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Actualización
Ortega
Influencia
La obra de Ortega tuvo mucha
influencia en el pensamiento español
contemporáneo. De hecho, la denominada
Escuela de Madrid, formada en la facultad
de Filosofía y Letras de la Universidad de
Madrid, está compuesta en casi su totalidad
por discípulos de Ortega (hasta el punto de
que algunos historiadores han propuesto
cambiar la denominación “escuela de
Madrid” por “orteguismo”). Entre estos se
encuentran Xavier Zubiri, Manuel García
Morente, José Gaos o María Zambrano. La
Escuela de Madrid tuvo, como tal escuela,
una duración muy corta. Aunque la influencia de Ortega sobre estos pensadores es anterior,
solo puede afirmarse que existen como escuela a partir del año 1933, momento en que el
gobierno concede a la Facultad de Filosofía y Letras la plena autonomía administrativa y
académica, en el marco de la reforma universitaria llevada a cabo por la II República. La
Escuela de Madrid desaparecería tres años después, en 1936, al comenzar la Guerra Civil
española y dispersarse sus miembros en el exilio. Sin embargo, esto no impedirá que la
influencia de Ortega siga vigente, y además contribuirá a su exportación a los países
latinoamericanos, donde ejercieron la docencia universitaria muchos discípulos de Ortega en
el exilio.
También tuvo Ortega una considerable influencia sobre los pensadores que
permanecieron en España tras el final de la guerra. A partir de ese momento la filosofía
académica quedó reducida a la corriente oficial defendida por el nuevo régimen franquista,
esto es, a la neoescolástica interpretada desde el punto de vista nacional-catolicista que
caracterizaba al régimen. Juan Zaragüeta, que era catedrático de psicología en la Facultad de
Filosofía y Letras de Madrid ya antes de la guerra (compañero, por tanto, de Ortega) fue el
encargado de organizar los programas de filosofía neoescolástica en todas la universidades
españolas. Esto supuso, al tiempo, que se prohibiera la docencia universitaria a todos aquellos
que no compartieran dicha línea (entre ellos, Ortega y Zubiri). Este pensamiento
neoescolástico era totalmente contrario al liberalismo y agnosticismo que representaba el
pensamiento de Ortega, pero existía otra línea de pensamiento católico, conocida como
“espiritualismo cristiano”, que si reclamaba la influencia de Ortega. Esta corriente provenía del
sector más revolucionario de Falange, encabezado por Dionisio Ridruejo, que consideraba que
la dictadura franquista no respondía al ideario falangista sino al conservadurismo de la derecha
tradicional (es el planteamiento falangista de la “revolución pendiente”). A este movimiento
pertenecían algunos de los más destacados intelectuales que decían tener alguna influencia de
Ortega: José Luis López Aranguren (1909-1996), Pedro Laín Entralgo (1908-2001) y sobre todo
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Actualización
Ortega
Julián Marías (1914-2005), que fue colaborador directo de Ortega y fundó con este el Instituto
de Humanidades en 1948. A pesar de su ideología conservadora y católica, Marías no fue
admitido en la docencia universitaria por su posición antifranquista, y probablemente también
por su intima asociación con Ortega.
A partir de 1956 comenzaron a producirse protestas estudiantiles que reclamaban la
libertad de asociación en la universidad (entonces sólo existía un sindicato de estudiantes, el
SEU, al que todos los estudiantes tenían que pertenecer obligatoriamente, y que estaba
integrado en la Falange oficial, es decir, la profranquista). Estas protestas fueron apoyadas,
entre otros grupos, por los “espiritualistas cristianos”, y acabarían derivando años después, en
1965, en una manifestación que le costó la expulsión a varios catedráticos, entre ellos López
Aranguren. Varios autores tomarán la fecha de 1956, en la que se inició la protesta
universitaria, como referente para hablar de una “generación del 56”, que entre otras
novedades introdujo en España otras corrientes de pensamiento, fundamentalmente tres: la
filosofía analítica, desarrollado en los países anglosajones desde 1910, pero que no tuvo
repercusión alguna en España hasta los años 60 (sus principales representantes son Jesús
Mosterín y Manuel Garrido); el pensamiento dialéctico, esto es, el pensamiento de origen
marxista no oficial (siguiendo no la línea ortodoxa de la URSS, sino los desarrollos posteriores
basados sobre todo en la Escuela de Frankfurt, y representada por Gustavo Bueno); y la
corriente neonietzscheana, que retomaba la influencia vitalista de Nietzsche pero en un
sentido postmoderno y en parte anarquizante muy diferente del vitalismo de Ortega
(representado sobre todo por Fernando Savater, Eugenio Trias y Agustín García Calvo). Desde
ese momento, la influencia de Ortega decayó en la filosofía española, llegando a ser
considerado como un pensador anticuado y conservador asociado a las formas intelectuales
del régimen franquista. La celebración del centenario del nacimiento de Ortega, en 1983,
supuso un intento de recuperación de su pensamiento, y en la actualidad vuelven a publicarse
muchos estudios sobre su obra, tanto en España como en el extranjero, aunque esto no ha
devuelto a Ortega la posición preeminente, casi exclusiva, que tuvo en la filosofía española
hasta la década de los 60.
