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La teoría sociológica ante la estructura social: una mirada desde las
nuevas sociologías del individuo
(Primer borrador, texto en proceso de elaboración)
Jose Santiago
1. Introducción
El concepto de estructura social sigue siendo de uso recurrente en sociología a pesar de
su enorme carga abstracción y ambigüedad. Su amplia utilización ha hecho de él una
caja negra que los sociólogos damos por sentado sin cuestionarnos en la mayoría de las
ocasiones qué se esconde en su interior. ¿Qué es la estructura social? ¿Realmente existe
la estructura social en nuestras sociedades de modernidad avanzada? ¿Debemos seguir
haciendo uso de ese concepto como parte de nuestro instrumental analítico? ¿Y si no
fuese una más que una de esas “categorías zombies” (Beck et al., 2003) con las que los
sociólogos nos empeñamos con terquedad en dar cuenta de un mundo que ha dejado de
ser el nuestro? O si, por el contrario, acordásemos que todavía es una categoría útil para
la teoría sociológica, entonces ¿cómo se manifiesta la estructura social en la sociedad
actual?
Este artículo profundiza en esta problemática a la luz de los desarrollos de las nuevas
sociologías del individuo, que, a pesar de ser poco conocidas aún en España, son una de
las aproximaciones de mayor valor en el panorama sociológico actual. De hecho, estas
sociologías se han originado a partir de la crítica de la concepción clásica de la
estructura social, estrechamente vinculada con la idea de sociedad. En las páginas que
siguen, vamos a ver cómo el estallido y la disolución de la estructura social, tal y como
ha sido concebida por la tradición sociológica, sitúa al individuo como el auténtico
protagonista de la vida social actual. Un proceso al que los sociólogos no podemos
seguir dando la espalda y que nos debe conducir a reorientar nuestro oficio apostando
decididamente por una sociología de (y para) los individuos.
Para el desarrollo de la argumentación, esta ponencia se estructura en tres partes. En
primer lugar, indagaré en el concepto de estructura social, mostrando sus rasgos
definitorios y centrando mi atención en las dos grandes tradiciones teóricas que han
1
dado cuenta de la estructura social, que podemos entender como las dos grandes
concepciones de la estructura social: la concepción cultural o institucional y la que
concibe la estructura social como estructura de clases. En el primer caso, la estructura
social, en línea con los planteamientos de Durkheim y Parsons, descansa en los valores
y normas que regulan la acción social y en la que las instituciones de socialización
ocupan un lugar preponderante. En el segundo caso, la estructura social viene definida
por la relación entre las posiciones de clase. Esta interpretación de la estructura social,
que tiene sus orígenes en la obra de Marx, alcanzó su máximo apogeo en la obra de P.
Bourdieu, a la que prestaré especial atención en la medida en que a partir de ella toda la
vida social se nos presenta como estructura social, ya sea de forma externa y objetivada
o incorporada en los individuos. Tomando la obra de P. Bourdieu como referencia, a
continuación me centraré en las críticas de las sociologías del individuo a las dos
visiones de la estructura social. En tercer lugar, prestaré atención a la obra de Randall
Collins que, en línea con las antiguas sociologías del individuo, pone en entredicho la
concepción bourdieusiana de la estructura social haciendo especial hincapié en el
desacoplamiento de esta con respecto a la interacción en los encuentros
microsituacionales. Será el momento de preguntarnos si esta crítica a este tipo de
concepciones de la estructura social, debe conducir a la sociología a privilegiar la
interacción social como objeto de estudio en línea con los planteamientos de R.Collins y
las antiguas sociologías del individuo. ¿No participa dicha crítica de la misma
concepción de la estructura social que es criticada? ¿Cómo dar cuenta, en definitiva, de
la estructura social en las sociedades de la segunda modernidad que han visto declinar la
idea de sociedad? Para indagar en estas cuestiones, en el apartado cuatro profundizaré
en las propuestas de tres de los más destacados representantes de las nuevas sociologías
del individuo, François Dubet, Bernard Lahire y Danilo Martuccelli. Y ello con un
doble propósito. Por un lado, mostraré las críticas a las concepciones clásicas de la
estructura social y las consecuencias que de ello se derivan al hacer del individuo el
principal foco de atención de la sociología. Por otro lado, se trata de dar cuenta del
modo en que podemos concebir la estructura social o los nuevos condicionamientos y
lógicas estructurales que constriñen las acciones de los individuos tras la disolución de
la idea de sociedad.
2
2. La estructura social y la idea de sociedad
2.1. ¿Qué es la estructura social?
La estructura social es un concepto recurrentemente utilizado en sociología, sin ser
definido en la mayoría de ocasiones. Como señalaban N. Abercrombie et al., (1986:
103), la estructura social “es un concepto que se usa frecuentemente en sociología pero
que raras veces se presenta por extenso”. Este uso tan extendido conduce a E. Lamo de
Espinosa (1998: 272) a señalar que “quizás no hay concepto más confuso y enredado en
todas las ciencias sociales que el de estructura, debido, sin duda a su extensa
utilización”. Podríamos, por tanto, decir que nos encontramos ante una caja negra, un
concepto que los sociólogos damos por sentado sin explicitar la mayoría de las veces a
qué nos referimos en concreto.
No obstante, dada su alargada presencia en el ámbito sociológico, los diccionarios,
manuales de la disciplina y obras dedicadas a dicho concepto nos ofrecen, ciertamente
no en todos los casos, definiciones más o menos explícitas y sistemáticas de la
estructura social. La diversidad es tan amplia que resultaría imposible delimitar una
definición que pudiera ser consensuada. En efecto, mientras que para algunos hablar de
estructura social es tanto como hablar de sociedad, para otros el concepto debe ser
utilizado de modo más delimitado para dar cuenta de la desigualdad o de la
estratificación social. No obstante, a pesar de esta diversidad de formas de entender la
estructura social, lo cierto es que la mayoría de los sociólogos convenimos que al
utilizar dicho concepto nos estamos refiriendo a ideas como coherencia, estabilidad,
orden, relación entre elementos, etc. Como señalaba R. Boudon (1973:14): “Quien dice
estructura quiere decir sistema, coherencia, totalidad, dependencia de las partes respecto
al todo, sistema de relaciones, totalidad no reducible a la suma de sus partes, etcétera”.
Por ello, al margen de cómo se sustanciara posteriormente, la mayor parte de los
sociólogos no pondría mayor reparo en suscribir una definición de mínimos como la que
sostiene que “la estructura social se refiere a las relaciones duraderas, ordenadas y
3
tipificadas entre los elementos de la sociedad” (Abercrombie et al., 1986: 103). El
consenso se quebraría al establecer cuáles son los elementos más importantes de la
sociedad de cuya relación nace la estructura social, ya fueran las clases sociales, los
roles, etc.
