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1. La Revolución Científica renacentista
1.1 El modelo geocéntrico aristotélico-ptolemaico
Antes de abordar el estudio de la Revolución Científica, es necesario considerar la física aristotélica y
las cosmovisiones elaboradas por Aristóteles y por Ptolomeo, pues en gran parte se va a oponer a ellas.
La cosmovisión de Aristóteles es de carácter realista, mientras que Ptolomeo presenta un esquema
positivista.
1.1.1 Las anomalías en la cosmología aristotélica
Las tres grandes exigencias del sistema aristotélico del mundo son: geocentrismo; esferas
concéntricas y cristalinas en torno a una Tierra estable, y movimiento uniforme de tales orbes
celestes. Todo ello está inscrito en la esfera de las estrellas fijas, movida regularmente –para explicar
los días y las noches– por el primer motor, especie de alma del mundo movida, a su vez, por el motor
inmóvil: Dios. Esta armonía, expresión de las grandes hipótesis de base de la ciencia griega: finitud del
cosmos, uniformidad y circularidad como movimiento perfecto (lo más cercano a la inmutabilidad del
Dios), se veía desde el principio perturbada, con todo, por dos fenómenos: cometas y planetas.
Con respecto a los cometas, la solución ofrecida resultaba convincente, dada la ausencia de
instrumentos de precisión: se trataría de «meteoros»; esto es, de fenómenos producidos en la región
sublunar por la fricción de las capas de aire y fuego que rodeaban la Tierra. Pero los planetas no fueron
tan fáciles de dominar. En efecto, aparte del Sol y de la Luna, de movimiento regular, algunas
«estrellas» variaban periódicamente de intensidad lumínica, y otras (especialmente Venus y Marte)
aparecían, bien en posiciones opuestas, bien caminando hacia atrás en movimiento retrógrado. Por eso
se las llamó «planetas» (palabra griega que significa ‘vagabundo’, ‘errante’).
1.1.2 El positivismo ptolemaico
¿Cómo compaginar la profunda exigencia de armonía y equilibrio con estos aparentemente arbitrarios
movimientos? Dos hipótesis podían, evidentemente, salvar los fenómenos: la heliocéntrica y la
geocéntrica. La primera fue propuesta por Aristarco de Samos (siglo III a.C.): el Sol sería el centro del
cosmos; la superficie externa, el orbe de las estrellas fijas, y el interior estaría formado por siete órbitas
concéntricas (Mercurio, Luna, Tierra, Marte, Venus, Júpiter y Saturno), de distintas velocidades y
dimensiones.
Sin embargo, el esquema no prosperó, de modo que se escogió la hipótesis geocéntrica. Hiparco,
primero, y Ptolomeo, después, propusieron un sistema que se impondría durante diecisiete siglos, y tan
válido y preciso que los árabes lo llamaron «el más grande» («almagesto», corrupción del griego
mégistos).
Ptolomeo (s. II a. C.) afirma explícitamente que su sistema no pretende descubrir la realidad: es solo un
medio de cálculo. Es lógico que adoptara el esquema positivista, pues el almagesto se opone
flagrantemente a la física aristotélica:
1) Las órbitas son levemente excéntricas: solo así podía explicarse la diferencia de brillo de los
planetas y el hecho de que el Sol al mediodía parezca mayor en invierno que en verano. Pero entonces,
la Tierra no es el verdadero centro del cosmos.
2) La órbita del planeta P no gira en torno al punto excéntrico O a la Tierra (T), sino que describe un
círculo (epiciclo) en torno a un punto imaginario, el cual, a su vez, engendra una nueva circunferencia
(deferente) en torno al punto excéntrico.
Este artificio permite explicar los movimientos retrógrados (es fácil ver que la resultante es un
movimiento «en bucle»), pero entonces los planetas no giran realmente en torno a la Tierra.
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3) Aún hubo que introducir, en algunos casos, otra modificación. La ciencia griega postulaba la
uniformidad de los movimientos circulares, pero los planetas parecen ir a veces más deprisa. Por ello,
hubo que fingir un ecuante; esto es, un punto excéntrico al círculo deferente.
