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TEMA 6
CAMINANDO HACIA EL PRESENTE
6.1 La revolución conservadora.
Los años sesenta estuvieron protagonizados por una gran movilización social y política
que hizo que los cimientos de la Guerra fría se tambalearan. En el bloque occidental, grupos
revolucionarios latinoamericanos y asiáticos, de filiación comunista principalmente, desafiaron
a gobiernos aliados de los EE.UU. y con ello al orden internacional establecido. Miles de
estudiantes de los EE.UU., París, México o Tokio, expresaron su simpatía con quienes
combatían con las armas al “imperialismo” occidental y cuestionaron el orden político y social
en sus países. En el bloque soviético, la “primavera de Praga” trató, infructuosamente, de
compatibilizar el socialismo económico con la libertad política.
Pero los resultados tangibles de tanta agitación fueron pocos. Los tanques soviéticos
aplastaron a los estudiantes checos, y sus contemporáneos parisinos no alcanzaron a ver
ninguna de sus pretensiones revolucionarias. El viejo orden de la guerra fría permaneció
inamovible. Tan solo en las selvas de Vietnam las cosas iban a ser diferentes, y el enorme
sacrificio de los vietnamitas, al tiempo anti-imperialistas y comunistas, conseguiría sus
objetivos.
Hacia el final de la década, el orden soviético continuaba siendo aplicado en los países
socialistas, y el capitalismo se mantenía victorioso entre los aliados o sometidos a los EE.UU.
Con el comienzo de los años setenta, sin embargo, se produjeron algunos acontecimientos
que tendrían considerables consecuencias en el futuro. La guerra árabe-israelí del Yom Kipur
de 1973 no solo consagró la invulnerabilidad de Israel frente a sus enemigos árabes, y la
consiguiente y reiterada humillación de éstos. Supuso también el comienzo de un nuevo ciclo
en los países occidentales.
La utilización del petróleo como arma de guerra por los países árabes productores
llevó a Europa a una crisis económica muy grave, que se traduciría en una crisis política
igualmente grave. Con la pretensión de castigar a los países occidentales por su apoyo a Israel,
los países árabes provocaron un incremento sin precedentes del precio del petróleo. Las
economías europeas, dependientes de este recurso como fuente de energía básica, se
resintieron, y la inflación, el cierre de empresas y el desempleo se extendieron por Europa
como una epidemia. La recesión que padecieron las economías occidentales rompió las reglas
del juego político. El miedo al desempleo se extendió entre los trabajadores, y los empresarios
aprovecharon la ocasión para imponer condiciones de trabajo más duras. Por su parte, los
partidarios de reducir la presencia del Estado en la economía y de reducir el tamaño del
modelo de Estado del bienestar construido en Europa después de la II Guerra mundial,
comenzaron a elevar la voz. Además, la Unión Soviética presentaba síntomas de encontrarse
en una crisis irreversible. Su economía era incapaz de proporcionar unas condiciones de vida
razonables a sus ciudadanos. El sistema, sencillamente, no funcionaba.
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El miedo al desempleo y la debilidad de la Unión Soviética permitieron a los partidarios
del liberalismo económico a ultranza apretar las tuercas y romper el consenso social que había
permitido construir el Estado del bienestar. El miedo a una revuelta izquierdista sea diluía en el
nuevo contexto. Era el momento de cambiar las cosas.
En Gran Bretaña, la cuna del Estado del bienestar europeo, el Partido Conservador
liderado por Margaret Thatcher ganó las elecciones en 1979. Y ganaría las sucesivas hasta
1990. Durante sus once años de gobierno redujo la participación del Estado en la economía al
mínimo, privatizó las empresas públicas, recortó el Estado del bienestar, acabó con el poder de
los sindicatos británicos y sentó las bases de un nuevo modelo político, ultraliberal en lo
económico y fuertemente conservador en lo político.
Thatcher vio la debilidad de la Unión Soviética y en política internacional también
pensó que había llegado el momento de cambiar las reglas. En su visión contó con la
complicidad del gran aliado americano. En las elecciones de 1981, ganó las elecciones en los
EE.UU. el candidato del Partido Republicano, Ronald Reagan, con un programa fuertemente
conservador. Los Estados Unidos daban un paso adelante en la Guerra fría, sabedores de que
la ingente inversión de recursos económicos en nuevas modalidades de armamento sofisticado
impondría un ritmo que los soviéticos no podrían seguir. Si lo hacían, su economía se
colapsaría. También vieron que era el momento de cambiar las reglas del juego.
