Download La España del siglo XVIII La política europea en el siglo XVIII. Los r
Document related concepts
no text concepts found
Transcript
La España del siglo XVIII La política europea en el siglo XVIII. Los reinados de Felipe V, Felipe VI, Carlos III y Carlos IV El testamento de Carlos II, que estipulaba la sucesión al trono de España del duque de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia, se revelará uno de los testamentos más importantes de la historia mundial. Con él, se ponía fin a una larga etapa de la historia de España, regida por la Casa de Austria, y se afirmaba un nuevo capítulo, que se dará en llamar “la España de los Borbones”. El paso de una etapa a otra no se dio de forma pacífica: el nombramiento del duque de Anjou como rey Felipe VI de España dio lugar a una guerra difícil que oponía a los partidarios de Felipe VI en el trono de España a los partidarios del Archiduque Carlos, hijo del Emperador austriaco Leopoldo I. Conocida como la guerra de sucesión española (1701-1714), esta guerra demostró el frágil equilibrio europeo y sacó a flote los recelos de las demás naciones de que Francia se convirtiera en la potencia hegemónica del mundo, porque, al heredar el trono de España, el duque de Anjou se volvía el monarca de unos estados importantísimos, verdaderos puntos estratégicos europeos, como Nápoles, Cerdeña, Sicilia, Milán y los Países Bajos, amén de los territorios peninsulares y americanos. La coalición antifrancesa no tardó en formarse, integrando Inglaterra, Holanda, el Imperio alemán, Portugal, Dinamarca y el ducado de Saboya, quienes apoyarán al archiduque Carlos como pretendiente al trono. La guerra iba a durar trece años y, a su final, iba a dejar completamente cambiado el equilibrio de las fuerzas europeas. Por el Tratado de Utrecht (1713), completado un año más tarde por los acuerdos de Rastadt, las naciones europeas iban a reconocer a Felipe V como rey de España a trueque de no ostentar el trono de Francia. Asimismo las tropas aliadas iban a retirarse de Cataluña y de las Islas de Mallorca, en cambio España cedía a Saboya el reino de Sicilia (que luego el duque de Saboya entregará a Austria a cambio de Cerdeña) e Inglaterra recibía el permiso de enviar anualmente una nave comercial a las Indias y monopolizar el comercio de esclavos negros. Inglaterra recibía además como “premio” de la guerra Terranova, Gibraltar y Menorca. Tras la guerra el Imperio austriaco se quedó con el Milenasado, Flandes, Nápoles y Cerdeña, a cambio de prometer mantener la neutralidad en Italia El final de esta guerra, cuyo desenlace estuvo favorecido también por la muerte del emperador austriaco – que llevó al archiduque Carlos al trono del Imperio, alejándolo de su pretensión a la corona española –, coincide con el final de una importante etapa de la vida de Felipe V, porque su primera esposa – María Luisa Gabriela de Saboya – muere en 1714. La influencia de esta admirable mujer fue muy grande y se habla así de una etapa de fuerte influjo francés en la política española durante los primeros catorce años del siglo XVIII. El mismo año Felipe V contrae matrimonio con Isabel de Farnesio, quien logra cambiar el influjo francés por el italiano, inspirando, a través de su consejero Julio Alberoni, una política exterior agresiva. La principal característica de esta política es la revisión de los tratados de Utrecht y Rastadt a fin de recuperar las posesiones italianas, especialmente los ducados de Parma y Toscana, ya que ella era la hija de los duques de Parma. El pretexto para iniciar esta política lo da la ruptura del Tratado de Utrecht, en 1716, cuando el Emperador austriaco, saliendo victorioso contra los turcos, decide ocupar Génova (no respeta pues la neutralidad en Italia). Acto seguido, España organiza una expedición y ocupa Cerdeña y Sicilia, donde los naturales, malcontentos por los nuevos soberanos austríacos, reciben a los españoles como a libertadores. Esta expedición española da lugar a la formación en 1718 de la Cuadruple Alianza que integra Inglaterra, Francia, Holanda y Austria, potencias a las que les interesaba mantener el equilibrio resultante de Utrecht. Las tropas aliadas entran de nuevo en España, donde toman Fuenterrabía y San Sebastián y ocupan gran parte de Cataluña, terminando este conflicto bélico con una paz de 1720 que estipula el apartamiento del consejero de Felipe V, Alberoni, acusado de haber provocado este descalabro, y reafirma la renuncia de Felipe V a sus derechos de Francia e Italia. Las ambiciones de Isabel de Farnesio se transparentan también en la sugestión que le hace a su marido de abdicar al trono español en su hijo Luis, considerando que al dejar de ser rey de España, Felipe puede pretender al trono de Francia cuando muera Luis XV. La abdicación se lleva a cabo en 1724, pero la muerte prematura del rey Luis I, a sólo siete meses de ser coronado, por causa de la viruela, determina la vuelta al trono de Felipe V, en un segundo reinado. Este segundo reinado se caracteriza por el acercamiento sucesivo a Austria, Inglaterra y Francia y por el nombramiento, en una primera fase, del barón de Ripperdá como consejero principal del rey. Éste negociará en 1725 un tratado “secreto” con el Imperio austriaco, que llegará a transparentarse y a disolver así los compromisos matrimoniales que se habían concertado entre España y Francia en un momento en que se creía que una política matrimonial entre los dos países borbónicos habría podido resultarles provechosa. España se acerca así al Imperio, a la cual reconoce la soberanía en los Países Bajos y en Sicilia y Cerdeña, recibiendo en cambio para el infante Carlos (hijo de Felipe V e Isabel de Farnesio) los ducados de Parma, Plasencia y Toscana. La alianza entre España y el Imperio (a su vez respaldado por una potencia emergente, Rusia), llevó a la formación de la alianza de Hannover entre Inglaterra, Francia y Prusia y el estallido de la guerra en 1726. Las negociaciones del barón de Ripperdá no dieron el resultado previsto (consistente en el matrimonio de don Carlos con María Teresa, la hija mayor del Emperador Carlos VI) y este aventurero perdió sus funciones en 1727. La organización de la Liga de Hannover obligó a España a renunciar a su alianza con Austria y a reconocer definitivamente los acuerdos de Utrecht en el Convenio de el Prado en 1728. Esta nueva situación dio paso a una mayor influencia de José Patiño, político de gran envergadura, que