Es así que podemos distinguir las que han sido las dos grandes interpretaciones de la
estructura social, la institucional o cultural y la relacional o posicional (Bernardi et al.,
2006). En el primer caso, la visión de la estructura social remite a una cultura
compartida, a unos valores y normas que gracias a las instituciones conforman la
personalidad de los individuos a través de los roles. Desde esta visión institucional o
cultural, la estructura social se definiría atendiendo al patrón de relaciones y posiciones
que constituyen el esqueleto de la organización social, entendiendo que “(l)as relaciones
se dan siempre que las personas se implican en patrones de interacción continuada
relativamente estables, y la mutua dependencia (ejemplos: matrimonios, instituciones
educativas o los sistemas de cuidado de la salud a mayor escala)” mientras que “(l)as
posiciones (a veces denominadas estatus) consisten en lugares reconocidos en la red de
relaciones sociales (madre, presidente, sacerdote) que suelen llevar aparejadas
expectativa de comportamiento (roles)” (Calhoun et al., 2000: 7). Por su parte, la visión
relacional o posicional de la estructura social se fundamenta en las relaciones entre
diferentes posiciones, especialmente las clases sociales. Pero debe quedar claro que
desde esta perspectiva la estructura social no remite sin más a la jerarquía entre clases, a
la desigualdad o la estratificación. En efecto, frente a la recurrente identificación de la
estructura social con la desigualdad y la estratificación, debemos enfatizar que “no es
suficiente que haya desigualdades sociales, grupos arriba, grupos abajo, y grupos en
medio, para que se pueda hablar de estructura social; además este conjunto debe
constituir un sistema legible, una estructura social. Debemos distinguir claramente el
problema de las desigualdades del de la estructura social con el fin de preguntarnos si
estas desigualdades forman un mecanismo que permite explicar la vida social” (Dubet,
2009: 49).
Efectivamente, el concepto de estructura social remite a algo de mayor calado teórico
que desborda a la estratificación y a las desigualdades. Hace referencia al hecho de que
estas desigualdades estén ordenadas formando un sistema legible que nos ayude a
4
explicar la vida social1. En ello reside la enorme relevancia de este concepto. Durante
mucho tiempo, la estructura social no sólo nos ha servido para dar cuenta de la
organización de la sociedad, sino que nos ha permitido además explicar la acción social.
De ahí que la concepción clásica de la estructura social haya sido deudora de la idea de
“la sociedad (que) descansa sobre dos pilares: la estructura social y el ajuste de la
acción a esta estructura” (Dubet, 2009: 107).
¿Pero a qué hace referencia la idea de sociedad? Con ella se busca dar cuenta de una
determinada concepción de la vida social que considera la sociedad como una totalidad,
un sistema organizado funcional y coherente. De forma más específica se puede señalar
que “(l)a idea de sociedad caracterizó la vida social a través de una representación,
orgánica o sistémica, como una serie de niveles imbricados unos dentro de otros y
regidos por una jerarquía que establecía una correspondencia entre los estratos
superiores y los inferiores. La idea de sociedad supone así los diferentes ámbitos
sociales interactúan entre ellos, como las piezas de un mecanismo o las partes de un
organismo, y que la intelegibilidad de cada una de ellas es dada justamente por su lugar
en la totalidad” (Martuccelli, 2013).
R. Boudon (1973) se refería a las definiciones efectivas de la estructura como aquellas en las que ésta se
identifica con un orden inteligible de un determinado conjunto de fenómenos que se nos muestra a partir
de un modelo teórico.
1
5
2.2. La estructura social, la socialización y las instituciones
La tradición sociológica deudora de la obra de Durkheim concibió la moderna vida
social a partir de la idea de sociedad en tanto que sistema organizado y funcional en el
que cada elemento cumplía un papel o una función en la totalidad, a partir del cual se
hacía inteligible. En La división del trabajo social este sistema derivaba de “la
estructura de las sociedades en las que la solidaridad orgánica es preponderante” la cual
se organiza como “un sistema de órganos diferentes, teniendo cada uno un rol principal
y que están formados por partes diferenciadas” estando todos ellos “coordinados y
subordinados unos a otros alrededor de un mismo órgano central que ejerce sobre el
resto del organismo una acción reguladora” (Durkheim, 1987). No obstante, la
constatación de que la división del trabajo social se desviaba de “su dirección natural”
en tanto que productora de solidaridad orgánica, hizo que Durkheim fuera dando
creciente importancia a los valores y normas como medio para asegurar la integración
de las sociedades modernas. Frente a las sociedades de estructura social segmentaria en
las que una conciencia colectiva “extensa y fuerte” cubría a todos los individuos que
compartían una gran “similitud de las conciencias”, el proceso de diferenciación trajo
consigo un mayor espacio para la iniciativa y la reflexión individuales. Ante ello
Durkheim entendía que tenían que crearse nuevos valores y normas que permitieran la
continuidad entre la sociedad y el individuo, entre el sistema y el actor. Su concepción
de la vida social se fue desplazando así hacia una idea de sociedad en tanto que sistema
integrado a partir de unos valores centrales que los individuos debían interiorizar por
medio del proceso de socialización que garantizaba así la continuidad entre la sociedad
y el individuo. De igual forma que Durkheim, Parsons también pensaba “que existe una
continuidad funcional y formal entre la cultura (los valores), la sociedad (los roles), y
las personalidades (los motivos de la acción). La socialización tiene por función
asegurar esta continuidad entre la estructura social y la personalidad” (Dubet, 2006: 52).
En efecto, desde esta perspectiva la socialización se convierte en el elemento
fundamental que permite la continuidad entre la sociedad y el individuo, ya que con
dicho proceso éste incorpora los valores y normas de aquella por medio del desempeño
de unos roles. De tal modo que los procesos de socialización y subjetivación se
confunden al ser, por así decirlo, las dos caras de la misma moneda.
Las encargadas de llevar a buen puerto ese proceso de socialización fueron las
instituciones, especialmente la escuela, la iglesia y la familia, mediante las cuales las
6
sociedades conformaron a los individuos al transformar los valores en normas, y éstos
en roles que conformarían las personalidades de aquellos. De este modo, estas
instituciones de socialización actuaron “como dispositivos prácticos y simbólicos cuya
finalidad es producir al actor y, más todavía, al sujeto de la sociedad” (Dubet, 2009: 86).
El peso que tuvieron estas instituciones en su objetivo de instituir ha conducido a F.
Dubet a hablar de un programa institucional, en tanto que “proceso social que
transforma valores y principios en acción y subjetividad por el sesgo de un trabajo
profesional específico y organizado” (Dubet, 2007: 32). Este programa institucional,
que tiene un origen religioso, se ha transferido a las principales instituciones de la
modernidad, y ha conformado la profesión de profesores, médicos, enfermeras,
trabajadores sociales, etc., que han sido los encargados de realizar un “trabajo sobre los
otros” mediante el cual la sociedad socializaba a los individuos2. Un trabajo basado en
valores y principios sagrados, ya fueran religiosos o laicos3, administrado en “santuarios”
por medio de individuos vocacionales y que tenía como objetivo lo que en principio
parecería una paradoja, socializar a los individuos al mismo tiempo que se les conforma
como sujetos, o, dicho de otro modo, acceder a la autonomía y libertad individual a
través de la disciplina racional4.
