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Fernando vi
Semblanza de un reinado de paz,
justicia y progreso, 1746-1759
Guillermo Calleja Leal
Comisario de la exposición
CAT. 33
Jean Ranc
Retrato de don Fernando
Príncipe de Asturias
c. 1731
Museo Naval, Madrid
1.— El conde de Saint-Simon
lo conoció cuando era niño
y en sus Memorias ponderó
su cariño hacia su hermano
mayor, el príncipe de
Asturias y futuro Luis I,
como también su subordinación respecto a éste.
Don Fernando de Borbón y Saboya y doña Bárbara de Braganza, príncipes de Asturias
Fernando VI el Prudente nació en el Palacio Real del Buen Retiro el 13 de septiembre de 1713, aquel
mismo año tan nefasto para España en que se firmó la Paz de Utrecht y que puso término a la
guerra de Sucesión. Hijo cuarto del rey Felipe V y de su primera esposa, doña María Luisa
Gabriela de Saboya, en él se dio además la circunstancia curiosa de que era primo hermano de
doble vínculo del rey Luis XV de Francia, por ser ambos hijos de dos hermanos, los duques de
Anjou y de Borgoña, y también de dos hermanas princesas saboyanas, hijas del duque Víctor
Amadeo III de Saboya. Por tales razones, don Fernando tuvo un gran reconocimiento internacional, lo que le resultaría muy útil durante su reinado (1746-1759).
Heredó de su padre la honradez y la dignidad, aunque no la viveza y la inteligencia de su
madre. Enviados ingleses le caracterizaron como de carisma tímido y de temperamento tranquilo y agradable, aunque con súbitos arranques de cólera y arrebatos de impaciencia como su
padre. También heredó de Felipe V su profunda e incurable melancolía depresiva, unida a una
abulia agravada por su timidez, producto de una inseguridad1 que le producía cierta falta de
decisión; pero a veces podía ser muy obstinado e incluso agresivo. Asimismo, se mostró siempre
respetuoso con las tradiciones familiares, piadoso y de vida sin tacha alguna, esforzándose por
hacer el bien y siempre propenso a perdonar los agravios, como los de doña Isabel de Farnesio.
Quizá su figura poco gallarda contribuyera a su timidez e indecisión, pues era poco agraciado como sus hermanos. Sus contemporáneos le describieron como de corta estatura y de complexión débil, fruncía continuamente las cejas y su mirar era duro, su rostro era de tez clara y
picado de viruelas, y sus modales reflejaban severidad y disimulo. Pero cuando lograba vencer
su timidez, se transformaba por completo: su rostro se tornaba agradable y expresaba su nobleza
y bondad, lo que junto con sus ojos azules y gracia de ademanes le hacían muy atractivo y dejaban ver en él su origen borbónico, distinguiéndose entre la dignidad rígida de los españoles de
su entorno cortesano. Se decía que era cumplidor de su palabra y que su mayor defecto precisamente era no faltar jamás a ella. Cuando don Fernando se sentía arrastrado por su melancolía
depresiva, sólo sus aficiones podían sacarle de la abstracción y de su indiferencia por todo, las
cuales se centraban en la caza, la música y coleccionar relojes, de los que poseía piezas de gran
valor y riqueza.
Tras una larga enfermedad, la reina doña María Luisa Gabriela de Saboya falleció (14-02-1714)
cuando él tenía sólo cinco meses de edad. Como su padre volvió a casarse (16-09-1714), creció
bajo el cuidado de su madrastra, doña Isabel de Farnesio. Sólo el mayor de sus tres hermanos
del primer matrimonio, don Luis, logró sobrevivir a la niñez; y permaneció muy unido a sus seis
medio hermanos más jóvenes hasta que accedieron a dignidades o contrajeron matrimonio.
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en calidad de arras y una cantidad para gastos de la casa; y en caso de enviudar, doña Bárbara
podría regresar a Portugal o permanecer en Madrid, según su voluntad. El 10 de enero de 1728,
los marqueses de los Balbases y de Abrantes, representantes de los monarcas de España y Portugal, firmaron en Lisboa las capitulaciones matrimoniales de don Fernando y doña Bárbara,
en cuyo solemne acto, ella recibió un retrato de su novio, guarnecido de brillantes. Al día
siguiente, de acuerdo con la tradición y la costumbre real vigentes, los jóvenes príncipes se casaron en la corte portuguesa por poderes, siendo representado el príncipe de Asturias por su suegro. A continuación, se celebró el enlace matrimonial con espléndidos festejos.
Doña Bárbara de Braganza había nacido en Lisboa el 4 de diciembre de 1711, por lo que
al anunciarse el compromiso, tenía diecisiete años cumplidos y dos más que su novio. Ambos
eran muy jóvenes, pero habían alcanzado la edad suficiente para contraer las obligaciones y
compromisos adquiridos por su nacimiento. Según los enviados extranjeros a la corte portuguesa, ella era apacible, cultivada y amante de la música como su novio, pero se distinguía de
éste por su cultura, inteligencia y gran fuerza de voluntad. Por lo demás, la salud de ambos era
bastante precaria.
La infanta portuguesa había pasado su infancia y adolescencia en la corte de Lisboa, recibiendo una educación rígida y severa como era lo propio en cualquier corte europea y, sobre
todo, en las de España y Portugal. Su inteligencia y su inclinación al estudio le permitieron
poseer una preparación cultural muy elevada para una dama de aquella época y era políglota,
pues además del portugués, su lengua materna, dominaba el español, el francés, el alemán, el
italiano y el latín. Aprendió música y canto con Domenico Scarlatti, y su afición musical la llevó
a componer melodías, cantar y a ser una consumada clavecinista. Lectora voraz, patrocinó la
publicación de libros y demostró una gran habilidad con los trabajos manuales, sobre todo en
bordado. Sin embargo, lo más importante fue que destacó por su inteligencia, su gran discreción, su férrea voluntad y su carácter muy emprendedor.
Por otra parte, además de su fealdad, la infanta portuguesa tenía un gran defecto aún desconocido cuando llegó a España y que ha sido omitido por la mayoría de los historiadores: su
desmesurada pasión por el oro y las joyas desde su infancia; algo que atribuimos a su certeza en
que su fortuna jamás le vendría de su físico, tan poco atractivo y seductor, pero sí, quizás, de su
riqueza. José Antonio Vidal Sales cuenta que uno de sus entretenimientos infantiles preferidos
consistía en jugar «a las rifas» con los hijos de algunos nobles «a los que se complacía en trampear hasta dejarles sin un solo juguete de los que habían apostado o puesto en prenda». Se sabe
además que años más tarde llegó a vender algunas joyas que le habían regalado «sólo y simplemente para gozar del incomparable placer físico que sentía al acariciar los doblones de oro entre
sus manos». Y es que sus mayores debilidades siempre fueron los doblones de oro y las joyas,
como también las piedras preciosas que su padre recibía del lejano Brasil.4
Meses más tarde de la tradicional boda por poderes, el 2 de octubre de 1728 se anunció
oficialmente el doble enlace matrimonial Borbón-Braganza. No obstante, los desposorios por
la Iglesia Católica sufrieron un nuevo retraso imprevisto en el programa, pues el príncipe de
Asturias enfermó de viruelas, lo que hizo cundir la alarma en la corte de España al recordarse la
reciente muerte de su hermano Luis I.
El 7 de enero de 1729, un año después de la firma de las capitulaciones matrimoniales, la
familia real de España partió del Palacio del Buen Retiro hacia Badajoz con un numeroso séquito;
y lo mismo hizo la familia real de Portugal, que marchó de Lisboa hacia la ciudad portuguesa
fronteriza de Elvas. Ambos monarcas llegaron a sus respectivos destinos con sólo dos horas de
diferencia y estuvieron acompañados de los ministros de Asuntos Extranjeros, cortesanos, invitados, numerosos criados y varios cuerpos de tropas como escoltas.
semblanza de un reinado de paz
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fernando vi en el castillo de villaviciosa de odón
2.— Este rechazo por parte
de Luis XV de Francia se
debió a que la infanta doña
María Ana Victoria aún no
era núbil, y el regente quería
que contrajera un matrimonio que asegurara una
rápida sucesión.
3.— Manuel Ríos Mazcarelle,
Reinas de España, Madrid,
Aldebarán Ediciones, 1999,
tomo I, pág. 107.
Su padre abdicó en el 15 de enero de 1724 y el 9 de febrero su hermano fue coronado como
Luis I; pero poco después éste falleció inesperadamente el 31 de agosto de una afección de viruela.
Tras muchos titubeos, Felipe V decidió asumir de nuevo los asuntos de gobierno e inició su
segundo reinado; y el 25 de diciembre don Fernando, nacido infante de España, fue jurado príncipe de Asturias por las Cortes, reunidas en la madrileña iglesia de los Jerónimos. Tenía entonces
sólo once años de edad y Felipe V creyó entonces prudente el comenzar a buscarle una esposa adecuada, por lo que ordenó la redacción de un memorando de todas las princesas casaderas. Del casi
un centenar de princesas solteras de entonces, casi todas fueron rechazadas por muy diversos
motivos: por haber cumplido veinte años o más, por no haber llegado a los cinco o por no convenir
a los intereses políticos de la corona de España. De las diecisiete candidatas a elegir, la elección
recayó en la princesa doña Bárbara de Braganza, hija mayor de Juan V de Portugal y de la infanta
doña María Ana de Austria, de ahí que fuera nieta del emperador Leopoldo I de Austria.
Doña Isabel de Farnesio tuvo que ver mucho con la elección. Su hija, la infanta doña
María Ana Victoria, había sido rechazada por Luis XV a instancias del regente, el duque de Borbón.2 Tal afrenta provocó un grave incidente diplomático y una breve separación de los intereses de los Borbones en Europa, como también el regreso a Francia de doña María Isabel de
Orleáns, viuda de Luis I. Como la máxima ambición de la intrigante reina de España no era otra
que el colocar a todos sus hijos en tronos europeos, su orgullo profundamente herido por el
rechazo del rey de Francia a su hija sólo podía ser aplacado si conseguía para ella un rey o un
príncipe heredero.
En 1725 se iniciaron con rapidez los contactos para concertar un doble matrimonio: el del
príncipe de Asturias, don Fernando de Borbón y Saboya, con la infanta doña María Teresa Bárbara Josefa de Braganza, y el de la infanta María Ana Victoria de Borbón y Farnesio con don José
de Braganza, heredero de la corona de Portugal y príncipe del Brasil. Pero las conversaciones fueron muy prolongadas porque doña Isabel de Farnesio, antes de que se tomara una posición firme
sobre ambos matrimonios, quería conocer al detalle el desarrollo de los sucesos internacionales
y que eran de especial interés para la corte de Madrid, por lo que puso como pretexto la mala
salud de su marido. Tiempo más tarde, en 1728, se procedió por fin a las negociaciones sobre los
protocolos, dote y arras.
Durante dichas negociaciones, conforme a la costumbre y el protocolo de entonces,
Madrid envió a Lisboa los retratos del príncipe don Fernando y el de la infanta doña María Ana
Victoria; pero Lisboa sólo mandó el retrato del príncipe don José y dilató cuanto pudo el envío
del de la infanta doña Bárbara. El marqués de los Balbases, embajador español en Lisboa, comprendió la demora de la entrega del retrato al contemplar en persona a doña Bárbara: una
muchacha oronda de diecisiete años, carente del menor encanto físico, con la cara muy picada
tras contraer unas viruelas y con un voluminoso pecho sumergido en un mar de collares y alhajas. Un adefesio.
Finalmente, el rey portugués cumplió su palabra y envió el retrato de su hija a través del
embajador español, quien adjuntó una carta advirtiendo que no guardaba ningún parecido con
la realidad: «[...] no está nada semejante: porque además de encubrir las señales de la viruela, se
ha favorecido considerablemente los ojos, la nariz y la boca, facciones harto defectuosas»3. Ni
aún así satisfizo el retrato de su presunta novia al príncipe de Asturias, don Fernando, lo cual no
le importaba en absoluto a doña Isabel de Farnesio, quien despreciaba a su hijastro y sólo le
importaba convertir a su hija, a la que llamaba cariñosamente Marianina, en la futura reina de
Portugal; y en cuanto a Felipe V, se quedó espantado al ver el retrato y farfulló un exabrupto.
Conforme a las capitulaciones, la infanta lusitana recibiría 50.000 escudos de oro de su padre
en concepto de arras, a los que Felipe V añadiría 80.000 pesos en joyas y presentes, 20.000 escudos
4.— José Antonio Vidal
Sales, Crónica íntima de las
reinas de España, Barcelona,
1995, 4.ª edición, págs. 65-66.
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incluso que resultaría difícil hallar en la historia de los monarcas españoles una afinidad tan
grande como la que hubo entre ambos.
El príncipe de Asturias, huérfano de madre desde los cinco meses de edad, había tenido
una infancia solitaria y triste. Por ello, su amor se volcó en su padre, al que apenas veía, y sobre
todo en su hermano don Luis, al que estuvo muy unido y cuya muerte fue un duro golpe para
él. En cuanto a su madrastra, doña Isabel siempre trató con desdén y hostilidad a ambos hermanos, don Fernando se había criado sin el amor de su padre y sin llegar a conocer el amor y la
ternura que podría proporcionarle una mujer. Y al darse la circunstancia de que doña Bárbara
también había tenido una infancia infeliz y su carácter era dulce, tranquilo y melancólico como
el de su marido, desde el primer día volcó en él todo el caudal afectivo que desde hacía mucho
había retenido sin poder exteriorizar. De ahí que ambos alcanzaran una total compenetración y
buscaran la felicidad en la vida retirada y la paz hogareña, compartiendo su exacerbada melancolía y su gusto por la soledad, y procurando permanecer al margen de las intrigas cortesanas y
de las insidias de la reina.