quiso aunar los intereses nacionales con los dinásticos a fin de conseguir una mejora del comercio colonial español y un mayor distanciamiento de los intereses italianos. El siglo XVIII se caracteriza por los cambios más dramáticos y asombrosos de las políticas de alianzas entre los estados europeos. Por ejemplo, en el momento en que entre Austria y España se había concertado una alianza sobre la promesa de matrimonio entre don Carlos y María Teresa, Francia tramaba, a través del influyente abad de Fleury, una política de acercamiento entre Francia y el Imperio, ya que el Emperador empezaba a vacilar ante la perspectiva de una unión matrimonial que, de ser efectiva, amenazaba con convertir a don Carlos en la persona más poderosa de Europa, por ser futuro rey de España, posible rey de Francia y además Emperador del Imperio austriaco como esposo de la primogénita de Carlos VI. El regente de Francia, el duque de Orléans tenía planes de convertirse en rey de Francia si Luis XV muriera sin descendencia masculina y se había acercado al Emperador Carlos VI para asegurarle de que, si él le reconociera la calidad de rey, a su vez, iba a reconocer a la archiduquesa María Teresa como Emperatriz (cosa que habría abrogado la ley sálica, que impedía a las mujeres tomar el cetro de un país). La atmósfera europea estaba también tensada por los problemas de sucesión en el trono de Polonia, al cual pretendían por un lado el suegro de Luis XV, Stanislaw Lesczinski, y por otro lado el príncipe elector de Sajonia, Alejandro II. Francia e Inglaterra hacían todo lo posible para estropear las relaciones entre España y el Imperio de modo que resultase imposible su reconciliación. El nacimiento del hijo varón de Luis XV, que dejaba en claro la sucesión al trono francés, dio paso a un pasajero sosiego, que se concretó en un tratado firmado en Sevilla entre España, Francia e Inglaterra, o sea, potencias que pocos meses antes estuvieron a punto de declararse la guerra. Los principales puntos de este tratado garantizaban los derechos de don Carlos en Toscana, Parma y Plasencia (lo que, por otra parte, violaba lo estipulado por la Cuadruple Alianza). Este tratado provocó la ira del Emperador, que se alió con Rusia, Cerdeña y los estados soberanos alemanes y aumentó el número de las tropas enviadas a Italia, a fin de impedir que lo estipulado por el tratado de Sevilla se pusiera en práctica. El conflicto no estalló, en cambio se creó como una guerra fría, que hacía que las potencias buscaran los aliados menos pensados y rompieran los acuerdos que más firmes parecían. En efecto, fue Inglaterra la que tomó la iniciativa para negociar directamente con el Emperador para destensar la atmósfera: si las negociaciones salían bien, Inglaterra se beneficiaba comercialmente, el Emperador triunfaba porque seguía poseyendo las tres provincias de Italia (Toscana, Parma y Plasencia), aunque dependían de don Carlos, los reyes de España retenían el dinero a Francia (esto es, la parte que les correspondía de los galeones de las Indias) como prenda del incumplimiento del Tratado. En este contexto, Fleury interviene de nuevo proponiendo una asociación de familia entre las dos ramas de la casa de Borbón (que llevará al primer pacto de familia), pero su iniciativa es demasiado tardía, porque los demás poderes ya se habían reconciliado entre ellos, don Carlos había recibido los ducados italianos (sin ser soberano en ellos), de modo que Francia quedó aislada. La guerra de sucesión polaca despierta de nuevo las ambiciones de las grandes potencias europeas. En 1733, la muerte del rey de Polonia – el elector de Sajonia Alejandro II – volvió a despertar las pretensiones del suegro de Luis XV de ocupar el trono de su país. Austria, Rusia y Prusia firmaron un tratado secreto para impedir que ocurriera eso, considerando que es perjudicial tener como vecino a un monarca tan cercano al rey de Francia. El rey de Francia, por su parte, consideraba eso motivo suficiente para amenazar con empezar la guerra. El primer ministro Patiño, a su vez, consideraba que éste era el momento oportuno para recuperar Sicilia y Nápoles y por lo tanto aconsejaba que se aprovechara el primer pacto de familia con la corte de Versalles. Es así que se llega a la anulación del Tratado de Versalles y la ratificación de la alianza franco-española por el Tratado de Escorial, que sella el primer pacto de familia. Don Carlos conquista Nápoles y Sicilia, se ve proclamado rey de Nápoles y Sicilia (o sea, Rey de las dos Sicilias). Francia consideraba que, infringiendo de tal forma los pactos europeos, España no podía tener nunca más relaciones amistosas con el Imperio y que iba a depender diplomáticamente de la corte de Versalles. Pero el siglo XVIII es tan sorprendente y su diplomacia es tan enigmática que pronto se comprobará que los españoles apoyan a las tropas imperiales en el norte de Italia, que Francia negocia en secreto con Austria (faltando con ello a lo pactado en el Escorial) y que Inglaterra y Holanda proponen un proyecto de paz por el cual España quede con Nápoles y Sicilia, mientras que los ducados de Parma, Plasencia y Toscana pasen a manos del rey de Cerdeña. En cuanto al suegro de Luis XV – Stanislaw Lesczinski – era invitado a renunciar libremente a la corona de Polonia. Al final de la guerra de sucesión de Polonia, que terminaba con la Paz de Viena (1738), España perdía pues los ducados que eran propiedad de la familia de Farnesio y por los cuales Isabel había guerreado tanto, quedando en cambio con Nápoles y Sicilia para don Carlos. Los ducados de Parma y Plasencia volvían a ser provincias del Imperio austriaco, mientras que el duque de Lorena y futuro esposo de María Teresa recibía la provincia de Toscana. La muerte del Emperador don Carlos VI en 1740 desata la lucha por la sucesión al trono del Imperio, debida al no reconocimiento de la Pragmática Sanción (contra la ley sálica) que había dado Carlos VI y a través de la cual dejaba como Emperatriz a su hija primogénita María Teresa. De hecho, fue el rey de Prusia Federico II el Grande quien precipitó la guerra al invadir y ocupar Silesia en 1740. De un lado se encontraba la alianza formada por Baviera, Prusia, Sajonia, Cerdeña, Francia, España (éstas últimas aliadas por el segundo pacto de familia, de 1743. Por otro lado estaba Austria, apoyada por Holanda e Inglaterra. Como en las demás guerras de sucesión, cada potencia europea buscaba su propio interés (España, de hecho, estaba en guerra contra Inglaterra desde 1739). Lo peculiar de esta guerra es que las batallas se llevaban por un lado en las tierras alemanas y por otra parte en Italia, donde la Emperatriz unió sus fuerzas a las del rey de Cerdeña, Carlos Manuel, y los franceses se unieron a los españoles. Otra peculiaridad de esta guerra es su fase americana, llamada la guerra del rey Jorge, que enfrentaba a ingleses y franceses en las tierras ultramarinas. Las relaciones entre España e Inglaterra no se apaciguaron sino con el reinado de Felipe VI (que sube al trono en 1746), cuando la situación europea conoce un cambio importante debido a varios factores: la elección del duque de Toscana, esposo de María Teresa, como Emperador (lo que hace que María Teresa reciba el título de Emperatriz en calidad de esposa del Emperador electo), la rebelión de los escoceses (que debilita el poder de los ingleses), la comprobación de la ambición imparable del rey de Cerdeña Carlos Manuel. En este contexto se impuso la paz de Aquisgrán (1748), que, en grandes líneas, establecía que todas las conquistas llevadas a cabo durante la misma fueran devueltas a sus dueños originales. María Teresa I conservó sus territorios, salvo Silesia, que fue cedida a Prusia. Felipe VI de España (que reinó entre 1746-1759) consiguió los ducados de Parma, Plasencia y Guastalla para el infante Felipe, segundo hijo de Farnesio, quien de esta forma veía sus aspiraciones colmadas. El tratado devolvió Louisbourg (Canadá) a Francia y entregó Madrás (India) a los británicos. Los holandeses mantenían las fortalezas de la barrera, pero sin los subsidios extranjeros. Es indudable que el tratado se puede calificar como una tregua, ya que todos los participantes buscaban otros aliados de cara a futuros conflictos. No resolvió los graves problemas continentales, ni las diferencias ultramarinas, y, por ello, provocó profundos resentimientos. No obstante, los Estados de los Habsburgo salieron fortalecidos y mejor preparados para ocupar un papel protagonista en el juego de las relaciones internacionales. Holanda, sin fuerza militar y con las trabas derivadas de las diferencias internas, quedó como una potencia de segunda fila y perdió su antiguo prestigio. Italia parecía haber iniciado el tan deseado equilibrio entre las fuerzas de los Borbones y de los Habsburgo, auspiciado por los proyectos de consolidación de María Teresa y Carlos Manuel. El mapa político de Europa había cambiado una vez más, pero de nuevo, sólo de forma pasajera. De hecho, la guerra de los Siete Años, comenzó en 1756 como consecuencia de la ineficacia de los acuerdos de Aquisgrán, que no consiguieron evitar la rivalidad entre Gran Bretaña y Francia respecto a las fronteras de las Indias. El conflicto se desencadenó por un doble reto franco-inglés: la presa de los barcos de guerra franceses por los ingleses en las aguas de Terranova y por la expulsión de los británicos de Menorca por los gales. En este conflicto, Federico II de Prusia se alía con Inglaterra, que tiene de su lado sus colonias americanas así como a la ciudad de Hannover, para que más tarde atraiga también de su parte a Portugal, y los demás poderes – Sajonia, Rusia, Suecia, Austria, España – se alían con Francia. Por otra parte, María Teresa no podía resignarse con la pérdida de Silesia, así que, arrimada por sus aliados, declaró la guerra a Prusia e Inglaterra. Tenemos así una guerra llevada en Europa en las tierras alemanas y por otra parte una guerra mucho más encarnizada en las tierras ultramarinas. España intentó mantener su neutralidad, pero no lo consiguió dada la enormidad de los agravios perpetrados por los ingleses (apresamiento arbitrario de buques españoles, establecimiento en Honduras para la corta del palo campeche o el aumento del contrabando entre otros) y la amenaza de la ruptura definitiva del equilibrio americano que parecía avecinarse si Francia salía completamente derrotada del conflicto. Así llegó a firmarse el tercer pacto de familia, que de nuevo unía las dos potencias borbónicas contra los ingleses, pero que esta vez arrastraba a España a una guerra para la que no estaba preparada y en la que, ya de entrada, se unía al lado perdedor. La guerra de los Siete Años terminó en 1763 por el Tratado de París entre Gran Bretaña, Francia, España y Portugal, que, aunque no lo dijera claramente, reconocía la victoria de Gran Bretaña y de Prusia. En efecto, entre los mayores botines de guerra, Inglaterra recibía en América toda Canadá, el territorio al este de Mississippi, Florida y varias islas antillanas; en África conseguía el río de Senegal; en la India no había todavía territorios por ceder, pero se reconocieron a los protegidos británicos como soberanos del Dekan y Carnatic, con lo que se ponían las bases de su futura expansión. En Europa los ingleses recibieron la isla de Menorca. Por su parte, Francia renunciaba a todas sus reclamaciones sobre Nueva Escocia y sólo conservaba las islas de San Pedro y Miquelón, junto con los derechos pesqueros de Terranova; recuperó las islas de Guadalupe, Martinica y Santa Lucía así como recuperó la isla senegalesa de Gorea; en cambio, en Europa sólo recuperó Belle-Isle, debiendo prometer en cambio que se retirara de Hesse, Brunswick y Hannover, aliados de Gran Bretaña. Portugal, aliada tardía de Inglaterra, salió bien pertrechada de la guerra, porque conservó la controvertida colonia de Sacramento. España recobró Cuba y Filipinas y obtenía la Luisiana occidental, compensación francesa por la pérdida de Florida. Por su parte, Prusia retenía definitivamente Silesia y Glatz, y se afirmaba como un gran poder europeo, capaz de influir de forma duradera la política europea. Aunque apenas significó modificaciones territoriales en Europa, la guerra de los Siete Años consolidó la posición de Gran Bretaña como la nación hegemónica, sobre todo en los mares. Rusia, no incluida en los tratados por la retirada del conflicto, consagró su posición en los foros diplomáticos. Austria y Prusia fueron defraudadas y se consideraron peones de las potencias mayores, en especial Gran Bretaña. Federico II reafirmó su potencia militar, lo que supuso unas malas relaciones con el resto de los países ante el temor de nuevos conflictos. Francia conservó cierta preeminencia, pero su posición había quedado relegada con respecto al Reino Unido y sin posibilidades de recuperación por la desidia real y los problemas interiores, en