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Richard Rorty. EL OTRO LADO DEL ESPEJO. El pragmatismo contemporáneo, del cual Rorty es la figura más destacadas, puede pensarse como la filosofía del fin de la filosofía (Rorro diría: la filosofía del fin de la Filosofía). Aunque fuerce la interpretación histórica, su posición es seductora y no le faltan apoyos empíricos al defender que todos los caminos filosóficos conducen al pragmatismo. Pero, sea o discutible esta tesis, que lo es, nos parece más importante otra que se apoya en ella: el pragmatismo es la filosofía que corresponde a la política liberal. Con lo cual se sobreentiende que todos los caminos políticos conducen a la democracia liberal. Y este es el juego de su discurso: defender el pragmatismo al servicio de la democracia liberal, y ésta como orden político adecuado a la actitud postfilosófica que describe el pragmatismo y que corresponde a nuestra época. Por eso creemos que Rorty recoge y aúna los muchos esfuerzos que, conscientemente o no, ha hecho la filosofía contemporánea por llevar la filosofía a su fin, silenciando que al mismo tiempo llevaban a su fin a la política, pues una política sin verdad es gestión, pero no creación de la ciudad. Rorty se ve a sí mismo como el lugar asintótico de confluencia de los diversos asaltos a la razón epistemológica, ética y política; y, sea o no cierto, nos parece indudable que se ve a sí mismo punto de confluencia. En cualquier caso, hemos de reconocer que con habilidad sabe trenzar los distintos discursos, sin lealtades anacrónicas, para construir un seductor producto final, que describe con la figura retadora del “ironista liberal”. 1. La estrategia de la deserción. Consideramos como rasgo esencial de la filosofía contemporánea la deserción política (e incluso filosófica) de la filosofía. Por eso, y porque el propio discurso rortyano se exhibe como vanguardia de esa huída a la privacidad, nos parece conveniente preguntarnos por el lugar que ocupa Rorty en esa deriva. Aunque la mayor parte de la obra de Rorty versa sobre cuestiones ontológicas y epistemológicas, sobre redescripciones e interpretaciones de grandes filósofos, argumentaremos que Rorty es un pensador político, que toda su reflexión tiene un destino político, que incluso su llamada a la deserción es la máscara de una estrategia de defensa de una opción política. Nuestra idea principal es que la filosofía de Rorty diseña, con controlada equidistancia entre lo trágico y lo frívolo, la figura de la deserción filosófica al servicio de la política, pues encarna un aparente ritual de la inmolación de la filosofía para salvar la política. En el mismo se pide a la filosofía su deserción política como último sacrificio en la defensa de ésta; incluso se pide a la filosofía su propia autoliquidación como consagración definitiva en el altar de la política. En palabras publicitarias, su mensaje viene a ser: “que calle la filosofía para que viva la política”. Por supuesto, la “política liberal”, la única política que puede vivir sin filosofía, sin verdad; pues las otras figuras de la política, cualquiera de ellas, por intrínsecamente filosófica es presentada como incorregiblemente perversa. 1 Antes de Rorty han proliferado las doctrinas de la muerte o el fin tanto de la filosofía política como de la filosofía en general. Frecuentemente se escenificaba su muerte a manos de la ciencia positiva, unas veces lamentando y otras alentando el inevitable desenlace evolutivo. Del marxismo al positivismo, con su cenit en la filosofía analítica (en rigor, filosofía travestida en análisis), dichas posiciones, variadas y abundantes, han ido aportando descripciones y pathos antifilosófico facilitándose mutuamente el camino. La de Rorty, por tanto, encuentra terreno abonado: por eso, aunque sea la más insólita de todas, resulta incluso atractiva. Sin duda, además de ese favor de las tradiciones antimetafísicas del siglo XX, que él mismos e encarga de enfatizar mediante una reconstrucción selectiva y explícitamente parcial de la historiografía filosófica, cuenta con la complicidad de un orden social que necesita y reproduce una sensibilidad (sería impropio y contradictorio decir la “consciencia”) que, por decirlo en tono moderado, es filosóficamente neutral o insensible. Resaltemos que en Rorty la fuga de la filosofía se hace en nombre de la política. Por tanto, no es un rechazo de la filosofía ante su falta de sentido, ante su inanidad, ante su carácter ilusorio, sino por su pretensión de dar y poner sentido; no es un repudio por imposible o estéril, sino por inoportuna e incluso peligrosa. A diferencia de las deserciones anteriores, no es por su carencia de verdad y en nombre de la verdadera fuente de la verdad, la ciencia o la positividad; es por su “pretensión de verdad” en un mundo en que se ha decidido vivir sin ella, en un mundo construido para vivir sin ella. Por eso la peculiaridad del discurso rortyano es la de ser político disfrazado de (anti)filosófico. Bernstein ha aludido al problema al señalar que Rorty nunca baja a la arena: "Rorty raramente desciende de su altura metafilosófica a los argumentos sustantivos"1. Bernstein parece lamentar que, a pesar de la vocación política del discurso rortyano, éste se mantiene en los más estrictos límites de la abstracción filosófica: "Aunque el manifiesto de Rorty concierne a la democracia liberal, a las responsabilidades públicas y a las utopías políticas, es curioso qué poca política uno encuentra en este libro (Contingency, Irony and Solidarity). En realidad, a pesar de sus batallas contra la abstracción y los principios generales, tiende a dejarnos con vacías abstracciones"2. Lamenta, pues, que con su abstracción no permita una confrontación directa de lo que está en juego, que ni siquiera es definido: "Lo que encuentro más criticable en la estrategia de Rorty-dice Bernstein- es que nos aleja de alternativas pragmáticamente importantes que necesitan ser confrontadas"3. Efectivamente, elegido el escenario pragmatista, el filósofo puede abandonar el debate metafísico, epistemológico y moral sobre la verdad, pero eso no le libera de la exigencia de justificar su posición política; al contrario, dado que ésta ya no pretende estar investida de verdad, necesita más que nunca poner en escena una justificación, argumentos suficientes. Pero 1 R. J. Bernstein, "One Step Forward, Two Steps Backward". Political Theory, XV (1987), 552. 2 R. J. Bernstein, "Rorty's Liberal Utopia", Social Research, LVII (1990), 62. 3 R. J. Bernstein, "One Step Forward, Two Steps Backward". Political Theory, XV (1987), 546. 2 Rorty, como bien observa Bernstein, no lo hace, no baja a la arena política con propuestas suficientes y argumentadas; prefiere darse a la fuga. Esta estrategia no es exclusiva de Rorty, sino muy común en el último tercio del siglo XX. J. R. Wallach ha abordado el problema de la ocultación de la política en el debate filosófico en referencia crítica a los presupuestos de fondo de todo el debate filosófico contemporáneo: "Este problema –nos dice- proviene en parte del origen relativamente apolítico de su empresa teórica. Cuando fueron inicialmente escritas las teorías de la justicia de Rawls y del comunitarismo crítico de Rorty, MacIntyre y Sandel, o fueron ambiguas como teoría política o no eran teoría política en absoluto. Ninguno vio lo que hacía como fundamentalmente teoría política o crítica política, y el punto de partida para ambas corrientes, liberales y comunitarios, queda fuera del dominio político, sea cual sea la forma en que éste se defina. Esta relación fundamentalmente externa con el mundo político -diferente en cada caso- contribuye significativamente a limitar su proyecto. Lleva a ambas corrientes a no comprender la naturaleza de lo político y de la experiencia política del ciudadano -la propia relación entre teoría política y prácticas tradicionales, en particular. El resultado es que ninguno de ellos está bien situado para poner de relieve la naturaleza de la injusticia en las sociedades contemporáneas o para indicar cómo los teóricos de la política pueden ayudar a su mejora. Mi intención aquí es iluminar este debate entre liberales y comunitarios e ir más allá de ellos"4. A nuestro entender, Bernstein y Wallach revelan los síntomas, pero no plantean bien el problema y, en todo caso y por ello, no profundizan en la comprensión del mal. El discurso rortyano es político aunque no se sitúe en la vida política; es un discurso político instalado en la filosofía, consciente de que allí también –aunque no sólo allí-, en los dominios de la ontología y de la epistemología, se pone en juego y se deciden aspectos relevantes de la política. En el triunfo de la tesis rortyana de la desepistemologización de la filosofía se juega, tal vez, el elemento clave de la política contemporánea: se juega la despolitización de la sociedad5. Pero, al mismo tiempo, junto a este desplazamiento y enmascaramiento del debate político, que Rorty comparte con muchos filósofos, de Peirce a Heidegger, el discurso rortyano es genuinamente político en tanto que se presenta dirigido al mismo tiempo contra la filosofía y contra la política. Si bien nos parece irrelevante por trivial el enmascaramiento del debate político en las cimas epistemológicas y las simas ontológicas, en cambio nos resulta paradójico, insólito e incluso inquietante que la lucha política se haga contra la filosofía y la lucha filosófica contra la política; pues, al fin, el mensaje de Rorty es que la políticas expulse a la filosofía y la filosofía ignore la política. Descifrar este enigma es, sin duda, imprescindible para penetrar el discurso rortyano, para mirarlo desde el otro lado del espejo; pero, sobre todo, es importante 4 J.R. Wallach, "Liberals, Communitarians and the Tasks of Political Theory". Political Thought, XV (1987), 582. 5 Ver N. Tenzer, La société dépolitisée. París, PUF, 1990, 26 ss. 3 para comprender el presente, filosófico, cultural y político. Hemos, pues, de buscar en este escenario descentrado y en una estrategia de constantes desplazamientos, simulaciones y disimulaciones las claves de su sentido; hemos de desvelar esta paradójica estrategia de defender un orden político llamando a la deserción de la filosofía (y, por tanto, también de la política democrática, forma práctica de aquella). 2. Las reconstrucciones rortyanas de la historia de la filosofía. La propuesta filosófico política de Rorty se hace casi siempre a caballo de la reinterpretación de la historia de la filosofía; es, en gran medida, un discurso metahistoriográfico, que tiene como objeto inmediato redescribir la historia de la filosofía. Esa tarea redescriptiva se realiza seleccionando convenientemente los autores, los textos y los pasajes favorables de éstos, y se presenta a sí misma sin pretensión de escribir la verdadera historia, la verdad de las cosas, la buena interpretación de tal o cual filósofo, lo que realmente dijo, quiso decir o debería haber dicho; al contrario, se califica de actividad creadora, de una propuesta con objetivos inmediatamente estéticos (ser más agradables y seductora que las otras interpretaciones) y en el fondo políticos (ayudar a construir la sociedad ironista liberal). Esta propuesta filosófica redescriptiva tiene la peculiaridad de no justificarse recurriendo a ninguna instancia exterior a sí misma, transcendente o transcendental; su autojustificación es autoreferencial, pues la redescripción que consigue muestra que la historia de la filosofía escenifica el proceso de marginación de los mil tipos de fundamentos referenciales que la razón ha imaginado para legitimar sus propuestas. Por tanto, la tarea redescriptiva, en el enfoque rortyano, se autolegitima en su trabajo libre y creador, ignorando la verdad y la preocupación fundamentadora, considerando la suya una obra de arte. Hume había dicho que la historia de la filosofía era la escenificación entre dos usos de la razón: la razón afirmativa o dogmática, empeñada en imponer una creencia, una visión del mundo, una verdad, y la razón negativa o escéptica, empeñada siempre en mostrar las falacias, arbitrariedades e ilusiones subyacentes a toda creencia verdadera. Con su talante pragmático venía a decirnos que si algún peligro había en esa historia era que se acabara el juego, que venciera una de las dos actitudes; y confiaba en la “fuerza de la naturaleza” que, al mismo tiempo, nos obliga empíricamente a creer y a dudar, manteniendo así la riqueza productiva del pensamiento. Pues bien, Rorty viene a prolongar esa propuesta humeana, pero con una matización no irrelevante. En el caso de Hume, preso en la trama de una historia que la ilustración piensa como batalla inacabable entre luces y sombras, el debate filosófico no tiene dirección, y mucho menos final; Rorty, en cambio, es capaz de leer en la historia de la filosofía un final. Como la mayoría de los filósofos, simula instalarse en el momento final del trayecto fenomenológico de la consciencia, y allí, volviendo la vista atrás, puede ver que todas, absolutamente todas las propuestas filosóficas, con más o menos consciencia de sí, como figuras de la resistencia o de la negación, apuntan sin saberlo a un destino. Este destino, que se revela a la mirada del filósofo puesto en el final del trayecto, es para Rorty el pragmatismo. Desde esa posición privilegiada puede ver que, en esa escenificación histórica, los pasos adelante han sido dados por los granes filósofos (Hegel, Marx, Nietzsche, Heidegger, Dewey, Foucault...). Eso sí, pasos insuficientes, a veces inconscientes, que así servían a la construcción del destino final; y también, pasos que responden a la necesidad, pero no a una necesidad lógica, no a una dialéctica 4 de la historia, sino a una necesidad del tipo que rige en la teoría darwiniana de la selección natural, donde sobreviven las especies más adaptadas, pero en la cual la adaptación no es un proceso lógico, de mutaciones conscientes, sino azaroso, totalmente contingente. Es decir, que del mismo modo que sobreviven las especies que, por una determinación contingente e impensable han sufrido una mutación genética que les permite resistir el medio, así en la historia de la filosofía sobreviven las nueva creaciones que responden a una reconstrucción de sus significados gracias a una metáfora nueva, que revoluciona el sentido y determina su cualidad pragmática. Y lo mismo ocurre en las otras creaciones humanas, como las político jurídicas; también aquí sobreviven las más aptas, (como decía Hume, las que mejor resisten el desgaste del tiempo), también aquí la evolución se debe a cambios que no obedecen a la razón, sino a la ciega contingencia; y si al filósofo instalado en el final del recorrido fenomenológico, que es el punto de vista del final de la historia, se le revela que el destino de la filosofía es el pragmatismo, también se le revela que destino del orden político es la democracia liberal. No le resulta difícil a Rorty argumentar ambas tesis; si para la primera, como hemos dicho, recurre a una curiosa y sugestiva redescripción de la historia de la filosofía, para la segunda prefiere dos estrategias diferentes, para cuyo diseño está más capacitado, obviamente, que para hacer una reinterpretación de la historia de los regímenes políticos dirigida a la democracia liberal. Una estrategia es meramente retórica, llamando la atención sobre un hecho empírico difícilmente cuestionable: en la actualidad todos los pueblos que aún no han llegado a una democracia liberal aspiraran, contra las fuerzas reaccionarias, autoritarias, oscurantistas, a acercarse al mismo; por tanto, la democracia liberal ha devenido de facto un ideal común, y esa es la prueba de su bondad, sin que necesite otro tipo de fundamentación ética. La segunda estrategia es más interesante para nosotros, pues, pues refiere a cierta relación entre filosofía y política: Rorty sostiene que el camino de la filosofía hacia el pragmatismo (que, como veremos, esencialmente es una filosofía que ha renunciado al fundamento) es paralelo e interdependiente del camino de la política hacia la democracia liberal (que, como veremos, es el orden político que se legitima en su renuncia al fundamento. Esta estrategia le permite a Rorty defender una propuesta política en un debate meramente filosófico. Y este es, para nosotros, uno de sus grandes atractivos, pues unifica filosofía y política y nos empuja a valorar su debate filosófico como político y su propuesta política desde la filosofía. En otras palabras, nos lleva a interpretar su discurso metafilosófico como un discurso político. 2.1. El giro epistemológico. A Rorty le gusta hablar de “giros” en filosofía. En La filosofía y el espejo de la naturaleza (1979)6, único texto en el que nos ofrece una redescripción general de la historia de la filosofía y 6 R. Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza. Madrid, Cátedra, 1995. 5 que, a nuestro entender, ha de ser el libro de referencia, nos habla de una sucesión de giros (epistemológico, lingüístico, hermenéutico, político, pragmático, etc.) que estructuran un nuevo relato de la historia. Rorty entiende que la modernidad protagoniza un “giro epistemológico, que en rigor es otra manera de nombrar lo que la historiografía postheideggeriana llamaba desplazamiento desde una metafísica del ser a otra metafísica de la consciencia. En la redescripción rortyana, minuciosa pero poco original, se destaca el fracaso de la larga lucha de la filosofía por fundar una metafísica del objeto, que revela la imposibilidad de pensar la adecuación o semejanza entre la idea y la cosa; o sea, enfatiza en ese desplazamiento la crisis de la verdad objetiva (teoría de la adaequatio), el fracaso de la ida del saber como representación del mundo (lo que Rorty llama “crisis del representacionismo”). Para Rorty este cambio es ya síntoma de una carencia profunda, insuperable, del pensamiento filosófico como saber objetivo, fundado, universal, verdadero, necesario, etc., tal como lo había descrito la tradición. De todas formas, aún no aparece la crisis del fundamento, sino sólo del fundamento metafísico, que se pretende sustituir por un fundamento transcendental, donde el referente ya no es el mundo sino la subjetividad. Ese intento idealista pivotará en torno a una redefinición de la idea de objetividad: la objetividad pensada como propiedad de las representaciones que afirman su adecuación o semejanza a lo real exterior representado cede su puesto a la objetividad pensada como propiedad de las representaciones producidas según unas reglas fijas trascendentales del pensamiento. Surge así una nueva idea del conocimiento verdadero, pues si bien permanece ligada y cuasi equivalente a la objetividad, ahora la objetividad viene dada por la consistencia lógica del discurso que lo describe, es decir, por la epistemología o teoría normativa de la producción de “objetos” científicos. La filosofía qua epistemología o, si se prefiere, la filosofía epistemológica sustituye así a la filosofía qua ontología o, con más precisión, meramente metafísica. Rorty describe así el desplazamiento de la filosofía al territorio de fundamentación epistemológica: “Los filósofos habitualmente piensan su disciplina como la discusión de problemas perennes y eternos, -problemas que nacen tan pronto como se reflexiona. Algunos de éstos conciernen a la diferencia entre los seres humanos y las cosas, y cristalizan en cuestiones relativas a la relación entre la mente y los cuerpos. Otros problemas refieren a la legitimación de las pretensiones del conocimiento, y cristalizan en cuestiones relativas a los “fundamentos” del conocimiento. Descubrir estos fundamentos es descubrir algo sobre la mente, y a la inversa. Así, la filosofía como disciplina parece ella misma apoyar o aportar argumentos para el conocimiento hecho por la ciencia, la moralidad, el arte o la religión. Se propone hacer esto sobre la base de su especial comprensión de la naturaleza del conocimiento y de la mente. La filosofía puede ser fundacional respecto al resto de la cultura porque la cultura es el conjunto de pretensiones de conocimiento, y la filosofía reparte tales pretensiones”7. 7 Ibíd., 3. 6 El giro epistemológico establece, en interpretación de Rorty, una ruptura radical entre ciencia y filosofía, aquella preocupada por describir el ser y el sentido de la realidad y ésta por las condiciones para pensar dicha realidad, por las garantías de la representación. O sea, la filosofía se autoinstaura como teoría de conocimiento, y especialmente como estudio de las condiciones formales del saber. Descartes inauguraría simbólicamente este proyecto y Kant lo culminaría al enfocar la mirada filosófica hacia lo trascendental. De la cartesiana “visión del alma” (de intuición en intuición el camino de las ideas inexorablemente claras y distintas), pasando por la empirista “novela del alma” (descripción psicológica de la génesis del conocimiento), se culmina con la kantiana “metafísica del alma” (fijación definitiva de las condiciones del pensar legítimo o, paras ser más precisos, del pensar estricto). Ese es el camino de la filosofía de la subjetividad, que si bien supera algunos obstáculos de la metafísica del ser, queda lastrada por el platonismo, arrastra el fardo de la voluntad de verdad que la ahoga; por tanto, sugiere Rorty, lleva consigo el decreto del fracaso de su intento. Rorty nos deja ver el fondo político de su tarea redescriptiva cuando valora el giro epistemológico como una pérdida del horizonte social de la filosofía, al situarse en un escenario en el que el sujeto deja de mirar al mundo (pretensión de conocerlo) para mirarse a sí mismo (pretensión de legitimar el conocimiento). Y, sobre todo, denuncia la arrogancia de la filosofía que se autootorga el derecho a controlar a los otros discursos (ciencia, arte, religión), proyectando en los mismos esa exigencia logocéntrica de una verdad pensada como fundamentación, que invalida y desplaza en dichos discursos su auténtica verdad, a saber, sus efectos sociales. Dice: “(...) la filosofía en cuanto disciplina se considera a sí misma como un intento de confirmar o desacreditar las pretensiones de conocimiento que se dan en la ciencia, en la moralidad, en el arte o en la religión. (...) (Y se autoerige en censora porque) “se considera en posesión de una “especial comprensión de la naturaleza del conocimiento y de la mente. (...) Puede hacerlo porque comprende los fundamentos del conocimiento, y encuentra estos fundamentos en un estudio del hombre-en-cuanto-ser-que-conoce, de los “procesos mentales” o de la “actividad de representación” que hacen posible el conocimiento. (...) La preocupación fundamental de la filosofía es ser una teoría general de la representación, una teoría que divida la cultura en áreas que representen bien la realidad, otras que la representen menos bien y otras que no la representen en absoluto (a pesar de su pretensión de hacerlo)”8. Hay un despotismo en la pretensión de la filosofía que, autoerigida en saber del sujeto, e considera legitimada para ordenar el saber (límites, métodos, división) y la vida (normas, valores, verdades). 2.2. El giro lingüístico. 8 Ibíd., 13. 7 Mayor relevancia otorga Rorty al “giro lingüístico”9, donde cree apreciar no ya un simple cambio de fundamento sino el comienzo de su crisis. De hecho la expresión “giro lingüístico” se utiliza para designar un conjunto de desplazamientos ontológicos, epistemológicos y metodológicos que constituyen una verdadera “revolución en filosofía”10. Si entendemos bien a Rorty, este giro lingüístico se produce en el seno del giro epistemológico y como metamorfosis del mismo; es decir, el giro lingüístico se da en la filosofía epistemológica, y como exigencia interna, como necesidad de adaptación y sobrevivencia. Una filosofía epistemológica ha de sufrir una mutación lingüística, que la ajuste a las nuevas condiciones del medio. La filosofía lingüística, ya lo hemos visto, implicaba fuertes cambios ontológicos y epistemológicos. Por un lado, cambiaba la naturaleza misma del lenguaje, pues desplazar la mirada de la mente al lenguaje no simplemente permitía salir del pegajoso magma psicologista, sino que de paso se combatía el subjetivismo. El lenguaje devenía una realidad con su estructura, con su gramática, con sus usos. En el límite podía llegarse a proponer la sustitución del punto de vista subjetivista (el sujeto habla un lenguaje, es autor del lenguaje) por otro lingüístico (el lenguaje habla en el sujeto, crea el sujeto). Rorty se adherirá a estas tesis, a las más radicales, a las que más disuelvan la metafísica de las esencias. Pero, por otro lado, la filosofía lingüística estaba cambiando el sentido y función del lenguaje, renunciando a su vieja misión de representar al mundo, de enunciar la verdad, para devenir un medio práctico de relación con el mundo y los otros, un instrumento de uso. En este sentido, merece destacarse la atención especial que Rorty presta al “segundo Wittgenstein”, del que resalta su antirepresentacionismo, antesala del pragmatismo: “El antirepresentacionista está ávido de establecer que nuestro lenguaje, como nuestros cuerpos, ha sido generado por el entorno en que vivimos. En realidad, él o ella insisten sobre este punto –que nuestra mente o nuestro lenguaje no podría estar (como pretende el representacionista escéptico) en “contacto con la realidad” más de lo que lo están nuestros cuerpos. Lo que él y ella niegan es que sea útil para la explicación escoger y elegir entre los contenidos de nuestra mente y nuestro lenguaje, y decir que tal item corresponde o representa al entorno de un modo que ningún otro item lo hace”11. A Rorty le gusta el corte antimetafísico implicado en esa concepción wittgensteiniana del lenguaje; le gusta la filosofía encarada a mirar las palabras y las frases y a limpiarlas de referencias externas; le gusta, en definitiva, la actitud contra el fundamento del segundo Wittgenstein. Rorty lo describe bien: “El último Wittgenstein desechó la idea de “ver los extremos del lenguaje”. También desechó la idea del “lenguaje” como un todo limitado que 9 Tema que le preocupó muy prematuramente, con ocasión de su compilación The Linguistic Turn. Recents Essays in Philosophical Method. Chicago, The University of Chicago Press, 1967. La “Introducción”, con el título “Dificultades metafilosóficas de la filosofía lingüística”, ha sido traducida en R. Rorty, El giro lingüístico. Barcelona, Paidós, 1990. 10 J. Ayer (et al.), La Revolución en Filosofía. Madrid, Revista de Occidente, 1958. 11 R. Rorty, Estudios filosóficos, I. Barcelona, Paidós, 1996, 15. 8 tenía condiciones en sus extremos exteriores, así como el proyecto de una semántica trascendental de encontrar las condiciones no empíricas de posibilidad de la descripción lingüística”12. Como se ve, aprecia en el filósofo austriaco que libere al lenguaje de sus dos referentes tradicionales: el sujeto y el mundo; y que lo libere, pues, de su función representativa (del mundo) y expresiva (del sujeto). Lo que es lo mismo: que lo libere de su misión de carcelero de la verdad, que lo libere de todo límite (del mundo y de la lógica), que reconozca su infinitud creadora al considerarlo un conjunto de prácticas sociales en infinita expansión, sin extremos que lo limiten. La nueva concepción del lenguaje afecta profundamente a la concepción de la filosofía. Ésta renuncia a normalizar o fundamentar su uso correcto, y se limita a describirlo. La filosofía asume que no hay lugar más allá del lenguaje desde donde hablar de éste; por tanto, en lugar de imponerle una lógica (para que cumpla bien su función cognitiva) se contenta con describir sus usos (cuya existencia es signo de su buen funcionamiento). Dar razones equivale ahora a mostrar que un uso lingüístico se adecua al uso social aceptado del mismo. La práctica social deviene el criterio de sobrevivencia. Y ésta no es ni racional ni razonable; es lo que es, como nuestra vida. Rorty nos invita a ser “enteramente wittgensteinianos”; o sea, a asumir radicalmente el pragmatismo lingüístico (antirepresentacionismo y antiesencialismo). Con sus propias palabras: “Excluir la idea del lenguaje como representación y ser enteramente wittgensteiniano en el enfoque del lenguaje, equivaldría a desdivinizar el mundo. Sólo si lo hacemos podemos aceptar plenamente el argumento que he presentado anteriormente: el argumento de que hay verdades porque la verdad es una propiedad de los enunciados, porque la existencia de los enunciados depende de los léxicos, y porque los léxicos son hechos por los seres humanos (...). De acuerdo con la concepción que estoy proponiendo, la afirmación de que una doctrina filosófica “adecuada” debe contemplar también nuestras intuiciones es una consigna reaccionaria, una consigna que supone una petición de principio. Porque para mi concepción es esencial que no tenemos una consciencia prelingüística a la que el lenguaje deba adecuarse, que no hay una percepción profunda de cómo son los cosas, percepción que sea tarea del filósofo llevar al lenguaje”13. Hemos de señalar que Rorty hace con el “giro lingüístico” de la capa un sayo. El giro lingüístico tiene muchos rostros, y el wittgensteiniano es sólo uno de ellos; además, la apropiación rortyana del rostro wittgensteiniano merecería análisis detallados. En su origen los protagonistas de ese desplazamiento en la filosofía coincidían en la sospecha de que la mayoría de los problemas filosóficos eran en realidad problemas lingüísticos, que se solucionarían simplemente clarificando el lenguaje. Esta pretensión es compatible con una concepción clásica 12 Ibíd., 87-88. 13 R. Rorty, Contingencia, ironía, solidaridad. Barcelona, Paidós, 1991, 41. 9 del conocimiento como representación. Michel Dummett ha descrito el giro lingüístico así: “Sólo fue con Frege que el objeto propio de la filosofía se estableció finalmente: a saber, primero, que el propósito de la filosofía es el de analizar la estructura del pensamiento; y, en segundo lugar, que el estudio del pensamiento ha de distinguirse claramente del estudio del proceso psicológico del pensar; y, por último, que el único método propio para analizar el pensamiento consiste en el análisis del lenguaje”14. Por tanto, la actitud fregeana aspira a construir representaciones lingüística adecuadas al mundo; la clarificación del lenguaje es instrumental: destinada a decir mejor o más adecuadamente el objeto. Bien mirado, esta filosofía del lenguaje es la del neopositivismo lógico; y responde a la inquietud y enfoque del Tractatus de Wittgenstein. Por eso el mismo Rorty se ve obligado a distinguir entre los dos Wittgenstein, y ve en el segundo, el de las Investigaciones filosóficas, el verdadero representante del movimiento pragmatista: “El Tractatus empieza contándonos que los problemas de la filosofía se plantean “por una mala comprensión de la lógica de nuestro lenguaje”; pero el Wittgenstein de las Investigaciones Filosóficas se burla de la idea de que exista semejante lógica a estudiar”15. Es decir, el propio Rorty distingue al menos dos rostros del giro lingüístico, identificables incluso en el mismo autor: el giro lingüístico del Tractatus y el de las Investigaciones filosóficas. Y se apasiona por éste en cuanto ve el mismo en más estrecha conexión con el pragmatismo; o, para ser más precisos, con el neopragmatismo que postula, y respecto al cual el mismo pragmatismo clásico es sólo un paso hacia el destino final. O sea, la reflexión rortyana sobre el giro lingüístico pone en juego una doble demarcación. Por un lado, separa el neopositivismo del Tractatus (tesis del lenguaje como representación) y el antirepresentacionismo de las Investigaciones filosóficas (tesis del significado como uso o de los juegos de lenguaje); el criterio de demarcación es la ausencia o presencia del elemento pragmático. Por otro lado, delimita el pragmatismo clásico (Peirce, Dewey y James) y el neopragmatismo (Quine, Putnam, Goodman y Davidson); y aquí el elemento demarcador es el lingüisticismo (la ontología que piensa el ser como lenguaje), como dice Rorty, “la línea divisoria entre ellos es el denominado “Giro lingüístico”16. Lo que nos revela que la lectura rortyana del giro lingüístico, una vez más, está hecha desde la perspectiva del redescripción neopragmatista de la filosofía, y subordinada a ella. 2.3. El giro hermenéutico. 14 “¿Puede y debe ser sistemática la filosofía analítica?”, en The truth and other enigmas. Cambridge, Harvard U.P., 1980. 15 “Wittgenstein, Heidegger y el lenguaje”, en R. Rorty, Estudios filosóficos, II. Barcelona, Paidós, 1993, 92-96. 16 R. Rorty, ¿Esperanza o conocimiento?. Una Introducción al pragmatismo. Buenos Aires, FCE, 1997, 10. 