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El teatro español posterior a 1936:
tendencias, rasgos principales, autores
y obras más significativas
El teatro de la posguerra
La escasa cosecha teatral de los años cuarenta se repartió entre la comedia burguesa de raíces benaventinas,
que en aquellas circunstancias históricas resultaba evasiva, y el teatro de humor proveniente del tiempo de la
República.
La herencia de Benavente (que seguía escribiendo) se dejó sentir en una serie de comedias despreocupadas
de los problemas reales que ahogaban a la sociedad española, complacientes con la alta burguesía y acordes con
los principios ideológicos tradicionalistas y católicos de la naciente dictadura. Era un teatro de aceptable factura
formal, especialmente en los diálogos, pero superficial y clasista en el planteamiento de los conflictos, de
carácter amoroso o intergeneracional. Sus representantes más genuinos fueron José María Pemán, Juan Ignacio
Luca de Tena (¿Dónde vas Alfonso XII?) y Joaquín Calvo Sotelo, autor de Cuando llega la noche y La muralla,
tímida representación esta última de un escrúpulo moral entre los vencedores de la contienda civil.
El teatro del humor tiene dos máximos exponentes, cuyas obras todavía hoy se siguen representando:
Enrique Jardiel Poncela (1901-1952) se había dado a conocer en los años veinte como genial renovador de la
literatura humorística, a la zaga de Gómez de la Serna. Propuso una concepción nihilista y agresiva del humor
basada en el ingenio lingüístico y en la invención de situaciones algo rebuscadas y chocantes. Creó así un humor
inverosímil, emparentado con el surrealismo, que no se priva de fustigar ciertas ideas o usos sociales. Entre sus
obras cabe destacar Cuatro corazones con freno y marcha atrás, Eloísa está debajo de un almendro y Los ladrones
somos gente honrada.
Miguel Mihura (1903-1979), frente a la virulencia de Poncela, practica un humor suavizado con ternura y
sentimentalismo, aunque mantiene el juego con lo ilógico y lo incongruente como fuente de comicidad. Su mejor
obra Tres sombreros de copa, fue escrita en el 32, pero no se representó hasta 1952. Después vendrían Sublime
decisión, Melocotón en almíbar, Maribel y la extraña familia y La bella Dorotea. En estas obras, como en general
en toda su producción, la humanidad de los personajes y la preferencia por los finales felices encubren el ánimo
pesimista del autor.
El teatro en el exilio
Se ha afirmado que el mejor teatro español de la primera década de la posguerra se escribió en el extranjero.
En Buenos Aires escribió Alejandro Casona (1903-1965), cuyo verdadero nombre era Alejandro Rodríguez
Álvarez, donde reside hasta que regresa a España en 1962. A su vuelta, su teatro tiene una buena acogida y goza
durante un tiempo del favor del público. Sus mejores obras, bien construidas y escritas con un cuidado lenguaje,
se alejan de la crítica y de la denuncia de la realidad. Acercan, sin embargo, al espectador al encanto de un
universo dramático cargado de sentimiento y de poesía. La fantasía, el misterio, la imaginación y la leyenda
parecen querer fundirse en sus obras con el mundo de la realidad y con la propia existencia de sus personajes.
Entre sus títulos, podemos encontrar: La sirena varada (1934), Prohibido suicidarse en primavera (1937), La
barca sin pescador (1945) o Los árboles mueren de pie (1949). Su mejor obra es La dama del alba, bella fábula
poética.
Max Aub (1903-1972) se exilia al acabar la guerra y, tras pasar unos años en un campo de concentración en
Francia, viaja a México. Su obra, crítica y comprometida, abarca la novela y el teatro.
Entre sus dramas, además de algunas piezas cortas, destacan diversas obras escritas en la década de los
cuarenta. Max Aub las agrupa en “teatro menor” (La vida conyugal, El rapto de Europa), en el que priman
problemas individuales; y “teatro mayor” (San Juan, No), donde prevalece, por contra, lo colectivo. San Juan,
por ejemplo, escenifica los hechos que se desarrollan en un buque cargado de judíos, a los que ningún gobierno
concede permiso de desembarco. El buque acaba naufragando.
Rafael Alberti (1902-1999) es también autor de algunas obras dramáticas, en las que, junto al compromiso
se aprecia un indudable aliento lírico. Su producción dramática cuenta con títulos como la pieza surrealista El
hombre deshabitado (1931), textos épico-políticos como Noche de guerra en el Museo del Prado (1956), o la que
quizás sea su mejor obra, El adefesio, cuyo final modificó el autor años 30 años después de su estreno. Es una
obra cargada de referencias simbólicas y míticas que gira en torno autoritarismo.
El teatro realista y de denuncia
A finales de los cuarenta, y en circuitos no comerciales, nació un teatro que se situaba al margen de la comedia
burguesa y humorística vigente. Se trataba de un teatro realista, movido por el incorformismo social e
impregnado en algunos casos, como la poesía coetánea, de desasosiego existencial. Destacaron dos autores que,
por otra parte, representaron posiciones distintas ante el compromiso social del escritor: Antonio Buero Vallejo,
que creía posible realizar una crítica de los males del sistema dentro de las limitaciones de la censura oficial
(actitud que se llamó posibilismo); y Alfonso Sastre, que consideraba imposible llevar a cabo esa crítica y
defendió un realismo social de carácter revolucionario, con función política (postura que se conoció como
imposibilismo).