Actualización
¿Relativismo u objetivismo?: postmodernos y analíticos
Uno de los temas centrales en la obra de Ortega es la definición del conocimiento
como situado (esto es, histórico y parcial) y al mismo tiempo como objetivo, pretendiendo así
superar la dicotomía entre el pensamiento racionalista y el pensamiento vitalista. El problema
al que se enfrentó Ortega sigue siendo plenamente actual, puesto que la citada dicotomía
sigue en el momento presente dividiendo a las corrientes filosóficas. En la actualidad podemos
decir que existen dos posturas básicas respecto a este asunto, la de los postmodernos, que
representan la herencia del vitalismo y que se han decantado por un relativismo más extremo
aun que el existente en tiempos de Ortega, y la de los analíticos, que curiosamente, aunque
siguen defendiendo un modelo racional de conocimiento, han derivado hacia posturas
pragmatistas y por tanto más situacionistas y relativistas.
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Actualización
Ortega
El término “postmodernidad” fue originalmente utilizado en el ámbito de las artes
plásticas para designar a las tendencias artísticas que pretendían que la fase “moderna” del
arte (entendiendo por tal las vanguardias históricas del siglo XX) había concluido para dar lugar
a un nuevo período, el cual podemos decir que se caracterizaría por un gran eclecticismo y
ante todo por la renuncia a lo “novedoso” como categoría artística que se supone vinculada a
la modernidad. Posteriormente, el término fue usado en filosofía para referirse igualmente a
un período de la historia del pensamiento posterior al moderno (en este caso tomando como
“moderno” las edades moderna y contemporánea en su conjunto) y que habitualmente se
hace coincidir con el surgimiento de la sociedad postindustrial, es decir, la sociedad de la
tercera revolución industrial o revolución informática, y que por tanto arrancaría a partir de
1950. En ambos casos, el término tiene una connotación eminentemente negativa, designando
una época no tanto por lo que es, sino por lo que ha dejado de ser. Esta negatividad no se
limita a la denominación, ya que el pensamiento postmoderno suele definirse a sí mismo en
contraste con la modernidad mostrando aquellos aspectos de esta que se supone ya no son
válidos, pero sin que quede claramente especificada cual es la propuesta positiva de la
postmodernidad, la cual queda en cualquier caso presentada de un modo voluntariamente
difuso, ya que precisamente el “pensamiento fuerte” es uno de los principales objetos de la ira
de los postmodernos.
La postmodernidad se caracteriza por tener como tema central la crisis de la razón
ilustrada y del proyecto social y ético que comporta la misma, y por pretender que la
modernidad es un proyecto agotado y que por tanto la razón no debe ser refundamentada,
sino directamente abandonada a favor de una concepción atomista y relativista de la filosofía.