En este programa institucional, el rol es el que define al individuo al que este queda
sujeto. La personalidad se adecúa al rol y las relaciones se ven condicionadas y
limitadas por roles sociales específicos. Así, la relación no “tiene autonomía propia ya
que todo se enlaza en torno a una definición precisa del rol de los otros al que apunta el
programa institucional. Me dirijo al alumno, la enfermo, al pobre, sin rebasar ese rol.
Eso no quiere decir que en ese programa el profesional ignore a la persona y
personalidad de los otros, sino que accede a esa dimensión más íntima y más difusa por
el cauce de una definición precisa del rol” (Dubet, 2006: 385).
2
Dubet muestra para el caso francés la influencia de este programa institucional en las profesiones de
docentes, catedráticos de educación media, formadores de adultos, enfermeras, trabajadores sociales y
mediadores (Dubet, 2007).
3
La concepción durkheimiana de la secularización como transformación de lo sagrado (Durkheim, 1982)
nos permite entender esa transferencia del programa institucional, originado en la Iglesia, a otras
instituciones como la escuela o la medicina, que con la llegada de la primera modernidad se revierten de
un carácter sagrado, al igual que sus representantes vocacionales, los maestros y los médicos que gozan
de una gran autoridad moral en tanto que representantes de los valores sagrados de la razón y la ciencia.
4
Para profundizar en las características de este programa institucional ver Dubet (2007: 29-62).
7
2.3. La estructura social como estructura de clases
La otra gran concepción de la estructura social es la que deriva de una idea de sociedad
según la cual la vida social se organiza y por tanto se hace inteligible a partir de unas
clases sociales que son concebidas de manera relacional formando el sistema o la
estructura de la sociedad. Es por ello que durante un gran periodo del desarrollo de la
teoría sociológica, las clases sociales devinieron una suerte de “objeto sociológico total”,
al ser tanto el explanandum como el explanans que permitía dar cuenta la vida social
(Dubet, 2004: 12). El enorme valor analítico de dicho concepto derivaba de la
articulación de cuatro dimensiones: una posición, una comunidad o estilo de vida, una
acción colectiva y un mecanismo de dominación (Dubet y Martuccelli, 1999: 93-125).
Los orígenes de esta concepción de la estructura social se encuentran en la obra de Marx,
pero alcanza su cenit en el “núcleo duro” de la obra de Pierre Bourdieu, para el cual la
vida social solo se puede entender si damos cuenta de las estructuras sociales, tanto las
externas (campos) como las interiorizadas (habitus). En ella, como en pocas otras, se
deja notar el peso de la idea de sociedad y los dos pilares en los que ésta descansa: la
estructura social y el ajuste de la acción a esta estructura.
Este ajuste entre la estructura social y la acción deriva del hecho de que en el marco de
la sociología de Bourdieu, esta última es explicada a partir de la posición que ocupa un
elemento en la estructura social, tal y como él la concibe. De ahí la importancia que para
él tienen los campos en tanto que espacios de relaciones objetivas entre posiciones, a
partir de cuyo conocimiento, delimitación y posición concreta que en él ocupan los
agentes podemos captar mejor sus tomas de posición. Para dar cuenta de la acción es
por tanto un paso necesario dar cuenta de las posiciones ocupadas por los individuos en
los campos, entre ellos el espacio social (en tanto que estructura de clases) que P.
Bourdieu concibe como una hoja de papel. En él las distintas posiciones estructurales,
en las que quedan encuadrados los individuos, son fijadas de forma relacional en
función del volumen total de capital y de su composición (relación entre el capital
económico y el capital cultural, los dos principios de diferenciación de las sociedades
modernas avanzadas.). Son esas mismas posiciones estructurales las que le llevan a
construir unas “clases teóricas” u “objetivas”, pues P. Bourdieu se cuida mucho para no
caer en la ilusión intelectualista de entender esas clases teóricas como clases reales, es
decir, grupos reales constituidos como tales en la realidad (Bourdieu, 1997:22). Esas
8
clases teóricas, que P. Bourdieu construye teniendo en cuenta la proximidad de las
posiciones en el espacio social, le permiten construir un modelo predictivo de las
representaciones y prácticas de los individuos. En efecto, la socialización en unas
determinadas condiciones de existencia, determinadas por la posición social, da lugar a
la incorporación de una serie de disposiciones, habitus, a partir de los que los individuos
están inclinados o predispuestos a llevar a cabo unas prácticas u otras. Estos habitus son
propios de cada individuo pero la delimitación de unas clases objetivas permite hablar
de habitus de clase en tanto que “forma incorporada de la condición de clase y de los
condicionamientos que esta posición impone” (Bourdieu, 2012:16). De este modo, si
bien las experiencias individuales pueden ser de lo más diverso, lo cierto es que el
hecho de compartir la misma clase social impone una alta probabilidad a la hora de
compartir una condiciones de existencia homogéneas: “Si está excluido que todos los
miembros de la misma clase (o incluso dos de ellos) hayan hecho las mismas
experiencias y en el mismo orden, es cierto que todo miembro de la misma clase tiene
probabilidades más grandes que cualquier miembro de otra clase de encontrarse
confrontado con las situaciones más frecuentes para los miembros de esta clase”
(Bourdieu, 1980: 100).
De ahí que, en línea con una fuerte idea de sociedad, la concepción que tiene Bourdieu
de la estructura social no sólo le conduzca a mostrar la forma en la que se organiza la
sociedad, sino que además le permite explicar la acción de los individuos, al entender
que existe una “relación entre las posiciones sociales (concepto relacional), las
disposiciones (o los habitus) y las tomas de posición, las “elecciones” que los agentes
llevan a cabo en los ámbitos más diferentes de la práctica, cocina o deporte, música o
política” (Bourdieu, 1997: 16). Dicho de otro modo, “el espacio de las posiciones
sociales se retraduce en un espacio de tomas de posición a través del espacio de las
disposiciones (o de los habitus)” (ibídem: 19).
La relación tan estrecha que hay, según Bourdieu, entre la posiciones, las disposiciones
y las tomas de posiciones sociales es posible en la medida en que los habitus, se nos
presentan como “sistemas de disposiciones duraderas y transponibles, estructuras
estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes, es decir, en
tanto que principios generadores y organizadores de prácticas y representaciones (…)
Bourdieu, 1980: 88-9). En la medida en que el habitus hace referencia a la
transferibilidad de unas disposiciones de unos ámbitos de la vida social a otros, dicha
9
categoría permite “dar cuenta de la unidad de estilo que une las prácticas y los bienes de
un agente singular o de una clase de agentes (…) El habitus es ese principio generador y
unificador que retraduce las características intrínsecas y relacionales de una posición en
un estilo de vida unitario, es decir un conjunto unitario de elección de personas, de
bienes y de prácticas” (1997: 19).
Para Bourdieu, por tanto, la estructura social está incorporada en los individuos en
forma de habitus, como fruto de la posición ocupada en el espacio social y en otros
campos. Las prácticas de los individuos deben ser explicadas como fruto de estos dos
tipos de estructura. Recordemos en ese sentido su ecuación de La distinción: Habitus
(capital) + Campo= Práctica. (Bourdieu, 2012: 115).
