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Transcript
Jewish-Christian Relations
Insights and Issues in the ongoing Jewish-Christian Dialogue
Cincuenta años de diálogo entre judíos y católicos
Cardenal Kurt Koch | 01.07.2012
Discurso pronunciado el 16 de mayo de 2012 por el cardenal Kurt Koch, presidente de la Comisión
para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo de la Santa Sede, en la Universidad Pontificia Santo
Tomás de Aquino (Angelicum) de Roma, con el auspicio del Centro Juan Pablo II para el Diálogo
Interreligioso.
Me siento honrado por estar hoy aquí para pronunciar la conferencia Juan Pablo II sobre
entendimiento interreligioso, la quinta de la serie de prestigiosas conferencias anuales organizadas
por el Centro Juan Pablo II para el Diálogo Interreligioso, que tienen lugar en la Universidad
Angelicum. Esta Universidad está especialmente comprometida en promover el diálogo ecuménico e
interreligioso a nivel académico. El Centro Juan Pablo II es una sociedad entre la Universidad
Angelicum y la Fundación Russell Berrie, y me alegra saber que contamos con la presencia de
Angelica Berrie, presidenta de la Fundación, cuyo nombre parece reflejar las aspiraciones conjuntas
que motivaron la creación del Centro. Me gustaría mencionar también en este contexto el programa
de la Asociación Russell Berrie, cuyo objetivo es desarrollar el intercambio de puntos de vista y los
lazos de amistad y entendimiento mutuo, que esperamos resuenen mucho más allá del ambiente
académico. El núcleo de esta presentación será el desarrollo histórico del diálogo judeo-católico,
posibilitado por el documento conciliar Nostra Aetate.
Nostra Aetate: SÍ a nuestras raíces judías, NO al antisemitismo
En lo que respecta a la Iglesia Católica, la Declaración del Concilio Vaticano II sobre las relaciones de
la Iglesia con las religiones no cristianas, Nostra Aetate, puede considerarse como el inicio de un
diálogo sistemático con los judíos. Todavía hoy se lo considera el “documento fundacional” y la
“Carta Magna” del diálogo entre la Iglesia Católica y el judaísmo: por eso, debo comenzar con él mi
recorrido por estos 50 años de conversaciones entre judíos y católicos. Esto no empezó de la nada,
pues antes del Concilio ya habían existido acercamientos de los cristianos hacia el judaísmo, dentro
y fuera de la Iglesia Católica. Pero sobre todo después del inaudito crimen de la Shoah, en la época
de posguerra, se llevó a cabo un esfuerzo por redefinir teológicamente la relación con el judaísmo.
Después del asesinato masivo de los judíos europeos, planeado y ejecutado por los
nacionalsocialistas con perfección industrial, se inició un profundo examen de conciencia para
analizar cómo había sido posible semejante barbarie en un Occidente de orientación cristiana.
¿Debíamos suponer que las tendencias antijudías presentes en el seno del cristianismo durante
siglos habían sido cómplices del antisemitismo de los nazis, de motivos raciales y desviados hacia
una ideología neopagana, o simplemente habían permitido que se desarrollara? Entre los cristianos
también hubo perpetradores y víctimas, pero la gran masa sin duda estuvo compuesta por
espectadores pasivos, que cerraron los ojos frente a esa brutal realidad. Por lo tanto, la Shoah se
convirtió en una cuestión y una acusación contra el cristianismo: ¿por qué no había mostrado la
resistencia cristiana, contra la inconmensurable brutalidad de los crímenes nazis, la magnitud y la
claridad que legítimamente podía haberse esperado de ella? ¿Tienen hoy los cristianos y los judíos la
voluntad y la fuerza para conciliar y reconciliarse sobre la base común de la fe en el único Dios de
Israel? ¿Qué significado tiene el judaísmo en el futuro para las Iglesias y las comunidades eclesiales,
y cuál es nuestra relación teológica actual con el judaísmo?
Poco después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, los cristianos debieron enfrentarse
con el fenómeno del antisemitismo en la Conferencia Internacional de Emergencia sobre
Antisemitismo que se realizó en Seelisberg, del 30 de julio al 5 de agosto de 1947. Alrededor de 65
personas, judíos y cristianos de diversas corrientes, se reunieron para efectuar una amplia reflexión
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sobre la manera de eliminar el antisemitismo de raíz. El objetivo de la reunión de Seelisberg fue
establecer nuevas bases para el diálogo entre judíos y cristianos, y estimular el entendimiento
mutuo. Así se redactaron los “Diez Puntos de Seelisberg”, un documento innovador que de alguna
manera influyó, años más tarde, en la Declaración Conciliar Nostra Aetate, aunque en este texto se
le dio un marco decididamente teológico a la relación con el judaísmo. Esta Declaración comienza de
hecho con una reflexión sobre el misterio de la Iglesia, y recuerda el fuerte vínculo que une
espiritualmente al pueblo de la Nueva Alianza con la estirpe de Abraham. Nostra Aetate y los “Diez
Puntos de Seelisberg” ponen el acento en que el desdén, la denigración y el deprecio hacia el
judaísmo deben ser evitados a toda costa, y se otorga una prominencia explícita a las raíces judías
del cristianismo. Al mismo tiempo, ambas declaraciones rechazan – naturalmente, cada una de ellas
de una manera diferente – la acusación a los judíos como “deicidas”, que desgraciadamente
subsistió durante siglos.
