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Richard Rorty. EL OTRO LADO DEL ESPEJO.
El pragmatismo contemporáneo, del cual Rorty es la figura más destacadas, puede pensarse
como la filosofía del fin de la filosofía (Rorro diría: la filosofía del fin de la Filosofía). Aunque
fuerce la interpretación histórica, su posición es seductora y no le faltan apoyos empíricos al
defender que todos los caminos filosóficos conducen al pragmatismo. Pero, sea o discutible esta
tesis, que lo es, nos parece más importante otra que se apoya en ella: el pragmatismo es la
filosofía que corresponde a la política liberal. Con lo cual se sobreentiende que todos los
caminos políticos conducen a la democracia liberal. Y este es el juego de su discurso: defender
el pragmatismo al servicio de la democracia liberal, y ésta como orden político adecuado a la
actitud postfilosófica que describe el pragmatismo y que corresponde a nuestra época. Por eso
creemos que Rorty recoge y aúna los muchos esfuerzos que, conscientemente o no, ha hecho la
filosofía contemporánea por llevar la filosofía a su fin, silenciando que al mismo tiempo
llevaban a su fin a la política, pues una política sin verdad es gestión, pero no creación de la
ciudad. Rorty se ve a sí mismo como el lugar asintótico de confluencia de los diversos asaltos a
la razón epistemológica, ética y política; y, sea o no cierto, nos parece indudable que se ve a sí
mismo punto de confluencia. En cualquier caso, hemos de reconocer que con habilidad sabe
trenzar los distintos discursos, sin lealtades anacrónicas, para construir un seductor producto
final, que describe con la figura retadora del “ironista liberal”.
1. La estrategia de la deserción.
Consideramos como rasgo esencial de la filosofía contemporánea la deserción política (e
incluso filosófica) de la filosofía. Por eso, y porque el propio discurso rortyano se exhibe como
vanguardia de esa huída a la privacidad, nos parece conveniente preguntarnos por el lugar que
ocupa Rorty en esa deriva. Aunque la mayor parte de la obra de Rorty versa sobre cuestiones
ontológicas y epistemológicas, sobre redescripciones e interpretaciones de grandes filósofos,
argumentaremos que Rorty es un pensador político, que toda su reflexión tiene un destino
político, que incluso su llamada a la deserción es la máscara de una estrategia de defensa de una
opción política. Nuestra idea principal es que la filosofía de Rorty diseña, con controlada
equidistancia entre lo trágico y lo frívolo, la figura de la deserción filosófica al servicio de la
política, pues encarna un aparente ritual de la inmolación de la filosofía para salvar la política.
En el mismo se pide a la filosofía su deserción política como último sacrificio en la defensa de
ésta; incluso se pide a la filosofía su propia autoliquidación como consagración definitiva en el
altar de la política. En palabras publicitarias, su mensaje viene a ser: “que calle la filosofía para
que viva la política”. Por supuesto, la “política liberal”, la única política que puede vivir sin
filosofía, sin verdad; pues las otras figuras de la política, cualquiera de ellas, por
intrínsecamente filosófica es presentada como incorregiblemente perversa.
1
Antes de Rorty han proliferado las doctrinas de la muerte o el fin tanto de la filosofía política
como de la filosofía en general. Frecuentemente se escenificaba su muerte a manos de la ciencia
positiva, unas veces lamentando y otras alentando el inevitable desenlace evolutivo. Del
marxismo al positivismo, con su cenit en la filosofía analítica (en rigor, filosofía travestida en
análisis), dichas posiciones, variadas y abundantes, han ido aportando descripciones y pathos
antifilosófico facilitándose mutuamente el camino. La de Rorty, por tanto, encuentra terreno
abonado: por eso, aunque sea la más insólita de todas, resulta incluso atractiva. Sin duda,
además de ese favor de las tradiciones antimetafísicas del siglo XX, que él mismos e encarga de
enfatizar mediante una reconstrucción selectiva y explícitamente parcial de la historiografía
filosófica, cuenta con la complicidad de un orden social que necesita y reproduce una
sensibilidad (sería impropio y contradictorio decir la “consciencia”) que, por decirlo en tono
moderado, es filosóficamente neutral o insensible.
Resaltemos que en Rorty la fuga de la filosofía se hace en nombre de la política. Por tanto, no
es un rechazo de la filosofía ante su falta de sentido, ante su inanidad, ante su carácter ilusorio,
sino por su pretensión de dar y poner sentido; no es un repudio por imposible o estéril, sino por
inoportuna e incluso peligrosa. A diferencia de las deserciones anteriores, no es por su carencia
de verdad y en nombre de la verdadera fuente de la verdad, la ciencia o la positividad; es por su
“pretensión de verdad” en un mundo en que se ha decidido vivir sin ella, en un mundo
construido para vivir sin ella. Por eso la peculiaridad del discurso rortyano es la de ser político
disfrazado de (anti)filosófico. Bernstein ha aludido al problema al señalar que Rorty nunca baja a la
arena: "Rorty raramente desciende de su altura metafilosófica a los argumentos sustantivos"1.
Bernstein parece lamentar que, a pesar de la vocación política del discurso rortyano, éste se
mantiene en los más estrictos límites de la abstracción filosófica: "Aunque el manifiesto de Rorty
concierne a la democracia liberal, a las responsabilidades públicas y a las utopías políticas, es
curioso qué poca política uno encuentra en este libro (Contingency, Irony and Solidarity). En
realidad, a pesar de sus batallas contra la abstracción y los principios generales, tiende a dejarnos
con vacías abstracciones"2. Lamenta, pues, que con su abstracción no permita una confrontación
directa de lo que está en juego, que ni siquiera es definido: "Lo que encuentro más criticable en la
estrategia de Rorty-dice Bernstein- es que nos aleja de alternativas pragmáticamente importantes
que necesitan ser confrontadas"3. Efectivamente, elegido el escenario pragmatista, el filósofo puede
abandonar el debate metafísico, epistemológico y moral sobre la verdad, pero eso no le libera de la
exigencia de justificar su posición política; al contrario, dado que ésta ya no pretende estar investida
de verdad, necesita más que nunca poner en escena una justificación, argumentos suficientes. Pero
1
R. J. Bernstein, "One Step Forward, Two Steps Backward". Political Theory, XV (1987), 552.
2
R. J. Bernstein, "Rorty's Liberal Utopia", Social Research, LVII (1990), 62.
3
R. J. Bernstein, "One Step Forward, Two Steps Backward". Political Theory, XV (1987), 546.
2
Rorty, como bien observa Bernstein, no lo hace, no baja a la arena política con propuestas
suficientes y argumentadas; prefiere darse a la fuga.
Esta estrategia no es exclusiva de Rorty, sino muy común en el último tercio del siglo XX. J.
R. Wallach ha abordado el problema de la ocultación de la política en el debate filosófico en
referencia crítica a los presupuestos de fondo de todo el debate filosófico contemporáneo: "Este
problema –nos dice- proviene en parte del origen relativamente apolítico de su empresa teórica.
Cuando fueron inicialmente escritas las teorías de la justicia de Rawls y del comunitarismo
crítico de Rorty, MacIntyre y Sandel, o fueron ambiguas como teoría política o no eran teoría
política en absoluto. Ninguno vio lo que hacía como fundamentalmente teoría política o crítica
política, y el punto de partida para ambas corrientes, liberales y comunitarios, queda fuera del
dominio político, sea cual sea la forma en que éste se defina. Esta relación fundamentalmente
externa con el mundo político -diferente en cada caso- contribuye significativamente a limitar su
proyecto. Lleva a ambas corrientes a no comprender la naturaleza de lo político y de la
experiencia política del ciudadano -la propia relación entre teoría política y prácticas
tradicionales, en particular. El resultado es que ninguno de ellos está bien situado para poner de
relieve la naturaleza de la injusticia en las sociedades contemporáneas o para indicar cómo los
teóricos de la política pueden ayudar a su mejora. Mi intención aquí es iluminar este debate entre
liberales y comunitarios e ir más allá de ellos"4.
A nuestro entender, Bernstein y Wallach revelan los síntomas, pero no plantean bien el
problema y, en todo caso y por ello, no profundizan en la comprensión del mal. El discurso
rortyano es político aunque no se sitúe en la vida política; es un discurso político instalado en la
filosofía, consciente de que allí también –aunque no sólo allí-, en los dominios de la ontología y
de la epistemología, se pone en juego y se deciden aspectos relevantes de la política. En el
triunfo de la tesis rortyana de la desepistemologización de la filosofía se juega, tal vez, el
elemento clave de la política contemporánea: se juega la despolitización de la sociedad5.
Pero, al mismo tiempo, junto a este desplazamiento y enmascaramiento del debate político,
que Rorty comparte con muchos filósofos, de Peirce a Heidegger, el discurso rortyano es
genuinamente político en tanto que se presenta dirigido al mismo tiempo contra la filosofía y
contra la política. Si bien nos parece irrelevante por trivial el enmascaramiento del debate
político en las cimas epistemológicas y las simas ontológicas, en cambio nos resulta paradójico,
insólito e incluso inquietante que la lucha política se haga contra la filosofía y la lucha filosófica
contra la política; pues, al fin, el mensaje de Rorty es que la políticas expulse a la filosofía y la
filosofía ignore la política. Descifrar este enigma es, sin duda, imprescindible para penetrar el
discurso rortyano, para mirarlo desde el otro lado del espejo; pero, sobre todo, es importante
4
J.R. Wallach, "Liberals, Communitarians and the Tasks of Political Theory". Political Thought, XV (1987), 582.
5
Ver N. Tenzer, La société dépolitisée. París, PUF, 1990, 26 ss.
3
para comprender el presente, filosófico, cultural y político. Hemos, pues, de buscar en este
escenario descentrado y en una estrategia de constantes desplazamientos, simulaciones y
disimulaciones las claves de su sentido; hemos de desvelar esta paradójica estrategia de defender
un orden político llamando a la deserción de la filosofía (y, por tanto, también de la política
democrática, forma práctica de aquella).
2. Las reconstrucciones rortyanas de la historia de la filosofía.
La propuesta filosófico política de Rorty se hace casi siempre a caballo de la reinterpretación
de la historia de la filosofía; es, en gran medida, un discurso metahistoriográfico, que tiene como
objeto inmediato redescribir la historia de la filosofía. Esa tarea redescriptiva se realiza
seleccionando convenientemente los autores, los textos y los pasajes favorables de éstos, y se
presenta a sí misma sin pretensión de escribir la verdadera historia, la verdad de las cosas, la
buena interpretación de tal o cual filósofo, lo que realmente dijo, quiso decir o debería haber
dicho; al contrario, se califica de actividad creadora, de una propuesta con objetivos
inmediatamente estéticos (ser más agradables y seductora que las otras interpretaciones) y en el
fondo políticos (ayudar a construir la sociedad ironista liberal). Esta propuesta filosófica
redescriptiva tiene la peculiaridad de no justificarse recurriendo a ninguna instancia exterior a sí
misma, transcendente o transcendental; su autojustificación es autoreferencial, pues la
redescripción que consigue muestra que la historia de la filosofía escenifica el proceso de
marginación de los mil tipos de fundamentos referenciales que la razón ha imaginado para
legitimar sus propuestas. Por tanto, la tarea redescriptiva, en el enfoque rortyano, se autolegitima
en su trabajo libre y creador, ignorando la verdad y la preocupación fundamentadora,
considerando la suya una obra de arte.
Hume había dicho que la historia de la filosofía era la escenificación entre dos usos de la
razón: la razón afirmativa o dogmática, empeñada en imponer una creencia, una visión del
mundo, una verdad, y la razón negativa o escéptica, empeñada siempre en mostrar las falacias,
arbitrariedades e ilusiones subyacentes a toda creencia verdadera. Con su talante pragmático
venía a decirnos que si algún peligro había en esa historia era que se acabara el juego, que
venciera una de las dos actitudes; y confiaba en la “fuerza de la naturaleza” que, al mismo
tiempo, nos obliga empíricamente a creer y a dudar, manteniendo así la riqueza productiva del
pensamiento. Pues bien, Rorty viene a prolongar esa propuesta humeana, pero con una
matización no irrelevante. En el caso de Hume, preso en la trama de una historia que la
ilustración piensa como batalla inacabable entre luces y sombras, el debate filosófico no tiene
dirección, y mucho menos final; Rorty, en cambio, es capaz de leer en la historia de la filosofía
un final. Como la mayoría de los filósofos, simula instalarse en el momento final del trayecto
fenomenológico de la consciencia, y allí, volviendo la vista atrás, puede ver que todas,
absolutamente todas las propuestas filosóficas, con más o menos consciencia de sí, como figuras
de la resistencia o de la negación, apuntan sin saberlo a un destino. Este destino, que se revela a
la mirada del filósofo puesto en el final del trayecto, es para Rorty el pragmatismo. Desde esa
posición privilegiada puede ver que, en esa escenificación histórica, los pasos adelante han sido
dados por los granes filósofos (Hegel, Marx, Nietzsche, Heidegger, Dewey, Foucault...). Eso sí,
pasos insuficientes, a veces inconscientes, que así servían a la construcción del destino final; y
también, pasos que responden a la necesidad, pero no a una necesidad lógica, no a una dialéctica
4
de la historia, sino a una necesidad del tipo que rige en la teoría darwiniana de la selección
natural, donde sobreviven las especies más adaptadas, pero en la cual la adaptación no es un
proceso lógico, de mutaciones conscientes, sino azaroso, totalmente contingente. Es decir, que
del mismo modo que sobreviven las especies que, por una determinación contingente e
impensable han sufrido una mutación genética que les permite resistir el medio, así en la historia
de la filosofía sobreviven las nueva creaciones que responden a una reconstrucción de sus
significados gracias a una metáfora nueva, que revoluciona el sentido y determina su cualidad
pragmática. Y lo mismo ocurre en las otras creaciones humanas, como las político jurídicas;
también aquí sobreviven las más aptas, (como decía Hume, las que mejor resisten el desgaste del
tiempo), también aquí la evolución se debe a cambios que no obedecen a la razón, sino a la ciega
contingencia; y si al filósofo instalado en el final del recorrido fenomenológico, que es el punto
de vista del final de la historia, se le revela que el destino de la filosofía es el pragmatismo,
también se le revela que destino del orden político es la democracia liberal.
No le resulta difícil a Rorty argumentar ambas tesis; si para la primera, como hemos dicho,
recurre a una curiosa y sugestiva redescripción de la historia de la filosofía, para la segunda
prefiere dos estrategias diferentes, para cuyo diseño está más capacitado, obviamente, que para
hacer una reinterpretación de la historia de los regímenes políticos dirigida a la democracia
liberal. Una estrategia es meramente retórica, llamando la atención sobre un hecho empírico
difícilmente cuestionable: en la actualidad todos los pueblos que aún no han llegado a una
democracia liberal aspiraran, contra las fuerzas reaccionarias, autoritarias, oscurantistas, a
acercarse al mismo; por tanto, la democracia liberal ha devenido de facto un ideal común, y esa
es la prueba de su bondad, sin que necesite otro tipo de fundamentación ética. La segunda
estrategia es más interesante para nosotros, pues, pues refiere a cierta relación entre filosofía y
política: Rorty sostiene que el camino de la filosofía hacia el pragmatismo (que, como veremos,
esencialmente es una filosofía que ha renunciado al fundamento) es paralelo e interdependiente
del camino de la política hacia la democracia liberal (que, como veremos, es el orden político
que se legitima en su renuncia al fundamento. Esta estrategia le permite a Rorty defender una
propuesta política en un debate meramente filosófico. Y este es, para nosotros, uno de sus
grandes atractivos, pues unifica filosofía y política y nos empuja a valorar su debate filosófico
como político y su propuesta política desde la filosofía. En otras palabras, nos lleva a interpretar
su discurso metafilosófico como un discurso político.
2.1. El giro epistemológico.
A Rorty le gusta hablar de “giros” en filosofía. En La filosofía y el espejo de la naturaleza
(1979)6, único texto en el que nos ofrece una redescripción general de la historia de la filosofía y
6
R. Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza. Madrid, Cátedra, 1995.
