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Comentario de textos Guerra de la Independencia y Fernando VII
Tras el estallido de la Revolución Francesa en 1789 las reformas borbónicas se paralizan y España
interviene militarmente contra Francia ocupando el Rosellón y el País Vasco francés. Sin embargo, el
contraataque de los franceses que llegaron a las puertas de San Sebastián fuerza al primer ministro Godoy a
firmar la paz con Francia (Paz de Basilea) y aliarse con Napoleón contra Inglaterra, alianza que, entre otros
desastres, llevó a la derrota de nuestra escuadra en Trafalgar. Ante la imposibilidad de invadir las Islas
Británicas, Napoleón decreta un bloqueo contra las Islas que Portugal se niega a cumplir y, con el pretexto
de invadirlo, las tropas francesas entran en España tras autorizar el primer ministro Godoy su presencia y la
colaboración del ejército español, seducido por la promesa de Napoleón de hacerlo "príncipe de los Algarbes"
(texto nº 1).
Sin embargo, el viaje de las tropas francesas se convierte en una auténtica invasión, ya que van dejando
guarniciones en las villas que atraviesan y una columna se dirige hacia Cataluña demostrando claramente
que no pretendían tan sólo invadir Portugal. Godoy comprende entonces el engaño de Napoleón e intenta
convencer al Rey Carlos IV de retirarse hacia Cádiz o hacia América si fuera necesario. Carlos IV duda y el
pueblo, alentado por el partido fernandino, se amotina (Motín de Aranjuez, 19 de marzo de 1808), depone a
Carlos IV y nombra rey a su hijo Fernando, estando a punto de linchar a Godoy. Napoleón llama entonces a
Carlos y a Fernando a Bayonne (sur de Francia) con la excusa de arbitrar en la disputa entre ambos. Allí, los
retiene y les obliga a entregarle el trono español que concede a su hermano José Bonaparte, el cual reinará
en España como José I contando con el apoyo de parte de la nobleza y de algunos burgueses e intelectuales,
los denominados afrancesados, pero rechazado por el pueblo español que el 2 de mayo de 1808 se levanta
en Madrid contra los franceses atacando a la guardia mameluca que pretendía sacar a los infantes de Madrid
para llevarlos a Francia.
Los afrancesados, cuya postura queda reflejada en el texto nº 2, eran algunos nobles, y también arribistas
que pretendían enriquecerse con el nuevo régimen. Sin embargo, en su mayor parte fueron intelectuales
liberales (Moratín, Goya, Whyte...) que creían que con José I “el país se libraba de una dinastía de la que no
era posible esperar ninguna mejoría” (los borbones), y que los franceses iban a traer a España los ideales de
Libertad, Igualdad y Fraternidad de la Revolución francesa. Muchos, sin embargo, fueron desencantándose
o cambiaron de bando a lo largo de la guerra al constatar las represalias indiscriminadas del ejército francés.
El levantamiento madrileño del 2 de mayo, alentado por los partidarios de Fernando, fue duramente
reprimido por las tropas francesas del mariscal Murat y todos los detenidos con armas fueron fusilados sin
juicio en la colina de Príncipe Pío al amanecer del día 3 de mayo. Ésta y otras medidas (prohibición de
reuniones, represalias para quienes atacaran a las tropas francesas) intentaban aplastar la rebelión, pero no
lo consiguieron ya que cuando la noticia de lo ocurrido en Madrid se difundió por España, la rebelión contra
los franceses se extendió, parte del ejército proporcionó armas al pueblo y éste, organizado en partidas
guerrilleras y dirigido por Juntas locales y provinciales, inició una guerra contra los franceses que, gracias al
apoyo inglés y a la derrota de Napoleón en Rusia, obligó al emperador a retirase de España en 1814 y devolver
el trono a los Borbones en la persona del príncipe Fernando (Carlos IV había enfermado durante el exilio en
Bayonne), que reinará con el nombre de Fernando VII.
En el curso del conflicto, los liberales no afrancesados decidieron convocar unas Cortes que, reunidas en
Cádiz, elaboraron una Constitución que se promulgó el 19 de marzo de 1812, siendo conocida como la
Constitución de Cádiz (popularmente La Pepa). Se trata de un texto liberal inspirado en la Constitución
francesa de 1792 que establece la existencia de una monarquía constitucional y una cosoberanía de las Cortes
y el Rey. En los artículos recogidos en el texto nº 3 se plantea una de las grandes cuestiones de la política de
la época: la de la soberanía o fuente de la autoridad. En la ideología liberal, el poder no viene de Dios, como
en el absolutismo, sino del pueblo. Se elabora así el concepto de “soberanía nacional” presente en todas las
constituciones liberales desde la Constitución americana de 1768 y la francesa de 1792. Se hace por tanto
necesario consultar a la nación sobre las decisiones legislativas y por toda Europa surgen parlamentos (en
España Cortes) con representantes elegidos por la población. Sin embargo, el sufragio está generalmente
limitado en estos momentos a los propietarios (sufragio censitario), es decir a aquellos ciudadanos que
tuvieran determinadas propiedades o pagaran determinados impuestos, ya que se consideraba que los no
propietarios carecerían de interés en conservar el sistema político.
