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La España del siglo XVIII
La política europea en el siglo XVIII.
Los reinados de Felipe V, Felipe VI, Carlos III y Carlos IV
El testamento de Carlos II, que estipulaba la sucesión al trono de España del duque de Anjou, nieto de
Luis XIV de Francia, se revelará uno de los testamentos más importantes de la historia mundial. Con él, se
ponía fin a una larga etapa de la historia de España, regida por la Casa de Austria, y se afirmaba un nuevo
capítulo, que se dará en llamar “la España de los Borbones”. El paso de una etapa a otra no se dio de forma
pacífica: el nombramiento del duque de Anjou como rey Felipe VI de España dio lugar a una guerra difícil
que oponía a los partidarios de Felipe VI en el trono de España a los partidarios del Archiduque Carlos, hijo
del Emperador austriaco Leopoldo I. Conocida como la guerra de sucesión española (1701-1714), esta
guerra demostró el frágil equilibrio europeo y sacó a flote los recelos de las demás naciones de que Francia
se convirtiera en la potencia hegemónica del mundo, porque, al heredar el trono de España, el duque de
Anjou se volvía el monarca de unos estados importantísimos, verdaderos puntos estratégicos europeos,
como Nápoles, Cerdeña, Sicilia, Milán y los Países Bajos, amén de los territorios peninsulares y
americanos. La coalición antifrancesa no tardó en formarse, integrando Inglaterra, Holanda, el Imperio
alemán, Portugal, Dinamarca y el ducado de Saboya, quienes apoyarán al archiduque Carlos como
pretendiente al trono.
La guerra iba a durar trece años y, a su final, iba a dejar completamente cambiado el equilibrio de las
fuerzas europeas. Por el Tratado de Utrecht (1713), completado un año más tarde por los acuerdos de
Rastadt, las naciones europeas iban a reconocer a Felipe V como rey de España a trueque de no ostentar el
trono de Francia. Asimismo las tropas aliadas iban a retirarse de Cataluña y de las Islas de Mallorca, en
cambio España cedía a Saboya el reino de Sicilia (que luego el duque de Saboya entregará a Austria a
cambio de Cerdeña) e Inglaterra recibía el permiso de enviar anualmente una nave comercial a las Indias y
monopolizar el comercio de esclavos negros. Inglaterra recibía además como “premio” de la guerra
Terranova, Gibraltar y Menorca. Tras la guerra el Imperio austriaco se quedó con el Milenasado, Flandes,
Nápoles y Cerdeña, a cambio de prometer mantener la neutralidad en Italia
El final de esta guerra, cuyo desenlace estuvo favorecido también por la muerte del emperador
austriaco – que llevó al archiduque Carlos al trono del Imperio, alejándolo de su pretensión a la corona
española –, coincide con el final de una importante etapa de la vida de Felipe V, porque su primera esposa
– María Luisa Gabriela de Saboya – muere en 1714. La influencia de esta admirable mujer fue muy grande
y se habla así de una etapa de fuerte influjo francés en la política española durante los primeros catorce
años del siglo XVIII.
El mismo año Felipe V contrae matrimonio con Isabel de Farnesio, quien logra cambiar el influjo
francés por el italiano, inspirando, a través de su consejero Julio Alberoni, una política exterior agresiva. La
principal característica de esta política es la revisión de los tratados de Utrecht y Rastadt a fin de recuperar
las posesiones italianas, especialmente los ducados de Parma y Toscana, ya que ella era la hija de los
duques de Parma. El pretexto para iniciar esta política lo da la ruptura del Tratado de Utrecht, en 1716,
cuando el Emperador austriaco, saliendo victorioso contra los turcos, decide ocupar Génova (no respeta
pues la neutralidad en Italia). Acto seguido, España organiza una expedición y ocupa Cerdeña y Sicilia,
donde los naturales, malcontentos por los nuevos soberanos austríacos, reciben a los españoles como a
libertadores. Esta expedición española da lugar a la formación en 1718 de la Cuadruple Alianza que integra
Inglaterra, Francia, Holanda y Austria, potencias a las que les interesaba mantener el equilibrio resultante
de Utrecht. Las tropas aliadas entran de nuevo en España, donde toman Fuenterrabía y San Sebastián y
ocupan gran parte de Cataluña, terminando este conflicto bélico con una paz de 1720 que estipula el
apartamiento del consejero de Felipe V, Alberoni, acusado de haber provocado este descalabro, y reafirma
la renuncia de Felipe V a sus derechos de Francia e Italia.