5
que, a nuestro entender, ha de ser el libro de referencia, nos habla de una sucesión de giros
(epistemológico, lingüístico, hermenéutico, político, pragmático, etc.) que estructuran un nuevo
relato de la historia. Rorty entiende que la modernidad protagoniza un “giro epistemológico, que
en rigor es otra manera de nombrar lo que la historiografía postheideggeriana llamaba
desplazamiento desde una metafísica del ser a otra metafísica de la consciencia. En la
redescripción rortyana, minuciosa pero poco original, se destaca el fracaso de la larga lucha de la
filosofía por fundar una metafísica del objeto, que revela la imposibilidad de pensar la
adecuación o semejanza entre la idea y la cosa; o sea, enfatiza en ese desplazamiento la crisis de
la verdad objetiva (teoría de la adaequatio), el fracaso de la ida del saber como representación
del mundo (lo que Rorty llama “crisis del representacionismo”).
Para Rorty este cambio es ya síntoma de una carencia profunda, insuperable, del pensamiento
filosófico como saber objetivo, fundado, universal, verdadero, necesario, etc., tal como lo había
descrito la tradición. De todas formas, aún no aparece la crisis del fundamento, sino sólo del
fundamento metafísico, que se pretende sustituir por un fundamento transcendental, donde el
referente ya no es el mundo sino la subjetividad. Ese intento idealista pivotará en torno a una
redefinición de la idea de objetividad: la objetividad pensada como propiedad de las
representaciones que afirman su adecuación o semejanza a lo real exterior representado cede su
puesto a la objetividad pensada como propiedad de las representaciones producidas según unas
reglas fijas trascendentales del pensamiento. Surge así una nueva idea del conocimiento
verdadero, pues si bien permanece ligada y cuasi equivalente a la objetividad, ahora la
objetividad viene dada por la consistencia lógica del discurso que lo describe, es decir, por la
epistemología o teoría normativa de la producción de “objetos” científicos. La filosofía qua
epistemología o, si se prefiere, la filosofía epistemológica sustituye así a la filosofía qua
ontología o, con más precisión, meramente metafísica. Rorty describe así el desplazamiento de
la filosofía al territorio de fundamentación epistemológica: “Los filósofos habitualmente piensan
su disciplina como la discusión de problemas perennes y eternos, -problemas que nacen tan
pronto como se reflexiona. Algunos de éstos conciernen a la diferencia entre los seres humanos
y las cosas, y cristalizan en cuestiones relativas a la relación entre la mente y los cuerpos. Otros
problemas refieren a la legitimación de las pretensiones del conocimiento, y cristalizan en
cuestiones relativas a los “fundamentos” del conocimiento. Descubrir estos fundamentos es
descubrir algo sobre la mente, y a la inversa. Así, la filosofía como disciplina parece ella misma
apoyar o aportar argumentos para el conocimiento hecho por la ciencia, la moralidad, el arte o la
religión. Se propone hacer esto sobre la base de su especial comprensión de la naturaleza del
conocimiento y de la mente. La filosofía puede ser fundacional respecto al resto de la cultura
porque la cultura es el conjunto de pretensiones de conocimiento, y la filosofía reparte tales
pretensiones”7.
7
Ibíd., 3.
6
El giro epistemológico establece, en interpretación de Rorty, una ruptura radical entre ciencia
y filosofía, aquella preocupada por describir el ser y el sentido de la realidad y ésta por las
condiciones para pensar dicha realidad, por las garantías de la representación. O sea, la filosofía
se autoinstaura como teoría de conocimiento, y especialmente como estudio de las condiciones
formales del saber. Descartes inauguraría simbólicamente este proyecto y Kant lo culminaría al
enfocar la mirada filosófica hacia lo trascendental. De la cartesiana “visión del alma” (de
intuición en intuición el camino de las ideas inexorablemente claras y distintas), pasando por la
empirista “novela del alma” (descripción psicológica de la génesis del conocimiento), se
culmina con la kantiana “metafísica del alma” (fijación definitiva de las condiciones del pensar
legítimo o, paras ser más precisos, del pensar estricto). Ese es el camino de la filosofía de la
subjetividad, que si bien supera algunos obstáculos de la metafísica del ser, queda lastrada por el
platonismo, arrastra el fardo de la voluntad de verdad que la ahoga; por tanto, sugiere Rorty,
lleva consigo el decreto del fracaso de su intento.
Rorty nos deja ver el fondo político de su tarea redescriptiva cuando valora el giro
epistemológico como una pérdida del horizonte social de la filosofía, al situarse en un escenario
en el que el sujeto deja de mirar al mundo (pretensión de conocerlo) para mirarse a sí mismo
(pretensión de legitimar el conocimiento). Y, sobre todo, denuncia la arrogancia de la filosofía
que se autootorga el derecho a controlar a los otros discursos (ciencia, arte, religión),
proyectando en los mismos esa exigencia logocéntrica de una verdad pensada como
fundamentación, que invalida y desplaza en dichos discursos su auténtica verdad, a saber, sus
efectos sociales. Dice: “(...) la filosofía en cuanto disciplina se considera a sí misma como un
intento de confirmar o desacreditar las pretensiones de conocimiento que se dan en la ciencia, en
la moralidad, en el arte o en la religión. (...) (Y se autoerige en censora porque) “se considera en
posesión de una “especial comprensión de la naturaleza del conocimiento y de la mente. (...)
Puede hacerlo porque comprende los fundamentos del conocimiento, y encuentra estos
fundamentos en un estudio del hombre-en-cuanto-ser-que-conoce, de los “procesos mentales” o
de la “actividad de representación” que hacen posible el conocimiento. (...) La preocupación
fundamental de la filosofía es ser una teoría general de la representación, una teoría que divida la
cultura en áreas que representen bien la realidad, otras que la representen menos bien y otras que
no la representen en absoluto (a pesar de su pretensión de hacerlo)”8. Hay un despotismo en la
pretensión de la filosofía que, autoerigida en saber del sujeto, e considera legitimada para
ordenar el saber (límites, métodos, división) y la vida (normas, valores, verdades).
2.2. El giro lingüístico.
8
Ibíd., 13.
7
Mayor relevancia otorga Rorty al “giro lingüístico”9, donde cree apreciar no ya un simple
cambio de fundamento sino el comienzo de su crisis. De hecho la expresión “giro lingüístico” se
utiliza para designar un conjunto de desplazamientos ontológicos, epistemológicos y
metodológicos que constituyen una verdadera “revolución en filosofía”10. Si entendemos bien a
Rorty, este giro lingüístico se produce en el seno del giro epistemológico y como metamorfosis
del mismo; es decir, el giro lingüístico se da en la filosofía epistemológica, y como exigencia
interna, como necesidad de adaptación y sobrevivencia. Una filosofía epistemológica ha de
sufrir una mutación lingüística, que la ajuste a las nuevas condiciones del medio.
La filosofía lingüística, ya lo hemos visto, implicaba fuertes cambios ontológicos y
epistemológicos. Por un lado, cambiaba la naturaleza misma del lenguaje, pues desplazar la
mirada de la mente al lenguaje no simplemente permitía salir del pegajoso magma psicologista,
sino que de paso se combatía el subjetivismo. El lenguaje devenía una realidad con su estructura,
con su gramática, con sus usos. En el límite podía llegarse a proponer la sustitución del punto de
vista subjetivista (el sujeto habla un lenguaje, es autor del lenguaje) por otro lingüístico (el
lenguaje habla en el sujeto, crea el sujeto). Rorty se adherirá a estas tesis, a las más radicales, a
las que más disuelvan la metafísica de las esencias. Pero, por otro lado, la filosofía lingüística
estaba cambiando el sentido y función del lenguaje, renunciando a su vieja misión de representar
al mundo, de enunciar la verdad, para devenir un medio práctico de relación con el mundo y los
otros, un instrumento de uso. En este sentido, merece destacarse la atención especial que Rorty
presta al “segundo Wittgenstein”, del que resalta su antirepresentacionismo, antesala del
pragmatismo: “El antirepresentacionista está ávido de establecer que nuestro lenguaje, como
nuestros cuerpos, ha sido generado por el entorno en que vivimos. En realidad, él o ella insisten
sobre este punto –que nuestra mente o nuestro lenguaje no podría estar (como pretende el
representacionista escéptico) en “contacto con la realidad” más de lo que lo están nuestros
cuerpos. Lo que él y ella niegan es que sea útil para la explicación escoger y elegir entre los
contenidos de nuestra mente y nuestro lenguaje, y decir que tal item corresponde o representa al
entorno de un modo que ningún otro item lo hace”11.
A Rorty le gusta el corte antimetafísico implicado en esa concepción wittgensteiniana del
lenguaje; le gusta la filosofía encarada a mirar las palabras y las frases y a limpiarlas de
referencias externas; le gusta, en definitiva, la actitud contra el fundamento del segundo
Wittgenstein. Rorty lo describe bien:
“El último Wittgenstein desechó la idea de “ver los
extremos del lenguaje”. También desechó la idea del “lenguaje” como un todo limitado que
9
Tema que le preocupó muy prematuramente, con ocasión de su compilación The Linguistic Turn. Recents Essays in
Philosophical Method. Chicago, The University of Chicago Press, 1967. La “Introducción”, con el título “Dificultades
metafilosóficas de la filosofía lingüística”, ha sido traducida en R. Rorty, El giro lingüístico. Barcelona, Paidós, 1990.
10
J. Ayer (et al.), La Revolución en Filosofía. Madrid, Revista de Occidente, 1958.
11
R. Rorty, Estudios filosóficos, I. Barcelona, Paidós, 1996, 15.
8
tenía condiciones en sus extremos exteriores, así como el proyecto de una semántica
trascendental de encontrar las condiciones no empíricas de posibilidad de la descripción
lingüística”12. Como se ve, aprecia en el filósofo austriaco que libere al lenguaje de sus dos
referentes tradicionales: el sujeto y el mundo; y que lo libere, pues, de su función representativa
(del mundo) y expresiva (del sujeto). Lo que es lo mismo: que lo libere de su misión de
carcelero de la verdad, que lo libere de todo límite (del mundo y de la lógica), que reconozca su
infinitud creadora al considerarlo un conjunto de prácticas sociales en infinita expansión, sin
extremos que lo limiten.
La nueva concepción del lenguaje afecta profundamente a la concepción de la filosofía. Ésta
renuncia a normalizar o fundamentar su uso correcto, y se limita a describirlo. La filosofía
asume que no hay lugar más allá del lenguaje desde donde hablar de éste; por tanto, en lugar de
imponerle una lógica (para que cumpla bien su función cognitiva) se contenta con describir sus
usos (cuya existencia es signo de su buen funcionamiento). Dar razones equivale ahora a mostrar
que un uso lingüístico se adecua al uso social aceptado del mismo. La práctica social deviene el
criterio de sobrevivencia. Y ésta no es ni racional ni razonable; es lo que es, como nuestra vida.
Rorty nos invita a ser “enteramente wittgensteinianos”; o sea, a asumir radicalmente el
pragmatismo lingüístico (antirepresentacionismo y antiesencialismo). Con sus propias palabras:
“Excluir la idea del lenguaje como representación y ser enteramente wittgensteiniano en el
enfoque del lenguaje, equivaldría a desdivinizar el mundo. Sólo si lo hacemos podemos aceptar
plenamente el argumento que he presentado anteriormente: el argumento de que hay verdades
porque la verdad es una propiedad de los enunciados, porque la existencia de los enunciados
depende de los léxicos, y porque los léxicos son hechos por los seres humanos (...). De acuerdo
con la concepción que estoy proponiendo, la afirmación de que una doctrina filosófica
“adecuada” debe contemplar también nuestras intuiciones es una consigna reaccionaria, una
consigna que supone una petición de principio. Porque para mi concepción es esencial que no
tenemos una consciencia prelingüística a la que el lenguaje deba adecuarse, que no hay una
percepción profunda de cómo son los cosas, percepción que sea tarea del filósofo llevar al
lenguaje”13.
Hemos de señalar que Rorty hace con el “giro lingüístico” de la capa un sayo. El giro
lingüístico tiene muchos rostros, y el wittgensteiniano es sólo uno de ellos; además, la
apropiación rortyana del rostro wittgensteiniano merecería análisis detallados. En su origen los
protagonistas de ese desplazamiento en la filosofía coincidían en la sospecha de que la mayoría
de los problemas filosóficos eran en realidad problemas lingüísticos, que se solucionarían
simplemente clarificando el lenguaje. Esta pretensión es compatible con una concepción clásica
12
Ibíd., 87-88.
13
R. Rorty, Contingencia, ironía, solidaridad. Barcelona, Paidós, 1991, 41.
9
del conocimiento como representación. Michel Dummett ha descrito el giro lingüístico así:
“Sólo fue con Frege que el objeto propio de la filosofía se estableció finalmente: a saber,
primero, que el propósito de la filosofía es el de analizar la estructura del pensamiento; y, en
segundo lugar, que el estudio del pensamiento ha de distinguirse claramente del estudio del
proceso psicológico del pensar; y, por último, que el único método propio para analizar el
pensamiento consiste en el análisis del lenguaje”14. Por tanto, la actitud fregeana aspira a
construir representaciones lingüística adecuadas al mundo; la clarificación del lenguaje es
instrumental: destinada a decir mejor o más adecuadamente el objeto. Bien mirado, esta filosofía
del lenguaje es la del neopositivismo lógico; y responde a la inquietud y enfoque del Tractatus
de Wittgenstein. Por eso el mismo Rorty se ve obligado a distinguir entre los dos Wittgenstein, y
ve en el segundo, el de las Investigaciones filosóficas, el verdadero representante del
movimiento pragmatista: “El Tractatus empieza contándonos que los problemas de la filosofía
se plantean “por una mala comprensión de la lógica de nuestro lenguaje”; pero el Wittgenstein
de las Investigaciones Filosóficas se burla de la idea de que exista semejante lógica a estudiar”15.
Es decir, el propio Rorty distingue al menos dos rostros del giro lingüístico, identificables
incluso en el mismo autor: el giro lingüístico del Tractatus y el de las Investigaciones
filosóficas. Y se apasiona por éste en cuanto ve el mismo en más estrecha conexión con el
pragmatismo; o, para ser más precisos, con el neopragmatismo que postula, y respecto al cual el
mismo pragmatismo clásico es sólo un paso hacia el destino final. O sea, la reflexión rortyana
sobre el giro lingüístico pone en juego una doble demarcación. Por un lado, separa el
neopositivismo del Tractatus (tesis del lenguaje como representación) y el
antirepresentacionismo de las Investigaciones filosóficas (tesis del significado como uso o de los
juegos de lenguaje); el criterio de demarcación es la ausencia o presencia del elemento
pragmático. Por otro lado, delimita el pragmatismo clásico (Peirce, Dewey y James) y el
neopragmatismo (Quine, Putnam, Goodman y Davidson); y aquí el elemento demarcador es el
lingüisticismo (la ontología que piensa el ser como lenguaje), como dice Rorty, “la línea
divisoria entre ellos es el denominado “Giro lingüístico”16. Lo que nos revela que la lectura
rortyana del giro lingüístico, una vez más, está hecha desde la perspectiva del redescripción
neopragmatista de la filosofía, y subordinada a ella.
2.3. El giro hermenéutico.
14
“¿Puede y debe ser sistemática la filosofía analítica?”, en The truth and other enigmas. Cambridge, Harvard U.P., 1980.
15
“Wittgenstein, Heidegger y el lenguaje”, en R. Rorty, Estudios filosóficos, II. Barcelona, Paidós, 1993, 92-96.
16
R. Rorty, ¿Esperanza o conocimiento?. Una Introducción al pragmatismo. Buenos Aires, FCE, 1997, 10.
10
El “deseo de constricción”, de fundamentos, intrínseco a la filosofía en tanto que
epistemología, imprescindible en una filosofía que mantenga la pretensión cognitiva y el método
de argumentación racional, ha de ser roto en la vía al pragmatismo. Y uno de los frentes de
ruptura será el desplazamiento o giro hermenéutico de la filosofía. De ahí que dedique la tercera
parte de La filosofía y el espejo de la naturaleza a una peculiar redescripción de la opción
hermenéutica. Y es peculiar porque, como el mismo Rorty aclara, no se trata de pensarla como
otra figura de la epistemología, como otra vía de acceso al conocimiento, al estilo de Gadamer;
la redescripción rortyana de la hermenéutica se hace en el horizonte de la no filosofía o, si se
prefiere, de un discurso conscientemente sin verdad. Por eso se apresura a decir: “(me ocuparé
de la hermenéutica), por lo que desde el primer momento quiero dejar muy claro que no estoy
presentando a la hermenéutica como “sucesora” de la epistemología, como una actividad que
ocupe el vacío cultural ocupado en otros tiempos por la filosofía centrada epistemológicamente.