Aunque don Fernando era príncipe de Asturias, doña Isabel de Farnesio intentó por todos
los medios mantenerle al margen de los asuntos de gobierno, como había hecho con su hermano
Luis I; prohibió que su mujer y él tuvieran contacto con enviados extranjeros, e incluso llegó a
imaginar conspiraciones inexistentes por parte de ellos. Así, cuando la corte abandonó Sevilla
en 1733 y se trasladó a La Granja de San Ildefonso,10 como a su llegada al Real Sitio los príncipes
de Asturias fueron aclamados, la reina se irritó de sobremanera y no sólo ordenó una férrea vigilancia sobre ellos, sino también su incomunicación. Además, logró que tuvieran sus aposentos
en el antiguo alcázar madrileño de los Austrias hasta su incendio (1734), que fue cuando ya no
pudo evitar su traslado al Palacio Real del Buen Retiro.
Como doña Isabel de Farnesio, cuya influencia sobre su marido era enorme, no dejó de
intrigar para distanciarle de su hijo, don Fernando y doña Bárbara mantuvieron una postura
correcta y falta de ambición para evitar darle a ella motivos para incrementar su odio hacia ellos.
Así, apartados de la política activa, su vida fue muy apacible y relajada. Él se iba a cazar casi a
diario, mientras que ella, como su físico no le permitía acompañarle, se dedicaba a otras actividades más acordes con sus gustos: componer melodías que luego interpretaba una orquesta de
cámara a la que acompañaba cantando y tañendo el clavecín con maestría y entusiasmo, imprimía y encuadernaba libros en una pequeña imprenta que había en el Palacio Real del Buen
Retiro, y bordaba.
Sin embargo, sin pretenderlo ni alentarlo, un círculo de amistades se fue formando en
torno a los príncipes de Asturias, atraído por la bondad y la cultura de doña Bárbara y el carácter
afable de don Fernando. Aunque él no sentía entusiasmo por los asuntos públicos, ella siempre
procuraba que estuviera al tanto a través de conductos oficiosos. Algunas veces, don Fernando
hizo caso omiso de la resistencia de la reina y logró ser escuchado por su padre, reprochándole
ciertos aspectos de su política con gran respeto, pero también con la gran energía que le transmitía su esposa. Puede decirse que, tras su boda, aquellos años fueron de espera y meditación para
don Fernando, en los que pudo además conformar sus propios criterios políticos sin dejarse
influir por las normas de su padre, o más bien las de la reina. Pero careció por completo de experiencia política, un hecho reprochable a Felipe V porque estaba llamado a sucederle en el trono.
Pese a la vida sosegada de los príncipes de Asturias, una circunstancia fisiológica en don
Fernando socavaría en secreto la aparente felicidad de su esposa. Nos referimos a la enfermedad
o defecto congénito que padecía y que le impedía darle a ella la completa satisfacción sexual e
hijos. Antes de pronunciarse los médicos, la opinión general era que doña Bárbara era estéril y
llegó a insinuarse que, en caso de quedarse embarazada, sus hijos tendrían pocas esperanzas de
semblanza de un reinado de paz
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fernando vi en el castillo de villaviciosa de odón
5.— En 1543 (186 años antes),
el duque de Medina Sidonia
y el obispo Martínez Siliceo
acudieron a este lugar al
frente de un cortejo para
recoger a la infanta doña
María de Portugal, prometida del príncipe heredero don
Felipe de Habsburgo, que estaba ejerciendo la regencia
debido a la ausencia de su
padre el emperador Carlos V.
Ambos tenían dieciséis años.
La boda se celebró aquel
mismo año en Salamanca
con la necesaria dispensa
papal, pues ambos eran doblemente primos hermanos.
Doña María alumbró un primer varón que llenó de ilusión a toda la corte, pero falleció a los cuatro días debido a una infección en el postparto. El infante don
Carlos supuso el lastre más
pesado que Felipe II arrastró durante gran parte de su
reinado, ya que desde su nacimiento dio muestras de
sus múltiples deficiencias
físicas y mentales.
6.— Doña Isabel de Farnesio
demostró un gran tacto durante el viaje, evitando que
su marido tuviera arrebatos
violentos por las molestias
del trayecto, y también después suavizando varios
altercados y sucesivos rozamientos entre ambas comitivas por frívolas cuestiones
de etiqueta y protocolo.
7.— Manuel Ríos Mazcarelle,
Vida privada de los Borbones,
Madrid, Ediciones Merino,
1994, tomo I, pág. 151. El mismo autor: Reinas de España,
cit., tomo I, pág. 109.
8.— Doña Isabel de Farnesio
pretendía entonces un distanciamiento con Austria,
con la que España mantenía
relaciones amistosas, para
inclinarse del lado
de Inglaterra y Francia.
9.— Se eligió esta ruta porque los caminos, aunque
solitarios, reunían las mejores condiciones y estaban
más secos. También para
que Felipe V disfrutara conociendo nuevos lugares y
sobre todo los bosques hermosos que se abrían al paso
de la comitiva.
Aquel viaje de la comitiva real española a Badajoz se realizó con toda clase de preparativos y al detalle para que Felipe V diera una gran sensación de grandeza. Así, el aposentador de
palacio dispuso que los alojamientos se adornaran con tapices, cortinajes y reposteros, y que
en las habitaciones se colocaran camas, mesas y sillas, calentadores y braseros, lavabos y candelabros; y el jefe de cocina quedó al cuidado del servicio de mesa y provisiones. Pero hubo además otra comitiva que antecedió a la principal, que estuvo integrada por criados, pajes y
palafreneros, y que empleó 400 mulos, 80 caballos y pesadas carretas conducidas por 150 personas en las que se transportaron los numerosos equipajes y fardos con el servicio de instalación y aprovisionamiento.
El lugar elegido para el tan esperado encuentro, bajo un tiempo inclemente, fue en un
paraje situado junto a un puente de madera de cinco pies de grosor levantado sobre el modesto
río Caya, de poco fondo y frontera natural entre los dos reinos.5 Allí se dispusieron tres pabellones ricamente engalanados: uno, sobre la parte española, para alojar a los reyes de España y
su séquito; otro, en la parte portuguesa, para Juan V y su séquito; y el tercero en el centro, sobre
el puente, para la ceremonia de la entrega de los novios, con el tradicional intercambio de saludos y regalos.6
El 19 de enero de 1729 se produjo el primer encuentro entre la infanta doña Bárbara de Braganza y su novio, el príncipe don Fernando de Borbón y Saboya. Ella intentó agradarle y para ello
inició la conversación en francés, luego pasó al alemán y terminó en latín; y después de su larga y
políglota perorata, fue respondida por don Fernando con unas muy breves y secas palabras en
castellano por pura cortesía. El joven príncipe de Asturias la vio tan fea que quiso deshacer de
inmediato el compromiso aduciendo que había sido engañado; y conocemos la pésima impresión
que le causó por la carta que el embajador británico Benjamín Keene envió desde Badajoz al
Caballero La Taye: «Me coloqué ayer de modo que vi perfectamente la entrevista de las dos familias, y observé que la figura de la princesa, aunque cubierta de oro y de brillantes no agradó al
príncipe, que la miraba como si creyese que le habían engañado. Su enorme boca, sus labios gruesos, sus abultados carrillos y sus ojos pequeños, no formaban para él, a lo que pareció, un conjunto agradable: lo único que tiene de bueno es la estatura y el aire noble»7.
En el pabellón principal, situado en el puente sobre el río Caya, las infantas doña María
Ana, de once años, y doña Bárbara, de diecisiete, se despidieron entre lágrimas de sus padres y
hermanos respectivos, para dirigirse a una nueva corte y a un nuevo reino al lado de sus respectivos esposos de quince años. Los reyes de España y su séquito marcharon hacia Badajoz. Acto
seguido, la misa de velaciones se celebró en la catedral con gran pompa y boato, como también
con gran derroche de incienso litúrgico, siendo oficiada por el cardenal Borja, que estuvo rodeado de toda una pléyade de obispos y canónigos, tal como lo requería aquella ocasión.
Tras la boda de los príncipes, la corte española abandonó Badajoz camino de Sevilla, pues
el doctor Cervi, médico del rey, le había prescrito que pasara unas «jornadillas» en la capital
bética para que mejorara de su melancolía depresiva. También la reina quiso alejarle de la corte
de Madrid por temor a que abdicara a sus espaldas y también del Consejo de Castilla, que al ser
menos miembros podría controlar mejor y hacerlos más adictos a sus propios designios.8 Los
reyes de España tomaron el camino de la frontera que pasando por Alconchel llegaba hasta Jerez
de los Caballeros, fin de la primera etapa; y luego continuaron hasta Sevilla (27-01-1729), donde
fueron recibidos con numerosos festejos.9
Con tan mal comienzo, todo parecía predecir que aquel matrimonio sería infeliz, pero
luego no ocurrió así. Aunque don Fernando al principio le tuvo una gran antipatía por su falta
de atractivo físico, la resuelta y comprensiva princesa doña Bárbara logró ganarse pronto la confianza de su esposo, débil y de carácter depresivo, sirviéndole de gran apoyo. Puede afirmarse
10.— La Familia Real
regresó al Palacio Real de
La Granja con una nueva
hija, la infanta doña María
Antonia Fernanda, nacida
en la Ciudad del Guadalquivir en 1729.
11.— Manuel Ríos Mazcarelle,
Vida privada de los Borbones,
cit., tomo I, pág. 156. Reinas
de España. Casa de Borbón I,
cit., pág. 111. El despacho
del embajador francés venía
a decir que le faltaba uno de
los dos testículos, o bien sufría una atrofia en ambos.
Personalidades influyentes y metas políticas
El 11 de julio de 1746, don Fernando de Borbón y Saboya fue solemnemente proclamado rey de
España con el nombre de Fernando VI en el Palacio Real del Buen Retiro. Una vez en el trono,
ordenó tres meses de luto como establecía el protocolo y, siguiendo el ejemplo de la Casa de
Habsburgo en España, señaló dos días a la semana para que sus súbditos pudieran exponer sus
quejas y remediar sus injusticias. El marqués de Argenson, ministro de Luis XV de Francia, acertó
en su pronóstico cuando afirmó: «El gobierno ha sido francés en España durante la vida de Luis
XIV, italiano el resto del reinado de Felipe; ahora va a ser castellano y nacional».
Todos esperaban un reinado feliz por el carácter moderado, el espíritu conciliador y el
amor a la justicia de Fernando VI. Con tan excelentes condiciones, no resultó extraño que su primer acto de gobierno fuera indultar a desertores de la Milicia y a contrabandistas, como también a muchos otros infelices que gemían en las prisiones. Pero lo más llamativo y que probó a
todos su bondad fue que no sólo no quiso vengarse de todas las injurias que había recibido de
doña Isabel de Farnesio, su madrastra, sino que confirmó los donativos que su padre le había
legado a ella, le permitió que conservara el Palacio Real de La Granja y le autorizó a que residiera
en la corte, aunque tuviera que abandonar el Palacio Real del Buen Retiro y trasladar su residencia al Palacio de los Afligidos.
No reina Fernandito,
sino la reina Bárbara
que es su hado bendito.
Doña Bárbara se convirtió en el centro de los ataques furibundos de la reina viuda y sus partidarios. El marqués de Villarias, en contacto estrecho con doña Isabel, propuso crear una autoridad central de los Consejos Reales que prepararía las decisiones del rey, en un intento de
convertirle en un «pelele» y, sobre todo, para apartar a la reina de los asuntos de gobierno. Pero
el grupo reformista se movilizó con el apoyo del embajador portugués y logró en diciembre de
21
En cuanto a sus medio hermanos, don Carlos, don Felipe y don Luis Antonio de Borbón
y Farnesio, Fernando VI permaneció fiel a la memoria de su padre y fue generoso con ellos. Sin
renegar los compromisos heredados, defendió con prudencia los intereses del primero en su
reino de Nápoles (Carlos VII) y los del segundo en el ducado de Parma (Felipe I). Al tercero, por
quien sentía gran afecto, le tuvo siempre en su séquito durante todo su reinado (1746-1759).
Sin experiencia alguna en los asuntos de gobierno, ni tampoco una formación política
sobresaliente, aunque sí aceptable, Fernando VI estableció unos criterios propios que marcaron
de forma singular y admirable su reinado. Precisamente, si supo elegir a excelentes ministros y
fue un gran monarca, se debió gracias a su esposa doña Bárbara de Braganza, quien siempre le
aconsejó, animó y apoyó en las labores de gobierno, a las que precisamente él siempre fue poco
dado a meditar con profundidad.
A sus treinta y cuatro años de edad, don Fernando había heredado un vasto imperio,
aunque con las finanzas y la economía agotadas por tan largas y continuas guerras, y con sus
tropas enredadas en la guerra de Sucesión austriaca en Italia y en el Caribe. Por tanto, la meta
más urgente de su reinado consistió en la retirada de los escenarios de guerra en Italia y culminar las reformas internas discutidas o comenzadas bajo su padre, para poder así efectuar el
saneamiento económico y la modernización de España en el sentido del despotismo ilustrado.
Precisamente para lograr tales objetivos hacia un cambio político de equilibrio, Fernando VI
puso especial cuidado en la elección de sus ministros al inicio de su reinado: al marqués de
Villarias como primer ministro para la política de Familia, Exterior y Justicia, y al primer marqués de la Ensenada como ministro de la Guerra, Hacienda e Indias. Este último, que había
sido ministro con Felipe V, debía su permanencia en el puesto a don José de Carvajal y Lancaster, quien además había sido su protector.12
Doña Isabel de Farnesio, que hasta la muerte de su esposo había dirigido los destinos de
España, no se resignó a pasar a un segundo plano y continuó conspirando e intrigando hasta 1747,
como veremos. Por ello, a pesar del ánimo conciliador de los reyes, las tensiones muy pronto se
agudizaron entre los partidarios de la vieja política de fuerza de la reina viuda, orientada a los éxitos en el exterior y hacia Francia, y los grupos que permanecían unidos a doña Bárbara, inclinados hacia la paz reformas internas serias y una política de acercamiento a Inglaterra y Portugal.