La revolución conservadora contó con un tercer y cualificado aliado. En 1978 los
obispos católicos reunidos en Roma habían elegido como papa a un polaco: Juan Pablo II. Los
católicos polacos y de otros países comunistas iban a contar con un papa comprometido en la
denuncia de la opresión del comunismo y en la reivindicación de los valores tradicionales del
catolicismo. También estaba convencido de que las reglas del juego deberían cambiar.
Todos ellos jugaron un papel decisivo en el comienzo del fin del comunismo y, como
consecuencia de ello, de la Guerra fría, sentando las bases de un nuevo orden mundial.
6.2 El Islam revolucionario.
El camino hacia al presente también transitó por Oriente. El mismo año en el que
Margaret Thatcher ganó las elecciones en Gran Bretaña, en Irán triunfó una revolución de
nuevo cuño. En Irán, la dinastía de los Palhevi controlaba con mano de hierro el país, desde el
golpe de Estado contra Mossadeq de 1953, diseñado por la CIA y los servicios secretos
británicos. El Sha de Irán, Reza Palhevi, se había convertido en un estrecho aliado de los EE.UU.
e impulsó la modernización y la occidentalización del país, todo ello compatibilizado con una
dura represión contra la oposición. Contra su dictadura luchaban no solo los comunistas, sino
también los clérigos musulmanes opuestos a la influencia de los EE.UU. en la sociedad. Se
trataba de un nuevo anti-imperialismo, basado en la afirmación del islam. En Irán, la rama
islámica chií es mayoritaria, y tiene un elevado componente popular, muy diferente al de los
Estados conservadores sunitas. Comunistas y clérigos chiíes compartían la lucha contra la
dictadura del Sha y contra la influencia de los EE.UU. en el país. Coincidían en la lucha antiimperialista, pero en nada más. En 1979 estalló una revolución popular, que provocó la huida
del Sha, pero pronto los clérigos chiíes se hicieron con el control. El gran líder islámico, el
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Ayatolah Jomeini, regresó al país desde su exilio en Francia, y a los pocos meses proclamó un
nuevo tipo de Estado: la República Islámica.
Con la revolución iraní el Islam dejaba de ser un elemento frecuentemente
conservador, tendente a mantener el orden tradicional establecido, y en ocasiones sumiso a
las potencias occidentales, y se convertía en una fuerza revolucionaria. Su carácter
revolucionario era triple. Con un discurso anti-imperialista defendía la independencia nacional
frente a la injerencia de los EE.UU.; con un discurso con componentes sociales, trataba de
desplazar a las élites locales y de poner los recursos del país (petróleo, principalmente) al
servicio de la mayoría de la sociedad; finalmente, con un discurso sectario, discutía la
hegemonía de los suníes en el mundo musulmán, al tiempo que defendía el fin del
sometimiento al que estaban sometidos los chiíes en países como Líbano o Irak, entre otros.
Los primeros pasos de la República Islámica fueron muy conflictivos. Se impuso una
feroz represión sobre los militantes comunistas y de otras fuerzas de izquierda que habían
luchado contra el Shah, y aplicaron con todo rigor las normas sociales de un Islam muy rígido y
opresivo, especialmente para las mujeres. Lo más llamativo fue, sin embargo, el asalto a la
embajada de los EE.UU. protagonizado por estudiantes islámicos radicales, que exigían la
entrega del Shah, exiliado en Norteamérica. Los americanos contemplaron por televisión,
desde sus hogares, como un enemigo hasta ahora desconocido desafiaba su orgullo.
Sobre estas bases apareció un nuevo actor internacional que cuestionaba las reglas de
la Guerra fría. Ni la Unión Soviética comunista, ni los Estados Unidos capitalistas debían
entrometerse en el destino de los países musulmanes. Comenzaba un terremoto geopolítico
de enormes consecuencias.
6.3 La invasión soviética de Afganistán y sus consecuencias.
La Unión Soviética, que contaba con millones de musulmanes en sus repúblicas
centroasiáticas, padecía ya a finales de 1979 los efectos de la ineficiencia de su sistema de
economía planificada. Los problemas de desabastecimiento de productos de primera
necesidad, el peso de una burocracia inmóvil que vivía muy por encima del nivel de vida
medio, el atraso tecnológico y la baja productividad, mostraban un panorama poco halagüeño.