En la interpretación que voy a presentar, “hermenéutica” no es el nombre de una disciplina, ni de
un método de conseguir los resultados que la epistemología no consiguió obtener, ni de un
programa de investigación. Por el contrario, la hermenéutica es una expresión de esperanza de
que el espacio cultural dejado por el abandono de la epistemología no llegue a llenarse –que
nuestra cultura sea una cultura en la que ya no se siente la exigencia de constricción y
confrontación”17. Así entendida, el giro hermenéutico y el giro lingüístico tienen el mismo
sentido: desplazamientos en el la filosofía epistemológica que a un tiempo son necesarios e
irreversibles, que son exigidos para conservar la filosofía al tiempo que constituyen pasos hacia
su deserción de sí misma.
La salida hermenéutica, en la redescripción o propuesta rortyana, se plantea como una
liberación de reglas comunes, de estructuras fijas y fundadas, de lugares finales adonde ir. Dicho
con otras palabras: liberación de todas las exigencias o condiciones epistemológicas de la
verdad; más radicalmente, liberación de los límites impuestos por la pretensión de verdad.
Entiende que “hermenéutica” es un término polémico en la filosofía contemporánea, pero
recalca que “no es un método para conseguir la verdad”, una vía de acceso a la verdad más
exitosa que la epistemológica, sino más bien una tarea de descentramiento, de ampliación de
escenarios, de enriquecimiento de puntos de vista, y no de propuesta de soluciones. En rigor,
frente a la idea de comprensión y valoración hermenéutica como alternativa a la explicación y
fundamentación epistemológica, Rorty propone una hermenéutica pragmática, que no busca de
forma nueva la vieja verdad inalcanzable, sino que procura acuerdos no forzados entre los
discursos, sin cerrase a los “desacuerdos fecundos”18. En esa hermenéutica pragmática la
“frônesis” sustituye a la “episteme”.
17
R. Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza. Ed. cit., 287-288.
18
Ibíd., 289.
11
Buena parte de su redescripción de la hermenéutica pivota sobre los conceptos de
“conmensurabilidad” y “objetividad”, intrínsecos a la tradición epistemológica y que, en
consecuencia, deberían estar ausente de la orientación hermenéutica. En la epistemología, resalta
acertadamente Rorty, “para ser racional, para ser plenamente humano, para hacer lo que
debemos, hemos de ser capaces de llegar a un acuerdo con otros seres humanos” 19. Y ese
acuerdo quedaba garantizado por la conmensurabilidad entre las creencias, discursos o teorías,
es decir, por la posibilidad de encontrar una situación ideal, un lugar común, un metalenguaje
compartido desde el cual comparar, valorar y jerarquizar las alternativas enfrentadas: “Construir
una epistemología es encontrar la máxima cantidad de terreno que se tiene en común con otros.
La suposición de que se puede construir una epistemología es la suposición de que ese terreno
existe”20. Y cuando se duda de ese encuentro se cuestiona el edificio: “Insinuar que no existe este
terreno común parece que es poner en peligro la racionalidad”21
Ese lugar común refiere a una ontología o una opción de valor compartida. A veces, como en
la filosofía analítica, apunta a un lenguaje común, universal, compartido, algo así como una
gramática profunda subyacente a, y operativa en, cada lenguaje, que permite su traducibilidad.
Ese lugar de identidad es la condición de la racionalidad: sin su existencia, cualquier preferencia
será arbitraria. Y también es condición de fundamento: sin su existencia, cualquier decisión
resultaría indiferente y circunstancial. Por tanto, cuestionar la conmensurabilidad –dice Rortyparece implicar una deriva al relativismo subjetivista, a la gratuidad y, sobre todo, “a la guerra
de todos contra todos”, en la medida en que la ausencia de criterios racionales de decisión parece
implicar la presencia ineludible de la fuerza. ¿Podemos vivir, y vivir humanamente, sin la
ilusión de ese lugar común que garantiza la conmensurabilidad?. ¿Pueden darse acuerdos
razonables sin el presupuesto de la conmensurabilidad?. Rorty cree que sí, y apuesta porque así
sea. Rechaza la figura epistemológica del filósofo, como guardián de la racionalidad, como
“supervisor cultural” que conoce y dicta lo común a todos los lenguajes y culturas; y apuesta por
la figura hermenéutica del filósofo, como “intermediario socrático” entre los discursos diversos,
como guía de la conversación en la que las posiciones cerradas se abran sin exigencia de
coincidencias, a veces posibilitando acuerdos espontáneos, a veces consiguiendo que se toleren
los desacuerdos. La hermenéutica, así pensada, apenas es algo más que una conversación sin
disciplina y sin exigencia de acuerdos; éstos, si tienen lugar, no derivan de criterios de
argumentación conversacional, ni se proponen como fines irrenunciables de la conversación.
Ésta tiene su sentido sin llegar a ningún acuerdo, como mera práctica en la que los mismos
pueden ocasionalmente surgir. Una conversación, por tanto, que no busca descubrir o
generalizar una verdad, sino que introduce el consuelo de la doble esperanza: llegar a acuerdos
19
Ibíd., 288.
20
Ibíd., 288.
21
Ibíd., 289.
12
o, al menos, vivir fecundamente los desacuerdos; convencernos unos a otros o, en todo caso,
soportarnos en nuestras irreductibles diferencias. Dos figuras alternativas del filósofo, del
intelectual, que se corresponden con dos figuras de la comunidad y, por tanto, con dos modos de
vida: la universitas y la societas: “Para la epistemología la conversación es investigación
implícita. Para la hermenéutica, la investigación es conversación rutinaria. La epistemología ve a
los participantes unidos en lo que Oakeshott llama una universitas –grupo unido por intereses
mutuos en la consecución de un fin común. La hermenéutica los ve unidos en lo que él llama
una societas –personas cuyos caminos por la vida se han juntado, unidas por la urbanidad más
que por un objetivo común, y mucho menos por un terreno común”22.
Rorty hace corresponder estas figuras del intelectual (intermediario socrático) y de la
comunidad (societas) con la alternativa ontoepistemológica holista. De hecho, la opción rortyana
por la hermenéutica sólo se comprende bien en tanto que ésta supone una concepción
“holística”, en la que no hay elementos básicos, referentes privilegiados, instancias
fundamentadoras. El “círculo hermenéutico”, que pone la imposibilidad de conocer las partes
(de un discurso, de una cultura) sin comprender la totalidad, y la de ésta sin conocer los
elementos, exige que el conocimientos sea pensado como comprensión y no como demostración,
como referencias el red y no como algoritmos reductivos. El proceso de conocimiento que Rorty
propone generaliza el que espontáneamente seguimos en el conocimiento de las personas, un
proceso complejo, sin evidencias ni deducciones, como sucesivas reconstrucciones siempre
provisionales ajustables y revisables.
De todas formas, Rorty no quiere asumir la tradicional distinción, hecha desde la
epistemología, entre ciencias de la naturaleza, a las que se sería propio el método de la
explicación, y ciencias del espíritu, resignadas a la interpretación; no plantea la diferencia entre
epistemología y hermenéutica como dos formas de conocimiento, con dos campos u objetos, dos
métodos, dos códigos de valor. Tal perspectiva seguiría siendo epistemologista, y apenas
disfrazaría la valoración encubierta entre conocimientos fundados, objetivos, verdaderos,
conmensurables, normales, y “los otros”. En su lugar busca un nuevo escenario donde se
disuelva esa distinción: la hermenéutica como comprensión del mundo sin pretensión de
conocimiento, o como un conocimiento del mundo sin pretensión de verdad.
2.3.1. (El giro contextualista de Kuhn). En ese empeño a Rorty le parece muy útil la
distinción entre “ciencia normal” y “ciencia revolucionaria” que hace Kuhn, ajena a la jerarquía
de verdad. Sitúa la aportación de éste en el marco del debate entre epistemología y
hermenéutica, y señala su deuda con las críticas de Wittgenstein a la epistemología. Kuhn extrae
de la historia de las ciencias un modelo válido para las discusiones en ciencias sociales, en ética
22
Ibíd., 290.
13
y en cuestiones cotidianas. Pone de relieve que las ciencias y las creencias no avanzan por
desarrollo lógico, sino mediante absurdos y extravagancias que fuerzan rupturas, es decir,
apariciones de representaciones alternativas e inconmensurables con las anteriores: “La
afirmación de Kuhn de que no hay conmensurabilidad entre grupos de científicos que tienen
paradigmas diferentes de una explicación acertada, o que no comparten la misma matriz
disciplinar, o ambas cosas, a muchos filósofos les produjo la impresión de que ponía en peligro
la idea de la elección de teorías en la ciencia. La “filosofía de la ciencia” –nombre con que
circulaba la “epistemología” cuando se escondía entre empiristas lógicos- se había concebido a
sí misma como suministradora de un algoritmo para elección de teorías”23.
En un contexto en el que la epistemología se centraba en desmarcar las teorías científicas de
las metafísicas (concepción empirista del significado) y en jerarquizar la validez de aquellas
conforme a su verdad, se había alzado la voz de Popper, que en su Lógica del desarrollo
científico y en Conjeturas y refutaciones propone el falsacionismo como alternativa al
verificacionismo para conseguir esos dos objetivos; por tanto, una alternativa dentro de la matriz
epistemológica. Y frente a ambos, verificacionistas y falsacionistas, se sitúa Kuhn, quien
argumenta que no hay algoritmo que permita la reducción verificacionista ni falsacionista.
Cuando se aprende un paradigma se aprende, al mismo tiempo, la teoría, el método, los criterios,
las preguntas con sentido, las reglas de las respuestas; se aprende todo ello en mezcla
inextricable. Por tanto, desde un paradigma no puede hablarse de otro; y no hay ningún tercero,
ningún metalenguaje, desde el que reducir los paradigmas encontrados, compararlos, valorarlos
y jerarquizarlos. La “ciencia normal” marca los límites de lo pensable, de lo decible; aceptar un
paradigma es aceptar todo un mundo de valores y de formas de vida.
Aunque Kuhn acepta que en el tiempo de cambio de paradigma hay un proceso deliberativo,
como el que hubo en el debate entre ciencia aristotélica y ciencia galileano newtoniana, o el que
hubo en el debate entre antiguo régimen y liberalismo burgués, no entiende que se trate de un
debate “racional”, en el cual se generen los nuevos criterios compartidos de elección entre
teorías rivales.. O sea, no se trata de una “discusión de segundo orden”, de un segundo nivel de
decisión. Para Kuhn los paradigmas son autojustificadores e inconmensurables; el debate entre
los mismos para imponerse, para ser elegido, no responde a la objetividad ni a la racionalidad,
elementos definidos internamente por cada uno de ellos.
Estamos ante el tema weberiano de la elección irracional de dioses y demonios pero no en los
campos de la cultura, la religión, el arte, etc., sino el sagrado escenario de la ciencia. Como bien
señala Rorty, la cuestión es decidir si los debates y cambios de paradigma se deciden del mismo
modo que los debates entre el ancien régime y el liberalismo burgués. Y Kuhn, aunque con
ciertas vacilaciones ocasionales, tiende a pensar que la opción por un paradigma es una “opción
de valor”, no una aplicación algorítmica; una opción, por tanto, contaminada de religión, interés,
23
Ibíd., 294.
14
cultura, pasión, superstición... Y si esa contaminación no es un factor deslegitimador, pues la
legitimidad es interna al paradigma, Rorty tiene razón en poner sobre el tablero la cuestión de la
amenaza misma a la filosofía.
Nótese, además, que en este enfoque se rompe con lo que había sido la regla más querida de
la modernidad: la autonomía de las esferas de discursos y prácticas. ¿No se había conseguido la
racionalidad de la ciencia, o de la ética, el derecho y la política..., en la medida en que cada una
de estas disciplinas se liberó de la sumisión a la teología o la moral?. Pues bien, Kuhn nos
enfrenta al hecho de reconocer que la opción por un paradigma, que definirá la racionalidad y la
cientificidad en su interior, se hace desde consideraciones (discursivas, prácticas, pulsionales,
culturales) que contaminan el discurso. Y que tal cosa no le resta legitimidad, pues ésta no
deriva de los factores epistemológicos.
Y Kuhn dice más: dice que la moderna aceptación de que las cuestiones teóricas y las
prácticas tienen distintos procedimientos de decisión, regímenes de verdad o modelos de
racionalidad; que una cosa es decidir entre teorías científicas y otra entre modelos éticos u
opciones políticas; que unas siguen la explicación y otras la comprensión, que unas describen y
otras prescriben; en fin, que todas esas distinciones que han permitido salvar los lugares sagrado
s de la epistemología son disueltas, y disueltas a la baja, pues al fin la elección de teorías
científicas es una tópica decisión socio política, cultural e incluso libidinal. A la baja porque de
su horizonte desaparece la pretensión de verdad, de objetividad, de universalidad, en definitiva,
de correspondencia con el mundo.
Kuhn entiende que los criterios de elección entre teorías funcionan como valores, no como
reglas; son opciones de valor que influyen en la elección, no reglas teóricas que construyan la
elección. Y esas opciones de valor no son meramente científicas, sino que están contagiadas por
valores ideológicos y culturales. El problema condensado sería: ¿puede valorarse la posición de
Belarmino desde la de Galileo? ¿Hay otra posición desde donde dictar la racionalidad,
cientificidad y verdad de uno y oro?. Kuhn duda. Y Rorty sanciona: no hay lugar para la
comparación. La conmensurabilidad es un acto de despotismo del discurso dominante, que
impone el metalenguaje adecuado.
De aquí debería derivarse una ruptura con la epistemología, que Kuhn no lleva a cabo y que
le vale la crítica de Rorty24. Pero esa aportación de Kuhn le sirve a Rorty para alinearlo en su
camino al pragmatismo. El camino del saber queda descrito en términos de lucha entre ciencia
normal y ciencia revolucionaria, efecto de una confrontación de fuerzas en la que las respectivas
pretensiones de verdad tienen simplemente una función retórica:
“Los tratamientos del
conocimiento holistas, antifundacionalistas y pragmatistas que encontramos en Dewey,
Wittgenstein, Quine, Sellars y Davidson son casi igual de ofensivos para muchos filósofos,
24
Ibíd., 295 ss.
15
precisamente porque abandonan la búsqueda de conmensuración y, por tanto, son “relativistas”.
Si negamos que haya fundamentos que sirvan como base común para juzgar las pretensiones de
conocimiento, parece ponerse en peligro la idea del filósofo como guardián de la racionalidad.
En un sentido más general, si decimos que no existe la epistemología y que no es posible
encontrarle un sustituto, por ejemplo, en la psicología empírica o en la filosofía del lenguaje,
puede dar la impresión de que decimos que no existe lo que se llama acuerdo y desacuerdo
racionales. Las teorías holistas parecen dar autorización a todo el mundo para que construya su
propio mundo –su propio paradigma, su propia práctica, su propio juego lingüístico- y luego se
deslice en su interior”25. Por tanto, hay que abandonar la búsqueda de fundamentación y los
prejuicios adjuntos, como el carácter objetivo, acumulativo y progresivo del conocimiento. Ni el
mundo ni el trascendental fuerzan a los hombres a acuerdos. Y Rorty añade que no hay motivos
para la nostalgia, sino al contrario; la ventaja obvia es que así la verdad aparece como una
construcción de los hombres; así se embellece la práctica social.
De este análisis se infiere que el paradigma cognitivo no debe gozar de un estatus
privilegiado en el seno de la conversación generalizada entre los hombres; que no hay algoritmo
que permita elegir racionalmente entre teorías rivales; y que no es posible un lenguaje único,
neutro, final, desde donde decidir las hipótesis y opciones. Y desde estas tesis se deduce el
rechazo de la historia de la ciencia en claves de avances y progresos; los paradigmas no
describen hechos opuestos a valores; la dicotomía hecho/valor es puesta por un paradigma
particular. Buscar el lenguaje último, o la jerarquización de los discursos, o su
conmensurabilidad, es estéril: “Desde este punto de vista, el buscar la conmensuración en vez de
limitarse a mantener la conversación es intentar a escapar de la condición del hombre.
Abandonar la idea de que la filosofía deba demostrar que todo discurso posible converge
naturalmente en un consenso, igual que lo hace la investigación normal, sería abandonar la
esperanza de ser algo más que meramente humano”26.
