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Historia de las ideas científicas. De Tales de Mileto a la máquina de Dios. Textos: Leonardo Moledo. Dibujos: Milo Lockett Págmali8
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6. El asalto al cielo
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Las constelaciones del zodíaco que se usaron para la superstición de la astrología.
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No es tan simple
Los primeros intentos
La astronomía heredada
El mandato de Platón
Las esferas de Eudoxo
Una novedad interesante
Una idea todavía más audaz
Un viejo amigo aporta una idea innovadora
Tolomeo resuelve el problema y marca el fin de la ciencia griega
El asalto al cielo: la astronomía
griega hasta Tolomeo
Sobre los instrumentos de muerte asoma,
decidido, el Sol.
Te había oprimido la alta noche vacía
y hueca
frente al televisor que en un cuarto
cerrado
te hizo compañía hora tras hora. y el cielo
no te dio consuelo no te dio consuelo
porque es negro y vacío como la muerte.
tanteaste en la oscuridad recorriste la ciudad
sólo alumbrada por la luz del supermercado
y el brillo del shopping que titila reventando
de compacts y remeras en el campo sin luz
en el desierto desprovisto de esperanza.
Miraste a las estrellas con pavor. ¿qué te
queda de la felicidad de los
mundos
que brillan en lo oscuro que se agitan en la
inmensidad donde no llega el oído ni alcanza
la mirada?
Y de pronto ves que algo cambia. Te parece
que la noche afloja, que cede a
regañadientes.
¿Sabés qué está pasando?
No, no sabés qué está pasando. ¿Algo
sombrío?
¿Es algo aún más sombrío que te espera?
Y no; yo te diré lo que ocurre.
En este rincón perdido entre los mundos, en este
oculto rincón ¿quién conoce su verdadero
nombre en la lista de los mundos?
cabalga con ella penosamente el cielo? ¿Qué
más da un dios u otro?
De repente
en este lugar apartado de todo
donde sólo el shopping te indica que estás
vivo
ves que se asoma una luz no imaginada.
Qué te importa saber que un día morirá hasta
ser un astro sin brillo, opaco y frío perdido en
el espacio negro y frío.
¡Tu estrella sale por el Este!, tu estrella Tu
estrella,
la que entre cien mil millones de estrellas
es tuya, sólo tuya,
aparece
disputando cada palmo de sombra, torciendo
el brazo a la ominosa noche va ganando
terreno, va ganando terreno como un sonido, o
una alegría que se
expande.
¡Amanece!
La luz avanza tanteando.
Has sobrevivido a la noche, donde anida
la muerte
lista como la serpiente decidida a atacar.
Percibiste el silencio de las especies, al
acecho
buscando su oportunidad.
Y la pregunta primera: ¿llegaré a ver el
nuevo día?
Ahora ves. Tus ojos recuperan cada forma,
perciben siluetas grises y distinguen lo bueno de
lo malo lo benévolo en la selva sin fin.
La calle de tu infancia.
¿Qué te importa si un dios en una barca la
arrastra a regañadientes
83
o si otro dios la ha cargado en su carro y
¡Allí está!
¡Amanece!
y amanece
Todo está en su lugar y esa esfera de
miserable gas, tu estrella, nace.
La pared sobre la que escribieron los
profetas
se está resquebrajando
Sobre los instrumentos de muerte
asoma resplandeciente el Sol.
Simplemente amanece.
Leonardo Moledo
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“Las primeras culturas identificaron a
los astros con dioses y les atribuyeron
la capacidad de influir sobre la vida de
los hombres. Y pensaron leer en los
astros el futuro, en esa pseudociencia
y superstición que se llamó
astrología”
Dos cosas me llenan de asombro y admiración:
la conciencia moral dentro de míy el cielo estrellado
por encima de mí.
Immanuel Kant, Crítica de la
razón práctica
-e-
Recibí
las quejas de algunos lectores y
amigos médicos por ciertas afirmaciones del
fascículo anterior, especialmente aquella de
que no hubo medicina científica hasta el
siglo XIX. En fin: ya veremos cómo sigue
esto a lo largo de los siglos y los fascículos.
Pero ahora vamos a la astronomía.
Si uno lo piensa, la observación del cielo
tiene que ser tan antigua como la cultura
misma. En primer lugar, porque el cielo está
ahí, y porque presenta ciclos que, si bien
pueden resultar fascinantes, también pueden
resultar atemo- rizadores; hasta el punto de
que hay celebraciones actuales que, aunque
estén revestidas de componentes modernos
y meramente religiosos, tienen su origen en
la observación cosmológica. Tal es el caso de
la Navidad, una fiesta antiquísima, anterior al
cristianismo, desde ya, pero también a la
civilización romana. Es la fiesta del solsticio
de verano de las antiguas culturas del
Hemisferio Norte, el momento en que el
Sol, después de alcanzar su punto más bajo
sobre el horizonte, detiene su peligroso
descenso (en vez de hundirse para siempre
en el horizonte) y empieza a elevar su altura.
Era como para festejarlo. Esas fiestas,
probablemente neolíticas, derivaron en
celebraciones institucionales romanas. Las
Saturnalias, por ejemplo, se festejaban en esos
días, y cuando el Cristianismo debió fijar su
celebración central, la superpuso a fiestas ya
conocidas y aceptadas. Así, la Navidad es, en
última y antigua instancia, una fiesta
astronómica ..............
Las primeras culturas identificaron a los
astros con dioses y les atribuyeron la
capacidad de influir sobre la vida de los
hombres. Y pensaron leer en los astros el
futuro de los pueblos y sus gentes, en esa
pseudociencia y superstición que se llamó
astrología. No es raro: el cielo aparentemente
muestra una regularidad y una permanencia
que está muy lejos de las mudanzas humanas.
Lo que cualquiera de nosotros ve en una
noche estrellada es prácticamente lo mismo
que vieron nuestros antepasados: los que
anudaron los quipus y los que habitaron
Tenochtitlan, los que cruzaron el océano, los
que oyeron por primera vez recitar la Ilía- da,
los que construyeron las pirámides, los
primeros hombres que hace cien mil años
abandonaron el Africa y empezaron a
esparcirse por el mundo. Es una sensación
grandiosa que perfectamente describió Kant,
una intuición de eternidad, en fin, que desafía
lo efímero de la vida cotidiana, y aun la vida y
la muerte.
No es tan simple
Sin embargo, la verdad es que el cielo está
muy lejos de la quietud: el Sol sale y se pone,
la Luna cambia de forma y las estrellas lo
cruzan de Este a Oeste cada noche. Y
además, el Sol no tiene siempre la misma
altura durante las distintas épocas del año (ya
les conté el caso de la Navidad), del mismo
modo que hay estrellas que dejan de verse
durante meses, así como hay otras que se ven
siempre. Y después de 365 días, las cosas
están como al principio y todo vuelve a
empezar una y otra vez, con una regularidad
hipnótica que las culturas de la Antigüedad
registraron muy bien: astrónomos hindúes,
babilonios y egipcios elaboraron minuciosas
tablas con estos datos, y los usaron para establecer calendarios muy precisos.
