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PANORÁMICA GENERAL DE LA POLÍTICA EXTERIOR
ESPAÑOLA DEL SIGLO XVIII (1715-1789)
La diplomacia del siglo XVIII viene determinada, al menos en el ámbito occidental y
ultramarino, por el enfrentamiento por la hegemonía entre Gran Bretaña y Francia,
enfrentamiento que se desarrollaría entre 1689 y 1815. No obstante, esta cronología no
responde bien al papel desempeñado por España, ni en sus orígenes ni en su conclusión.
Más adecuado nos parece, para este objetivo, plantearnos el “ciclo corto” de la pugna
francobritánica, comprendido entre 1715 y 1789. En él, la política exterior hispana
muestra una cierta unidad, a la vez que se inscribe en un sistema diplomático, el del
“balance of powers”, que será transformado a partir de la Revolución Francesa y la
eclosión de los sentimientos nacionalistas.
La cronología de partida indica a la paz de Utrecht como referencia. La guerra de
Sucesión a la corona española se saldó precisamente con aquello que Carlos II trató de
evitar con su testamento: la desmembración de la Monarquía Católica. En virtud de los
diversos tratados concluidos entre 1713 y 1715 en Utrecht y Rastatt, Felipe V se aseguró
la corona y con ello la instauración de la dinastía borbónica en el trono español, pero
hubo de pagar por ello un alto precio: la pérdida de los territorios italianos y flamencos
de la Monarquía (que pasaron, en su mayoría, a Austria) así como la entrega de
Gibraltar y Menorca a Gran Bretaña. Esta última concesión iría unida a la de los
privilegios comerciales del Asiento de negros y del Navío de Permiso que, legalmente,
venían a fracturar el viejo monopolio castellano sobre el comercio indiano.
Con estas condiciones, la monarquía española, con una nueva realidad geoestratégica,
podía optar por dos seguir dos caminos: o bien asumir el dictado de Utrecht o, por el
contrario, tratar de denunciarlo en función de sus posibilidades. De entrada podemos
concluir que España (y el contencioso acerca de Gibraltar permite demostrarlo aún en la
actualidad) nunca optaría por la primera vía. Elegiría, desde el principio, la segunda, si
bien, a lo largo del siglo, ésta conocería una notable evolución, determinada por el
cambio en el objetivo prioritario de la denuncia. Si hasta finales de la década de los
treinta el centro de las reclamaciones se centra en Italia (básicamente pues en la
denuncia del tratado de Rastatt), por lo que ha podido hablarse de “irredentismo
mediterráneo”, a partir de entonces, paulatinamente, va cambiando el núcleo en el que
cercenar las condiciones de la paz (ahora centrado en lo acordado en los tratados de
Utrecht). A partir de la gestión de José Patiño, serán los intereses ultramarinos y
americanos los prioritarios y, por tanto, no Austria sino Gran Bretaña el rival central. Se
iniciaba así el denominado “realismo” de nuestra diplomacia dieciochesca,
esencialmente vigente hasta 1789, incluso hasta 1793 o, en último término, hasta el 2 de
mayo.
Esta división bipartita de la política exterior española del siglo XVIII es la tradicional.
En cualquier caso, tal distinción sólo contempla el horizonte de los objetivos y no tanto
el de los recursos con que intentar satisfacerlos. Por ello creemos conveniente introducir
un matiz, presente en algunos tramos de la diplomacia ilustrada hispana: la
compatibilidad de una diplomacia activa con un reformismo interior que, mutuamente,
se alimentaran.
La diplomacia de Felipe V. Entre el irredentismo y el realismo
Sea como fuere, en 1715 la monarquía inició una diplomacia reivindicativa. Podría
sorprender esta agresividad luego de la depresión barroca y con una guerra civil recién
concluida. O obstante, aquella crisis había empezado a superarse antes de lo que parecía
y el reformismo impuesto para hacer frente a las urgencias de la contienda había
introducido cierta racionalidad administrativa. Además, la guerra no había afectado
gravemente al tejido productivo a la vez que se asistía a una sensible recuperación del
flujo metalífero proveniente de América.
Sobre esta sorprendente fortaleza la monarquía puso en marcha su política irredentista
o revisionista. Sus grandes protagonistas serían la reina, Isabel de Farnesio y su hombre
de confianza en estos primeros años, el abate Julio Alberoni. Mucho se ha escrito, a
partir de esta realidad, si el irredentismo respondía a un horizonte diplomático objetivo
de la diplomacia española o, por el contrario, tan sólo a los anhelos personales de la
reina italiana y a los sueños protonacionalistas del abate. Que la política italiana había
sido parte esencial de la diplomacia hispana anterior es un hecho, incluso de la del
propio Felipe V (como demuestran sus dos matrimonios italianos). Pero, aceptado esto,
debe reconocerse que desde 1715 y al menos hasta 1728, los intereses españoles en
Italia, aun siendo auténticamente nacionales en su origen, se revistieron de un
protagonismo excesivo, por dos razones: por que suponían un menor esfuerzo en otros
intereses internacionales vitales para la monarquía (el comercio ultramarino,
América…) y por que detraían un volumen de recursos que ralentizarían el programa de
reformismo regenerador de la Península.