Desde el primer día del reinado, doña Bárbara solía asistir a todas las reuniones del Consejo de Ministros; pero, con la mayor prudencia, se cuidaba de no dar nunca su opinión en público
y aconsejaba a su esposo siempre en privado. Al igual que su padre, Fernando VI jamás tomaba
ninguna decisión importante sin haber solicitado antes consejo a su esposa, por lo que la reina
tuvo tanta influencia en los asuntos de gobierno, como antes la habían tenido con Felipe V sus
dos esposas: doña María Luisa Gabriela de Saboya y luego doña Isabel de Farnesio. Pero el influjo
que ejerció doña Bárbara en don Fernando fue sin duda más sano, desinteresado y fructífero que
la de doña Isabel, quedando reflejado en esta conocida copla maliciosa:
semblanza de un reinado de paz
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fernando vi en el castillo de villaviciosa de odón
vida. Finalmente, los médicos diagnosticaron: «No puede engendrar hijos por un defecto de conformación», refiriéndose a que su miembro viril podía tener erección normal, pero no eyacular.
El conde de La Marck, embajador francés en España, envió un informe que coincide con dicho
diagnóstico: «Aun cuando por su juventud existen en el príncipe de Asturias los síntomas y movimientos necesarios para dar satisfacción a su mujer, carece de algo muy esencial, de lo que con
artificio se quita en Italia, a quienes se desea que figuren en una capilla de música; de modo que
hay en él muchos resplandores, pero sin llamas capaces para la generación»11. En definitiva, el
problema no residía en la constitución de la princesa, tal como se había temido antes de contraer matrimonio, sino en la del propio príncipe de Asturias.
El pleno convencimiento de que no tendrían descendencia, afianzado después con los
años, supuso una pesadumbre obsesiva y una encubierta amargura durante la vida matrimonial
de ambos. Pero tan fatal contratiempo no fue óbice para que ambos, de carácter agradable y apacible, permanecieran siempre muy unidos y compenetrados, aunque teniendo ella que afrontar
las crisis de melancolía depresiva que su marido heredó de su padre, y que intentó apaciguar distrayéndole mediante diversiones.
La falta de hijos de los príncipes llenaba de gozo a la reina, quien no dejaba de zaherir a
su nuera con hirientes comentarios y no ocultaba su desprecio hacia su hijastro. Pero ellos jamás
respondieron a tal enemistad, por lo que Isabel no logró su pérfido plan, consistente en enemistar a su marido con su hijo. Aunque sus ambiciones se verán más tarde satisfechas, pues al
no tener ellos descendencia, el trono de España pasará a su hijo el infante don Carlos de Borbón
y Farnesio —Carlet—, que residía en Nápoles y donde gobernaba como rey de las Dos Sicilias con
el nombre de Carlos VII.
El 9 de julio de 1746, Felipe V falleció a consecuencia de un inesperado ataque al corazón
en el Palacio Real del Buen Retiro, siendo después trasladados sus restos por su propia disposición testamentaria al Palacio Real de la Granja de San Ildefonso. Al profundo dolor que produjo
al príncipe heredero la muerte de su padre, se sumaba la enorme responsabilidad de subir al
trono y hacerse con la dirección del gobierno, sin experiencia alguna. Pero su carácter melancólico hallará un firme apoyo en su esposa, sin cuyo ánimo y sus prudentes consejos jamás hubiera
podido reinar como lo hizo en esta nueva etapa de su vida.
12.— Don Zenón de Somodevilla y Bengoechea
(Olesanco, 1702-Medina del
Campo, 1781). Aunque procedía de una familia de hidalgos de aldea, recibió una
sólida instrucción, sobre
todo en matemáticas, y a los
18 años ingresó en la Administración del Estado (1720).
Los ministros Patiño y
Campiño descubrieron sus
cualidades y le encomendaron el reorganizar la Marina
española, donde obtuvo rápidos ascensos. Comisario
de Marina (1728), organizó
los arsenales de Cartagena y
El Ferrol. Intervino en la
preparación de la escuadra
que reconquistó Orán y en
la campaña que dio al infante don Carlos de Borbón y
Farnesio el trono de Nápoles; y por ello, Carlos VII le
concedió el título de marqués de Ensenada (1736).
Reorganizado el Consejo
del Almirantazgo, Felipe V
le nombró secretario del
nuevo organismo, donde
desplegó una actividad extraordinaria. Su reputación
le llevó a ser secretario del
infante don Felipe de
Borbón y Farnesio para dirigir la administración de la
nueva campaña en Italia,
dentro del conjunto bélico
de la guerra de Sucesión de
Austria. Por tanto, organizó
el ducado de Saboya, conquistado por las tropas hispano-francesas (1742), se
ocupó del abastecimiento
del ejército y regresó a
Madrid, donde a la muerte
de Campiño acumuló la
Secretaría de Marina e
Indias a las de Estado
y Guerra que ya poseía.
23
sobre todo, a quienes confiaba la dirección de su conciencia. Al principio quiso mantener a su
confesor, el jesuita francés Jacques-Antoine Fèvre, que también lo era de su madrastra. Pero por
consejo del desconfiado Carvajal muy pronto le sustituyó por el jesuita español don Francisco
de Rávago, continuando Fèvre como confesor de doña Isabel.
Rávago no guardaba ningún parecido con Fèvre, porque su temperamento era tosco e
independiente, y no era brillante como el francés; aunque tampoco el rey era brillante y quizás
ello contribuyó a su gran compenetración. Su nombramiento fue un gran acierto, pues en los
ocho años en que estuvo de confesor del rey, éste y su esposa ganaron en libertad de movimientos; y además, al padre Rávago le encomendaron misiones muy delicadas como la expulsión de
doña Isabel de Farnesio de la corte y su exilio al Palacio Real de La Granja, como veremos.16 Su
influencia era muy conocida de todos y el pueblo, tan dado a la chanza, cantaba una copla que
se hizo popular:
semblanza de un reinado de paz
22
fernando vi en el castillo de villaviciosa de odón
13.— Ambos ministros tenían
formas de vida muy opuestas. Ensenada, descendiente
de modestos hidalgos, era
muy dado a vestir con gran
lujo. En los días de gala, los
adornos de su traje se calculaban en unos 500.000 duros, por lo que nadie en la
grandeza de España podía
igualarle en lujo y ostentación. Se cuenta que en cierta
ocasión el rey le manifestó
su sorpresa por el lujo tan
exagerado de su traje, a lo
que le respondió: «Señor,
por la librea del criado se ha
de conocer la grandeza del
amo». Por el contrario
Carvajal, hermano del duque
de Linares, llamaba la atención por su gran sencillez y
austeridad extrema en su
forma de vida y de vestir.
14.— Renate Pieper,
«Fernando VI (1746-1759)»,
Los Reyes de España,
Madrid, Siglo XXI, 1999,
págs. 150-151.
15.— Carlos Broschi Farinelli
(1705-1782), vino de Italia
con el fabuloso contrato
de 3.000 libras de pensión.
Alegró las noches de
Felipe V, quien antes de dormir, como si fuera un niño,
tenía que escuchar su prodigiosa voz, sin la cual creía
que no podría conciliar el
sueño. Agradecido el monarca por el sosiego que su
mente enferma sentía con
sus canciones, le ofreció regalarle lo que pidiese, a lo
que contestó el cantante:
«Sólo deseo que Su
Majestad se debe vestir y
afeitar». Felipe V tenía tal
pasión por el bell canto de
Farinelli, que solía imitarle
en su cámara cantando sus
canciones, aunque sólo alcanzara a emitir extraños
alaridos que inquietaban a
cuantos desconocían que se
trataba del propio rey.
1746 que Villarias perdiera gran parte de su poder y quedara reducido a ministro de Justicia.
El anglófilo don José de Carvajal y Lancaster ocupó su lugar como decano del Consejo de Estado
y primer ministro.
Fernando VI se apoyó especialmente en dos excelentes y leales ministros: don Zenón de
Somodevilla y Bengoechea, primer marqués de la Ensenada, simpatizante de Francia, y don José
de Carvajal y Lancaster, que lo era de Inglaterra. Ambos determinaron las políticas exterior e
interior, y precisamente entre estos supuestos dos polos opuestos giró la política de equilibrio del
reinado; ya que conviene advertir que ambos ministros fueron, por encima de todo, dos excelentes patriotas que siempre antepusieron los intereses de España a sus tendencias o simpatías
personales. Resulta muy elocuente el comunicado del embajador británico Benjamín Keene al
duque de Bedford, en el que aseguraba haber escuchado decir al propio Ensenada: «Si alguna
vez me veis preferir la bandera francesa al pabellón español, hacedme arrestar y ahorcar como el
mayor malvado de la tierra». Luego, el mismo diplomático aseguró en otro comunicado que para
él «resultaba imposible hacer inglés a Carvajal, pero que jamás sería francés».
Con dos magníficos y fieles pilares de la política, como lo fueron Carvajal y Ensenada,
Fernando VI y doña Bárbara de Braganza lograron mantener a España neutral y alejada de los
escenarios bélicos, tan deseados por la reina viuda para medro de sus hijos, y dieron a España
una época de paz como no había tenido desde los tiempos de Felipe II, como también de prosperidad. Aunque se ha escrito mucho sobre los caracteres contrapuestos y los conceptos políticos de ambos ministros, en síntesis, podemos establecer las diferencias siguientes:
Orígenes: Carvajal procedía de una familia de la alta nobleza extremeña, emparentada
con la nobleza portuguesa y con lejanos lazos familiares con Inglaterra. Ensenada había nacido
en Aragón y tenía orígenes modestos.13
Política exterior: Carvajal buscaba una unión estrecha con Portugal e Inglaterra, para que
España se librara de la tutela de Versalles. Ensenada defendía la política de reformas de la Casa
de Borbón de Francia.
Política interior: Carvajal abogaba por un Ejército de Tierra más fuerte y por mejorar y
ampliar las fortificaciones para oponer resistencia a las tropas francesas si ello fuera necesario.
Ensenada era partidario de la reconstrucción de la Armada para enlazar con las fuerza las posesiones ultramarinas con la metrópoli y rechazar la injerencia en aguas jurisdiccionales españolas de uno y otro lado del Atlántico.
Comportamiento: Carvajal era un hombre sencillo en el trato y tendía a reacciones bruscas, lacónicas y poco flexibles. Ensenada se desenvolvía en cambio con gran pompa y lujo, siendo
muy cortés y flexible en extremo.
Tan marcadas diferencias pudieran hacer pensar que Carvajal y Ensenada se bloqueaban
mutuamente, y sobre todo, porque nunca trabajaban en equipo y presentaban por separado al
monarca sus planes y decisiones. Pero si hacemos un resumen de sus escasos siete años de funciones y consideramos los efectos de sus actividades a largo plazo, podemos concluir que ambos ministros se complementaron a la perfección y que los reyes desearon preservar su independencia.14
En realidad hubo pocos cambios esenciales entorno a Fernando VI. El célebre cantante
de ópera italiano Carlos Broschi, conocido como Farinelli, que había sido llamado por Isabel de
Farnesio en 1737 para que viviera a la Corte y distrajera a su marido durante sus crisis de melancolía depresiva, gozó del favor y la confianza de doña Bárbara de Braganza, por lo que continuó
cantando para ella y para su esposo, pudiendo éste conservar su importante posición e influencia en la corte y ante los reyes.15
Los confesores de Felipe V, Robinet y Daubenton, tuvieron una influencia enorme en los
asuntos políticos; y al igual que su padre, Fernando VI profesó un gran respeto a los sacerdotes,
Al rey le llaman Juan Lanas,
a Ensenada cardador.
Y el que escarmena la lana
es el padre confesor.
Si los reyes querían ante todo la paz para España, doña Isabel de Farnesio, con el apoyo de sus
partidarios, buscó todos los medios posibles para entorpecer las negociaciones diplomáticas,
creyendo así poder salvar los intereses de sus hijos en Italia. Don Fernando decidió entonces
poner fin a sus intrigas enviándole una nota con el nombre de cuatro ciudades lejanas de la corte,
para que eligiera dónde deseaba residir. Intervino entonces don Carlos de Nápoles para poner paz
en la familia, lo que salvó a su madre del destierro; y por su parte, Fernando VI prometió respetar
los intereses de sus dos medio hermanos en Italia, don Carlos y don Felipe, y decidió proseguir allí
la guerra ayudando a los genoveses a sacudirse el yugo austriaco.
Pero ocurrió que la doña Isabel erró al entender la actuación de su hijastro como un acto
de debilidad, por lo que en 1747 continuó intrigando con sus partidarios y haciendo mayores
alardes de falta de respeto hacia él y su esposa. Fue entonces cuando Fernando VI encargó al
padre Rávago que le entregara con delicadeza una carta secreta, en la que le indicaba que se retirara a vivir al Palacio Real de La Granja de San Ildefonso. Como era de esperar, ésta alegó que
no era una residencia adecuada para ella, pues en el Real Sitio había demasiado frío y humedad
en invierno y, sobre todo, aquel lugar le producía una gran tristeza al traerle muchos recuerdos
de su difunto esposo. Ante tal negativa, don Fernando envió de nuevo al padre Rávago para proponerle otro lugar de residencia, a lo que ella contestó que no podía, pues había realizado
muchos gastos para acondicionar el Palacio de los Afligidos. El rey ordenó entonces que le entregaran lo necesario para su marcha inmediata, pero doña Isabel seguía poniendo excusas para no
abandonar la corte. Así pues, el padre Rávago no hacía más que servir de «cartero» entre ambos,
sin poder lograr nada debido la resistencia de ella.
Doña Isabel de Farnesio, en una de sus cartas a don Fernando, llegó a expresarle con gran
desfachatez y cinismo: «He recibido por mano del padre confesor de V.M. su carta del 3 del
corriente, en la que he visto con sumo dolor lo que me propone. Yo estoy pronta a hacer lo que
fuese de su agrado, pero desearía saber si he faltado en algo para enmendarlo, y al susodicho padre
he comunicado todo en unas esquelas para que no le pase ningún punto». Al recibir semejante
carta, don Fernando perdió por completo la paciencia y decidió terminar con tantos circunloquios
y dilaciones, respondiéndole de forma terminante: «Lo que yo determino en mis reinos no admite
consulta de nadie antes de ser ejecutado y obedecido; de lo demás le hablará mi confesor»17.
16.— El padre Rávago fue cesado como confesor del rey
en 1755. Pese a su condición
de jesuita, su cese pudo ser
el principio de su animosidad contra la Compañía de
Jesús, que culminaría en el
reinado de Carlos III.
17.— Manuel Ríos Mazcarelle,
Vida privada de los Borbones,
cit., tomo I, pág. 161.