Son movimientos que, en realidad (y en
principio), se podrían explicar de una manera
muy sencilla: basta con imaginar al cielo
como una enorme esfera que rodea a la
Tierra y que da una vuelta diurna y otra,
independiente, anual. Quiero decirles que
aquí estoy siguiendo a Asimov, que presenta
las cosas así en un libro que no puedo ubicar.
Pero con eso no alcanza. Y no alcanza
porque, por empezar, es evidente que no
todos los astros se mueven en bloque. El Sol
y la Luna a veces coinciden, otras se separan
y a veces se alinean con la Tierra y provocan
eclipses. Es obvio que tanto uno como la
otra se mueven por su cuenta y cambian de
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El movimiento retrógrado fue
uno de los enigmas inexplicabes
para la teoría griega de las
esferas. ¿Cómo se explicaba,
por ejemplo, que Marte
avanzara durante un cierto
lapso y luego pareciera
detenerse y retroceder?
dirección del
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lo largo del año, respecto de las estrellas. Entonces no alcanza con imaginar
una esfera que engloba a todo el cielo:
hacen falta por lo menos tres, una para
las estrellas, otra para el Sol y una tercera para la Luna.
Pero resulta que tres esferas tampoco
son suficientes, porque hay algunos
puntos brillantes que tampoco se mueven
solidariamente con las estrellas, el Sol o la
Luna, sino que lo hacen, al parecer, por
su cuenta. A medida que avanza el año
cambian de posición sobre el fondo
estrellado, de modo tal que en un mes
están cerca de una determinada
constelación y, un poco después, cerca de
otra, vagabundeando, sin respetar el
movimiento uniforme y previsible de ese
gran telón que cumple su impresionante
ciclo anual alrededor de nosotros.
Los observadores griegos los llamaron “astros errantes” o “vagabundos” y,
aceptando el orden y la tradición de la
astronomía babilónica, los identificaron
con dioses: Mercurio, Venus, Marte,
Júpiter y Saturno. Obviamente, cada
uno de estos planetas necesita una
esfera más si se quieren explicar los
movimientos del cielo, y el sistema tiene
así ya ocho esferas (estrellas, Sol, Luna y
5 planetas) que se mueven independientemente unas de otras alrededor de la Tierra.
No parece grave: la verdad es que
imaginarse ocho esferas para explicar algo tan extraordinario como el funcionamiento del cielo no es cosa del otro
mundo, pero resulta que con esas ocho
esferas tampoco alcanza.
Y no alcanza porque ocurre que los
planetas se mueven de una manera extraña. A lo largo del año, Marte, por
ejemplo, avanza durante un tiempo en el
cielo, luego se detiene y empieza a retroceder, también durante un cierto
lapso, hasta que retoma su movimiento
hacia adelante, en un desconcertante
zigzag...
¿Cómo se explica ese movimiento retrógrado, que del mismo modo que
Marte, afecta a todos los planetas?
Y además, los planetas cambian de
brillo, como si se acercaran y se alejaran,
cosa que no puede ser posible, ya que los
puntos de una esfera están siempre a la
misma distancia de su centro.
Y encima eso no es todo: en su revolución anual (estoy tomando el punto de
una Tierra inmóvil y ubicada en el
centro), el Sol no se mueve siempre con
la misma velocidad. Y hay otros planetas
que hacen cosas raras: Mercurio y Venus
están siempre casi pegados al Sol, al
amanecer o al ocaso, cosa que no ocurre
con los otros planetas.
En realidad, ese cielo que conocían los
griegos era bastante complicado...
Pero lo increíble es que la astronomía
griega logró dar cuenta de todos estos fenómenos, resolvió ese galimatías y fue
más allá, pero mucho, mucho más allá de
lo que habían logrado sus precursores,
85
é
los egipcios y, sobre todo, los babilonios.
Les llevó unos cinco siglos, pero lo
hicieron. Fue una aventura intelectual de
las grandes, que no deja de maravillarnos.
La vamos a seguir paso a paso.
La astronomía heredada
Antes de iniciar la aventura griega,
veamos un poco qué es lo que heredaron
de la Mesopotamia, que les llevaba más
de mil años de ventaja en las indagaciones celestes.
Como ya les dije, aunque no está de
más recordarlo, los babilonios iniciaron
sus estudios aritméticos, como casi todos
los pueblos, por razones de control y de
inventario; sus estudios astronómicos,
por razones de calendario y de adivinación astrológica. Como trasfondo
estaba la cosmología mitológica: la tierra
es plana y está rodeada por un océano
circular; sobre ella se extiende el cielo
abovedado que se apoya en una estructura montañosa con puertas por
donde entran y salen, a través de un túnel
que recorren durante la noche dioses y
astros; bajo la tierra están los infiernos
donde “viven” (sic) los muertos y (no
sic) los demonios.
Por su parte, todo el conjunto está
rodeado por las aguas superiores, separadas de nosotros por el firmamento
(como en el Génesis I, versículos 1.6 y
1.7 —“Y dijo Dios: Haya expansión en
medio de las aguas, y separe las aguas
de las aguas. E hizo Dios la expansión,
-Q~
La eclíptica es el
supuesto camino anual
que recorría el Sol
alrededor de la Tierra.
Los babilonios
reconocieron que estaba
inclinada con respecto al
eje de nuestro planeta.
“L
gri
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ur
qi
y separó las aguas que estaban debajo de
la expansión, de las aguas que estaban
sobre la expansión”—, lo que muestra,
dicho sea de paso, la íntima ligazón de
la mitología judía con la babilónica).
Para los sumerios (estoy usando indistintamente el nombre de los pueblos
que habitaron la Mesopotomia), los astros eran dioses y su estudio podía servir para adivinar sus caprichos, sus acciones buenas y malas, e incluso sus
ataques de pánico, sus síndromes de estrés postraumático, o cualquier otra enfermedad, existente o no. Desde el
cuarto milenio dieron nombres a las estrellas y agrupaciones de estrellas más
notables, es decir, inventaron las constelaciones.
Con respecto a las constelaciones,
una aclaración: como todos estos pueblos imaginaban a las estrellas pinchadas
en la bóveda celeste (o en el último
cielo), las constelaciones, esas agrupaciones de estrellas que parecen representar una figura, o un animal, o a veces
una escena mitológica, tenían muchos
más visos de ser reales. Hoy, aunque
seguimos usando las constelaciones
heredadas de los griegos, sabemos que
esas estrellas no están de ninguna manera agrupadas, sino que pueden estar a
distancias muy grandes en el espacio
profundo (por ejemplo, en Orión).