A pesar de estos artificios, el modelo se mantuvo, porque:
1) Aceptaba la idea de una Tierra quieta y, más o menos, en el centro.
2) Empleaba exclusivamente movimientos circulares y uniformes.
3) Servía para predecir con bastante precisión los cambios celestes.
4) Era flexible: permitía correcciones (nuevos círculos y ecuantes) según aumentaba la precisión de las
observaciones.
El cuarto punto fue el causante de su derrumbamiento: si Aristóteles necesitaba 55 esferas para explicar
el «sistema terrestre», en el siglo XV se utilizaban más de 80 movimientos simultáneos para dar razón
de los siete cuerpos celestes.
1.2 Heliocentrismo: la revolución copernicana y el modelo keplerianogalileano
1.2.1 El realismo de la revolución copernicana. Un universo sencillo, armónico y
unificado
La nueva cosmovisión científica se inicia con una verdadera revolución: la Tierra deja de ser el
centro del universo, y el Sol viene a ocupar ese lugar. Este fue el hallazgo de Copérnico (1473-1543)
Para él, la rotación de la Tierra sobre su eje y la traslación anual en torno al Sol eran hechos físicos, no
artificios matemáticos. Por lo demás, todo astrónomo podía notar que las constantes de epiciclos y
deferentes usadas por Ptolomeo para Mercurio y Venus estaban invertidas con respecto a las de los
demás planetas: prueba de que estos estaban más cerca del Sol que de la Tierra.
Había otras razones para el cambio de centro: Copérnico necesitaba solo 34 círculos, frente a los 80
ptolemaicos. Epiciclos y deferentes seguían siendo usados, pero se evitaba el «escándalo» de los
ecuantes, haciendo que las órbitas en torno al Sol describieran círculos con movimiento uniforme. Esta
búsqueda de lo sencillo y armónico –la restauración de la armonía celeste– es lo que guía el
pensamiento de Copérnico.
Paradójicamente, el pionero de la Modernidad intenta con todas sus fuerzas volver a la pureza griega:
el movimiento uniforme y circular es el único natural, el único perfecto: la imagen de la divinidad
misma. Si la causa es eterna e inmutable, las esferas celestes deben imitar su movimiento, porque «La
sabiduría de la naturaleza es tal que no produce nada superfluo e inútil».
Copérnico mira a dos mundos. Si, por una parte, retorna a Platón, viendo en las matemáticas la armonía
del universo, donde todo está sopesado y equilibrado, por otra, eleva el orbe sublunar a la categoría
celeste, acercando así los dos mundos: Tierra y cielo, tan cuidadosamente diferenciados en el
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pensamiento griego. También la Tierra, su descripción y sus movimientos están desde ahora sometidos
a las matemáticas.
Este profundo cambio, esta unificación (por vez primera cabe hablar de universo) tiene una clara
raigambre cristiana. El mundo, creado por Dios, no admite distinciones ni escalas; todo en él es
valioso. El universo es un mecanismo, transparente a la matemática y «fundado por el mejor y más
regular Artífice».
Consecuencia de esta cristianización platonizante es la devolución del centro del sistema al Sol, imagen
misma de Dios:
«Pero en medio de todo está el Sol. Porque, ¿quién podría colocar, en este templo hermosísimo, esta
lámpara en otro o mejor lugar que ese, desde el cual puede, al mismo tiempo, iluminar el conjunto?
Algunos, y no sin razón, le llaman la luz del mundo; otros, el alma o gobernante. Trismegisto le llama
el Dios visible, y Sófocles, en su Electra, el que todo lo ve. Así, en realidad, el Sol, sentado en trono
real, dirige la ronda de la familia de los astros».
Las ventajas del copernicanismo eran, en principio, de orden técnico:
1) Permitía el paso directo de las observaciones a los parámetros teóricos.
2) Establecía un criterio para calcular las posiciones y las distancias relativas de los planetas.
3) Sugería la solución correcta para el problema de la medición de la latitud.
El sistema de Copérnico mostraba todavía dos puntos oscuros, inadmisibles para un platónico
consecuente: la imprecisión de la órbita marciana y la (leve) excentricidad del Sol.