Con Alberoni se aplicaría un primer revisionismo, caracterizado por su fuerte
agresividad y su final soledad diplomática, defectos estos que parece no deben
imputarse tanto al abate como a la impaciencia de los monarcas. Las iniciales
recuperaciones de Cerdeña primero (1717) y Sicilia después (1718) fueron
drásticamente respondidas por la Armada británica en lo militar y por la Cuádruple
Alianza (Austria, Gran Bretaña, Holanda y Francia) en lo diplomático. La negativa del
rey a aceptar el ultimátum de ésta hizo inevitable la guerra. Finalmente, España vio su
territorio invadido, hubo de evacuar las islas ocupadas y exonerar a Alberoni.
No obstante, Madrid arrancó un reconocimiento anglofrancés de los derechos del
príncipe D. Carlos (futuro Carlos III) sobre los ducados de Toscana, Parma y Plasencia
que serviría de plataforma desde la que seguir reivindicando cambios en el mapa itálico.
Precisamente las dilaciones de Londres y Versalles en el cumplimiento de su
compromiso llevaron a la monarquía a un nuevo y alambicado proyecto diplomático: la
negociación directa con el Imperio en Viena a través del barón de Ripperdá, auténtica
misión imposible dada la desproporción entre lo reclamado y lo ofrecido así como por
la reprobable conducta del barón, excediendo el margen de maniobra de sus
instrucciones. Caído Ripperdá, aún se mantendría algún tiempo la opción de la alianza
austriaca pero, disuadido Madrid del desinterés de Viena, reorientaría su demanda hacia
el apoyo de Gran Bretaña y Francia como evidencia la Convención de El Pardo
(1728).
Hasta ahora los afanes hispanos de recuperación en Italia sólo habían cosechado
fracasos, obligando a un cambio notable en la acción exterior que le infundiera una
mayor practicidad. El Tratado de Sevilla (1729) concluido con Francia y Gran Bretaña
supone, en este sentido, un hito: era un primer eslabón del “realismo” político, que
intentaba volver la mirada hacia los intereses indianos y oceánicos, en los años
anteriores descuidados. La nueva aproximación a Londres y a través de éste, a Viena, ya
con Patiño como responsable de la diplomacia, hizo posible el primer fruto tangible de
la diplomacia dieciochesca: la presencia de D. Carlos en Italia para gobernar sobre
Toscana, Parma y Plasencia (Tercer tratado de Viena, 1731). Lo no conseguido en
1718, ni en 1727, se alcanza ahora: reaparecer en la política italiana.
La presencia en Italia propició la entrada de España en la guerra de sucesión de
Polonia y la aproximación a Francia consagrada por el Primer Pacto de Familia
(1733). Las campañas militares permitieron ocupar Nápoles y Sicilia, a la postre
convertidas en el Reino de las Dos Sicilias, monarquía para D. Carlos. Pero la firma de
la paz separada por Francia obligó, en virtud de la Paz de Viena (1738), a ceder los
derechos sobre Toscana, Parma y Plasencia. Para Patiño era un serio revés por que,
además, el nuevo mapa europeo, al aislar a Gran Bretaña, la empujaba como salida
natural al choque contra España, algo a lo que también coadyuvaba el rigor hispano en
la defensa de sus intereses coloniales. Pero el canciller ya no lo vería: había muerto en
1736.
En 1739 la guerra que Patiño temía estalló. Para grata sorpresa de Londres, al inicio
de la guerra de la “oreja de Jenkins” la diplomacia hispana (ahora dirigida por el
marqués de Villarias) no contaba con el apoyo diplomático y militar francés. La soledad
española y los éxitos británicos (como la toma de Portobello, 1739) cubrieron al
gobierno británico de optimismo e hicieron reconsiderar su posición a Francia. La
coyuntura se oscurecía para Gran Bretaña cuando, con la muerte del emperador
Carlos VI en 1740, la guerra se mezcló con la de sucesión de Austria. El “realismo” se
desorientó al volver a convertirse Italia en el escenario central.
Francia y España reafirmaron su alianza (Segundo Pacto de Familia, 1743) pero
Versalles la volvería a dislocar como consecuencia de su aproximación al enemigo
saboyano. Con la guerra en marcha y sumidos en el recelo ante la conducta gala murió
Felipe V (1746).
La diplomacia de Fernando VI. La neutralidad
Con el cambio en el trono se suscitaron nuevas expectativas en política exterior.
Fernando VI mostró desde el principio sus deseos de paz pero también de salir airoso de
la guerra, es decir, logrando para su hermanastro D. Felipe un establecimiento digno en
Italia.
El nuevo canciller José de Carvajal, intentaría alcanzar una paz separada en la que los
intereses prioritarios ya no serían los italianos (como la marcha de la guerra había
marcado en los últimos años) sino los indianos y marítimos. Al no prosperar este
objetivo sería Francia quien, en 1748, como antes en 1735, alcanzara la paz separada
con las potencias marítimas, imponiéndola a su aliado español.