Rorty, en consecuencia, propone abandonar el paradigma epistemológico –criticarlo
supondría quedar preso de la idea de conmensurabilidad de los discursos- y sustituirlo por el
paradigma hermenéutico, que define así: “La hermenéutica ve las relaciones entre varios
discursos como los cabos dentro de una posible conversación, conversación que no supone
ninguna matriz disciplinaria que una a los hablantes, pero donde nunca se pierde la esperanza de
llegar a un acuerdo mientras dure la conversación. No es la esperanza en el descubrimiento de
un terreno común existente con anterioridad, sino simplemente la esperanza de llegar a un
acuerdo, o, cuando menos, a un desacuerdo interesante y fructífero”27.
25
Ibid., 289.
26
Ibíd., 340.
27
Ibíd., 289.
16
El “giro hermenéutico” no es una llamada a ir más allá de todo discurso, o contra todo
discurso; para Rorty es razonable usar el discurso normal, y sólo frente a su absolutización se
justifica el rechazo, la búsqueda de la revolución. Se distingue así de Lyotard, quien apuesta por
la permanente búsqueda de paradojas, inconsistencias, etc., como objeto del discurso
postmoderno. Rorty ve razonable que el discurso normal busque el consenso28; y también que el
anormal busque el disenso. Esa tensión le parece fructífera.
2.3.2. (El giro narrativista de Gadamer). Tiene razón Rorty al pensar que la filosofía hoy,
como ayer, tiene que ver con el conocimiento, con su adquisición, su certeza, su validez, su
verdad, su control; al menos es así desde la modernidad. Más cuestionable es su afirmación de
que tal expectativa –“común a platónicos, kantianos y positivistas”- arraiga en los presupuestos
metafísicos que atribuyen al hombre y a las cosas una esencia y que entiende el conocimiento
como descubrimiento de esencias, como tarea de reflejar con exactitud esencias. En todo caso,
para Rorty la vinculación es obvia, tal que le lleva a afirmar que, antes de romper con la filosofía
qua epistemología es necesario romper con el esencialismo. Y esa ruptura con el esencialismo se
concreta en la hermenéutica29, y en particular en Gadamer, y en concreto en su Verdad y método
(1975), que toma como objeto a redescribir.
A la mirada penetrante de Rorty no se le oculta la tentación de la hermenéutica gadameriana
de dar la espalda a las cosas para mirar la consciencia o representaciones de las cosas. El mismo
Gadamer dice que no se trata de una metodología de las ciencias humanas, “sino un intento de
entender qué son verdaderamente las ciencias humanas, más allá de su autoconsciencia
metodológica, y qué las conecta con la totalidad de nuestra experiencia del mundo”30. Rorty así
lo acepta, e interpreta que el proyecto de Gadamer es ofrecer una nueva descripción del hombre
que incluye y amplía la imagen clásica del mismo; o sea, no es una representación alternativa,
como lo verdadero frente a lo falso, sino un desplazamiento de la problemática filosófica: ahora
ésta no mira al hombre sino a la “consciencia del hombre” en el proyecto filosófico. A Gadamer
no le importaría, a juicio de Rorty, ni el “yo pensante” cartesiano, ni su dualismo metafísico;
tampoco le importaría la intuición kantiana, ni su aparato trascendental; en cambio le importaría
aislar y destacar la hebra romántica, el hombre en cuanto auto-creador. Pondría el acento sobre
la auto-formación (Bildung) y no sobre el conocimiento; valoraría el “hazte a ti mismo” por
encima del “conócete a ti mismo”; pero, sobre todo, Gadamer interpretaría el hacerse a uno
mismo como una tarea literaria, autoredescriptiva, según la idea de que nos hacemos a nosotros
mismos al leer, escribir y hablar. Dice Rorty: “Los hechos que nos hacen capaces de decir
cosas nuevas e interesantes sobre nosotros mismos son, en este sentido no metafísico, más
28
“Habermas y Lyotard”, en Estudios filosóficos II, 244 ss.
29
R. Rorty, La filosofía y el espejo de la naturalez. Ed. cit., 323.
30
H.G. Gadamer, Verdad y método. Salamanca, Sígueme, 1977, xiii.
17
“esenciales” para nosotros (al menos para nosotros, intelectuales de vida relativamente tranquila,
habitantes de una parte próspera y estable del mundo) que los hechos que cambian nuestras
formas o nuestros niveles de vida (“re-hacernos” en formas menos “espirituales”)”31.
Es curiosa esta salida idealista rortyana: los hechos, la realidad material, sólo cuenta mediata
e indirectamente; su valor para el hombre está en función de su influencia en la capacidad de
auto-relato de éste. La historia gadameriana y rortyana pierde toda objetividad y sustancialidad
para devenir mero lugar donde desarrollar potencia y originalidad de autodescripciones. O sea,
“conocer la historia” es la máscara de la auto-construcción mediante auto-relatos. La búsqueda
de datos objetivos encubre la persecución de formas interesantes de expresarnos a nosotros
mismos: “Desde el punto de vista educacional, en oposición al epistemológico o tecnológico, la
forma en que se dicen las cosas es más importante que la posesión de las verdades” 32. Tal vez,
como menciona Rorty, los espíritus se acercaran a Yeats, mientras le dictaban A Vision a través
de su amiga, para traerle “metáforas para la poesía”; tal vez Yeats agradeciera el regalo; pero
nos cuesta creer que Yeats se sintiera satisfecho y no hubiera optado, de presentarse la ocasión,
por pasar al otro lado. Yeats era poeta, claro está; pero veía la poesía como otra forma de
filosofía; en él las metáforas eran formas secretas de decir la verdad, no alternativa a ésta.
Rorty contrapone “deseo de edificación” a “deseo de verdad”; y entiende ese deseo de
edificación en sentido de creación, y totalmente ajeno a una construcción ajustada a un programa
conforme al conocimiento. Es una edificación sin verdad, que Rorty aprecia en Gadamer y, con
más fuerza, en Heidegger y Sartre. Heidegger tendría el doble mérito de haber historizado el
proyecto de construcción técnica del hombre, considerándolo un error histórico, y de haberlo
valorado como un proyecto de dominio y antihumano; y Sartre el de haber identificado ese
proyecto con el oculto deseo de impunidad, de eludir la responsabilidad de elegir el propio
proyecto y asumir su riesgo. Para Sartre el “deseo de conocimiento objetivo” encubre el “deseo
de autoengaño”. Rorty resume así la concepción existencialista de la objetividad, en la cual
aliena a Heidegger, Sartre y Gadamer: “la objetividad debe entenderse como conformidad con
las normas de justificación (para las afirmaciones y para las acciones) que encontramos sobre
nosotros. Esta conformidad sólo resulta dudosa y engañosa cuando se entiende como algo más
que esto –a saber, como una forma de obtener acceso a algo que “sirva de base” a las actuales
prácticas de justificación en alguna otra cosa. De dicha “base” se piensa que no necesita
justificación, pues se ha percibido tan clara y distintamente como para servir de “fundamento
filosófico”. Esto es engañoso no simplemente por el absurdo general de apoyar la justificación
última en lo injustificable, sino también por el absurdo más concreto de pensar que el
31
R. Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza. Ed. cit., 325.
32
Ibíd., 325.
18
vocabulario utilizado por la ciencia o la moralidad actual tengan una vinculación privilegiada
con la realidad que haga de él algo más que otro conjunto cualquiera de descripciones”33.
El existencialismo, por tanto, aporta la renuncia a la esencia humana; de esta forma, todas las
descripciones, las de las ciencias naturales, las ciencias sociales o las de la poesía o la mística,
quedan igualadas en su no cognitividad, en su condición de instrumentos a nuestra disposición
para ser usados en nuestras autodescripciones. Rorty se esfuerza en poner la descripción del
hombre de las ciencias naturales como una más, privada de sus pretensiones de objetividad,
verdad o racionalidad. Esa relativización es una exigencia de la idea de “educación”: lo contrario
sería adiestramiento, sumisión a un orden no humano. El humanismo exige esa libertad de darse
una esencia; o, mejor, la posibilidad de vivir sin esencia, en un proceso constante de
autoformación, en el que se echa mano a los relatos al uso, científicos o artísticos, normales o
anormales. Lo que, a juicio de Rorty, aportan Heidegger, Sartre y Gadamer es la siguiente idea:
aunque estuviéramos en posesión de todas las descripciones objetivas y verdaderas sobre
nosotros mismos, no sabríamos qué hacer con nosotros. Nos llevan a una opción de valor que
está fuera de la descripción. Todos ellos inciden en la fractura entre hecho y valor. Pero lo hacen
mostrando que dicho problema suele usarse para ocultar otras alternativas. La fractura entre
hecho y valor viene a implicar, por un lado, la no cognitividad, la irracionalidad, de la acción
elegida; y, por otro, la ocultación de que los hechos, las proposiciones aceptadas sobre los
mismos, consideradas “verdaderas”, ya encubren una opción de valor. No hay vocabulario libre
de valor: “La ficción filosófica de que tenemos este vocabulario (libre-de-valor) en la punta de la
lengua es, desde un punto de vista educativo, desastrosa. Nos obliga a fingir que podemos
dividirnos a nosotros mismos en conocedores de oraciones verdaderas por una parte y electores
de vidas o acciones u obras de arte por la otra. Estas divisiones artificiales impiden que logremos
enfocar la idea de edificación. O, más exactamente, nos llevan a pensar que la edificación no
tiene nada que ver con las facultades racionales que se emplean en el discurso normal”34.
Rorty puede decir que el proyecto antiesencialista de Gadamer es una forma de liberarse del
dualismo hecho/valor, una manera de decir que “descubrir los hechos” forma parte de un
proyecto de edificación de uno mismo, o sea, es una opción de valor. Por eso Gadamer recurre a
la hermenéutica, donde la filosofía pasa a ser simple parte de la educación
3. Pragmatismo y postfilosofía.
Pasemos, pues, a comentar la propuesta pragmatista rortyana, tratando de distinguir en ella lo
que hay de estrategia filosófica y lo que hay de estrategia política. Porque, efectivamente, las
33
Ibíd., 327.
34
Ibíd., 329.
19
caracterizaciones y abordajes del neopragmatismo que hace Rorty son muy variados, tendentes
todos a redefinir una posición del ser humano en el mundo.
3.1. Pragmatismo y epistemología.
Distinguimos, en primer lugar, un tratamiento epistemológico del tema, aunque Rorty lo
entiende menos como alternativa epistemológica que como alternativa a la epistemología.
Efectivamente, caracterizada toda la filosofía, clásica y moderna, como platonismo, el primer
rasgo pragmatista a enfatizar será el antiplatonismo. Para Rorty la tradición platónica entiende el
quehacer filosófico como una tarea fundamentadora. La filosofía aspira a ocupar un lugar
prominente desde donde decir lo que las cosas son y, en el caso de las cosas humanas, lo que
deben ser; persigue un lugar "a fuera", externo, independiente y neutro respecto a las cosas
mismas, sean del tipo que sean. Su pretensión es ver desde la perspectiva divina, instalada en el
“ojo de Dios”, desde donde puede engañarse emitiendo un discurso fundamentador que no
necesita ser fundamentado.
Esta comprensión de la filosofía se basa en cuatro tesis, bien enlazadas entre sí, relativas
sucesivamente a la verdad como correspondencia, al lenguaje como representación, al sujeto
como esencia y a la comunidad como identidad o comunidad política. En resumen, supone una
concepción epistemologizada de la verdad que, por su parte, se vehicula por medio de una
concepción representacionista del lenguaje; esta representación, a su vez, exige una concepción
esencialista del sujeto, con consciencia y autoconsciencia, la cual comporta una concepción
compacta de comunidad como identidad o universalidad, lo que tienen en común los sujetos. Es
bien cierto que en la tradición platónica la verdad se constituye como una cuestión cognoscitiva,
como un descubrimiento o desciframiento intelectual, como un hallazgo racional. Este supuesto
lleva implícita una progresión que implica el establecimiento de dos tipos de verdad: la verdad
de error o aparente (opinión, doxa), y la verdad verdadera o real (saber, episteme). Es decir, se
distingue entre la facticidad de la certeza vigente -repudiada- y la validez trascendente de la
certeza racionalmente ideal -hipostasiada-. En la medida en que se trata de adecuar o de hacer
corresponder la primera con la segunda, la dicotomía misma revela, en el fondo, una concepción
unitaria de la verdad. Algo incondicionado, universal y necesario que se instituye como
fundamento ahistórico desde donde decir la auténtica realidad de las cosas -la divinización o
encantamiento del mundo. El avance intelectual, de esta manera, se entiende como un proceso
de convergencia hacia esta perspectiva absoluta, hacia lo universal, mediante la reducción de las
percepciones, diversas y fragmentadas, a la unidad de la ley, gracias al papel unificador del
concepto, a la violencia de la lógica o la gramática. Esta verdad única, verdad objetiva, está
escrita en el ser y se vehicula exclusivamente mediante el lenguaje, con lo cual éste se constituye
como medio de representación. Aunque cada léxico codifica la realidad con procedimientos
diferentes, pues cada uno muestra la finitud de la consciencia del hombre, en conjunto los
diferentes léxicos equivalen a diferentes piezas de una sola totalidad, tal que no pueden dejar de
coincidir en un único léxico, conclusivo o original. En la versión platonizante todos los juegos
lingüísticos pueden sublimarse o reducirse a las pautas verbales que rigen el juego de todos los
juegos, trascendiendo así las respectivas particularidades.
20
Pero la verdad como correspondencia y el lenguaje como representación de esta verdad
exigen un soporte activo o pasivo, una entidad donde se hagan efectivas las citadas
correspondencia y representación, donde se enuncie la verdad y se permita cerrar y avalar todo
el proceso. Se impone, pues, una concepción esencialista del sujeto que diferencie entre la
situación del sujeto (sujeto empírico, histórico) y el sujeto en sí (pensante o transcendental); una
comprensión del yo que distinga entre sus atributos accidentales y sus constituyentes intrínsecos
o esencia.
Por último, y es lo más importante para nuestro empeño, esta naturaleza humana intrínseca a
los individuos es común a todos ellos, es universalmente compartida. Esta universalidad, que
implica la identidad de fines y valores esenciales, es el fundamento de una vida sometida a las
mismas reglas, de un proyecto compartido. En virtud de esta naturaleza humana lo individual es
pensable un universo social (público, común) de significaciones compartidas, una vida en
común. En la misma persiste la diferencia, sin duda, en forma de determinaciones empíricas e
históricas particulares, que se manifiestan en intereses privados divergentes; pero, en todo caso,
unas veces pensando en una identidad ideales entre interese privados y públicos, otras en un
equilibrio satisfactorio definido por la racionalidad compartida, la filosofía se atribuirá la
capacidad de definir “en idea” la ciudad justa, adecuada al bien de los individuos y a la verdad.
Esta es, dejando al lado los detalles –que, entre paréntesis, son lo más atractivo de la obra de
Rorty-, la descripción que hace Rorty de la filosofía clásica, de Platón a Kant. Contra este
logocentrismo representado por la dominante tradición platónico-cristiana-ilustrada, y por
inversión de sus rasgos identificadores, se constituirá -a través de giros, desplazamientos,
rupturas y mil enfrentamientos- la propuesta pragmatista. Desde ella se propone una
comprensión de la filosofía opuesta, punto por punto, a la tradición anterior: una concepción de
la verdad como construcción, del lenguaje como instrumento, del sujeto como efecto lingüístico
y de la sociedad como comunidad escindida o apolítica. Estas cuatro ideas, que el
neopragmatismo hace suyas, configuran una nueva manera de entender la práctica filosófica,
cuya raíz está en el “giro hermenéutico” y su concepción de la filosofía como práctica narrativa.
Efectivamente, la hermenéutica contemporánea resume esas pretensiones de renuncia a
descubrir o dictar la verdad, para entenderla como justificación contextual, como aceptable por
una audiencia amplia, de tal manera que se descarta toda distinción entre argumentos
socialmente aceptados y argumentos idealmente válidos, entre lo que es bueno de creer y lo que
se corresponde con la realidad, entre opinión y saber. También renuncia, en segundo lugar, al
conocimiento representacionista, asumiendo el perspectivismo nietzscheano y sustituyendo los
discursos con voluntad de verdad por los relatos interpretativos conscientes de su historicidad.
En tercer lugar, se renuncia al sujeto pensante o trascendental, para pensar una subjetividad
producto de la historia, de la tradición, y efecto de las reinterpretaciones. Por último, la
hermenéutica también renuncia a la idea de comunidad política como lugar de universal para
pensar un mundo social fragmentado en mil comunidades cuya identidad viene
contingentemente determinada por la historia. Pues bien, el pragmatismo rortyano absorbe,
como siempre a grandes rasgos y de manera selectiva, la propuesta hermenéutica. De todas
formas, el pragmatismo es algo más que esta amalgama de tesis derivadas de la filosofía del
lenguaje y de la hermenéutica. Para verlo hemos de abordar algunas de las caracterizaciones no
epistemológicas a las que recurre Rorty.