En 1572 y 1577 aparecieron dos nuevas «estrellas» (en realidad, cometas) en el cielo. El
perfeccionamiento en los métodos de observación astronómica permitió determinar su posición: sin
duda, se encontraban más allá del orbe sublunar. El inmaculado y divino cielo aristotélico se cuarteaba,
y hasta el carácter concluso de la Creación (terminada en el séptimo día) se ponía en entredicho frente a
algo que era un hecho, no una teoría más o menos estetizante como la de Copérnico.
El último cuarto del siglo XVI se nos muestra, por ello, como una frenética ebullición de ideas, en
donde los continuos descubrimientos de la fragilidad del sistema aristotélico-ptolemaico se unen a las
continuas hipótesis para intentar modificar la gran estructura, sin derruirla por completo. Se pedía en la
época, pues, un rigor y una precisión mayores en los datos astronómicos y una nueva teoría que, sobre
la base de la copernicana, lograra conjugar armónicamente los nuevos descubrimientos y las exigencias
de la razón matematizante, de raigambre platónica. El hombre que logró llevar a cabo tal empresa fue
Johannes Kepler.
1.2.2 Kepler: la caída del movimiento circular y la ley de armonía
Un universo perfecto
Kepler (1575-1630) no solo era un minucioso observador, era también un gran matemático y, sobre
todo, un fervoroso místico, que creía en la magia de los números y en la armonía musical de las esferas.
Así, la pasión obsesiva por la exactitud matemática se veía en él reforzada por su creencia en un
universo perfecto, creado y regido por un Dios matemático.
La destrucción de las esferas cristalinas urgía una explicación de por qué los planetas y las estrellas no
se dispersaban en los espacios infinitos, «algo» debía mantenerlos en sus órbitas. Ahora, traspasando el
magnetismo terrestre al Sol, ¿no sería esa fuerza la que explicaría el sistema? Kepler se estaba
acercando, así, a la teoría newtoniana. Sin embargo, su misma obsesión por la precisión matemática le
impidió llegar a ese resultado, al observar ligeras variaciones en la órbita lunar. «Abandono –diría en
una famosa carta– las oscuridades de la física para refugiarme en las claridades de la matemática».
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Pero Kepler era un realista; no se conformaba con fingir hipótesis, sino que deseaba confirmar
empíricamente su geométrico sistema. Por ello, se dirigió a Praga, a fin de trabajar con Tycho Brahe.
Los datos que allí pudo manejar le hicieron desechar su teoría, pero le abrieron el camino hacia su gran
obra, la Astronomia Nova Aitiologetos seu Physica Coelestis (Nueva astronomía en que se da razón de
las causas, o física celeste), de 1609.
Las leyes del movimiento de los planetas
En la Astronomia Nova es donde aparecen las dos primeras leyes del movimiento celeste:
1) Los planetas se mueven en elipses, con el Sol en uno de sus focos.
2) Cada planeta se mueve de forma areolarmente uniforme; es decir, la línea que une su centro con el
Sol barre áreas iguales en tiempos iguales.
La primera ley supone una revolución en la historia del pensamiento occidental: la caída de la
circularidad como movimiento natural perfecto (concepción de la que ni Copérnico ni Galileo
lograron zafarse). Confluyen en el descubrimiento de esta ley las dos grandes directrices del
pensamiento kepleriano: su respeto ante los datos extraídos por la observación y su filosofía
platonizante.
3)La tercera ley dice así: «Los cuadrados de los períodos de revolución de dos planetas cualesquiera
son proporcionales a los cubos de sus distancias medias al Sol».
La primera ley señalaba la relación entre cada planeta y el Sol; la segunda, el movimiento angular de su
órbita; pero es la tercera la que consigue enlazar en un sistema todos los planetas. Solo a partir de
Kepler puede hablarse de un sistema solar. La tercera ley es denominada, con justicia, la ley de
armonía del movimiento planetario. Así quedaba explícitamente abierta la imagen del mundo de la
Modernidad: un maravilloso mecanismo de relojería, regido por leyes inmutables y extrínsecas a
los cuerpos (caída del concepto griego de physis).