3. De la estructura a la interacción: la crítica de las antiguas sociologías del
individuo
¿Podemos seguir sosteniendo la existencia de una estructura en nuestras sociedades?
¿Están las sociedades actuales organizadas ya sea a partir de una estructura social que
encuadra a los individuos en posiciones estructurales conforme a sus recursos y
capitales o mediante una estructura institucional que instituye a los individuos a través
de la socialización en unos valores, normas y roles? Y en relación con ello, ¿se puede,
por tanto, sostener que existe una continuidad entre la estructura social y la personalidad
y acción de los individuos? Intentar dar respuesta a estas preguntas es tanto como
retomar uno de los grandes debates que atraviesa la historia de la teoría sociológica, me
refiero al debate estructura-acción. ¿Hasta qué punto la posición que ocupan los
individuos en la estructura social y la influencia que sobre ellos puedan tener las
instituciones de socialización nos permiten dar cuenta de sus representaciones y
prácticas?
En el siguiente apartado me detendré en las aportaciones de algunas de las más
significativas nuevas sociologías del individuo que se vienen desarrollando en Francia
en los últimos años5. Pero para entender en toda su medida estas aportaciones, atenderé
a continuación a la visión de la estructura social por parte de uno de los mayores
5
Una excelente panorámica de estas nuevas sociologías del individuo que se vienen realizando en
Francia en los últimos años puede encontrarse en D. Martuccelli y F. de Singly (2012).
10
representantes actuales de las antiguas sociologías del individuo, como es Randall
Collins. Para este autor, reflexionar sobre la vida social en términos de estructura social
no tiene sentido alguno, si no se es capaz de mostrar de qué modo ésta influye en las
realidades microsituacionales de la experiencia vivida por los individuos, que, según
entiende, son el nivel elemental de la acción social y de toda evidencia sociológica.
Según este planteamiento, no podemos sostener la existencia de una estructura social a
menos que ésta se traduzca en la interacción social, en los encuentros
microsituacionales de los individuos. Dicho de otro modo, y como respuesta a la
concepción de la estructura social de P. Bourdieu, ¿hasta qué punto el capital
económico y el capital cultural que pueda tener un individuo condiciona su interacción
en determinados situaciones y encuentros micro? R. Collins se muestra muy crítico con
estas concepciones macroestructurales de la sociedad, que, como la de Bourdieu,
quieren dar cuenta de las representaciones y prácticas de los individuos a partir de la
posición ocupada en la estructura en función de la categoría socio-profesional o el nivel
de estudios. ¿Poseer este tipo de capital les concede a los individuos algún tipo de
ventaja en las interacciones? O ¿por el contrario habría que sostener que entre la
posición estructural y la interacción microsituacional hay un abismo? R. Collins así lo
cree y por ello considera que dar cuenta de la vida social a partir de datos agregados
sobre la posesión de determinados tipos de capital no es una buena forma de hacer
sociología. Frente a ello nos propone que “en lugar de aceptar los datos agregados a
nivel macro como inherentemente objetivos, empecemos a traducir todos los fenómenos
sociales como distribuciones de microsituaciones” (Collins, 2009: 352). Con este
propósito nos invita a llevar a cabo investigaciones situacionales dando cuenta de las
interacciones en las que se ven inmersos los individuos en su vida cotidiana. De este
modo la etnografía debería desplazar a la estadística como herramienta para mostrar la
estratificación de nuestras sociedades.
En su gran obra Cadenas de rituales de interacción 6 , en concreto en el capítulo
“Estratificación situacional”, R. Collins pone las bases para este giro con el que quiere
dar cuenta de la estratificación de nuestras sociedades. Para ello propone traducir al
nivel micro las categorías weberianas de clase, estatus y poder.
6
En castellano contamos con una excelente versión traducida y con proemio de Juan Manuel Iranzo en
la editorial Anthropos. Ver Colllins (2009).
11
Según R. Collins, en la actualidad las clases sociales no están desapareciendo, sino todo
lo contrario, como se puede evidenciar a nivel macro-estructural si prestamos atención
al crecimiento de la desigualdad de la distribución de la renta y la riqueza tanto a escala
nacional como internacional. Pero, ¿hasta qué punto podemos sostener que esta
desigualdad en la distribución de la renta y la riqueza se traduce en una desigualdad en
la distribución de experiencias vitales? Frente a algunas sociologías del individuo, para
las que la clase social ha dejado de ser un operador analítico, R.Collins todavía le
reserva un cierto papel para dar cuenta de la estructura social contemporánea, y -lo que
es más importante para lo que aquí me interesa- de cómo esta condiciona las
experiencias de los individuos. Es decir, no sólo se limita a definir las clases como
estratos con más o menos capital o renta, sino que además considera que éstas operarían
condicionando los encuentros microsituacionales que tendrían lugar en los “circuitos de
Zelizer” que son los que, según entiende, configuran las clases sociales en las
sociedades actuales. Dicho de otro modo, las clases sociales se podrían concebir a partir
de los diferentes circuitos de intercambio monetarios que existen en las sociedades
contemporáneas, los cuales se caracterizan, entre otras cosas, por tener “una cultura
distinta, siempre que se recuerde que una ‘cultura’ no es una entidad reificada, sino una
manera abreviada de referirnos al estilo de los encuentros microsituacionales” (Collins,
2009: 359). De este modo, R. Collins distingue siete clases sociales o “circuitos de
clase”: la élite financiera, la clase inversora, la clase empresarial, los famosos, multitud
de circuitos de clase media/trabajadora, circuitos de mala reputación y la clase social
más baja, que se encontraría al margen de cualquier circuito social de intercambio. No
es este el momento para detenerme en cada una de estas clases sociales. Lo que me
interesa destacar es que esta cartografía de las clases sociales, basada en el nivel micro
de la experiencia, se opone a la concepción macro-estructural que defienden autores
como Bourdieu. En efecto, “la traducción a nivel micro de la clase económica no
muestra un tótem de clases, neta y jerárquicamente apiladas unas sobre otras, sino
circuitos de transacción solapados, de amplitud y contenido muy diversos” (Collins,
2009: 360). Dicho de otro modo, en términos de la relación entre la clase social y la
acción individual, aquella solo se traduciría en ventajas interaccionales dentro de cada
uno de los circuitos de intercambio. Fuera de estos circuitos la influencia de la clase
social en las interacciones sería casi insignificante.