Al sur de sus repúblicas centroasiáticas, en Afganistán, un gobierno pro soviético tenía
grandes dificultades para estabilizar un país muy atrasado y en el que el islam tradicional, casi
primitivo, era preponderante. Los soviéticos, que llevaban años con una política exterior
agresiva (en África apoyaban la presencia cubana en la guerra civil angoleña), dieron un paso
que alteraba las bases de la Guerra fría. Sin socios interpuestos, directamente, en diciembre
de 1979, irrumpieron con sus tropas en Afganistán. Pretendían consolidar un gobierno afín, y
contar con una posición geoestratégica privilegiada frente al Irán revolucionario, el Pakistán
pro norteamericano, y próximo a los principales yacimientos petrolíferos del mundo.
Los Estados Unidos reaccionaron con dureza diplomática, condenando la invasión en
todos los foros internacionales. La delegación de los EE.UU., junto a la de muchos de sus
países aliados, no acudió a los Juegos Olímpicos de Moscú de 1980. Pero sería tras la elección
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de Ronald Reagan como presidente de los EE.UU. cuando se pondría en marcha una reacción
todavía más dura. La Unión Soviética pasada a ser, como en los primeros años de la Guerra
fría, “el imperio del mal”, una fuerza diabólica que debía de ser derrotada por todos los medios
disponibles. Guiados por una dialéctica tan simple como beligerante, los EE.UU. pasaron a
suministrar armas y enormes cantidades de dinero a los rebeldes musulmanes que hostigaban
a los soviéticos en Afganistán mediante una guerra de guerrillas. Estos guerrilleros, “freedom
fighters” de acuerdo con la propaganda americana, convirtieron Afganistán en una trampa
mortal para los soviéticos.
Al tiempo, la Administración Reagan pasaba a la ofensiva contra los soviéticos en todos
los frentes. Desarrolló un sistema de guerra denominado “de las galaxias” que rompía el
equilibrio de fuerzas; apoyó con armas y financiación a una guerrilla creada por la CIA para
hostigar y tratar de derribar al régimen sandinista en Nicaragua; se empleó a fondo en el
respaldo a la Sudáfrica del apartheid que combatía la presencia cubana en Angola.
Las consecuencias de la guerra de Afganistán para la población civil fueron terribles. Se
produjo un éxodo de centenares de miles de refugiados que fueron acogidos, principalmente,
en Pakistán. Y los soviéticos, como los norteamericanos en Vietnam, no podían ganar la guerra.
Se convirtió en un pozo sin fondo para los escasos recursos de la URSS, al tiempo que un muy
serio golpe para su prestigio internacional. Nueve años después, en 1989, el año en que cayó el
muro de Berlín, las tropas soviéticas se retiraban de Afganistán.
Esta guerra marcó el declive definitivo de la URSS. A su vez, el vacío de poder dejado
por los soviéticos en Afganistán sería ocupado al poco tiempo por los guerrilleros islámicos
financiados por los EE.UU. Un segundo supuesto, tras la revolución de Irán de 1979, de
creación de un Estado islámico, en este caso suní, de inspiración casi medieval y, como
veremos, muy agresivo en la llamada a los musulmanes a romper todo vínculo con los vínculos
con los infieles, es decir, con las potencias occidentales. Anticipemos ahora que la organización
del atentado del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres gemelas, en Nueva York, se
planificó y financió desde el Afganistán islámico.
6.4 El ocaso del comunismo en Europa.
El declive el comunismo, en la URSS y en los países de la Europa del Este, fue parejo al
agravamiento de la ineficiencia económica y al desastre de la guerra de Afganistán. Este
declive se hizo especialmente visible en Polonia. La lucha de los trabajadores de los astilleros
de Gdansk, organizados en un sindicato clandestino, fundado en 1980, denominado
“Solidarnosc” (Solidaridad) y dirigido por u militante católico, no pudo ser callada por la
represión del gobierno comunista polaco. La influyente iglesia polaca, con el apoyo expreso del
papa polaco Juan Pablo II, respaldaba al sindicato en sus reivindicaciones, laborales y políticas.