La fuerza magnética de atracción era, efectivamente, la causa física que Kepler necesitaba para
conciliar realidad e idealidad, física y cálculo. Pero sabemos que no pudo llegar a describirla
matemáticamente. Para ello, habría necesitado la ley de inercia, implícitamente establecida por Galileo.
Kepler fue incapaz de dar ese gigantesco paso: la matematización total del universo.
1.2.3 Galileo: la matematización del universo
Galileo llevó a las más extremas consecuencias el programa pitagórico: el mundo terrestre no copia al
celeste por medio de las matemáticas, sino que solo hay un mundo y una clave para descifrar sus
enigmas:
«La Filosofía está escrita en ese vasto libro que está siempre abierto ante nuestros ojos: me refiero al universo; pero no puede ser
leído hasta que hayamos aprendido el lenguaje y nos hayamos familiarizado con las letras en que está escrito. Está escrito en
lenguaje matemático, y las letras son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es humanamente imposible
entender una sola palabra» (Galileo: Il saggiatore, 1623).
Quizá no haya en la historia de la ciencia moderna otro texto tan decisivo como este. La lectura del
mundo con ojos matemáticos tenía necesariamente que chocar de frente con los dos grandes poderes de
su tiempo: la ciencia aristotélica y la Iglesia. Procede, pues, recordar primero, brevemente, las
posiciones de ambos poderes.
Hacia la nueva ciencia
El tema del movimiento es antiguo: la Física de Aristóteles trata del «ente móvil», pero dando primacía
a la entidad. El movimiento es visto siempre como la corrección de una deficiencia, como un «tender
hacia» (potencia) la perfección (acto). Por el contrario, a Galileo le interesan las propiedades del
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movimiento en cuanto tal, no las causas de que algo, el móvil, esté en movimiento ni las razones por
las que deje de estarlo. A Galileo no le interesa preguntarse por la esencia del móvil, del espacio o del
tiempo, sino por la proporción numérica entre estos últimos.
El movimiento uniforme
La primero que hace Galileo es dar una definición para cada tipo de movimiento, expresable
matemáticamente, para incluir luego un conjunto de axiomas. Así, el movimiento uniforme es aquel en
el cual las distancias recorridas por la partícula en movimiento durante cualesquiera intervalos iguales
de tiempo son iguales entre sí. La matematización de un movimiento tan sencillo como el uniforme
supone, en realidad, un profundo esfuerzo de abstracción e idealización matemáticas: se desechan
todas las cualidades no matematizables (Galileo considera estas cualidades –secundarias– puramente
subjetivas, en la mejor línea atomista).
El método resolutivo-compositivo
El método de Galileo se levanta, por una parte, contra el nominalismo vigente en su época y, por otra,
contra la mera recogida de datos a partir de la experiencia, para conseguir una generalización inductiva.
La experiencia es una observación ingenua: pretende ser fiel a lo que aparece, a lo que se ve y toca.
Pero introduce subrepticiamente creencias y modos de pensar acríticamente asumidos, a través de la
tradición y la educación. El experimento, por el contrario, es un proyecto matemático que elige las
características relevantes de un fenómeno (aquellas que son cuantificables) y desecha las demás. Y aún
más, el pitagorismo de Galileo lo lleva a considerar esas cualidades no cuantificables (cualidades
segundas) como irreales, meramente subjetivas. Realmente solo existe aquello que puede ser objeto de
medida (cualidades primeras).
Estamos, ahora, en disposición de seguir los pasos del método experimental, tal como los traza Galileo
en su carta a Pierre Carcavy (1637):
1) Resolución: a partir de la experiencia sensible, se resuelve o analiza lo dado, dejando solo las
propiedades esenciales.
2) Composición: construcción o síntesis de una «suposición» (hipótesis), enlazando las diversas
propiedades esenciales elegidas. De esta hipótesis se deducen después una serie de consecuencias,
precisamente las que puedan ser objeto de resolución experimental.
3) Resolución experimental: puesta a prueba de los efectos deducidos de la hipótesis.
El mundo nuevo surge por la confianza absoluta en la razón proyectiva. La razón impone sus leyes a
la experiencia, hasta el punto de que esta última se convierte en un mero índice de la potencia del
intelecto. Es el inicio de la razón como factor de dominio del mundo.
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