10 El “deseo de constricción”, de fundamentos, intrínseco a la filosofía en tanto que epistemología, imprescindible en una filosofía que mantenga la pretensión cognitiva y el método de argumentación racional, ha de ser roto en la vía al pragmatismo. Y uno de los frentes de ruptura será el desplazamiento o giro hermenéutico de la filosofía. De ahí que dedique la tercera parte de La filosofía y el espejo de la naturaleza a una peculiar redescripción de la opción hermenéutica. Y es peculiar porque, como el mismo Rorty aclara, no se trata de pensarla como otra figura de la epistemología, como otra vía de acceso al conocimiento, al estilo de Gadamer; la redescripción rortyana de la hermenéutica se hace en el horizonte de la no filosofía o, si se prefiere, de un discurso conscientemente sin verdad. Por eso se apresura a decir: “(me ocuparé de la hermenéutica), por lo que desde el primer momento quiero dejar muy claro que no estoy presentando a la hermenéutica como “sucesora” de la epistemología, como una actividad que ocupe el vacío cultural ocupado en otros tiempos por la filosofía centrada epistemológicamente. En la interpretación que voy a presentar, “hermenéutica” no es el nombre de una disciplina, ni de un método de conseguir los resultados que la epistemología no consiguió obtener, ni de un programa de investigación. Por el contrario, la hermenéutica es una expresión de esperanza de que el espacio cultural dejado por el abandono de la epistemología no llegue a llenarse –que nuestra cultura sea una cultura en la que ya no se siente la exigencia de constricción y confrontación”17. Así entendida, el giro hermenéutico y el giro lingüístico tienen el mismo sentido: desplazamientos en el la filosofía epistemológica que a un tiempo son necesarios e irreversibles, que son exigidos para conservar la filosofía al tiempo que constituyen pasos hacia su deserción de sí misma. La salida hermenéutica, en la redescripción o propuesta rortyana, se plantea como una liberación de reglas comunes, de estructuras fijas y fundadas, de lugares finales adonde ir. Dicho con otras palabras: liberación de todas las exigencias o condiciones epistemológicas de la verdad; más radicalmente, liberación de los límites impuestos por la pretensión de verdad. Entiende que “hermenéutica” es un término polémico en la filosofía contemporánea, pero recalca que “no es un método para conseguir la verdad”, una vía de acceso a la verdad más exitosa que la epistemológica, sino más bien una tarea de descentramiento, de ampliación de escenarios, de enriquecimiento de puntos de vista, y no de propuesta de soluciones. En rigor, frente a la idea de comprensión y valoración hermenéutica como alternativa a la explicación y fundamentación epistemológica, Rorty propone una hermenéutica pragmática, que no busca de forma nueva la vieja verdad inalcanzable, sino que procura acuerdos no forzados entre los discursos, sin cerrase a los “desacuerdos fecundos”18. En esa hermenéutica pragmática la “frônesis” sustituye a la “episteme”. 17 R. Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza. Ed. cit., 287-288. 18 Ibíd., 289. 11 Buena parte de su redescripción de la hermenéutica pivota sobre los conceptos de “conmensurabilidad” y “objetividad”, intrínsecos a la tradición epistemológica y que, en consecuencia, deberían estar ausente de la orientación hermenéutica. En la epistemología, resalta acertadamente Rorty, “para ser racional, para ser plenamente humano, para hacer lo que debemos, hemos de ser capaces de llegar a un acuerdo con otros seres humanos” 19. Y ese acuerdo quedaba garantizado por la conmensurabilidad entre las creencias, discursos o teorías, es decir, por la posibilidad de encontrar una situación ideal, un lugar común, un metalenguaje compartido desde el cual comparar, valorar y jerarquizar las alternativas enfrentadas: “Construir una epistemología es encontrar la máxima cantidad de terreno que se tiene en común con otros. La suposición de que se puede construir una epistemología es la suposición de que ese terreno existe”20. Y cuando se duda de ese encuentro se cuestiona el edificio: “Insinuar que no existe este terreno común parece que es poner en peligro la racionalidad”21 Ese lugar común refiere a una ontología o una opción de valor compartida. A veces, como en la filosofía analítica, apunta a un lenguaje común, universal, compartido, algo así como una gramática profunda subyacente a, y operativa en, cada lenguaje, que permite su traducibilidad. Ese lugar de identidad es la condición de la racionalidad: sin su existencia, cualquier preferencia será arbitraria. Y también es condición de fundamento: sin su existencia, cualquier decisión resultaría indiferente y circunstancial. Por tanto, cuestionar la conmensurabilidad –dice Rortyparece implicar una deriva al relativismo subjetivista, a la gratuidad y, sobre todo, “a la guerra de todos contra todos”, en la medida en que la ausencia de criterios racionales de decisión parece implicar la presencia ineludible de la fuerza. ¿Podemos vivir, y vivir humanamente, sin la ilusión de ese lugar común que garantiza la conmensurabilidad?. ¿Pueden darse acuerdos razonables sin el presupuesto de la conmensurabilidad?. Rorty cree que sí, y apuesta porque así sea. Rechaza la figura epistemológica del filósofo, como guardián de la racionalidad, como “supervisor cultural” que conoce y dicta lo común a todos los lenguajes y culturas; y apuesta por la figura hermenéutica del filósofo, como “intermediario socrático” entre los discursos diversos, como guía de la conversación en la que las posiciones cerradas se abran sin exigencia de coincidencias, a veces posibilitando acuerdos espontáneos, a veces consiguiendo que se toleren los desacuerdos. La hermenéutica, así pensada, apenas es algo más que una conversación sin disciplina y sin exigencia de acuerdos; éstos, si tienen lugar, no derivan de criterios de argumentación conversacional, ni se proponen como fines irrenunciables de la conversación. Ésta tiene su sentido sin llegar a ningún acuerdo, como mera práctica en la que los mismos pueden ocasionalmente surgir. Una conversación, por tanto, que no busca descubrir o generalizar una verdad, sino que introduce el consuelo de la doble esperanza: llegar a acuerdos 19 Ibíd., 288. 20 Ibíd., 288. 21 Ibíd., 289. 12 o, al menos, vivir fecundamente los desacuerdos; convencernos unos a otros o, en todo caso, soportarnos en nuestras irreductibles diferencias. Dos figuras alternativas del filósofo, del intelectual, que se corresponden con dos figuras de la comunidad y, por tanto, con dos modos de vida: la universitas y la societas: “Para la epistemología la conversación es investigación implícita. Para la hermenéutica, la investigación es conversación rutinaria. La epistemología ve a los participantes unidos en lo que Oakeshott llama una universitas –grupo unido por intereses mutuos en la consecución de un fin común. La hermenéutica los ve unidos en lo que él llama una societas –personas cuyos caminos por la vida se han juntado, unidas por la urbanidad más que por un objetivo común, y mucho menos por un terreno común”22. Rorty hace corresponder estas figuras del intelectual (intermediario socrático) y de la comunidad (societas) con la alternativa ontoepistemológica holista. De hecho, la opción rortyana por la hermenéutica sólo se comprende bien en tanto que ésta supone una concepción “holística”, en la que no hay elementos básicos, referentes privilegiados, instancias fundamentadoras. El “círculo hermenéutico”, que pone la imposibilidad de conocer las partes (de un discurso, de una cultura) sin comprender la totalidad, y la de ésta sin conocer los elementos, exige que el conocimientos sea pensado como comprensión y no como demostración, como referencias el red y no como algoritmos reductivos. El proceso de conocimiento que Rorty propone generaliza el que espontáneamente seguimos en el conocimiento de las personas, un proceso complejo, sin evidencias ni deducciones, como sucesivas reconstrucciones siempre provisionales ajustables y revisables. De todas formas, Rorty no quiere asumir la tradicional distinción, hecha desde la epistemología, entre ciencias de la naturaleza, a las que se sería propio el método de la explicación, y ciencias del espíritu, resignadas a la interpretación; no plantea la diferencia entre epistemología y hermenéutica como dos formas de conocimiento, con dos campos u objetos, dos métodos, dos códigos de valor. Tal perspectiva seguiría siendo epistemologista, y apenas disfrazaría la valoración encubierta entre conocimientos fundados, objetivos, verdaderos, conmensurables, normales, y “los otros”. En su lugar busca un nuevo escenario donde se disuelva esa distinción: la hermenéutica como comprensión del mundo sin pretensión de conocimiento, o como un conocimiento del mundo sin pretensión de verdad. 2.3.1. (El giro contextualista de Kuhn). En ese empeño a Rorty le parece muy útil la distinción entre “ciencia normal” y “ciencia revolucionaria” que hace Kuhn, ajena a la jerarquía de verdad. Sitúa la aportación de éste en el marco del debate entre epistemología y hermenéutica, y señala su deuda con las críticas de Wittgenstein a la epistemología. Kuhn extrae de la historia de las ciencias un modelo válido para las discusiones en ciencias sociales, en ética 22 Ibíd., 290. 13 y en cuestiones cotidianas. Pone de relieve que las ciencias y las creencias no avanzan por desarrollo lógico, sino mediante absurdos y extravagancias que fuerzan rupturas, es decir, apariciones de representaciones alternativas e inconmensurables con las anteriores: “La afirmación de Kuhn de que no hay conmensurabilidad entre grupos de científicos que tienen paradigmas diferentes de una explicación acertada, o que no comparten la misma matriz disciplinar, o ambas cosas, a muchos filósofos les produjo la impresión de que ponía en peligro la idea de la elección de teorías en la ciencia. La “filosofía de la ciencia” –nombre con que circulaba la “epistemología” cuando se escondía entre empiristas lógicos- se había concebido a sí misma como suministradora de un algoritmo para elección de teorías”23. En un contexto en el que la epistemología se centraba en desmarcar las teorías científicas de las metafísicas (concepción empirista del significado) y en jerarquizar la validez de aquellas conforme a su verdad, se había alzado la voz de Popper, que en su Lógica del desarrollo científico y en Conjeturas y refutaciones propone el falsacionismo como alternativa al verificacionismo para conseguir esos dos objetivos; por tanto, una alternativa dentro de la matriz epistemológica. Y frente a ambos, verificacionistas y falsacionistas, se sitúa Kuhn, quien argumenta que no hay algoritmo que permita la reducción verificacionista ni falsacionista. Cuando se aprende un paradigma se aprende, al mismo tiempo, la teoría, el método, los criterios, las preguntas con sentido, las reglas de las respuestas; se aprende todo ello en mezcla inextricable. Por tanto, desde un paradigma no puede hablarse de otro; y no hay ningún tercero, ningún metalenguaje, desde el que reducir los paradigmas encontrados, compararlos, valorarlos y jerarquizarlos. La “ciencia normal” marca los límites de lo pensable, de lo decible; aceptar un paradigma es aceptar todo un mundo de valores y de formas de vida. Aunque Kuhn acepta que en el tiempo de cambio de paradigma hay un proceso deliberativo, como el que hubo en el debate entre ciencia aristotélica y ciencia galileano newtoniana, o el que hubo en el debate entre antiguo régimen y liberalismo burgués, no entiende que se trate de un debate “racional”, en el cual se generen los nuevos criterios compartidos de elección entre teorías rivales.. O sea, no se trata de una “discusión de segundo orden”, de un segundo nivel de decisión. Para Kuhn los paradigmas son autojustificadores e inconmensurables; el debate entre los mismos para imponerse, para ser elegido, no responde a la objetividad ni a la racionalidad, elementos definidos internamente por cada uno de ellos. Estamos ante el tema weberiano de la elección irracional de dioses y demonios pero no en los campos de la cultura, la religión, el arte, etc., sino el sagrado escenario de la ciencia. Como bien señala Rorty, la cuestión es decidir si los debates y cambios de paradigma se deciden del mismo modo que los debates entre el ancien régime y el liberalismo burgués. Y Kuhn, aunque con ciertas vacilaciones ocasionales, tiende a pensar que la opción por un paradigma es una “opción de valor”, no una aplicación algorítmica; una opción, por tanto, contaminada de religión, interés, 23 Ibíd., 294. 14 cultura, pasión, superstición... Y si esa contaminación no es un factor deslegitimador, pues la legitimidad es interna al paradigma, Rorty tiene razón en poner sobre el tablero la cuestión de la amenaza misma a la filosofía. Nótese, además, que en este enfoque se rompe con lo que había sido la regla más querida de la modernidad: la autonomía de las esferas de discursos y prácticas. ¿No se había conseguido la racionalidad de la ciencia, o de la ética, el derecho y la política..., en la medida en que cada una de estas disciplinas se liberó de la sumisión a la teología o la moral?. Pues bien, Kuhn nos enfrenta al hecho de reconocer que la opción por un paradigma, que definirá la racionalidad y la cientificidad en su interior, se hace desde consideraciones (discursivas, prácticas, pulsionales, culturales) que contaminan el discurso. Y que tal cosa no le resta legitimidad, pues ésta no deriva de los factores epistemológicos. Y Kuhn dice más: dice que la moderna aceptación de que las cuestiones teóricas y las prácticas tienen distintos procedimientos de decisión, regímenes de verdad o modelos de racionalidad; que una cosa es decidir entre teorías científicas y otra entre modelos éticos u opciones políticas; que unas siguen la explicación y otras la comprensión, que unas describen y otras prescriben; en fin, que todas esas distinciones que han permitido salvar los lugares sagrado s de la epistemología son disueltas, y disueltas a la baja, pues al fin la elección de teorías científicas es una tópica decisión socio política, cultural e incluso libidinal. A la baja porque de su horizonte desaparece la pretensión de verdad, de objetividad, de universalidad, en definitiva, de correspondencia con el mundo. Kuhn entiende que los criterios de elección entre teorías funcionan como valores, no como reglas; son opciones de valor que influyen en la elección, no reglas teóricas que construyan la elección. Y esas opciones de valor no son meramente científicas, sino que están contagiadas por valores ideológicos y culturales. El problema condensado sería: ¿puede valorarse la posición de Belarmino desde la de Galileo? ¿Hay otra posición desde donde dictar la racionalidad, cientificidad y verdad de uno y oro?. Kuhn duda. Y Rorty sanciona: no hay lugar para la comparación. La conmensurabilidad es un acto de despotismo del discurso dominante, que impone el metalenguaje adecuado. De aquí debería derivarse una ruptura con la epistemología, que Kuhn no lleva a cabo y que le vale la crítica de Rorty24. Pero esa aportación de Kuhn le sirve a Rorty para alinearlo en su camino al pragmatismo. El camino del saber queda descrito en términos de lucha entre ciencia normal y ciencia revolucionaria, efecto de una confrontación de fuerzas en la que las respectivas pretensiones de verdad tienen simplemente una función retórica: “Los tratamientos del conocimiento holistas, antifundacionalistas y pragmatistas que encontramos en Dewey, Wittgenstein, Quine, Sellars y Davidson son casi igual de ofensivos para muchos filósofos, 24 Ibíd., 295 ss. 15 precisamente porque abandonan la búsqueda de conmensuración y, por tanto, son “relativistas”. Si negamos que haya fundamentos que sirvan como base común para juzgar las pretensiones de conocimiento, parece ponerse en peligro la idea del filósofo como guardián de la racionalidad. En un sentido más general, si decimos que no existe la epistemología y que no es posible encontrarle un sustituto, por ejemplo, en la psicología empírica o en la filosofía del lenguaje, puede dar la impresión de que decimos que no existe lo que se llama acuerdo y desacuerdo racionales. Las teorías holistas parecen dar autorización a todo el mundo para que construya su propio mundo –su propio paradigma, su propia práctica, su propio juego lingüístico- y luego se deslice en su interior”25. Por tanto, hay que abandonar la búsqueda de fundamentación y los prejuicios adjuntos, como el carácter objetivo, acumulativo y progresivo del conocimiento. Ni el mundo ni el trascendental fuerzan a los hombres a acuerdos. Y Rorty añade que no hay motivos para la nostalgia, sino al contrario; la ventaja obvia es que así la verdad aparece como una construcción de los hombres; así se embellece la práctica social. De este análisis se infiere que el paradigma cognitivo no debe gozar de un estatus privilegiado en el seno de la conversación generalizada entre los hombres; que no hay algoritmo que permita elegir racionalmente entre teorías rivales; y que no es posible un lenguaje único, neutro, final, desde donde decidir las hipótesis y opciones. Y desde estas tesis se deduce el rechazo de la historia de la ciencia en claves de avances y progresos; los paradigmas no describen hechos opuestos a valores; la dicotomía hecho/valor es puesta por un paradigma particular. Buscar el lenguaje último, o la jerarquización de los discursos, o su conmensurabilidad, es estéril: “Desde este punto de vista, el buscar la conmensuración en vez de limitarse a mantener la conversación es intentar a escapar de la condición del hombre. Abandonar la idea de que la filosofía deba demostrar que todo discurso posible converge naturalmente en un consenso, igual que lo hace la investigación normal, sería abandonar la esperanza de ser algo más que meramente humano”26. Rorty, en consecuencia, propone abandonar el paradigma epistemológico –criticarlo supondría quedar preso de la idea de conmensurabilidad de los discursos- y sustituirlo por el paradigma hermenéutico, que define así: “La hermenéutica ve las relaciones entre varios discursos como los cabos dentro de una posible conversación, conversación que no supone ninguna matriz disciplinaria que una a los hablantes, pero donde nunca se pierde la esperanza de llegar a un acuerdo mientras dure la conversación. No es la esperanza en el descubrimiento de un terreno común existente con anterioridad, sino simplemente la esperanza de llegar a un acuerdo, o, cuando menos, a un desacuerdo interesante y fructífero”27. 