especial los financieros. España sólo despertaba preocupación en Londres por el Pacto de Familia, ya que el peligro Borbón no había desaparecido para Gran Bretaña. Por último, el compromiso anglo-francés de no prestar ayuda a sus aliados europeos, les alejó de las disputas continentales y la dirección de la diplomacia pasó a Austria, Rusia y Prusia. La situación creada en 1763 no auguraba un largo período de paz. Pronto, la política europea se reconcentrará alrededor de cuatro problemas fundamentales: la rivalidad anglo-francesa en Ultramar, la situación polaca, las disputas alemanas y los problemas orientales. La conexión de todos ellos hizo bascular el centro de interés internacional hacia el Este. Las potencias occidentales dejaron de dirigir los acontecimientos continentales y los Estados orientales no intervinieron en las colonias. En España los finales de la guerra de los Siete Años encontraron en el trono a Carlos III, hijo de Felipe V y de Isabel de Farnesio y hermanastro de Felipe VI, muerto sin descendencia. Carlos III había sido rey de las Dos Sicilias entre 1734 y 1759; tras la muerte de su hermanastro, debió dejar esta corona a su tercer hijo Fernando, dado que recibió el tronó español que ocupó hasta su muerte en 1788. Su política exterior se caracteriza por la continuación de la alianza con Francia, manifestada durante la guerra de los Siete Años y más tarde, durante la guerra de Independencia americana (1776-1783), cuando intervino junto a Francia contra Gran Bretaña en apoyo a la emancipación de las trece colonias británicas. El Tratado de Versalles de 1783 puso fin a la guerra, y España (que ya había recuperado un año antes la isla de Menorca) recuperó Florida de manos de los ingleses, aunque no pudo hacer lo mismo con Gibraltar. Por su intervención, España contribuyó a la independencia de los Estados Unidos, hecho que creó un precedente para la emancipación de sus propias colonias americanas en el siglo XIX. En política exterior fueron fundamentales 3 puntos u objetivos: Paz en el Mediterráneo para garantizar el comercio español en estas aguas, neutralizar a Gran Bretaña en las colonias americanas y recuperar Menorca y Gibraltar de manos de los ingleses, consiguiendo recuperar la primera plaza pero no así la segunda que sigue siendo colonia británica. Aunque brillante, la política exterior de Carlos III es menos importante que la política interior que llevó a cabo a través de unas magníficas reformas que abrieron el camino hacia la total modernización de España. A pesar de que todavía se puede hablar de una monarquía absolutista, el reinado de Carlos III es plenamente reformista desde el punto de vista socio-político y económico llegando incluso a provocar su enfrentamiento con la aristocracia y el clero. Por eso, Carlos III ha sido considerado la propia encarnación de la Ilustración, siendo de hecho uno de los más típicos exponentes de esta corriente ideológica. Sus reformas fueron dirigidas hacia el reparto de tierras comunales, división de latifundios, recortes de privilegios de la Mesta, protección de la industria privada, liberación del comercio y de las aduanas, entre otras. Políticamente otorgó poder político a la burguesía, favoreciendo sus intereses con iniciativas legislativas como la creación de la Orden de Carlos III, la apertura del comercio de Ultramar o la supresión de los “oficios viles”. Interesado en promover la prosperidad del país, su programa de reformas e iniciativas alcanzó a las obras públicas, destacando la construcción del pantano de Loja, el puerto de San Carlos de la Rápita o la repoblación de Sierra Morena, según el plan ideado por su consejero Pablo de Olavide, ministro imbuido de ideas ilustradas y gran partidario de la modernización del país. En el ámbito cultural, Carlos III entendía que la prosperidad nacional pasaba por el desarrollo cultural y educativo. En este sentido, impulsó la investigación científica, reformó la docencia y favoreció la difusión de los conocimientos. Carlos III puse especial esmero en limpiar y modernizar la capital, que asimismo empedró. También prohíbe las máscaras los días de Carnaval, así como prohíbe los sombreros redondos, las capas largas y embozos que contribuían a la inseguridad en las calles de Madrid. Todo este tipo de medidas – entre las cuales se destaca la unificación del sistema monetario, por la creación del primer papel moneda y la primera banca estatal en 1782 – Carlos III las llevó a cabo al comienzo de su reinado con el Marqués de Esquilache al frente de su gobierno y apoyado por grupos de ilustrados y de la burguesía; de hecho fueron medidas muy efectivas pero produjeron el enfrentamiento de la oligarquía aristocrática y el clero, que, viendo amenazados sus intereses, provocaron un levantamiento popular que se conoce por el Motín de Esquilache (1766), ya que fue depuesto este ministro. Esto obligó al monarca a suavizar las medidas sociales adoptadas aunque no dejo de enfrentarse a los grupos reaccionarios actuando contra ellos como demostró en la expulsión de los jesuitas o limitando el poder de la Inquisición. A raíz del motín de Esquilache, fue el Conde de Aranda quien pasó a ocupar el puesto del presidente del Consejo de Castilla (que representa la segunda autoridad del reino, tras el rey). Este aguerrido político imbuido de ideas ilustradas, admirado por Voltaire y que según sus detractores “sólo cifraba su gloria en ser contado entre los enemigos de la religión católica”, supo continuar las reformas empezadas, sin atraerse por lo tanto la enemistad del pueblo. Parece que fue la idea de Aranda de aprovechar este acontecimiento para saldar el complicado problema de la gran influencia de los jesuitas en la política española. El chivo expiatorio del motín popular fue encontrado en la Compañía de Jesús, que llegó a ser acusada de haber provocado el motín de 1766. Esta acusación, a la cual se añadían incriminaciones poco fundadas o incluso inventadas – como tramar un imperio en Paraguay, estar en relaciones con los ingleses cuando estos tomaron Manila y considerar ilegítimo al rey Carlos III por ser hijo sacrílego y adulterino – llevó a una de las más controvertidas medidas del reinado de Carlos III: la expulsión de los jesuitas de los territorios españoles en 1767, seguida en 1773 por la declaración de la extinción de la Orden por la bula expedida por el Papa Clemente XIV. A la muerte de Carlos III, el trono de España fue ocupado por