Política de reformas
Fernando VI y Bárbara de Braganza reinaban sobre una población de unos 19 millones de súbditos,
la mitad de los cuales vivía en la península ibérica y la otra mitad, prácticamente en las colonias de
la América hispana. En España, la población se concentraba en Galicia, León, Castilla la Nueva y
Andalucía; los principales centros de población en América estaban en lo que hoy es México y en la
zona de Los Andes. Las regiones de mayor potencial económico coincidían sólo en parte con los centros de gravedad de población. Las regiones costeras españolas, sobre todo Cataluña y la cornisa cantábrica, mostraban los índices de crecimiento más elevados; en América destacaba especialmente
México por su crecimiento dinámico, pero también aparecían en ascenso Venezuela, la región de La
Plata y las costas del Pacífico de Chile y Perú. Además, tanto en las zonas costeras peninsulares como
en las regiones prósperas americanas, iban apareciendo síntomas claros de una transformación social
hacia una sociedad orientada más por los criterios económicos que estamentales.
El objetivo principal de Fernando VI y de su ministro Ensenada consistía en apoyar la
modernización económica y social, en el sentido del despotismo ilustrado. En Europa se debía
de impulsar la producción de manufacturas y la industrial incipiente; mientras que en América,
la agricultura y la minería.
Al lado de este establecimiento de centros globales de gravedad, que tenía por finalidad
integrar con más fuerza las economías colonial y metropolitana, se intentaba asimismo tomar
medidas de política regional en España. Así, las manufacturas y sobre todo las de producción de
seda y paños en Castilla, que había entrado en crisis en el siglo XVII, fueron estimuladas por las
reales fábricas que ya habían sido fundadas en tiempos de Felipe V. Las subvenciones estatales y
la producción de las fábricas se elevaron de forma importante durante este reinado, un estímulo
económico al que se adherirá más tarde Carlos III, su sucesor en el trono.
25
Ensenada no sólo apoyó la modernización económica de España y de sus colonias
ultramarinas, sino que también reformó las finanzas del Estado. En España y América, se
reemplazó por funcionarios del Estado a los arrendatarios de impuestos, que hasta 1573
recaudaban más del setenta por ciento de los ingresos de la Real Hacienda. La eliminación
del arrendamiento de impuestos elevó en un cincuenta por ciento los ingresos estatales hacia
el final del reinado, a pesar de los altos costes de la administración. Para adecuar la carga
impositiva a la capacidad económica, Ensenada se propuso reemplazar los numerosos
impuestos particulares de Castilla, que gravaban sobre todo el comercio y el consumo, por
un único impuesto sobre ingresos y fortunas, la llamada contribución única. Además, hizo recabar información exhaustiva sobre ingresos y riqueza en Castilla, cuyos resultados, conocidos
como Catastro de la Ensenada, estuvieron a disposición de la corona en 1557. Pero como para
entonces Ensenada ya había caído, consiguieron los opositores de la contribución única, sobre
todo la alta nobleza y el clero por ser los más afectados, impedir la introducción de este
impuesto sobre ingresos y riquezas.
Pero Ensenada no se conformó con un aumento de los ingresos reduciendo los costes de
recaudación, sino que además se esforzó por conseguir un uso más eficaz de los escasos medios
financieros de la corona. Para ello, en 1749 se nombraron intendentes provinciales y del ejército
en toda España, que eran funcionarios que coordinaban la administración civil, de justicia, de
hacienda y militar en cada provincia. Con estas medidas, Ensenada consiguió financiar la reconstrucción de la Marina española, que pocos días antes de entrar en vigor la Paz de Aquisgrán había
sufrido grandes pérdidas en el Caribe a manos de los ingleses; y también hizo ampliar los astilleros españoles, particularmente en Galicia, logrando elevar el número de barcos a 76 hacia el
final del reinado, una cifra jamás alcanzada antes bajo los Borbones.
Simultáneamente, Ensenada mejoró la capacidad defensiva de España por medio de la
renovación de las viejas fortificaciones y la construcción de otras nuevas; entre otras, por ejemplo, la magnífica fortaleza de Figueras en Cataluña, destinada a contener una hipotética invasión militar francesa. También hizo modernizar las fábricas de armamento y munición,
reorganizó el Ejército y estableció un eficaz sistema de milicias de provincias, ya que, según él, si
se incrementaba el número de efectivos en el Arma de Infantería, se hubiera producido una fuerte
resistencia por parte de la población y hubiera supuesto una carga demasiado pesada para la
economía española, tan necesitada tras las largas guerras de Italia.
Como resumen, puede constatarse que el reinado de Fernando VI se distinguió por una
política económica anticíclica, que dirigió los gastos civiles y militares del Estado y también lo
hizo hacia las regiones menos favorecidas. La política financiera de Ensenada alcanzó tal éxito
que descendió el endeudamiento del Estado y los ingresos de la corona superaron a los gastos,
pese a la realización de los grandes programas de armamento. El dinero sobrante quedó sin uso
en depósito, sin que por ello se produjera una contracción de la actividad económica. De ahí que
Carlos III halló una economía saneada y las arcas de la Real Hacienda llenas cuando vino a
España; y de no haber sido así, sus reformas no hubieran sido posibles.
En el terreno de la política cultural también se puede reconocer la huella reformista de
este reinado sobre la modernización de su Imperio en el sentido del despotismo ilustrado.
Creemos importante destacar que España no se dejó guiar como antes por la corte de Versalles
y, siguiendo sus propios intereses, las representaciones de ópera italiana recibieron apoyo. El
cantante de ópera Carlos Broschi Farinelli y el compositor y director de orquesta Domenico
Scarlatti, maestro de Bárbara de Braganza, organizaron conciertos y óperas en el Palacio Real
del Buen Retiro y escenificaron festivales en el Real Sitio de Aranjuez. Farinelli siempre contó con
la confianza plena y la decidida colaboración de los reyes. Sin embargo, el mecenazgo no se
semblanza de un reinado de paz
24
fernando vi en el castillo de villaviciosa de odón
Así pues, un año después de la coronación, en el mes de julio de 1747, la reina viuda tuvo
que acatar la orden del rey y marchó al Palacio Real de La Granja. Aunque una vez allí, supo disimular muy mal su condición de exiliada forzosa y continuó con sus intrigas, mostrando como
siempre su profundo desprecio al rey y a la reina.
La gran envidia de doña Isabel de Farnesio a doña Bárbara de Braganza la condujo a
difundir continuos infundios y calumnias. Una de las más difundidas, aunque inverosímil, consistió en asegurar que la reina había mantenido algún que otro desliz con el Farinelli. Por suerte
para ella, Fernando VI nunca tuvo conocimiento de tal rumor, pues de haberse enterado hubiera
tenido un arranque de cólera de resultados impredecibles, como su expulsión fulminante a
Nápoles o a Parma junto a sus hijos. Hasta los mismos propagadores de semejante ocurrencia de
la reina exiliada se partían de risa, pues era harto conocido en todas las cortes europeas que Farinelli había sido castrado desde su adolescencia y que era asexuado, de ahí que le atrajeran muy
poco las damas y mucho menos una tan poco agraciada como la reina doña Bárbara. Pero a doña
Isabel no le importaba la nula credibilidad de tal infundio, y se limitaba a basar sus argumentos
en tres hechos: que Farinelli frecuentaba el Palacio Real del Buen Retiro, que solía ir en el séquito
de los reyes cuando viajaban y que a la reina le gustaba el canto y la música.
Esta actitud de doña Isabel contra los reyes, sus infundios y terribles calumnias, sus intrigas y sus maquinaciones crearon situaciones políticas muy difíciles. Su vida en su exilio de la
corte fue tan aburrida como la que había llevado junto a su difunto esposo. Además, como si
estuviera contagiada de las mismas melancolías de Felipe V, continuó sus extrañas costumbres
y horarios, haciendo de la noche día y del día noche. Había puesto su mayor esperanza en la mala
salud del rey, pues sabía que sólo su muerte la libraría de aquel exilio que tenía más que merecido.
Tuvo que esperar doce largos años.
Don José de Carvajal y Lancaster:
una política exterior basada en la paz y la neutralidad activa
Fernando VI acompañó su política de reformas exteriores de unas consecuentes políticas de paz
y neutralidad en el exterior, pues sólo así se podría producir una recuperación duradera de la
economía y de la sociedad españolas. Para ello, comenzó a regular sus relaciones con las demás
potencias, zanjando paulatinamente todas las cuestiones que pudieran entorpecer su firme política de neutralidad. Su gran mérito consistió en el logro de una política de equilibrio entre Londres y Versalles, sin caer en la tentación de apoyar ni a Francia ni a Inglaterra. Por eso, don
Fernando fue muy dado a la firma de tratados de paz y amistad.
Cuando subió al trono, las tareas más urgentes consistían en apartar a España de la guerra de Sucesión austriaca (1743-1748) y en solucionar los conflictos que quedaban desde la guerra
de Sucesión española (1701-1713), en Italia con Austria, y en América con Inglaterra y Portugal.
En cuanto le fue posible, don Fernando cerró tratados y acabó con las contiendas bélicas
que la ambiciosa doña Isabel de Farnesio había provocado en Europa para dotar a sus hijos de
tronos. El equilibrio con Austria y la estabilización de la situación en Italia se lograron en las
tres etapas que exponemos a continuación.
Primera etapa. Don José de Carvajal y Lancaster, ministro de la Familia y de Política exterior, logró poner fin a la guerra de Sucesión austriaca mediante la firma de la Paz de Aquisgrán
(18-10-1748); como también, el reconocimiento de los ducados de Parma, Piacenza (Plasencia) y
Guastalla a favor de don Felipe de Borbón y Farnesio. Una cláusula del tratado establecía la reversión de dichos ducados a Austria, en caso de que don Felipe muriera sin descendencia masculina, o bien heredara el trono de España o de Nápoles. En realidad, la guerra acarreó a España
muchos gastos y sufrimientos, para luego obtener tan poco beneficio, como Marlés comenta de
forma muy crítica:
Jamás se vio un tratado de paz que menos mudanzas hiciera en la situación de las potencias
beligerantes anteriores a las hostilidades, después de una guerra porfiada que extendió sus
estragos sobre la mitad de Europa [...] Pregúntase ahora por qué la Inglaterra, la España, la
27
Holanda, la Italia, el Imperio, se han hecho una guerra tan tenaz. España no perdía nada, Inglaterra no ganó nada, Prusia y Cerdeña conservaron los que habían obtenido de la reina de Hungría. Es verdad que al infante don Felipe se le dio Parma y Plasencia, pero Francia volvió los
Países Bajos a la emperatriz, y la Saboya al rey de Cerdeña. Inglaterra volvió la isla del cabo
Bretón, y Francia le cedió la Acadia. ¿Merecía esto la pena de verter tanta sangre y de aumentar la deuda pública en tantos millones?.18
Pese a todo, Fernando VI y doña Bárbara de Braganza, ambos de firme vocación pacifista, celebraron la paz más que nadie. Quien tenía más motivos para celebrarlo fue la reina viuda, que por fin
había visto cumplido su objetivo primordial: unos territorios gobernados por su hijo don Felipe de
Borbón y Farnesio en 1748, quien a su vez desde 1738 era el undécimo conde de Chinchón.
Segunda etapa. Carvajal y Ensenada lograron casar (12-04-1750) a la hija menor de Felipe V
y doña Isabel de Farnesio, doña María Antonia de Borbón y Farnesio, con Víctor Amadeo de
Saboya, príncipe de Piamonte e hijo heredero del rey de Cerdeña, que era aliado de Austria. Tras
conseguir Carvajal y Ensenada una unión tan importante para la estabilidad en Italia, Fernando VI
les concedió a ambos el Toisón de Oro con ocasión de las festividades de la boda.
Tercera etapa. La emperatriz de Austria, doña María Teresa de Habsburgo, quien sucedió
a Carlos VI en 1740, se puso en contacto directo con doña Bárbara de Braganza, múltiplemente
emparentada con ella, para cerrar una unión defensiva respecto a Italia. Después de que la reina
informara a su esposo don Fernando de los avances austriacos y conseguir su aprobación, se
firmó en Aranjuez (14-06-1752) el Tratado Defensivo de Italia entre España, Austria y Cerdeña,
que confirmaba el orden fijado para Italia en la Paz de Aquisgrán de 1748 y ponía fin a las guerras italianas de la primera mitad del siglo XVIII. Gracias a este acuerdo, pudo mantenerse la
paz hasta las guerras de coalición. Don Felipe de Borbón y Farnesio, duque de Parma, se adhirió al tratado; pero su hermano Carlos VII de Nápoles no lo hizo, puesto que el acuerdo no regulaba su sucesión en su reino.19
Por otra parte, la reconciliación entre España y Portugal fue posible por el Tratado de
Madrid (1750). A través de la correspondencia de Carvajal, en enero de 1750 se cerró un tratado que puso fin a las disputas fronterizas de ambas potencias europeas en las regiones coloniales. Por este tratado, España reconoció la marcha hacia el oeste de la colonización
portuguesa en el Mato Grosso y en la zona del Amazonas, lo que supuso la cesión de una
franja de quinientas leguas en territorio del actual Paraguay, donde los jesuitas habían fundado una serie de misiones modélicas. Como contrapartida, Portugal otorgó a España el control sobre la desembocadura del río de la Plata; cedió la Colonia do Sacramento (hoy en
Uruguay), verdadero foco de contrabando; y renunció a sus aspiraciones sobre Filipinas. Aunque este acuerdo de fronteras tropezó con una resistencia enérgica en la América hispana,
sobre todo en las reducciones jesuitas del Paraguay, pues los jesuitas perdían parte de sus
territorios de misiones.
A partir de la firma de la Paz de Aquisgrán en 1748, fue cuando Fernando VI pudo llevar
a la práctica su lema: «Paz con todos y guerra con nadie». Pero mantener la paz a ultranza no
fue tarea fácil para él, pues tuvo que enfrentarse a numerosas amenazas, intrigas y ofertas tentadoras por parte de Inglaterra y Francia, interesadas en que España rompiera su neutralidad.
