Download EL PAÍS - Universidad Complutense de Madrid

Document related concepts

Restauración borbónica en España wikipedia , lookup

Partido Liberal wikipedia , lookup

Petre P. Carp wikipedia , lookup

Progresismo wikipedia , lookup

Transcript
31
EL PAÍS, sábado 31 de mayo de 2014
LA CUARTA PÁGINA
OPINIÓN
Neutralidad convulsa
La monarquía española consiguió salvarse del torbellino de la Gran Guerra, pero fracasó en la escena
internacional, donde aspiraba a ejercer de árbitro para facilitar el cese de hostilidades. Su papel fue irrelevante
Por JAVIER MORENO LUZÓN
N
o se preocupen: la historia no se
repite. Conforme se aproxima el
centenario del comienzo de la
Gran Guerra se intensifican las especulaciones acerca de las similitudes entre 2014
y 1914, aunque no hay en el horizonte un
conflicto bélico, de alcance continental o
global, entre dos grandes alianzas de potencias militares. Nunca se sabe, y tal vez
las crisis en el este de Ucrania o en el Mar
de China nos den una desagradable sorpresa. Pero por ahora es mejor dejar a un
lado los paralelismos facilones y aprovechar la inevitable efeméride para comprender mejor lo que pasó entonces. Porque resulta difícil exagerar la importancia
de aquella lucha, que transformó por completo el mundo. Según uno de sus intérpretes más agudos, el escritor judío austriaco
Stefan Zweig, acabó entonces la era de la
seguridad y comenzó la de la barbarie. De
todos modos, el viejo universo liberal, donde avanzaban los sistemas constitucionales, la política era cosa de élites y el Estado
apenas se injería en la marcha de la economía y de las relaciones sociales, dio paso a
una época marcada por el intervencionismo estatal y por la movilización de masas
en torno a alternativas ideológicas incompatibles, a menudo, autoritarias.
España permaneció neutral durante la
contienda. No obstante, y contra lo que
podría deducirse de un relato ya anticuado sobre el sempiterno atraso y el aislamiento de los españoles, se vio trastornada por ella y compartió muchos de los cambios que ocasionó. Como ha afirmado el
historiador Francisco Romero Salvadó, España no entró en la guerra, pero la guerra
sí entró en España. Su neutralidad fue, desde luego, producto de la impotencia y del
miedo. El propio verano de 1914 lo confesaba Eduardo Dato, el presidente conservador del Consejo de Ministros, cuando constataba la falta de preparación del ejército y
de la opinión pública, que ni siquiera habían asimilado las recientes campañas coloniales en Marruecos. En caso de penetrar en el avispero europeo, temían los
gobernantes, la monarquía constitucional
vigente se tambalearía por el peligro de
una guerra civil o de una revolución,
creencia que se agudizó con el tiempo. Pese a la apertura al exterior que había experimentado el país desde el desastre de
1898, no había compromisos firmes con
los vecinos Francia y Gran Bretaña, núcleo de la Entente aliada, menos aún con
Alemania y sus acólitos. Y esa postura se
mantuvo contra viento y marea.
Sin embargo, los efectos del vendaval
que recorría Europa se dejaron sentir enseguida. En primer lugar, en la economía
española, que tras las dudas iniciales se
benefició de manera extraordinaria por la
demanda inagotable de los beligerantes.
De golpe desapareció la competencia externa y todo lo que pudiera exportarse
multiplicó su valor: la industria textil catalana, la siderurgia vasca o la minería asturiana se bañaron en oro. La inflación, apenas conocida hasta aquel momento, se
enseñoreó del mercado, los salarios no pudieron seguir el ritmo y escasearon los bienes de primera necesidad. En las ciudades, que se llenaron de campesinos en busca de trabajo, los nuevos ricos convivían
con la penuria. Algunos ministros, encabezados por el liberal Santiago Alba, tomaron ejemplo de otros Estados y quisieron
gravar aquellos enormes beneficios empresariales con el fin de financiar infraestructuras y escuelas, pero los grupos de
presión les hicieron desistir. Mientras tan-
to, las huelgas proliferaron como nunca y
los sindicatos obreros —socialistas y anarcosindicalistas— alcanzaron una fuerza insólita. Al finalizar la guerra, sus miembros
se contaban por cientos de miles.
El descontento social se unió a la división de los españoles más conscientes en
dos bandos: aliadófilos y germanófilos. Si
los males de la modernidad, como el laicismo y las ideas republicanas— alababan el
orden militarista del Kaiser. Los periódicos, comprados por las legaciones extranjeras, calentaban a los lectores que, día a
día, devoraban las noticias procedentes de
las trincheras. En la primavera de 1917,
dos grandes mítines abarrotaron la plaza