su hijo Carlos IV, que reinó a lo largo de 20 años (1788-1808) y se esforzó a principios de su reinado de seguir la política reformista de su padre, tratando de conservar idéntico el aparato de estado heredados y seguir con los mismos ministros de Carlos III. En cambio, la conmoción provocada por la Revolución francesa en toda Europa, así como, más tarde, la política expansionista de Napoleón, cambiaron por completo estos planes iniciales. El reinado de Carlos IV estuvo caracterizado más que cualquier otro reinado de esta centuria por la política de Francia, que pasaba por una transformación transcendental y que en pocas décadas iba a conocer la Revolución, el Terror y el despunte de los planes napoleónicos. En los primeros años de su reinado, Carlos IV dejó el poder en manos de sus ministros Floridablanca y el Conde Aranda: el primero, que presidió el Consejo de Castilla hasta 1792, hizo todo lo posible para “ocultar” al pueblo la Revolución francesa, por lo cual fortaleció la censura y prohibió la circulación de revistas y libros favorables a la Revolución, por miedo a que ésta no contaminara el pueblo español; el segundo, que volvió a encabezar este Consejo a la caída de Floridablanca, suavizó enormemente la postura oficial hacia la revolución y redujo la vigilancia sobre los extranjeros, a la que tanta importancia había dado su antecesor. No obstante, el Conde Aranda no duró más que alrededor de un año en el poder, ya que a partir de 1793 surgió una nueva estrella política, Manuel Godoy, ex guardia de corps y amante de la reina de España, María Luisa de Parma. Pocos meses después el rey Luis XVI era guillotinado produciéndose la Guerra de Convención, en la cual España se alió con los antiguos enemigos, los ingleses, contra la República francesa e intentó recuperar los territorios catalanes, la provincia de Rosellón, perdidos más un siglo antes. La campaña dirigida por el general Ricardos fracasó y Godoy, viendo que Francia era más fuerte de lo que parecía, firmó por separado con Francia la Paz de Basilea (1795), que reconocía la República Francesa, a la cual se cedía la la parte española de la isla de Santo Domingo y con la cual se normalizaban las relaciones comerciales. A raíz de este tratado Godoy obtuvo el título de Príncipe de la Paz. Se puede observar así que, frente a la política antirrevolucionaria de Floridablanca, Godoy llegó a optar por inclinarse hacia el directorio francés con lo cual quedaba vinculado a la revolución y más tarde a Napoleón I en lugar de optar por el apoyo a Gran Bretaña contra Francia. Es posible que esta decisión haya desencadenado los acontecimientos ulteriores, principalmente el enfrentamiento a Gran Bretaña (con el desastre de Trafalgar) y el vasallaje absoluto a Napoleón. Estos fracasos militares, la crisis económica y la influencia de Godoy sobre los monarcas condujeron a una crisis dentro de la familia real: con España prácticamente tomada, en condición de aliada, por las tropas francesas, Fernando, hijo primogénito del monarca, conspiró contra su padre, conspiración que condujo al motín de Aranjuez en el que se manifestó el descontento popular hacia el monarca. Esto supuso la destitución de Godoy y la abdicación del rey en su hijo Fernando, pero el mismo suceso fue aprovechado por Napoleón: él restituyó el poder a Carlos IV que se encontraba exiliado en Bayona, pero sólo para que éste volviera a abdicar esta vez sobre el propio Napoleón. Once años permaneció exiliado en Bayona y después marcharía a Roma donde moriría en 1819. Su hijo Fernando VII lograría recuperar el poder en España pero a través de grandes turbulencias socio-políticas. Cultura y sociedad en el siglo XVIII Para muchos estudiosos, en cambio, el siglo XVIII es realmente la primera centuria de la modernidad, la que da las pautas de ésta, siendo el siglo de Kant y de la investigación más seria acerca de los límites de la razón humana. El ideal racional, el marcado acento pedagógico, la fe en los valores del progreso y la concepción de una felicidad alcanzable hic et nunc son las carácteristicas que se nombran cada vez que se alude a la época de la Ilustración (Illuminisme, Aufklärung). Una investigación moderna como la de Reinhardt Kosellek, orientada hacia lo que se llama “historia conceptual” 1, demuestra claramente que el paso del Antiguo Régimen a la Ilustración se acompaña de unas sugestivas evoluciones de la lengua. La palabra “Ilustración” se impone apenas a finales de la centuria y el sintagma “siglo de las Luces” aparece ex post. Con todo eso, no se puede negar que los intelectuales de la época ya concebían su propio tiempo como una Nueva Época: la novedad del propio tiempo y de la propia generación es realmente un tema de discusión en los círculos intelectuales, donde el cambio se concibe no como algo ineludible, sino como un cambio activo, capaz de abrir nuevos horizontes y orientada hacia el futuro. El concepto de “ilustración” ya no se funda en la metáfora de una luz que brilla y entra en todos los resquicios, sino que se funda en una metáfora dinámica: se trata de un proceso, de una acción, de una “iluminación” que se obtiene procesualmente. La noción de “ilustración” está prefigurada por la de progreso: lo específico para este 1 La historia conceptual, en la acepción de Kosellek, es un campo de investigación interdisciplinario que toma en consideración la tensión irreconciliable entre los hechos históricos en sí y la expresión lingüística de estos hechos. La historia no se cumple sin el acto del habla, pero tampoco se identifica con este acto del habla. La capacidad del historiador de conocer la historia es a la vez la capacidad de expresarla en términos lingüísticos adecuados: a partir de aquí surgen todos los problemas de la expresión adecuada, pues la lengua remite a la vez a los acontecimientos reflejados por ella y a ella misma (la lengua es autorreflexiva). La expresión justa se obtiene en muchísimos casos a través de las metáforas, y muchos de los conceptos claves de los cuales se sirve el historiador son metáforas que han cambiado de referente a lo largo de los siglos. Los conceptos de los cuales se sirve el historiador evolucionan en el tiempo, y es por eso interesante observar la evolución de ciertos términos, cuyos cambios de sentido reflejan también cambios importantes de las sociedades que los utilizan. concepto es su distinta estructura temporal, porque la ilustración no llega nunca a un final, sino