Francia ofreció a España si se aliaba contra Inglaterra la devolución de la isla de Menorca, en
poder de los ingleses. Cuando el ministro don Ricardo Wall, que había ocupado el puesto de Carvajal tras su fallecimiento en 1754, comenzó la lectura del tratado de Versalles, al llegar a las palabras «No queriendo S. M. Cristianísima comprometer a ningún príncipe en su querella particular
contra Inglaterra...», Fernando VI le interrumpió diciendo: «Excepto a mí». El mismo rechazo
semblanza de un reinado de paz
26
fernando vi en el castillo de villaviciosa de odón
redujo a la música, pues en 1752 se fundó, con el apoyo de Fernando VI, la Academia de Bellas
Artes de San Fernando de Madrid, donde se formarían artistas plásticos y arquitectos.
En cuanto a la política con respecto a la Iglesia, tras largas conservaciones secretas, el
padre Rávago intervino en la firma de un nuevo concordato con la Santa Sede en 1753, junto con
Ensenada y don Ventura Figueroa, auditor de la Rota, que vino a formalizar las relaciones entre
Roma y Madrid y a fortalecer la posición de la corona frente a la Iglesia. Jamás España había firmado un concordato tan ventajoso y, por supuesto, en detrimento de la Santa Sede. El Concordato resultó posible gracias a la energía de Ensenada, la astucia de Figueroa y al tesón del jesuita
español. Aunque también habría que añadir los 95.000 escudos con los que se premió la pasividad del cardenal Valentí, los 36.000 entregados al papa, los 13.000 para el datario y otras cantidades sabiamente repartidas para ganar voluntades a los intereses de España.
Pero la corona no pudo conservar todos los derechos de su patronazgo sobre la Iglesia en
la Península. Para los preparativos de sus conversaciones con Roma, Ensenada había encargado
a algunos eruditos la búsqueda de documentos en los archivos de la catedral de Toledo para probar el patrocinio de la corona de Castilla sobre la Iglesia en siglos anteriores. En este contexto, las
transcripciones y la clasificación de los archivos hicieron que por vez primera se establecieran
métodos de trabajo para la crítica de fuentes documentales, lo que pudo ser el inicio de una ciencia de la historia de España.
18.— Ibíd., tomo I, págs.
158-159.
19.— Fernando VI mantuvo
siempre un trato protocolario en su correspondencia
con su medio hermano don
Carlos de Nápoles; pero el
Tratado de Aranjuez les distanció. El 28 de marzo de
1752, don Carlos le envió
una carta muy dura y llena
de reproches; y a partir de
entonces, don Fernando
adoptó una postura de gran
frialdad y don Carlos de
una gran altivez. Aunque
sus cartas contienen expresiones de cariño (como
«hermano de mi vida y de
mi corazón»), éstas sólo responden a fórmulas protocolarias propias del siglo
XVIII. José Luis Gómez
Urdáñez, Fernando VI,
Madrid, Alianza Ediciones,
2001, pág. 133.
29
El duque Felipe I de Parma estaba casado con doña Luisa Isabel de Borbón, primogénita
de Luis XV, empeñada en imitar en su pequeña corte de Parma todo el lujo y el derroche de la
corte de Versalles; aunque ella sólo logró agotar su exiguo Erario. Los duques contrajeron deudas y compromisos que les pusieron en bancarrota, viéndose en la necesidad de importunar a
Fernando VI solicitándole ayuda económica con cierta frecuencia.20 Sin embargo, nunca le
correspondieron con el agradecimiento debido.
En cuanto a Carlos VII de Nápoles, había intentado firmar un tratado de alianza con
Francia en oposición al de Aranjuez de 1752, e intentaba atraerse a Inglaterra, que tampoco se
había adherido a dicho tratado. Por otra parte, abrigaba grandes esperanzas en suceder a su
medio hermano don Fernando en el trono de España, pues sabía que su salud y la de doña Bárbara no eran buenas y, sobre todo, que no tendrían descendencia.
Don Ricardo Wall: una política exterior basada en la neutralidad inmovilista
El Tratado de Madrid de 1750 supuso la reconciliación entre Madrid y Lisboa, pero su posterior
aplicación originó tantos problemas y se derramó tanta sangre en las misiones jesuitas, que terminó provocando la caída inevitable del padre Rávago y Ensenada en sus respectivos cargos. En
abril de 1754, murió de improviso Carvajal tras sufrir una corta enfermedad, y como Ensenada
se oponía a una alianza con Inglaterra, el embajador británico Benjamin Keene, urdió una intriga
contra él, logrando su caída aquel mismo año y también la paralización del programa de construcción naval que tanto preocupaba al gobierno de Londres.21 En cuanto al jesuita español, que
durante ocho años fue confesor de Fernando VI e influyó en decisiones políticas, su cese en 1755
se debió a la promulgación de decretos con desconocimiento de los ministros.
Pero conviene señalar que entre el marqués y el confesor del rey, le fue peor al primero,
puesto que se le acusó de concusión y malversación. Una acusación que se vio favorecida por el
extraordinario lujo de que hacía gala, las inmensas riquezas que se le suponían, los cuantiosos
regalos que se decía que había recibido de cortes extranjeras y los que él había hecho a la reina
doña Bárbara de Braganza y a los embajadores acreditados en España. En consecuencia, se inventariaron y tasaron sus bienes, que ascendieron a una cifra enorme; no obstante, las muy oportunas intervenciones del influyente músico y cantante de ópera Farinelli, y sobre todo, de la
propia reina, lograron la suspensión del proceso. Su final no fue precisamente nada honroso,
pues Fernando VI le concedió por Real Decreto (27-09-1754) una pensión de 12.000 escudos en
concepto de limosna para que pudiera mantener con dignidad su Toisón de Oro, sin mencionar
en el mismo sus valiosos servicios prestados a la nación:
Por mero acto de clemencia he venido en conceder al marqués de la Ensenada, para la manutención y debida decencia del Toisón de Oro que le tengo concedido, y por vía de limosna,
doce mil escudos de vellón al año, dejando en su fuerza y vigor mi antecedente Real Decreto
exonerándole de todos sus honores y empleos.
Buen Retiro, 27 de septiembre de 1754.
Yo, el Rey.
Pero pese a las diversas causas o factores que provocaron la caída de Ensenada, y sin restar importancia a las maquinaciones del embajador británico contra el marqués, es muy posible que la
causa principal fue la envidia que el marqués levantaba a su alrededor y, por supuesto, no lo fue
en modo alguno su magnífica gestión. Prueba de ello es que nada más subir al trono Carlos III,
Ensenada regresará de su destierro de Granada y los «ensenadistas» ocuparán de nuevo cargos en
la Administración.22
semblanza de un reinado de paz
28
fernando vi en el castillo de villaviciosa de odón
recibió Inglaterra cuando el astuto William Pitt le ofreció la devolución de Gibraltar y la evacuación de los establecimientos británicos en Campeche (Honduras), a cambio de una alianza
contra Francia.
Hasta la propia reina doña Bárbara se vio sometida a las intrigas y presiones de Luis XV,
primo de su esposo. El monarca francés le escribió una carta confidencial y muy afectuosa que
le hizo llegar a través de su embajador Duras, invitándola a que se entendieran los dos directamente y en secreto, con el fin de que influyera en su marido a favor de Francia. Pero ella comprendió la gravedad que entrañaba dicha relación y entregó la carta a Fernando VI ante sus
ministros. Fue el propio don Fernando quien respondió a su primo; y como la esposa de Duras
se quejó ante doña Bárbara de la parcialidad que decía notar en el ministro Wall con respecto a
Inglaterra, ella le contestó de forma sutil y con cierto suave desenfado: «El rey, mi esposo, nombra los ministros a su gusto, y yo no podría entrometerme en esto: cuanto más que nosotras las
mujeres no entendemos de estos asuntos, propios de los soberanos y sus ministros, y no nos toca
sino esperar lo que ellos dispongan y hagan».
En octubre de 1750, Carvajal culminó en Madrid un acuerdo sobre el cese del tratado de
asiento o monopolio de la trata de esclavos africanos en las colonias americanas, que se había
concedido a los británicos desde el final de la guerra de Sucesión española (1713). Junto con el
derecho de asiento, los británicos habían conservado el de enviar anualmente a Hispanoamérica
un navío cargado de mercaderías, a salvo del monopolio de comercio español ejercido en sus
colonias (el Buque anual). Este derecho acabó también por el Tratado de Madrid, aunque España
tuvo que indemnizar a Inglaterra. Al final, no pudo llegarse a un acuerdo sobre la eliminación de
la corta de palo de Campeche en Bélice y Honduras, una práctica ilegal según los españoles, ni
sobre la pretendida soberanía española en el mar Caribe, como tampoco sobre la devolución de
Menorca y el Peñón de Gibraltar a la corona de España.
Durante el reinado de Fernando VI y el mandato de su ministro Carvajal, pudo resolverse
otro problema de política exterior: las relaciones entre España y Hamburgo. Esta ciudad hanseática había firmado un tratado con Argelia (22-02-1751), por el que se comprometía a suministrar armamento y munición. De este modo, los hamburgueses apoyaban indirectamente la
piratería en el Mediterráneo, con el consiguiente perjuicio y amenaza para la navegación y costas españolas. Al conocerse en España el tratado entre Hamburgo y Argel, el gobierno de Madrid
impuso un embargo al comercio hanseático que dañó sensiblemente el comercio entre Hamburgo y Cádiz e Hispanoamérica. Los hanseáticos cedieron ante la presión española y disolvieron su acuerdo con Argel, tras lo cual terminó el embargo español. Por otra parte, años después,
se rompieron las relaciones comerciales con Dinamarca (1757), también comprometida por un
tratado de suministro de armas al reino norteafricano.
Con respecto a Francia, Fernando VI sentía afecto sincero por los franceses, pero a diferencia de su padre, huyó de caer bajo su influencia. Si Felipe V lo primero que hizo al llegar a
Madrid fue escribir a su abuelo, Luis XIV, comunicándole que ya había entrado en contacto con
sus «indios», en clara referencia a los españoles, don Fernando solía decir con frecuencia que
«jamás consentiría ser en el trono de España virrey del rey de Francia». De este modo, aunque
España había combatido como aliada de Francia durante la primera mitad del siglo XVIII,
durante este reinado no se firmó ningún tratado porque Fernando VI quiso librar a España de
la anterior tutela de Versalles.
Una de las causas que habían contribuido a desunir a las cortes de Madrid y Versalles fue
precisamente la conducta de los dos mencionados hijos de doña Isabel de Farnesio, que se habían
adherido a la política de Luis XV y buscaban su protección y amistad: don Carlos y don Felipe
de Borbón y Farnesio.
20.— La correspondencia
entre Felipe de Parma y
Fernando VI ref leja que
ambos mantuvieron una relación muy fría y distante.
Fernando VI siempre
consideró a su medio hermano un manirroto y a su
cuñada como una frívola fille de France. José Luis Gómez Urdáñez, op. cit., págs.
133-134.
21.— Benjamín Keene no cesaba de maquinar la caída
de Ensenada. Se produjo
cuando hizo fracasar las negociaciones secretas de un
tratado hispano-portugués,
que la reina doña Bárbara
de Braganza deseaba con
gran interés y Ensenada
consideraba perjudicial
para los intereses de España.
El embajador británico lo
comunicó a Carlos VII de
Nápoles, y éste hizo llegar
su protesta a Madrid. Los
reyes, furiosos por lo que
consideraban una traición,
dieron a su ministro la orden de destierro a Granada,
en 1754. Todos sus bienes
fueron secuestrados y se le
privó de todos sus cargos y
honores, excepto del Toisón
de Oro.
22.— Cuando Carlos III subió
al trono español, Ensenada
fue llamado a la corte y
nombrado consejero de
Estado, pero su asiduidad
sólo consiguió enojar al monarca. Luego, se sospechó
que estuvo implicado en el
motín de Esquilache, por lo
que cayó de nuevo en desgracia y se retiró a Medina
del Campo. Allí murió en
1781. Carlos III convirtió su
título napolitano de
marqués en título español
(14-04-1782), otorgándolo a
su sobrino don Juan Bautista de Terrazas y Somodevilla.
Muy poderoso señor,
que depusiste a Ensenada,
si es de la misma emboscada,
siga el padre confesor.
Otra más contra el padre Rávago:
¿De qué sirve, Señor,
la providencia tomada,
si no sigue el Confesor
los pasos de Ensenada?
Una vez destituido el influyente confesor del rey, circuló esta sátira:
Cayó Luzbel, causó horror,
dejó infeliz su memoria,
y perdiendo gracia y gloria,
cayó el padre Confesor;
por su soberbia y furor
Dios le dejó de su mano.
Pero el rey, cual Soberano,
abriendo los ojos ya,
hoy a todos gusto da
derribando al tirano.
Los puestos que Ensenada había llenado con personas de su entera confianza, fueron ocupados
por gentes poco resueltas, que se limitaron a administrar su legado. Don Ricardo Wall, embajador de España en Londres, fue nombrado primer ministro y como tal asumió la dirección de un
nuevo gobierno. Mientras que Carvajal y Ensenada habían impulsado una política de neutralidad activa, apoyada en acuerdos bilaterales y reformas internas, el nombramiento de Wall hizo
que la política española poco menos se paralizara. Se cree que él, descendiente de emigrantes
irlandeses, no quería dar pie a la sospecha de que propugnaba una política pro británica, pero a
su vez rechazaba un acercamiento a Francia. Cuando en 1757 las tensiones latentes entre Francia
e Inglaterra desembocaron en la guerra de los Siete Años23, Wall consiguió ignorar las solicitudes y amenazas con que ambos contendientes trataron de poner a España de su lado en la guerra. De este modo, la política de neutralidad prosiguió durante el gobierno de Wall, siendo bien
vista y apoyada en todo momento por los reyes.
23.— Winston Churchill calificó la guerra de los Siete
Años como «la primera guerra mundial».
La corte durante el reinado de Fernando VI
La reina doña Bárbara de Braganza, además de aconsejar con gran prudencia a su marido en los
asuntos de gobierno, solía dar paseos en carruaje, visitaba conventos e iglesias, y asistía a obras
teatrales y óperas; no obstante, como ya vimos, sus principales aficiones fueron: la música y la
lectura, encuadernar e imprimir libros en la pequeña imprenta del Palacio del Buen Retiro, el
bordado y también, como trataremos a continuación, incrementar con avidez su propio capital.