Las experiencias de Budapest, en 1956, y de Praga, en 1968, hacían temer un final de la
crisis polaca protagonizado por los tanques soviéticos. Sin embargo, ya no era el tiempo de los
tanques. En su lugar, un militar polaco, Jaruzelski, dio un golpe de Estado y declaró ilegal a
Solidarnosc. La tensión social no menguó, y la luchas obreras con el respaldo de la Igleisa no
cedieron hasta la caída del comunismo en 1989.
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La agitación que precipitaría el fin del comunismo comenzó en Polonia, pero la clave
de su continuidad o de su fin seguía estando en la Unión Soviética. El acontecimiento decisivo
fue la elección, en 1985, de Mijail Gorbachov como secretario general del Partido Comunista
de la Unión Soviética.
El sistema soviético se encontraba en una profunda crisis. El inmovilismo de Breznev
había provocado que la URSS quedara desbancada por los EE.UU. todos los ámbitos. Para
evitar el desplome del sistema, Gorbachov emprendió importantes reformas. Con el fin de
dinamizar la economía y luchar contra el desabastecimiento de la población, puso en marcha
la Perestroika, que pretendía corregir los peores defectos de la economía planificada. También
suavizó la censura, de modo que la información a la que accedieran los ciudadanos soviéticos
fuera más transparente. Estas reformas políticas fueron como conocidas como “Glasnost”.
Las consecuencias de las reformas económicas y políticas de Gorbachov fueron
enormes. Propició el fin del comunismo. En 1989, las elecciones al Congreso de los diputados
del Pueblo se celebraron por sufragio universal, lo que multiplicó las posiciones políticas y
propició la desintegración de la Unión Soviética. En el ámbito internacional, se puso fin a la ias
ayudas a países como Cuba o Angola, se detuvo la carrera de armamentos que consumía los
recursos de la economía soviética y retiró las tropas de Afganistán.
Al tiempo, los países de la Europa del Este perdieron el miedo a la intervención
soviética si avanzaban hacia la democracia. En Polonia, Jaruzelski no tuvo más remedio que
negociar con la oposición y permitir, en 1989, unas elecciones que fueron ganadas por la
oposición, por Solidaridad. Se formó el primer gobierno no comunista en la Europa del Este
desde 1945.
En Hungría fue el propio Partido Comunista el que lideró una transición pacífica hacia
la democracia, que entre 1988 y 1980 llevó al gobierno a fuerzas anti comunistas. El
comunismo en la Europa del Este se estaba desplomando.
Los cambios en Hungría fueron definitivos para la República Democrática Alemana. Al
permitir el gobierno húngaro que los ciudadanos pudieran cruzar libremente desde Hungría a
Austria, miles de alemanes del Este se dirigieron hacia la frontera austro-húngara. Mientras, en
las principales ciudades de la Alemania comunista se sucedían las manifestaciones a favor de la
democracia y la libertad. El presidente de la R.D.A., Honecker, amagó con emplear la represión
y la fuerza. Pero los soviéticos le desautorizaron. Públicamente, el ministro de Asuntos
Exteriores de Gorbachov, Shevarnadze, declaró que la Unión Soviética no intervendría en los
países del Este. Rápidamente, el sistema comunista se desplomó, y el 10 de noviembre de
1989, los berlineses del Este cruzaron libremente al Berlín Occidental, a través de una abertura
en el Muro de Berlín.
En los meses siguientes, el comunismo cayó de forma pacífica en Checoslovaquia, y
con derramamiento de sangre en Rumanía. Pronto, líderes de la lucha contra el comunismo,
como Lech Walesa en Polonia o Vaclav Havel en Checoslovaquia, pasaron a ser los presidentes
de sus países.
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En la Unión Soviética, la pervivencia del colapso económico y las tensiones
nacionalistas que se vivieron en los países bálticos y en las repúblicas del Cáucaso, debilitaron
la posición de Gorbachov, y un grupo de dirigentes intransigentes trataron de Dar un golpe de
Estado para frenar las reformas. Pero fracasó. Fue el presidente de la Rusia, Boris Yeltsin, quien
lideró la resistencia al golpe. Una vez fracasado el intento de volver al pasado, se proclamó la
disolución de la Unión Soviética.
En China, jóvenes estudiantes se movilizaron para impulsar reformas democráticas.
Reunidos durante días, en 1989, hicieron públicas sus demandas. El gobierno comunista chino,
desconcertado dudó sobre los pasos a dar. Finalmente, el 4 de junio de 1989, los tanques del
ejército chino entraron en la plaza, provocando centenares de muertes. El comunismo en
China, pervivía mediante el uso de la fuerza.