En la esfera cristiana, asumir la Shoah fue sin duda uno de los motivos más importantes que llevó a
elaborar Nostra Aetate. Pero podemos identificar también otras razones: en la teología católica
posterior a la publicación de la encíclica Divino afflante spiritu del papa Pío XII, en 1943, los estudios
bíblicos se abrieron – aunque con cautelosos pasos de principiantes – a la interpretación históricocrítica de la Biblia: esto implica leer los textos bíblicos en su contexto histórico y tomando en cuenta
las tradiciones religiosas vigentes en su época. Este proceso encontró finalmente su expresión
doctrinal en el Decreto Conciliar sobre la revelación divina Dei verbum, y más precisamente en la
instrucción de que el exegeta debe investigar con el mayor cuidado qué quisieron decir realmente
los autores de los textos bíblicos: “Para descubrir la intención de los hagiógrafos, entre otras cosas
hay que atender a los géneros literarios, porque la verdad se propone y se expresa de maneras
diversas en los textos de diverso modo históricos, proféticos, poéticos o en otras formas de hablar”.
Una consecuencia de la observación precisa de las tradiciones religiosas históricas reflejadas en las
Sagradas Escrituras fue que la figura de Jesús de Nazareth se ubicó con mayor claridad dentro del
judaísmo de su tiempo. De este modo, todo el Nuevo Testamento quedó incluido en el marco de las
tradiciones judías, y Jesús fue percibido como un judío de su época que cumplía esas tradiciones.
Este punto de vista también aparece en la Declaración Conciliar Nostra Aetate, cuando dice,
remitiéndose a la Carta a los Romanos (9, 4-5), que “Jesús procede según la carne del pueblo de
Israel, y la Iglesia recuerda el hecho de que los Apóstoles, fundamentos y columnas de la Iglesia,
nacieron del pueblo judío, así como muchísimos de aquellos primeros discípulos que anunciaron al
mundo el Evangelio de Cristo”. A partir de Nostra Aetate esto se ha convertido en el cantus firmus
del diálogo judeo-cristiano, para tener presentes y destacar las raíces judías de la fe cristiana.
Durante su visita a la Sinagoga de Roma, el 13 de abril de 1986, el papa Juan Pablo II expresó esto
con palabras vívidas y admirables: “La religión judía no es ‘extrínseca’ a nosotros, sino en cierto
modo ‘intrínseca’ a nuestra propia religión. Por eso tenemos con el judaísmo una relación que no
tenemos con ninguna otra religión. Ustedes son nuestros hermanos más amados, y podríamos decir,
nuestros hermanos mayores”.
Sin embargo, no fueron sólo consideraciones teológicas las que llevaron a los cristianos a buscar un
acercamiento teórico y práctico con el judaísmo. También existieron, de hecho, razones políticas y
pragmáticas que desempeñaron un papel fundamental en esto. Desde la fundación del Estado de
Israel en 1948, la Iglesia Católica se vio enfrentada en la Tierra Santa con la realidad de que debía
desarrollar su vida pastoral en un Estado que decididamente se consideraba a sí mismo como judío.
Israel es el único país del mundo con una población mayoritariamente judía, y aunque más no fuera
por esa razón, los cristianos que viven allí deben entablar necesariamente un diálogo con los judíos.
En este sentido, la Santa Sede tuvo permanentemente dos objetivos: por un lado, seguir
desarrollando sin obstáculos la actividad pastoral de las congregaciones católicas en Tierra Santa, y
por el otro, mantener el libre acceso a los sitios sagrados cristianos para los peregrinos cristianos.
Esto requería, en primera instancia, un diálogo político con el gobierno del Estado de Israel, que,
desde el punto de vista judío, naturalmente debía incluirse en un diálogo con las autoridades
religiosas del judaísmo. Los cristianos parecen inclinarse más bien a separar y delimitar los asuntos
políticos y religiosos, mientras que el judaísmo suele integrar ambas dimensiones.
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Independientemente de los motivos o los factores que hubieran llevado en forma individual a
redactar Nostra Aetate, esta Declaración permanece como una brújula decisiva de todos los
esfuerzos hacia un diálogo judeo-católico, y después de 47 años, podemos decir con gratitud que
esa redefinición teológica de la relación con el judaísmo ha producido ricos frutos en la historia de su
recepción. En cuanto a los contenidos, los Padres del Concilio tomaron en consideración casi todo lo
que hasta ese momento había demostrado ser significativo en la historia del diálogo. Por el lado
judío, se destacó como algo particularmente positivo el hecho de que la Declaración Conciliar
adoptara una posición inequívoca contra cualquier forma de antisemitismo. Sobre esa base, los
judíos alentaron y alientan la esperanza de que pueden tener en la Iglesia Católica una aliada
confiable en la lucha contra el antisemitismo.
Con respecto a la historia de la recepción de los documentos conciliares, podemos decir sin ninguna
duda que Nostra Aetate debe considerarse uno de los textos conciliares que efectuaron, de una
manera convincente, una reorientación fundamental de la Iglesia Católica después del Concilio. Esto
queda muy claro cuando pensamos que antes existía, en gran parte, una fuerte resistencia en
cuanto a los contactos entre judíos y católicos, proveniente de la historia del cristianismo, con su
discriminación contra los judíos que llegó incluso a las conversiones forzadas. El principio
fundamental de respeto hacia el judaísmo expresado en Nostra Aetate hizo posible que, en las
últimas décadas, grupos que al principio se enfrentaban con escepticismo, se fueran convirtiendo
poco a poco en compañeros confiables y hasta en buenos amigos, capaces incluso de resolver
algunas crisis juntos y superar conflictos en forma positiva.