Las ambiciones de Isabel de Farnesio se transparentan también en la sugestión que le hace a su marido
de abdicar al trono español en su hijo Luis, considerando que al dejar de ser rey de España, Felipe puede
pretender al trono de Francia cuando muera Luis XV. La abdicación se lleva a cabo en 1724, pero la muerte
prematura del rey Luis I, a sólo siete meses de ser coronado, por causa de la viruela, determina la vuelta al
trono de Felipe V, en un segundo reinado.
Este segundo reinado se caracteriza por el acercamiento sucesivo a Austria, Inglaterra y Francia y por
el nombramiento, en una primera fase, del barón de Ripperdá como consejero principal del rey. Éste
negociará en 1725 un tratado “secreto” con el Imperio austriaco, que llegará a transparentarse y a disolver
así los compromisos matrimoniales que se habían concertado entre España y Francia en un momento en
que se creía que una política matrimonial entre los dos países borbónicos habría podido resultarles
provechosa. España se acerca así al Imperio, a la cual reconoce la soberanía en los Países Bajos y en Sicilia
y Cerdeña, recibiendo en cambio para el infante Carlos (hijo de Felipe V e Isabel de Farnesio) los ducados
de Parma, Plasencia y Toscana. La alianza entre España y el Imperio (a su vez respaldado por una potencia
emergente, Rusia), llevó a la formación de la alianza de Hannover entre Inglaterra, Francia y Prusia y el
estallido de la guerra en 1726. Las negociaciones del barón de Ripperdá no dieron el resultado previsto
(consistente en el matrimonio de don Carlos con María Teresa, la hija mayor del Emperador Carlos VI) y
este aventurero perdió sus funciones en 1727. La organización de la Liga de Hannover obligó a España a
renunciar a su alianza con Austria y a reconocer definitivamente los acuerdos de Utrecht en el Convenio de
el Prado en 1728. Esta nueva situación dio paso a una mayor influencia de José Patiño, político de gran
envergadura, que quiso aunar los intereses nacionales con los dinásticos a fin de conseguir una mejora del
comercio colonial español y un mayor distanciamiento de los intereses italianos.
El siglo XVIII se caracteriza por los cambios más dramáticos y asombrosos de las políticas de alianzas
entre los estados europeos. Por ejemplo, en el momento en que entre Austria y España se había concertado
una alianza sobre la promesa de matrimonio entre don Carlos y María Teresa, Francia tramaba, a través del
influyente abad de Fleury, una política de acercamiento entre Francia y el Imperio, ya que el Emperador
empezaba a vacilar ante la perspectiva de una unión matrimonial que, de ser efectiva, amenazaba con
convertir a don Carlos en la persona más poderosa de Europa, por ser futuro rey de España, posible rey de
Francia y además Emperador del Imperio austriaco como esposo de la primogénita de Carlos VI. El regente
de Francia, el duque de Orléans tenía planes de convertirse en rey de Francia si Luis XV muriera sin
descendencia masculina y se había acercado al Emperador Carlos VI para asegurarle de que, si él le
reconociera la calidad de rey, a su vez, iba a reconocer a la archiduquesa María Teresa como Emperatriz
(cosa que habría abrogado la ley sálica, que impedía a las mujeres tomar el cetro de un país). La atmósfera
europea estaba también tensada por los problemas de sucesión en el trono de Polonia, al cual pretendían por
un lado el suegro de Luis XV, Stanislaw Lesczinski, y por otro lado el príncipe elector de Sajonia,
Alejandro II. Francia e Inglaterra hacían todo lo posible para estropear las relaciones entre España y el
Imperio de modo que resultase imposible su reconciliación. El nacimiento del hijo varón de Luis XV, que
dejaba en claro la sucesión al trono francés, dio paso a un pasajero sosiego, que se concretó en un tratado
firmado en Sevilla entre España, Francia e Inglaterra, o sea, potencias que pocos meses antes estuvieron a
punto de declararse la guerra. Los principales puntos de este tratado garantizaban los derechos de don
Carlos en Toscana, Parma y Plasencia (lo que, por otra parte, violaba lo estipulado por la Cuadruple
Alianza). Este tratado provocó la ira del Emperador, que se alió con Rusia, Cerdeña y los estados soberanos
alemanes y aumentó el número de las tropas enviadas a Italia, a fin de impedir que lo estipulado por el
tratado de Sevilla se pusiera en práctica.
