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SAN AGUSTÍN (RESUMEN). La filosofía que existe en el s. III y siguientes es una mezcla fuertemente platonizada de teorías estoicas y escépticas, sobre todo. Por eso la filosofía a la que se enfrenta el cristianismo, a partir de su promulgación como religión oficial es, principalmente, el platonismo. El primero de estos grandes pensadores medievales cristianos, que culmina la Patrística, es San Agustín de Hipona. El objetivo de la filosofía de san Agustín, común a muchos filósofos de la Antigüedad, es alcanzar la verdad y la felicidad. San Agustín buscará toda su vida la verdad sobre Dios y sobre el hombre, y la encontrará en Cristo. En esa verdad, que se identifica con una Persona, encontrará también la felicidad. Toda la filosofía de san Agustín expresa el esfuerzo racional de comprender la verdad que encuentra en la fe cristiana. Razón y fe son realidades distintas, pero se complementan. San Agustín encuentra en la verdad revelada lo que colma la insuficiencia de la verdad filosófica. Entiende que la razón cristiana descansa en la verdad suministrada por la fe. La fe purifica y esclarece los ojos del alma humana, y la libera de la oscuridad de los sentidos. Mediante esta purificación, el alma se eleva por encima de lo sensible y alcanza lo inteligible. El punto de arranque de su pensamiento será la negación del escepticismo, pues la duda de toda verdad se contradice: es verdad que duda. Si Descartes dirá el célebre “pienso, luego existo”, san Agustín dice, de forma muy parecida, “si dudo, existo”, si enim fallor, sum. San Agustín interpreta el problema del conocimiento de un modo platónico, pero rectifica a Platón en dos puntos: 1. Convierte las ideas en pensamientos de Dios. El lugar de las ideas es la mente divina. 2. Replantea la doctrina de la reminiscencia y habla de iluminación. La reminiscencia platónica implicaba la preexistencia del alma, y esa posibilidad es excluida por el creacionismo agustiniano. Con el final del periodo patrístico y el comienzo de la Edad Media la filosofía se vuelve ancilla theologiae (sierva de la teología). Apoyándose en un texto del profeta Isaías, san Agustín no se cansa de repetir que la fe ilumina la razón, y que la razón nos lleva a la cumbre de la fe. En una célebre fórmula nos dice que hemos de entender para creer, y hemos de creer para entender: intellige ut credas, crede ut intelligas (razona para creer, cree para entender). Así pues, aunque la fe precede y tiene cierta prioridad sobre la razón, no es incompatible con ella, antes bien, la reclama y necesita. S. Agustín, llevado quizá de un rigorismo teológico, considera que no es justicia auténtica sino aquella en la que a Dios se le dé lo que debe dársele y puesto que somos criaturas de Dios, debemos someternos a su autoridad y no a otras autoridades. “La justicia que consiste en que el sumo Dios impere sobre la sociedad”. Por eso concluye que sólo es una sociedad ordenada, justa o de derecho aquella en que se realice tal idea de justicia, es decir, aquella que es orientada por las órdenes o mandamientos de Dios. En resumen, S. Agustín está describiendo el fundamento de lo que él llama “Ciudad de Dios” una sociedad presidida por el amor a Dios sobre todas las cosas, hasta el desprecio de sí mismo, frente a la “ciudad terrenal” que sólo es motivada por el amor del hombre a sí mismo, hasta el olvido de Dios. Dos amores, pues, fundaron dos ciudades: la ciudad terrena y la celestial. La condena y la felicidad eternas aguardan a los ciudadanos de una y otra, pero a lo largo de la historia humana lucharán siempre la civitas Dei y la civitas terrena. Por último, cabría añadir que quizá en esta postura de S. Agustín esté el origen de la teoría de la primacía de la Iglesia sobre el Estado, teoría que va a perdurar a lo largo de la Edad Media con altibajos, y cuyos hitos principales son la teoría de las “dos espadas” (supremacía del poder espiritual, del Papa, sobre el poder terrenal, de los reyes) y la bula “Unam sanctam” de Bonifacio VIII (bula en la que se declara con absoluta radicalidad la supremacía del poder espiritual). También se ha interpretado como una minimización del papel del estado.