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Entrevista con Pilar Catalán, autor de Viaje al país de tu corazón
El dolor
“De pronto sentí una necesidad extraña de hablar en voz alta. De relatar la vida y la
muerte…”
El Premio Nobel Elie Wiesel, superviviente de Auchswitz, profundizó en las cosas del
alma humana, tan compleja como simple en su trilogía sobre el Holocausto (La noche;
El alba; El día). Para cauterizar su experiencia traumática, de la que no pudo salir
indemne, escribió y escribió y sustrajo de sí el mal, el quiste de la violencia nazi. Se
limpió el alma. Se vació por dentro. Se taponó la herida que en su mente supuraba.
Volvió a empezar. Renació.
La enfermera Pilar Catalán (Barcelona, 1970) podría haber aliviado, de alguna manera,
a Elie Wiesel. (“Hablé horas enteras. Él me escuchaba, con los abrazos apoyados
pesadamente en la borda, sin interrumpirme, sin moverse, sin apartar la mirada fija de
una sombra que seguía a la nave…”). No porque ella tenga el don de la ubicuidad ni
porque sea una divina, gentil y justa entre las naciones, ni porque posea esa extraña
cualidad que hace que escuches sin pedir nada a cambio. Pilar podría haber mitigado el
dolor porque sabe acercarse a las personas sin hacer ruido, y hacer de ellas seres únicos,
vikingos, narvales. Como homenaje a su padre, a quien atendió en sus últimos
momentos, ha compuesto Viaje al país de tu corazón (Ediciones Carena, 2016). Como
una sinfonía.
“Se trata de una historia que ya tenía en la cabeza, y que se iba tejiendo poco a poco.
Me gusta perfilar los personajes, sin cerrar del todo sus rasgos…”, explica esta mujer
otoñal, cortés y cautelosa, que mide las palabras para que ni sobren ni falten en aquello
que quiere decir (“escribí lo que siempre he querido escribir”).
La historia de Viaje al país de tu corazón transcurre en Argentina, y en ella no faltan
infusiones de mate, noches frías y larguísimas caminatas.
A pesar de que la novela arranca de un suceso si no trágico, difícil o infortunado, Pilar
le da la vuelta, y actúa como una auxiliar con nociones de psicología clínica. Desnuda a
las víctimas. Hace que corran para que se desgasten. Las vuelve a vestir sin los trapos
que llevaban puestos cuando cayeron en desgracia. Las realza. Las estruja. Las
reconforta. El dolor transige, y la pena, que es también pérdida, se recompone, y se
vuelve “serenidad estoica”, como decía el activista Antonio Gramsci en sus Cartas
desde la cárcel. Se vuelve vida.
“No me gustan las muertes, ni los finales tristes. A veces veo claro hacia dónde van los
personajes, y entonces sé lo que se proponen…”, infiere, con un toque de menta en sus
labios, como la mejor Audrey Hepburn y las más legendaria, que no era la que actuaba
(Sabrina) sino la que ejercía de embajadora de Unicef.
De hecho, sus dos últimas novelas, inéditas, son verdaderas expiaciones, truecan el
dolor y lo convierten en oportunidad para conocerse. Pilar no se recrea en los paños de
lágrimas, tan fáciles de digerir y tan útiles para las telecomedias.
“Tengo terminada Renato y la diva, sobre un violinista que pierde a su esposa y que
encuentra a otra persona que le hace sentir de nuevo algo especial… Ambos, en su
soledad…” Lo deja en puntos suspensivos, por aquella de al buen callar lo llaman
Sancho. La economía también se aplica en el plano emocional. “El otro libro que estoy
escribiendo es una intriga, relaciones de amistad… Se titulará Orígenes.”
Para sus narraciones, Pilar Catalán observa detenidamente la realidad, el espacio que le
envuelve: “Recuerdo que siempre que iba en el metro veía a una chica de grandes ojos
azules, con una marcada línea de khol en los ojos, que hablaba a todo el mundo, con un
carácter muy abierto”. La ve y la fabula. Y la amasa. En el fondo, así es como Isabel
Allende, a quien admira, apuró sus Cuentos de Eva Luna (“buscaba ese dolor una y otra
vez”).
Las enfermeras no solo ponen apósitos y gasas y pinzas.
También sanan con la palabra, la más dulce medicina.
Jesús Martínez