El conflicto no estalló, en cambio se creó como una guerra fría, que hacía que las potencias buscaran
los aliados menos pensados y rompieran los acuerdos que más firmes parecían. En efecto, fue Inglaterra la
que tomó la iniciativa para negociar directamente con el Emperador para destensar la atmósfera: si las
negociaciones salían bien, Inglaterra se beneficiaba comercialmente, el Emperador triunfaba porque seguía
poseyendo las tres provincias de Italia (Toscana, Parma y Plasencia), aunque dependían de don Carlos, los
reyes de España retenían el dinero a Francia (esto es, la parte que les correspondía de los galeones de las
Indias) como prenda del incumplimiento del Tratado. En este contexto, Fleury interviene de nuevo
proponiendo una asociación de familia entre las dos ramas de la casa de Borbón (que llevará al primer
pacto de familia), pero su iniciativa es demasiado tardía, porque los demás poderes ya se habían
reconciliado entre ellos, don Carlos había recibido los ducados italianos (sin ser soberano en ellos), de
modo que Francia quedó aislada.
La guerra de sucesión polaca despierta de nuevo las ambiciones de las grandes potencias europeas.
En 1733, la muerte del rey de Polonia – el elector de Sajonia Alejandro II – volvió a despertar las
pretensiones del suegro de Luis XV de ocupar el trono de su país. Austria, Rusia y Prusia firmaron un
tratado secreto para impedir que ocurriera eso, considerando que es perjudicial tener como vecino a un
monarca tan cercano al rey de Francia. El rey de Francia, por su parte, consideraba eso motivo suficiente
para amenazar con empezar la guerra. El primer ministro Patiño, a su vez, consideraba que éste era el
momento oportuno para recuperar Sicilia y Nápoles y por lo tanto aconsejaba que se aprovechara el primer
pacto de familia con la corte de Versalles. Es así que se llega a la anulación del Tratado de Versalles y la
ratificación de la alianza franco-española por el Tratado de Escorial, que sella el primer pacto de familia.
Don Carlos conquista Nápoles y Sicilia, se ve proclamado rey de Nápoles y Sicilia (o sea, Rey de las dos
Sicilias). Francia consideraba que, infringiendo de tal forma los pactos europeos, España no podía tener
nunca más relaciones amistosas con el Imperio y que iba a depender diplomáticamente de la corte de
Versalles. Pero el siglo XVIII es tan sorprendente y su diplomacia es tan enigmática que pronto se
comprobará que los españoles apoyan a las tropas imperiales en el norte de Italia, que Francia negocia en
secreto con Austria (faltando con ello a lo pactado en el Escorial) y que Inglaterra y Holanda proponen un
proyecto de paz por el cual España quede con Nápoles y Sicilia, mientras que los ducados de Parma,
Plasencia y Toscana pasen a manos del rey de Cerdeña. En cuanto al suegro de Luis XV – Stanislaw
Lesczinski – era invitado a renunciar libremente a la corona de Polonia. Al final de la guerra de sucesión de
Polonia, que terminaba con la Paz de Viena (1738), España perdía pues los ducados que eran propiedad de
la familia de Farnesio y por los cuales Isabel había guerreado tanto, quedando en cambio con Nápoles y
Sicilia para don Carlos. Los ducados de Parma y Plasencia volvían a ser provincias del Imperio austriaco,
mientras que el duque de Lorena y futuro esposo de María Teresa recibía la provincia de Toscana.
La muerte del Emperador don Carlos VI en 1740 desata la lucha por la sucesión al trono del
Imperio, debida al no reconocimiento de la Pragmática Sanción (contra la ley sálica) que había dado
Carlos VI y a través de la cual dejaba como Emperatriz a su hija primogénita María Teresa. De hecho, fue
el rey de Prusia Federico II el Grande quien precipitó la guerra al invadir y ocupar Silesia en 1740. De un
lado se encontraba la alianza formada por Baviera, Prusia, Sajonia, Cerdeña, Francia, España (éstas últimas
aliadas por el segundo pacto de familia, de 1743. Por otro lado estaba Austria, apoyada por Holanda e
Inglaterra. Como en las demás guerras de sucesión, cada potencia europea buscaba su propio interés
(España, de hecho, estaba en guerra contra Inglaterra desde 1739). Lo peculiar de esta guerra es que las
batallas se llevaban por un lado en las tierras alemanas y por otra parte en Italia, donde la Emperatriz unió
sus fuerzas a las del rey de Cerdeña, Carlos Manuel, y los franceses se unieron a los españoles. Otra
peculiaridad de esta guerra es su fase americana, llamada la guerra del rey Jorge, que enfrentaba a ingleses
y franceses en las tierras ultramarinas. Las relaciones entre España e Inglaterra no se apaciguaron sino con
el reinado de Felipe VI (que sube al trono en 1746), cuando la situación europea conoce un cambio
importante debido a varios factores: la elección del duque de Toscana, esposo de María Teresa, como
Emperador (lo que hace que María Teresa reciba el título de Emperatriz en calidad de esposa del
Emperador electo), la rebelión de los escoceses (que debilita el poder de los ingleses), la comprobación de
la ambición imparable del rey de Cerdeña Carlos Manuel. En este contexto se impuso la paz de Aquisgrán
(1748), que, en grandes líneas, establecía que todas las conquistas llevadas a cabo durante la misma fueran
devueltas a sus dueños originales. María Teresa I conservó sus territorios, salvo Silesia, que fue cedida a
Prusia. Felipe VI de España (que reinó entre 1746-1759) consiguió los ducados de Parma, Plasencia y
Guastalla para el infante Felipe, segundo hijo de Farnesio, quien de esta forma veía sus aspiraciones
colmadas. El tratado devolvió Louisbourg (Canadá) a Francia y entregó Madrás (India) a los británicos. Los
holandeses mantenían las fortalezas de la barrera, pero sin los subsidios extranjeros.