12
El desacoplamiento entre las grandes categorías con las que los sociólogos hemos
pensado la estructura social y las experiencias individuales, también se deja notar
cuando nos centramos en las categorías weberianas de estatus y poder. Por lo que se
refiere a esta última, R. Collins considera que la definición weberiana de poder basada
en la idea de imponer la propia voluntad contra toda oposición no se ha visto reflejada
en estudios microsituacionales. Cuando atendemos a este nivel micro, el poder se
manifiesta de manera diferente a como se nos muestra cuando atendemos a nivel macroestructural. Así la desigual distribución de este recurso cuando prestamos atención a la
estructura jerárquica de una organización no se traduce en una desigual distribución del
poder real acorde con dicha jerarquía. R.Collins propone por ello distinguir entre
“poder-D” en tanto que poder de mando o de recibir deferencia y “poder-E” como poder
efectivo. A partir de estas categorías estamos en mejor disposición de dar cuenta del
gran poder efectivo que pueden tener individuos que sin embargo ocupan posiciones
estructuralmente subordinadas. Un claro ejemplo es el caso de la “jerarquía en la
sombra” del personal auxiliar administrativo en organizaciones burocráticas, que
reciben órdenes y prestan deferencia a sus superiores jerárquicos, pero que cuentan con
un poder invisible fundamental para hacer funcionar u obstaculizar el funcionamiento
dichas organizaciones.
Frente a la imagen macro-estructural que ha privilegiado el análisis del poder-D, para
R.Collins en nuestras sociedades dicho poder se ha fragmentado y ha quedado limitado
a algunos ámbitos en los que todavía podemos encontrar relaciones de micro-obediencia
del tipo “ordeno y mando”, si bien mucho más suavizadas que en otros tiempos. Dicho
poder se ha desacoplado del “poder-E”, de tal manera que incluso se renuncia al “poder
D” con objeto de ganar “poder-E”. El poder situacional todavía existe en las
organizaciones tanto privadas como públicas, pero al igual que sucede con las clases
sociales, el poder sólo opera dentro de esas organizaciones, sin que fuera de ellas los
individuos puedan traducirlo en ventajas interaccionales.
Por lo que respeta a la categoría de estatus, la obra de R.Collins nos invita a pensar en
dos cuestiones que considero de gran relevancia para el objeto de este artículo: ¿existen,
y, en tal caso, cómo se delimitan los grupos de estatus en la estructura social de las
sociedades actuales? ¿hasta qué punto la imagen macro-estructural y jerárquica a partir
de la que la sociología ha pensado la estratificación social basada en el honor o el
prestigio se ve reflejada en la interacción de los individuos?
13
Recordemos que Weber concebía los grupos de estatus como comunidades reales que
comparten un estilo de vida. R. Collins destaca la importancia que tienen los rituales
formalizados para poder constituir un grupo de estatus, tal y como Weber los entiende,
de tal modo que estos solo pueden existir cuando la vida cotidiana está excesivamente
formalizada, creándose así las condiciones de posibilidad para que las personas vivieran
en términos de identidades categoriales. Es por ello que en las sociedades actuales, en
los que encontramos una vida social menos formalizada, los grupos de estatus son en su
mayoría invisibles, salvo en el caso que marca la frontera que permite distinguir lo que
R. Collins define como “cuasi-grupos de estatus” de los jóvenes y los adultos.
Lo que me interesa destacar de la argumentación de R.Collins es el hecho de que en la
actualidad la desigual distribución de estatus, entendiendo en este caso esta categoría
como la capacidad de recibir deferencia en el comportamiento microsituacional, guarda
muy poca relación con las identidades categoriales y, por el contrario, depende cada vez
más de la reputación personal7. Dicho de otro modo, la posición social que ocupa un
individuo en la estructura social, concebida como un espacio jerárquico, no se traduce
de forma inmediata en su prestigio social. De ahí que las escalas de prestigio
ocupacional que han sido utilizadas por los funcionalistas para medir esta categoría no
sean de gran interés ya que dichas jerarquías no se traducen en la distribución de
experiencias que derivan de los estatus microsituacionales. ¿Gozan las profesiones
consideradas más prestigiosas de ventajas interaccionales en sus encuentros a lo largo
del espacio social? De nuevo R.Collins nos invita a pensar en el estatus como una
categoría que opera en determinadas redes y situaciones, más allá de las cuales una
posición jerárquica en el nivel macro-estructural no asegura una mayor deferencia. Con
la única excepción de los famosos que sí pueden gozar de una deferencia transsituacional más allá de redes u organizaciones específicas, “la gente recibe hoy poca
deferencia categorial; la mayor parte de la que consigue proviene de su reputación
personal, que depende de mantenerse inserto en la red donde se le conoce
personalmente” (Collins, 2009: 373).
7
No obstante, para el caso de Estados Unidos, R. Collins señala una excepción en este proceso general
de sustitución de las identidades categoriales por las reputaciones personales. En efecto, si, como
sostiene, las identidades categoriales encuentran su condición de posibilidad en rituales que limitan la
interacción entre grupos, el mutuo desprecio de la “ley del guetto negro” y el “código público
goffmaniano blanco” permite el mantenimiento de una de las pocas identidades categoriales que
todavía permanecen.
14
De su concepción de la estructura social y de su desacoplamiento con la interacción en
los encuentros micro-situacionales, R. Collins concluye de la siguiente forma: “La
estructura social actual genera una experiencia vital en la que la mayoría de los
individuos puede guardar distancias con las relaciones macro-estructuradas –como
mínimo de manera intermitente, y, en algunos caso, casi por completo” (Collins, 2009:
390).
4. De la idea de sociedad al individuo y las nuevas lógicas estructurales: las nuevas
sociologías del individuo
El llamamiento de R. Collins para no dar por sentado que la estructura social se refleja
en la interacción debe ser atendido por los sociólogos, marcando así distancias con
planteamientos como los de P. Bourdieu que ven una clara continuidad entre posición
(en el espacio social), disposición (limitada a habitus) y toma de disposición que se
refleja en los contextos de interacción. Pero esa llamada de atención, no tiene por qué
conducir al privilegio de la interacción como foco para el análisis sociológico ni a la
renuncia de la búsqueda de los condicionamientos estructurales de la acción de los
individuos. En efecto, no es tan evidente, como R. Collins nos quiere hacer ver, que la
interacción deba ser el nivel elemental del análisis sociológico. De hecho la sociología
como disciplina científica se configuró poniendo distancia con esas realidades
perceptibles de la interacción y privilegiando, por el contrario, los hechos sociales y las
estructuras sociales que no se pueden captar mediante el trabajo etnográfico, sino a la
luz de un aparato estadístico que nos da cuenta de los condicionamientos estructurales
que tienen poder de incidencia en la interacción. Ahora bien, eso es lo que R. Collins
precisamente pone en entredicho, que la estructura se vea reflejada de forma directa en
la interacción. Y ciertamente su crítica es muy pertinente en referencia a las teorías, que
como la de Bourdieu, dan cuenta de la estructura social a partir de su idea del espacio
social en el que los individuos se distribuyen ocupando posiciones en función del
volumen y la estructura del capital que poseen. Una forma de entender la estructura
social estrechamente unida a la idea de sociedad, que, como hemos visto, ha estado en
la base de la tradición sociológica y que hoy día está en declive. En este apartado voy a
retomar las propuestas de las nuevas sociologías del individuo que ponen en entredicho
esta concepción heredada de la estructura social y a partir de las cuales la mirada
15
sociológica debe desplazarse poniendo el foco de atención en el individuo y las nuevas
lógicas estructurales que condicionan su acción.