En cuanto a los contenidos comunes a las diferentes propuestas postmodernistas con que se
pretende dar salida a esta crisis de la modernidad, podemos resumirlos así: i) la razón moderna
ha conducido a consecuencias catastróficas, y el proyecto de emancipación que la acompaña
es la causa del totalitarismo, la degradación del ambiente, etc. La salida no se encuentra en un
nuevo proyecto emancipatorio universal, sino en la negación de los presupuestos de dicha
razón; ii) ello supone en primer lugar la aceptación de que la razón carece de fundamento, y
por tanto la imposibilidad de elegir racionalmente entre diversas teorías. La elección no viene
determinada por la razón sino por la retórica, y por tanto todas las opciones posibles aparecen
únicamente como relatos en pie de igualdad en cuanto a su validez y justificación, lo que
conduce a un absoluto relativismo; iii) la noción de progreso, así como la historia universal que
la acompaña, no son sino ficciones creadas por dicha razón. Ambas serán repudiadas, lo cual
supone la pérdida de valor de lo “nuevo” y la fragmentación de cualquier pretensión de
historia universal en una multitud de historias particulares cuyo conjunto carece de sentido; iv)
si no existe proyecto de progreso, la satisfacción debe ser obtenida inmediatamente, por lo
cual la postmodernidad adopta una línea hedonista en conformidad con la sociedad
consumista; v) por todo lo anterior, es preciso renunciar a toda pretensión de certeza, lo que
implica una filosofía que atienda a la diferencia en lugar de atender a la identidad como ha
venido haciendo tradicionalmente, y que se base en un “pensamiento débil” que renuncie a
cualquier pretensión universalista, y por tanto a la verdad tal y como ha sido tradicionalmente
entendida. Como puede verse, los pensadores postmodernos coinciden en sus planteamientos
con la postura crítica de Nietzsche (a quien reclaman como antecedente), y representan un
relativismo radical. Como principales representantes de esta corriente podemos mencionar a
Gilles Deleuze (1925- 1995), Michael Foucault (1926-1984), Jacques Derrida (1930-2004), Jean
François Lyotard (1924-1998) y Gianni Vattimo (1936- ).
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Ortega
La filosofía analítica es una corriente surgida en Gran Bretaña en 1910, que en su
momento se englobaba dentro del neopositivismo (en el que se incluyen también corrientes
como el Círculo de Viena o el Círculo de Berlín) y que constituye la tendencia filosófica
dominante en los países anglosajones. En su primera etapa, entre 1910 y 1950, la filosofía
analítica pretendía encontrar un lenguaje lógicamente perfecto que permitiese una
demarcación clara entre lo que es científico y lo que no lo es, considerando a los enunciados
de este último tipo “sinsentidos”(o sea, pseudoproblemas), y rechazando como tales todas las
proposiciones de la metafísica, la ética o la estética. Sin embargo, uno de los principales
representantes de esta corriente, Ludwig Wittgenstein (1889-1951), empezó a dudar de la
posibilidad de lograr dicho lenguaje lógicamente perfecto, abandonando esta empresa y
dedicándose a analizar el lenguaje ordinario, esto es, el lenguaje real en su contexto, dando
por tanto un giro desde una filosofía del lenguaje centrada en la sintaxis (característica de la
primera etapa) para dedicarse a un estudio del lenguaje centrado en la pragmática de este.
Aunque el objetivo de esta segunda forma de filosofía analítica seguía siendo la denuncia de
los pseudoproblemas de la filosofía como malentendidos causados por la imprecisión del
lenguaje, el nuevo punto de vista pragmático obligaba a entender todo uso del lenguaje como
situado en un contexto histórico y cultural. De este modo, la filosofía analítica, que era el
principal representante del objetivismo en filosofía, pasaba a compartir el punto de vista
situacionista e historicista propio del vitalismo (y hacia el que también estaba derivando, como
veremos en otro apartado, la filosofía de la ciencia heredera de la otra rama del
neopositivismo, el Círculo de Viena). A partir de este giro pragmático, la filosofía analítica ha
pasado a ocuparse de una serie de asuntos que habían sido rechazados por la filosofía analítica
anterior a 1950, tales como la ética, la política o incluso la filosofía de la religión, en todos los
casos acometiendo estos temas como un análisis del lenguaje empleado en esos discursos.
Aparte de Wittgenstein, considerado el iniciador de esta corriente, los principales autores
vinculados a la misma son Gilbert Ryle (1900-1976), John L. Austin (1911-1960), Donald
Davidson (1917-2003) y John Searle (1932- ).