Otros documentos vaticanos, complementarios de Nostra Aetate
La tarea del diálogo que se desarrolló gradualmente después del Concilio fue encomendada en la
Curia Romana a la Secretaría para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, por el razonable
motivo de que antes del Concilio, en 1960, el papa Juan XXIII le había encargado al titular de esa
Secretaría, el cardenal alemán Augustin Bea, que preparara con su equipo un borrador para un
documento conciliar referente a la nueva relación de la Iglesia Católica con el judaísmo. Como se
sabe, ese proyecto produjo luego la Declaración Conciliar Nostra Aetate, que se refería a la relación
de la Iglesia con todas las religiones no cristianas. Esto significa que el artículo 4 de Nostra Aetate,
que se refiere a las relaciones con el judaísmo, constituye al mismo tiempo el punto de partida y el
núcleo de esa Declaración. Hacia el final del Concilio, se formó una secretaría especial para el
diálogo interreligioso, con el objetivo de promover las relaciones con el islam, el hinduismo, el
budismo y otras religiones no cristianas: hoy existe en la Curia Romana un Consejo Pontificio para el
Diálogo Interreligioso, y dentro del Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, hay una
Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo. Aunque esta Comisión especial, que fue
fundada por el papa Pablo VI el 22 de octubre de 1974, está alineada en su aspecto organizativo con
el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, es estructuralmente
independiente, y tiene la tarea de acompañar y promover el diálogo religioso con el judaísmo. Esta
estructura es en general valorada en forma positiva por los interlocutores judíos del diálogo.
También tiene sentido, desde un punto de vista teológico, combinar esa Comisión con el Consejo
Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, ya que la separación entre la Iglesia y la
Sinagoga puede considerarse el primer cisma de la historia de la Iglesia, o como lo llamó el teólogo
católico Erich Przywara, la “escisión original”, de la cual, a su juicio, se deriva la posterior pérdida de
totalidad de la Catholica: “La escisión entre la Iglesia oriental y la occidental, la escisión entre la
Iglesia romana y el pluriversum de la Reforma (las innumerables iglesias y sectas) forman parte de
la escisión original entre el judaísmo (los judíos no cristianos) y el cristianismo (los “gentiles”, en el
lenguaje de las cartas paulinas)”.
En el mismo año de su fundación, la Comisión publicó, el 1º de diciembre de 1974, su primer
documento oficial “Orientaciones y sugerencias para la aplicación de la Declaración Conciliar Nostra
Aetate (nº 4)”. La preocupación fundamental de este documento consiste en dar expresión a la alta
estima que siente el cristianismo por el judaísmo, y subrayar el gran significado que tiene para la
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Iglesia el diálogo con los judíos, como lo señalan estas palabras del documento: “De manera positiva
es importante, pues, concretamente, que los cristianos procuren entender mejor los elementos
fundamentales de la tradición religiosa hebrea y que capten los rasgos esenciales con que los judíos
se definen a sí mismos a la luz de su propia experiencia religiosa”. Sobre la base del testimonio de fe
en Jesucristo, el documento reflexiona acerca de la naturaleza específica del diálogo con el judaísmo,
se refiere a las conexiones recíprocas que existen en la liturgia, las nuevas posibilidades para el
acercamiento en las esferas de la enseñanza, la educación y la formación, y por último, ofrece
sugerencias para la acción social común.
Once años más tarde, el 24 de junio de 1985, la Comisión presentó un segundo documento titulado
“Notas para una correcta presentación de los judíos y el judaísmo en la predicación y la catequesis
de la Iglesia Católica”. Este documento tiene una orientación teológico-exegética más fuerte, ya que
reflexiona sobre la relación entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento, demuestra las
raíces judías de la fe cristiana, explica la manera en la que son representados “los judíos” en el
Nuevo Testamento, señala los puntos comunes en la liturgia, sobre todo en las grandes festividades
anuales de la Iglesia, y alude a la relación entre el judaísmo y el cristianismo a través de la historia.
Como lo indica el título, este documento se centra en la manera en que se habla sobre el judaísmo
en la predicación y en la catequesis de la Iglesia Católica. Es de particular interés el hecho de que
este documento se refiere también al Estado de Israel, que tiene un significado especial para los
judíos observantes pero al mismo tiempo provoca tensiones políticas. Con respecto a esta “tierra de
los antepasados”, el documento señala: “Los cristianos son animados a comprender este vínculo
religioso, que hunde sus raíces en la tradición bíblica, sin por eso apropiarse de una interpretación
religiosa particular de esta relación. Por lo que toca a la existencia del Estado de Israel y sus
opciones políticas, deben ser encaradas en una óptica que no es en sí misma religiosa, sino referida
a los principios comunes del derecho internacional. Sin embargo, la permanencia de Israel debe ser
percibida como un hecho histórico y como un signo que pide ser interpretado en el plan de Dios”.
El tercer y último documento de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo fue
presentado al público el 16 de marzo de 1998. Se refiere a la Shoah, y su título es “Nosotros
recordamos: una reflexión sobre la Shoah”. El mayor impulso para este texto surgió del lado judío. El
documento hace un duro juicio, pues declara que el balance de 2000 años de relaciones entre judíos
y cristianos es más bien negativo, recuerda la actitud de cristianos con respecto al antisemitismo de
los nacionalsocialistas y se centra en el deber que tienen los cristianos de recordar la catástrofe
humana de la Shoah. En una carta, incluida al comienzo de esta declaración, el papa Juan Pablo II
expresa su esperanza de que este documento “contribuya verdaderamente a curar las heridas de las
incomprensiones e injusticias del pasado. Ojalá que permita a la memoria cumplir su papel necesario
en el proceso de construcción de un futuro en el que la inefable iniquidad de la Shoah no vuelva a
ser nunca posible”.