31
Durante sus diecisiete años como princesa de Asturias, supo transformar su imagen física
ante la respetuosa admiración unánime de todos cuantos habían hecho escarnio por su fealdad.
Sin embargo, como antes hemos reseñado al referirnos a su personalidad, desde su infancia sintió una irreprimible atracción desmedida y casi patológica por el dinero, lo que la llevó a la más
cicatera mezquindad. Este defecto que siempre arrastró, quizás como compensación a su frustración como mujer por su carencia de atractivo físico, se reforzó con el matrimonio, puesto que
la débil constitución de su marido le hizo temer que tendría una muerte prematura y quizás
repentina, lo que la convirtió en una mujer asustadiza y necesitada de un futuro seguro.
También cabría añadir que, desde que contrajo matrimonio hasta que se convirtió en reina
de España, tuvo que soportar con estoicismo y dignidad la hostilidad continua y abierta de doña
Isabel de Farnesio, su carácter dominante y despótico, sus arrogancias y desplantes, sus humillaciones públicas y privadas, sus calumnias e intrigas. Todo esto le haría pensar que de quedar viuda
y sin descendencia, su rival jamás se resignaría a ocupar un papel secundario en la corte, aumentaría
su aversión hacia ella y, sobre todo, no dudaría en desposeerla de todo en beneficio de sus hijos.
El futuro tan oscuro que supo que le esperaba si enviudaba y su ambición excesiva en lo
referente al dinero —condición natural en ella—, la llevaron a aceptar toda suerte de regalos por
parte de los ministros (especialmente de Ensenada) y embajadores, comportándose de forma un
tanto codiciosa y avara y perjudicando su dignidad como reina. En este sentido, se afanó por ir
reuniendo moneda tras moneda y escondió parte de su fortuna personal en los rincones más
insospechados del Palacio Real del Buen Retiro. Una noche, la marquesa de Aytona, su camarera
mayor, la sorprendió de forma involuntaria en la alcoba mientras ordenaba, bajo la luz de un
candelabro, varios montones de refulgentes monedas. Doña Bárbara lanzó un grito y, de manera
convulsa e instintiva, abrazó el dinero como si acabara de ser sorprendida por un ladrón.
Su sentido del ahorro y su empeño exacerbado de gastar lo menos posible han quedado
reflejados a través de numerosas anécdotas recogidas por sus contemporáneos. En cierta ocasión,
Fernando VI —austero y sobrio, pero no tacaño como ella— decidió dar una fiesta nocturna en el
Palacio Real del Buen Retiro. Antes de iniciarse el festejo, lo primero que ella hizo fue ir personalmente retirando ocho velas de las diez que ardían en cada lámpara, y tres de las cinco de cada
candelabro. Poco antes de aparecer los primeros invitados, los sirvientes y las doncellas se dispusieron a encender las luces y quedaron sorprendidos al comprobar lo sucedido. En medio de aquellos inmensos salones, apenas podían verse unos a otros bajo tan exiguas velas. El rey tropezó con
un lacayo y le preguntó qué sucedía; pero como éste no lo sabía, llamó a uno de los mayordomos,
que ya ha sido aleccionado por la propia reina para que le diera su versión: «Lamentablemente,
Majestad, se nos olvidó poner velas nuevas porque las que había las derritió el fuerte calor del
verano pasado». Total, que la fiesta tuvo que darse así y podemos imaginarnos con el consabido
regodeo de más de uno y una de los invitados, que pudieron complacerse por la improvisada
penumbra para retozar alegremente por los rincones al amparo de la cómplice oscuridad.
Si en aquella ocasión fueron las velas, en otra pagaron cuantos comían en Palacio. Resultó
que doña Bárbara entró una mañana en las cocinas y dictó severas órdenes para que, en lo sucesivo, se «derrochara» menos la comida y se acabara «con tanta prodigalidad, porque la gula es un
pecado que Dios castiga». Y precisamente la corte de Fernando VI no era un ejemplo de despilfarro gastronómico, sino al contrario, puesto que la comida siempre había sido sobria en
extremo. A partir de entonces, salvo en ocasiones muy señaladas, desde el mismo rey hasta el
último servidor se levantarán de la mesa con ganas de repetir.
Son sólo anécdotas, pero ilustran con claridad la tacañería y la avaricia de la reina y explican cómo su fortuna pudo irse incrementando al punto de dejar, como veremos, un legado muy
importante a su familia portuguesa en sus últimas voluntades.
semblanza de un reinado de paz
30
fernando vi en el castillo de villaviciosa de odón
Tras la caída de Ensenada vino la del padre Rávago, circulando por entonces en la corte
numerosas sátiras y escritos que pedían su destitución. Veamos unos ejemplos:
33
bre muy modesto y desinteresado. Fernando VI y doña Bárbara de Braganza le protegieron y le
honraron con la merced del hábito de la Orden de Calatrava, que él aceptó para no ofenderles;
no obstante, jamás ambicionó riquezas ni tampoco honores, salvo aquellos que creía merecer
por su arte incomparable.
Parece ser que a Farinelli se debió la idea de la construcción del mencionado pequeño teatro para distraer a Fernando VI, que se convertiría después en el Teatro de la Ópera del Buen
Retiro y del que sería nombrado director. Él mismo se encargó organizar las célebres temporadas
de ópera del Buen Retiro, haciendo venir de Italia a los cantantes más relevantes y lo mejor que
se conocía en coreografía, maquinaria y música, con lo que las representaciones de este teatro
real rivalizaron, y a veces aun excedieron, con las más afamadas representaciones escénicas de
las cortes europeas.28
En el reinado de Fernando VI, la arquitectura tuvo un gran desarrollo, en cuya labor cooperó él mismo y la reina, influida ésta por las obras que había emprendido su augusto padre
Juan V en Portugal. Aunque la política exterior de don Fernando se caracterizó por su nacionalismo y la búsqueda de la paz para España, la orientación artística de su reinado se orientó hacia
Francia e Italia, caracterizándose por el empleo de mármoles y estucos policromados, grandes
paneles pintados y bronces. El artista que más cooperó con los reyes fue don Francisco Carlier,
del que trataremos más adelante.
Giacomo Bonavía, arquitecto y gran dibujante, ayudado por su colaborador González
Vázquez, afamado escenógrafo y decorador, supieron adoptar en su arte soluciones nuevas, caprichosas y muy atrevidas para entonces en España. Ambos continuaron y terminaron la construcción de la iglesia parroquial de Alpajes, en el Real Sitio de Aranjuez, que ya había sido
comenzada. No obstante, en la iglesia de San Antonio, edificada por orden expresa de Fernando VI
(fallecido en 1768) y terminada bajo el reinado de Carlos III en 1768, fue donde el genio de Bonavía se mostró en todo su apogeo creador.
La iglesia madrileña de San Justo y Pastor, construida con el patrocinio del cardenal
infante don Luis Antonio de Borbón y Farnesio, mereció el comentario que hizo el gran compositor romántico vienés Franz Peter Schubert: «Toda la habilidad de dibujante consumado que
encerraba el genio del maestro se puso de manifiesto en esta magnífica obra, de delicadeza en su
conjunción, con un dominio poco común de la línea, consiguiendo un rítmico y movedizo juego
hasta alcanzar un efecto teatral de elevación, de dimensiones en altura y profundidad, que va
más allá de la realidad»29. La elegancia y decoración de estucos y pinturas de los hermanos Velázquez y don Bartolomé Ruescas contribuyeron al efecto de una fábrica admirable.
La corte se trasladaba en los veranos al Real Sitio de Aranjuez, donde Fernando VI practicaba la caza, la mayor de sus muy escasas pasiones como queda dicho. Ojeadores, peones y
monteros eran encargados de llevar las piezas, mayores y menores, hacia donde él permanecía
apostado, no teniendo que hacer más esfuerzo que el de apuntar y disparar. Tras la jornada de
caza, don Fernando comía en abundancia de las piezas capturadas y acostumbraba a sumergirse
en una prolongada siesta.
En Aranjuez, la caza, los conciertos y las excursiones por el río en la llamada Flota del Tajo
amenizaban los días estivales de los reyes. Esta fastuosa «flota» estaba compuesta por quince
embarcaciones: la fragata San Bernardo y Santa Bárbara; los jabeques Orfeo y el Tajo; La Real, la
más lujosa, ornada con un hermoso toldo carmesí guarnecido de galón de plata, y con un pabellón muy rico destinado a cobijar a los reyes; y varios botes, uno de los cuales simulaba la figura
de un pavo real y otro el de un venado, venían a completar tan pintoresca «escuadra».
En la Flota del Tajo don Fernando y doña Bárbara pasaban jornadas muy amenas gracias al
fértil talento de Farinelli, que, además de cantar, continuamente ideaba muy variados entreteni-
semblanza de un reinado de paz
32
fernando vi en el castillo de villaviciosa de odón
24.— Las principales aficiones que Fernando VI compartió con su esposa fueron:
la música, el teatro y el coleccionar relojes. Pero su
principal afición fue la caza.
25.— La reina doña Bárbara
de Braganza, además de tocar magistralmente el clavecín fue coleccionista de clavecines, hasta el extremo de
lograr reunir una excelente
y muy valiosa colección.
26.— Doménico Scarlatti
(Nápoles, 1685-Madrid,
1757). Hijo y discípulo de
Alessandro Scarlatti, fundador de la escuela operística
napolitana y en la que la orquesta alcanza un papel importante. Compuso más de
quinientas sonatas para clavecín y órgano, imitadas por
A. Soler y precursoras de la
sonata clásica.
27.— Según Farinelli, el mejor consejero de su arte que
tuvo fue Carlos VI, emperador de Austria, y también
quien le dio los consejos
más prácticos. El emperador
lo hizo sin sospechar que
sus consejos servirían para
deleitar con su canto a Felipe V, su rival en la pasada
guerra de Sucesión española.
Ignacio de Puig de Cárcer,
Sucesos históricos de España a
través del Castillo de Villaviciosa
de Odón, Madrid, Gráficas
Virgen de Loreto, 1974,
pág. 58.
Pese a estas curiosas situaciones provocadas por la tacañez y la avaricia casi patológicas de
doña Bárbara, ella y su marido disfrutaron de una vida muy agradable, y aunque eran profundamente religiosos y llevaron una vida conyugal muy honesta, no por ello puede decirse que su
vida en la corte española fuera precisamente aburrida.
Fernando VI salía de caza casi a diario, pero ella no compartía dicha afición, sobre todo,
porque su estado de salud unido a su corpulencia no le permitían realizar grandes caminatas cinegéticas ni tampoco el ejercicio violento. Por eso, doña Bárbara buscaba aficiones y distracciones
mucho más acordes con sus gustos y posibilidades. Con el fin de distraer a su marido, ordenó
construir un pequeño teatro en el Palacio Real del Buen Retiro, ya que él era aficionado a las obras
teatrales y a la música, como ella.24 Así, casi todas las noches y en la intimidad, solía representarse
una función escénica de una comedia española y a veces portuguesa, una ópera o un concierto.
Además, la reina organizaba veladas musicales en las que interpretaba entusiasmada sus propias
composiciones cantando y tañendo con gran maestría el clavecín o bien acompañando a un cuarteto de cuerda.25 Entre los músicos que contribuyeron al solaz y entretenimiento de los reyes, destacaron muy especialmente dos italianos: Scarlatti y Farinelli.
El maestro napolitano Domenico Scarlatti, compositor, clavinecista y organista, quien en
1705 había sostenido en Venecia una célebre competición de órgano y clave con el también gran
compositor e intérprete alemán George Frederick Haendel, tras pasar unos años de estancia en
Roma, se dirigió a Lisboa para enseñar música a la infanta doña Bárbara de Braganza. Después
marchó a España, donde residió desde 1725 y falleció en Madrid en 1757. Además, formó parte
del séquito de la infanta lusitana cuando se casó con el príncipe de Asturias y fue nombrado
tañedor de cámara, con la obligación de tocar el clave todas las noches ante los reyes y componer música para dicho instrumento. Una vez en la corte española, Scarlatti supo incorporar con
gran sutileza en su obra musical los ritmos populares españoles, expresándolos de forma magistral, y logró agotar las posibilidades del teclado.26
El otro notable músico italiano fue el ya mencionado Carlo Broschi Farinelli, que perteneciente al grupo de los castrati y dotado de una voz prodigiosa, había antes deleitado en las cortes europeas de Italia, Austria, Inglaterra y Francia, alcanzando la cúspide de su fama a la edad
de 32 años. Sin duda, su presencia y su arte influyeron decisivamente en la popularización de la
ópera italiana en España.
Farinelli vino a España en 1737 a instancias de doña Isabel de Farnesio, gozando de gran
influencia en la corte española durante los reinados de Felipe V(1700-1724/1724-1746), Luis I
(1724) y Fernando VI (1746-1759).27 Tras la muerte de Felipe V en 1746, pudo continuar en la
corte, pues Fernando VI y su esposa le mantuvieron al no querer prescindir de su voz privilegiada y capaz de realizar las más difíciles ejecuciones, que siempre expresaba con gran sentimiento, gusto y delicadeza.
Este célebre cantante de ópera, el más famoso de su época, era de aspecto apuesto y bien
parecido. Su gran influencia en la corte se debió no sólo a su voz, con la que las reinas doña Isabel y doña Bárbara intentaron atenuar la crónica melancolía depresiva de sus maridos, sino también a su condición de tertuliano y amigo íntimo de los reyes. Pero conviene destacar que jamás
empleó su positiva influencia para mezclarse en asuntos políticos (salvo su acción a favor de
Ensenada) ni tampoco para obtener privilegios, sino que la ejerció muy especialmente en obras
de caridad y en la protección de los desvalidos.
Al conocer doña Bárbara el talento y la habilidad artística de Farinelli para deleitar y aliviar la melancolía de su esposo, le favoreció y distinguió haciéndole figurar siempre en el séquito
de los reyes en todos sus viajes. Pero a pesar de su gran influencia, demostrada ampliamente en
su intercesión a favor del marqués de la Ensenada cuando cayó en desgracia, Farinelli fue un hom-
28.— El Museo Musical de
Bolonia posee un magnífico
retrato de Farinelli y el
Museo de Bellas Artes de
San Fernando de Madrid
otro. Ambos pintados por
Amignoni.