Es indudable que el tratado se puede calificar como una tregua, ya que todos los participantes buscaban
otros aliados de cara a futuros conflictos. No resolvió los graves problemas continentales, ni las diferencias
ultramarinas, y, por ello, provocó profundos resentimientos. No obstante, los Estados de los Habsburgo
salieron fortalecidos y mejor preparados para ocupar un papel protagonista en el juego de las relaciones
internacionales. Holanda, sin fuerza militar y con las trabas derivadas de las diferencias internas, quedó
como una potencia de segunda fila y perdió su antiguo prestigio. Italia parecía haber iniciado el tan deseado
equilibrio entre las fuerzas de los Borbones y de los Habsburgo, auspiciado por los proyectos de
consolidación de María Teresa y Carlos Manuel. El mapa político de Europa había cambiado una vez más,
pero de nuevo, sólo de forma pasajera. De hecho, la guerra de los Siete Años, comenzó en 1756 como
consecuencia de la ineficacia de los acuerdos de Aquisgrán, que no consiguieron evitar la rivalidad entre
Gran Bretaña y Francia respecto a las fronteras de las Indias. El conflicto se desencadenó por un doble reto
franco-inglés: la presa de los barcos de guerra franceses por los ingleses en las aguas de Terranova y por la
expulsión de los británicos de Menorca por los gales. En este conflicto, Federico II de Prusia se alía con
Inglaterra, que tiene de su lado sus colonias americanas así como a la ciudad de Hannover, para que más
tarde atraiga también de su parte a Portugal, y los demás poderes – Sajonia, Rusia, Suecia, Austria, España
– se alían con Francia. Por otra parte, María Teresa no podía resignarse con la pérdida de Silesia, así que,
arrimada por sus aliados, declaró la guerra a Prusia e Inglaterra. Tenemos así una guerra llevada en Europa
en las tierras alemanas y por otra parte una guerra mucho más encarnizada en las tierras ultramarinas.
España intentó mantener su neutralidad, pero no lo consiguió dada la enormidad de los agravios
perpetrados por los ingleses (apresamiento arbitrario de buques españoles, establecimiento en Honduras
para la corta del palo campeche o el aumento del contrabando entre otros) y la amenaza de la ruptura
definitiva del equilibrio americano que parecía avecinarse si Francia salía completamente derrotada del
conflicto. Así llegó a firmarse el tercer pacto de familia, que de nuevo unía las dos potencias borbónicas
contra los ingleses, pero que esta vez arrastraba a España a una guerra para la que no estaba preparada y en
la que, ya de entrada, se unía al lado perdedor. La guerra de los Siete Años terminó en 1763 por el Tratado
de París entre Gran Bretaña, Francia, España y Portugal, que, aunque no lo dijera claramente, reconocía la
victoria de Gran Bretaña y de Prusia. En efecto, entre los mayores botines de guerra, Inglaterra recibía en
América toda Canadá, el territorio al este de Mississippi, Florida y varias islas antillanas; en África
conseguía el río de Senegal; en la India no había todavía territorios por ceder, pero se reconocieron a los
protegidos británicos como soberanos del Dekan y Carnatic, con lo que se ponían las bases de su futura
expansión. En Europa los ingleses recibieron la isla de Menorca. Por su parte, Francia renunciaba a todas
sus reclamaciones sobre Nueva Escocia y sólo conservaba las islas de San Pedro y Miquelón, junto con los
derechos pesqueros de Terranova; recuperó las islas de Guadalupe, Martinica y Santa Lucía así como
recuperó la isla senegalesa de Gorea; en cambio, en Europa sólo recuperó Belle-Isle, debiendo prometer en
cambio que se retirara de Hesse, Brunswick y Hannover, aliados de Gran Bretaña. Portugal, aliada tardía de
Inglaterra, salió bien pertrechada de la guerra, porque conservó la controvertida colonia de Sacramento.