25 Ibid., 289. 26 Ibíd., 340. 27 Ibíd., 289. 16 El “giro hermenéutico” no es una llamada a ir más allá de todo discurso, o contra todo discurso; para Rorty es razonable usar el discurso normal, y sólo frente a su absolutización se justifica el rechazo, la búsqueda de la revolución. Se distingue así de Lyotard, quien apuesta por la permanente búsqueda de paradojas, inconsistencias, etc., como objeto del discurso postmoderno. Rorty ve razonable que el discurso normal busque el consenso28; y también que el anormal busque el disenso. Esa tensión le parece fructífera. 2.3.2. (El giro narrativista de Gadamer). Tiene razón Rorty al pensar que la filosofía hoy, como ayer, tiene que ver con el conocimiento, con su adquisición, su certeza, su validez, su verdad, su control; al menos es así desde la modernidad. Más cuestionable es su afirmación de que tal expectativa –“común a platónicos, kantianos y positivistas”- arraiga en los presupuestos metafísicos que atribuyen al hombre y a las cosas una esencia y que entiende el conocimiento como descubrimiento de esencias, como tarea de reflejar con exactitud esencias. En todo caso, para Rorty la vinculación es obvia, tal que le lleva a afirmar que, antes de romper con la filosofía qua epistemología es necesario romper con el esencialismo. Y esa ruptura con el esencialismo se concreta en la hermenéutica29, y en particular en Gadamer, y en concreto en su Verdad y método (1975), que toma como objeto a redescribir. A la mirada penetrante de Rorty no se le oculta la tentación de la hermenéutica gadameriana de dar la espalda a las cosas para mirar la consciencia o representaciones de las cosas. El mismo Gadamer dice que no se trata de una metodología de las ciencias humanas, “sino un intento de entender qué son verdaderamente las ciencias humanas, más allá de su autoconsciencia metodológica, y qué las conecta con la totalidad de nuestra experiencia del mundo”30. Rorty así lo acepta, e interpreta que el proyecto de Gadamer es ofrecer una nueva descripción del hombre que incluye y amplía la imagen clásica del mismo; o sea, no es una representación alternativa, como lo verdadero frente a lo falso, sino un desplazamiento de la problemática filosófica: ahora ésta no mira al hombre sino a la “consciencia del hombre” en el proyecto filosófico. A Gadamer no le importaría, a juicio de Rorty, ni el “yo pensante” cartesiano, ni su dualismo metafísico; tampoco le importaría la intuición kantiana, ni su aparato trascendental; en cambio le importaría aislar y destacar la hebra romántica, el hombre en cuanto auto-creador. Pondría el acento sobre la auto-formación (Bildung) y no sobre el conocimiento; valoraría el “hazte a ti mismo” por encima del “conócete a ti mismo”; pero, sobre todo, Gadamer interpretaría el hacerse a uno mismo como una tarea literaria, autoredescriptiva, según la idea de que nos hacemos a nosotros mismos al leer, escribir y hablar. Dice Rorty: “Los hechos que nos hacen capaces de decir cosas nuevas e interesantes sobre nosotros mismos son, en este sentido no metafísico, más 28 “Habermas y Lyotard”, en Estudios filosóficos II, 244 ss. 29 R. Rorty, La filosofía y el espejo de la naturalez. Ed. cit., 323. 30 H.G. Gadamer, Verdad y método. Salamanca, Sígueme, 1977, xiii. 17 “esenciales” para nosotros (al menos para nosotros, intelectuales de vida relativamente tranquila, habitantes de una parte próspera y estable del mundo) que los hechos que cambian nuestras formas o nuestros niveles de vida (“re-hacernos” en formas menos “espirituales”)”31. Es curiosa esta salida idealista rortyana: los hechos, la realidad material, sólo cuenta mediata e indirectamente; su valor para el hombre está en función de su influencia en la capacidad de auto-relato de éste. La historia gadameriana y rortyana pierde toda objetividad y sustancialidad para devenir mero lugar donde desarrollar potencia y originalidad de autodescripciones. O sea, “conocer la historia” es la máscara de la auto-construcción mediante auto-relatos. La búsqueda de datos objetivos encubre la persecución de formas interesantes de expresarnos a nosotros mismos: “Desde el punto de vista educacional, en oposición al epistemológico o tecnológico, la forma en que se dicen las cosas es más importante que la posesión de las verdades” 32. Tal vez, como menciona Rorty, los espíritus se acercaran a Yeats, mientras le dictaban A Vision a través de su amiga, para traerle “metáforas para la poesía”; tal vez Yeats agradeciera el regalo; pero nos cuesta creer que Yeats se sintiera satisfecho y no hubiera optado, de presentarse la ocasión, por pasar al otro lado. Yeats era poeta, claro está; pero veía la poesía como otra forma de filosofía; en él las metáforas eran formas secretas de decir la verdad, no alternativa a ésta. Rorty contrapone “deseo de edificación” a “deseo de verdad”; y entiende ese deseo de edificación en sentido de creación, y totalmente ajeno a una construcción ajustada a un programa conforme al conocimiento. Es una edificación sin verdad, que Rorty aprecia en Gadamer y, con más fuerza, en Heidegger y Sartre. Heidegger tendría el doble mérito de haber historizado el proyecto de construcción técnica del hombre, considerándolo un error histórico, y de haberlo valorado como un proyecto de dominio y antihumano; y Sartre el de haber identificado ese proyecto con el oculto deseo de impunidad, de eludir la responsabilidad de elegir el propio proyecto y asumir su riesgo. Para Sartre el “deseo de conocimiento objetivo” encubre el “deseo de autoengaño”. Rorty resume así la concepción existencialista de la objetividad, en la cual aliena a Heidegger, Sartre y Gadamer: “la objetividad debe entenderse como conformidad con las normas de justificación (para las afirmaciones y para las acciones) que encontramos sobre nosotros. Esta conformidad sólo resulta dudosa y engañosa cuando se entiende como algo más que esto –a saber, como una forma de obtener acceso a algo que “sirva de base” a las actuales prácticas de justificación en alguna otra cosa. De dicha “base” se piensa que no necesita justificación, pues se ha percibido tan clara y distintamente como para servir de “fundamento filosófico”. Esto es engañoso no simplemente por el absurdo general de apoyar la justificación última en lo injustificable, sino también por el absurdo más concreto de pensar que el 31 R. Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza. Ed. cit., 325. 32 Ibíd., 325. 18 vocabulario utilizado por la ciencia o la moralidad actual tengan una vinculación privilegiada con la realidad que haga de él algo más que otro conjunto cualquiera de descripciones”33. El existencialismo, por tanto, aporta la renuncia a la esencia humana; de esta forma, todas las descripciones, las de las ciencias naturales, las ciencias sociales o las de la poesía o la mística, quedan igualadas en su no cognitividad, en su condición de instrumentos a nuestra disposición para ser usados en nuestras autodescripciones. Rorty se esfuerza en poner la descripción del hombre de las ciencias naturales como una más, privada de sus pretensiones de objetividad, verdad o racionalidad. Esa relativización es una exigencia de la idea de “educación”: lo contrario sería adiestramiento, sumisión a un orden no humano. El humanismo exige esa libertad de darse una esencia; o, mejor, la posibilidad de vivir sin esencia, en un proceso constante de autoformación, en el que se echa mano a los relatos al uso, científicos o artísticos, normales o anormales. Lo que, a juicio de Rorty, aportan Heidegger, Sartre y Gadamer es la siguiente idea: aunque estuviéramos en posesión de todas las descripciones objetivas y verdaderas sobre nosotros mismos, no sabríamos qué hacer con nosotros. Nos llevan a una opción de valor que está fuera de la descripción. Todos ellos inciden en la fractura entre hecho y valor. Pero lo hacen mostrando que dicho problema suele usarse para ocultar otras alternativas. La fractura entre hecho y valor viene a implicar, por un lado, la no cognitividad, la irracionalidad, de la acción elegida; y, por otro, la ocultación de que los hechos, las proposiciones aceptadas sobre los mismos, consideradas “verdaderas”, ya encubren una opción de valor. No hay vocabulario libre de valor: “La ficción filosófica de que tenemos este vocabulario (libre-de-valor) en la punta de la lengua es, desde un punto de vista educativo, desastrosa. Nos obliga a fingir que podemos dividirnos a nosotros mismos en conocedores de oraciones verdaderas por una parte y electores de vidas o acciones u obras de arte por la otra. Estas divisiones artificiales impiden que logremos enfocar la idea de edificación. O, más exactamente, nos llevan a pensar que la edificación no tiene nada que ver con las facultades racionales que se emplean en el discurso normal”34. Rorty puede decir que el proyecto antiesencialista de Gadamer es una forma de liberarse del dualismo hecho/valor, una manera de decir que “descubrir los hechos” forma parte de un proyecto de edificación de uno mismo, o sea, es una opción de valor. Por eso Gadamer recurre a la hermenéutica, donde la filosofía pasa a ser simple parte de la educación 3. Pragmatismo y postfilosofía. Pasemos, pues, a comentar la propuesta pragmatista rortyana, tratando de distinguir en ella lo que hay de estrategia filosófica y lo que hay de estrategia política. Porque, efectivamente, las 33 Ibíd., 327. 34 Ibíd., 329. 19 caracterizaciones y abordajes del neopragmatismo que hace Rorty son muy variados, tendentes todos a redefinir una posición del ser humano en el mundo. 3.1. Pragmatismo y epistemología. Distinguimos, en primer lugar, un tratamiento epistemológico del tema, aunque Rorty lo entiende menos como alternativa epistemológica que como alternativa a la epistemología. Efectivamente, caracterizada toda la filosofía, clásica y moderna, como platonismo, el primer rasgo pragmatista a enfatizar será el antiplatonismo. Para Rorty la tradición platónica entiende el quehacer filosófico como una tarea fundamentadora. La filosofía aspira a ocupar un lugar prominente desde donde decir lo que las cosas son y, en el caso de las cosas humanas, lo que deben ser; persigue un lugar "a fuera", externo, independiente y neutro respecto a las cosas mismas, sean del tipo que sean. Su pretensión es ver desde la perspectiva divina, instalada en el “ojo de Dios”, desde donde puede engañarse emitiendo un discurso fundamentador que no necesita ser fundamentado. Esta comprensión de la filosofía se basa en cuatro tesis, bien enlazadas entre sí, relativas sucesivamente a la verdad como correspondencia, al lenguaje como representación, al sujeto como esencia y a la comunidad como identidad o comunidad política. En resumen, supone una concepción epistemologizada de la verdad que, por su parte, se vehicula por medio de una concepción representacionista del lenguaje; esta representación, a su vez, exige una concepción esencialista del sujeto, con consciencia y autoconsciencia, la cual comporta una concepción compacta de comunidad como identidad o universalidad, lo que tienen en común los sujetos. Es bien cierto que en la tradición platónica la verdad se constituye como una cuestión cognoscitiva, como un descubrimiento o desciframiento intelectual, como un hallazgo racional. Este supuesto lleva implícita una progresión que implica el establecimiento de dos tipos de verdad: la verdad de error o aparente (opinión, doxa), y la verdad verdadera o real (saber, episteme). Es decir, se distingue entre la facticidad de la certeza vigente -repudiada- y la validez trascendente de la certeza racionalmente ideal -hipostasiada-. En la medida en que se trata de adecuar o de hacer corresponder la primera con la segunda, la dicotomía misma revela, en el fondo, una concepción unitaria de la verdad. Algo incondicionado, universal y necesario que se instituye como fundamento ahistórico desde donde decir la auténtica realidad de las cosas -la divinización o encantamiento del mundo. El avance intelectual, de esta manera, se entiende como un proceso de convergencia hacia esta perspectiva absoluta, hacia lo universal, mediante la reducción de las percepciones, diversas y fragmentadas, a la unidad de la ley, gracias al papel unificador del concepto, a la violencia de la lógica o la gramática. Esta verdad única, verdad objetiva, está escrita en el ser y se vehicula exclusivamente mediante el lenguaje, con lo cual éste se constituye como medio de representación. Aunque cada léxico codifica la realidad con procedimientos diferentes, pues cada uno muestra la finitud de la consciencia del hombre, en conjunto los diferentes léxicos equivalen a diferentes piezas de una sola totalidad, tal que no pueden dejar de coincidir en un único léxico, conclusivo o original. En la versión platonizante todos los juegos lingüísticos pueden sublimarse o reducirse a las pautas verbales que rigen el juego de todos los juegos, trascendiendo así las respectivas particularidades. 20 Pero la verdad como correspondencia y el lenguaje como representación de esta verdad exigen un soporte activo o pasivo, una entidad donde se hagan efectivas las citadas correspondencia y representación, donde se enuncie la verdad y se permita cerrar y avalar todo el proceso. Se impone, pues, una concepción esencialista del sujeto que diferencie entre la situación del sujeto (sujeto empírico, histórico) y el sujeto en sí (pensante o transcendental); una comprensión del yo que distinga entre sus atributos accidentales y sus constituyentes intrínsecos o esencia. Por último, y es lo más importante para nuestro empeño, esta naturaleza humana intrínseca a los individuos es común a todos ellos, es universalmente compartida. Esta universalidad, que implica la identidad de fines y valores esenciales, es el fundamento de una vida sometida a las mismas reglas, de un proyecto compartido. En virtud de esta naturaleza humana lo individual es pensable un universo social (público, común) de significaciones compartidas, una vida en común. En la misma persiste la diferencia, sin duda, en forma de determinaciones empíricas e históricas particulares, que se manifiestan en intereses privados divergentes; pero, en todo caso, unas veces pensando en una identidad ideales entre interese privados y públicos, otras en un equilibrio satisfactorio definido por la racionalidad compartida, la filosofía se atribuirá la capacidad de definir “en idea” la ciudad justa, adecuada al bien de los individuos y a la verdad. Esta es, dejando al lado los detalles –que, entre paréntesis, son lo más atractivo de la obra de Rorty-, la descripción que hace Rorty de la filosofía clásica, de Platón a Kant. Contra este logocentrismo representado por la dominante tradición platónico-cristiana-ilustrada, y por inversión de sus rasgos identificadores, se constituirá -a través de giros, desplazamientos, rupturas y mil enfrentamientos- la propuesta pragmatista. Desde ella se propone una comprensión de la filosofía opuesta, punto por punto, a la tradición anterior: una concepción de la verdad como construcción, del lenguaje como instrumento, del sujeto como efecto lingüístico y de la sociedad como comunidad escindida o apolítica. Estas cuatro ideas, que el neopragmatismo hace suyas, configuran una nueva manera de entender la práctica filosófica, cuya raíz está en el “giro hermenéutico” y su concepción de la filosofía como práctica narrativa. Efectivamente, la hermenéutica contemporánea resume esas pretensiones de renuncia a descubrir o dictar la verdad, para entenderla como justificación contextual, como aceptable por una audiencia amplia, de tal manera que se descarta toda distinción entre argumentos socialmente aceptados y argumentos idealmente válidos, entre lo que es bueno de creer y lo que se corresponde con la realidad, entre opinión y saber. También renuncia, en segundo lugar, al conocimiento representacionista, asumiendo el perspectivismo nietzscheano y sustituyendo los discursos con voluntad de verdad por los relatos interpretativos conscientes de su historicidad. En tercer lugar, se renuncia al sujeto pensante o trascendental, para pensar una subjetividad producto de la historia, de la tradición, y efecto de las reinterpretaciones. Por último, la hermenéutica también renuncia a la idea de comunidad política como lugar de universal para pensar un mundo social fragmentado en mil comunidades cuya identidad viene contingentemente determinada por la historia. Pues bien, el pragmatismo rortyano absorbe, como siempre a grandes rasgos y de manera selectiva, la propuesta hermenéutica. De todas formas, el pragmatismo es algo más que esta amalgama de tesis derivadas de la filosofía del lenguaje y de la hermenéutica. Para verlo hemos de abordar algunas de las caracterizaciones no epistemológicas a las que recurre Rorty. 