29.— Ignacio de Puig
de Cárcer, op. cit., pág. 59.
El Monasterio de las Salesas Reales y el fallecimiento de la reina doña Bárbara de Braganza
La reina doña Bárbara de Braganza tuvo una gran influencia sobre su marido, pero a diferencia
de doña Isabel de Farnesio no quiso aprovecharse de ello. Fue tan amante de la paz como él, pero
al carecer de hijos que pudieran estimular sus ambiciones como madre para asegurarles el futuro,
puso todo su afán en que el reinado de su marido supusiera para los españoles una época de paz,
justicia y progreso. No quiso importunar a su marido con peticiones, deseos o caprichos, para
evitar disgustarle. Además, siempre practicó la caridad cristiana dado limosnas a los necesitados,
aunque sin prodigalidad ni frecuencia, dado su peculiar carácter mezquino con el dinero. Precisamente por ello, debemos destacar en ella el que fuera fundadora de un monasterio y una iglesia en Madrid que son de una insólita y gran envergadura: el monasterio de las Salesas Reales.
Inspirándose acaso en lo que en trance parecido hizo madame de Maintenon en SaintCyr, la reina imaginó un vasto y rico monasterio de salesas en el cual recibirían educación «europea» las doncellas nobles. La fundación llevaría anejos un palacio con jardines que sirviesen a la
fundadora de decoroso y seguro refugio ante las represalias de doña Isabel de Farnesio y sus
hijos, en caso de quedar viuda.
Conviene destacar además que en tan grandiosa iniciativa influyó el acendrado catolicismo
de doña Bárbara, pero sobre todo un deseo vinculado a su falta de descendencia. Sabía que, como
jamás iba a tener hijos, cuando falleciera sus restos mortales no podrían estar junto a los de su
amado esposo en el Panteón de los reyes del monasterio de El Escorial. Tal certeza la atormentaba y angustiaba; aunque de haber tenido descendencia, sólo la idea de ser enterrada en El Escorial le producía a ella una gran repugnancia. Así, cada vez que le anunciaban una jornada a
El Escorial, exclamaba: «Vamos a la compañía de reyes difuntos y de frailes amortajados»; e incluso
en una carta que escribió a su padre en 1746 llegó a confesarle que iba en contra de su voluntad:
«Sábado 29 do corrente quer o rei que vamos 15 días ao Escurial, bem contra ma vontade».
Por tales motivos, doña Bárbara concibió la idea de la construcción del monasterio de las
Salesas Reales, con una parte del edificio destinado para albergar a las monjas y otra para la iglesia, en la que estaría su sepulcro junto al de su marido. Así pues, convenció a don Fernando y
tras obtener su real permiso encargó el proyecto a Giovanni Battista Sachetti, que lo realizó; aun-
35
que luego don Francisco Carlier, artista que había cooperado ampliamente con los reyes en otras
obras dispuestas por ellos,30 presentó también los planos de otro proyecto que provocaron en
ella un gran entusiasmo y la hicieron decidirse por este segundo proyecto.
Las obras se iniciaron con gran celeridad en el mes de enero de 1750, quedando éstas bajo
la dirección de Moradillo. El día 17 de abril de 1757 se colocó la cruz sobre la media naranja de la
iglesia, quedando por fin terminada la construcción el 30 de diciembre de 1758. Por lo que en la edificación de tan majestuoso edificio, uno de los más hermosos de Madrid, sólo transcurrieron
nueve años y sus obras concluyeron pocos meses después del fallecimiento de la reina (27-08-1758).
Todo le pareció poco a doña Bárbara de Braganza para embellecer el monasterio de las
Salesas Reales. Los mármoles más bellos y costosos, los mosaicos más llamativos, ricos bronces
y cuadros pintados por los pintores más famosos de la época, fueron encargados expresamente
para su construcción y ornato. El costo total realizado, ochenta y tres millones de reales, fue
sufragado en parte la propia reina y contó con el concurso del rey, que aportó cantidades procedentes de las remesas procedentes de los dominios ultramarinos españoles, especialmente de
los virreinatos de Nueva España (México) y del Perú. Este enorme gasto, la grandiosidad de las
obras y las riquezas empleadas en la ornamentación del edificio dieron rienda a la musa popular, apareciendo pasquines en las paredes de las Salesas Reales con versos satíricos que se convirtieron en coplillas cantadas por las calles madrileñas. La más conocida decía:
semblanza de un reinado de paz
34
fernando vi en el castillo de villaviciosa de odón
mientos para distraer la melancolía de Fernando VI, dándose la circunstancia de que, además de
su arte y su ingenio, también los reyes le reconocían su gran habilidad para economizar los gastos. La flota recorría unos seis kilómetros a lo largo del Tajo y la navegación duraba varias horas.
En el transcurso de estas jornadas, atracaba en las orillas, donde se ofrecían meriendas y cacerías.
Pero el espectáculo alcanzaba su apogeo por la noche, cuando Farinelli y los músicos ofrecían un
concierto a los reyes, con los barcos y las riberas del río magníficamente iluminadas.
Éstas eran las diversiones favoritas de Fernando VI y de su esposa doña Bárbara de Braganza.
Por lo demás, la vida palaciega se ajustaba al patrón más tranquilo y decoroso. La hora del despacho
y de la comida, junto con las veladas musicales y teatrales, embargaban prácticamente su tiempo.
No podemos aquí olvidar que Fernando VI concedió a la villa de Odón, por Real Cédula
de 1754, el distinguido título de Real Sitio y el que cambiara su nombre el de Villaviciosa de Odón.
Su castillo, convertido en pabellón de caza por su padre Felipe V era propiedad de su medio hermano el infante y duque de Parma don Felipe de Borbón y Farnesio, como undécimo conde de
Chinchón. Aquel mismo año, don Fernando y doña Bárbara realizaron varias visitas a la localidad, siendo recibidos por los marqueses de Villacastel de Carrias, como se observa en los cinco
cuadros de Francesco Battaglioni. A través de estos cuadros del pintor italiano, vemos como en
el séquito de los reyes estuvieron: el infante don Luis Antonio de Borbón y Farnesio, su amigo y
protegido Farinelli y miembros del Concejo de Villaviciosa de Odón.
Bárbaro edificio,
bárbara renta,
bárbaro gasto,
Bárbara reina
Otra coplilla, variante de la anterior:
Bárbaros tiempos,
bárbaras rentas,
bárbara obra,
Bárbara reina.31
Por otra parte, las numerosas veladas y representaciones que se daban en Palacio hicieron que
la reina, de una exaltada coquetería pese a su físico, se esmerara en el cuidado de su persona,
haciendo un verdadero derroche en el lucimiento de trajes lujosos y alhajas, regalos de don Fernando. En tales ocasiones, siempre se presentaba ante su esposo y los cortesanos muy atractiva
y elegante. Pero por desgracia para España, la vida de los reyes se apagó con demasiada rapidez.
Doña Bárbara de Braganza nunca había disfrutado de buena salud. Era propensa a los
catarros y enfriamientos, el frío la empeoraba y el calor la sofocaba, y padecía de asma crónica.
Siempre había gozado de una «mala salud de hierro», a la que había acostumbrado a todos hasta
finales de 1757, que fue cuando empezaron a producirse algunos síntomas nuevos e inquietantes.
Su cuñada, doña María Antonia de Borbón y Farnesio, reina de Cerdeña, decía de ella con humor
malicioso: «Parece el retrato del licenciado Vidriera». Los accesos de tos la hacían pasar muy
malos ratos, como cuando abandonaba las veladas musicales para que no se interrumpieran por
su causa. El padre Rávago escribía el 3 de agosto de 1751: «La reina, cuya tos, ahogos y parvigios
habrían acabado ya con naturaleza menos fuerte, y mucho más las infinitas purgas, píldoras,
aceites, baños, aguas minerales, que no ha cesado de tomar en estos tres años, y prueban su gran
robustez; pero no cesa el recelo de algún ahogo repentino»32.
30.— Don Francisco Carlier
era hijo del artífice de los
jardines del Palacio Real de
La Granja de San Ildefonso,
a quien se hizo venir de
Francia a tal efecto, donde
residía.
31.— José Antonio Vidal Sales,
op. cit., pág. 72. Manuel Ríos
Mazcarelle, Reinas de España,
cit., tomo I, págs. 115-117.
32.— José Luis Gómez
Urdáñez, op. cit., pág. 125.
37
sangrías. A los pocos días de iniciarse tal tratamiento, los médicos se reunieron en junta y decidieron despedir de inmediato al charlatán, coincidiendo con la sátira que por entonces circulaba:
semblanza de un reinado de paz
36
fernando vi en el castillo de villaviciosa de odón
33.— Desde su juventud
siempre padeció de fuertes y
frecuentes jaquecas, que
luego se fueron casi diarias.
Tenía además un grano en
el ojo que, según los médicos, le quedó como secuela
de un severo catarro que
contrajo en febrero de 1754.
34.— Benjamin Keene, embajador británico en España, que años antes había conocido en Aranjuez al
infante don Luis Antonio,
cuando aún era cardenal,
realizó un cínico y despiadado retrato del mismo en
un despacho que envió a
Londres. En dicho escrito
manifestó que se trataba de
«personaje torpe, que desdice de su origen», vestido de
cardenal, con profusión de
«encajes de puntillas» y tocado con un capelo sobre el
largo cabello.
35.— Doña Isabel de Farnesio
debió querer tanto a su nieta que la incluyó en su testamento.
Los médicos la sometían a fuertes sangrías, pero su punto débil era el aparato respiratorio, y sus repetidos «ahogamientos» eran ataques asmáticos.33 Además, con los años, su cuerpo
se hizo cada vez más obeso, y sus frecuentes achaques del digestivo, se debieron a su glotonería
y falta de ejercicio, pero ésta no cesó hasta que la grave enfermedad que acarrearía su muerte
invadió su abdomen formando tumores. A finales de 1756, a los diez años de su reinado, su alarmante obesidad vino a poner de evidencia su mal estado de salud, que además se irá agravando
a causa de una diabetes que al parecer también arrastraba desde su adolescencia.
Pese a la delicada constitución de Fernando VI, la propia reina doña Bárbara fue quien
enfermó de forma alarmante y pocos meses antes de su fallecimiento se agravó su padecimiento
asmático, impidiéndole echarse en la cama. Aquejada de tantos males y achaques, presagió su
pronta muerte cuando, al final de la solemne ceremonia de la consagración de la iglesia de la
Visitación del monasterio de las Salesas Reales, se despidió de las religiosas asegurando con tristeza: «Ya no nos veremos en este mundo».
Las enfermedades fueron minando su cuerpo débil. Apenas comía y casi no podía conciliar el sueño, pues sus sufrimientos le impedían una posición adecuada y cómoda en el lecho.
La corte y el pueblo, especialmente en Madrid y Aranjuez, sintieron en la primavera de 1758 que
los achaques de la reina eran más serios que de costumbre. Precisamente, en febrero se le presentaron bultos en la región del hígado y en el bajo vientre «del tamaño de un y «todos durísimos y de mucho dolor». según observaciones de don Andrés Piquer, médico del rey.
Al desmejorar su aspecto de forma alarmante y adelgazar con rapidez pasmosa, los médicos aconsejaron su traslado de residencia confiando que, quizás, el cambio de aires y nuevas terapias podrían devolverle la salud. El 2 de mayo de 1758, Fernando VI ordenó el traslado de la corte al
Real Sitio de Aranjuez, siendo su esposa trasladada por etapas para que no se fatigase, empleándose
en el trayecto poco más de un mes; aunque pese a los numerosos cuidados de los que fue objeto,
finalmente llegó (2-05-1758) al Real Sitio molida y quebrantada por completo. Sólo daría algún
paseo con su marido; e incluso el día 30 de mayo, onomástica del rey, hizo un gran esfuerzo para
acompañarle a la ópera, aunque ya se encontraba muy mal de salud.
Mientras tanto, doña Isabel de Farnesio permanecía atenta a tales sucesos desde su exilio
del Palacio Real de La Granja de San Ildefonso y, al presentir el desenlace inminente, envió a
Aranjuez a su médico, Marsilio Ventura, y con él a su hijo el infante don Luis Antonio, para que
la informara a diario en labores propias de un «espía»34. A través de su hijo, doña Isabel pudo
seguir paso a paso la evolución de la enfermedad de doña Bárbara hasta su fallecimiento, como
asimismo cada uno de los movimientos que hizo don Fernando y todo cuanto ocurrió en el Real
Sitio, dentro y fuera del Palacio.
La reina viuda pensó que la vida de la doña Bárbara se acortaba, por lo que tras su muerte
podría recuperar su influencia y regir de nuevo los destinos de España, si Fernando VI contraía
de nuevo matrimonio con alguna princesa que le fuera totalmente fiel: la princesa doña Isabel
María, hija de los duques de Parma y por tanto nieta suya.35 Pero ni ella ni su hijo el infante don
Luis Antonio podían entonces sospechar que tal plan resultaría innecesario, puesto que, tras la
muerte de la reina, Fernando VI enloquecerá en su soledad y renunciará a la sugerencia que le
hará el Consejo de Castilla para que contrajera nuevas nupcias, lo que dejará abierto el camino
de la sucesión del trono de España a Carlos VII de Nápoles.
A finales de julio, doña Bárbara fue desahuciada por los médicos e incluso recibió la extremaunción por vez primera (27-07-1758). Unos días después, ante la desesperación, se llegó incluso
a recurrir a Vicente Pérez, que era un famoso curandero conocido como «el médico del agua».
Según el diagnóstico de este pintoresco personaje, la enfermedad de la reina se debía a «la falta
de la debida transpiración o sudor», y pretendió curarla mediante lavativas, agua fría, purgas y
Llama al doctor del agua, que te ofrezco,
que mueras con más gusto, y mueras fresco.36
Ante la gravedad de su esposa, el rey se mostraba muy consternado y sin saber qué hacer. Preso
de la angustia que le producía el pensar que la perdería para siempre, permanecía obstinado en
no moverse del Palacio, entrando continuamente en su habitación para preguntar por su estado,
lo que producía un mayor dolor para ambos.