España recobró Cuba y Filipinas y obtenía la Luisiana occidental, compensación francesa por la pérdida de
Florida. Por su parte, Prusia retenía definitivamente Silesia y Glatz, y se afirmaba como un gran poder
europeo, capaz de influir de forma duradera la política europea. Aunque apenas significó modificaciones
territoriales en Europa, la guerra de los Siete Años consolidó la posición de Gran Bretaña como la nación
hegemónica, sobre todo en los mares. Rusia, no incluida en los tratados por la retirada del conflicto,
consagró su posición en los foros diplomáticos. Austria y Prusia fueron defraudadas y se consideraron
peones de las potencias mayores, en especial Gran Bretaña. Federico II reafirmó su potencia militar, lo que
supuso unas malas relaciones con el resto de los países ante el temor de nuevos conflictos. Francia
conservó cierta preeminencia, pero su posición había quedado relegada con respecto al Reino Unido y sin
posibilidades de recuperación por la desidia real y los problemas interiores, en especial los financieros.
España sólo despertaba preocupación en Londres por el Pacto de Familia, ya que el peligro Borbón no
había desaparecido para Gran Bretaña. Por último, el compromiso anglo-francés de no prestar ayuda a sus
aliados europeos, les alejó de las disputas continentales y la dirección de la diplomacia pasó a Austria,
Rusia y Prusia. La situación creada en 1763 no auguraba un largo período de paz. Pronto, la política
europea se reconcentrará alrededor de cuatro problemas fundamentales: la rivalidad anglo-francesa en
Ultramar, la situación polaca, las disputas alemanas y los problemas orientales. La conexión de todos ellos
hizo bascular el centro de interés internacional hacia el Este. Las potencias occidentales dejaron de dirigir
los acontecimientos continentales y los Estados orientales no intervinieron en las colonias.
En España los finales de la guerra de los Siete Años encontraron en el trono a Carlos III, hijo de Felipe
V y de Isabel de Farnesio y hermanastro de Felipe VI, muerto sin descendencia. Carlos III había sido rey de
las Dos Sicilias entre 1734 y 1759; tras la muerte de su hermanastro, debió dejar esta corona a su tercer hijo
Fernando, dado que recibió el tronó español que ocupó hasta su muerte en 1788. Su política exterior se
caracteriza por la continuación de la alianza con Francia, manifestada durante la guerra de los Siete Años y
más tarde, durante la guerra de Independencia americana (1776-1783), cuando intervino junto a Francia
contra Gran Bretaña en apoyo a la emancipación de las trece colonias británicas. El Tratado de Versalles de
1783 puso fin a la guerra, y España (que ya había recuperado un año antes la isla de Menorca) recuperó
Florida de manos de los ingleses, aunque no pudo hacer lo mismo con Gibraltar. Por su intervención,
España contribuyó a la independencia de los Estados Unidos, hecho que creó un precedente para la
emancipación de sus propias colonias americanas en el siglo XIX. En política exterior fueron
fundamentales 3 puntos u objetivos: Paz en el Mediterráneo para garantizar el comercio español en estas
aguas, neutralizar a Gran Bretaña en las colonias americanas y recuperar Menorca y Gibraltar de manos de
los ingleses, consiguiendo recuperar la primera plaza pero no así la segunda que sigue siendo colonia
británica. Aunque brillante, la política exterior de Carlos III es menos importante que la política interior
que llevó a cabo a través de unas magníficas reformas que abrieron el camino hacia la total modernización
de España. A pesar de que todavía se puede hablar de una monarquía absolutista, el reinado de Carlos III es
plenamente reformista desde el punto de vista socio-político y económico llegando incluso a provocar su
enfrentamiento con la aristocracia y el clero. Por eso, Carlos III ha sido considerado la propia encarnación
de la Ilustración, siendo de hecho uno de los más típicos exponentes de esta corriente ideológica. Sus
reformas fueron dirigidas hacia el reparto de tierras comunales, división de latifundios, recortes de
privilegios de la Mesta, protección de la industria privada, liberación del comercio y de las aduanas, entre
otras. Políticamente otorgó poder político a la burguesía, favoreciendo sus intereses con iniciativas
legislativas como la creación de la Orden de Carlos III, la apertura del comercio de Ultramar o la supresión
de los “oficios viles”. Interesado en promover la prosperidad del país, su programa de reformas e iniciativas
alcanzó a las obras públicas, destacando la construcción del pantano de Loja, el puerto de San Carlos de la
Rápita o la repoblación de Sierra Morena, según el plan ideado por su consejero Pablo de Olavide, ministro
imbuido de ideas ilustradas y gran partidario de la modernización del país. En el ámbito cultural, Carlos III
entendía que la prosperidad nacional pasaba por el desarrollo cultural y educativo. En este sentido, impulsó
la investigación científica, reformó la docencia y favoreció la difusión de los conocimientos. Carlos III puse
especial esmero en limpiar y modernizar la capital, que asimismo empedró. También prohíbe las máscaras
los días de Carnaval, así como prohíbe los sombreros redondos, las capas largas y embozos que contribuían
a la inseguridad en las calles de Madrid.