21 3.2. Pragmatismo y pluralismo. Rorty o aspira a fijar su posición pragmatista como una mera posición antiepistemológica; su preocupación de fondo son los esfuerzos sociales de la filosofía, como ya hemos advertido. Este se ve con claridad en algunos textos que pasamos a comentar. En su ensayo “Pragmatismo y religión”35 establece una similitud entre verdad y pecado que, junto a poner de relieve el tono retórico al que gusta recurrir, nos abre un nuevo rostro del pragmatismo. Dice Rorty: “Voy a interpretar la objeción pragmatista a la idea que la verdad es una cuestión de correspondencia con la naturaleza intrínseca de la realidad de forma análoga a la crítica de la Ilustración hizo de la idea según la cuala moralidad es una cuestión de correspondencia con la voluntad de un Ser Divino. A mi parecer, la explicación pragmatista de la verdad y, más generalmente, su explicación antirepresentacionista de la creencia constituye una protesta contra la idea de que los seres humanos deben humillarse ante algo no humano, como la voluntad de Dios o la Naturaleza Intrínseca de la Realidad”36. Como puede apreciarse, el problema ya no es el epistemológico (posibilidad y forma de la evidencia), sino otro de tipo simbólico: decidir una posición filosófica en función de sus efectos en la independencia de los individuos, según empuje a éstos a humillarse ante una autoridad exterior a su voluntad. O, en contexto más amplio, se trata de decidir la verdad de una filosofía por sus efectos en la felicidad de los hombres: “Tenemos que estar preparados para distinguir, al menos en principio, entre creencias que incorporan la Verdad y creencias que simplemente aumentan nuestras posibilidades de ser felices”37. La posición de Rorty es contundente, y sabe del rédito que saca de esta analogía: “En mi opinión, tan innecesaria es la teoría que afirma que la verdad es correspondencia con la Realidad, como la que sostiene que la bondad moral es correspondencia con la Voluntad Divina”38. Porque, en definitiva, la caracterización del neopragmatismo que Rorty persigue consiste en presentarlo como ruptura con cualquier poder trascendente a la voluntad individual, sea en epistemología, en cultura, o en política. O sea, el pragmatismo es una filosofía comprometida con la emancipación. Freud, con su explicación de la génesis de la consciencia, del superego, le suministra originales elementos retóricos. Dice que una buena manera de comprender la relación entre los pragmatistas y los realistas es “imaginándola como una falta de inteligibilidad recíproca entre dos tipos distintos de gente. El primero está formado por aquellos cuya máxima esperanza es la unión con algo que se encuentra más allá de lo humano, algo que 35 En R. Rorty, El pragmatismo, una versión. Barcelona, Ariel, 2000, 21-48. 36 Ibíd., 21. 37 Ibíd., 23. 38 Ibíd., 23 22 es la fuente del superego y que tiene autoridad para liberar a uno de culpas y vergüenzas. El segundo tipo corresponde a aquellos cuya máxima esperanza consiste en realizar un futuro humano mejor por medio de la cooperación fraternal entre seres humanos. (...) por un lado, la gente aún sujeta a la necesidad de hacer alianzas con una figura autoritaria y, por otro, la gente que no se ve afectada por tal necesidad”39. Con semejante tablero de juego se comprende que los dados ya están lanzados. Y si se necesitan más argumentos, y se es sensible al léxico freudiano, unas páginas más adelante se encuentran reflexiones inefables, en que el platonismo y, en definitiva, la racionalidad moderna, es presentado como versión despersonalizada del asesinato del Primer Padre40. En otros momentos, el pragmatismo es defendido con argumentos más sociológicos, como al decirnos que pensadores que anticipan el pragmatismo (Copérnico, Darwin y Freud) nos fueron útiles “forzándonos a abandonar la búsqueda de la salvación fuera de la comunidad y de obligarnos, en cambio, a explorar las posibilidades que nos brinda la cooperación social. En particular, creo que hubiera podido concebir que las sociedades democráticas modernas se fundan sólo en la fraternidad; es decir, la fraternidad liberada del recuerdo de la autoridad paternal”41. Los textos citados ilustran claramente la nueva defensa del pragmatismo, no por su verdad sino por sus efectos sociales útiles y liberadores. Y aunque a veces la nueva defensa se hace recurriendo a una fácil oposición entre el discurso pragmatista y el discurso mítico religioso, la defensa del primero no puede implicar la desautorización del segundo, porque ¿en base a qué se establecería la jerarquía?. Por muy exótico que suene –y Rorty se encarga de ello a conveniencia- no puede ser despreciable. Al contrario, la defensa del discurso pragmático implica que si la mejor forma de conseguir utilidad, felicidad o placer es con relatos mitológicos, estos son los “verdaderos” de la única manera que tiene sentido hablar de verdad: como “lo que nos vendría mejor de creer”42. En “El pragmatismo como politeísmo romántico”43 nos ofrece otras pinceladas para reconstruir este polifacético rostro del pragmatismo. Aquí acerca a James (“verdad es lo que conviene creer”) y a Nietzsche (“conocemos (...) solamente en la medida en que este conocimiento puede ser útil para los intereses del rebaño humano”), para ofrecer una definición del politeísmo: “alguien es politeísta si no cree que haya ningún objeto de conocimiento real o 39 Ibíd ., 33. 40 Ibíd., 34-37. 41 Ibíd., 37-38. 42 Ibíd., 40. 43 Ibíd., 49-78. 23 posible que permita conmensurar y clasificar por orden odas las necesidades humanas” 44. Se trata, pues, del pluralismo, de la pluralidad de normas y de dioses, ausencia de ningún referente o lugar privilegiado sagrado al que respetar, libertad de elegir. Pues bien, ese pluralismo, ese politeísmo de los valores de ascendencia weberiana, dice Rorty que “es prácticamente coextensivo con el utilitarismo romántico. Porque cuan do no queda ningún otro modo de ordenar las necesidades humanas que el de contraponer unas con otras, entonces lo único que cuenta es la felicidad humana”45. Ahora bien, Rorty sabe que la defensa genérica del pluralismo tiene siempre el riesgo de implicar tolerancia con opciones de barbarie, o de haber de recurrir a un límite de difícil justificación; por eso no esconde el problema: “El utilitarismo romántico, el pragmatismo y el politeísmo son tan compatibles con el entusiasmo por la democracia como con el menosprecio por la democracia. El reproche que puede hacérsele a un filósofo que suscriba una teoría de la verdad pragmatista de no proporcionar ninguna razón para no ser un fascista está perfectamente justificado. Aunque tampoco puede ofrecer ninguna para serlo. En cuanto uno se convierte en politeísta, en el sentido que acabo de señalar, tiene que abandonar la idea de que la filosofía puede ayudarnos a escoger entre la variedad de distintas deidades y formas d vida que se ofrecen”46. Inquietante conclusión, poner al mismo nivel de verdad –ciertamente, Rorty no las iguala en conveniencia y utilidad- la opción democrática y la opción fascista. Pero tiene el mérito de hacernos reflexionar sobre la espontánea sacralización del pluralismo en nuestra cultura occidental, que luego hemos de revisar arbitrariamente en el día a día, unas veces poniendo el límite razonable que excluya el terrorismo, y otras el no tan razonable de exclusión de prácticas culturales étnicas. 3.3. Pragmatismo y cultura post-Filosófica. En “Pragmatismo y filosofía”47, nos ofrece una caracterización del pragmatismo atendiendo a su complicidad cultural. Entiende que ser un filósofo pragmatista viene definido por una actitud en la vida, por una forma de posicionarse ante los distintos retos de la vida cultural y social. Dice que ellos que “Creen que ciertas acciones son buenas y que, bajo determinadas circunstancias, merece la pena realizarlas, pero dudan que haya algo general y útil que decir sobre lo que las hace ser buenas”48. O sea, dudan que tenga sentido intentar fundamentar o justificar por qué las 44 Ibíd., 53. 45 Ibíd., 53. 46 Ibíd., 53. 47 “Introducción” a R. Rorty, Consecuencias del pragmatismo. Madrid, Tecnos, 1996, 19-59. 48 Ibíd., 19. 24 consideramos buenas más allá de constatar que es así, en efecto. Y dice Rorty que esta actitud viene avalada por la historia de los mil intentos fallidos de aislar “lo Verdadero o lo Bueno, o de definir los términos “verdadero” o “bueno””; entienden que “la tradición platónica ha dejado de tener utilidad”, si alguna vez la tuvo, y los pragmatistas optan por abandonar la discusión: ni proponer otra alternativa filosófica, la buena, ni siquiera situarse en posiciones relativistas o subjetivistas: “Les gustaría cambiar de tema, eso es todo. Su posición es análoga a la de los laicos que insisten en que la investigación en torno a la Naturaleza o a la Voluntad de Dios no nos lleva a ninguna parte. Dichos laicos no afirman exactamente que Dios no exista; no tienen claro lo que significaría afirmar Su existencia y, por consiguiente, tampoco ven por qué negarla. Tampoco tienen una visión particularmente herética y estrambótica de Dios. Se contentan con dudar que tengamos que usar el vocabulario de la teología. De la misma manera, los pragmatistas intentan una y otra vez encontrar la manera de formular observaciones antifilosóficas en un lenguaje no filosófico”49. El filósofo pragmatista es un guerrero antifilosófico: no quieren entrar en combate por la verdad o la bondad, simplemente quieren que se acaben los combates, quieren la paz. Y, aunque parezca paradójico, para ello declaran la guerra a la Filosofía: “Los pragmatistas afirman que la mejor esperanza para la filosofía es abandonar la práctica de la Filosofía. Creen que para decir algo verdadero de nada sirve pensar en la Verdad, como tampoco sirve de nada pensar en la Bondad para actuar bien, ni pensar en la Racionalidad para ser más racional” 50. Como se ve, Rorty juega aquí con una distinción, que visualiza gráficamente con “F” y “f”, que tiene también su carga retórica, pues usa “Filosofía” para referirse a las grandes cuestiones transcendentales, absolutas, alejadas de la vida cotidiana, y “filosofía” para aludir al discurso razonables preocupado por las cosas próximas a los seres humanos. Y es este aspecto, aplicado a la cultura, el que aquí nos interesa resaltar. Rorty plantear abiertamente la posibilidad de una cultura sin Filosofía (sin preocupación por la verdad, la justicia o los derechos), aunque sin renunciar a la filosofía (defensa de las creencias que conviene creer). Reconoce que si la Filosofía desaparece habremos perdido algo que, al menos en su día, era bueno; pero entiende que habrá sido sustituido por algo mejor. Y comprende que se sienta inquietud por una cultura postfilosófica: “Ciertamente, este miedo tiene razón de ser. Si la Filosofía desaparece, habremos perdido algo esencial para la vida intelectual de Occidente, al igual que perdimos algo esencial cuando las instituciones religiosas dejaron de contar como candidatos intelectualmente respetables para la articulación Filosófica. Pero la Ilustración pensaba, con toda razón, que la religión sería sustituida por algo mejor. De igual 49 Ibíd., 20. 50 Ibíd., 21. 25 manera, el pragmatista apuesta que la cultura científica”, positivista, producto de la Ilustración, será sustituida por algo mejor”51. La cultura post-filosófica, por la que Rorty apuesta, es una forma de vida y, en particular, una manera de instalarse el intelectual en el mundo, sin preocuparse “si estamos en contacto con la realidad o no lo estamos, si obramos en poder de la Verdad”52. Se trata de una cultura en la que “ni sacerdotes, ni físicos, ni poetas serían considerados seres más “racionales”, más “científicos” ni más “serios” que los demás. (...) En tal cultura aún existiría el culto a los héroes, si bien no a héroes descendientes de los dioses, alejados del resto de la humanidad por su cercanía a lo inmortal. Se tratará solamente de la admiración sentida hacia hombres y mujeres excepcionalmente aptos para cada una de las innumerables tareas a realizar”. (...) A fortiori, en dicha cultura no habría un personaje al que llamar “Filósofo”, encargado de explicar cómo y por qué ciertas áreas de la cultura disfrutan de una relación especial con la realidad”53. No obstante, se trataría de “intelectuales de amplias miras dispuestos a manifestar su opinión sobre casi todos los temas, con la esperanza de mostrar su interrelación”. Tal vez sea éste el texto que con mayor insistencia afirma la disolución de la Filosofía y el sentido de su desaparición: vivir en la contingencia, sin agarraderos fijos, sin confortable referentes desde donde dirigir nuestras vidas: “En una cultura post-Filosófica resultaría claro que la filosofía no puede aspirar a más”, no puede ir más allá de la “crítica de la cultura”, de la “comparación entre las distintas formas de hablar inventadas por la raza humana”. El filósofo, que en esa cultura “ha renunciado a las pretensiones de la Filosofía”, es un diletante que mira los grandes nombre de la historia de la filosofía como diversas descripciones, sistemas simbólicos o maneras de ver las cosas, sin pretensión de jerarquizarlos por su verdad o su valor. En definitiva, en esa cultura post-Filosófica, en la que todos los referentes y criterios se reconocen creados por los pueblos en coyunturas concretas y para fines particulares, los “hombres y mujeres se sentirán abandonados a sí mismos, como seres meramente finitos, sin vínculo alguno con el Más Allá” 54. Las ciencia, con sus ilusorias pretensiones de saber fundamentado, deviene en esa etapa “un género literario más”; y, a la inversa, la literatura y las artes pasan a ser consideradas investigación científica, con el mismo estatus y dignidad. Dice: “De tal manera que no se concibe la ética como un ámbito más relativo o subjetivo que la teoría científica, ni tampoco como algo que necesite la conversión a la ciencia. La física es un intento de hacer frente a determinados fragmentos del universo; la ética trata de hacer frente a otro tipo de fragmentos. La matemática auxilia a la física en su tarea; la literatura y las artes hacen lo propio con la ética. De 51 Ibíd., 51. 52 Ibíd., 51. 53 Ibíd., 52. 54 Ibíd., 58. 26 estas investigaciones unas acaban en propuestas, otras en narrativas, otras en cuadros. Las preguntas por las propuestas que hemos de aseverar, por los cuadros que contemplar y por las narrativas que escuchar y que comentar, versan sin excepción sobre algo que ha de ayudarnos a conseguir lo que queremos (o lo que deberíamos querer)”55. Una vez se renuncia a la verdad, ciertamente, la diferenciación epistemológico pierde su sentido; si acaso le queda otro, el utilitario, su mayor o menor utilidad. Pero, bien mirado, ni siquiera queda este refugio, pues la utilidad siempre es relativa a un modo de vida, y todos son entre sí iguales: una igualdad que deriva de su indiferencia, de su inconmensurabilidad. No hace falta decir que esa cultura post-Filosófica equivale al triunfo del neopragmatismo, el último giro de la filosofía. Rorty lo explicita al anticipar su respuesta a una crítica esperada, a saber, sobre el valor de verdad de la propia teoría pragmatista sobre la verdad. De forma rotunda y coherente contesta: “Preguntar por la verdad de la concepción pragmática de la verdad –tema que en sí carece de interés- equivale pues a preguntarse si vale la pena promover una cultura post-Filosófica”56. Efectivamente, si la propuesta pragmatista es la alternativa al punto de vista epistemológico, no pede caer en la trampa de defender epistemológicamente su propuesta de alternativa a la epistemología; de ahí que su respuesta sea la elección de un nuevo tablero de juego, el de los efectos que las propuestas filosóficas promueven, el de las culturas con que se identifican. La verdad de la teoría pragmatista sobre la verdad se decide en el valor de la cultura post-Filosófica. Y por si se nos ocurriera asumir el reto y plantear el valor de esta cultura, Rorty nos advierte que no se trata de recaer de nuevo en un debate metafísico, de reencontrarnos con la Filosofía; las culturas se suceden unas a otras mediante un proceso de selección natural. Por tanto, su valor “se decidirá, si es que la historia nos concede la suficiente calma, sólo gracias a una pausada y dolorosa relación entre imágenes alternativas de nosotros mismos”57. La historia es un ejemplo del traumatismo de esos cambios culturales, que al final acaban siendo ineludibles. La verdad del pragmatismo, pues, se juega en su triunfo, en la expansión de la cultura post-Filosófica, que Rorty ha descrito como adecuada a los principios del pragmatismo. 