Volviendo a los babilonios, las estrellas León, Toro, Escorpión y Pegaso
marcaban, al salir inmediatamente antes
que el sol, los solsticios (21 de diciembre y 21 de junio, días del año en
que el sol alcanza el punto más alto y
más bajo en el mediodía, para después
empezar a bajar o subir) y los equinoccios, puntos en que la noche y el día
tienen la misma duración.
Los babilonios también reconocieron
los planetas (incluyendo la identidad de
Venus como lucero del alba y del atardecer) y, para el año 700 a. de C., co-
nocían ya la eclíptica, el supuesto camino anual que siguen la Luna, el Sol y los
planetas (aunque en realidad, como bien
sabemos hoy, es la Tierra la que se
mueve) y comprendieron que estaba inclinada respecto del eje de nuestro planeta, lo cual —dicho sea de paso— hace
que existan las estaciones.
También inventaron el Zodíaco, una
banda de 12 signos de 30 grados cada
uno, asociados a constelaciones, que hizo posible la expresión numérica de los
datos en grados de longitud.
Los métodos de predicción se hacían
a partir de largas tablas de observaciones
en las cuales se encontraban ciclos regulares; estas tablas eran lo suficientemente precisas como para predecir los eclipses de Luna con bastante exactitud y los
de Sol de manera aproximada. Lograron
también calcular y predecir las misteriosas retrogradaciones de los planetas.
Sin embargo, en ningún caso elaboraron teorías físicas del cosmos (buscando mecanismos subyacentes. Es extraño
pensar que la predicción de los movimientos celestes por medio de procedi-
86
mientos terrenales y no espirituales no
haya llevado a por lo menos algún intento de edificar una cosmología naturalista que lo explicara, aun superponiéndose a la explicación mitológica.
Bueno, y tras esta excursión babilónica, volvamos a Grecia.
Los primeros intentos
Los griegos encararon el estudio de la
astronomía y en sólo unos pocos siglos
la llevaron a un estado de perfección tal
que pudo funcionar durante mil cuatrocientos años.
Su astronomía matemática (y es importante notar cómo los griegos llevaron las ciencias de base matemática a su
máxima expresión —no así las ciencias
empíricas—) es el logro más impresionante de la ciencia griega: la joya de la
corona, un sistema completo sobre el
mundo, que de todos modos costó, como decía Churchill, logos, doxa y episteme. O mejor, razonamiento, observación
y teoría, una tríada que resultaba útil
para responder a una de las preguntas
centrales del pensamiento griego: ¿cómo
puedo obtener un conocimiento
verdadero?
Volvamos por un momento al siglo
VI: los milesios dan los primeros pasos
en la comprensión racional del mundo,
pero no consiguen una cosmología estable. Tales, con su teoría de la Tierra
como un DVD flotando en el océano
universal, sostenía que la bóveda celes-
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griegos es el logro más impresionante
de la ciencia griega: la joya de la
corona, un sistema completo sobre el
mundo que costó logos, doxa y episteme”
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te, por la noche, pasaba por debajo de la
Tierra, una idea de clara inspiración
egipcia (el barco del sol atravesando el
mundo subterráneo). Lo poco que conservamos de él no nos permite entender
cómo era ese pasaje “por abajo”, dado
que es de suponer que ese abajo estaba
lleno de agua, y la esfera celeste se mojaría, y cada día amanecería chorreando,
a menos que se inventara un mecanismo
ad hoc de secado rápido. Pero bueno, no
tenemos escritos de Tales que aclaren
tales cosas.
Lo malo con los presocráticos es que
se ha perdido tanto material que uno no
puede saber si es que alguien se
despreocupó de tal o tal cosa, o
simplemente sí se preocupó, pero no se
conservó lo que dijo. De todas maneras,
Tales hizo bastante. Naturalmente (ya
hablamos de eso) había tenido contacto
con la astronomía babilónica (tanto o
más fuerte que la egipcia) y sus
interminables y precisas tablas y ciclos,
que permitían predecir los fenómenos
celestes. Habíamos dicho ya que, casi
seguro, usó esas tablas para predecir el
eclipse con el que fechamos el inicio de
la ciencia.
Los que sí expusieron una teoría cosmológica (fíjense que digo cosmología y
no astronomía, porque eso no era aún
astronomía; astronomía, aunque puramente observacional y sin cosmología,
era la de los babilónicos) fueron sus discípulos Anaximandro y Anaxímenes.
Anaximandro, de acuerdo a lo que
nos dicen los pocos fragmentos de que
disponemos, creía que la tierra era similar a una columna de piedra: un cilindro
más ancho que alto con dos antípodas
planas (arriba y abajo) y sobre la superior
se movían los hombres.
Describió los cuerpos celestes como
anillos de fuego; esos anillos son invisibles, ya que están rodeados de niebla,
una niebla que posee aberturas a través
de las cuales aparecen: lo que vemos como una estrella no es más que un pinchazo en la bóveda celeste que nos permite percibir la luz de atrás, de modo tal
que los eclipses no son otra cosa que la
obstrucción de las aberturas.
El círculo por el cual se mueve el Sol,
el más alejado de todos, es 27 veces el de
la Tierra; el de la Luna, inmediatamente
por debajo del Sol, de 18 veces y el de
las estrellas, de 9 veces. Noten que,
curiosamente, el círculo más cercano es
el de las estrellas. Nada se dice de los
planetas. Si hacemos las cuentas de las
distancias, tomando el valor que ahora
conocemos del diámetro de la Tierra (12
mil kilómetros), resulta que las estrellas
estaban a 120 mil kilómetros; la Luna a
206 mil y el Sol a 324 mil. O sea que las
estrellas de Anaxi- mandro estaban más
o menos a un tercio de la distancia real
de la Luna (380 mil kilómetros), la Luna
a dos tercios de su distancia real, y el Sol
distaba un poco menos que la Luna.
Vale decir que, para el caso del Sol, la
distancia de Anaximandro es un 0,00002
de la real.
Se trata, sin duda, aunque algunos lo
87
celebran como el primer sistema mecánico, de un sistema fantasioso, que juega con el número 3 —9, 18, 27— sin razón aparente.
Anaxímenes también diseñó su propio sistema cosmológico, aunque menos
complejo, al criticar la teoría de Tales
sobre la Tierra flotando en el agua (en
efecto, ¿quién sostiene el agua?, ¿y qué
sostiene a lo que sostiene el agua?). Sostuvo, por su parte (como ya lo hemos
dicho en algún momento), que “la Tierra está suspendida libremente, permaneciendo en su lugar en razón de su
igual distancia a todas las partes”, colocándola en el lugar que iba a ocupar por
muchísimos siglos. Lo interesante de todo esto es que la centralidad de la Tierra
se deduce de un razonamiento puro, no
de una observación empírica, como lo
harán los astrónomos posteriores.