4.1. De la institución y el rol a la experiencia del individuo
Retomemos en primer lugar una de las preguntas que planteaba, ¿pueden en la
actualidad las instituciones de socialización “estructurar” las personalidades de los
individuos tal y como hemos visto que tenía como objetivo el llamado programa
institucional? Las nuevas sociologías del individuo coinciden en señalar que las
sociedades modernas han experimentado en las últimas décadas del siglo XX unos
fuertes procesos de cambio que marcan una gran cesura en la modernidad, permitiendo
distinguir entre una primera y una segunda modernidad o una modernidad avanzada.
Uno de esos procesos de cambio ha sido la desinstitucionalización y el declive del
programa institucional. La desinstitucionalización se podría definir como el proceso por
el cual las instituciones han ido perdiendo la capacidad para socializar a los individuos
en unos principios o valores ‘transcendentales’, de tal modo que las principales
instituciones, familia, escuela e iglesia, han dejado de funcionar “según el modelo
clásico, como aparatos capaces de transformar los valores en normas y las normas en
personalidades
individuales”
(Dubet
y
Martuccelli,
1999:
201).
La
desinstitucionalización, tal y como nos la describen estos autores, no significa la pérdida
de relevancia de la escuela, la familia y la iglesia en tanto que organizaciones. En efecto,
con la excepción de la iglesia, no se puede sostener que la escuela y la familia hayan
perdido relevancia social, podríamos incluso señalar alguno indicadores que nos
muestran lo contrario. Nunca como ahora los individuos han pasado más tiempo
escolarizados y nunca como hoy han sido tan conscientes de la importancia de la
educación para su incorporación al mercado de trabajo. De igual forma diversos
indicadores nos muestran la importancia de la familia para los individuos. En el caso
español, su modelo de Estado de Bienestar de tipo mediterráneo hace de la familia uno
de los principales recursos para el sostenimiento de los individuos como se está
apreciando ahora más que nunca con la crisis. Por otro lado, como nos muestran los
estudios del CIS, la familia es el valor por el que la gran mayoría de los españoles (sin
distinción apenas de clase, edad, ideología, religión, etc.) estarían dispuesto a darlo todo,
incluso la vida. Por último podríamos señalar la importancia de la familia en tanto que
16
ámbito donde los individuos pueden encontrar a los “otros significativos” (de Singly).
Pero aunque la familia y la educación sigan teniendo un papel en la vida social, han
perdido esa capacidad de socialización que tuvieron en la primera modernidad.
Este proceso de desinstitucionalización no sólo afecta a los individuos que eran objeto
de dicha socialización, sino también a los representantes de esos principios o valores,
como profesores o médicos, que aquellos debían interiorizar. Con dicho proceso el
programa institucional va declinando y las instituciones basadas en el “trabajo sobre los
otros” van perdiendo la legitimidad y centralidad que tuvieron en la primera modernidad.
¿Qué consecuencias tiene este proceso de desinstitucionalización y declive del
programa institucional para entender las relaciones entre la estructura y la acción? La
respuesta es inmediata: la pérdida de continuidad entre la estructura y la personalidad
del individuo. O dicho de otro modo, “la desinstitucionalización provoca la separación
de los procesos que la sociología clásica confundía: la socialización y la subjetivación”
(Dubet y Martuccelli, 1999: 201). En la medida en que las instituciones de socialización
han ido perdiendo la capacidad de transmitir unos valores y normas que se reflejaran en
roles, estos últimos han quedado relegados a un segundo plano a la hora de conformar la
personalidad de los individuos. Los roles que mediaban entre la estructura de la
sociedad y la acción de los individuos dejan un vacío que ya no puede ser administrado
por la sociedad, sino que debe ser gestionado por los individuos. Se produce “una
transferencia de las instituciones a los individuos, de los roles y los estatutos hacia las
personas” (Dubet, 2009: 102). La acción ya no puede ser explicada como un simple
reflejo del sistema, haciéndose más compleja en la medida en que articula diferentes
lógicas que deben ser administradas por los individuos. Este cambio es el que conduce a
François Dubet (2010) a apostar por una sociología de la experiencia, entendiendo esta
última como el trabajo sobre sí mismo que debe hacer el actor para articular y dar
coherencia a las que considera las tres lógicas de la acción (integración estrategia y
subjetivación). Dicho de otro modo, los individuos deben hacer frente a la búsqueda de
la pertenencia a una comunidad, a la defensa de sus intereses compitiendo en los
mercados y al desarrollo de una actividad crítica8. La desinstitucionalización de la vida
8
Para profundizar en los fundamentos de esta sociología de la experiencia y las diferentes lógicas de la
acción que articula ver La sociología de la experiencia de François Dubet, libro que a pesar de ser ya un
clásico contemporáneo no es muy conocido en España. Desde 2010 contamos con una excelente
traducción realizada por Gabriel Gatti gracias a una nueva editorial coeditada por la Universidad
Complutense de Madrid y el Centro de Investigaciones Sociológicas. Ver Dubet (2010).
17
social sitúa al individuo como el auténtico protagonista de la vida social en la segunda
modernidad: “A medida que la sociedad se desinstitucionaliza, el sujeto es, cada vez de
manera más “heroica”, fuente de producción simultánea de su accionar y del sentido de
su vida. En la medida en que crece su libertad, disminuyen su solidez y sus certezas, y
la socialización garantiza cada vez menos la subjetivación” (Dubet y Martuccelli, 1999:
238).
4.2. De la estructura social a las desigualdades multiplicadas
Como se ha señalado en el primer apartado, en la teoría sociológica el concepto de
estructura social remite a una ordenación de la vida social, a una forma de ver la
realidad social que la hace inteligible. Remite también a la desigualdad que hay en
nuestras sociedades en la medida en que esta se nos presente de manera estructurada.
Recordemos que desde la perspectiva que apela a la existencia de una estructura de
clases “lo esencial es postular que existe una estructura objetiva suficientemente estable
y coherente para que la sociedad sea percibida como un sistema. Así, desde el punto de
vista de las clases sociales, las desigualdades no son solamente una jerarquía, más o
menos justa, ellas también son una estructura” (Dubet, 2009: 51). Y no sólo eso, las
clases sociales en la medida en que conforman la estructura de la sociedad nos permiten
explicar las prácticas y representaciones de los individuos. Como hemos tenido
oportunidad de ver, la concepción de la vida social en la obra de P. Bourdieu es un claro
ejemplo de esta forma de concebir la estructura social. ¿Podemos seguir sosteniendo
esta concepción de la estructura social? ¿Se nos presenta la desigualdad en las
sociedades actuales en forma organizada y estructurada, en tanto que estructura de
clases como armazón de la sociedad? ¿Nos permiten las clases sociales explicar las
prácticas y representaciones de los individuos?