21
3.2. Pragmatismo y pluralismo.
Rorty o aspira a fijar su posición pragmatista como una mera posición antiepistemológica; su
preocupación de fondo son los esfuerzos sociales de la filosofía, como ya hemos advertido. Este
se ve con claridad en algunos textos que pasamos a comentar. En su ensayo “Pragmatismo y
religión”35 establece una similitud entre verdad y pecado que, junto a poner de relieve el tono
retórico al que gusta recurrir, nos abre un nuevo rostro del pragmatismo. Dice Rorty: “Voy a
interpretar la objeción pragmatista a la idea que la verdad es una cuestión de correspondencia
con la naturaleza intrínseca de la realidad de forma análoga a la crítica de la Ilustración hizo de
la idea según la cuala moralidad es una cuestión de correspondencia con la voluntad de un Ser
Divino. A mi parecer, la explicación pragmatista de la verdad y, más generalmente, su
explicación antirepresentacionista de la creencia constituye una protesta contra la idea de que los
seres humanos deben humillarse ante algo no humano, como la voluntad de Dios o la Naturaleza
Intrínseca de la Realidad”36. Como puede apreciarse, el problema ya no es el epistemológico
(posibilidad y forma de la evidencia), sino otro de tipo simbólico: decidir una posición filosófica
en función de sus efectos en la independencia de los individuos, según empuje a éstos a
humillarse ante una autoridad exterior a su voluntad. O, en contexto más amplio, se trata de
decidir la verdad de una filosofía por sus efectos en la felicidad de los hombres: “Tenemos que
estar preparados para distinguir, al menos en principio, entre creencias que incorporan la Verdad
y creencias que simplemente aumentan nuestras posibilidades de ser felices”37.
La posición de Rorty es contundente, y sabe del rédito que saca de esta analogía: “En mi
opinión, tan innecesaria es la teoría que afirma que la verdad es correspondencia con la
Realidad, como la que sostiene que la bondad moral es correspondencia con la Voluntad
Divina”38. Porque, en definitiva, la caracterización del neopragmatismo que Rorty persigue
consiste en presentarlo como ruptura con cualquier poder trascendente a la voluntad individual,
sea en epistemología, en cultura, o en política. O sea, el pragmatismo es una filosofía
comprometida con la emancipación. Freud, con su explicación de la génesis de la consciencia,
del superego, le suministra originales elementos retóricos. Dice que una buena manera de
comprender la relación entre los pragmatistas y los realistas es “imaginándola como una falta de
inteligibilidad recíproca entre dos tipos distintos de gente. El primero está formado por aquellos
cuya máxima esperanza es la unión con algo que se encuentra más allá de lo humano, algo que
35
En R. Rorty, El pragmatismo, una versión. Barcelona, Ariel, 2000, 21-48.
36
Ibíd., 21.
37
Ibíd., 23.
38
Ibíd., 23
22
es la fuente del superego y que tiene autoridad para liberar a uno de culpas y vergüenzas. El
segundo tipo corresponde a aquellos cuya máxima esperanza consiste en realizar un futuro
humano mejor por medio de la cooperación fraternal entre seres humanos. (...) por un lado, la
gente aún sujeta a la necesidad de hacer alianzas con una figura autoritaria y, por otro, la gente
que no se ve afectada por tal necesidad”39. Con semejante tablero de juego se comprende que los
dados ya están lanzados. Y si se necesitan más argumentos, y se es sensible al léxico freudiano,
unas páginas más adelante se encuentran reflexiones inefables, en que el platonismo y, en
definitiva, la racionalidad moderna, es presentado como versión despersonalizada del asesinato
del Primer Padre40. En otros momentos, el pragmatismo es defendido con argumentos más
sociológicos, como al decirnos que pensadores que anticipan el pragmatismo (Copérnico,
Darwin y Freud) nos fueron útiles “forzándonos a abandonar la búsqueda de la salvación fuera
de la comunidad y de obligarnos, en cambio, a explorar las posibilidades que nos brinda la
cooperación social. En particular, creo que hubiera podido concebir que las sociedades
democráticas modernas se fundan sólo en la fraternidad; es decir, la fraternidad liberada del
recuerdo de la autoridad paternal”41.
Los textos citados ilustran claramente la nueva defensa del pragmatismo, no por su verdad
sino por sus efectos sociales útiles y liberadores. Y aunque a veces la nueva defensa se hace
recurriendo a una fácil oposición entre el discurso pragmatista y el discurso mítico religioso, la
defensa del primero no puede implicar la desautorización del segundo, porque ¿en base a qué se
establecería la jerarquía?. Por muy exótico que suene –y Rorty se encarga de ello a
conveniencia- no puede ser despreciable. Al contrario, la defensa del discurso pragmático
implica que si la mejor forma de conseguir utilidad, felicidad o placer es con relatos mitológicos,
estos son los “verdaderos” de la única manera que tiene sentido hablar de verdad: como “lo que
nos vendría mejor de creer”42.
En “El pragmatismo como politeísmo romántico”43 nos ofrece otras pinceladas para
reconstruir este polifacético rostro del pragmatismo. Aquí acerca a James (“verdad es lo que
conviene creer”) y a Nietzsche (“conocemos (...) solamente en la medida en que este
conocimiento puede ser útil para los intereses del rebaño humano”), para ofrecer una definición
del politeísmo: “alguien es politeísta si no cree que haya ningún objeto de conocimiento real o
39
Ibíd ., 33.
40
Ibíd., 34-37.
41
Ibíd., 37-38.
42
Ibíd., 40.
43
Ibíd., 49-78.
23
posible que permita conmensurar y clasificar por orden odas las necesidades humanas” 44. Se
trata, pues, del pluralismo, de la pluralidad de normas y de dioses, ausencia de ningún referente
o lugar privilegiado sagrado al que respetar, libertad de elegir. Pues bien, ese pluralismo, ese
politeísmo de los valores de ascendencia weberiana, dice Rorty que “es prácticamente
coextensivo con el utilitarismo romántico. Porque cuan do no queda ningún otro modo de
ordenar las necesidades humanas que el de contraponer unas con otras, entonces lo único que
cuenta es la felicidad humana”45.
Ahora bien, Rorty sabe que la defensa genérica del pluralismo tiene siempre el riesgo de
implicar tolerancia con opciones de barbarie, o de haber de recurrir a un límite de difícil
justificación; por eso no esconde el problema: “El utilitarismo romántico, el pragmatismo y el
politeísmo son tan compatibles con el entusiasmo por la democracia como con el menosprecio
por la democracia. El reproche que puede hacérsele a un filósofo que suscriba una teoría de la
verdad pragmatista de no proporcionar ninguna razón para no ser un fascista está perfectamente
justificado. Aunque tampoco puede ofrecer ninguna para serlo. En cuanto uno se convierte en
politeísta, en el sentido que acabo de señalar, tiene que abandonar la idea de que la filosofía
puede ayudarnos a escoger entre la variedad de distintas deidades y formas d vida que se
ofrecen”46. Inquietante conclusión, poner al mismo nivel de verdad –ciertamente, Rorty no las
iguala en conveniencia y utilidad- la opción democrática y la opción fascista. Pero tiene el
mérito de hacernos reflexionar sobre la espontánea sacralización del pluralismo en nuestra
cultura occidental, que luego hemos de revisar arbitrariamente en el día a día, unas veces
poniendo el límite razonable que excluya el terrorismo, y otras el no tan razonable de exclusión
de prácticas culturales étnicas.
3.3. Pragmatismo y cultura post-Filosófica.
En “Pragmatismo y filosofía”47, nos ofrece una caracterización del pragmatismo atendiendo a
su complicidad cultural. Entiende que ser un filósofo pragmatista viene definido por una actitud
en la vida, por una forma de posicionarse ante los distintos retos de la vida cultural y social. Dice
que ellos que “Creen que ciertas acciones son buenas y que, bajo determinadas circunstancias,
merece la pena realizarlas, pero dudan que haya algo general y útil que decir sobre lo que las
hace ser buenas”48. O sea, dudan que tenga sentido intentar fundamentar o justificar por qué las
44
Ibíd., 53.
45
Ibíd., 53.
46
Ibíd., 53.
47
“Introducción” a R. Rorty, Consecuencias del pragmatismo. Madrid, Tecnos, 1996, 19-59.
48
Ibíd., 19.
24
consideramos buenas más allá de constatar que es así, en efecto. Y dice Rorty que esta actitud
viene avalada por la historia de los mil intentos fallidos de aislar “lo Verdadero o lo Bueno, o de
definir los términos “verdadero” o “bueno””; entienden que “la tradición platónica ha dejado de
tener utilidad”, si alguna vez la tuvo, y los pragmatistas optan por abandonar la discusión: ni
proponer otra alternativa filosófica, la buena, ni siquiera situarse en posiciones relativistas o
subjetivistas: “Les gustaría cambiar de tema, eso es todo. Su posición es análoga a la de los
laicos que insisten en que la investigación en torno a la Naturaleza o a la Voluntad de Dios no
nos lleva a ninguna parte. Dichos laicos no afirman exactamente que Dios no exista; no tienen
claro lo que significaría afirmar Su existencia y, por consiguiente, tampoco ven por qué negarla.
Tampoco tienen una visión particularmente herética y estrambótica de Dios. Se contentan con
dudar que tengamos que usar el vocabulario de la teología. De la misma manera, los
pragmatistas intentan una y otra vez encontrar la manera de formular observaciones
antifilosóficas en un lenguaje no filosófico”49.
El filósofo pragmatista es un guerrero antifilosófico: no quieren entrar en combate por la
verdad o la bondad, simplemente quieren que se acaben los combates, quieren la paz. Y, aunque
parezca paradójico, para ello declaran la guerra a la Filosofía: “Los pragmatistas afirman que la
mejor esperanza para la filosofía es abandonar la práctica de la Filosofía. Creen que para decir
algo verdadero de nada sirve pensar en la Verdad, como tampoco sirve de nada pensar en la
Bondad para actuar bien, ni pensar en la Racionalidad para ser más racional” 50. Como se ve,
Rorty juega aquí con una distinción, que visualiza gráficamente con “F” y “f”, que tiene también
su carga retórica, pues usa “Filosofía” para referirse a las grandes cuestiones transcendentales,
absolutas, alejadas de la vida cotidiana, y “filosofía” para aludir al discurso razonables
preocupado por las cosas próximas a los seres humanos. Y es este aspecto, aplicado a la cultura,
el que aquí nos interesa resaltar.
Rorty plantear abiertamente la posibilidad de una cultura sin Filosofía (sin preocupación por
la verdad, la justicia o los derechos), aunque sin renunciar a la filosofía (defensa de las creencias
que conviene creer). Reconoce que si la Filosofía desaparece habremos perdido algo que, al
menos en su día, era bueno; pero entiende que habrá sido sustituido por algo mejor. Y
comprende que se sienta inquietud por una cultura postfilosófica: “Ciertamente, este miedo tiene
razón de ser. Si la Filosofía desaparece, habremos perdido algo esencial para la vida intelectual
de Occidente, al igual que perdimos algo esencial cuando las instituciones religiosas dejaron de
contar como candidatos intelectualmente respetables para la articulación Filosófica. Pero la
Ilustración pensaba, con toda razón, que la religión sería sustituida por algo mejor. De igual
49
Ibíd., 20.
50
Ibíd., 21.
25
manera, el pragmatista apuesta que la cultura científica”, positivista, producto de la Ilustración,
será sustituida por algo mejor”51.
La cultura post-filosófica, por la que Rorty apuesta, es una forma de vida y, en particular, una
manera de instalarse el intelectual en el mundo, sin preocuparse “si estamos en contacto con la
realidad o no lo estamos, si obramos en poder de la Verdad”52. Se trata de una cultura en la que
“ni sacerdotes, ni físicos, ni poetas serían considerados seres más “racionales”, más “científicos”
ni más “serios” que los demás. (...) En tal cultura aún existiría el culto a los héroes, si bien no a
héroes descendientes de los dioses, alejados del resto de la humanidad por su cercanía a lo
inmortal. Se tratará solamente de la admiración sentida hacia hombres y mujeres
excepcionalmente aptos para cada una de las innumerables tareas a realizar”. (...) A fortiori, en
dicha cultura no habría un personaje al que llamar “Filósofo”, encargado de explicar cómo y por
qué ciertas áreas de la cultura disfrutan de una relación especial con la realidad”53. No obstante,
se trataría de “intelectuales de amplias miras dispuestos a manifestar su opinión sobre casi todos
los temas, con la esperanza de mostrar su interrelación”.
Tal vez sea éste el texto que con mayor insistencia afirma la disolución de la Filosofía y el
sentido de su desaparición: vivir en la contingencia, sin agarraderos fijos, sin confortable
referentes desde donde dirigir nuestras vidas: “En una cultura post-Filosófica resultaría claro que
la filosofía no puede aspirar a más”, no puede ir más allá de la “crítica de la cultura”, de la
“comparación entre las distintas formas de hablar inventadas por la raza humana”. El filósofo,
que en esa cultura “ha renunciado a las pretensiones de la Filosofía”, es un diletante que mira los
grandes nombre de la historia de la filosofía como diversas descripciones, sistemas simbólicos o
maneras de ver las cosas, sin pretensión de jerarquizarlos por su verdad o su valor. En definitiva,
en esa cultura post-Filosófica, en la que todos los referentes y criterios se reconocen creados por
los pueblos en coyunturas concretas y para fines particulares, los “hombres y mujeres se sentirán
abandonados a sí mismos, como seres meramente finitos, sin vínculo alguno con el Más Allá” 54.
Las ciencia, con sus ilusorias pretensiones de saber fundamentado, deviene en esa etapa “un
género literario más”; y, a la inversa, la literatura y las artes pasan a ser consideradas
investigación científica, con el mismo estatus y dignidad. Dice: “De tal manera que no se
concibe la ética como un ámbito más relativo o subjetivo que la teoría científica, ni tampoco
como algo que necesite la conversión a la ciencia. La física es un intento de hacer frente a
determinados fragmentos del universo; la ética trata de hacer frente a otro tipo de fragmentos. La
matemática auxilia a la física en su tarea; la literatura y las artes hacen lo propio con la ética. De
51
Ibíd., 51.
52
Ibíd., 51.
53
Ibíd., 52.
54
Ibíd., 58.
26
estas investigaciones unas acaban en propuestas, otras en narrativas, otras en cuadros. Las
preguntas por las propuestas que hemos de aseverar, por los cuadros que contemplar y por las
narrativas que escuchar y que comentar, versan sin excepción sobre algo que ha de ayudarnos a
conseguir lo que queremos (o lo que deberíamos querer)”55. Una vez se renuncia a la verdad,
ciertamente, la diferenciación epistemológico pierde su sentido; si acaso le queda otro, el
utilitario, su mayor o menor utilidad. Pero, bien mirado, ni siquiera queda este refugio, pues la
utilidad siempre es relativa a un modo de vida, y todos son entre sí iguales: una igualdad que
deriva de su indiferencia, de su inconmensurabilidad.
No hace falta decir que esa cultura post-Filosófica equivale al triunfo del neopragmatismo, el
último giro de la filosofía. Rorty lo explicita al anticipar su respuesta a una crítica esperada, a
saber, sobre el valor de verdad de la propia teoría pragmatista sobre la verdad. De forma rotunda
y coherente contesta: “Preguntar por la verdad de la concepción pragmática de la verdad –tema
que en sí carece de interés- equivale pues a preguntarse si vale la pena promover una cultura
post-Filosófica”56. Efectivamente, si la propuesta pragmatista es la alternativa al punto de vista
epistemológico, no pede caer en la trampa de defender epistemológicamente su propuesta de
alternativa a la epistemología; de ahí que su respuesta sea la elección de un nuevo tablero de
juego, el de los efectos que las propuestas filosóficas promueven, el de las culturas con que se
identifican. La verdad de la teoría pragmatista sobre la verdad se decide en el valor de la cultura
post-Filosófica. Y por si se nos ocurriera asumir el reto y plantear el valor de esta cultura, Rorty
nos advierte que no se trata de recaer de nuevo en un debate metafísico, de reencontrarnos con la
Filosofía; las culturas se suceden unas a otras mediante un proceso de selección natural. Por
tanto, su valor “se decidirá, si es que la historia nos concede la suficiente calma, sólo gracias a
una pausada y dolorosa relación entre imágenes alternativas de nosotros mismos”57. La historia
es un ejemplo del traumatismo de esos cambios culturales, que al final acaban siendo
ineludibles. La verdad del pragmatismo, pues, se juega en su triunfo, en la expansión de la
cultura post-Filosófica, que Rorty ha descrito como adecuada a los principios del pragmatismo.