De todos modos, las cosmologías milésicas adolecen de todas las carencias
de su visión del mundo, que tienen que
ver con el hecho de hacer
“deducciones” a partir de observaciones
superficiales.
¿De dónde sacó Anaximandro que la
Tierra es un cilindro? ¿Y los anillos de
fuego? Eran construcciones naturalistas
pero todavía no constituían una cosmología completamente científica.
La cosmología pitagórica
La próxima estación en el viaje en el
tren de conseguir una explicación para
los cielos es en Samos, entre los pitagó-
ricos, que, como ya vimos, habían cons-
El sistema de Filolao:
todo gira alrededor de
un fuego central
incluyendo una
antitierra
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de
la
pe
m;
de
truido un sistema basado en los números, y probablemente hayan sido los primeros que hayan postulado una estructura matemática “subyacente”, aunque
muchas de sus lucubraciones eran pura
charlatanería numerológica (al estilo de
las que defienden los “numerólogos” de
hoy en día, que casi seguramente no leerán estos fascículos.) Ese sistema les permitió no sólo alcanzar grandes logros sino llegar a desastres matemáticos, como
el descubrimiento de que la raíz cuadrada de dos es irracional.
Pero bueno: los pitagóricos pensaban
que todo el cielo era una escala musical y
un número; de acuerdo con astrónomos
anteriores, imaginaron a los cuerpos
celestes ubicados en esferas concéntricas
cuyos movimientos originan sonidos
acordes aunque inaudibles (no los oímos
porque estamos acostumbrados a
hacerlo desde que nacemos), una idea
que llegará hasta el mismísimo Kepler.
Este Kepler, y perdón por el adelanto,
fue, además de uno de los grandes ordenadores del cosmos, un místico con
una gigantesca imaginación, que postuló
un inverosímil, aunque atractivo, sistema
cosmológico en el que, entre otras cosas,
rescató la idea de la música de las esferas
al mismo tiempo que reordena- ba el
sistema solar.
Al final de su vida, en el tratado Harmonices Mundi, el descubridor de las tres
leyes de movimiento planetario asegura
que entre las diferentes velocidades
angulares de los astros existen las mismas proporciones que entre las notas
musicales, de modo tal que el movimiento planetario se estructura de ma-
nera semejante a la polifonía renacentista, nada más y nada menos.
Bueno, pero estábamos hablando de
los pitagóricos. Y resulta que hay entre
ellos una versión primitiva que parece
mostrar a la Tierra como el centro del
universo, y conteniendo un núcleo caliente o fuego central, pero que o bien
fue dejada de lado o evolucionó hacia
otra cosmogonía, que es la que en general se asocia con ellos, atribuida a Filolao de Trotonas, un pitagórico de fines del siglo V.
Para Filolao, a quien Copérnico cita, el
centro está ocupado por una masa invisible de fuego en torno de la cual giran
los cuerpos celestes conocidos: la Tierra
y los otros 7 cuerpos celestes (el Sol, la
Luna, Júpiter, Saturno, Mercurio, Venus
y Marte). El problema es que, si se acepta esto, el sistema queda formado por
solamente 9 cuerpos (los siete mencionados, más la Tierra y el fuego central), un
número no demasiado elegante que digamos. Sobre todo, si tenemos en cuenta
que podemos agregarle un simple cuerpo
más y llegar al 10, un número redondo,
contundente, firme.
Y esto es lo que hizo Filolao: supuso
que existía una cosa llamada “antitierra”, interior y opuesta a la Tierra, que
gira también, y como todo, alrededor
del fuego central.
El sistema de Filolao tenía mucho de
arbitrario, y no podía decirse que estuviera basado estrictamente en el logos. Aristóteles no tenía una opinión muy elevada
de esta teoría, como podemos ver:
Con respecto a la posición de la Tierra
existen algunas divergencias de opinión. La
mayoría de los que sostienen que todo el
universo es finito afirman que está situada en el
centro, pero esto ha sido contradicho por la
escuela de los pitagóricos, quienes afirman que
el centro está ocupado por el fuego y que la
Tierra origina el día y la noche a medida que se
mueve alrededor del centro. Además, idearon
otra Tierra situada en posición opuesta a la
nuestra, a la que designan con el nombre de
antitierra, sin buscar argumentos y explicaciones acordes con las apariencias, sino
intentando, mediante la violencia, hacer
coincidir ésta con sus propias argumentaciones y
opiniones
Y también:
Todas las propiedades de los números y
escalas que ellos pudieron exhibir en concordancia con los atributos y partes y con el
orden general del cielo, las reunieron e hicieron
coincidir con su sistema, y si algo fallaba en
algún aspecto prontamente hacían agregados
para hacer consistente el conjunto de su teoría.
Por ejemplo, como el diez parece ser el número
perfecto que comprende toda la naturaleza de
los números, afirmaron que los cuerpos que se
mueven en los cielos son diez, pero como
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de Filolao como el primero en descentrar
la Tierra y asignarle un movimiento,
pero este descentramiento corresponde
más a razones místicas que a
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los visibles son solamente nueve (es decir, la
esfera de las estrellas fijas, considerada como
uno más, más los cinco planetas y el Sol, la
Luna y la Tierra), para satisfacer esa
condición inventaron un décimo, la antitierra.
Una crítica perfecta, increíblemente
moderna (ya no hecha desde una cosmología cochambrosa y primitiva, sino
por quien poseía una astronomía avanzada, compleja y aceptablemente precisa), en la que se señala de manera clara y
precisa lo que significa un agregado ad
hoc, es decir, un argumento que se
agrega arbitrariamente a una teoría para
que encaje con la realidad.
Pero no sólo la antitierra era una
mera treta mística para que hubiera 10
astros (para lo cual, y con justicia,
Aristóteles no veía ninguna razón
aceptable), sino que además la teoría
adolecía de una seria y fatal dificultad en
relación con los eclipses: los eclipses
totales de Luna visibles desde un lugar
dado son mucho más numerosos que
los de Sol; los pitagóricos trataron de
explicar esto al sugerir que no sólo la
Tierra sino también la antitierra se
interponen entre la Luna y su fuente de
luz, pero esto resultó una teoría
puramente cualitativa, vaga, y sin
sustento matemático, en épocas en que
ya se podía exigir otra cosa.