Todo este tipo de medidas – entre las cuales se destaca la unificación del sistema monetario, por la
creación del primer papel moneda y la primera banca estatal en 1782 – Carlos III las llevó a cabo al
comienzo de su reinado con el Marqués de Esquilache al frente de su gobierno y apoyado por grupos de
ilustrados y de la burguesía; de hecho fueron medidas muy efectivas pero produjeron el enfrentamiento de
la oligarquía aristocrática y el clero, que, viendo amenazados sus intereses, provocaron un levantamiento
popular que se conoce por el Motín de Esquilache (1766), ya que fue depuesto este ministro. Esto obligó al
monarca a suavizar las medidas sociales adoptadas aunque no dejo de enfrentarse a los grupos
reaccionarios actuando contra ellos como demostró en la expulsión de los jesuitas o limitando el poder de la
Inquisición. A raíz del motín de Esquilache, fue el Conde de Aranda quien pasó a ocupar el puesto del
presidente del Consejo de Castilla (que representa la segunda autoridad del reino, tras el rey). Este
aguerrido político imbuido de ideas ilustradas, admirado por Voltaire y que según sus detractores “sólo
cifraba su gloria en ser contado entre los enemigos de la religión católica”, supo continuar las reformas
empezadas, sin atraerse por lo tanto la enemistad del pueblo. Parece que fue la idea de Aranda de
aprovechar este acontecimiento para saldar el complicado problema de la gran influencia de los jesuitas en
la política española. El chivo expiatorio del motín popular fue encontrado en la Compañía de Jesús, que
llegó a ser acusada de haber provocado el motín de 1766. Esta acusación, a la cual se añadían
incriminaciones poco fundadas o incluso inventadas – como tramar un imperio en Paraguay, estar en
relaciones con los ingleses cuando estos tomaron Manila y considerar ilegítimo al rey Carlos III por ser hijo
sacrílego y adulterino – llevó a una de las más controvertidas medidas del reinado de Carlos III: la
expulsión de los jesuitas de los territorios españoles en 1767, seguida en 1773 por la declaración de la
extinción de la Orden por la bula expedida por el Papa Clemente XIV.
A la muerte de Carlos III, el trono de España fue ocupado por su hijo Carlos IV, que reinó a lo largo de
20 años (1788-1808) y se esforzó a principios de su reinado de seguir la política reformista de su padre,
tratando de conservar idéntico el aparato de estado heredados y seguir con los mismos ministros de Carlos
III. En cambio, la conmoción provocada por la Revolución francesa en toda Europa, así como, más tarde, la
política expansionista de Napoleón, cambiaron por completo estos planes iniciales. El reinado de Carlos IV
estuvo caracterizado más que cualquier otro reinado de esta centuria por la política de Francia, que pasaba
por una transformación transcendental y que en pocas décadas iba a conocer la Revolución, el Terror y el
despunte de los planes napoleónicos. En los primeros años de su reinado, Carlos IV dejó el poder en manos
de sus ministros Floridablanca y el Conde Aranda: el primero, que presidió el Consejo de Castilla hasta
1792, hizo todo lo posible para “ocultar” al pueblo la Revolución francesa, por lo cual fortaleció la censura
y prohibió la circulación de revistas y libros favorables a la Revolución, por miedo a que ésta no
contaminara el pueblo español; el segundo, que volvió a encabezar este Consejo a la caída de
Floridablanca, suavizó enormemente la postura oficial hacia la revolución y redujo la vigilancia sobre los
extranjeros, a la que tanta importancia había dado su antecesor. No obstante, el Conde Aranda no duró más
que alrededor de un año en el poder, ya que a partir de 1793 surgió una nueva estrella política, Manuel
Godoy, ex guardia de corps y amante de la reina de España, María Luisa de Parma. Pocos meses después el
rey Luis XVI era guillotinado produciéndose la Guerra de Convención, en la cual España se alió con los
antiguos enemigos, los ingleses, contra la República francesa e intentó recuperar los territorios catalanes, la
provincia de Rosellón, perdidos más un siglo antes. La campaña dirigida por el general Ricardos fracasó y
Godoy, viendo que Francia era más fuerte de lo que parecía, firmó por separado con Francia la Paz de
Basilea (1795), que reconocía la República Francesa, a la cual se cedía la la parte española de la isla de