Las grandes transformaciones que ha traído consigo la segunda modernidad han hecho
poco plausible esta forma de concebir la estructura social, que descansaba en la clase
social en tanto que “objeto social total” que articulaba cuatro dimensiones: una posición,
un estilo o modo de vida, una acción colectiva y un mecanismo de dominación. Como
señalan F. Dubet y D. Martuccelli (2000), cada una de estas dimensiones se desdibuja y,
lo que es más importante, la articulación entre ellas se quiebra. Así, como se puede
18
constatar siguiendo los eternos debates sobre las clases sociales, los criterios para fijar
las posiciones sociales se han multiplicado pasando a ser cada vez más
multidimensionales (de la propiedad o no de los medios de producción se ha pasado a
criterios como las oportunidades en el mercado, los bienes de cualificación, los bienes
de organización, el capital cultural, la autoridad en las asociaciones, los cierres sociales,
etc.). En línea con visiones más multidimensionales de la estructura social, como la de
Weber (1944), los sociólogos han recurrido a nuevos criterios (género, edad, etnia, etc.)
para dar cuenta de las posiciones y condiciones de existencia de los individuos que ya
no pueden ser reducidas a la clase social. De este modo “mientras que la estructura de
clases enmarcaba las desigualdades en un conjunto relativamente estable y legible,
nosotros entramos en un sistema de desigualdades múltiples” (Dubet, 2009: 69).
La multiplicación de las desigualdades trae consigo que cada vez sea menos plausible
explicar la acción colectiva en términos de intereses objetivos de clase. Lo mismo puede
decirse de las prácticas y lo gustos, y el estilo de vida al que darían lugar. Así lo ha
constatado B. Lahire en La cultura de los individuos, con el que ha querido mostrar que
las relaciones entre los habitus de clase y las prácticas culturales no son tan evidentes
como P. Bourdieu las presentaba en La distinción. Frente a su modelo, B. Lahire (2006)
muestra que la frontera entre la “alta cultura” y la “baja cultura” no es tan definida, ya
que una mayoría de individuos de diferentes clases sociales tienen perfiles disonantes
que asocian prácticas culturales que van desde las más a la menos legítimas. Según
concluye, “dos individuos de la misma clase social, del mismo subgrupo social, o
incluso perteneciendo a la misma familia tienen todas probabilidades de que parte de
sus prácticas y gustos difieran, por no haber sido estrictamente sometidos a los mismos
marcos socializadores” (Lahire, 2006: 737).
De todo ello se extrae la conclusión a la que apunta D. Martuccelli (2006: 371): “Se
quiera o no, la noción de clase social se transforma entonces en lo que nunca quiso ser:
a saber, una yuxtaposición de escalas de estratificación y una lista más o menos
piramidal de desigualdades sociales que no forman ya sistema”. Con este estallido de
las desigualdades, que ya no se dejan atrapar en la estructura social, el individuo pasa a
ser el auténtico protagonista de la vida social al que la sociología debe prestar especial
atención: “Cuando la unidad de la vida social no es dada por la sociedad, por la
adecuación del sistema y de la acción, de una estructura y de una cultura, la sociología
19
debe partir de individuo, de la forma en la que metaboliza y que le produce” (Dubet,
2009: 173).
4.3. Del habitus y el campo a la pluralidad de disposiciones y contextos de acción: los
múltiples “pliegues” de la estructura social
Una forma alternativa de pensar la estructura social en el marco de las nuevas
sociologías del individuo es la que defiende B. Lahire, para el que cada individuo es
resultado de los múltiples pliegues de la estructura social que en él se incorporan. Por
ello se muestra también crítico con el interaccionismo de Collins por considerar que los
hechos macrosociológicos son menos reales y verdaderos que las interacciones
observables9. Ciertamente, como P. Bourdieu señalaba, “la verdad de la interacción no
está entera en la interacción”, pero frente a este, B.Lahire (2012: 286) añade que
“tampoco lo está en el espacio social global, ni en la organización, ni incluso en el
campo que, a veces pero no siempre, contribuyen a estructurarla”. En efecto, para este
autor la interacción debe ser explicada dando cuenta del pasado incorporado de los
individuos que en ella participan así como del contexto en el que tiene lugar, sin que
estos puedan quedar reducidos a las categorías de habitus y campo tal y como Bourdieu
las utilizaba.
La obra de B.Lahire nos aporta una forma de concebir la estructura social que
complejiza
y
enriquece
la
interpretación
de
P.Bourdieu.
Los
múltiples
condicionamientos estructurales que constriñen la acción de los individuos no pueden
ser explicados a partir de categorías como el habitus y el campo. En primer lugar,
debido a las limitaciones del habitus en tanto que, como veíamos más arriba, este
concepto, tal y como Bourdieu lo teorizaba, parte de la idea de la transferencia de las
disposiciones socialmente construidas, de tal manera que estas formarían un sistema a
partir del cual los individuos serían considerados de forma coherente y
homogeneizadora 10 . Para B. Lahire defender la transferibilidad generalizada de las
disposiciones resulta muy problemática y requiere ser investigada empíricamente.
Frente al trabajo de P. Bourdieu, este autor indaga de otro modo: “Y si en lugar de un
9
Frente a estas posturas interaccionistas, B. Lahire señala que E. Goffman admitía la existencia de
diferentes niveles de realidad, para sí afirmar que no se sostiene que los hechos macrosociológicos sean
más o menos reales que las interacciones, al no haber una jerarquía entre ellos (Lahire, 2012: 279-285).
10
Al menos en las primeras obras de P.Bourdieu.
20
mecanismo de transferencia de un sistema de disposiciones, se tratara de un mecanismo
más complejo de adormecimiento/puesta en acción o de inhibición/activación de
disposiciones que supone, evidentemente, que cada individuo singular sea portador de
una pluralidad de disposiciones y atraviese una pluralidad de contextos sociales”
(Lahire, 2005: 161). Frente al privilegio que P. Bourdieu otorgaba a la posición ocupada
en el espacio social para dar cuenta de las disposiciones de un individuo, B. Lahire
considera que se debe ser más exhaustivo y mostrar los múltiples procesos de
socialización de un individuo, los cuales hacen que se incorporen disposiciones que no
sólo no tienen por qué ser coherentes y homogéneas, sino que en ocasiones pueden ser
todo lo contrario, incoherentes y contradictorias. El habitus sería por tanto sólo una
forma específica del modo en que se incorpora la estructura social en los individuos, y
en sociedades crecientemente diferenciadas no es más que un caso particular de un
fenómeno más plural.
En segundo lugar, la crítica que B. Lahire dirije a la teoría del campo de P.
Bourdieu, o, mejor dicho, a su pretensión de convertirla en una teoría general, nos
permite profundizar en el modo en que la estructura social se manifiesta no ya de forma
incorporada, sino en tanto que formas objetivas y externas que condicionan los
diferentes contextos de acción. Al igual que con el habitus, B.Lahire no niega el gran
valor del concepto de campo para dar cuenta de la vida social, pero considera que tiene
un estatuto limitado si pretende ser utilizado de forma generalizable en todos los
contextos de la acción. No pretendo aquí dar cuenta de forma exhaustiva de los
elementos sobre los que se despliega la crítica sistemática que B.Lahire viene haciendo
de la teoría del campo en los últimos años11. Me interesa únicamente señalar los dos que
considero más relevantes para mi argumentación. Por un parte, la constatación de que
no todos los contextos de acción se nos presentan como campos, de tal modo que estos
no se extienden más allá de una parte de los dominios de actividad profesional y o
pública, los más legítimos, y no conciernen a la poblaciones sin actividad, entre ellas
una buena parte de las mujeres (Lahire, 2012: 168). Por otro lado, la crítica que apunta a
señalar que la explicación de lo que acontece en el campo debe estar contenida en el
campo y no fuera de él: “El principio estructural (relacional) que lleva a pensar una obra
en tanto que ‘toma de posición’ en relación al conjunto de otras ‘tomas de posición’ es
11
Ver Lahire (2005 b). Recientemente Lahire (2012) ha vuelto a mostrar los límites del concepto de
campo, esta vez con un mayor respaldo empírico tras sus trabajos sobre la condición y creación literaria.