Es muy común que se resalte el sistema
de Filolao como el primero en descentrar
la Tierra y asignarle un movimiento (ya
les conté que el propio
Copérnico lo hace notar), pero este
descentramiento correspondía más a
razones místicas y esotéricas que a razones o deducciones derivadas de la
observación: la misma introducción de
la antitierra responde más bien al fetichismo del número diez que a una necesidad de la teoría y, en ese sentido, la
crítica de Aristóteles es más que pertinente. Además de que el sistema no
explicaba las dificultades que les señalé.
Bueno, y después de todas estas
protocosmologías o precosmologías,
vamos a la primera cosmología en serio:
la platónica, desarrollada fundamentalmente por uno de los discípulos
de Platón, Eudoxo. Pero antes veamos
qué lugar le daba el propio Platón a la
astronomía en su sistema.
El mandato de Platón
La astronomía pitagórica no podía
dejar de influir en Platón, de cuyas raíces
pitagóricas ya hemos hablado. En su
diálogo La República, las observaciones
de Sócrates sobre la astronomía son
particularmente provocativas y muestran
lo que era la astronomía para Platón.
Glaucón le da las razones por las cuales
él cree que debe estudiarse astronomía:
Glaucón: [La astronomía es útil porque
proporciona] La habilidad para determinar las
estaciones, los meses y los años; es útil no sólo a
la agricultura y a la navegación, sino también al
arte militar.
89
A lo que Sócrates contesta, burlándose:
—Me divierte comprobar cómo pareces
temer que el vulgo crea que recomiendas
estudios inútiles.
Glaucón ensaya entonces otra línea
de justificación:
—En lugar de la trivial recomendación de
la astronomía por la cual me has censurado, la
alabaré ahora según tu estilo, pues pienso que
es evidente para todos que su estudio por lo
menos impulsa al alma a mirar a lo alto y la
aparta de las cosas de aquí a las cosas de allá.
La verdad es que no pude resistir la
tentación de intervenir (Oscar Wilde
decía que podía resistir cualquier cosa
menos la tentación):
—Creo, Sócrates, que para ti el verdadero
valor de la astronomía reside en su capacidad
para dirigir la atención del alma no hacia
algún objeto visible sino a objetos invisibles.
—En efecto —contesta Sócrates.
—Pero entonces —dije— tú quieres renunciar a explicar los movimientos visibles de
los astros, ya que, supongo, pertenecen para ti
al mundo del devenir.
—Es así como tú dices.
—Ydeberás conformarte con círculos y
El sistema de esferas de
Eudoxo: no traten de
descifrarlo; lo puse
simplemente para que
tuvieran una idea de lo
complicado que era. Y esto
que ven aquí era para un solo
planeta.
“
H
ro'
eje
plí
m
<
de
esferas, que, ostensiblemente, no sirven para
explicar los movimientos del cielo.
—Es como tú dices, volátil autor de estas
páginas, pero recuerda que el objetivo del
conocimiento consiste en ver aquello que sólo es
captablepor el intelecto, y que el primer paso
son las matemáticas, y es por eso que deben
usarse combinaciones de círculos y esferas para
salvar las apariencias de las trayectorias
erráticas. Sólo éstas servirán al verdadero
objeto de la astronomía. Pero noto algo extraño
en ti, no sé si en tus vestiduras —tu túnica
parece recién tejida— o tu floja pronunciación
—Sugiero que nos permitas seguir —interrumpe Glaucón—. Verdaderamente, pronuncias el griego como los bárbaros de
Anatolia...
Pero el volátil autor de estas páginas,
o sea yo mismo, querido lector, ya no
necesita permanecer en La República,
puesto que ha obtenido una clara exposición del valor que Platón daba a la
astronomía. Y del método, que no es
por cierto la observación, sino encontrar las verdades matemáticas que subyacen y que “salvan las apariencias”.
Platón exigía que todos los fenómenos
celestes se explicaran como combinaciones de círculos y esferas, que para él
constituían los síntomas de la perfección. Es lo que más adelante se conocería como “el mandato de Platón”. En
realidad, Platón (y ya lo dijimos) pensaba que las cosas de este mundo eran
sólo una proyección, apenas apariencias
de una “realidad” más verdadera,
subyacente y perfecta, que se resolvía
con las también perfectas formas de las
matemáticas. Eso era lo verdadero: describir los movimientos observables no
importaba tanto.
El “mandato de Platón” no funcionó
como una simple y amable sugerencia a
tener o no en cuenta: en los mil quinientos años que siguieron, nadie se
atrevió a desobedecer la orden imperativa
de alguien tan grande. Hasta que llegó
Kepler.
Pero, por lo pronto, era necesario lograr que el imperativo platónico se
condijera un poco con lo que se observaba en el cielo (salvara las apariencias).
Y bueno, el que se encargó del asunto
fue un astrónomo importante de la
Academia y alumno suyo, Eudo- xo,
quien construyó un sistema en el que
supuso que las esferas erráticas de los
planetas eran combinaciones de esferas
concéntricas y con un único centro en la
Tierra, esto es, esferas homo- céntricas.
Las esferas de Eudoxo
Eudoxo se imaginó que cada planeta
estaba fijo a cuatro esferas con centro
común en la Tierra, inclinadas entre ellas
y con movimientos diferentes. No los
voy a aburrir con los detalles (pongo el
dibujo para que se den una idea, nada
más). Basta con señalar que la esfera más
baja y la más alta daban cuenta del
movimiento diurno y anual, adosado a las
estrellas fijas, y las del medio hacían que
el pobre planeta describiera una curva
que Eudoxo llamó hipópede (perdonen
ustedes el nombre, pero fue idea de
Eudoxo llamarla así) y que explicaba
pasablemente, con un poco de
imaginación, las retrogra- daciones de los
planetas.
Piensen en el virtuosismo matemático
necesario para calcular el movimiento de
27 esferas más o menos independientes:
4 para cada uno de los cinco planetas, 3
para la Luna, 3 para el Sol y la de las
estrellas fijas. Lo piense uno como lo
piense, es una hazaña impresionante. Y
además respetaba el mandato del
maestro.
Ya lo dije, fue toda una hazaña construir un sistema matemático de este tipo,
un siglo y medio después de los milesios
y casi contemporáneamente con el
sistema puramente teórico, en el mal
sentido de la palabra, de Filolao. Pero el
pequeño problemita era que no
funcionaba; no resistía la prueba experimental, por decirlo así. Había sido
inventado para salvar las apariencias,
pero la verdad era que no las salvaba: por
ejemplo, todas las hipópedes son iguales,
pero las retrogradaciones no; mientras
que el sistema daba buenas
aproximaciones para Saturno y Júpiter,
fallaba para Marte y Venus y, finalmente,
fracasaba al explicar el diámetro
e
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Pero
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“Heráclides Póntico propuso la
rotación de la Tierra sobre su
propio eje, disminuyendo la
esferocracia platónico-aristotélica,
al ahorrarse el movimiento diurno
de las estrellas y de los demás
astros hacia el Oeste”
la escuenl,
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e-
aparente de la Luna y su variación.