que está orientado hacia una meta sin retorno2. En la concepción de Kosellek, lo que más interés suscita la transformación propia de la lengua del siglo XVIII es la creación de unos “singulares colectivos” – como, entre otros, historia, progreso, revolución, justicia libertad, igualdad, fraternidad. La justicia, como privilegio singular, es otra cosa que la justicia pura y simple, la cual, jurídicamente, debería ser la misma para todos. La libertad pura y simple es otra cosa que cada libertad concreta, encarnada en privilegios. La fraternidad, como término abstracto y como singular colectivo, es otra cosa que la hermandad, que es una corporación concreta, empírica. Otra innovación conceptual interesante se refiere al “Estado”, que hasta el siglo XVIII no se podía referir sino a materializaciones precisas y distintas (el Estado de…): a partir de su transformación en singular colectivo, el Estado se ha vuelto un concepto ineludible, que ha conocido ulteriormente multitud de tipos. Es asimismo notable la aparición de neologismos como “conceptos compensadores temporales”, en el sentido de que en el momento de su formación tenían un contenido de experiencia nulo, siendo “rellenados” a lo largo de las décadas: patriotismo, cosmopolitismo, republicanismo, democrático, liberalismo, conservadurismo. La conclusión de Kosellek es que si hasta el siglo XVIII los conceptos del lenguaje jurídico (principalmente) representaban un atesoramiento de la experiencia, a partir de esta centuria se descubre que se pueden desatar experiencias nuevas, sin precedentes: los conceptos nuevos (los neologismos citados por ejemplo) producen realidades nunca pensadas anteriormente. El desiderátum por excelencia de los ilustrados es la autonomía de la conciencia. Es importante señalar que es en eso donde reside el mayor ataque dado por ellos al tipo anterior de religiosidad. Los reformadores cristianos habían actuado desde hacía siglos en pro de una liberación de la conciencia; pero los ilustrados se diferencian por el hecho de que han desvinculado la fe en la salvación de la necesidad de derivar de la revelación escrita, en su forma escrita, es decir de la Biblia. La ley natural, la sensibilidad, el juicio racional, la inteligencia sana y los juicios morales estaban en la base del intento de encontrar una plataforma neutra desde el punto de vista eclesiástico, independiente de la confesión, y que promovía ante todo la tolerancia en lo concerniente a la religión. Pero esta tolerancia religiosa tenía fuertes raíces cristianas, y es por eso que el fenómeno del ateísmo era más bien escaso, la mayoría de los ilustrados declarándose deístas. Desde el punto de vista cultural, se suele decir que la etapa entre 1680 y 1725 está dominada por lo que se llama barroquismo o rococó. La pregunta que se puede hacer es si la natural y lenta transformación del barroco se puede equiparar a una verdadera crisis. O sea: ¿entre 1680 y 1725 los autores más destacados se pueden considerar epígonos del barroco o anunciadores del giro neoclasicista? Por ejemplo, Diego Torres Villarroel (1694-1770) es un epígono declarado de Quevedo, pero a la vez su personalidad tiene una originalidad marcada, que le aleja muchísimo de su modelo del siglo XVII. Se habló mucho de Barroco degenerado o decadente y se acuñaron términos como barroquismo, rococó, prerromanticismo: pero vehicular esta terminología significaría ver el siglo XVIII como sólo un puente entre dos épocas de esplendor, entre, por un lado, el barroco dominado por la Contrarreforma, y por otro lado el romanticismo, que se opone al programa racionalista de la Ilustración. No se puede negar que para España el siglo XVIII acarreó modificaciones de importancia transcendenal: en 1701 cambia la dinastía, el acercamiento a Francia – antiguo enemigo secular de la Casa de Austria – es evidente, España pierde muchos de sus posesiones europeas. De hecho, en toda Europa se puede hablar de un ”afrancesamiento” innegable: el 2 La Ilustración, por otra parte, produce una ideología, pues se habla de un verdadero y de un falso iluminismo, de un iluminismo total y uno parcial. Por ejemplo, la Revolución Francesa es un producto de la Ilustración ¿pero lo mismo se podría decir de la época del Terror? francés se vuelve la lengua más hablada en Europa, los medios intelectuales franceses dan a conocer las ideas – surgidas en Inglaterra – que inician lo que se dio en llamar la ”crisis de la conciencia europea” (Paul Hazard). No es sorprendente pues España se sincronice con este amplio movimiento europeo. En cambio, tomando en consideración el hecho de que España había dado la dirección a la cultura europea en los siglos XVI-XVII, esta sincronización da la impresión de una ”decadencia” o ”degeneración”. Muchos investigadores actuales proponen que se matice el término ”afrancesamiento” cuando se trata de la cultura española de esta centuria, y se emplee más bien el término de ”clásico” o ”neoclásico”, porque los intelectuales de alto vuelo de España eran conscientes de la importancia de conservar la gloria del genio español. Como en otros tiempos (a los principios del siglo XVI por ejemplo), las letras españolas se hallan entre dos fuerzas que se contraponen y complementan: la tradición nacional, salida del Barroco, y la influencia neoclásica y academicista, nutrida por lo francés, que está fomentada por las órdenes docentes que enseñan las teorías de Aristóteles y de Horacio, y por publicaciones, como el Diario de los literatos de España (1737-1742). Un ejemplo concerniente a la pugna entre los innovadores y los tradicionalistas lo pone claramente de manifiesto. Ya que los principios básicos de la Ilustración – germinados en Inglaterra y desarrollados en la Francia de los enciclopedistas – eran imprescindibles para la admisión en la alta sociedad española del momento, aparecen en la octava década del siglo XVIII dos obras satíricas que ironizan de forma muy distinta el excesivo entusiasmo por lo francés: por un lado Eruditos a la violeta de Cadalso (Madrid, 1722) y un manuscrito anónimo que contiene un ataque contra Olavide, llamado El siglo ilustrado. Vida de Don Guindo Cereza (hacia 1776). El contraste entre estas dos sátiras es muy sugestivo: la de Cadalso se hace desde dentro, siendo la obra de un autor que comparte las ideas ilustradas y critica más bien la superficialidad que la ideología. En cambio, en El siglo ilustrado la sátira se hace desde fuera, la