construcción naval (falta de desarrollo técnico y precios
poco competitivos por la altísima inflación); todo ello
conlleva el cierre de talleres, ferrerías y astilleros con la
consiguiente pérdida de empleos. Resultaba más rentable la
importación de productos manufacturados extranjeros.
El comercio interior era escaso (destinado al autoconsumo) y local; un comercio más
expansivo no era posible por las deficientes estructuras, la poca cantidad de moneda en
circulación, las numerosas aduanas entre los territorios peninsulares, etc. Todo esto encarecía
los productos. Las grandes operaciones comerciales sólo eran posibles en el abastecimiento de
las grandes ciudades y con el comercio
colonial (a través de Sevilla), que
también se resintió por el aumento de la
piratería en las costas americanas, por la
constante manipulación de la moneda
(devaluación continua de la moneda o
moneda de vellón) y, sobre todo, por el
cambio que se produjo en la economía
americana, ya que las haciendas y
plantaciones incrementaron la producción
agrícola y artesanal, estimulando el
intercambio interno de productos y
haciendo descender las importaciones de alimentos y manufacturas españolas. Paralelamente se
produjo una caída progresiva de la producción de plata y, por último, estaba la penetración
de comerciantes extranjeros en América, incentivando el contrabando.
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Así pues, la economía española se enfrentaba a algunos problemas de base: se
importaban manufacturas y se exportaban materias primas, y la diferencia de valor entre unas y
otras se cubría con la plata americana; Castilla se convirtió en un mercado de tránsito de
productos europeos hacia América y a la inversa. El resultado es que la riqueza de las colonias
no se quedaba en la Península.
Todos estos problemas fueron analizados por expertos independientes llamados
arbitristas – Sancho Moncada, Fernández Navarrete, etc-, que denunciaban la excesiva presión
fiscal, los abusos señoriales, la falta de inversión de los estamentos privilegiados, la
manipulación de la moneda, e insistían en la necesidad de que los monarcas iniciaran una
política de paz que permitiese la recuperación de Castilla tras un siglo de guerras. Igualmente
recomendaban, además de la imposición de nuevos arbitrios o impuestos, teorías mercantilistas
de restricción de las importaciones de manufacturas y de protección de la artesanía autóctona.
Todos estos consejos cayeron en saco roto, y sólo fueron escuchados tímidamente por los
ministros de Carlos II emprendieron una tímida pero auténtica política mercantilista: drástica
devaluación de la moneda, establecimiento de nuevas industrias y de técnicos extranjeros,
reducción de los gastos de la Corte y de los impuestos, etc. Hubo algunos síntomas de
recuperación, pero al terminar el siglo XVII la economía española seguía estancada y
dependiente.
La sociedad española seguía siendo estamental. La nobleza se encontraba en una
difícil situación económica por la constante subida de precios, y por el derroche y el lujo, por lo
que aprovechó la debilidad de los reyes del siglo XVII para incrementar su dominio señorial. En
muchos grupos sociales había un afán de ennoblecimiento, ya que ser noble implicaba la
exención de impuestos, el abandono de las actividades mercantiles y una serie de preeminencias
sociales y judiciales. Algunos lo consiguieron a través de mercedes, es decir, concesión de
títulos a plebeyos por los servicios prestados a la Corona.
El clero aumentó su
número a lo largo del siglo, tanto
por los segundones de las familias
nobles como por las clases
populares. La Iglesia mantuvo su
riqueza
(tierras,
inmuebles,
diezmos)
y,
a
cambio,
proporcionaba al Estado asistencia
social, contribuciones voluntarias,
etc. El reparto dentro de ella era
muy desigual.
Por lo que respecta a las
clases populares,
la sociedad
campesina siguió sumida en la
pobreza. Agobiados por la crisis, la
presión fiscal y señorial, las reclutas forzosas para el ejército, etc, muchos campesinos optaron
por abandonar los campos, otros optaron por el bandolerismo y muy pocos se rebelaron.