Pero un rompecabezas no se abandona así porque sí, sin por lo menos
hacer un intento de ajustarlo: precisamente para ajustarlo y corregir esas
anomalías, Calipo, discípulo de Eudoxo, agregó a las 27 esferas de su maestro
siete más, que tampoco alcanzaron. El
esquema, por ingenioso que fuera, así
como estaba, sencillamente no
funcionaba.
Y entonces llegó Aristóteles, que
puso sus manos en el asunto y que, fiel
al giro que había tomado frente a la
metafísica de Platón, trató de darle
contenido mecánico a toda esta
parafernalia teórica, ya que lo que le
importaba no era sólo salvar las
apariencias
sino
explicar
su
funcionamiento físico, la transmisión
del movimiento entre una esfera y otra,
desde la más externa de todas hasta la
más baja.
Aristóteles pensó que las esferas de
un planeta, así como estaban, iban a tener fatalmente influencias sobre las esferas de todos los demás, y para corregir
ese efecto introdujo, entre planeta y
planeta, “esferas compensadoras” que
corregían el efecto, con lo cual llevó el
número de esferas nada menos que a
55. Ni voy a intentar hacer un dibujo
para no volverme loco (ni que ustedes
se vuelvan locos tratando de descifrarlo), pero imagínense el infierno de 55
esferas girando en el cielo.
No sabemos si para Eudoxo (fiel a
Platón) esas esferas eran reales o
simples recursos geométricos para
“salvar las apariencias”; lo importante es
que para Aristóteles sí eran reales y
explicaban la transmisión del impulso
del primer motor hasta la esfera de la
Luna.
Pero encima el sistema seguía fallando
miserablemente a la hora de explicar las
diferencias de brillo de los planetas que,
al ser regulares, eliminaban la posibilidad
de ser el resultado de simples cambios
atmosféricos y que, por lo tanto, no
podía sino implicar diferencias de
distancias a la Tierra (lo cual, obviamente, resultaba imposible si, como se
pensaba, estaban fijos a esferas con centro en la misma Tierra).
Lo cierto es que armó una esferocracia complicadísima, pero se dio cuenta
de que su dibujo era un tanto complicado, en cierto modo increíble, e insuficiente, y tomó algunos recaudos: aclaró
que se expresa como lego en astronomía
(para ser lego, no escatimó esferas, por
cierto), aunque admitió que
debemos en parte investigar nosotros mismos y
en parte aprender de otros investigadores, y si
aquellos que estudian este tema se forman una
opinión contraria a la que ahora hemos
establecido, debemos seguir a la más exacta.
(Metafísica).
Lo cual muestra de paso que Aristóteles distaba de ser dogmático: los que lo
siguieron dogmáticamente fueron en
realidad sus peores enemigos.
91
Una novedad interesante
Así pues, en el siglo IV, apenas 200
años después de Anaximandro y sus
desvaríos sobre los anillos de fuego y
casi simultáneamente con Filolao, la astronomía parecía en parte, sólo en parte
y con todas las salvedades que hicimos,
haber alcanzado un cierto control sobre
el problema de los cielos mediante las
esferas homocéntricas de Eudoxo y Calipo, respetando el mandato de Platón
de salvar las apariencias con círculos y
esferas ideales. Que se volvieron materiales al convertirse en las 55 de Aristóteles, que, además de tener realidad física, construían un mundo de engranajes
que desde el primer motor inmóvil
transmitían el eterno y perfecto movimiento circular hasta la esfera de la Luna (con la ayudita, agreguemos, de un
pequeño motorcito inmóvil adosado a
cada esfera).
¿Pero ustedes creen que por ventura
estaba resuelto el enigma?
Nada de eso, como ya vimos. Lo había dicho el propio Aristóteles: “era necesario seguir investigando”.
¿Qué es lo que hubieran hecho ustedes?
De todos modos, el sistema era impresionante, y el paso siguiente también
lo fue: en el siglo IV Heráclides Póntico propuso la rotación de la Tierra so-
Las
co
defini
son la
recon
La paralaje “a mano”, o
mejor dicho “a dedo”, y la
paralaje estelar
bre su propio eje, con lo cual disminuía la
esferocracia
platónico-aristotélica,
al
ahorrarse el movimiento diurno de las
estrellas hacia el Oeste y de la misma
componente diaria de los demás astros. Hay
quienes le atribuyen haber sugerido, además,
que Mercurio y Venus giraban alrededor del
Sol, pero no hay evidencias firmes de tal
cosa.
Era un giro un poco brusco, si quieren,
demasiado repentino, pero como verán no
tanto.
Una idea todavía más audaz
Desde Alejandría, Aristarco de Samos dio
un paso más audaz aún al proponer un
sistema puramente heliocéntrico: el Sol
estaba inmóvil en el centro de la es-
fera de las estrellas fijas, también inmóvil,
mientras la Tierra completaba una
revolución anual en un año, y alrededor de
su eje en un día.
El heliocentrismo de Aristarco daba
cuenta más o menos de los datos, pero el
movimiento de la Tierra resultaba
completamente inverosímil. No se entendía
cómo pájaros y nubes no se quedaban atrás
de nuestro planeta móvil.
Aristarco había calculado el volumen del
Sol como trescientas veces el de la Tierra y
argumentado que era natural y razonable que
se moviera un astro pequeño como la Tierra
y no uno inmenso como el Sol (cuyo tamaño
había subestimado cientos de veces).
Todavía faltaban muchos siglos para que
naciera Guiller-
mo de Ockham, navaja en mano.
Arquímedes, por su parte, aunque utilizó
el sistema de Aristarco en su Arenario, lo
rechazó por no observarse paralaje estelar....
Paralaje estelar: éste es un concepto bastante
importante que será usado otras veces, por
eso vamos a dedicarle un recuadro, tomado
de un diálogo no escrito nunca por Platón,
donde vuelven a discutir nuestros amigos
Glaucón y Sócrates.
Aristarco contestó al argumento sobre la
falta de paralaje, como lo haría Copérnico
dieciocho siglos más tarde, diciendo que se
debía a la gran distancia a la que se hallaban
las estrellas, aunque este argumento fue
desestimado por Arquímedes. Además, su
con-
La paralaje
Sócrates: ¿Acaso ves ese fondo de árboles situado a medio estadio de
aquí?
Glaucón: Lo veo, como tú dices, Sócrates.
Sócrates: Ahora, estira tu mano, y levanta tu dedo índice de tal forma
que quede paralelo a él.
Glaucón: Haré lo que tú dices, Sócrates.
Sócrates: Y ahora cierra tu ojo derecho.