Por último, en la serie de documentos vaticanos, la Comisión Bíblica Pontificia publicó, el 24 de mayo
de 2001 un voluminoso texto que trata específicamente sobre el diálogo judeo-católico: “El pueblo
judío y sus Escrituras Sagradas en la Biblia cristiana”. Se trata del documento exegética y
teológicamente más importante del diálogo entre judíos y católicos, y representa un rico tesoro de
temas comunes que tiene sus bases en las Escrituras del judaísmo y del cristianismo. La Sagrada
Escritura del pueblo judío es considerada “el componente fundamental de la Biblia cristiana”, se
analizan los temas más importantes de la Escritura del pueblo judío y su adopción en la fe en Cristo,
y la manera en que son representados los judíos en el Nuevo Testamento es iluminada en detalle. En
el prefacio, el prefecto de la Congregación de la Doctrina para la Fe de ese momento, el cardenal
Joseph Ratzinger, aboga por un “nuevo respeto hacia la interpretación judía del Antiguo
Testamento”. En este sentido, el documento dice dos cosas. En primer lugar, declara que la lectura
judía de la Biblia es una lectura posible, “en continuidad con las Sagradas Escrituras judías de la
época del segundo Templo, una lectura análoga a la lectura cristiana, que se desarrolla
paralelamente” (nº. 22). Y agrega que los cristianos pueden aprender mucho de la exégesis judía,
practicada durante más de 2000 años. “Por su parte, pueden confiar que también los judíos podrán
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sacar partido de las investigaciones exegéticas cristianas”.
Diálogos institucionales a nivel mundial y sus líneas de desarrollo
Los textos y los documentos, aunque son importantes, no pueden reemplazar los encuentros
personales y los diálogos frente a frente. Debemos mencionar en primer lugar las innumerables
iniciativas de las diversas Conferencias Episcopales, Iglesias locales e instituciones académicas, que
no podemos considerar aquí en detalle, por supuesto, aunque precisamente en esos lugares se
realizan pasos concretos hacia una colaboración positiva entre judíos y católicos. La Comisión
Pontificia apoya esas iniciativas que contribuyen a intensificar nuestra amistad con el judaísmo. Pero
en el presente contexto, me centraré en los diálogos institucionales con los judíos que ayuda a
organizar y llevar adelante la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo de la Santa
Sede.
Aun antes del establecimiento de la Comisión Pontificia, existían contactos y vínculos con varias
organizaciones judías, incluidos, por supuesto, dentro de la Secretaría para la Promoción de la
Unidad de los Cristianos. Como el judaísmo es multifacético y no se presenta como una unidad
organizativa, el lado católico se enfrentaba con la dificultad de decidir con quién debía establecer el
diálogo, porque no era posible llevar adelante un diálogo individual e independiente con todos los
grupos y organizaciones que se habían mostrado dispuestos a dialogar.
Para resolver este problema, las organizaciones judías aceptaron la sugerencia de sus interlocutores
católicos de establecer una única organización para el diálogo religioso. De este modo, el Comité
Judío Internacional para Consultas Interreligiosas (IJCIC: International Jewish Committee on
Interreligious Consultations) representa el interlocutor oficial judío de la Comisión para las
Relaciones Religiosas con el Judaísmo de la Santa Sede. Incluye a casi todas las grandes
organizaciones judías, muchas de las cuales tienen su sede en Estados Unidos. El IJCIC inició su
trabajo en 1970, y sólo un año después, organizó la primera conferencia conjunta en París. Las
conferencias que se han realizado en forma regular desde entonces son la expresión del Comité
Internacional de Enlace Católico-Judío (ILC: International Catholic-Jewish Liaison Committee), y dan
forma a la colaboración entre el IJCIC y la Comisión de la Santa Sede. En febrero de 2011, en la 21ª
Conferencia del ILC, hemos recordado con gratitud los 40 años de diálogo institucional, y celebramos
ese jubileo una vez más en París.
Se ha logrado mucho en los últimos 40 años: la confrontación fue suplantada por una exitosa
colaboración, el anterior conflicto potencial se convirtió en un manejo positivo de los conflictos, y la
coexistencia del pasado fue reemplazada por una amistad de apoyo recíproco. Los vínculos de
amistad que se forjaron en estos años demostraron ser estables, de modo que incluso pudimos
tratar de resolver juntos algunos temas controvertidos sin el peligro de provocar un daño
permanente en el diálogo.
Esto era muy necesario porque en las décadas anteriores, el diálogo no siempre había estado libre
de tensiones. No hay más que recordar las crisis provocadas en los años ochenta por el llamado
“caso Waldheim” o el asunto del “Carmelo en Auschwitz”. En los últimos años, podemos pensar en el
“caso Williamson”, o también en las opiniones muy divergentes sobre una posible beatificación del
papa Pío XII: un observador atento seguramente llegará a la conclusión de que, por parte de los
judíos, el veredicto sobre este papa ha cambiado de una profunda gratitud original a una profunda
inquietud desde que apareció la obra escrita por Hochhuth.
En general puede observarse, sin embargo, con alegría, que en el diálogo judeo-católico, sobre todo
desde que se inició el tercer milenio, nos hemos esforzado por resolver abiertamente las diferencias
de opinión y los conflictos que surgen, con un objetivo positivo en mente: de este modo, las
relaciones mutuas se han vuelto más fuertes, y se ha confirmado la sabiduría proverbial de que
cuando un vínculo roto se vuelve a restablecer, la distancia entre ambos extremos se hace más
corta.