3.4. Pragmatismo y democracia. Dentro de las múltiples caracterizaciones del neopragmatismo está la de corte político, que no queremos dejar fuera. Aunque encontramos trazos dispersos por sus obras hay un texto, “La prioridad de la democracia sorbe la filosofía”58, donde se explicitan sus detalles detenidamente. 55 Ibíd., 58. 56 Ibíd., 58. 57 Ibíd., 59. 58 Citamos de R. Rorty, Escritos filosóficos I. Objetividad, relativismo y verdad. Barcelona, Paidós, 1996, 239-266. 27 El ensayo supone una intervención de Rorty en el debate en la crítica de los comunitaristas a J. Rawls y su proyecto de una política no metafísica59. Lógicamente, Rorty tiene dos importantes motivos para ponerse en línea rawlsiana, a pesar de que en otras muchas ocasiones aprovecha los argumentos del comunitarismo en su lucha contra la tradición platónico-cartesiana-kantiana de la filosofía: uno, la propuesta política liberal de Rawls, que complace plenamente a Rorty; otro, que dicha propuesta política exige renunciar a la filosofía política, relegando la Filosofía al domino privado con la religión, la moral, la estética y todos los saberes orientados a la perfección del individuo. El argumento de Rorty, aunque no sea novedoso, es potente. Consciente de que el Estado liberal democrático se constituye conforme a la neutralidad religiosa, y por ello sólo se consolidad cuando consigue relegar la religión a la privacidad, superando la prolongada y cruel inestabilidad de las guerras de religión, Rorty propone un nuevo asalto, ahora a la Filosofía. Refiriéndose a Jefferson, a quien pone en el origen de la idea democrático liberal, afirma que “Consideraba suficiente privatizar la religión, considerarla irrelevante para el orden social pero relevante –y quizás esencial- para la perfección individual. Los ciudadanos de una democracia jeffersoniana pueden ser tan religiosos o irreligiosos como plazcan siempre que no sean fanáticos. Es decir, deben abandonar o modificar sus opiniones sobre cuestiones de importancia última, las opiniones que hasta entonces han dado sentido y razón a su vida, si estas opiniones comporta una acción pública que no puede estar justificada para la mayoría de sus conciudadanos”60. Estas convicciones profundas, que ayer tenía una raíz dominantemente teológica, hoy se apoyan en la Filosofía; por tanto, los mismos argumentos que justifican la neutralidad religiosa del Estado parecen valer para la neutralidad filosófica. La estabilidad y progreso de la democracia exige privatizar la filosofía. No duda que ésta jugó un papel importante, especialmente en el siglo XVIII, en la definición de la idea y en su defensa contra el absolutismo; pero entiende que en el momento actual es innecesaria (la idea ya cuenta con el mejor fundamento: la voluntad de los ciudadanos) y disfuncional (los irresolubles conflictos filosóficos transmiten sus guerras al dominio práctico público). Por otro lado, el principio filosófico que justifica la intervención política de la filosofía responde a la idea de que ésta cuenta con la verdadera idea del yo, que permite y determina una política destinada a construir un nosotros en que los individuos encuentren la plena realización de su naturaleza. Pero, como dice Rorty, si algo ha puesto de relieve la historia de la filosofía es el radical desacuerdo de los filósofos al pensar la naturaleza humana: “Filósofos como Heidegger y Gadamer nos han presentado consumadas concepciones historicistas del ser humano. Otros filósofos, como Quine y Davidson, han borrado la distinción entre verdades de 59 Formulada en su artículo “Justice as fairness: political not metaphysical”, en Philosophy and Public Affaire, 14 (1985): 225-240. Y ampliamente desarrollada en El liberalismo político. Barcelona, Crítica, 2003. 60 R. Rorty, Escritos filosóficos I . Ed. cit., 239-240. 28 razón permanente y verdades de hecho temporales. El psicoanálisis ha borrado la distinción entre la consciencia y las emociones de amor, odio y miedo, y con ello la distinción entre moralidad y prudencia. El resultado ha sido borrar la imagen del yo común a la metafísica griega, la teología cristiana y el racionalismo de la Ilustración: la imagen de un centro natural ahistórico, el locus de la dignidad humana, rodeado de una periferia fortuita y accidental”61. Sin el referente del yo, la política liberal, que gira en torno al individuo, queda ciega. Rorty lo advierte con lucidez: sin el yo, se rompe el vínculo entre verdad y justificabilidad: “El efecto ha sido una dolarización de la teoría social liberal”62. Polarización entre una posición absolutista, aferrada a la universalidad de los “derechos humanos inalienables”, aunque ya sin poder fundamentarlos en una teoría de la naturaleza humana; y una posición pragmatista, que asume los límites derivados del rechazo de la metafísica pero que necesita algún referente para poder distinguir las formas de consciencia individual respetables de las fanáticas. Este referente, que no es universal por no derivar de ninguna “naturaleza humana”, ha de ser “algo relativamente local y etnocéntrico –la tradición de una comunidad particular, el consenso de una cultura particular-. De acuerdo con esta concepción, lo que pasa por racional o por fanático es relativo al grupo ante el que creemos necesario justificarnos –al cuerpo de creencias comunes que determina la referencia al término nosotros”63. Rorty describe este desplazamiento como el abandono de Kant (“con un yo transcultural y ahistórico”) y el recurso a Hegel (con una idea de nuestra comunidad considerada como producto histórico). Frente a Dworkin, militante en el absolutismo, pone a Rawls y Dewey, que lo harían en el pragmatismo. Por tanto, una característica política fuerte del neopragmatismo sería la de romper con la ahistoricidad y universalidad de los derechos y referir éstos a creaciones de una comunidad histórica. Ahora bien, esta caracterización acerca en exceso el pragmatismo a los comunitaristas, y Rorty trata de fijar la diferencia. Los comunitaristas también reivindican el carácter contextual de los derechos, pero lo hacen en un marco filosófico distinto. En concreto, intentan fundar la comunidad política histórica en una “teoría del yo”; la identidad histórica, fuente de su legitimidad formativa y de sus límites, vendría apoyada en una teoría historicista del yo, construido en una historia en común, con lenguajes y valores compartidos. Frente a tal pretensión fundamentadora Rorty define con claridad su posición: “(Según el pragmatismo) el filósofo de la democracia liberal puede desear crear una teoría del yo que se compenetre con las instituciones que admira. Pero semejante filósofo no justifica con ello estas instituciones por referencia a premisas más fundamentales, sino al contrario: primero pone la política y luego crea una filosofía adaptada a ella”64. Tesis importante, que simboliza a la perfección el rostro 61 Ibíd., 241. 62 Ibíd., 241. 63 Ibíd., 241. 64 Ibíd., 243. 29 del pragmatismo; tesis que enuncia el “giro político” de la filosofía, que al fin reconoce que la verdad, la belleza, el bien, la justicia, etc., son construcciones de y en la polis; tesis, en fin, compatible con el espíritu de la democracia, cuya esencia es la renuncia a todo referente transcendente para poner como referente único la voluntad general, la voluntad de la mayoría e incluso la “opinión pública”. Y que le sirve para poner distancia con el comunitarismo, que acaba dando más importancia a la fundamentación de la comunidad en la teoría del yo que a la mera existencia contingente de las instituciones políticas. Un pragmatista consecuente, viene a decir Rorty, ha de ser liberal, pero no un liberal ilustrado, kantiano, sino un liberal postfilosófico: un liberal que acepta la democracia por la forma de vida y la cultura que defiende, por las libertades y derechos que garantiza; pero no por su adecuación a la naturaleza humana universal; ni tampoco por su adecuación al espíritu o naturaleza de una nación o etnia. Sus rotundas afirmaciones: “La verdad, entendida en sentido platónico como la comprensión de lo que Rawls llama “un orden que nos antecede y nos ha sido dado”, sencillamente es irrelevante para la democracia política. Y por lo mismo tampoco lo es la filosofía como explicación de las relaciones existentes entre un orden dado y la naturaleza humana. Cuando entran en conflicto, la democracia tiene prioridad sobre la filosofía”65. Y sin duda esta defensa se corresponde con un principio genuinamente liberal: es preferible dar a los hombres la ocasión de decidir su vida que intentar salvarlos. La presencia de la filosofía en la institución pública, en la política, es sospechosa, a ojos de Rorty, de la actitud mesiánica y redentorista; especialmente en la época postfilosófica, cuando la propia filosofía ha renunciado a su labor fundamentadora. De todas maneras, mantenemos una pregunta a la que no encontramos respuesta desde los textos de Rorty: ¿por qué no es posible fundar filosóficamente la primacía de la democracia en el dominio de lo público?. Sospechamos que una ilustración madura, que recupere su proyecto y se pertreche con la experiencia filosófica de su propia historia, podría hacer suyo el proyecto de que el bien para los seres humanos es pensar por sí mismos, lo que implica desde la libertad de expresión a las condiciones de independencia cultural y económica; y que pensar por sí mismos es la condición de la democracia que puede avalar la filosofía, frente a la democracia de la opinión y las razones de las encuestas. Un proyecto así no implicaría el regreso a fundamentos transcendentes y, al mismo tempo, apostaría por el compromiso filosófico con la política. 3.5. Pragmatismo y política. Una última caracterización de la propuesta pragmatista rortyana la haremos desde su ensayo Movimientos y campañas66, en el que nos ofrece su visión sobre las estrategias de las luchas sociales. En cierto sentido, el tema latente es el conflicto entre escepticismo y utopía, o entre 65 Ibíd., 261. 66 R. Rorty, “Movimientos y campañas”, en Pragmatismo y política. Barcelona, Paidós, 1998, 67-80 30 reforma y revolución; pero los escenarios rortyanos son siempre matizados, y merecen acercarnos a los detalles. En el que comentamos, el de las estrategias de intervención social, de nuevo se oponen una política filosófica a otra pragmática; y de nuevo Rorty usa todos sus recursos retóricos para embellecer la opción por las campañas y pintar de luto el dominio de los movimientos. Lo que equivale a decir que apuesta por la ingeniería social, por el reformismo, condenando sin piedad los gestos emancipadores y revolucionarios. Su propia definición de ambos conceptos es ya bien explícita. La campaña es la actitud reformista, y parece coherente con la renuncia al fundamento, a la voluntad de verdad, a lo absoluto, a las grandes ideologías omnicomprensivas que tanto desprecia el liberalismo de las últimas décadas, y que pertenecen al movimiento: “Por campaña entiendo algo finito, algo en lo cual podemos reconocer que hemos tenido éxito o en lo que, hasta ahora, hemos fracasado. En contraste, los movimientos ni tienen éxito ni fracasan. Son demasiado grandes y amorfos para que les ocurra algo tan simple. Comparten lo que Kierkegaard llamó “la pasión de infinito”. Ejemplos de movimientos serían el cristianismo, el nihilismo y el marxismo”67 El “movimiento” es la mirada del ideólogo, del filósofo de la historia, desde la pretensión de conocer el sentido de la totalidad, que a su vez aporta sentido a las partes. La “campaña” es la mirada de los objetivos concretos, de la aceptación de la fragmentación, tal que cada unidad o parte tiene sentido propio, sustantividad. El movimiento se apoya en “la literatura, la filosofía o la historia”, que aportan el contexto en el que tiene sentido “el nuevo ser en Cristo” de Pablo o “el nuevo hombres socialista” de Mao; las campañas prescinden de ellas, justificándose con la minimización del mal, con la solución de problemas puntuales. No es difícil ver aquí la oposición revolución versus reforma, aunque Rorty, con su bella retórica, juegue con las metáforas alternativas: “tomarse la temperatura espiritual” versus “enterarse de los detalles de la opresión”; o “preocuparse por ser suficientemente sofisticado” versus “preocuparse por el sufrimiento humano evitable”. A simple vista se ve que Rorty liga la actitud política de campaña con la llamada a la pluralidad, a la aceptación de un mundo fragmentado, irreducible a la unidad, sin lógica, sin sentido global, contingente, lleno de acontecimientos efímeros; un mundo donde algo se puede hacer, pero sin pretensiones de ordenarlo y sistematizarlo; y, sobre todo, sin pretensiones de dirigirlo. En cambio la posición política que llama “movimiento” queda cómplice de esas pretensiones totalizantes, globalizantes, sistematizantes, absolutizantes, etc., etc.. O sea, que de nuevo se enfrentan una posición política (movimiento) con pretensión de verdad, con voluntad determinante, con pasión de infinito, es decir, de corte epistemológico, a otra (campaña) que acepta la discontinuidad, que se confía a la intuición y a la sensibilidad, que cultiva la finitud del tiempo y la infinitud del momento, o sea, de corte estético. La primera se rinde a los encantos de 67 Ibíd., 70. 31 la lógica; la segunda, a los hechizos del genio. Adviértase, no obstante, que el espació público no es el lugar del poeta vigoroso, sino el del ingeniero social. La alternativa campañas frente a movimientos es una redescripción efectista de una situación real, de nuestro tiempo. No es necesario insistir en la crisis de las ideologías revolucionarias, de las alternativas globales; pero conviene destacar la presencia de otras crisis menos holísticas. Por ejemplo, la crisis de las concepciones de la justicia, de la solidaridad o del humanismo. La redescripción de la idea de justicia, como las de solidaridad o humanismo, consigue que no nos obliguen ya a una actitud general, más allá de determinaciones espacio temporales, étnicas, culturales o nacionales; más bien parecen exigirnos repuestas puntuales antes acontecimientos individualizados y contingentes. Esta fragmentación de la consciencia es una característica de nuestro tiempo, que merecería una amplia descripción; aquí nos conformamos con mencionar su existencia para ayudar a comprender el referente rortyano. A su pesar, con frecuencia sólo pone música filosófica a lo cotidiano, despreciando explícitamente buscar su sentido, sus causas, su explicación. Pero, eso sí, una música atractiva, seductora. Es difícil resistirse a los encantos de un discurso que con desparpajo llama a “combinar la vida contemplativas y la vida activa sin tratar de sintetizarlas. (...) a mirar hacia dentro de uno mismo o hacia fuera en días alternativos de la semana”68. Es difícil no admirar y desear una redescripción del mundo que promete una vida de novela: “Una multiplicidad de campañas tiene la misma ventaja que una pluralidad de dioses o de novelas: cada campaña es finita y siempre existe otra campaña en la que podamos alistarnos cuando la primera falla o se descarrila”69. Con la “experiencia histórica” no vivida pero sí infinitamente relatada por los vencedores, en que la revolución es el mal y el diálogo, los consensos, las reformas, paso a paso, es el bien posible, cuando Rorty dice ”la impureza en el movimiento acaba destruyendo a la persona; la impureza en la campaña es efímera, finita, pasajera, corregible por compensable” casi nos alegramos de oír lo mismo en un lenguaje más bello, en pura prosa poética. . Su rechazo de cualquier filosofía de la historia o comprensión de la naturaleza de un movimiento, cultual o social, en términos de ruptura o alternativa, le lleva a un planteamiento que fije la mirada en las continuidades y no en las rupturas: “Para abandonar el modernismo debemos empezar por pensar acerca de las similitudes, más que las diferencias, entre dónde estamos ahora y donde estábamos antes de Auschwitz o de la revolución francesa. Todavía tratamos de pensar formas de minimizar la injusticia y maximizar la igualdad. Tratamos aún de crear belleza, que pensamos, con Stendhal, como “promesa de felicidad”. Pero en estas tareas de creación de felicidad humana corriente y de generación de nuevas promesas de felicidad, no estamos, en realidad, en un proceso de emancipación o ilustración. Porque no existe una verdadera humanidad que deba ser emancipada ni una luz interior (llamada “razón” o 68 Ibíd.,72. 