Como puede verse, el programa de Ortega, que pretendía compaginar el objetivismo
del conocimiento racional con la atención a la situación en que se desarrolla dicho
conocimiento racional, evitando así la pretensión racionalista de obtener un conocimiento
absoluto, se encuentra más cercano a la forma de hacer filosofía de los analíticos actuales que
a la de los postmodernos. Resulta curioso, ya que Ortega no tiene prácticamente ningún
vínculo con la filosofía analítica, a la que no prestó la más mínima atención , y que en la época
en que él vivió pretendía justamente lo contrario (esto es, encontrar un lenguaje lógicamente
perfecto, y por tanto absoluto e independiente de las circunstancias históricas, o sea, la vieja
aspiración del racionalismo). Sin embargo, Ortega comparte con los postmodernos todas sus
fuentes (Nietzsche, el vitalismo, la hermenéutica, Heidegger), y sin embargo su intención es
diametralmente opuesta, ya que Ortega pretendía precisamente evitar caer en el relativismo
que defienden los postmodernos.
La crisis de la concepción heredada
En el campo de la filosofía de la ciencia se produjo un fenómeno semejante al ocurrido
en la filosofía analítica, por medio del cual a partir de un planteamiento claramente objetivista
y racionalista se ha derivado hacia una postura más relativista que entiende la ciencia como un
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Ortega
fenómeno social y cultural determinado por su entorno, mucho más en la línea de lo que
planteaba la doctrina de Ortega. Este cambio en la filosofía de la ciencia, iniciado a partir de los
años 60, se conoce como “crisis de la concepción heredada”. La “concepción heredada” es
básicamente el planteamiento desarrollado por el Círculo de Viena a partir de 1929, que tenía
la intención de recuperar el proyecto de una ciencia unificada y enfrentarse frontalmente a la
metafísica. Esta concepción definía las leyes científicas como representaciones verdaderas de
la realidad obtenidas inductivamente y establecía una distinción tajante entre términos
teóricos y términos observacionales, estando los últimos libres de teoría y sirviendo para
construir enunciados inmutables con los que verificar los enunciados teóricos y mixtos. La
concepción heredada, por tanto, representa la aspiración a un conocimiento definitivo y
exento de subjetivismo que Ortega vinculaba con el racionalismo. Sin embargo, algunas de las
afirmaciones de la concepción heredada fueron modificándose desde dentro del mismo
Círculo de Viena, como es el caso del confirmacionismo de Carnap, que admite la imposibilidad
de la verificación definitiva aunque mantiene la verificación parcial por inducción, o la
eliminación de la dicotomía rígida entre términos observacionales y teóricos por parte del
coherentismo de Hempel y Neurath.
Sin embargo, la verdadera alternativa a la concepción heredada llegó en 1962 con el
estudio sobre el cambio científico realizado por Thomas Khun (1922-1996). Khun introduce en
su estudio la noción de paradigma, que básicamente puede ser entendida como una
generalización simbólica compartida por grupos de teorías, y que comprendería tanto
principios metafísicos como valores (que determinan qué se considera una buena teoría),
modelos heurísticos para la construcción de teorías y una caracterización de qué tipos de
problemas se consideran interesantes. El desarrollo científico puede entonces dividirse en dos
grupos: la “ciencia normal”, que es aquella en la cual las anomalías de las teorías se resuelven
sin producir un cambio en el paradigma, de manera que en ella los cambios pueden
considerarse acumulativos, y la “revolución científica”, que es el momento en que un
paradigma entra en crisis ante la imposibilidad de resolver sus anomalías, produciéndose
entonces una proliferación de teorías, a partir de las cuales se formará un nuevo paradigma. El
cambio de paradigma no puede ser explicado en términos acumulativos, y por tanto en él no
funcionan los criterios racionalistas de explicación del cambio científico propios de la
concepción heredada, por lo pronto porque los paradigmas en lucha son inconmesurables, no
son traducibles el uno al otro, y por tanto no se los puede comparar en términos racionales ni
acudir a la experiencia como árbitro neutral (dado que la experiencia también está
determinada por el paradigma). Los cambios de paradigma sólo pueden explicarse por tanto
en función de la persuasión practicada por cada alternativa, y por tanto a partir de factores
sociales, externos al contexto de justificación. Muy relacionada con esta postura encontramos
la actual proliferación de estudios acerca de la ciencia que ponen el acento en los aspectos
sociológicos de la misma. La teoría más conocida en este ámbito es la denominada Programa
Fuerte (de sociología) propuesta por la Escuela de Edimburgo (Bloor, Barnes y Mackenzie), que
considera el conocimiento como un fenómeno social, y explicable por tanto sólo en términos
sociales, tanto en su producción como en la elección de teorías. El Programa Fuerte aboga por
un relativismo epistemológico, que niega la posibilidad de encontrar un criterio puramente
lógico o racional para evaluar la ciencia, ya que la actividad científica es una actividad social, y
como tal está sujeta a los mismos determinantes de toda actividad social.