6.5 Las guerras de Irak y Afganistán.
La Carta de París, de 1991, sellaba el final de la Guerra fría. El camino hacia el presente
sorteaba su más importante obstáculo. El camino se deslizaba ahora hacia un nuevo escenario
internacional en el que la hegemonía de los EE.UU. marcaría el paso. Uno de las primeras
manifestaciones de ese nuevo escenario lo constituyó la Primera Guerra del Golfo, de ese
mismo año, de 1991.
Para poder entender esta guerra es necesario tener en cuenta otra previa: la guerra
entre Irán e Irak. Tras el triunfo de la revolución islámica en Irán, algunos países musulmanes
sintieron el temor de que esa revolución se extendiera. Uno de ellos fue Irak. En Irak casi la
mitad de la población es de confesión chií, como la mayoría de Irán. El temor entre el gobierno
del dictador iraquí, Sadam Hussein, estaba justificado. La mejor manera de frenar la expansión
de la revolución iraní era aprovechar la inestabilidad causada por la revolución y pasar al
ataque. Por eso, con el apoyo de las monarquías árabes del Golfo pérsico, también temerosas,
y de los EE.UU., el ejército iraquí penetro en 1980 en Irán. Al objetivo de contener la
efervescencia revolucionaria se añadía el de conquistar una zona de población árabe contigua
a la frontera y ensanchar la estrecha salida al mar de Irak.
La guerra se convirtió en una carnicería. Irán, realizando un enorme esfuerzo, contuvo
a los iraquíes y el frente se estabilizó. Hacia 1988 la pérdida de vidas humanas se acercaba al
medio millón, y el despilfarro de recursos era enorme. Se firmó un alto el fuego que no dejaba
ni vencedores, ni vencidos.
Pero Irak había realizando un gran esfuerzo para contener la revolución iraní del que se
habían beneficiado otros países árabes sunís, como Kuwait. Sadam Hussein exigía
compensaciones y apoyo para que la economía iraquí se recuperara del desgaste de ocho años
de guerra. Necesitaba exportar más petróleo. La ausencia de una respuesta satisfactoria
encolerizó a Sadam Hussein, quien desempolvó una antigua reclamación sobre la pertenencia
de Kuwait a Irak durante el Imperio otomano. Lo que realmente pretendió fue apropiarse del
petróleo de Kuwait y disfrutar de sus puertos para exportarlo. El 2 de agosto de 1991, el
ejército iraquí invadía Kuwait.
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Se trató del primer gran conflicto internacional ajeno a la guerra fría. Las Naciones
Unidas condenaron la invasión y el Consejo de Seguridad, ya sin veto ruso, autorizó el uso de la
fuerza para salvaguardar la independencia kuwaití. Los EE.UU. y Gran Bretaña lideraron la
coalición internacional para reponer las cosas a su sitio. No estaban dispuestas a que en una
tan sensible para sus intereses se hiciera fuerte un dictador como Sadam Hussein.
En enero de 1992 se lanzó una operación militar de gigantescas proporciones (la
operación “tormenta del desierto”), en la que participaron 500.000 soldados americanos. Tras
un bombardeo terrorífico, retransmitido en directo por la televisión, el ejército iraquí fue
aplastado en tan solo cuatro días. Sadam Hussein no fue derribado, al no encontrar los
norteamericanos una alternativa segura. Ahora bien, se estableció una zona de seguridad en el
norte del país para proteger a la población kurda, opuesta a Sadam, y otra en el sur, de
confesión chií y también contraria al dictador. Además, se estableció un embargo económico
muy estricto que limitaba las posibilidades de desarrollo de Irak.
Sadam había fracasado en dos guerras consecutivas, pero seguía al frente del gobierno
iraquí. La situación internacional había dado un giro significativo. Las tropas de los países
occidentales intervenían para resolver asuntos en tierra musulmana. Los radicales islámicos
que habían combatido a los soviéticos en Afganistán con financiación americana, durante la
guerra fría, se convertían ahora en los principales defensores del abandono por los
occidentales de la tierra sagrada del islam. Era el momento de Al Qaeda.