3.4. Pragmatismo y democracia.
Dentro de las múltiples caracterizaciones del neopragmatismo está la de corte político, que no
queremos dejar fuera. Aunque encontramos trazos dispersos por sus obras hay un texto, “La
prioridad de la democracia sorbe la filosofía”58, donde se explicitan sus detalles detenidamente.
55
Ibíd., 58.
56
Ibíd., 58.
57
Ibíd., 59.
58
Citamos de R. Rorty, Escritos filosóficos I. Objetividad, relativismo y verdad. Barcelona, Paidós, 1996, 239-266.
27
El ensayo supone una intervención de Rorty en el debate en la crítica de los comunitaristas a J.
Rawls y su proyecto de una política no metafísica59. Lógicamente, Rorty tiene dos importantes
motivos para ponerse en línea rawlsiana, a pesar de que en otras muchas ocasiones aprovecha los
argumentos del comunitarismo en su lucha contra la tradición platónico-cartesiana-kantiana de
la filosofía: uno, la propuesta política liberal de Rawls, que complace plenamente a Rorty; otro,
que dicha propuesta política exige renunciar a la filosofía política, relegando la Filosofía al
domino privado con la religión, la moral, la estética y todos los saberes orientados a la
perfección del individuo.
El argumento de Rorty, aunque no sea novedoso, es potente. Consciente de que el Estado
liberal democrático se constituye conforme a la neutralidad religiosa, y por ello sólo se
consolidad cuando consigue relegar la religión a la privacidad, superando la prolongada y cruel
inestabilidad de las guerras de religión, Rorty propone un nuevo asalto, ahora a la Filosofía.
Refiriéndose a Jefferson, a quien pone en el origen de la idea democrático liberal, afirma que
“Consideraba suficiente privatizar la religión, considerarla irrelevante para el orden social pero
relevante –y quizás esencial- para la perfección individual. Los ciudadanos de una democracia
jeffersoniana pueden ser tan religiosos o irreligiosos como plazcan siempre que no sean
fanáticos. Es decir, deben abandonar o modificar sus opiniones sobre cuestiones de importancia
última, las opiniones que hasta entonces han dado sentido y razón a su vida, si estas opiniones
comporta una acción pública que no puede estar justificada para la mayoría de sus
conciudadanos”60. Estas convicciones profundas, que ayer tenía una raíz dominantemente
teológica, hoy se apoyan en la Filosofía; por tanto, los mismos argumentos que justifican la
neutralidad religiosa del Estado parecen valer para la neutralidad filosófica. La estabilidad y
progreso de la democracia exige privatizar la filosofía. No duda que ésta jugó un papel
importante, especialmente en el siglo XVIII, en la definición de la idea y en su defensa contra el
absolutismo; pero entiende que en el momento actual es innecesaria (la idea ya cuenta con el
mejor fundamento: la voluntad de los ciudadanos) y disfuncional (los irresolubles conflictos
filosóficos transmiten sus guerras al dominio práctico público).
Por otro lado, el principio filosófico que justifica la intervención política de la filosofía
responde a la idea de que ésta cuenta con la verdadera idea del yo, que permite y determina una
política destinada a construir un nosotros en que los individuos encuentren la plena realización
de su naturaleza. Pero, como dice Rorty, si algo ha puesto de relieve la historia de la filosofía es
el radical desacuerdo de los filósofos al pensar la naturaleza humana: “Filósofos como
Heidegger y Gadamer nos han presentado consumadas concepciones historicistas del ser
humano. Otros filósofos, como Quine y Davidson, han borrado la distinción entre verdades de
59
Formulada en su artículo “Justice as fairness: political not metaphysical”, en Philosophy and Public Affaire, 14 (1985):
225-240. Y ampliamente desarrollada en El liberalismo político. Barcelona, Crítica, 2003.
60
R. Rorty, Escritos filosóficos I . Ed. cit., 239-240.
28
razón permanente y verdades de hecho temporales. El psicoanálisis ha borrado la distinción
entre la consciencia y las emociones de amor, odio y miedo, y con ello la distinción entre
moralidad y prudencia. El resultado ha sido borrar la imagen del yo común a la metafísica
griega, la teología cristiana y el racionalismo de la Ilustración: la imagen de un centro natural
ahistórico, el locus de la dignidad humana, rodeado de una periferia fortuita y accidental”61. Sin
el referente del yo, la política liberal, que gira en torno al individuo, queda ciega. Rorty lo
advierte con lucidez: sin el yo, se rompe el vínculo entre verdad y justificabilidad: “El efecto ha
sido una dolarización de la teoría social liberal”62. Polarización entre una posición absolutista,
aferrada a la universalidad de los “derechos humanos inalienables”, aunque ya sin poder
fundamentarlos en una teoría de la naturaleza humana; y una posición pragmatista, que asume
los límites derivados del rechazo de la metafísica pero que necesita algún referente para poder
distinguir las formas de consciencia individual respetables de las fanáticas. Este referente, que
no es universal por no derivar de ninguna “naturaleza humana”, ha de ser “algo relativamente
local y etnocéntrico –la tradición de una comunidad particular, el consenso de una cultura
particular-. De acuerdo con esta concepción, lo que pasa por racional o por fanático es relativo al
grupo ante el que creemos necesario justificarnos –al cuerpo de creencias comunes que
determina la referencia al término nosotros”63. Rorty describe este desplazamiento como el
abandono de Kant (“con un yo transcultural y ahistórico”) y el recurso a Hegel (con una idea de
nuestra comunidad considerada como producto histórico). Frente a Dworkin, militante en el
absolutismo, pone a Rawls y Dewey, que lo harían en el pragmatismo. Por tanto, una
característica política fuerte del neopragmatismo sería la de romper con la ahistoricidad y
universalidad de los derechos y referir éstos a creaciones de una comunidad histórica.
Ahora bien, esta caracterización acerca en exceso el pragmatismo a los comunitaristas, y
Rorty trata de fijar la diferencia. Los comunitaristas también reivindican el carácter contextual
de los derechos, pero lo hacen en un marco filosófico distinto. En concreto, intentan fundar la
comunidad política histórica en una “teoría del yo”; la identidad histórica, fuente de su
legitimidad formativa y de sus límites, vendría apoyada en una teoría historicista del yo,
construido en una historia en común, con lenguajes y valores compartidos. Frente a tal
pretensión fundamentadora Rorty define con claridad su posición: “(Según el pragmatismo) el
filósofo de la democracia liberal puede desear crear una teoría del yo que se compenetre con las
instituciones que admira. Pero semejante filósofo no justifica con ello estas instituciones por
referencia a premisas más fundamentales, sino al contrario: primero pone la política y luego
crea una filosofía adaptada a ella”64. Tesis importante, que simboliza a la perfección el rostro
61
Ibíd., 241.
62
Ibíd., 241.
63
Ibíd., 241.
64
Ibíd., 243.
29
del pragmatismo; tesis que enuncia el “giro político” de la filosofía, que al fin reconoce que la
verdad, la belleza, el bien, la justicia, etc., son construcciones de y en la polis; tesis, en fin,
compatible con el espíritu de la democracia, cuya esencia es la renuncia a todo referente
transcendente para poner como referente único la voluntad general, la voluntad de la mayoría e
incluso la “opinión pública”. Y que le sirve para poner distancia con el comunitarismo, que
acaba dando más importancia a la fundamentación de la comunidad en la teoría del yo que a la
mera existencia contingente de las instituciones políticas. Un pragmatista consecuente, viene a
decir Rorty, ha de ser liberal, pero no un liberal ilustrado, kantiano, sino un liberal
postfilosófico: un liberal que acepta la democracia por la forma de vida y la cultura que
defiende, por las libertades y derechos que garantiza; pero no por su adecuación a la naturaleza
humana universal; ni tampoco por su adecuación al espíritu o naturaleza de una nación o etnia.
Sus rotundas afirmaciones: “La verdad, entendida en sentido platónico como la comprensión
de lo que Rawls llama “un orden que nos antecede y nos ha sido dado”, sencillamente es
irrelevante para la democracia política. Y por lo mismo tampoco lo es la filosofía como
explicación de las relaciones existentes entre un orden dado y la naturaleza humana. Cuando
entran en conflicto, la democracia tiene prioridad sobre la filosofía”65. Y sin duda esta defensa se
corresponde con un principio genuinamente liberal: es preferible dar a los hombres la ocasión de
decidir su vida que intentar salvarlos. La presencia de la filosofía en la institución pública, en la
política, es sospechosa, a ojos de Rorty, de la actitud mesiánica y redentorista; especialmente en
la época postfilosófica, cuando la propia filosofía ha renunciado a su labor fundamentadora. De
todas maneras, mantenemos una pregunta a la que no encontramos respuesta desde los textos de
Rorty: ¿por qué no es posible fundar filosóficamente la primacía de la democracia en el dominio
de lo público?. Sospechamos que una ilustración madura, que recupere su proyecto y se
pertreche con la experiencia filosófica de su propia historia, podría hacer suyo el proyecto de
que el bien para los seres humanos es pensar por sí mismos, lo que implica desde la libertad de
expresión a las condiciones de independencia cultural y económica; y que pensar por sí mismos
es la condición de la democracia que puede avalar la filosofía, frente a la democracia de la
opinión y las razones de las encuestas. Un proyecto así no implicaría el regreso a fundamentos
transcendentes y, al mismo tempo, apostaría por el compromiso filosófico con la política.
3.5. Pragmatismo y política.
Una última caracterización de la propuesta pragmatista rortyana la haremos desde su ensayo
Movimientos y campañas66, en el que nos ofrece su visión sobre las estrategias de las luchas
sociales. En cierto sentido, el tema latente es el conflicto entre escepticismo y utopía, o entre
65
Ibíd., 261.
66
R. Rorty, “Movimientos y campañas”, en Pragmatismo y política. Barcelona, Paidós, 1998, 67-80
30
reforma y revolución; pero los escenarios rortyanos son siempre matizados, y merecen
acercarnos a los detalles. En el que comentamos, el de las estrategias de intervención social, de
nuevo se oponen una política filosófica a otra pragmática; y de nuevo Rorty usa todos sus
recursos retóricos para embellecer la opción por las campañas y pintar de luto el dominio de los
movimientos. Lo que equivale a decir que apuesta por la ingeniería social, por el reformismo,
condenando sin piedad los gestos emancipadores y revolucionarios. Su propia definición de
ambos conceptos es ya bien explícita. La campaña es la actitud reformista, y parece coherente
con la renuncia al fundamento, a la voluntad de verdad, a lo absoluto, a las grandes ideologías
omnicomprensivas que tanto desprecia el liberalismo de las últimas décadas, y que pertenecen al
movimiento: “Por campaña entiendo algo finito, algo en lo cual podemos reconocer que hemos
tenido éxito o en lo que, hasta ahora, hemos fracasado. En contraste, los movimientos ni tienen
éxito ni fracasan. Son demasiado grandes y amorfos para que les ocurra algo tan simple.
Comparten lo que Kierkegaard llamó “la pasión de infinito”. Ejemplos de movimientos serían el
cristianismo, el nihilismo y el marxismo”67
El “movimiento” es la mirada del ideólogo, del filósofo de la historia, desde la pretensión de
conocer el sentido de la totalidad, que a su vez aporta sentido a las partes. La “campaña” es la
mirada de los objetivos concretos, de la aceptación de la fragmentación, tal que cada unidad o
parte tiene sentido propio, sustantividad. El movimiento se apoya en “la literatura, la filosofía o
la historia”, que aportan el contexto en el que tiene sentido “el nuevo ser en Cristo” de Pablo o
“el nuevo hombres socialista” de Mao; las campañas prescinden de ellas, justificándose con la
minimización del mal, con la solución de problemas puntuales. No es difícil ver aquí la
oposición revolución versus reforma, aunque Rorty, con su bella retórica, juegue con las
metáforas alternativas: “tomarse la temperatura espiritual” versus “enterarse de los detalles de la
opresión”; o “preocuparse por ser suficientemente sofisticado” versus “preocuparse por el
sufrimiento humano evitable”.
A simple vista se ve que Rorty liga la actitud política de campaña con la llamada a la
pluralidad, a la aceptación de un mundo fragmentado, irreducible a la unidad, sin lógica, sin
sentido global, contingente, lleno de acontecimientos efímeros; un mundo donde algo se puede
hacer, pero sin pretensiones de ordenarlo y sistematizarlo; y, sobre todo, sin pretensiones de
dirigirlo. En cambio la posición política que llama “movimiento” queda cómplice de esas
pretensiones totalizantes, globalizantes, sistematizantes, absolutizantes, etc., etc.. O sea, que de
nuevo se enfrentan una posición política (movimiento) con pretensión de verdad, con voluntad
determinante, con pasión de infinito, es decir, de corte epistemológico, a otra (campaña) que
acepta la discontinuidad, que se confía a la intuición y a la sensibilidad, que cultiva la finitud del
tiempo y la infinitud del momento, o sea, de corte estético. La primera se rinde a los encantos de
67
Ibíd., 70.
31
la lógica; la segunda, a los hechizos del genio. Adviértase, no obstante, que el espació público no
es el lugar del poeta vigoroso, sino el del ingeniero social.
La alternativa campañas frente a movimientos es una redescripción efectista de una situación
real, de nuestro tiempo. No es necesario insistir en la crisis de las ideologías revolucionarias, de
las alternativas globales; pero conviene destacar la presencia de otras crisis menos holísticas. Por
ejemplo, la crisis de las concepciones de la justicia, de la solidaridad o del humanismo. La
redescripción de la idea de justicia, como las de solidaridad o humanismo, consigue que no nos
obliguen ya a una actitud general, más allá de determinaciones espacio temporales, étnicas,
culturales o nacionales; más bien parecen exigirnos repuestas puntuales antes acontecimientos
individualizados y contingentes. Esta fragmentación de la consciencia es una característica de
nuestro tiempo, que merecería una amplia descripción; aquí nos conformamos con mencionar su
existencia para ayudar a comprender el referente rortyano. A su pesar, con frecuencia sólo pone
música filosófica a lo cotidiano, despreciando explícitamente buscar su sentido, sus causas, su
explicación. Pero, eso sí, una música atractiva, seductora. Es difícil resistirse a los encantos de
un discurso que con desparpajo llama a “combinar la vida contemplativas y la vida activa sin
tratar de sintetizarlas. (...) a mirar hacia dentro de uno mismo o hacia fuera en días alternativos
de la semana”68. Es difícil no admirar y desear una redescripción del mundo que promete una
vida de novela: “Una multiplicidad de campañas tiene la misma ventaja que una pluralidad de
dioses o de novelas: cada campaña es finita y siempre existe otra campaña en la que podamos
alistarnos cuando la primera falla o se descarrila”69. Con la “experiencia histórica” no vivida
pero sí infinitamente relatada por los vencedores, en que la revolución es el mal y el diálogo, los
consensos, las reformas, paso a paso, es el bien posible, cuando Rorty dice ”la impureza en el
movimiento acaba destruyendo a la persona; la impureza en la campaña es efímera, finita,
pasajera, corregible por compensable” casi nos alegramos de oír lo mismo en un lenguaje más
bello, en pura prosa poética. .
Su rechazo de cualquier filosofía de la historia o comprensión de la naturaleza de un
movimiento, cultual o social, en términos de ruptura o alternativa, le lleva a un planteamiento
que fije la mirada en las continuidades y no en las rupturas: “Para abandonar el modernismo
debemos empezar por pensar acerca de las similitudes, más que las diferencias, entre dónde
estamos ahora y donde estábamos antes de Auschwitz o de la revolución francesa. Todavía
tratamos de pensar formas de minimizar la injusticia y maximizar la igualdad. Tratamos aún de
crear belleza, que pensamos, con Stendhal, como “promesa de felicidad”. Pero en estas tareas de
creación de felicidad humana corriente y de generación de nuevas promesas de felicidad, no
estamos, en realidad, en un proceso de emancipación o ilustración. Porque no existe una
verdadera humanidad que deba ser emancipada ni una luz interior (llamada “razón” o
68
Ibíd.,72.