Glaucón: Lo hago.
Sócrates: Ahora abre el ojo derecho y cierra el izquierdo.
¿ Qué ves?
Glaucón: ¡Que el dedo se ha movido!
Sócrates: Y, como comprenderás, no se movió. Lo que ha ocurrido es que
el rayo que sale de tu ojo derecho y alcanza al
árbol, lo hace en un ángulo distinto del que lo hace el que parte de tu ojo
izquierdo, y por eso parece que se movió respecto del fondo. (Nota del
traductor: aquí Sócrates usa, como es obvio, la teoría entonces
corriente de la visión, que postulaba que del ojo salían rayos que
apresaban los objetos.) Mira, haré un dibujo.
Glaucón: ¡Pero Sócrates, tú no dibujas!
Sócrates: No te preocupes, es un diálogo falso. Mira arriba, la imagen de la
izquierda. Ahora imagínate la órbita de la Tierra. Si miramos las estrellas
desde los dos extremos de la órbita, debería observarse paralaje. Pero no se
observa. Ahora mira la imagen de la derecha. Bueno, es por eso que Arquímedes
rechazará, llegado el momento, el sistema de Aristarco.
92
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El pr
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de
Mientr
parchar
Las constelaciones griegas,
definidas por Hiparco, son
las que seguimos
reconociendo hoy en día.
I
Tierra
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su
rvarse
éste
es que
mos a
un
ón,
ami-
e
specmo
pos
os.)
e-
temporáneo Cleantes lo acusó de blasfemo, pues al meter en el cielo la imperfecta Tierra, cuestionaba la divinidad
de aquél.
Aristarco, sin embargo, aplicó datos de
mediciones a los esquemas geométricos
para estimar los tamaños y distancias del
Sol y la Luna (cálculos que hasta el
momento eran puras fantasías) y con un
método ingenioso (que, por cierto, exigía
una medición de ángulos que no estaba
en condiciones de realizar sin que se
deslizaran grandes errores), calculó que el
radio del Sol era siete veces el de la
Tierra, que a su vez era tres veces el de la
Luna. Al mismo tiempo, el Sol estaba 19
veces más lejos que la Luna. Estos eran
errores de medición, no fetichismo
numérico como el de Filolao o de
Anaximandro, o la estimación fantástica
y sin ningún argumento de Anaxágoras
de que el Sol era una piedra del tamaño
del Peloponeso.
Lo cierto es que la teoría de Aristarco
lamentablemente no prosperó y solamente el astrónomo babilónico Seleuco
siguió enseñándola en el siglo II.
El problema seguía sin estar resuelto.
iba,
la
a órra
íme-
Hiparco y la astronomía
observacional
El hecho de que el sistema de esferas
homocéntricas no funcionara no detuvo
el desarrollo de la astronomía. Mientras
los teóricos trataban de emparchar el
mecanismo para salvar sus fallas, sin
prestar demasiada atención a los
problemas físicos (al fin y al cabo Platón
sólo pretendía “salvar las apariencias”,
¿no?) y se enredaban más y más en la
esferocracia, los astrónomos
observacionales no se la pasaban llorando, arrastrándose en el barro del Nilo
o arrojándose al pozo de Tales, sino que
aplicaban la geometría a la medición de la
Tierra y el cosmos, desarrollando
instrumentos y mejorando las
observaciones.
Mientras tanto, en Alejandría, alumbraba uno de los más grandes astrónomos griegos: Hiparco de Nicea (190120
a.C.), quien se dedicó a tareas terrenales,
si terrenales se pueden llamar los asuntos
del cielo, y aplicaba la geometría y los
datos disponibles a la descripción del
cosmos. Fue el primer astrónomo griego
que unió las observaciones propias con
las de la astronomía mesopotámica,
accesibles desde la conquista de
Alejandro.
Por
ejemplo,
utilizó
observaciones del eclipse de Luna de 189
para medir la distancia entre ésta y la
Tierra: en Grecia el eclipse había sido
total, mientras que en Alejandría sólo de
cuatro quintos; la diferencia sólo podía
atribuirse a la paralaje, y así dedujo que la
distancia a la Luna era de entre 71 y 83
radios terrestres (con las medidas
actuales, unos 460 mil kilómetros)
cuando en realidad son 60, unos 380 mil
kilómetros.
También, y para determinar con exactitud
la duración del año, observó
93
cuidadosamente los solsticios y los
equinoccios, y encontró —¡oh sorpresa!— que los equinoccios variaban ligeramente (unos pocos segundos de arco
por año). Fue lo que más tarde se conoció como precesión de los equinoccios y que recién Newton explicó acabadamente. Lo cuento para mostrarles
la agudeza de las observaciones del tipo
este.
También realizó un catálogo de 850
estrellas (otros dicen mil, pero por ciento cincuenta estrellas más o menos no
nos vamos a arrancar los cabellos), indicando latitud y longitud respecto de la
eclíptica, y su orden de magnitud, que
mide el brillo.
Cuenta Plinio:
Hiparco, que nunca será lo suficientemente
elogiado —ya que ninguno mejor que él ha
demostrado que el hombre posee afinidad con
los astros y que nuestras almas forman parte
del cielo— descubrió una nueva estrella,
diferente, y que nació en su época (se refiere a
la nova de 123 —algo parecido a lo que
casi dos milenios después llevaría a
Tycho Brahe a dedicarse a la
astronomía—). Al comprobar que se
desplazaba el lugar en que brillaba, se planteó
el problema acerca de si esto no sucedía con
mayor frecuencia, y si las estrellas que
consideramos fijas no se moverían también. Por
consiguiente, osó lanzarse a una empresa que
resultaría ímproba hasta para un dios: contar
las estrellas para la posteridad y catalogar a los
El sistema de excéntricas y epiciclos de Apolonio de Pérgamo permitió explicar
bastante bien las diferencias de velocidades entre planetas y las retrogradaciones.
astros mediante instrumentos inventados por él,
a través de los cuales podía indicar sus
posiciones y tamaños, de modo que desde aquí
se pudiese reconocer no sólo si las estrellas
nacían o morían, sino también si alguna se
desplazaba o se movía, si crecía o
empequeñecía.
Así, dejó el cielo como herencia a todos los
hombres, en el caso de que se hallase un
hombre que estuviese en condiciones de recoger
tal legado.
Pero sus observaciones no le impidieron trabajar también sobre los modelos
teóricos (no olvidemos el polimorfismo
del sabio alejandrino): constató lo inadecuado de las esferas homocéntricas,
y aplicó una innovación que, recién inventada, iba a llevar a la solución del
rompecabezas (bueno, no exactamente
a “la” solución, pero casi). Además, definió las constelaciones clásicas, que son
las que hoy usamos, como pueden ver
en la página anterior.