Las acciones terroristas de Al Qaeda contra los EE.UU. no dejaron de crecer. En 1993
apoyaron a las milicias somalíes que se enfrentaron al ejército norteamericano presente en
Somalia para proteger una misión humanitaria, y en 1998 atacó directamente las embajadas
americanas en Kenia y Tanzania. Por si fuera poco, atacó en el año 2000 a un buque de guerra
norteamericano fondeado en Yemen. Estaba claro que Al Qaeda, un grupo liderado por el
saudí Osama Bin Laden, y cuyos militantes eran en muchos casos veteranos de la guerra de
Afganistán, era una seria amenaza para la seguridad europea y norteamericana.
No hay que olvidar que a lo largo de los años noventa estallaron nuevos focos de
actividad armada en la que los protagonistas eran radicales islámicos ferozmente antioccidentales. En Argelia se libró una cruenta guerra civil entre los islamistas radicales y el
gobierno laico, y en Chechenia los militantes islamistas lucharon a favor de la independencia
de esta república de mayoría musulmana, contra los rusos. Se extendía así una llamada
internacional en nombre del islam contra los europeos y norteamericanos, y contra los
gobiernos árabes no dispuestos a implantar el islam estricto defendido por Al Qaeda. Al
enemigo soviético le sucedía, terminada la guerra fría, un nuevo enemigo, el del yihadismo
islámico.
Que este yihadismo representaba una gravísima amenaza para los EE.UU. lo pudieron
comprobar en su propia carne los norteamericanos el 11 de septiembre de 2001, cuando
diversos aviones dirigidos por militantes islámicos se estrellaron contra las torres gemelas y
contra el Pentágono. Este ataque había sido organizado y planificado por Osama Bin Laden
desde Afganistán.
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El presidente norteamericano, George Bush, lideró la respuesta al ataque. Con la
simpatía internacional, el ejército estadounidense se plantó tan solo un mes más tarde en
Afganistán, y con el apoyo de facciones afganas contrarias al gobierno afgano (perteneciente a
los “talibanes”), lo derribó y permaneció en el país para garantizar la seguridad. Los soldados
americanos, y los de los países aliados, debieron enfrentarse a partir de entonces a las
acciones terroristas de los talibanes y de los militantes de Al Qaeda. Los EE.UU. procedieron
entonces a detener a los militantes sospechosos de haber participado en el ataque a las torres
gemelas, o de representar una amenaza grave contra los EE.UU. A través de procedimientos
ilegales trasladó a esos detenidos a una cárcel de máxima seguridad situada en la base militar
de Guantánamo (Cuba), sin garantías jurídicas básicas.
Estabilizada la situación en Afganistán (ocupado por los EE.UU. y sus aliados), había
llegado el momento de dar el golpe de gracia a Sadam Hissein. Los asesores de George Bush
consideraron que se trataba de una oportunidad histórica. Los países occidentales tenían la
ocasión de derribar a un dictador hostil y de sustituirlo por un gobierno amigo que pasase a ser
el ejemplo de una democracia árabe. Al tiempo, los enormes recursos petrolíferos de Irak
quedaban a buen recaudo.
Pero para derribar a Sadam Hussein y llevar adelante los planes previstos, era
necesario contar con una justificación adecuada. La CIA informó que Sadam no estaba
respetando las estrictas condiciones impuestas desde su derrota en la primera guerra del golfo
y de que, además, almacenaba armas químicas (“de destrucción masiva”) prohibidas. Las
reclamaciones efectuadas para que esas armas, cuya existencia jamás pudo demostrarse,
fueran destruidas, resultaron en vano. Con el apoyo del primer ministro británico, Tony Blair y
del presidente del gobierno español, José Mª Aznar, los EE.UU. de George Bush se prepararon
de nuevo para la guerra. En este caso, sin el respaldo de la ONU y con la oposición de millones
de manifestantes a lo largo del mundo. La oposición a esta guerra no conocía precedentes
desde los tiempos de la guerra de Vietnam.
En marzo de 2003 se producía la invasión de Irak, por parte de tropas americanas y
británicas. En poscas semanas Sadam Hussein fue derribado, pero los invasores se vieron
incapaces de estabilizar el país. Muy pronto, militantes islámicos de Al Qaeda, ahora aliados
con los partidarios de Sadam Hussein, se levantaron en una guerra santa contra los ocupantes,
que costaría miles de vidas. Y el terrorismo de Al Qaeda prosiguió, como lo demuestra el
terrible atentado perpetrado el 11 de marzo de 2004, en Madrid. Atentados similares se
produjeron en los años posteriores en Londres, Bali, Bombay y en otros muchos lugares.
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