ironía corroe las propias ideas de la Ilustración y hace que los ilustrados parezcan todos ignorantes, ateos, inmorales y poco amantes de su patria. A todos ellos se oponen “los buenos”: castellanos viejos, canónigos leales e individuos de la clase baja llenos de sentido común, de fe sincera y de sana moralidad. El autor que aduce este ejemplo3 también da otra muestra de la crítica de la Ilustración desde la posición de un tradicionalista puro y duro, que se lee en el siguiente soneto: Yo sigo el catecismo de Voltaire, venero al Kauli Kan y al Espión, y formo mi pequeña Inquisición de Montesquieu, Rousseau y D’Alembert. Vocifero que España es el taller de la Ignorancia y la Superstición; cito a Nollet, Descartes y Newton, y en todo arrastro al Padre Verulier. Digo intriga, detalle, dessert, glasís, murmuro de los frailes sin cesar, y alabo cuanto aborta otro país. Yo no dejo jamás de cortejar; a Napolés celebro, y a París pues, ¿qué empleo me pueden hoy negar? 3 Nigel Glendinning, in Historia de la literatura española, Barcelona, Ed. Ariel, 1993, p. 27-8. El siglo de las Luces impone, entre otras ideas, la de la fraternidad y la igualdad entre los seres humanos, debilitando así la antigua jerarquía tradicional entre las clases sociales. En su discurso de entrada para la Real Sociedad Económica de Madrid (1777), el poeta y dramaturgo López de Ayala se refería al “dulce movimiento que nos hace mirar a todos los hombres como hermanos, [lastimándonos] las miserias ajenas”. El desprecio por la aristocracia inactiva, prepotente y perezosa se expresa de varias formas. Es sugestiva la reforma de Carlos III concerniente a la declaración de ciertos oficios – como las del curtido, sastrería, zapatería o herrería – como oficios “honorables”, por lo cual los que los practicaban no perdían su condición de hidalguía. Se quería poner fin de este modo al estilo tradicional español de pensar que el trabajo manual es envilecedor y se intentaba borrar la distinción entre los usuarios del título de “don” que practicaban las artes liberales y el simple obrero que trabajaba en un taller de tejer, en la fragua o en las hormas. En el siglo XVIII hace su aparición una “clase media”, que con el tiempo llegará a representar lo más representativo de una nación. Otra modificación importante se refiere al estatuto de la mujer, que, por ahora en una proporción reducida, empieza a tener acceso a la educación y comienza a representar una parte notable del público lector. Ahora bien, el público lector de España representaba una parte ínfima de la población del país (estimada en 1768 a nueve o diez millones): más de 70 por ciento de ella era analfabeta, de modo que se puede conjeturar que el número de lectores en toda España era comprendido entre uno y dos millones. Madrid, que contaba en 1797 con 167.607 habitantes, puede haber tenido alrededor de 50.000 lectores efectivos. En este contexto, los propios hábitos de lectura eran distintos de los actuales: no todos los lectores podían leer con rapidez y el procedimiento común de leer las obras en voz alta supuso que los libros no siempre tuviesen la unidad que nosotros esperamos de ellos hoy en día. Un aporte importante en la formación del estilo de lectura típico del siglo XVIII lo tuvo la prensa, que despunta prácticamente en el siglo XVIII. Durante el siglo XVIII se publicaron en España muchos y variados periódicos. Entre ellos destacan los siguientes: El Diario de los Literatos de España (1737) era una publicación de carácter cultural y literario que duró hasta 1742. Luchó contra las ideas barrocas y defendió la obra de Feijoo y Luzán. Su propósito era “emitir un juicio ecuánime sobre todos los libros que se publiquen en España”. Tenía 400 páginas, formato de libro, costaba de 4 a 5 reales y ponía en circulación una tirada de 1000 / 1500 ejemplares. El Diario Noticioso, Curioso, Erudito, Comercial y Político (1 febrero 1758) fue la primera publicación de periodicidad diaria de España. Constaba de dos secciones, una de divulgación, que recogía artículos de opinión, a menudo traducciones francesas; y otra de información económica donde se anunciaban ventas, alquileres, ofertas, demandas, etc. Su fundador fue Francisco Mariano Nipho, hombre neoclásico, de saber enciclopédico, que llegó a publicar casi un centenar de obras, veinte de ellas de carácter periódico. Nipho dejó pronto el diario que desde 1788 pasó a llamarse Diario de Madrid. Un género importante lo constituyó la prensa económica, ya que las ideas ilustradas defendían las reformas en este campo El Semanario Económico (1765 - 1766) fue una interesante publicación de este género que difundía los adelantos técnicos para la mejora de la industria y diversos textos económicos. Alcanzó gran importancia en este periodo la prensa literaria entre la que destacan publicaciones como: El Diario de los Literatos, dedicado a la crítica literaria de los libros que se publicaban y El Pensador, cuyo creador, José Clavijo y Fajardo, inició un tipo de periodismo costumbrista con temas típicamente españoles, como las tertulias y refrescos, los cortejos, la superstición, y el comportamiento en las iglesias. Trató el tema de la educación tanto de las mujeres como de los hombres y de la función y el comportamiento del maestro. En 1786 nació El Correo de los Ciegos de Madrid, que desde 1787 se llamó El Correo de Madrid. Recogía artículos de divulgación de la actualidad literaria, científica, técnica y económica. También abundaban artículos de crítica social y de costumbres. Publicaba una serie de "cartas y discursos" firmadas por "el militar ingenuo" (seudónimo de D. Manuel Aguirre, ilustrado, admirador de Rousseau); en ellas criticaba a las instituciones y denunciaba la injusticia, la desigualdad y la ignorancia. En sus páginas se publicaron por primera vez, de forma póstuma, las Cartas Marruecas de José Cadalso. No hay que olvidar, por otra parte, el impresionante papel que tuvo en la historia de la lengua española la creación de la Real Academia (en 1714), con su lema “Limpia, fija y da esplendor” con aplicación a la lengua: el diccionario, en cuya creación se vio comprometida la Real Academia muy poco después de su creación contribuyó enormemente a este proceso de uniformidad, mientras que los censores nombrados por las Academias garantizaron, a su vez, la pureza del estilo (tanto desde el punto de vista literario, como del político y religioso) de las obras literarias. Este siglo