Como puede verse, la filosofía de la ciencia originalmente racionalista ha derivado, al
menos en algunos casos, a posturas incluso más relativistas que las de Ortega, ya que mientras
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Ortega
que este considera que es posible sintetizar todas las perspectivas de que dispongamos, una
teoría como la de Kuhn supone precisamente lo contrario, que los diferentes paradigmas son
inconmesurables y que por tanto no pueden ser reunidos en una teoría más abarcante. A
pesar de esto, el parecido con el planteamiento de Ortega es evidente. La teoría de las
revoluciones científicas de Kuhn supone, como hacia el perspectivismo de Ortega, que en cada
momento histórico hay una serie de problemas que constituyen la preocupación propia de la
época (el “tema de nuestro tiempo”), que cada momento histórico tiene acceso a unos
aspectos de la realidad (y esto le impide el acceso a otros aspectos diferentes), y que existe
una sucesión de periodos de ciencia normal y revolucionaria que coincide con la explicación
orteguiana del cambio histórico a través de épocas acumulativas y épocas revolucionarias.
La hermenéutica
El elemento vitalista e historicista de la filosofía contemporánea se encuentra también
en el origen de la corriente hermenéutica, que aunque comparte con el postmodernismo
dichas fuentes, es menos radicalmente relativista que aquel. Esta corriente tiene su origen en
la obra de Wilhelm Dilthey (1833-1911) que consideraba la hermenéutica como el método
propio de las ciencias sociales (las “ciencias del espíritu”). Dilthey fue una de las influencias
clave en el pensamiento de Ortega, que identificaba a este autor con la “razón histórica”, que
constituía el paso previo a la “razón vital” que proponía Ortega.
El planteamiento hermenéutico de Dilthey fue desarrollado por Martín Heidegger,
quien aplicó a esta su analítica de la existencia (muy semejante a las categorías vitales de
Ortega), transformando la hermenéutica de una metodología de las humanidades en una
interpretación del ser del Dasein (el “ser-ahí” que se correspondería con el “yo y mis
circunstancias” de Ortega). Heidegger considera la “comprensión” hermenéutica como un
existencial, esto es, como una estructura fundamental del Dasein, de modo que la
hermenéutica que sirve de metodología a este comprender ya no es una parte del
conocimiento, sino la base de todo conocimiento posible. De este modo, Heidegger pasa de
considerar la hermenéutica como el método de las ciencias sociales a considerarla como el
método general, implicado también en la comprensión de las ciencias naturales.