Antonio Buero Vallejo (1916-1999) es el autor dramático español más importante de la segunda mitad del
siglo xx. Desde Historia de una escalera hasta el estreno en 1999 de su última obra, Misión al pueblo desierto,
lleva a escena, durante la dictadura, en circunstancias difíciles, unas treinta obras con gran aceptación de crítica
y de público. En conjunto, podríamos estructurar su teatro como sigue:
• Obras en que presenta la sociedad y realidad españolas (crítica y denuncia); Historia de una escalera
(1949), Hoy es fiesta (1956), Las cartas boca abajo (1957), El tragaluz (1967);
• Obras de corte simbólico; La tejedora de sueños (19S2), Casi un cuento de hadas (1953), La fundación
(1974);
• Obras de fondo histórico; Un soñador para un pueblo (1958), sobre el motín de Esquilache; Las Meninas
(1960), sobre Velázquez; El concierto de San Ovidio (1962), situada en el siglo XVIII, en París; El sueño de la
razón (1970), sobre Goya; La detonación (1977), sobre Larra.
Su teatro está dotado de un fuerte sentido trágico. Independientemente del tipo de obra, Buero se sirve de
ese “tragicismo” para llevar a escena su reflexión y su compromiso ético con el hombre y con la sociedad
española de su tiempo. La dimensión existencial y social inunda, así, la mayoría de su producción. La naturaleza
y la condición del hombre, su espíritu, su dignidad, el sentido de la vida, la injusticia social, la defensa del débil,
la libertad, la tolerancia, la lucha por la verdad y los auténticos valores humanos o los problemas político- sociales
recorren su obra.
Alfonso Sastre (1926) inició su búsqueda de un teatro renovador en 1945 con el grupo experimental Arte
Nuevo. En cinco años desarrolló una doctrina teatral de inspiración revolucionaria que se expresó en el
Manifiesto del Teatro de Agitación Social. Su producción se divide en tres etapas:
•
En los años cuarenta escribe un teatro metafísico, de inquietud existencial: Uranio 235 y, en
colaboración con Medardo Fraile, Ha sonado la muerte y Comedia Sonámbula.
•
Desde 1950 practica un teatro de crítica social que se irá radicalizando con el tiempo. Su
consagración llegó con Escuadra hacia la muerte (1953), un profundo drama existencial de abierto
antimilitarismo, al que siguió La mordaza, una oblicua condena de la dictadura. Otras obras, como Guillermo
Tell tiene los ojos tristes, no se estrenaron hasta la restauración de la democracia.
•
La tercera etapa corresponde a la tragedia compleja, una tragedia sincrética en la que se aúnan la
caricatura grotesca al estilo de Valle y el distanciamiento objetivista propuesto por Bertol Brecht. A este
modelo corresponden obras como Crónicas romanas (1985) o La taberna fantástica (1985).
Otro autor destacado es Fernando Arrabal (1932), quien desde Francia fue construyendo una producción
dramática muy reconocida, a menudo acompañada por el escándalo. En su obra convergen la tradición satírico-
grotesca española (Quevedo, Goya, Valle-Inclán) y las vanguardias internacionales (dadaísmo, surrealismo,
Artaud). Evoluciona desde un teatro del absurdo hacia lo que él llamó teatro “pánico”, que buscaba la
provocación perturbadora del espectador. Declara hacer un teatro realista que representa su concepción de la
vida como confusión. Destacan sus obras Pic-nic, El laberinto, Róbame un billoncito y La torre de Babel.
En los años sesenta aparecieron algunos jóvenes dramaturgos que adoptaron en un primer momento la
estética realista y que, posteriormente, evolucionaron hacia formas alegóricas, fantásticas o farsescas de encarar
la realidad española. Destacan Lauro Olmo (La camisa, Los salvajes en Puente San Gil), Carlos Muñiz
(Tragicomedia del serenísimo príncipe don Carlos) o José María Rodríguez Méndez (Bodas que fueron famosas
del Pingajo y la Fandanga).
Mención especial merece Antonio Gala, cuyo teatro, de exquisito lenguaje y gran calidad literaria, suele
mostrar una gran preocupación por el hombre. Obras suyas son Los verdes campos del Edén, Los buenos días
perdidos y Anillos para una dama.
La neovanguardia teatral
Hacia finales de los 60 el teatro realista testimonial entra en crisis. Dos síntomas delatan este agotamiento:
por un lado, la aparición de autores jóvenes que, de acuerdo con las tendencias renovadoras internacionales, se
entusiasman ante el reto de experimentar con el lenguaje teatral; por otro, la creación de grupos de teatro
independientes que actúan al margen de la red de salas comerciales.
Esta neovanguardia teatral rompe resueltamente con las convenciones formales del teatro anterior, aunque
mantiene vivo el compromiso con la denuncia de la injusticia y de la falta de libertad. Desaparece la estructura
argumental tripartita para dejar paso a una historia fragmentaria y abierta. Los personajes son meros soportes
de conceptos o funciones, víctimas alienadas del sistema que se mueven en un espacio irreal, onírico o alegórico.
Con frecuencia se recurre a la parodia o a la farsa, a elementos grotescos o al más puro absurdo de la tradición
surrealista. En suma, se trata de un teatro simbólico que requiere del espectador un esfuerzo de complicidad e
interpretación.
Autores importantes serán Luis Riaza (Representación de don Juan Tenorio por el carro de las meretrices
ambulantes, Retrato de dama con perrito o El palacio de los monos), Francisco Nieva (Coronada y el toro, La
señora Tártara, Sombra y quimera de Larra), José Rubial, Miguel Romero Esteo, Antonio Martínez Ballesteros,
Luis Matilla, Alberto Miralles, Manuel Martínez Mediero y Jerónimo López Mozo.
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