Un viejo amigo aporta
una idea innovadora
Un gran innovador en este asunto del
lento avance hacia un modelo pasable
de los cielos que diera cuenta de todos
los problemas (fundamentalmente, la
diferente velocidad con que el Sol y los
planetas recorrían el zodíaco a lo largo
del año y el movimiento retrógrado de
los planetas), fue Apolonio de Pérgamo,
con quien nos hemos encontrado ya
cuando les presenté a las cónicas (¿recuerdan?, la elipse, la hipérbola y la parábola como secciones de un cono). Es-
te buen señor tuvo la excelente idea de
descentrar las esferas homocéntricas y
hacerlas girar no alrededor de la Tierra
sino de un punto ficticio, convirtiéndolas así en excéntricas. De esta manera,
se solucionaba el problema de las diferentes velocidades, ya que, desde la Tierra, se vería a los astros moverse con diferente velocidad (y la demostración cabal la hizo nuestro amigo Hiparco calculando una excéntrica para el Sol). La
teoría realmente era bienvenida, porque
aunque no tenía soporte físico o mecánico (giraban alrededor de un punto en
el que no había nada), cosa que hubiera
disgustado a Aristóteles, salvaban las
apariencias respecto del cambio de velocidad, cosa que hubiera encantado a
Platón.
Su segunda gran idea fue el epiciclo.
Ahora el planeta se mueve no sobre la
esfera homocéntrica o excéntrica, sino en
un circulito (el epiciclo) cuyo centro
(donde no hay nada) se mueve a su vez
sobre la excéntrica. La curva resultante
describe una figura que aproxima muy
bien las retrogradaciones.
El intento era prometedor, muy prometedor: combinando epiciclo y excéntrica, se podían salvar las apariencias
mucho mejor que con las esferas homocéntricas de Eudoxo-Calipo-Aristóteles.
Platón triunfaba, y el que logró armar
94
el sistema completo fue Claudio Tolomeo (siglo II d. de C.), en el momento
de mayor esplendor del imperio.
Tolomeo resuelve el
problema y marca el final
de la ciencia griega
Claudio Tolomeo, el alejandrino, llevó esa
ciencia a su más alto grado, de manera que
durante cuatrocientos años parecía no faltar nada
que él no hubiera abordado.
Copérnico
Con las excéntricas y los epiciclos, el
problema astronómico estaba prácticamente resuelto: hacía falta armarlo y
ajustarlo tanto como fuera necesario, y
en eso consistió el gran sistema tolemaico, que marca la culminación de la
astronomía griega.
De la vida de Claudio Tolomeo (c.
85 d.C.-c. 165 d.C.) se sabe poco, salvo
que trabajó en la famosa Biblioteca de
Alejandría, donde se dedicó a estudiar
geografía, matemáticas y, claro está,
astronomía.
El libro en que dio su descripción del
mundo, que llamó Sintaxis matemática,
pero que quedó inmortalizado con el
nombre árabe de AlMajisti (El más grande)
y latinizado como Almagesto, resolvía los
dos problemas principales de la
astronomía planetaria de una manera
original.
Tolomento
li
llevó
mane
ra cía
no
¿ado.
érnico
los,
el
ctica
-oy
rio, y
lede la
5 (c.
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ma-
-Q~
95
-é-
Planeta
-e-
-Q~
En primer lugar, el del movimiento
retrógrado o en zigzag. Tomando el
invento de Apolonio de Pérgamo, y
siguiendo a Hiparco, supuso que los
planetas se movían alrededor de la
Tierra adosados a pequeñas esferas
llamadas epiciclos, que a su vez tenían su
centro sobre las esferas principales
(deferentes) excéntricas. Al moverse esas
dos esferas al mismo tiempo, se
explicaba por qué se observaba que el
planeta retrocedía, cuando en realidad
sólo estaba completando el círculo de la
esfera más pequeña.
Así, la combinación de epiciclo y deferente conseguía explicar el movimiento retrógrado de los planetas en el cielo,
con sus avances y retrocesos.
Ajustando adecuadamente el tamaño
de los epiciclos o, si hacía falta, agregando epiciclos secundarios (epiciclos
que se movían sobre los epiciclos, o
epicicletos), Tolomeo daba buena cuenta
de las observaciones mucho mejor que
el sistema de las esferas homocén- tricas,
que, sin embargo, se siguió enseñando
en paralelo.
La segunda cuestión a resolver, como
ya les conté, era el cambio de brillo de
los planetas (y por lo tanto de distancia
a la Tierra) y el hecho de que se los viera
moverse con velocidades diferentes, algo
que no debía ocurrir si las esferas
principales tenían su centro en la Tierra,
como en el sistema de Aristóteles. La
verdad es que a Tolomeo no le tembló la
mano, y utilizó las excéntricas de
Apolonio e Hiparco: cambió el centro
de las esferas. Inventó un punto llamado
“ecuante”: los planetas de su sistema no
tenían como centro geométrico de sus
órbitas perfectamente circulares a la
Tierra sino al ecuante, un punto fuera
de la Tierra (donde no había nada) y giraban en torno de él con velocidad uniforme. El problema es que se necesitaba
un ecuante distinto para cada planeta...
Así y todo, el sistema tolemaico resolvía los problemas astronómicos y respetaba el mandato de Platón de usar
sólo círculos y esferas, aunque a costa de
hundirse en una complejidad sin fin que
acumulaba más y más ruedas según fuera
necesario. Alfonso X, el Sabio (12211284), rey de Castilla y León en el siglo
XIII, se lamentaba de que Dios no lo
hubiera consultado al crear el mundo, ya
que, en ese caso, “le habría sugerido una
solución más fácil”.
¿Creía Tolomeo que ese infernal y ge-
96
é-
nial mecanismo de las esferas se movía
realmente y sobre todo materialmente
en el cielo? Es difícil saberlo. Tal vez
pensaba que su sistema era una mera
construcción matemática apta para predecir los movimientos celestes y no se
preocupaba demasiado por el problema
del realismo, del mismo modo que un
arquitecto no confunde las rayas y cifras
que aparecen en la pantalla de su
computadora con el edificio real. Pero
también es posible que sí creyera firmemente en la materialidad de las esferas
cristalinas. En todo caso, en la Edad
Media se creía generalmente en ellas,
como testimonian los debates sobre la
dificultad que pudo tener o no Cristo
para atravesarlas “en cuerpo y alma” durante su ascenso al cielo.
Sea como fuere, lo cierto es que Tolomeo había resuelto finalmente el rompecabezas, y como decía Plinio sobre
Hiparco, dejaba el cielo como herencia
para todos los hombres. Una herencia
que no se tocó durante trece siglos.
Colaboró en este
fascículo Nicolás
Olszevicki