Santo Domingo y con la cual se normalizaban las relaciones comerciales. A raíz de este tratado Godoy
obtuvo el título de Príncipe de la Paz. Se puede observar así que, frente a la política antirrevolucionaria de
Floridablanca, Godoy llegó a optar por inclinarse hacia el directorio francés con lo cual quedaba vinculado
a la revolución y más tarde a Napoleón I en lugar de optar por el apoyo a Gran Bretaña contra Francia. Es
posible que esta decisión haya desencadenado los acontecimientos ulteriores, principalmente el
enfrentamiento a Gran Bretaña (con el desastre de Trafalgar) y el vasallaje absoluto a Napoleón. Estos
fracasos militares, la crisis económica y la influencia de Godoy sobre los monarcas condujeron a una crisis
dentro de la familia real: con España prácticamente tomada, en condición de aliada, por las tropas
francesas, Fernando, hijo primogénito del monarca, conspiró contra su padre, conspiración que condujo al
motín de Aranjuez en el que se manifestó el descontento popular hacia el monarca. Esto supuso la
destitución de Godoy y la abdicación del rey en su hijo Fernando, pero el mismo suceso fue aprovechado
por Napoleón: él restituyó el poder a Carlos IV que se encontraba exiliado en Bayona, pero sólo para que
éste volviera a abdicar esta vez sobre el propio Napoleón. Once años permaneció exiliado en Bayona y
después marcharía a Roma donde moriría en 1819. Su hijo Fernando VII lograría recuperar el poder en
España pero a través de grandes turbulencias socio-políticas.
Cultura y sociedad en el siglo XVIII
Para muchos estudiosos, en cambio, el siglo XVIII es realmente la primera centuria de la modernidad,
la que da las pautas de ésta, siendo el siglo de Kant y de la investigación más seria acerca de los límites de
la razón humana. El ideal racional, el marcado acento pedagógico, la fe en los valores del progreso y la
concepción de una felicidad alcanzable hic et nunc son las carácteristicas que se nombran cada vez que se
alude a la época de la Ilustración (Illuminisme, Aufklärung). Una investigación moderna como la de
Reinhardt Kosellek, orientada hacia lo que se llama “historia conceptual” 1, demuestra claramente que el
paso del Antiguo Régimen a la Ilustración se acompaña de unas sugestivas evoluciones de la lengua. La
palabra “Ilustración” se impone apenas a finales de la centuria y el sintagma “siglo de las Luces” aparece
ex post. Con todo eso, no se puede negar que los intelectuales de la época ya concebían su propio tiempo
como una Nueva Época: la novedad del propio tiempo y de la propia generación es realmente un tema de
discusión en los círculos intelectuales, donde el cambio se concibe no como algo ineludible, sino como un
cambio activo, capaz de abrir nuevos horizontes y orientada hacia el futuro. El concepto de “ilustración” ya
no se funda en la metáfora de una luz que brilla y entra en todos los resquicios, sino que se funda en una
metáfora dinámica: se trata de un proceso, de una acción, de una “iluminación” que se obtiene
procesualmente. La noción de “ilustración” está prefigurada por la de progreso: lo específico para este
1
La historia conceptual, en la acepción de Kosellek, es un campo de investigación interdisciplinario que toma en
consideración la tensión irreconciliable entre los hechos históricos en sí y la expresión lingüística de estos hechos. La historia no
se cumple sin el acto del habla, pero tampoco se identifica con este acto del habla. La capacidad del historiador de conocer la
historia es a la vez la capacidad de expresarla en términos lingüísticos adecuados: a partir de aquí surgen todos los problemas de
la expresión adecuada, pues la lengua remite a la vez a los acontecimientos reflejados por ella y a ella misma (la lengua es
autorreflexiva). La expresión justa se obtiene en muchísimos casos a través de las metáforas, y muchos de los conceptos claves
de los cuales se sirve el historiador son metáforas que han cambiado de referente a lo largo de los siglos. Los conceptos de los
cuales se sirve el historiador evolucionan en el tiempo, y es por eso interesante observar la evolución de ciertos términos, cuyos
cambios de sentido reflejan también cambios importantes de las sociedades que los utilizan.
concepto es su distinta estructura temporal, porque la ilustración no llega nunca a un final, sino que está
orientado hacia una meta sin retorno2.