La Constitución de Cádiz, una de las más avanzadas de la época en las libertades personales y modelo para
textos posteriores, permite el sufragio universal masculino para mayores de 25 años, pero indirecto (se
elegían compromisarios, los cuales escogían a los diputados) y con limitaciones censitarias para poder ser
elegido diputado.
En España, tras la retirada de las tropas francesas en 1814, regresa Fernando VII, hasta entonces retenido
en Francia, y los diputados de las cortes de Cádiz que durante la Guerra de la Independencia habían redactado
y aprobado la Constitución de 1812 pretenden que el rey jure la Constitución y se establezca en España un
régimen de monarquía liberal y constitucional. El Rey, sin embargo, anula la Constitución y restaura el
absolutismo contando con el apoyo de la nobleza (Manifiesto de los Persas), de las potencias de la Santa
Alianza y del pueblo que grita en las calles ¡Vivan las cadenas, muera la Constitución! (texto nº 4). Tras la
derrota de Napoleón, por toda Europa rebrota el absolutismo y las grandes monarquías europeas se alían
para mantener la monarquía absoluta e intentar impedir nuevas revoluciones.
Los absolutistas españoles son conscientes de que durante la Guerra de la Independencia se ha producido
una revolución liberal "en ausencia de V. M. se ha mudado el sistema", que para ellos representa "lo contrario
de lo que sentimos", por lo que piden al Rey que anule la Constitución de Cádiz y que se convoquen unas
nuevas Cortes "con arreglo en todo a las antiguas leyes".
Esta situación se mantiene hasta 1820 cuando, tras varios intentos fallidos, algunos militares liberales,
encabezados por el teniente coronel Riego, se pronuncian contra el absolutismo y exigen al Rey que ponga
en vigor la Constitución de 1812, lo cual hace Fernando publicando un manifiesto en el que, aparentemente
convertido al liberalismo, aparentemente convertido al liberalismo, justifica la restauración absolutista por
la peticiones de la nobleza y el pueblo ("todo cuanto vi y escuché, apenas pisé el suelo patrio, se reunió para
persuadirme que la nación deseaba ver resucitada su anterior forma de gobierno"), y declara cínicamente:
“Marchemos francamente, yo el primero, por la senda constitucional…” (texto nº 5). Comienza así el “trienio
liberal” (1820-23) que con Riego en el gobierno tomará importantes medidas como la supresión de la
Inquisición, la reducción del diezmo a la mitad y disposiciones para eliminar las vinculaciones, los mayorazgos
y comenzar la desamortización de los bienes de la Iglesia.
La mayor parte de estas medidas, sin embargo, no llegaron a entrar en vigor ya que el Rey conspira en
secreto contra el gobierno que él mismo ha nombrado y entra en contacto con la Santa Alianza para que
envíe un ejército a España y restaure el absolutismo. El ejército de la Santa Alianza integrado por 132.000
soldados (los Cien Mil hijos de San Luis) llega a España en 1823, el gobierno es depuesto y sus miembros
encarcelados. Fernando VII declara nulos y sin valor todos los actos del gobierno constitucional, afirmando
que había sido forzado a aceptarlos contra su voluntad. Inmediatamente comienzan la represión y las
depuraciones pese a las promesas de perdón general. En apenas un mes se ejecuta a 112 personas –el general
Riego entre ellas- y las cárceles se llenan de los liberales que no pueden exiliarse a tiempo (unos 10.000). El
ejército fue virtualmente disuelto y se abrió expediente a la totalidad de los oficiales al tiempo que se
perseguía a los miembros de las milicias populares creadas por el gobierno del Trienio liberal. La situación
era de tal gravedad que incluso las potencias de la Santa Alianza recuerdan a Fernando VII sus promesas de
perdón y le piden que detenga la represión pero ésta continúa y todavía en 1825 es ejecutado “El
Empecinado”, uno de los guerrilleros que más se había destacado en la Guerra de la Independencia, y en
1831 se condena a muerte a Mariana Pineda por el único delito de haber bordado en su casa una bandera
verde y blanca para los constitucionalistas. No es de extrañar que los historiadores liberales hayan calificado
a esta etapa como la Década ominosa (nefasta, detestable). En los meses siguientes a la llegada del ejército
del Duque de Angulema se anulan las leyes promulgadas durante el Trienio: se restablecen los mayorazgos y
señoríos, se cierran universidades y periódicos y se devuelven los bienes de la iglesia. No se restableció, sin
embargo, la Inquisición, cuya supresión se convirtió, a la postre, en la única herencia del trienio liberal.