69 Ibíd.,73. 32 “consciencia”) a través de la cual esa emancipación sea posible. En lugar de seguir en ese punto a Hegel, deberíamos hacerlo con Darwin y Mendel y decir que la Historia o la Humanidad no poseen más teleología inmanente que la que tiene la vida. La evolución de la sociedad occidental ha sido, y continuará siendo, tan espasmódica, titubeante e impredecible como la evolución de los primates”70. Texto que, escrito con melancolía, implica una definitiva desautorización de la política. Sin duda, de la política como ideal de emancipación –¡no hay nada que emancipar!-, pues se apuesta por una vida de horizontes restringidos y controlados, limitación embellecida al ser presentada como aceptación de la finitud; pero también de la política de resistencia, dada su convicción profunda de que la democracia liberal es el límite de la esperanza. Por tanto, felizmente condenados a vivir en la democracia liberal, y a hacerlo, sean cuales fueren sus carencias, con la actitud de quien sabe que se sustenta en la contingencia, que no tiene “mejores” avales que los señores de la guerra, que sólo dispone de un título de legitimación: el que le otorga su propia sobrevivencia, la lucha por conservarla o conseguirla en cada vez más lugares del mundo. En su insistente propuesta de abandonar la pregunta por el significado y limitarnos a predicciones probables y a intervenir en ellas, llega a decir algo sorprendente en un pensador militante antiplatónico, a saber, algo semejante a lo decía Platón cuando, tras ordenar la división del trabajo en la ciudad, le preguntan qué ocurrirá si los de abajo no están conformes71. Esto decía Platon, y veamos qué dice Rorty: “Si abandonamos la suposición escondida de una teleología inmanente, debemos contentarnos con evaluar redescripciones por su utilidad más que por su madurez. Buscaremos redescripciones de los sucesos corrientes que importen para nuestras ideas sobre qué debemos hacer aquí y ahora (que nos ayuden en una campaña específica) y nos alejaremos de las redescripciones que sugieran que llegó el momento de abandonar el vagón de un movimiento para saltar al vagón de otro alternativo”72. O sea, buscar redescripciones útiles, o mitos útiles, ¿no es algo parecido?. 4. Deserción política y retórica filosófica. La propuesta política de Rorty es la democracia liberal, pensada como construcción histórica sin más vínculo que la expresión explícita de as voluntades individuales de adhesión; o sea lo que Hegel llamaba “sociedad civil”, respecto a la cual el estado era un aparato de coerción exterior, necesario pero enemigo. Aunque una lectura general de sus textos empuja a creer que está fuertemente escorado hacia la estética, hacia una filosofía amante de la literatura frente a 70 Ibíd.,76. 71 Platón, República, 415a. 72 R. Rorty, Pragmatismo y política. Ed. cit., 79. 33 otra amante de la ciencia (contraposición que usa con frecuencia y que alude al mismo escenario que comentamos), entendemos que su oferta final es la de un pacto de no agresión entre ambas. Ciertamente, insistimos, no es fácil olvidar su identificación del intelectual, el ironista liberal, con los “poetas vigorosos”, con los “políticos forjadores de estados”, y otras figuras epicopoéticas semejantes; ni, en el reverso, su identificación del filósofo convencional con el científico y el sacerdote, compartiendo la voluntad de control (del cuerpo o del alma, de la naturaleza o de la vida social). Pero, a pesar de ello, nos parece que, tras su estrategia de provocación sus textos dejan ver una propuesta conservadora: la vida part time del hombre, repartiendo su tiempo y sus esfuerzos entre el cuidado del sí mismo y la preocupación por el nosotros. El cuidado de las orquídeas, metáfora del culto a la creación de sí mismo, de la dedicación a la propia excelencia, del encantamiento del mundo privado, se conjuga con la admiración por Trotsky, símbolo de la entrega a la comunidad, de la lucha por la justicia y los ideales compartidos73. Dos mundos con dos principios de organización: el privado, donde la transgresión, la imaginación y el juego brotan reproduciendo su ámbito ideal, el de la indeterminación; el público, donde un sistemas de reglas compartidas, las del modelo liberaldemocráticas, aportan la estabilidad y garantías suficientes para una reproducción de la vida sin convulsiones. Es casi imposible no relacionar esta vida repartida con la mera positividad de la sociedad capitalista, donde el reino de la necesidad, del trabajo, proporciona las condiciones suficientes para que en el reino de la libertad, en el “tiempo libre”, cada cual protagonice sus fantasías y disfrute ante el espejo sus excelencias, en la realidad o en la ficción. Pero, sobre todo, es casi imposible no sospechar que este consenso sin reconciliación, esta coexistencia sin superación, (donde los opuestos son lo público y lo privado, que actualmente simbolizan la alternativa entre epistemología y estética), no es una simple idea feliz de un filósofo que ha accedido de forma privilegiada a la contemplación del paisaje eidético, al punto de vista de lo absoluto. Sospechamos, y esta es una tesis fuerte, que el movimiento romántico además de antiilustrado era anticapitalista, y ello porque el capitalismo en la etapa burguesa necesitaba del triunfo de la racionalidad –de la razón disciplinadora y ascética- en todos los niveles de la vida social, tanto en la fábrica (métodos de trabajo, sistematización y centralización de los programas, unificación de criterios, tecnificación de los procesos y de los discursos...) como en las horas libres (cualificación de la fuerza de trabajo, compatibilización de hábitos sociales con la disciplina laboral, ascética necesaria en la acumulación, sacralización del trabajo en línea weberiana...). Pero ese capitalismo burgués, de la producción, que forzaba en la consciencia social la dramatización del conflicto entre una vida racional y una vida estética, una vez metamorfoseado en capitalismo del consumo, requiere de un espacio social y cultural diferente: sigue, sin duda, necesitando de la racionalidad en la producción, y no es necesario aportar argumentos que 73 Ver “Trotsky y las orquídeas silvestres”, en R, Rorty, Filosofía y Futuro. Barcelona, Gedisa, 2002, 135-156. 34 resalten el gran salto que en este sentido se ha dado con la informatización y nuevas tecnologías en los procesos de trabajo; pero, en cambio, el capitalismo del consumo no necesita proyectar esta disciplina racional sobre los demás ámbitos de la vida (comportamiento políticos, hábitos culturales, formas de consciencia...); al contrario, ahora su reproducción necesita, junto al reinado de la razón y la ciencia en la fábrica, el triunfo de la estética en la organización de la “vida libre”. Es obvio que el capitalismo actual, que ha desvelado casi todos los secretos para la producción, hoy con potencial excedente, tiene su punto débil en el consumo. Dada la actual geo-economía, el capitalismo necesita incrementar sin descanso el consumo interno; no necesita ciudadanos, sino buenos, poderosos e insaciables consumidores. El mejor consumidor, además de su potencial de consumo, es el individuo maleable, que se deja seducir, que está siempre disponible para nuevas experiencias, nuevos ensayos, sin fidelidades ni lealtades, como un globo que siempre es susceptible de ser hinchado un poco más y que es insensible al gas que lo llena. 4.1. Deserción de la política. Es manifiesto que, con los textos en la mano, Rorty puede ser presentado –y a él mismo le gusta presentarse- como profeta de la deserción; y no es menos evidente su apuesta convencida por el orden político liberal. Cuando confiesa la admiración filosófica y el rechazo político que siente por Foucault frente a la coincidencia política y confrontación filosófica que tiene con Habermas, está revelando este problema y su propuesta de disolución: Foucault significa la deconstrucción de la filosofía (que gusta a Rorty) y de la política (que asusta a Rorty); Habermas significa la defensa de la política liberal (que Rorty aplaude) y de la filosofía (que Rorty teme): "De tal modo, la diferencia entre el intento de Habermas de reconstruir una forma de racionalismo y mi propuesta de que la cultura debe ser poetizada, no se refleja en ningún desacuerdo político. No estamos en desacuerdo acerca de la importancia de las instituciones democráticas tradicionales, o acerca de los modos de perfeccionamiento que esas instituciones requieren, o acerca de lo que se considera "estar libre de dominación". Nuestra diferencia atañe sólo a la imagen de sí misma que debe tener una sociedad democrática, la retórica que debe emplear para expresar sus esperanzas. Mientras que mis diferencias con Foucault son políticas, mis diferencias con Habermas son lo que a menudo se denomina "meramente filosóficas"74. Por tanto, la salida queda dibujada: deconstrucción de la filosofía en y para la defensa de la política. ¿Cómo es eso posible?. Parece incuestionable que Rorty milita en el frente de la deserción política de la filosofía; y no es menos seguro que todos sus esfuerzos apuntan a la defensa del liberalismo en su forma concreta de la democracia liberal americana. ¿Por qué renunciar a la filosofía como arma de lucha política?. Especialmente en el escenario por él elegido, el de una sociedad democrática, en 74 Ibid., 85. 35 la que el debate racional parece constituir su esencia, ¿no implica esa renuncia una especie de desarme? ¿Cómo la misma puede servir al afianzamiento y perpetuación de la democracia?. Esclarecer la posición de Rorty requiere clarificar esta paradójica estrategia de defender la política mediante la inmolación de la filosofía; exige comprender cómo la llamada a la deserción política de la filosófica, e incluso la deserción filosófica sin más, sirve a la consolidación y reproducción del orden político liberal por él defendido. Por eso hemos enfatizado cómo en sus textos confluyen, de manera cómplice, la batalla contra la fundamentación, que en su forma rortyana es la batalla contra la filosofía (él dirá contra la Filosofía), y la defensa positivista de lo dado, que se concreta en la democracia liberal occidental; hemos de revelar cómo en su pensamiento se unen, en inquietante cohabitación, el fin de todo pensamiento crítico de lo político (incluso el fin de la filosofía) y el culto a la sociedad capitalista. Se ha dicho, y yo creo que con razón, que Rorty es un “expoliador”. Se alude a que se habría apropiado del espacio construido por la deconstrucción y la genealogía, por Nietzsche y Heidegger, por Foucault y Derrida, por Davidson y Lyotard. Y, sobre todo, se le ha criticado el haberse apropiado de ese espacio de forma peculiar: no para conservarlo sino para ocuparlo y neutralizarlo de todo potencial crítico revolucionario. Ahora bien, hay razones para sospechar que, si ello ha sido posible, en buena parte se debe al carácter indefinido de ese espacio, a las indecisiones, ambigüedades e incluso renuncias de sus autores a darle, si no positividad, al menos dirección ideal. Rorty se encontró un espacio vacío, desertizado por el exhaustivo uso de la negatividad y la deconstrucción, por la aplicación sistemática de la devaluación genealógica y la desmitificación arqueológica. Una desertización tan potente que había negado tanto el presente como el futuro, tanto lo dado como lo posible, tanto lo positivo como lo ideal, en definitiva, tanto el capitalismo liberal como cualquier alternativa revolucionaria. Cuando la crítica abandona el escenario de confrontación entre capitalismo y comunismo, contradicción con alternativa, para instalarse en la lucha entre capitalismo y anticapitalismo, o entre burocracia capitalista frente a burocracia socialista, o cualquier otra formulación similar del conflicto, en las que ha desaparecido la alternativa por tratarse de una confrontación en el seno de una unidad sellada por el mal, sea éste llamado burocracia, tecnología, gestión etc.; cuando se produce ese desplazamiento, decimos, la subversión radical se vuelve perversa: afecta, devalúa las alternativas, pero deja intacto lo dado. La crítica sin destino había deslegitimado cualquier alternativa, presente o futura, real o ideal; había dejado un espacio vacío, donde con tonos poéticos se dibujaba la tragedia de la aceptación final por el hombre de que la emancipación de los dioses no le salva de su finitud. La época rousseauniana de la soledad, pues al fin “sólo los dioses están solos”, sólo ellos resisten el aislamiento ontológico, servía para elevar a épica la gran derrota del humanismo. Pues bien, en ese desierto sin horizontes, instalado como agujero negro del discurso, donde la derrota aún no significa renuncia, Rorty irrumpió con redoblado esfuerzo negativo, cerrando cualquier tentación de tomarlo como punto cero de una nueva esperanza, como punto de arranque libre e incondicionado de una nueva aventura del proyecto humano; dejó claro que no había sitio donde ir, pues cualquier sitio enunciable estaba ya, de antemano, afectado por la crítica, negado como lugar. Rorty, pues, banalizó la tensión del pensamiento negativo y deconstructivo, vació de sentido la resistencia sin esperanza de Adorno o Foucault. 36 Ahora bien, la audacia de Rorty, a nuestro entender, y donde radica su mérito, es en haber diseñado una forma de deserción alternativa a la común, filocristiana, orientada a reconocer el fracaso del proyecto humanista, renunciar a la comunidad política liberal como lugar de realización de la humanidad, y optar por ese diálogo imposible con el otro, sin posibilidades de comunicación (efecto de la crisis de lo universal) pero con esperanza de reconocimiento mutuo, de acercamiento, de compasión que redima nuestra culpa75. Rorty, con elogiable coherencia, no puede llorar la muerte de lo universal, no puede lamentar la consciencia de finitud del ser humano y, sobre todo, no puede atribuir a éste una culpa de raíz ontológica. Su propuesta, por tanto, es aceptar la situación y redescribirla en otro relato en el que la misma no parezca trágica. Al fin, viene a decir, si la filosofía, y especialmente en su figura final, la hermenéutica, ha mostrado que las interpretaciones refieren a otras interpretaciones, tal como la cebolla agotándose en sus capas, la pérdida de todo referente estable deja al individuo en condiciones óptimas para ser por fin, como los dioses, un gran artista, un creador. Y si el mal no tiene más objetividad que la que le prestan las imágenes de un relato, todo se reduce a crear uno con nuevas metáforas que nos liberen de su presencia. Queremos decir, en definitiva, que Rorty se cuidó de neutralizar los efectos imprevisibles de la desesperación de un agujero sin salida; con hábil retórica liberó el imaginario de la crítica de todo su simbolismo trágico, de su función de espejo negador de cualquier esperanza en las imágenes que sobre el mismo se proyectan. Su intervención fue definitiva: por un lado, radicalizó la desertización para impedir cualquier esperanza de construcción en su seno, extendiéndola a la propia razón deconstructiva, para evitar la tentación de habitar el desierto; por otro, mostró el desierto como el final inevitable de cualquier aventura crítica o deconstructiva, induciendo a no iniciar la aventura. Y, como añadido, vació de tensión trágica la desesperanza, mediante la consolación propiciada al no tener que ir a ninguna parte. La impotencia se soporta cuando nada tienes que hacer ni esperar76. Es como si el problema se resolviera contestando con claridad las tres cuestiones kantianas: ¿Qué puedo conocer?. Nada. ¿Qué debo hacer?. Nada. ¿Qué me es dado esperar? Nada. Parece como si las repuestas negativas y radicales desdramatizaran la cuestión ética por pérdida del sentido. Y es así, porque, en el fondo, desde Rorty podrían contestarse igualmente de forma invertida: “Todo. Todo. Todo”. ¿Qué más da?. Al fin son las preguntas las no pertinentes, las que han devenido obsoletas. Como ya hemos dicho, la realidad la decide el relato; por tanto, basta que los individuos se nieguen a que otros les escriban su historia y se decidan por fin a escribirla ellos, de modo que se identifiquen felizmente con el personaje. 75 Es la línea, por ejemplo, de E. Levinas, en El humanismo del otro hombre (Madrid, Caparrós, 1998), o Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad (Salamanca, Sígueme, 1995), entre otros. 76 Recordemos la idea nietzscheana del “nihilismo consumado”, comentada en el capítulo anterior. 