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Además del diálogo con el IJCIC, hay que mencionar el diálogo institucional con el Gran Rabinato de
Jerusalén, que debe verse claramente como un fruto del encuentro del papa Juan Pablo II con los
grandes rabinos de Jerusalén durante su visita a Israel en marzo de 2000. La primera reunión fue
organizada en junio de 2002 en Jerusalén, y desde entonces, se realizaron once encuentros,
alternadamente en Roma y Jerusalén. Las dos delegaciones eran relativamente pequeñas, de modo
que se hizo posible un intercambio muy personal e intenso sobre diversos temas, como la santidad
de la vida, el estatus de la familia, el significado de las Sagradas Escrituras en la vida comunitaria, la
libertad religiosa, las bases éticas de la conducta humana, el desafío ecológico, la relación entre las
autoridades seculares y religiosas, y las cualidades fundamentales de la autoridad religiosa en una
sociedad secular. Como los participantes de esas reuniones eran, por el lado católico, obispos y
sacerdotes, y por el lado judío, casi exclusivamente rabinos, era natural que los temas individuales
también fueran analizados desde una perspectiva religiosa. Esto llama la atención porque
normalmente, en el judaísmo ortodoxo existe una tendencia a evitar los temas religiosos y
teológicos. En este sentido, el diálogo con el Gran Rabinato permitió una apertura futura del
judaísmo ortodoxo hacia la Iglesia Católica en un nivel general. Después de cada reunión, se publica
una declaración conjunta, que muestra en cada instancia la riqueza de la herencia espiritual común
del judaísmo y el cristianismo, y cuántos tesoros valiosos quedan aún por descubrirse. Al revisar los
diez años de diálogo podemos afirmar con gratitud que la intensa amistad lograda representa una
base firme para seguir caminando hacia el futuro.
La tarea de diálogo de la Comisión Pontificia para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo no puede
limitarse, por supuesto, a estos dos diálogos institucionales. En realidad, está abierta todas las
corrientes del judaísmo y mantiene contactos con todas las agrupaciones y organizaciones judías
que deseen establecer vínculos con la Santa Sede. En el lado judío, existe un particular interés por
audiencias privadas con el papa, que nosotros preparamos en cada caso. Además de los contactos
directos con el judaísmo, la Comisión también se ocupa de impulsar dentro de la Iglesia Católica el
diálogo con los judíos y trabajar junto con las Conferencias Episcopales para apoyarlas localmente en
la promoción del diálogo judeo-católico. La introducción del “Dies Judaicus” es un buen ejemplo de
ello.
Durante las décadas pasadas, tanto el “diálogo ad extra” como el “diálogo ad intra” suscitaron cada
vez con mayor claridad la conciencia de que los cristianos y los judíos dependen unos de otros, y
que, en lo que respecta a la teología, el diálogo entre ellos no es optativo sino obligatorio. Los judíos
y los cristianos son, precisamente en su diferencia, el único pueblo de Dios, y pueden enriquecerse
mutuamente en la amistad. Yo no tengo derecho a juzgar qué puede ganar el judaísmo en este
diálogo según sus propios objetivos: sólo puedo coincidir con el cardenal Walter Kasper cuando
expresa el deseo de que reconozca que “separar el judaísmo del cristianismo” sería “privarlo de su
universalismo”, que ya le fue prometido a Abraham. En cuanto a la Iglesia cristiana, sin duda es
cierto que sin el judaísmo corre el riesgo de perder su lugar en la historia de la salvación y caer
finalmente en una gnosis ahistórica.
El papa Juan Pablo II y el diálogo judeo-católico
Cuando se consideran las ramificaciones del diálogo judeo-cristiano, se hace evidente que, para
mantener su vitalidad, debe ser atestiguado por personas concretas y auténticas. Sin duda, los
documentos y los diálogos que ya mencionamos fueron inspirados, preparados y realizados por
testigos autoritativos del diálogo judeo-cristiano. Pero siempre tuvieron como objetivo traducir todo
eso en la realidad concreta, por medio del compromiso personal, para seguir dando testimonio.
Recordemos a John M. Oesterreicher, un convertido que dedicó toda su vida a trabajar por el diálogo
judeo-cristiano y también participó en forma decisiva en la redacción de Nostra Aetate. Debemos
destacar además la gran cantidad de iniciativas fructíferas para la promoción del diálogo judeocristiano que se desarrollaron después del Concilio en diversas Iglesias locales. Pero para la Iglesia
Católica, el efecto de la señal emanada del papado tiene y tendrá un significado particular.
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Aunque el papa Pablo VI ya había tomado medidas decisivas hacia un acercamiento con el judaísmo,
el compromiso de los líderes de la Iglesia Católica universal realmente fue percibido por el gran
público a través del papa Juan Pablo II. Su esfuerzo apasionado por el diálogo judeo-cristiano se
arraiga sin duda alguna en su biografía personal. Karol Wojtyla creció en la pequeña ciudad polaca
de Wadowice, donde por lo menos un cuarto de la población era judía. En su niñez, el contacto diario
y la amistad con judíos era algo natural para él: por eso, cuando se convirtió en papa, consideró muy
importante mantener su amistad con un antiguo compañero de escuela judío, e intensificar los
vínculos de amistad con el judaísmo en general. Y más allá de esto, Juan Pablo II le dio una expresión
visible a su interés por la reconciliación con el judaísmo por medio de grandes gestos públicos. Ya en
el primer año de su pontificado, el 7 de junio de 1979, visitó el ex campo de concentración de
Auschwitz-Birkenau, donde frente a la piedra memorial con una inscripción en hebreo, recordó a las
víctimas de la Shoah de un modo particular, con estas conmovedoras palabras: “Esta inscripción
suscita el recuerdo del pueblo cuyos hijos e hijas estaban destinados al exterminio total. Este pueblo
tiene su origen en Abraham, que es el padre de nuestra fe (cf. Romanos 4, 12), como dijo Pablo de
Tarso. Precisamente este pueblo, que ha recibido de Dios el mandamiento de ‘no matar’, ha
experimentado en sí mismo, en medida particular, lo que significa matar. A nadie le es lícito pasar
delante de esta lápida con indiferencia”. Mayor atención aún despertó en los medios de
comunicación masiva la visita del papa Juan Pablo II a la Sinagoga de Roma, el 13 de abril de 1986,
que también tuvo un significado especial, porque en Roma existía una comunidad judía mucho antes
de que la fe cristiana fuera llevada a esa ciudad. Pero el significado histórico de este acontecimiento
residió sobre todo en el hecho de que era la primera vez en la historia que el Obispo de Roma
visitaba una sinagoga, para dar testimonio de su respeto por el judaísmo frente a todo el mundo. El
gesto del abrazo del gran rabino Elio Toaff y el papa Juan Pablo II constituye un recuerdo imborrable.