El nacimiento definitivo de la corriente hermenéutica tendrá lugar en 1960 con la
publicación de “Verdad y método” de Hans Georg Gadamer (1900-2002). Para Gadamer la
hermenéutica no consistirá en reconstruir el punto de vista y vivencias del autor, sino en
interpretar desde el propio horizonte del espectador una obra que en sí es autónoma respecto
a su autor (lo cual guarda una gran semejanza con la suma de perspectivas orteguiana). De
este modo, tanto el autor como el espectador son sujetos descubridores de la obra, y es por
ello posible que el espectador descifre hermenéuticamente los contenidos de un texto y
alcance una comprensión del mismo de una manera más profunda que el mismo autor. Por
tanto, la “verdad” del texto no se identifica con la intención del autor, que no pasa así de ser
una interpretación posible entre otras. Uno de los rasgos más característicos de la
hermenéutica gadameriana es su revalorización de los prejuicios y con ellos de la tradición:
toda comprensión ha de partir de una comprensión previa, de una expectativa de sentido
determinado, tal como ocurre cuando se traduce un texto de un idioma a otro (en este caso,
se lee el texto completo y se capta su sentido general a pesar de que existan lagunas, y a partir
de este sentido, es decir, esta precomprensión, se continúa la traducción contrastando
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continuamente dicha precomprensión con el texto). Esto significa que la labor hermenéutica
ha de partir necesariamente de un prejuicio, aunque dicho prejuicio no debe ser entendido
como definitivo sino que debe contrastarse continuamente con la realidad que se examina en
actitud abierta a su modificación. Entendido de esta manera, el prejuicio no es un error, sino
tan sólo el paso previo al juicio, y sin el cual este no es posible. El prejuicio ha adquirido una
connotación peyorativa y negativa a partir de la Ilustración que, siguiendo a Descartes,
pretende no aceptar nada de lo que pueda dudarse, e identifica de este modo prejuicio con
falso prejuicio, pretendiendo alcanzar una interpretación libre de prejuicios. Ahora bien, esta
pretensión de superación del prejuicio es en sí misma un prejuicio, que supone que cualquier
punto de vista transmitido por la tradición es erróneo, cuando en realidad es posible que la
tradición también transmita prejuicios acertados. El intento de eliminar los prejuicios es, en
consecuencia, un prejuicio que mantiene la razón acerca de todo aquello que no es
estrictamente racional. Además, Gadamer argumenta que es totalmente imposible lograr un
punto de vista carente de prejuicios. Por tanto, la función de la hermenéutica no es lograr un
supuesto estado de tabula rasa carente de prejuicios desde el cual obtener la interpretación
definitiva, sino explicitar la necesidad y justificación de los prejuicios para así poder diferenciar
entre falsos y verdaderos prejuicios. De este modo, la precomprensión hunde sus raíces en la
finitud histórica del ser humano y por tanto en la pertenencia a una tradición concreta, con lo
cual la rehabilitación del prejuicio lo es también de la tradición que lo transmite, en tanto que
elemento constituyente e imprescindible del ser humano. Simplemente, no es posible una
comprensión del pasado sin una referencia al presente desde el que se comprende, y dicho
presente está a su vez constituido por los presupuestos y prejuicios heredados del pasado que
son la realidad histórica del intérprete. Finalmente, Gadamer afirma que toda comprensión
interpretativa es siempre lingüística, y que “el ser que puede ser comprendido es lenguaje”.
Sin embargo, frente a las filosofías analíticas del lenguaje, que considera insuficientes,
Gadamer caracteriza al lenguaje no como un instrumento, sino como algo que nos abarca, que
tiene significación ontológica, y que por tanto no se puede autonomizar como objeto
científico, separado de las cosas. El lenguaje constituye la herencia de la tradición y nuestro
horizonte, y se caracteriza por la circularidad hermenéutica de la comprensión, y no por la
bipolaridad cientifista sujeto-objeto, la cual de hecho no es sino una posibilidad de la
experiencia hermenéutica. En consecuencia, la hermenéutica filosófica gadameriana niega la
posibilidad de un significado definitivo tal como el que pretende el objetivismo científico, y
frente a él opone una comprensión siempre parcial y siempre en proceso.
Aunque no existe una vinculación directa entre Ortega y la corriente hermenéutica que
parte de Gadamer, sino tan sólo un vínculo indirecto, a través de los antecedentes
compartidos, resulta evidente el parecido con el perspectivismo de Ortega y su utilización de
las categorías vitales como fundamentación de un conocimiento situado. Por tanto, aunque no
derive de sus doctrinas, podemos considerar la corriente hermenéutica como una pervivencia
actual de algunos de los puntos de vista de Ortega, en particular la convicción de que no es
posible dar respuestas descontextualizadas a ningún problema filosófico, y por tanto el
rechazo de la verdad absoluta, de las teoría sin presuposiciones, de la reducción de la razón a
la razón positivista, y de la objetividad completamente neutral, todo esto al tiempo que se
mantiene una actitud de rechazo ante el total relativismo (lo que diferencia la hermenéutica
del postmodernismo), del que se pretende huir por uno u otro medio sin por ello caer en la la
creencia en verdades absolutas.
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