se caracteriza también por la iniciación de los trabajos de compilación de la obra literaria. La empieza Mohedano con una Historia literaria de España (1776), a la que siguen otras obras del mismo fondo: Biblioteca de traductores, de Antonio Pellicer; Orígenes de la lengua castellana, de Luis Velázquez; Memorias para la historia de la poesía y poetas españoles, de Martín Sarmiento (1695-1771): Colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV, del bibliotecario, crítico y filólogo Tomás Antonio Sánchez, en la que se da a conocer por primera vez el Poema de Mío Cid. Contribuyó poderosamente al progreso de los estudios del idioma la creación de la Real Academia Española (1713). El problema del origen del español vuelve a ser planteado por Mayáns y Síscar en sus Orígenes de la lengua española; además, es de gran interés el Ensayo de los sinónimos de M Deudo y Ávila (1757). A partir de 1750, cobra importancia la figura del arabista Miguel Casiri bibliotecario de El Escorial quien publica la Biblioteca hispanoarábiga. N. Glendinning llama la atención sobre dos modalidades literarias estrechamente relacionadas en el siglo XVIII con el periódico, que son el ensayo reducido – informativo o satírico – y la carta. Se trata de formas anteriores de escritura, que el estilo periodístico asimiló fácilmente. Otra modalidad previa a la literatura periodística la constituye el sueño ficticio, género introducido por Quevedo y continuado por su principal epígono Torres Villarroel. La particularidad dieciochesca de este género es que él pierde la amplitud de antaño para venir a acoplarse a las columnas del Correo de Madrid o a las hojas de los Caprichos de Goya. Un problema suplementario de la sociedad española lo constituye el estallido de un conflicto casi abierto entre dos poderes rivales: el rey y el Papa. España contaba con un clero dotado con enorme poder, que a lo largo del siglo XVII había adquirido una perfecta experiencia de la censura, de modo que los que osaron atacar el poder de la curia papal fueron acusados por la Iglesia de jansenismo o bien delatados a la Inquisición. Los ministros del rey, a su vez, intentaron disminuir el poder del Santo Oficio y proscribir ciertos edictos papales. La expulsión de los jesuitas en 1767 representa un golpe de máxima transcendencia en el curso de las luchas contra la curia romana. Con todo eso, la lucha no había sido ganada por los partidarios del rey: lo demuestra el proceso del ministro ilustrado Olavide, acusado de herejía y de sensualismo simplemente porque no compartía las ideas tradicionales geocéntricas y sostenía el sistema copernicano. De hecho, muchos pensadores progresistas estuvieron embrollados en procesos de la Inquisición. No se puede negar, con todo eso, que el número de procesos y castigos de la Inquisición disminuyó progresivamente a lo largo del siglo XVIII. En el seno mismo del clero había un enfrentamiento entre los clérigos que estaban al tanto del desarrollo de las ideas científicas y los que no lo estaban. Pero la censura siguió funcionando a lo largo de la centuria. Muchas obras que difundían las ideas ilustradas y popularizaban la ciencia del momento fueron censuradas y varios escritores debieron modificar sus textos a fin de no contravenir a las normas de la Inquisición. Paradójicamente, la censura se relajó un poco más en la primera mitad del siglo XVIII, para volver a estar muy alerta después de los tumultos de 1766 y nuevamente a partir de la Revolución francesa. Por los años de 1790 incluso se prohibió en España un periódico científico, Diario de Física de París. La Inquisición impidió la publicación en los libros y periódicos españoles de muchas de las ideas políticas y religiosas típicas de la Ilustración, pero eso no fue un estorbo para que ellas no se difundieran clandestinamente, a través de publicaciones extranjeras. Así se hace que aunque las obras de Voltaire y de Rousseau no podían publicarse en España era de todos modos imposible impedir su discusión en las tertulias y en los cafés. Si en las primeras décadas del siglo los autores españoles desconfiaban de la importancia de la cultura de su país en el contexto europeo e interiorizaban los dardos enviados por un Montesquieu o un SaintEvremond acerca del carácter provinciano de la literatura, la cultura, la música y la ciencia española, hacia los finales del siglo los autores españoles cobraron suficiente confianza para volverse contra la crítica exterior. Muchos pensadores, por los años 1830, consideraban que las ironías de los franceses, ingleses y alemanes no carecían de fundamento, y su réplica consistía más bien en tratar de mejorar el área que tenían que defender, intentando de desterrar por ejemplo el abuso de las frases altisonantes y “sin sentido” de las letras españolas. Pero ya en 1780 y 1790 un Bonhours o un marqués de Valdeflores brindaban nuevos criterios desde el punto de vista estético, propugnando una nueva afirmación del siglo XVI español como auténtica Edad de oro de las letras hispánicas, mientras que un Montiano y un Luyando se esforzaron por escribir tragedias en un intento de demostrar que los españoles eran capaces de seguir las reglas clásicas. En Calderón de la Barca y Góngora, vistos como ejemplos de “mal gusto” español, empezaron a observarse ciertos detalles merecedores de estima (sobre todo en los poemas menores de Góngora, no obstante), y Herrera fue erigido a rango de paradigma de las calidades poéticas españolas, por poseer un calor y una pasión inexistente en la meticulosa precisión de la poesía francesa. Surge asimismo una preferencia por un estilo nacional más que “internacional”, que llegará a su cénit tras la guerra de la Independencia, en el momento en que las ideas de Schlegel comenzaron a circular por España. La defensa del genio español se ha manifestado siempre a lo largo del siglo XVIII, pero en grados distintos y sin duda de forma más marcada hacia los finales de la misma. Por ejemplo, en 1793, José Vargas Ponce escribe su Declamación contra los abusos introducidos en el castellano, para señalar las causas que habían provocado la decadencia de la lengua española, entre los cuales se encuentran el olvido de los más eminentes clásicos, el desdén hacia las lenguas clásicas, la amplia influencia del francés; las endebles traducciones de sermonarios y de novelas, el escaso cultivo de la poesía, el predominio del teatro italiano y el lujo foráneo de la moda femenina.