También debe verse en el contexto del documento “Nosotros recordamos. Una reflexión sobre la
Shoah” la plegaria que el papa rezó, el 12 de marzo del Año Santo 2000, en una liturgia pública,
para pedir perdón por la culpa hacia el pueblo de Israel: “Nos duele profundamente el
comportamiento de cuantos, en el curso de la historia, han hecho sufrir a estos tus hijos, y, a la vez
que te pedimos perdón, queremos comprometernos en una auténtica fraternidad con el pueblo de la
Alianza”. El papa Juan Pablo II introdujo esta oración de pedido de perdón, ligeramente variada,
entre las piedras del Muro de los Lamentos de Jerusalén durante su visita a Israel, el 26 de marzo de
2000. De todos modos, la visita del Papa al Estado de Israel no debe ser evaluada simplemente
como un acontecimiento histórico, especialmente después del reconocimiento diplomático del
Estado de Israel por parte de la Santa Sede, que tuvo lugar en diciembre de 1993. La visita del Papa
a Israel representó además un singular estímulo para la promoción del diálogo judeo-católico.
Cuando el Papa visitó el Memorial del Holocausto Yad Vashem, conmemoró a las víctimas de la
Shoah y oró por ellas, se encontró con sobrevivientes de esa tragedia incomparable y entró en
contacto por primera vez con el Gran Rabinato de Jerusalén. Luego, se encontró una vez más con los
dos grandes rabinos, el 16 de enero de 2004, en el Palacio Apostólico. Juan Pablo II recibió, además,
en varias oportunidades, a personalidades y delegaciones judías, y durante sus innumerables viajes
pastorales, su programa obligatorio siempre incluyó encuentros con representantes judíos, en todos
los lugares donde hubiera una considerable comunidad judía.
Cuando se mira en retrospectiva el gran compromiso del papa Juan Pablo II con el diálogo judeocatólico, se puede afirmar sin ninguna duda que durante su largo pontificado, se trazó el camino
para el futuro de este necesario diálogo, y no puede haber retrocesos con respecto a lo que ya se ha
logrado. Por eso, no sorprende que hasta hoy, el papa Juan Pablo II sea tenido en tan alta estima por
los interlocutores judíos del diálogo, y que la admiración por él y por su trabajo de reconciliación
permanezca intacta.
El papa Benedicto XVI y el diálogo con los judíos
Es indudable que el importante esfuerzo realizado por el papa Juan Pablo II por promover el diálogo
judeo-católico fue teológicamente legitimado y apoyado por el entonces prefecto de la Congregación
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para la Doctrina de la Fe, el cardenal Joseph Ratzinger. Mientras cumplía sus funciones, en esa
época, él mismo mantuvo contactos personales con judíos, y publicó artículos innovadores sobre la
relación específica del cristianismo con el judaísmo dentro del contexto de las religiones del mundo.
Este punto de vista de Ratzinger, el teólogo, se basa en su convicción de que las Sagradas Escrituras
sólo pueden ser comprendidas como un único libro, como lo explica él mismo en una nota biográfica:
“Para mí, el paso decisivo fue aprender a entender la conexión entre el Antiguo Testamento y el
Nuevo Testamento, que constituye el fundamento de toda la teología patrística. Esta teología
depende de la interpretación de la Escritura, el núcleo de la exégesis patrística es la concordia
testamentorum mediada por Cristo en el Espíritu Santo”. Sobre esta base, es axiomático para Joseph
Ratzinger que las naciones no pueden tener acceso a Jesús, y por lo tanto, no pueden entrar al
pueblo de Dios, sin aceptar en la fe la revelación de Dios que habla en la Sagrada Escritura que los
cristianos llaman el Antiguo Testamento. Por eso, él tiene un interés fundamental en demostrar las
profundas conexiones de los temas del Nuevo Testamento con el mensaje del Antiguo Testamento,
de tal modo que queden claramente iluminadas tanto la continuidad intrínseca entre el Nuevo
Testamento y el Antiguo Testamento, como la innovación del Nuevo Testamento. El veredicto de
Joseph Ratzinger sobre el juicio a Jesús en su libro sobre Jesús de Nazareth, por ejemplo, que ha sido
reconocido con particular gratitud por los judíos, en el sentido de que el relato bíblico del juicio a
Jesús no puede servir como base para ninguna afirmación de una culpa colectiva de los judíos, ya
había sido percibida con toda claridad por el teólogo Ratzinger: “La sangre de Jesús no llama a la
represalia sino a la reconciliación. Se ha convertido en sí misma, como dice la Carta a los Hebreos,
en un permanente Día de la Expiación de Dios”.
En el contexto de estas convicciones teológicas, no puede sorprendernos que el papa Benedicto XVI
prosiga y avance en la tarea de reconciliación de su predecesor en lo que respecta al diálogo judeocatólico. No sólo le dirigió la primera carta de su pontificado al gran rabino de Roma, sino que en su
primer encuentro con una delegación judía, el 9 de junio de 2005, aseguró que la Iglesia seguía
actuando con firmeza sobre los principios fundamentales de Nostra Aetate, y tenía la intención de
continuar el diálogo, en la línea de sus predecesores. Al repasar los siete años de su pontificado,
vemos que en este breve período dio todos los pasos que Juan Pablo II realizó en su pontificado de
27 años: el papa Benedicto XVI visitó el ex campo de concentración Auschwitz-Birkenau el 28 de
mayo de 2006; durante su visita a Israel en mayo de 2009, se detuvo frente al Muro de los
Lamentos, se reunió con el Gran Rabinato de Jerusalén y oró por las víctimas de la Shoah en Yad
Vashem; y el 17 de enero de 2010 fue cálidamente recibido por la comunidad judía de Roma en su
sinagoga. Ya había visitado por primera vez una sinagoga el 19 de agosto de 2005 en Colonia, en
ocasión del Día Mundial de la Juventud, y el 18 de abril de 2008 había visitado la Sinagoga de Park
East de Nueva York. De modo que podemos decir con gratitud que ningún otro papa de la historia
visitó tantas sinagogas como Benedicto XVI.