eduardo estrada
La economía se
benefició mucho por
la demanda inagotable
de los beligerantes
La germanofilia escuchó
al conservador Antonio
Maura; Unamuno
agitó a los progresistas
las izquierdas presentaban a ingleses y
franceses como adalides de la libertad, la
democracia y la justicia, modelos para la
modernización nacional; las derechas
—que veían encarnados en Francia todos
de toros de Madrid: en el primero, la germanofilia escuchó al conservador heterodoxo Antonio Maura; poco después, Miguel de Unamuno y otros oradores avanzados enardecían a los progresistas. Entre
los intelectuales, convertidos en actores
políticos de primera fila, predominaban
los amigos de los occidentales, que lanzaron manifiestos y visitaron los frentes, aunque también asomaban los progermanos.
El ejército, que admiraba asimismo a Alemania y se veía afectado por la subida de
precios, se lanzó a la arena pública con sus
propios sindicatos, las juntas de defensa,
que rozaron el golpe de Estado y ya no
dejarían de poner zancadillas a los débiles
Gobiernos. Ese mismo verano confluyeron
los malestares en una reunión ilegal de
parlamentarios que pedían Cortes Constituyentes y en una huelga general revolucionaria. El régimen respiró gracias a la
falta de coordinación entre sus adversarios, tan numerosos como heterogéneos.
De hecho, 1917 fue el año de las revoluciones rusas, inconcebibles sin el tremendo esfuerzo realizado por el imperio zarista para atender a sus obligaciones con la
alianza franco-británica. Y no faltaban
quienes pensaran que España era la Rusia
de Occidente. En un sistema político liberal pero no democrático, donde conservadores y liberales se turnaban en el Gobierno gracias al fraude electoral, el rey, que
quitaba y concedía el poder, representaba
el papel protagonista. Y Alfonso XIII, favorable al comienzo a los aliados, no estaba
dispuesto a perder su corona a la manera
rusa, por lo que atornilló la neutralidad a
ultranza, respaldó a los militares y abrazó
posiciones reaccionarias que preparaban
una dictadura. Aunque la crisis del 17 no
pasó en balde: los dos partidos dinásticos
se fragmentaron de forma irremediable y
se abrió la puerta a soluciones de concentración nacional, grandes coaliciones plurifaccionales promovidas por el monarca
y por los contrarios al viejo turno bipartidista. Tal era la sensación de emergencia
que invadía la escena española.
Los avances de la Entente, animados
por la entrada de Estados Unidos del lado
occidental en 1917, alentaron a los nacionalismos subestatales, con los catalanistas a
la vanguardia. Había pasado ya la etapa de
la descentralización y llegaba la de la autonomía, en el clima benévolo que caldeaba
el principio de autodeterminación de los
pueblos esgrimido por el presidente norteamericano Woodrow Wilson, ideólogo de
la paz. Cuando se confirmó la victoria aliada, la campaña catalana, seguida por la
vasca, la gallega y otras que entonces se
unieron a la oleada de reivindicaciones territoriales, logró que, por vez primera, el
Parlamento español discutiera proyectos
autonómicos. A finales de 1918, en París
coincidieron el presidente del Gobierno, el
liberal conde de Romanones, y los delegados catalanistas que —a diferencia del primer ministro— no consiguieron ver a Wilson. Al final, el choque de legitimidades
—la soberanía nacional española contra la
catalana— y los problemas de orden público dejaron pasar aquella oportunidad.
En conclusión, las políticas neutrales
salvaron a la monarquía, pero fracasaron
en la esfera internacional, donde España
—al fin y al cabo, el neutral más importante en Europa— aspiraba a ejercer de árbitro para facilitar el cese de hostilidades. El
rey, con la ayuda de la diplomacia, había
sostenido en palacio una oficina que localizaba presos y gestionaba indultos; sus embajadas habían asumido los negocios de
los contendientes en territorio enemigo.
Los distintos Gobiernos habían resistido
los ataques submarinos alemanes y ni siquiera habían roto relaciones con los imperios centrales. Todo en vano: a la hora
de la paz, España fue irrelevante. Sin embargo, nada sería ya igual en la vida política y social española: si la prosperidad había cambiado el paisaje social, la revolución bolchevique servía de aliento a la izquierda y de fantasma a la derecha, en un
ambiente cada vez más violento y antiliberal. Como en la mayoría de los países europeos durante el periodo de Entreguerras,
el régimen constitucional sucumbió ante
remedios autoritarios e intervencionistas.
España no fue, pese a su convulsa neutralidad y tal vez por desgracia, una excepción.
Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.