La Paz de Aquisgrán (1748) indignó a los políticos españoles: no se recuperaba
Gibraltar y el establecimiento obtenido para D. Felipe (Parma, Plasencia y Guastala) era
modesto. Pero lo más espinoso era el mantenimiento de los aborrecidos privilegios
comerciales británicos en América: el Asiento y el Navío. Carvajal actuó enérgicamente
ante Versalles logrando, al final, limitar su duración al tiempo pendiente de cumplir al
comienzo de la guerra.
Al menos el país estaba en paz y podía iniciar una diplomacia conciliadora tendente a
dotarlo de una paz estable, necesaria para el preciso reformismo regenerador. Es éste el
objetivo de la diplomacia de Carvajal, apoyar desde la acción exterior la paz que
fortaleciera a la Monarquía, intentando “neutralizar” ámbitos que pudieran ser
conflictivos para España ante un nuevo estallido bélico internacional: en esta línea se
inscriben el acuerdo con Portugal para la delimitación de fronteras en América y el
suscrito con Gran Bretaña, con la definitiva supresión del Asiento y el Navío de
permiso, ambos firmados en 1750, o el tratado de 1752, cerrado con Saboya y Austria
para “neutralizar” Italia.
Para cuando el nuevo conflicto internacional, la guerra de los Siete Años, estalló, ni
Carvajal ni su colega, Ensenada, estaban ya en el gobierno y la “neutralidad
fernandina”con tanta tenacidad mantenida, se desvirtuó. Es cierto que con Wall al
frente de la diplomacia se mantuvo al país en paz pero el reformismo regenerador que el
tándem Ensenada-Carvajal había alentado se paralizó. Aquella diplomacia activa dio
paso a un proceso de aislamiento, agravado por la enfermedad del rey hasta su
desaparición (1759) en el momento decisivo de la guerra.
La diplomacia carolina
Carlos III se convertía en rey de España en un momento diplomáticamente crítico.
Intentaría mantener la neutralidad hispana pero era consciente de que el expansionismo
británico había roto, con su triunfo aplastante sobre los franceses en Canadá, el
equilibrio de poder atlántico y americano.
Parecía políticamente preciso ir a la guerra pero ni se había mantenido el esfuerzo
interno para llegar a ella en las mejores condiciones ni fue aquel (1762) el momento
más oportuno cuando el triunfo británico era ya irreversible.
Las derrotas (pérdida de La Habana y Manila) demostraron la fragilidad del sistema
defensivo y la necesidad de retomar el impulso reformista interior.
Para entrar en el conflicto, la Monarquía había cerrado una nueva alianza con Francia,
el Tercer Pacto de Familia (1761) por lo que las monarquías borbónicas accedieron
unidas a la Paz de París (1763). Para recuperar La Habana y Manila hubo de cederse
Florida a Gran Bretaña, compensado por ello Francia a España con la entrega de la
Louisiana.
Los años posteriores mantuvieron la alianza francohispana aunque algún incidente
como la crisis de las Malvinas (1770) evidenciara que no se hallaba establecida en pie
de igualdad.
De la condición de gregaria de Francia pretendería sacar a la diplomacia española
desde 1777 el conde de Floridablanca, retomando una política exterior más nacional
(en la línea de la diplomacia del primer gabinete fernandino) que fuera aparejada por el
citado impulso reformista. La ocasión para manifestarlo vendría dada por la guerra de
Independencia norteamericana. Dados los diferentes intereses de los aliados borbónicos
(España con una fuerte presencia en Norteamérica y Francia despojada de su presencia
allí), Madrid apoyó a los colonos solapadamente y sólo entró en guerra con Gran
Bretaña en 1778, fracasado todo intento de mediación, luego de que lo hiciera Francia.
La colaboración hispana en la independencia estadounidense resultaría más significativa
de lo que la historiografía ha venido atribuyéndole.
La política de Floridablanca alcanza cierto éxito territorial con la Paz de Versalles
(1783) que pone punto final a la guerra norteamericana. Se recuperaban Menorca,
Florida y Honduras. Era la paz más positiva para la Monarquía desde hacía mucho
tiempo pero, además de perpetuar la frustración de Gibraltar, abría muchas
incertidumbres que los nuevos tiempos revolucionarios habrían de desarrollar. El
intento de Floridablanca por conservar el “statu quo” internacional derivado de la paz
de 1783 se vería, desde 1789, reducido a la nada ante la enorme convulsión suscitada
por la revolución en Francia.
Se cerraba toda una época y el balance resulta un tanto ambiguo: la diplomacia
española del siglo XVIII había sabido sobreponerse y, al menos territorialmente, la
situación de 1789 era, con claridad, más favorable que la de 1715. No obstante, el grado
de éxito o fracaso diplomático se vincula claramente con la vitalidad del estado al que
sirve y ello nos sitúa, para nuestro siglo ilustrado, ante los límites y las contradicciones
del Antiguo Régimen.