Por supuesto, todas estas actividades están marcadas por su propio estilo personal. Mientras que
Juan Pablo II tenía un refinado sentido de los grandes gestos y las imágenes fuertes, Benedicto XVI
se apoya sobre todo en el poder de las palabras y el encuentro humilde. Esto se vio con claridad
durante su visita al memorial Yad Vashem, cuando se refirió deliberadamente al nombre de ese
lugar y meditó sobre la inalienabilidad del nombre que Dios le otorga a cada persona individual: “Se
puede tejer una insidiosa red de mentiras para convencer a los demás de que ciertos grupos no
merecen respeto. Y, sin embargo, por más que se esfuerce, nunca se puede quitar el nombre de otro
ser humano”. También merece una especial mención la inimitable meditación espiritual del papa
Benedicto XVI sobre el Decálogo, al que denominó la “estrella polar de la fe y de la moralidad del
pueblo de Dios”, durante su visita a la Gran Sinagoga de Roma. De este modo, el papa Benedicto XVI
procura una y otra vez, por medio del poder de sus palabras y su profundidad espiritual, subrayar las
riquezas multifacéticas de la herencia espiritual común del judaísmo y el cristianismo, y profundizar
teológicamente las orientaciones que presenta la declaración Nostra Aetate, a la que volveremos en
la conclusión.
Cuestiones teológicas abiertas en el diálogo judeo-católico
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La Declaración del Concilio Vaticano II sobre el judaísmo, es decir, el artículo 4º de Nostra Aetate, se
ubica, como sin duda quedó claro, en un marco decididamente teológico. Pero esto no significa que
resuelva todas las cuestiones teológicas que se plantean en la relación entre el cristianismo y el
judaísmo. Recibieron en ese texto un estímulo prometedor, pero requieren proseguir la reflexión
teológica. Esto también se observa en el hecho de que este documento conciliar, a diferencia de
todos los demás textos del Concilio Vaticano II, no puede remitirse en sus notas a documentos
doctrinales anteriores ni a decisiones de concilios anteriores. Existieron, por supuesto, textos del
magisterio anteriores referentes al judaísmo, pero Nostra Aetate ofrece la primera visión de conjunto
sobre la relación de la Iglesia Católica con los judíos.
Por ser tan innovador, el texto conciliar fue a menudo sobreinterpretado, y a veces se le hace decir
cosas que en realidad no dice. Un ejemplo importante: en Nostra Aetate no se lee – aunque esta
confesión es verdadera – que la Alianza que Dios estableció con su pueblo Israel permanece y nunca
fue invalidada. Esta afirmación fue hecha por primera vez con total claridad por el papa Juan Pablo II
cuando dijo, durante un encuentro con representantes judíos en Maguncia, el 17 de noviembre de
1980, que la Antigua Alianza nunca había sido revocada por Dios: “La primera dimensión de este
diálogo, esto es, el encuentro entre el Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, que nunca fue
rechazada por Dios, y el de la Nueva, es asimismo un diálogo interior a la Iglesia misma, como si
fuera entre la primera y segunda parte de nuestra Biblia”.
Esta afirmación también dio lugar a malentendidos, por ejemplo, a la idea de que si los judíos
permanecen en una relación de alianza válida con Dios, hay dos diferentes caminos de salvación: el
camino judío de salvación sin Cristo y el camino de salvación para todos los demás pueblos a través
de Jesucristo. Por obvia que parezca a primera vista esta respuesta, no parece resolver en forma
satisfactoria por lo menos la muy compleja cuestión teológica de cómo puede combinarse
conceptualmente, en forma coherente, la fe cristiana en el significado salvífico universal de
Jesucristo con la también clara convicción de fe en la Alianza nunca revocada de Dios con Israel. Que
la Iglesia y el judaísmo no pueden representar “dos caminos paralelos hacia la salvación”, sino que
la Iglesia debe “testimoniar a Cristo como el Redentor para todos”, fue establecido ya en el segundo
documento publicado por la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo de la Santa
Sede en 1985. La fe cristiana se sostiene por la confesión de que Dios quiere llevar a todas las
personas a la salvación, que sigue ese camino en Jesucristo como mediador universal de salvación, y
que “no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres mediante el cual podamos ser salvos”
(Hechos 4,12). El concepto de dos caminos paralelos de salvación pondría por lo menos en tela de
juicio o incluso en peligro la afirmación fundamental del Concilio Vaticano II de que los judíos y los
cristianos no pertenecen a dos diferentes pueblos de Dios sino que forman un solo pueblo de Dios.
Por un lado, según la confesión cristiana sólo puede haber un camino de salvación. Sin embargo, por
otro lado, de esto no se desprende necesariamente que los judíos estén excluidos de la salvación de
Dios por el hecho de no creer en Jesucristo como Mesías de Israel e Hijo de Dios. Esta clase de
afirmación contradice la comprensión soteriológica de san Pablo, quien, en la Carta a los Romanos,
definitivamente contesta en forma negativa la pregunta que él mismo formula, sobre si Dios ha
repudiado a su propio pueblo: “Porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (Rm 11,
29). Es teológicamente incuestionable que los judíos participan de la salvación de Dios, pero cómo
puede ser esto posible sin confesar explícitamente a Cristo es un insondable misterio divino. Por eso,
no es casual que las reflexiones soteriológicas de Pablo en Romanos 9-11 sobre la irrevocable
redención de Israel en el contexto del misterio de Cristo terminen con esta misteriosa doxología:
“¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus
designios e inescrutables sus caminos!” (Rm 11,33). Tampoco es casual que el papa Benedicto XVI,
en la segunda parte de su libro sobre Jesús de Nazareth, transcriba las palabras de Bernardo de
Clairvaux sobre el problema que abordamos, cuando dice que para los judíos “se ha fijado un punto
determinado en el tiempo, que no puede ser anticipado”.