Aumentó la población urbana, ya que la falta de trabajadores y los elevados sueldos atrajeron a
muchas familias del campo. También aumentó el número de criados y la población marginal
(pícaros, vagos, mendigos, etc).
Las clases acomodadas procedían de los comerciantes, las profesiones liberales y la
burocracia (letrados). Excepto en ciudades como Cádiz y Barcelona, no se puede hablar de la
existencia de una burguesía (mercaderes, fabricantes) con mentalidad empresarial y que
promoviese el desarrollo económico. Estas personas con medios económicos buscaban
ennoblecerse, y solo buscaban realizar inversiones improductivas en tierras (rentas) y deuda
pública. El comercio exterior y la banca fueron controlados principalmente por italianos.
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9.5.ESPLENDOR CULTURAL. EL SIGLO DE ORO.
El acceso a la cultura era minoritario en una población mayoritariamente analfabeta.
Solo la nobleza y los sectores ricos de las ciudades accedían a los colegios en manos de órdenes
religiosas que enseñaban solo teorías y escritores admitidos por la Iglesia que no figurasen en el
Índice de libros prohibidos elaborado por la Inquisición, que impedía la difusión de ideas que
pudieran cuestionar o poner en duda las Sagradas Escrituras. Por ello la investigación y
desarrollo de la ciencia brillaba por su ausencia, a diferencia de Europa.
Si la ciencia se estancó, no ocurrió lo mismo con el arte y la
literatura cuyo espectacular desarrollo dio nombre al Siglo de Oro. En
narrativa destacará El Quijote de Miguel de Cervantes como burla a las
novelas de caballerías, y la novela picaresca como el anónimo El Lazarillo
o el Buscón de Quevedo, que reflejan la realidad social del pícaro muerto
de hambre que se busca la vida a través del engaño. En poesía destacarán
dos corrientes: el culteranismo (Góngora) que busca la belleza estética del
lenguaje centrándose en la forma, y el conceptismo de Quevedo, que
juega con el concepto y la ironía centrándose en el fondo. La temática gira
en torno al desengaño, la muerte, la mitología, etc. En teatro el tema más frecuente es la honra
y el honor que pueden perderse por el engaño, la infidelidad, la ofensa y que deben ser
reparados a través del duelo y el amor. Destacan Calderón de la Barca, Lope de Vega y Tirso de
Molina.
En el arte, se produce el paso del Renacimiento del S.XVI (vitalismo, optimismo,
idealismo, antropocentrismo, idealismo, equilibrio, armonia) al Barroco del S.XVII
(pesimismo, movimiento, pasión, realismo, exageración y desmesura, desconfianza).
La arquitectura se caracteriza por el uso de plantas
variadas, centralizadas y por el predominio de las líneas
curvas, con entrantes y salientes que dan sensación de
movilidad, algo que se repite en las columnas retorcidas
denominadas salomónicas. Los interiores están muy
decorados y recargados. Destacan los arquitectos Alonso
Cano y Pedro Ribera. La escultura en España es de
materiales pobres como la madera policromada de temática
mayoritariamente religiosa con gran realismo y
expresividad, para motivar a los fieles católicos destacando escultores como Gregorio
Fernández o Martínez Montañés. La pintura se caracteriza por el realismo, a veces
desagradable, reflejando miserias y pobreza, e incluso
deformidades físicas y psíquicas; los temas son sociales,
religiosos, bélicos y retratos de la familia real para los
pintores de la corte como Velázquez, con colores intensos
y combinando luces y sombras (claroscuro, en el que el
motivo principal aparece iluminado por un foco de luz,
dejando en la sombra el resto del cuadro). Los pintores que
destaca son Zurbarán, Murillo, Valdés Leal y, sobre todos
los demás, Diego Velázquez, pintor de la corte de Felipe
IV.