69
Ibíd.,73.
32
“consciencia”) a través de la cual esa emancipación sea posible. En lugar de seguir en ese punto
a Hegel, deberíamos hacerlo con Darwin y Mendel y decir que la Historia o la Humanidad no
poseen más teleología inmanente que la que tiene la vida. La evolución de la sociedad occidental
ha sido, y continuará siendo, tan espasmódica, titubeante e impredecible como la evolución de
los primates”70. Texto que, escrito con melancolía, implica una definitiva desautorización de la
política. Sin duda, de la política como ideal de emancipación –¡no hay nada que emancipar!-,
pues se apuesta por una vida de horizontes restringidos y controlados, limitación embellecida al
ser presentada como aceptación de la finitud; pero también de la política de resistencia, dada su
convicción profunda de que la democracia liberal es el límite de la esperanza. Por tanto,
felizmente condenados a vivir en la democracia liberal, y a hacerlo, sean cuales fueren sus
carencias, con la actitud de quien sabe que se sustenta en la contingencia, que no tiene “mejores”
avales que los señores de la guerra, que sólo dispone de un título de legitimación: el que le
otorga su propia sobrevivencia, la lucha por conservarla o conseguirla en cada vez más lugares
del mundo.
En su insistente propuesta de abandonar la pregunta por el significado y limitarnos a
predicciones probables y a intervenir en ellas, llega a decir algo sorprendente en un pensador
militante antiplatónico, a saber, algo semejante a lo decía Platón cuando, tras ordenar la división
del trabajo en la ciudad, le preguntan qué ocurrirá si los de abajo no están conformes71.
Esto decía Platon, y veamos qué dice Rorty: “Si abandonamos la suposición escondida de una
teleología inmanente, debemos contentarnos con evaluar redescripciones por su utilidad más que
por su madurez. Buscaremos redescripciones de los sucesos corrientes que importen para
nuestras ideas sobre qué debemos hacer aquí y ahora (que nos ayuden en una campaña
específica) y nos alejaremos de las redescripciones que sugieran que llegó el momento de
abandonar el vagón de un movimiento para saltar al vagón de otro alternativo”72. O sea, buscar
redescripciones útiles, o mitos útiles, ¿no es algo parecido?.
4. Deserción política y retórica filosófica.
La propuesta política de Rorty es la democracia liberal, pensada como construcción histórica
sin más vínculo que la expresión explícita de as voluntades individuales de adhesión; o sea lo
que Hegel llamaba “sociedad civil”, respecto a la cual el estado era un aparato de coerción
exterior, necesario pero enemigo. Aunque una lectura general de sus textos empuja a creer que
está fuertemente escorado hacia la estética, hacia una filosofía amante de la literatura frente a
70
Ibíd.,76.
71
Platón, República, 415a.
72
R. Rorty, Pragmatismo y política. Ed. cit., 79.
33
otra amante de la ciencia (contraposición que usa con frecuencia y que alude al mismo escenario
que comentamos), entendemos que su oferta final es la de un pacto de no agresión entre ambas.
Ciertamente, insistimos, no es fácil olvidar su identificación del intelectual, el ironista liberal,
con los “poetas vigorosos”, con los “políticos forjadores de estados”, y otras figuras
epicopoéticas semejantes; ni, en el reverso, su identificación del filósofo convencional con el
científico y el sacerdote, compartiendo la voluntad de control (del cuerpo o del alma, de la
naturaleza o de la vida social). Pero, a pesar de ello, nos parece que, tras su estrategia de
provocación sus textos dejan ver una propuesta conservadora: la vida part time del hombre,
repartiendo su tiempo y sus esfuerzos entre el cuidado del sí mismo y la preocupación por el
nosotros. El cuidado de las orquídeas, metáfora del culto a la creación de sí mismo, de la
dedicación a la propia excelencia, del encantamiento del mundo privado, se conjuga con la
admiración por Trotsky, símbolo de la entrega a la comunidad, de la lucha por la justicia y los
ideales compartidos73. Dos mundos con dos principios de organización: el privado, donde la
transgresión, la imaginación y el juego brotan reproduciendo su ámbito ideal, el de la
indeterminación; el público, donde un sistemas de reglas compartidas, las del modelo liberaldemocráticas, aportan la estabilidad y garantías suficientes para una reproducción de la vida sin
convulsiones.
Es casi imposible no relacionar esta vida repartida con la mera positividad de la sociedad
capitalista, donde el reino de la necesidad, del trabajo, proporciona las condiciones suficientes
para que en el reino de la libertad, en el “tiempo libre”, cada cual protagonice sus fantasías y
disfrute ante el espejo sus excelencias, en la realidad o en la ficción. Pero, sobre todo, es casi
imposible no sospechar que este consenso sin reconciliación, esta coexistencia sin superación,
(donde los opuestos son lo público y lo privado, que actualmente simbolizan la alternativa entre
epistemología y estética), no es una simple idea feliz de un filósofo que ha accedido de forma
privilegiada a la contemplación del paisaje eidético, al punto de vista de lo absoluto.
Sospechamos, y esta es una tesis fuerte, que el movimiento romántico además de antiilustrado
era anticapitalista, y ello porque el capitalismo en la etapa burguesa necesitaba del triunfo de la
racionalidad –de la razón disciplinadora y ascética- en todos los niveles de la vida social, tanto
en la fábrica (métodos de trabajo, sistematización y centralización de los programas, unificación
de criterios, tecnificación de los procesos y de los discursos...) como en las horas libres
(cualificación de la fuerza de trabajo, compatibilización de hábitos sociales con la disciplina
laboral, ascética necesaria en la acumulación, sacralización del trabajo en línea weberiana...).
Pero ese capitalismo burgués, de la producción, que forzaba en la consciencia social la
dramatización del conflicto entre una vida racional y una vida estética, una vez metamorfoseado
en capitalismo del consumo, requiere de un espacio social y cultural diferente: sigue, sin duda,
necesitando de la racionalidad en la producción, y no es necesario aportar argumentos que
73
Ver “Trotsky y las orquídeas silvestres”, en R, Rorty, Filosofía y Futuro. Barcelona, Gedisa, 2002, 135-156.
34
resalten el gran salto que en este sentido se ha dado con la informatización y nuevas tecnologías
en los procesos de trabajo; pero, en cambio, el capitalismo del consumo no necesita proyectar
esta disciplina racional sobre los demás ámbitos de la vida (comportamiento políticos, hábitos
culturales, formas de consciencia...); al contrario, ahora su reproducción necesita, junto al
reinado de la razón y la ciencia en la fábrica, el triunfo de la estética en la organización de la
“vida libre”. Es obvio que el capitalismo actual, que ha desvelado casi todos los secretos para la
producción, hoy con potencial excedente, tiene su punto débil en el consumo. Dada la actual
geo-economía, el capitalismo necesita incrementar sin descanso el consumo interno; no necesita
ciudadanos, sino buenos, poderosos e insaciables consumidores. El mejor consumidor, además
de su potencial de consumo, es el individuo maleable, que se deja seducir, que está siempre
disponible para nuevas experiencias, nuevos ensayos, sin fidelidades ni lealtades, como un globo
que siempre es susceptible de ser hinchado un poco más y que es insensible al gas que lo llena.
4.1. Deserción de la política.
Es manifiesto que, con los textos en la mano, Rorty puede ser presentado –y a él mismo le
gusta presentarse- como profeta de la deserción; y no es menos evidente su apuesta convencida
por el orden político liberal. Cuando confiesa la admiración filosófica y el rechazo político que
siente por Foucault frente a la coincidencia política y confrontación filosófica que tiene con
Habermas, está revelando este problema y su propuesta de disolución: Foucault significa la
deconstrucción de la filosofía (que gusta a Rorty) y de la política (que asusta a Rorty); Habermas
significa la defensa de la política liberal (que Rorty aplaude) y de la filosofía (que Rorty teme):
"De tal modo, la diferencia entre el intento de Habermas de reconstruir una forma de
racionalismo y mi propuesta de que la cultura debe ser poetizada, no se refleja en ningún
desacuerdo político. No estamos en desacuerdo acerca de la importancia de las instituciones
democráticas tradicionales, o acerca de los modos de perfeccionamiento que esas instituciones
requieren, o acerca de lo que se considera "estar libre de dominación". Nuestra diferencia atañe
sólo a la imagen de sí misma que debe tener una sociedad democrática, la retórica que debe
emplear para expresar sus esperanzas. Mientras que mis diferencias con Foucault son políticas,
mis diferencias con Habermas son lo que a menudo se denomina "meramente filosóficas"74. Por
tanto, la salida queda dibujada: deconstrucción de la filosofía en y para la defensa de la política.
¿Cómo es eso posible?.
Parece incuestionable que Rorty milita en el frente de la deserción política de la filosofía; y
no es menos seguro que todos sus esfuerzos apuntan a la defensa del liberalismo en su forma
concreta de la democracia liberal americana. ¿Por qué renunciar a la filosofía como arma de
lucha política?. Especialmente en el escenario por él elegido, el de una sociedad democrática, en
74
Ibid., 85.
35
la que el debate racional parece constituir su esencia, ¿no implica esa renuncia una especie de
desarme? ¿Cómo la misma puede servir al afianzamiento y perpetuación de la democracia?.
Esclarecer la posición de Rorty requiere clarificar esta paradójica estrategia de defender la
política mediante la inmolación de la filosofía; exige comprender cómo la llamada a la deserción
política de la filosófica, e incluso la deserción filosófica sin más, sirve a la consolidación y
reproducción del orden político liberal por él defendido. Por eso hemos enfatizado cómo en sus
textos confluyen, de manera cómplice, la batalla contra la fundamentación, que en su forma
rortyana es la batalla contra la filosofía (él dirá contra la Filosofía), y la defensa positivista de lo
dado, que se concreta en la democracia liberal occidental; hemos de revelar cómo en su
pensamiento se unen, en inquietante cohabitación, el fin de todo pensamiento crítico de lo
político (incluso el fin de la filosofía) y el culto a la sociedad capitalista.
Se ha dicho, y yo creo que con razón, que Rorty es un “expoliador”. Se alude a que se habría
apropiado del espacio construido por la deconstrucción y la genealogía, por Nietzsche y
Heidegger, por Foucault y Derrida, por Davidson y Lyotard. Y, sobre todo, se le ha criticado el
haberse apropiado de ese espacio de forma peculiar: no para conservarlo sino para ocuparlo y
neutralizarlo de todo potencial crítico revolucionario. Ahora bien, hay razones para sospechar
que, si ello ha sido posible, en buena parte se debe al carácter indefinido de ese espacio, a las
indecisiones, ambigüedades e incluso renuncias de sus autores a darle, si no positividad, al
menos dirección ideal. Rorty se encontró un espacio vacío, desertizado por el exhaustivo uso de
la negatividad y la deconstrucción, por la aplicación sistemática de la devaluación genealógica y
la desmitificación arqueológica. Una desertización tan potente que había negado tanto el
presente como el futuro, tanto lo dado como lo posible, tanto lo positivo como lo ideal, en
definitiva, tanto el capitalismo liberal como cualquier alternativa revolucionaria. Cuando la
crítica abandona el escenario de confrontación entre capitalismo y comunismo, contradicción
con alternativa, para instalarse en la lucha entre capitalismo y anticapitalismo, o entre burocracia
capitalista frente a burocracia socialista, o cualquier otra formulación similar del conflicto, en las
que ha desaparecido la alternativa por tratarse de una confrontación en el seno de una unidad
sellada por el mal, sea éste llamado burocracia, tecnología, gestión etc.; cuando se produce ese
desplazamiento, decimos, la subversión radical se vuelve perversa: afecta, devalúa las
alternativas, pero deja intacto lo dado.
La crítica sin destino había deslegitimado cualquier alternativa, presente o futura, real o ideal;
había dejado un espacio vacío, donde con tonos poéticos se dibujaba la tragedia de la aceptación
final por el hombre de que la emancipación de los dioses no le salva de su finitud. La época
rousseauniana de la soledad, pues al fin “sólo los dioses están solos”, sólo ellos resisten el
aislamiento ontológico, servía para elevar a épica la gran derrota del humanismo. Pues bien, en
ese desierto sin horizontes, instalado como agujero negro del discurso, donde la derrota aún no
significa renuncia, Rorty irrumpió con redoblado esfuerzo negativo, cerrando cualquier tentación
de tomarlo como punto cero de una nueva esperanza, como punto de arranque libre e
incondicionado de una nueva aventura del proyecto humano; dejó claro que no había sitio donde
ir, pues cualquier sitio enunciable estaba ya, de antemano, afectado por la crítica, negado como
lugar. Rorty, pues, banalizó la tensión del pensamiento negativo y deconstructivo, vació de
sentido la resistencia sin esperanza de Adorno o Foucault.
36
Ahora bien, la audacia de Rorty, a nuestro entender, y donde radica su mérito, es en haber
diseñado una forma de deserción alternativa a la común, filocristiana, orientada a reconocer el
fracaso del proyecto humanista, renunciar a la comunidad política liberal como lugar de
realización de la humanidad, y optar por ese diálogo imposible con el otro, sin posibilidades de
comunicación (efecto de la crisis de lo universal) pero con esperanza de reconocimiento mutuo,
de acercamiento, de compasión que redima nuestra culpa75. Rorty, con elogiable coherencia, no
puede llorar la muerte de lo universal, no puede lamentar la consciencia de finitud del ser
humano y, sobre todo, no puede atribuir a éste una culpa de raíz ontológica. Su propuesta, por
tanto, es aceptar la situación y redescribirla en otro relato en el que la misma no parezca trágica.
Al fin, viene a decir, si la filosofía, y especialmente en su figura final, la hermenéutica, ha
mostrado que las interpretaciones refieren a otras interpretaciones, tal como la cebolla
agotándose en sus capas, la pérdida de todo referente estable deja al individuo en condiciones
óptimas para ser por fin, como los dioses, un gran artista, un creador. Y si el mal no tiene más
objetividad que la que le prestan las imágenes de un relato, todo se reduce a crear uno con
nuevas metáforas que nos liberen de su presencia.
Queremos decir, en definitiva, que Rorty se cuidó de neutralizar los efectos imprevisibles de
la desesperación de un agujero sin salida; con hábil retórica liberó el imaginario de la crítica de
todo su simbolismo trágico, de su función de espejo negador de cualquier esperanza en las
imágenes que sobre el mismo se proyectan. Su intervención fue definitiva: por un lado,
radicalizó la desertización para impedir cualquier esperanza de construcción en su seno,
extendiéndola a la propia razón deconstructiva, para evitar la tentación de habitar el desierto; por
otro, mostró el desierto como el final inevitable de cualquier aventura crítica o deconstructiva,
induciendo a no iniciar la aventura. Y, como añadido, vació de tensión trágica la desesperanza,
mediante la consolación propiciada al no tener que ir a ninguna parte. La impotencia se soporta
cuando nada tienes que hacer ni esperar76. Es como si el problema se resolviera contestando con
claridad las tres cuestiones kantianas: ¿Qué puedo conocer?. Nada. ¿Qué debo hacer?. Nada.
¿Qué me es dado esperar? Nada. Parece como si las repuestas negativas y radicales
desdramatizaran la cuestión ética por pérdida del sentido. Y es así, porque, en el fondo, desde
Rorty podrían contestarse igualmente de forma invertida: “Todo. Todo. Todo”. ¿Qué más da?. Al
fin son las preguntas las no pertinentes, las que han devenido obsoletas. Como ya hemos dicho,
la realidad la decide el relato; por tanto, basta que los individuos se nieguen a que otros les
escriban su historia y se decidan por fin a escribirla ellos, de modo que se identifiquen
felizmente con el personaje.
75
Es la línea, por ejemplo, de E. Levinas, en El humanismo del otro hombre (Madrid, Caparrós, 1998), o Totalidad e
infinito. Ensayo sobre la exterioridad (Salamanca, Sígueme, 1995), entre otros.
76
Recordemos la idea nietzscheana del “nihilismo consumado”, comentada en el capítulo anterior.
37
La topografía resultante quedaba así descrita: aquí, lo dado desautorizado, deslegitimado,
desfundamentado; pero, más allá, e igualmente desautorizado, deslegitimado y
desfundamentado, cualquier proyecto de esperanza. Ante ese escenario, y dado que la misma
razón que desautoriza, deslegitima y desfundamenta está ella misma desautorizada,
deslegitimada y desfundamentada, la conclusión que parece imponerse, que no inferirse o
deducirse, es la inhibición, la renuncia, la radical deserción. La filosofía rompe su compromiso
de negar la realidad al pensar que al final de la negación sólo se encuentra lo mismo e
igualmente desautorizado; y, de esta manera, sin quererlo, casi sin enunciarlo, se impone el
respeto a lo dado; y lo dado exitoso es el capitalismo liberal.