Esta complejidad también aparece en la reformulación de la Oración del Viernes Santo para los
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Judíos, en la forma extraordinaria del rito romano, publicada en febrero de 2008. Aunque la nueva
Oración del Viernes Santo, en la forma de una súplica a Dios, confiesa la universalidad de la
salvación en Jesucristo en un horizonte escatológico (“cuando la totalidad de los pueblos entren a tu
Iglesia”), fue vigorosamente criticada por muchos judíos – y desde luego, también por muchos
cristianos – y malinterpretada como un llamado a una misión explícita hacia los judíos. Sin duda, la
expresión “misión hacia los judíos” constituye un tema muy delicado y sensible para los judíos,
porque desde su perspectiva, está en juego la existencia misma del pueblo de Israel. Pero por otro
lado, esta cuestión también resulta incómoda para nosotros los cristianos, porque para nosotros, el
significado salvífico universal de Jesucristo, y por lo tanto, la misión universal de la Iglesia, tienen
una importancia fundamental. La Iglesia cristiana está naturalmente obligada a percibir su tarea de
evangelización respecto de los judíos, que creen en un Dios único, de una manera diferente a la de
las naciones. En términos concretos, esto significa que – en contraste con varios movimientos
fundamentalistas y evangelistas– la Iglesia Católica no lleva adelante ni apoya ninguna tarea
específica de misión institucional dirigida a los judíos. En su detallado análisis de la cuestión de la así
llamada “misión a los judíos”, el cardenal Karl Lehmann discierne con precisión que cuando se
investiga en profundidad, se ve que “no hubo ninguna misión institucional hacia los judíos en la
historia de la misión católica”. “Tenemos una gran responsabilidad en otras formas de actitudes
inapropiadas hacia los judíos, y por lo tanto, no tenemos derecho a elevarnos a nosotros mismos por
encima de otros. Pero en cuanto a una ‘misión hacia los judíos’ específica y exclusiva, no debería
haber ninguna falsa consternación, ni ninguna autoacusación injustificada”. Por otro lado, el rechazo
de principio de una misión institucional a los judíos, no excluye que los cristianos den testimonio de
su fe en Jesucristo también ante los judíos, pero deben hacerlo de una manera sencilla y humilde,
particularmente teniendo en cuenta la gran tragedia de la Shoah.
Perspectivas
Es obvio que en el marco de esta conferencia no podemos desarrollar con mayor profundidad estas
cuestiones teológicas abiertas. El hecho de que se debe realizar un esfuerzo mucho mayor en la
reflexión teológica también es señalado por el proyecto publicado en 2011, “Jesucristo y el pueblo
judío hoy”, producido como una iniciativa de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el
Judaísmo de la Santa Sede por un grupo internacional de teólogos cristianos informalmente
convocado, al que fueron invitados a participar como observadores críticos algunos especialistas y
amigos judíos. Independientemente de los resultados positivos que pudiera aportar este intento de
volver a analizar la cuestión específica de la manera de reconciliar conceptualmente la confesión
cristiana del significado soteriológico universal de Jesucristo con la convicción de la fe cristiana de
que Dios mantiene firmemente su Alianza con Israel con fidelidad histórico-soteriológica, el cardenal
Walter Kasper expresó con realismo en su prefacio que si bien este diálogo no llegó a ninguna
conclusión, “nos encontramos en los umbrales de un nuevo comienzo. Muchas cuestiones
exegéticas, históricas y sistemáticas permanecen abiertas, y probablemente, siempre existirán esa
clase de cuestiones”.
Por lo tanto, el diálogo judeo-católico nunca se detendrá, particularmente en el nivel académico,
sobre todo porque el nuevo curso definitivo establecido por el Concilio Vaticano II con respecto a la
relación entre judíos y cristianos es puesto a prueba en forma permanente. Por un lado, el flagelo del
antisemitismo parece ser difícil de erradicar en el mundo de hoy, e incluso en la teología cristiana, el
marcionismo y el antijudaísmo inmemoriales resurgen con fuerza una y otra vez, y de hecho, no sólo
entre los tradicionalistas sino también en las corrientes liberales de la teología actual. En vista de
estos hechos, la Iglesia Católica está obligada a denunciar el antijudaísmo y el marcionismo como
una traición a su propia fe cristiana, y a recordar que la fraternidad espiritual entre judíos y
cristianos tiene su base firme y eterna en las Sagradas Escrituras. Por otro lado, se le debe seguir
prestando la debida atención a la exigencia del Concilio Vaticano II de promover el entendimiento y
el respeto mutuos entre judíos y cristianos. Este es el indispensable prerrequisito para garantizar
que nunca se repita el peligroso distanciamiento entre cristianos y judíos, y que siempre sean
conscientes de su parentesco espiritual.
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Por eso agradeceremos toda contribución que se haga aquí para expandir el diálogo con el judaísmo
sobre la base de Nostra Aetate, y para lograr un mejor entendimiento entre judíos y cristianos, de
modo tal que los judíos y los cristianos, como único pueblo de Dios, den testimonio de paz y
reconciliación en el no reconciliado mundo de hoy, y puedan ser así una bendición no sólo los unos
para los otros, sino también, en forma conjunta, para la humanidad.
Editorial remarks
Traducción del inglés: Silvia Kot
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