37 La topografía resultante quedaba así descrita: aquí, lo dado desautorizado, deslegitimado, desfundamentado; pero, más allá, e igualmente desautorizado, deslegitimado y desfundamentado, cualquier proyecto de esperanza. Ante ese escenario, y dado que la misma razón que desautoriza, deslegitima y desfundamenta está ella misma desautorizada, deslegitimada y desfundamentada, la conclusión que parece imponerse, que no inferirse o deducirse, es la inhibición, la renuncia, la radical deserción. La filosofía rompe su compromiso de negar la realidad al pensar que al final de la negación sólo se encuentra lo mismo e igualmente desautorizado; y, de esta manera, sin quererlo, casi sin enunciarlo, se impone el respeto a lo dado; y lo dado exitoso es el capitalismo liberal. La reflexión (anti)filosófica) lleva a Rorty a proponer la deserción; y esta deserción resultará la mejor estrategia de defensa del orden liberal. Rorty ha comprendido que la mejor defensa del orden liberal no radica en la argumentación filosófica, enfrentada a otras argumentaciones alternativas; la mejor defensa, para Rorty, pasa por renunciar a las armas filosóficas, deconstruir cualquier esperanza depositada en ellas, aceptar la ceguera de la lucha, de la historia, o sea, dejar la política en manos del juego del poder (que se embellece llamándolo naturaleza, opinión libre, instintos individuales e identitarios, deseos y proyectos propios...) que ya se vale a sí mismo para reproducirse. La filosofía, por tanto, en su autorenuncia, sirve a la política liberal sin declarar su compromiso con ella; la nueva estrategia pasa por publicar su impotencia cognitiva y normativa, por persuadir de que el orden público no es su sitio, de que su destino es la retirada a las tierras de hibernación. 4.2. Deserción de la filosofía. Tras señalar que Locke con su descripción de los procesos mentales y Descartes con su concepción de la mente como sustancia pensante inauguran la filosofía moderna que culmina con Kant; y tras resaltar que Nietzsche y W. James alzaron su voz sin éxito contra esa concepción; dirá que más tarde Wittgenstein, Heidegger y Dewey iniciarán la verdadera y exitosa rebelión. Pero, eso sí, tras un primer momento de militancia en la idea de filosofía como teoría de la representación, intento que aunque se proponía como innovador y rupturista, en el fondo no superaba la matriz, la forma “filosofía”. Sólo en un segundo momento, el de la lucidez, cada uno desde su posición pero con miradas confluentes, inaugurarán un discurso exterior a la filosofía y antifilosófico: “Cada uno de ellos terminó considerando que sus primeros esfuerzos habían estado mal dirigidos (...) Todos ellos, en sus obras posteriores, se emanciparon de la concepción kantiana de la filosofía en cuanto disciplina básica, y se dedicaron a ponernos en guardia frente a las mismas tentaciones en que ellos habían caído. Por eso sus escritos últimos son más terapéuticos que constructivos, más edificantes que sistemáticos, orientados a hacer que el lector se cuestiones sus propios motivos para filosofar más que a presentarle un nuevo 38 programa filosófico”77. Nótese que no se trata de invitar al lector a cuestionarse sus creencias y convicciones, sus criterios y métodos, cosa que sería una invitación a la filosofía, sino a cuestionarse “sus propios motivos para filosofar”, es decir, sus motivos para someter a crítica sus opiniones, para justificar sus decisiones, para argumentar sus puntos de vista..., todas ellas reglas o exigencias de la “filosofía”. No tenemos, pues, la menor duda de que se trata de una invitación a la deserción. Páginas más delante de forma clara nos dice el objetivo de la obra: “El objetivo de la obra es acabar con la confianza que el lector pueda tener en “la mente” en cuanto algo sobre lo que se debe tener una visión “filosófica”, en el “conocimiento” en cuanto algo que debe ser objeto de una “teoría” y que tiene “fundamentos”, y en la “filosofía” tal como se viene entendiendo desde Kant” 78. Y momentos después, tras aludir a los pasos dados recientemente por la filosofía analítica, la filosofía del lenguaje, la epistemología y la filosofía de la ciencia (pasos que, en las descripciones rortyanas de los mismos, son vías de fuga), manifiesta su convicción de que aún pueden darse algunos pasos más, o sea, que la fuga o deserción aún puede radicalizarse: “Estos pasos adicionales, pienso yo, nos colocarán en situación de criticar la misma idea de “filosofía analítica”, y hasta de la misma “filosofía” tal y como ha sido entendida desde la época de Kant”79. Podría argüirse que se alude y deja la puerta abierta a otro tipo de filosofía, alternativa y radicalmente descontaminada de la kantiana. Es cierto que Rorty con frecuencia dirige su crítica a la “Filosofía” al tiempo que anuncia un espacio para la “filosofía”. Pero no deberíamos dejarnos deslumbrar por esa salida, pues resulta como mínimo extravagante hacer pasar por filosófico un discurso que no aspire a dar cuenta del estatuto del pensamiento, del fundamento del conocimiento y, en definitiva, de la verdad epistemológica o mortal. Las representaciones meramente terapéuticas pueden tener su encanto, y puede haber buenos motivos para cultivarlas; pero nunca serán motivos “filosóficos”. La filosofía surgió en defensa de la episteme y contra la hegemonía de las doxae; podemos comprender los motivos para abandonarla o serle infiel, pero no encontramos ninguno para travestirla. ¿Por qué llamar filosofía la retórica?. Al fin, si se trata de un recurso retórico para dignificar ésta, no parece necesario: el precio de cotización de lo filosófico es tan bajo que no sirve de camuflaje. ¿Por qué no ser radical y coherente y conceder a la retórica el cetro y corona que ayer pretendía la filosofía?. Personalmente nunca he dudado de que hay una “retórica buena”, como defendía el propio Gorgias. Lo perverso es rebautizarla de filosofía, aunque sea con la falsa humildad de la “f”. ¿No es seguir manteniendo los dioses?. Y si 77 R. Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza. Ed. cit., 15. 78 Ibíd., 16. 79 Ibíd., 17. 39 no hay más remedio que mantenerlos, por qué huir de los del Olimpo y ponerse en brazos de nereidas, furias, ninfas y, sobre todo, lares y penates?. Porque, en el fondo, éste es un argumento muy presente en Rorty. Viene a decirnos que la vieja pretensión de verdad de la filosofía es mera ilusión, cuando no apologética camuflada de algún dios: “Todos ellos (Wittgenstein, Dewey, Heidegger) nos recuerdan que las investigaciones de los fundamentos del conocimiento o de la moralidad o del lenguaje o de la sociedad quizás no sean más que una apologética, un intento de eternizar un determinado giro lingüístico, práctica social o auto-imagen contemporáneos”80. Y añade, con sorprendente ingenua impunidad, que apologética por apologética no elijamos la de la filosofía, que escojamos otra que nos agrade más. Porque, lo curioso, es que Rorty no renuncia a un discurso edificante. Incluso llega a dividir la filosofía en mala o “sistemática” y buena o “edificante”81. Claro, si el problema es, como él sugiere y como estamos dispuesto (en gran medida) a concederle, elegir entre dos concepciones de la vida, una “dominada por el ideal de conocimiento objetivo” y otra por de “desarrollo estético”82, la cuestión es: ¿con qué instrumento o criterio decidir?. Si con la filosofía, Rorty sospecha con razón que la batalla está amañada y perdida; por tanto, lo considera un procedimiento viciado y obsoleto. Pero, si es con la retórica, con el lenguaje “espontáneo” del ágora, nos tememos que el combate esté igualmente amañado y decidido, aunque esta vez a favor del principio de placer. Esta es una cuestión importante, pues es obvio que consciente o inconscientemente hemos de optar entre una vida regulada según criterios de racionalidad u otra conforme a patrones estéticos. Además, es importante para comprender a Rorty, pues buena parte de su discurso es una estrategia para forzar la opción estética de la alternativa. Por un lado, desautorizando la racionalidad de todos los modos posibles, recurriendo a todas las críticas, escépticas, deconstructivista o irracionalista que encuentra en la historia de la filosofía; y, en especial, desautorizando a la razón, por ser juez y parte, como instrumento válido para ejercer la opción entre ética y estética. Por otro, embelleciendo de mil maneras la opción estética y, aquí sí, ocultando la parcialidad de usar el sentimiento, el deseo o la espontaneidad como instrumento de decisión de la gran alternativa. Tenemos la consciencia de no estar exagerando en absoluto el uso retórico que del lenguaje hace Rorty, y que por otra parte es un uso coherente con su posición filosófica general. La deriva retórica de la filosofía enlaza con el escenario del “giro pragmático” en el lenguaje, que permite a los filósofos más audaces militar en la tesis de que el lenguaje es retórica. Tesis que se deriva, directamente, tanto de la inconmensurabilidad entre los distintos juegos de lenguaje como del 80 Ibíd., 18. 81 Ibíd., 20. 82 Ibíd., 21. 40 carácter práctico (no cognitivo, ni expresivo, ni comunicativo) del lenguaje, tal que cada lenguaje es visto como una práctica más, una manera peculiar de relacionarse los individuos de una comunidad entre sí y con lo otro; si se prefiere, los lenguajes son instrumentos particulares de dominio. Pues bien, Rorty no duda en confesar el carácter retórico de todo discurso. Aunque él monta el suyo sobre un escenario donde coexisten indiferentes e inconmensurables una pluralidad de léxicos o formas de vida, en rigor no oculta su militancia en uno de ellos y, en ese sentido, no disimula que su defensa del mismo no respeta nada, ninguna gramática, ninguna moral, ningunos principios. Todo es cuestión de fuerza, de discursos que se enfrentan con su mejor carga seductora, con sus mejores ofertas, con sus mejores estrategias de combate. Todo, pues, conscientemente ajeno a la filosofía. Veámoslo en algunos textos confesionales. En el primero describe su actitud retórica, renunciando a los argumentos y recurriendo a los efectos seductores: “De acuerdo con mis propios preceptos, no he de ofrecer argumentos en contra del léxico que me propongo sustituir. En lugar de ello intentaré hacer que el léxico que prefiero se presente atractivo, mostrando el modo en que se puede emplear para describir diversos temas. Más especialmente, en este capítulo describiré la obra de Donald Davidson en el terreno de la filosofía del lenguaje como la manifestación de una buena disposición para excluir la idea de una “naturaleza intrínseca”, una buena disposición para hacer frente a la contingencia del lenguaje que empleamos”83. En este otro, en un momento en que se dispone a hablar de la comunidad liberal, no duda en explicitar su estrategia: de fuerza y no de razón, aunque sea de la fuerza de las palabras: “De tal modo, mi estrategia consistirá en intentar hacer que el léxico mediante el cual se expresan esas objeciones (a su propuesta de comunidad liberal) tenga mal aspecto, modificando de esa manera el tema, en lugar de conceder al que formula la objeción la elección de las armas y el terreno entrando de frente a sus críticas”84. Parece que todo vale. La victoria se decide por la capacidad para elegir-imponer el tablero, por dictar las reglas de juego. La filosofía es asumida como retórica, con ánimo de seducir, de imponer una creencia o actitud (un “léxico”), sin voluntad de verdad. Davidson, fuente habitual de autoridad, le protege contra cualquier crítica. Se libera así de cualquier compromiso de búsqueda de la verdad, de objetividad de la interpretación, de aceptación del mejor argumento, etc. Todo vale para hacer atractiva la propuesta de nuevo léxico. Podríamos aportar otros muchos textos, pero no vale la pena insistir en lo obvio. Nos parece ahora más relevante plantear la cuestión: ¿cómo encaja esto en su estrategia?. En concreto, ¿cómo justificar el liberalismo desde una mirada ironista y una opción retórica?. Porque para valorar la opción rortyana por la retórica no basta su explícita “profesión de fe”; hemos de 83 R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad. Paidós, Barcelona, 1991,, 29. 84 Ibíd., 63 41 mostrar el uso que hace de la misma. Como ya hemos advertido, Rorty juega casi siempre con discursos de múltiple registro. Por ejemplo, en su descripción del ironista solapa los discursos que, con imágenes nietzscheanas, corresponderían al “camello”, al “león” y al “niño”. Efectivamente, pone con fuerza el discurso de renuncia triste, deconstructor, rebelde, de negación total, acumulando rechazos escépticos y pragmáticos contra la razón; consigue que aíslen y silencien los argumentos del deber, de la necesidad, de la universalidad, de la fe en la razón; y simultáneamente que interfieran sus ondas con el discurso del militante ingenuo, inocente, que simplemente dice sí, me gusta, quiero, y cuya espontaneidad y frescura deviene irresistible atractivo ante la cansina alternativa entre la voluntad y la imposibilidad de verdad. La voz del niño, sin verdad (y sin error), sin justicia (y sin culpa), sin necesidad (y sin ley), parece aquí la voz de la retórica, que emerge entre la desertización de los dominios de la voz del león y la esterilización de la ruta mil veces repetida del camello. La negación de la repetición sin salida abre un hueco: cuando no hay lugar adonde ir, el silencio invita a quedarse en el origen. La voluntad de querer, de afirmar -de autodescripción, de autoconstrucción, en el léxico rortyano-, tiene mucho que ver con el culto al individualismo, la elección y la opinión en el capitalismo liberal. Esta mezcla de registros, con los apropiados embellecimientos de unos u otros, forma parte esencial de la retórica rortyana. No se trata, como hace Gorgias en el Gorgias, de usar la retórica buena al servicio de la verdad o el valor; se trata de seducir contraponiendo rostros alternativos, debidamente maquillados, para forzar el gusto. Por eso, si afinamos nuestro oído, aún podremos aislar otras vibraciones, otras ondas de baja frecuencia que, incontaminadas, atraviesan el sonido de los discursos. Nos referimos al objetivo profundo, casi inconsciente, de búsqueda de impunidad, que en registro de máxima frecuencia aparece constante en sus textos. Porque, al fin, parece que todo, la batalla anacrónica contra la metafísica y la arbitraria apuesta por la democracia liberal, la rebelión contra la razón y el elogio atropellado de la retórica, la desmitificación de lo real y la sacralización del lenguaje, todo, decimos, parecen pretextos o fines instrumentales para reivindicar la impunidad de la única manera segura posible: haciendo imposible el Juicio Final, quitando el sentido a la historia, a la razón y al decir mismo. Para acabar esta reflexión, retomemos la cuestión de la gran alternativa, entre ética y estética. Hemos de reconocer a Rorty que la misma no puede hacerse desde el discurso de la racionalidad, que en el fondo está a debate; pero no deberíamos concederle la ventaja de aceptar que se decida en el horizonte de los discursos estéticos. En todo caso, particularmente creemos que Rorty tiene los vientos a su favor (entre otras cosas porque su filosofía sopla siempre a favor del viento). Pero no por sus argumentos antiracionalistas o por su apuesta retórica por los “poetas vigorosos” como arquetipos, sino porque, aunque Rorty se empeñe en silenciarlo, la alternativa triunfante no se decide en el debate filosófico, sino en otras esferas; la decisión tiene lugar en la oscuridad del capitalismo contemporáneo. El hecho mismo de que ayer no se cuestionara a la razón la legitimidad de decidir la forma de vida, incluida la forma estética de vida, y hoy todo esté a favor de destituirla, no puede explicarse –desde los mismos presupuestos rortyanos- desde el progreso del conocimiento y de la autoconsciencia. Nos parece que la explicación hay que buscarla en el sistema d producción. Ayer, en la fase productivista o burguesa del capitalismo, la razón era considerada apropiada para decidir dichas opción (sin duda por la mayor adecuación con la ideología burguesa), actualmente, en la fase postburguesa, la forma de vida estética es más consistente con la sociedad de consumo. En el momento 42 burgués la vida “filosófica” se orientaba al orden, la regularidad, la sistematización, la unidad, la igualdad, la autodeterminación; y, por tanto, la responsabilidad, la ascesis, el dominio del hombre sobre las cosas, sobre el mundo, sobre su alma; en el momento postmoderno tiene mucho más atractivo un discurso que convierta en regla propia la fragmentación, la inconsistencia, la fragilidad, la indeterminación y la espontaneidad; y, por tanto, que estimule la voluntad, el hedonismo, la ausencia de deberes, las relaciones frágiles, es decir, una vida estética o poética. Para nosotros, pues, la opción por la vida ética o estética es ilusoria, porque la respuesta enmascara su determinación por el sistema económico. Pero reconocemos a Rorty la lucidez de su defensa partidista. 43