21
una manera de suponer un cierre del campo sobre sí mismo. Es considerar que nada de
lo que sucede en el campo estaría determinado por fuerzas exteriores al campo en
cuestión” (Lahire, 2012: 221). Ahora bien, este planteamiento no lleva consigo el
abandono de la perspectiva relacional: “no se trata de volver a poner en cuestión el
principio relacional de explicación, sino de extender por el contrario su aplicación
considerando que el creador es definible por otros vínculos que los que ha podido
entablar y otras experiencias que las que ha podido tener dentro del campo” (Lahire,
2012: 221).
Al extender el peso de las disposiciones más allá de los habitus y los contextos
pertinentes de acción más allá de los campos, B. Lahire defiende una sociología
indisociablemnte disposicionalista y contextualista con la que podemos pensar de otro
modo el peso de la estructura social en las prácticas de los individuos. Frente a la
ecuación de P.Bourdieu según la cual Habitus (Capital) + Campo= Práctica, B.Lahire
(2012) propone sustituirla por la siguiente: Pasado incorporado+ Contexto de acción
presente=Práctica.
El hecho de que los individuos lleven a cabo sus prácticas en diferentes contextos y que
incorporen una pluralidad de disposiciones hace de ellos individuos “multisocializados
y multideterminados”. B.Lahire hace hincapié en ello para marcar distancias con otras
sociologías del individuo a las que acusa de haber quedado presas del discurso de la
obligación que tiene el individuo “de ser libre”, “construirse a sí mismo”, etc.,
olvidando el poder que tienen las instituciones (familiares, escolares, culturales) y los
colectivos (grupos, clases sociales) para condicionar el comportamiento de los
individuos12.
La diversidad de socializaciones y determinaciones de los individuos hace necesario la
elaboración de “una sociología a la escala del individuo, que analice la realidad social
teniendo en cuenta su forma individualizada, incorporada, interiorizada; una sociología
que se pregunte como la diversidad exterior es hecha cuerpo, como las experiencias
socializadoras diferentes, y a veces contradicitroias pueden (co) habitar (en) el mismo
12
Frente a sociologías del individuo, como la de F. Dubet que como vimos centra su argumentación en el
declive del programa institucional, B.Lahire señala que “no hay menos instituciones hoy que ‘en otro
tiempo’, no menos socialización, no menos coacciones objetivas con las que los individuos han de
componerse (sin siempre percibirlas como tales) y los que lo creen confunden una trasnformación de los
funcionamientos institucionales, de los modos de socialización y de los tipos de coacción con una
desaparición o un borrado de estos” (Lahire, 2013:43)
22
cuerpo, como tales experiencias se instalan más o menos durablemente en cada cuerpo y
como ellas intervienen en los diferentes momentos de la vida social o de la biografía de
un individuo” (Lahire, 2013: 113).
4.4. Del personaje social a las pruebas: entre posiciones estructurales y estados
sociales
Los numerosos casos de falta de correspondencia entre la posición ocupada en la
estructura social, entendida al modo de P.Bourdieu, las disposiciones y las tomas de
posición no pueden ser ya vistas como anomalías, excepciones que confirmarían la regla,
del modelo. Por el contrario, lo que D. Martuccelli califica como “metástasis de los
desajustes” nos debería hacer ver que lo que falla es el modelo y que, frente a las
afirmaciones teóricas de P.Bourdieu que destacan el ajuste ontológico entre habitus y
campo, habría que dar cuenta, siguiendo los trabajos del propio Bourdieu, del primado
de los desajustes (Martuccelli, 1999: 141).
Lo mismo habría que decir con aquella vieja pretensión de explicar la experiencia de los
individuos a partir de los roles. En ambos casos lo que ha entrado definitivamente en
crisis es la noción de “personaje social” que “no designa solamente la puesta en
situación social de un individuo, sino mucho más profundamente la voluntad de hacer
inteligibles sus acciones y sus experiencias en función de su posición social”
(Martuccelli, 2007: 6). Y con ello ha entrado en crisis una muy extendida forma de
concebir el oficio de sociólogo que, más allá de escuelas o tradiciones, ha sido parte
constitutiva, y en buena medida lo sigue siendo, del pensamiento sociológico.
Pero el hecho de que la posición social haya dejado de ser un buen utillaje analítico para
“se impone la necesidad de reconocer la singularización creciente de las trayectorias
personales, el hecho de los actores tengan acceso a experiencias diversas que tienden a
singularizarnos y ello aun cuando ocupen posiciones sociales similares” (Martuccelli,
2007: 10).
¿La falta de plausibilidad de la noción de personaje social y de la posición social como
útiles analíticos y la creciente singularización de las trayectorias individuales deben
llevar consigo la renuncia a cualquier pretensión de postular la presencia en nuestras
sociedades de estructuras que condicionan las representaciones y prácticas de los
23
individuos? Lejos de una visión tan extrema, más vinculada a las viejas sociologías del
individuo que se centraban en la interacción, las nuevas sociologías del individuo dan
cuenta de cómo operan las estructuras sociales si bien de forma muy diferente a como lo
hacía el modelo basado en la noción de personaje social y en la categoría analítica de
posición social. Así, al igual que Dubet sostiene que en la segunda modernidad la
experiencia de los individuos viene condicionada por la necesidad de gestionar tres
grandes lógicas de la acción que la sociedad produce estructuralmente, Danilo
Martuccelli nos habla del carácter estructural de las “pruebas” a las que los individuos
deben hacer frente. Pero entendiendo el concepto de estructura no en la lógica del
sistema, por la que se mostraría el agenciamiento necesario entre los elementos, sino
como “la presencia de un condicionamiento activo. La estructura designa menos una
trama establecida que fuerzas particularmente activas. Dicho de otro modo, reconocer la
existencia de factores estructurales lleva a distinguir, entre la diversidad de fuerzas e
influencias que existan en un momento dado, aquellas que son particularmente activas,
constrictivas y significativas” (Martuccelli, 2010: 150).
Este autor nos invita a sustituir la posición social por la noción de “prueba” en tanto que
“operador analítico central (…) permitiéndonos relacionar los procesos estructurales y
los lugares sociales con los itinerarios personales. Las pruebas son el resultado de una
serie de determinantes estructurales e institucionales, que se declinan diferentemente
según las trayectorias y los lugares sociales” (Martuccelli, 2006: 10).
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