La reflexión (anti)filosófica) lleva a Rorty a proponer la deserción; y esta deserción resultará
la mejor estrategia de defensa del orden liberal. Rorty ha comprendido que la mejor defensa del
orden liberal no radica en la argumentación filosófica, enfrentada a otras argumentaciones
alternativas; la mejor defensa, para Rorty, pasa por renunciar a las armas filosóficas, deconstruir
cualquier esperanza depositada en ellas, aceptar la ceguera de la lucha, de la historia, o sea, dejar
la política en manos del juego del poder (que se embellece llamándolo naturaleza, opinión libre,
instintos individuales e identitarios, deseos y proyectos propios...) que ya se vale a sí mismo para
reproducirse. La filosofía, por tanto, en su autorenuncia, sirve a la política liberal sin declarar su
compromiso con ella; la nueva estrategia pasa por publicar su impotencia cognitiva y normativa,
por persuadir de que el orden público no es su sitio, de que su destino es la retirada a las tierras
de hibernación.
4.2. Deserción de la filosofía.
Tras señalar que Locke con su descripción de los procesos mentales y Descartes con su
concepción de la mente como sustancia pensante inauguran la filosofía moderna que culmina
con Kant; y tras resaltar que Nietzsche y W. James alzaron su voz sin éxito contra esa
concepción; dirá que más tarde Wittgenstein, Heidegger y Dewey iniciarán la verdadera y
exitosa rebelión. Pero, eso sí, tras un primer momento de militancia en la idea de filosofía como
teoría de la representación, intento que aunque se proponía como innovador y rupturista, en el
fondo no superaba la matriz, la forma “filosofía”. Sólo en un segundo momento, el de la lucidez,
cada uno desde su posición pero con miradas confluentes, inaugurarán un discurso exterior a la
filosofía y antifilosófico: “Cada uno de ellos terminó considerando que sus primeros esfuerzos
habían estado mal dirigidos (...) Todos ellos, en sus obras posteriores, se emanciparon de la
concepción kantiana de la filosofía en cuanto disciplina básica, y se dedicaron a ponernos en
guardia frente a las mismas tentaciones en que ellos habían caído. Por eso sus escritos últimos
son más terapéuticos que constructivos, más edificantes que sistemáticos, orientados a hacer que
el lector se cuestiones sus propios motivos para filosofar más que a presentarle un nuevo
38
programa filosófico”77. Nótese que no se trata de invitar al lector a cuestionarse sus creencias y
convicciones, sus criterios y métodos, cosa que sería una invitación a la filosofía, sino a
cuestionarse “sus propios motivos para filosofar”, es decir, sus motivos para someter a crítica
sus opiniones, para justificar sus decisiones, para argumentar sus puntos de vista..., todas ellas
reglas o exigencias de la “filosofía”.
No tenemos, pues, la menor duda de que se trata de una invitación a la deserción. Páginas
más delante de forma clara nos dice el objetivo de la obra: “El objetivo de la obra es acabar con
la confianza que el lector pueda tener en “la mente” en cuanto algo sobre lo que se debe tener
una visión “filosófica”, en el “conocimiento” en cuanto algo que debe ser objeto de una “teoría”
y que tiene “fundamentos”, y en la “filosofía” tal como se viene entendiendo desde Kant” 78. Y
momentos después, tras aludir a los pasos dados recientemente por la filosofía analítica, la
filosofía del lenguaje, la epistemología y la filosofía de la ciencia (pasos que, en las
descripciones rortyanas de los mismos, son vías de fuga), manifiesta su convicción de que aún
pueden darse algunos pasos más, o sea, que la fuga o deserción aún puede radicalizarse: “Estos
pasos adicionales, pienso yo, nos colocarán en situación de criticar la misma idea de “filosofía
analítica”, y hasta de la misma “filosofía” tal y como ha sido entendida desde la época de
Kant”79.
Podría argüirse que se alude y deja la puerta abierta a otro tipo de filosofía, alternativa y
radicalmente descontaminada de la kantiana. Es cierto que Rorty con frecuencia dirige su crítica
a la “Filosofía” al tiempo que anuncia un espacio para la “filosofía”. Pero no deberíamos
dejarnos deslumbrar por esa salida, pues resulta como mínimo extravagante hacer pasar por
filosófico un discurso que no aspire a dar cuenta del estatuto del pensamiento, del fundamento
del conocimiento y, en definitiva, de la verdad epistemológica o mortal. Las representaciones
meramente terapéuticas pueden tener su encanto, y puede haber buenos motivos para cultivarlas;
pero nunca serán motivos “filosóficos”. La filosofía surgió en defensa de la episteme y contra la
hegemonía de las doxae; podemos comprender los motivos para abandonarla o serle infiel, pero
no encontramos ninguno para travestirla. ¿Por qué llamar filosofía la retórica?. Al fin, si se trata
de un recurso retórico para dignificar ésta, no parece necesario: el precio de cotización de lo
filosófico es tan bajo que no sirve de camuflaje. ¿Por qué no ser radical y coherente y conceder a
la retórica el cetro y corona que ayer pretendía la filosofía?. Personalmente nunca he dudado de
que hay una “retórica buena”, como defendía el propio Gorgias. Lo perverso es rebautizarla de
filosofía, aunque sea con la falsa humildad de la “f”. ¿No es seguir manteniendo los dioses?. Y si
77
R. Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza. Ed. cit., 15.
78
Ibíd., 16.
79
Ibíd., 17.
39
no hay más remedio que mantenerlos, por qué huir de los del Olimpo y ponerse en brazos de
nereidas, furias, ninfas y, sobre todo, lares y penates?.
Porque, en el fondo, éste es un argumento muy presente en Rorty. Viene a decirnos que la
vieja pretensión de verdad de la filosofía es mera ilusión, cuando no apologética camuflada de
algún dios: “Todos ellos (Wittgenstein, Dewey, Heidegger) nos recuerdan que las
investigaciones de los fundamentos del conocimiento o de la moralidad o del lenguaje o de la
sociedad quizás no sean más que una apologética, un intento de eternizar un determinado giro
lingüístico, práctica social o auto-imagen contemporáneos”80. Y añade, con sorprendente ingenua
impunidad, que apologética por apologética no elijamos la de la filosofía, que escojamos otra
que nos agrade más. Porque, lo curioso, es que Rorty no renuncia a un discurso edificante.
Incluso llega a dividir la filosofía en mala o “sistemática” y buena o “edificante”81. Claro, si el
problema es, como él sugiere y como estamos dispuesto (en gran medida) a concederle, elegir
entre dos concepciones de la vida, una “dominada por el ideal de conocimiento objetivo” y otra
por de “desarrollo estético”82, la cuestión es: ¿con qué instrumento o criterio decidir?. Si con la
filosofía, Rorty sospecha con razón que la batalla está amañada y perdida; por tanto, lo considera
un procedimiento viciado y obsoleto. Pero, si es con la retórica, con el lenguaje “espontáneo” del
ágora, nos tememos que el combate esté igualmente amañado y decidido, aunque esta vez a
favor del principio de placer.
Esta es una cuestión importante, pues es obvio que consciente o inconscientemente hemos de
optar entre una vida regulada según criterios de racionalidad u otra conforme a patrones
estéticos. Además, es importante para comprender a Rorty, pues buena parte de su discurso es
una estrategia para forzar la opción estética de la alternativa. Por un lado, desautorizando la
racionalidad de todos los modos posibles, recurriendo a todas las críticas, escépticas,
deconstructivista o irracionalista que encuentra en la historia de la filosofía; y, en especial,
desautorizando a la razón, por ser juez y parte, como instrumento válido para ejercer la opción
entre ética y estética. Por otro, embelleciendo de mil maneras la opción estética y, aquí sí,
ocultando la parcialidad de usar el sentimiento, el deseo o la espontaneidad como instrumento de
decisión de la gran alternativa.
Tenemos la consciencia de no estar exagerando en absoluto el uso retórico que del lenguaje
hace Rorty, y que por otra parte es un uso coherente con su posición filosófica general. La deriva
retórica de la filosofía enlaza con el escenario del “giro pragmático” en el lenguaje, que permite
a los filósofos más audaces militar en la tesis de que el lenguaje es retórica. Tesis que se deriva,
directamente, tanto de la inconmensurabilidad entre los distintos juegos de lenguaje como del
80
Ibíd., 18.
81
Ibíd., 20.
82
Ibíd., 21.
40
carácter práctico (no cognitivo, ni expresivo, ni comunicativo) del lenguaje, tal que cada
lenguaje es visto como una práctica más, una manera peculiar de relacionarse los individuos de
una comunidad entre sí y con lo otro; si se prefiere, los lenguajes son instrumentos particulares
de dominio. Pues bien, Rorty no duda en confesar el carácter retórico de todo discurso. Aunque
él monta el suyo sobre un escenario donde coexisten indiferentes e inconmensurables una
pluralidad de léxicos o formas de vida, en rigor no oculta su militancia en uno de ellos y, en ese
sentido, no disimula que su defensa del mismo no respeta nada, ninguna gramática, ninguna
moral, ningunos principios. Todo es cuestión de fuerza, de discursos que se enfrentan con su
mejor carga seductora, con sus mejores ofertas, con sus mejores estrategias de combate. Todo,
pues, conscientemente ajeno a la filosofía.
Veámoslo en algunos textos confesionales. En el primero describe su actitud retórica,
renunciando a los argumentos y recurriendo a los efectos seductores: “De acuerdo con mis
propios preceptos, no he de ofrecer argumentos en contra del léxico que me propongo sustituir.
En lugar de ello intentaré hacer que el léxico que prefiero se presente atractivo, mostrando el
modo en que se puede emplear para describir diversos temas. Más especialmente, en este
capítulo describiré la obra de Donald Davidson en el terreno de la filosofía del lenguaje como la
manifestación de una buena disposición para excluir la idea de una “naturaleza intrínseca”, una
buena disposición para hacer frente a la contingencia del lenguaje que empleamos”83.
En este otro, en un momento en que se dispone a hablar de la comunidad liberal, no duda en
explicitar su estrategia: de fuerza y no de razón, aunque sea de la fuerza de las palabras: “De tal
modo, mi estrategia consistirá en intentar hacer que el léxico mediante el cual se expresan esas
objeciones (a su propuesta de comunidad liberal) tenga mal aspecto, modificando de esa manera
el tema, en lugar de conceder al que formula la objeción la elección de las armas y el terreno
entrando de frente a sus críticas”84. Parece que todo vale. La victoria se decide por la capacidad
para elegir-imponer el tablero, por dictar las reglas de juego. La filosofía es asumida como
retórica, con ánimo de seducir, de imponer una creencia o actitud (un “léxico”), sin voluntad de
verdad. Davidson, fuente habitual de autoridad, le protege contra cualquier crítica. Se libera así
de cualquier compromiso de búsqueda de la verdad, de objetividad de la interpretación, de
aceptación del mejor argumento, etc. Todo vale para hacer atractiva la propuesta de nuevo
léxico.
Podríamos aportar otros muchos textos, pero no vale la pena insistir en lo obvio. Nos parece
ahora más relevante plantear la cuestión: ¿cómo encaja esto en su estrategia?. En concreto,
¿cómo justificar el liberalismo desde una mirada ironista y una opción retórica?. Porque para
valorar la opción rortyana por la retórica no basta su explícita “profesión de fe”; hemos de
83
R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad. Paidós, Barcelona, 1991,, 29.
84
Ibíd., 63
41
mostrar el uso que hace de la misma. Como ya hemos advertido, Rorty juega casi siempre con
discursos de múltiple registro. Por ejemplo, en su descripción del ironista solapa los discursos
que, con imágenes nietzscheanas, corresponderían al “camello”, al “león” y al “niño”.
Efectivamente, pone con fuerza el discurso de renuncia triste, deconstructor, rebelde, de
negación total, acumulando rechazos escépticos y pragmáticos contra la razón; consigue que
aíslen y silencien los argumentos del deber, de la necesidad, de la universalidad, de la fe en la
razón; y simultáneamente que interfieran sus ondas con el discurso del militante ingenuo,
inocente, que simplemente dice sí, me gusta, quiero, y cuya espontaneidad y frescura deviene
irresistible atractivo ante la cansina alternativa entre la voluntad y la imposibilidad de verdad. La
voz del niño, sin verdad (y sin error), sin justicia (y sin culpa), sin necesidad (y sin ley), parece
aquí la voz de la retórica, que emerge entre la desertización de los dominios de la voz del león y
la esterilización de la ruta mil veces repetida del camello. La negación de la repetición sin salida
abre un hueco: cuando no hay lugar adonde ir, el silencio invita a quedarse en el origen. La
voluntad de querer, de afirmar -de autodescripción, de autoconstrucción, en el léxico rortyano-,
tiene mucho que ver con el culto al individualismo, la elección y la opinión en el capitalismo
liberal.
Esta mezcla de registros, con los apropiados embellecimientos de unos u otros, forma parte
esencial de la retórica rortyana. No se trata, como hace Gorgias en el Gorgias, de usar la retórica
buena al servicio de la verdad o el valor; se trata de seducir contraponiendo rostros alternativos,
debidamente maquillados, para forzar el gusto. Por eso, si afinamos nuestro oído, aún podremos
aislar otras vibraciones, otras ondas de baja frecuencia que, incontaminadas, atraviesan el sonido
de los discursos. Nos referimos al objetivo profundo, casi inconsciente, de búsqueda de
impunidad, que en registro de máxima frecuencia aparece constante en sus textos. Porque, al fin,
parece que todo, la batalla anacrónica contra la metafísica y la arbitraria apuesta por la
democracia liberal, la rebelión contra la razón y el elogio atropellado de la retórica, la
desmitificación de lo real y la sacralización del lenguaje, todo, decimos, parecen pretextos o
fines instrumentales para reivindicar la impunidad de la única manera segura posible: haciendo
imposible el Juicio Final, quitando el sentido a la historia, a la razón y al decir mismo.
Para acabar esta reflexión, retomemos la cuestión de la gran alternativa, entre ética y estética.
Hemos de reconocer a Rorty que la misma no puede hacerse desde el discurso de la
racionalidad, que en el fondo está a debate; pero no deberíamos concederle la ventaja de aceptar
que se decida en el horizonte de los discursos estéticos. En todo caso, particularmente creemos
que Rorty tiene los vientos a su favor (entre otras cosas porque su filosofía sopla siempre a favor
del viento). Pero no por sus argumentos antiracionalistas o por su apuesta retórica por los
“poetas vigorosos” como arquetipos, sino porque, aunque Rorty se empeñe en silenciarlo, la
alternativa triunfante no se decide en el debate filosófico, sino en otras esferas; la decisión tiene
lugar en la oscuridad del capitalismo contemporáneo. El hecho mismo de que ayer no se
cuestionara a la razón la legitimidad de decidir la forma de vida, incluida la forma estética de
vida, y hoy todo esté a favor de destituirla, no puede explicarse –desde los mismos presupuestos
rortyanos- desde el progreso del conocimiento y de la autoconsciencia. Nos parece que la
explicación hay que buscarla en el sistema d producción. Ayer, en la fase productivista o
burguesa del capitalismo, la razón era considerada apropiada para decidir dichas opción (sin
duda por la mayor adecuación con la ideología burguesa), actualmente, en la fase postburguesa,
la forma de vida estética es más consistente con la sociedad de consumo. En el momento
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burgués la vida “filosófica” se orientaba al orden, la regularidad, la sistematización, la unidad, la
igualdad, la autodeterminación; y, por tanto, la responsabilidad, la ascesis, el dominio del
hombre sobre las cosas, sobre el mundo, sobre su alma; en el momento postmoderno tiene
mucho más atractivo un discurso que convierta en regla propia la fragmentación, la
inconsistencia, la fragilidad, la indeterminación y la espontaneidad; y, por tanto, que estimule la
voluntad, el hedonismo, la ausencia de deberes, las relaciones frágiles, es decir, una vida
estética o poética. Para nosotros, pues, la opción por la vida ética o estética es ilusoria, porque la
respuesta enmascara su determinación por el sistema económico. Pero reconocemos a Rorty la
lucidez de su defensa partidista.
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