Según se desprende de los diagnósticos de algunos médicos, como en el de don Andrés
Piquer, la reina padeció un proceso infeccioso uterino de tipo papiloma virus que progresó y terminó en cáncer de cuello de útero.37 Según se fue agravando su estado de forma irremediable,
don Fernando por fin se convenció de que a su esposa le quedan pocas semanas de vida. Comenzaron a hacerse las rogativas de rigor, trayéndose a su cámara las habituales reliquias para estos
casos: el cuerpo incorrupto de san Diego de Alcalá, el santo Niño de Nuestra Señora del Sagrario, la milagrosa sangre de san Pantaleón —que según la tradición se licúa como la del san Genaro
napolitano—, y muchas otras más. La reina tuvo tiempo y valor suficiente para afrontar la muerte
con resignación cristiana, confesando y comulgando hasta siete veces.
Doña Bárbara de Braganza falleció el 27 de agosto de 1758, a las cuatro de la madrugada,
en el Palacio Real de Aranjuez, a los cuarenta y siete años de edad. Antes de morir, hizo testamento, en el que figuraba la cláusula siguiente: «[...] antes de enterrar mi cuerpo, mando que a
éste no se le dé sepultura hasta después de pasadas cuarenta y ocho horas de su fallecimiento, y
que si éste sucediera en mi lecho o cama equivalente, ni se amortaje ni se me mude a otro lugar
hasta pasadas a lo menos veinticuatro horas de haber yo expirado»38. También dispuso que su
cuerpo fuera amortajado con el hábito de la orden religiosa de las Salesas. Pero su testamento fue
incumplido, pues los médicos aconsejaron que su cuerpo, dado su estado, fuera envuelto lo antes
posible en la misma sábana del lecho donde había fallecido, para que fuera depositado con la
mayor brevedad en el féretro y sellarlo definitivamente. Por ello, nadie pudo verlo.
Aquella misma mañana, el féretro fue expuesto en un salón del Palacio Real de Aranjuez;
y luego por la tarde, partió en una carroza fúnebre hacia Madrid para aprovechar la brisa del
atardecer y de la noche. La comitiva sólo realizó breves paradas en Valdemoro, Pinto y Villaverde,
para rezar un responso por el alma de la reina difunta, pues dado el estado de sus restos mortales, los médicos habían aconsejado un traslado rápido. En la mañana del día siguiente, 28 de
agosto, el cuerpo de la reina entraba en la iglesia del monasterio de las Salesas Reales, aunque
no fue enterrado en la bóveda hasta un día después.39
Al final de sus días, la reina doña Bárbara de Braganza había logrado ser querida por el
pueblo. Su imagen popular era la de una mujer afable, prudente y nada intrigante, que había
hecho feliz a un monarca algo «raro», aunque amante de la paz y de la justicia, y que había sabido
rodearse de buenos ministros. Además, el pueblo le estaba agradecido por haber contribuido a
que España hubiera dejado de desangrarse en guerras como sucedió en el reinado de Felipe V.
Podría incluso decirse que el pueblo sintió más su muerte que el mundo cortesano, siempre ocupado en soñar con bodas reales y alianzas dinásticas. Sin embargo, muy pronto el testamento
de la reina se aireó por Madrid, lo que fue considerado como un robo y un insulto, e hizo que la
reina tuviera un ingrato recuerdo por parte de todos. De ahí que la musa popular compusiera,
como siempre, coplas y versos satíricos que circularon por las calles y plazas de Madrid y de los
Reales Sitios, como esta décima que alcanzó gran popularidad en la corte:
36.— Manuel Ríos
Mazcarelle, Reinas de España,
cit., tomo I, pág. 118.
37.— En la actualidad, el
papiloma virus se considera
como muy relacionado con
las enfermedades de transmisión sexual. Por supuesto, hoy es objeto de tratamiento, pero no en aquella
época por desconocimiento.
38.— Manuel Ríos
Mazcarelle, Reinas de España,
cit., tomo I, pág. 118.
39.— El cadáver de doña
Bárbara de Braganza permaneció temporalmente en la
bóveda, hasta que por fin
don Juan León construyó,
en el reinado de Carlos III,
el sepulcro definitivo que se
encuentra en el coro bajo de
las monjas.
Este conocido poema contra la reina se refería a su testamento insólito, pues al margen de otras
disposiciones, dejaba a los siguientes beneficiarios: una sortija y dos mil doblones para Scarlatti,
su maestro de música; otro tanto a Farinelli, además de las partituras y tres clavicordios; dinero
y valiosos regalos al personal femenino a su servicio, a la marquesa de Aytona y a su confesor el
padre Varona; y unas joyas y una escultura de la Virgen de la Concepción a su esposo, a la que
ambos tenían gran devoción y que estaba junto a su cama «en señal del gran amor que siempre
le he tenido». Por otra parte, también dejó no menos de tres millones de reales para misas y funerales, como también para saldar algunas deudas que había contraído.
No obstante, el grueso de la fortuna lo legó a su hermano el infante don Pedro de Braganza: «Nombro e instituyo al Serenísimo Infante de Portugal, Dn. Pedro, mi muy amado hermano, por mi único y universal heredero del remanente que quedare de todos mis bienes,
muebles raíces, derechos y acciones que de cualquier manera, por cualquier título o razón me
toquen y pertenezcan, pueda tocarme o pertenecerme en adelante y queden libres y líquidos satisfecho cuanto he expresado»40. Así pues, una vez descontadas las mandas, obsequios, misas y
diversas cuentas, el gran beneficiado no fue otro que el infante portugués, puesto que le correspondió nada menos que la enorme suma de ¡casi siete millones de reales! Cuando este cuantioso
legado partió hacia Lisboa, se produjo una gran indignación en el pueblo español y se avivó aún
más su antipatía hacia la reina difunta. Tal situación quedó reflejada en críticas populares que
llegaron a alcanzar al propio rey, al creerse que él había consentido tal abuso; y apareció en pasquines como un hombre débil, lunático y despreocupado del pueblo:
Los caudales expresados
que no deben ser pagados
aunque los manden pagar.
Aunque también hubo otros pasquines que respaldaron a Fernando VI, confiando en que desautorizaría la decisión de su difunta esposa y salvaría los casi siete millones destinados a su cuñado:
40.— José Luis Gómez
Urdáñez, op. cit., págs.
128-129.
Testó la reina, y tomó
para testar la licencia
y aprobó en buena conciencia
lo que el rey no autorizó.
Testó, al fin, se murió,
¿qué más quieren? Para que
se salvase en buena fe
sin admitir opiniones;
En lugares recónditos y ocultos del Palacio del Buen Retiro quedaron ignoradas algunas cantidades de la fortuna de doña Bárbara de Braganza. Fue sin duda una gran reina, a pesar del sentimiento popular adverso y a que Octavio Velasco en su obra Dinastías españolas la haya definido
como «la más codiciosa, tacaña y mezquina de cuantas soberanas Borbón han pasado por el
trono español».
Muerte de Fernando VI y significación de su reinado
Por desgracia para España, el más largo período de paz que había disfrutado desde los tiempos
de Felipe II tocó a su fin con la vida del matrimonio de Fernando VI y la reina doña Bárbara de
Braganza. La desgracia por la muerte de su amada esposa provocó el derrumbamiento moral del
rey. Enfermo, como su padre, de una neurastenia o melancolía depresiva incurable que llegaba
a los límites de la locura, su único apoyo para no caer en el abismo estaba en la firme voluntad
de la reina, que continuamente vigilaba cuando empezaban sus crisis maníaco depresivas para
darle todo su apoyo y cuidados, proporcionándole además todo cuanto podía agradarle para
distraerle: cacerías, teatro, conciertos de música de cámara, óperas dirigidas por su amigo y protegido Farinelli, relojes de compleja maquinaria, la Flota del Tajo y todo cuanto se le ocurría. Pero
el problema fue cuando el rey, al quedar viudo y por tanto sin el apoyo de su esposa, tuvo que
afrontar la siguiente crisis y se halló sin fuerzas.
Sintiéndose agobiado por el dolor debido a la pérdida de su amada esposa, Fernando VI
decidió abandonar los Reales Sitios por un tiempo, ya que todo le recordaba el pasado. El
mismo día del entierro, el monarca marchó al castillo de Villaviciosa de Odón, propiedad de su
medio hermano don Felipe de Borbón y Saboya, duque de Parma y undécimo conde de Chinchón. El castillo cumplía la función de pabellón de caza de los Borbones; por tanto, Fernando VI
pensó que la fortaleza palacio podría ser el lugar ideal para distraer su atribulada mente al no
guardar ninguna relación con su esposa. Además, también tuvo en cuenta que Villaviciosa de
Odón se encontraba separada de la corte de Madrid, pero lo suficientemente próxima para
poder regresar en una única jornada, si ocurriera alguna eventualidad que requiriera su indispensable presencia.
No vamos a extendernos en los detalles de cómo fue habilitado el castillo para que fuera
convertido en residencia real, pues lo veremos cuando tratemos sobre el castillo como pabellón de
caza; ni tampoco cómo fue el año dramático que Fernando VI sobrevivió a su esposa, doña Bárbara de Braganza, ya que sobre ello tratará asimismo con detalle la periodista y escritora Marcela
Estévez. Por tanto, sólo daremos unas notas de la última y dramática etapa de la vida del rey, a
través del embajador británico en España, y un comentario sobre la significación del reinado.
La estancia de Fernando VI en el castillo de Villaviciosa de Odón, supuso un período muy
singular que duró un año, en el que España estuvo de hecho sin rey, en plena guerra de los Siete
Años. El conde de Bristol, el nuevo embajador británico en España, escribía al primer ministro
William Pitt el Viejo, el 25 de septiembre de 1758:
La situación extraordinaria de la indisposición del rey es causa de que todos los negocios estén
paralizados. Durante siete días ha estado en cama, y ha sido preciso sangrarlo dos veces en un
solo día. Se le han dado muchas medicinas, pero cada día aumenta la aversión que tiene a los
negocios públicos y no quiere ver a nadie sino a sus médicos. El caballero Arriaga salió para
Villaviciosa; pero el rey se negó a verle y lo mismo hizo con el señor Esteva, que acostumbraba
39
salve así el rey los millones;
pero ¿pecará? Pues no.
semblanza de un reinado de paz
38
fernando vi en el castillo de villaviciosa de odón
La estéril reina murió,
sola preciosa en metales;
España engendró caudales,
para la que no engendró;
Bárbara desheredó
a quien herencia le ha dado,
y si la parca no ha entrado
a suspenderle la uña,
todo lo que el rey acuña,
se trasladará a su cuñado.
40
fernando vi en el castillo de villaviciosa de odón
entrar siempre. Seis días hace que el ministro Wall no ha visto a Su Majestad. El duque de Alba
ha vuelto el día 23 a Madrid, en donde está todavía, pero el rey no ve a nadie y durante estos tres
últimos días se ha prohibido la entrada, de orden del rey, al mismo infante Don Luis. A tal
punto está triste el rey, que nada puede divertirlo y tal es el silencio melancólico que reina aquí,
que no se puede dirigir comunicación alguna, ni tener de nada respuesta. Imposible es adivinar lo que resultará de tan precaria situación.
Si la Reina había fallecido el 28 de agosto, Fernando VI firmó las últimas consultas de gobierno el
7 de septiembre, despreocupándose cada vez más de sus obligaciones de gobierno; y finalmente el
1 de noviembre, se negó a tratar más asuntos de gobierno. Pocos días más tarde, el 13 de noviembre,
el embajador británico en España volvió a escribir al primer ministro William Pitt:
El rey católico permanece aún en Villaviciosa, sin que haya esperanza ninguna de cambio en su
salud. Difícil sería describir la situación actual del ministerio español. El caballero Wall no
niega que la disposición melancólica del rey haya descompuesto algo su cabeza, pero añade
que no ha pronunciado palabra alguna que indique enajenación mental. No quiere que lo afeiten y se pasea en bata y camisa, la cual no ha cambiado desde hace ya un tiempo increíble.
Diez noches hace que no se ha acostado y se cree que no ha dormido cinco horas desde el 2 de
este mes, y esto sólo diferentes veces media hora cada una y sentado en un sillón. No quiere
acostarse porque se imagina que cuando se halle echado morirá.
Para que el Estado no sufriese las consecuencias de tan grave crisis y no llegara a paralizarse, se precisaba una organización muy sólida. La cual funcionó a la perfección. Tal fue así que don Carlos
de Nápoles hubiera podido exigir la incapacitación de Fernando VI y la formación de una regencia, pero prefirió actuar con gran delicadeza y tanto él como su madre, doña Isabel de Farnesio,
dejaron que, al menos en apariencia, el rey gozase de la plenitud de sus prerrogativas. En realidad,
la autoridad regia la ejercía entonces la viuda de Felipe V, quien, a través de su secretario el marqués de Gamoneda, mantenía continua correspondencia con don Ricardo Wall. La lealtad y la
abnegación de los excelentes funcionarios formados en la escuela del marqués de la Ensenada
hicieron posible el milagro. La muerte piadosa vino a liberar al desdichado rey y a España el 10 de
agosto de 1759.
Fernando VI fue un hombre de muy modestas facultades, que pasó su triste vida de
enfermo aislado en los Reales Sitios, entregado a sus dos mayores pasiones, la caza y la música.
Sin embargo, reinó con su esposa doña Bárbara de Braganza en la época más pacífica y próspera
de la historia moderna de España, rodeándose de grandes ministros, como el marqués de la Ensenada y don José de Carvajal y Lancaster.
En el apogeo del despotismo ilustrado, cuando Luis XV, Federico de Prusia y María Teresa
de Austria desgarraban a Europa en continuas y encarnizadas guerras, Fernando VI siguió una
sensata política de paz para la implantación de un ambicioso y eficaz programa de reformas,
aunque lo cierto es que lo logró realizando un enorme esfuerzo y desechando tentaciones muy
sugestivas, tanto por parte de Inglaterra como de Francia.
Por todo ello, Fernando VI y la reina doña Bárbara de Braganza merecen un lugar muy
relevante e insigne entre todos cuantos han ceñido la corona de España.