En la concepción de Kosellek, lo que más interés suscita la transformación propia de la lengua del
siglo XVIII es la creación de unos “singulares colectivos” – como, entre otros, historia, progreso,
revolución, justicia libertad, igualdad, fraternidad. La justicia, como privilegio singular, es otra cosa que la
justicia pura y simple, la cual, jurídicamente, debería ser la misma para todos. La libertad pura y simple es
otra cosa que cada libertad concreta, encarnada en privilegios. La fraternidad, como término abstracto y
como singular colectivo, es otra cosa que la hermandad, que es una corporación concreta, empírica. Otra
innovación conceptual interesante se refiere al “Estado”, que hasta el siglo XVIII no se podía referir sino a
materializaciones precisas y distintas (el Estado de…): a partir de su transformación en singular colectivo,
el Estado se ha vuelto un concepto ineludible, que ha conocido ulteriormente multitud de tipos. Es
asimismo notable la aparición de neologismos como “conceptos compensadores temporales”, en el sentido
de que en el momento de su formación tenían un contenido de experiencia nulo, siendo “rellenados” a lo
largo de las décadas: patriotismo, cosmopolitismo, republicanismo, democrático, liberalismo,
conservadurismo. La conclusión de Kosellek es que si hasta el siglo XVIII los conceptos del lenguaje
jurídico (principalmente) representaban un atesoramiento de la experiencia, a partir de esta centuria se
descubre que se pueden desatar experiencias nuevas, sin precedentes: los conceptos nuevos (los
neologismos citados por ejemplo) producen realidades nunca pensadas anteriormente.
El desiderátum por excelencia de los ilustrados es la autonomía de la conciencia. Es importante señalar
que es en eso donde reside el mayor ataque dado por ellos al tipo anterior de religiosidad. Los reformadores
cristianos habían actuado desde hacía siglos en pro de una liberación de la conciencia; pero los ilustrados se
diferencian por el hecho de que han desvinculado la fe en la salvación de la necesidad de derivar de la
revelación escrita, en su forma escrita, es decir de la Biblia. La ley natural, la sensibilidad, el juicio
racional, la inteligencia sana y los juicios morales estaban en la base del intento de encontrar una
plataforma neutra desde el punto de vista eclesiástico, independiente de la confesión, y que promovía ante
todo la tolerancia en lo concerniente a la religión. Pero esta tolerancia religiosa tenía fuertes raíces
cristianas, y es por eso que el fenómeno del ateísmo era más bien escaso, la mayoría de los ilustrados
declarándose deístas.
Desde el punto de vista cultural, se suele decir que la etapa entre 1680 y 1725 está dominada por lo que
se llama barroquismo o rococó. La pregunta que se puede hacer es si la natural y lenta transformación del
barroco se puede equiparar a una verdadera crisis. O sea: ¿entre 1680 y 1725 los autores más destacados se
pueden considerar epígonos del barroco o anunciadores del giro neoclasicista? Por ejemplo, Diego Torres
Villarroel (1694-1770) es un epígono declarado de Quevedo, pero a la vez su personalidad tiene una
originalidad marcada, que le aleja muchísimo de su modelo del siglo XVII. Se habló mucho de Barroco
degenerado o decadente y se acuñaron términos como barroquismo, rococó, prerromanticismo: pero
vehicular esta terminología significaría ver el siglo XVIII como sólo un puente entre dos épocas de
esplendor, entre, por un lado, el barroco dominado por la Contrarreforma, y por otro lado el romanticismo,
que se opone al programa racionalista de la Ilustración. No se puede negar que para España el siglo XVIII
acarreó modificaciones de importancia transcendenal: en 1701 cambia la dinastía, el acercamiento a
Francia – antiguo enemigo secular de la Casa de Austria – es evidente, España pierde muchos de sus
posesiones europeas. De hecho, en toda Europa se puede hablar de un ”afrancesamiento” innegable: el
2
La Ilustración, por otra parte, produce una ideología, pues se habla de un verdadero y de un falso iluminismo, de un
iluminismo total y uno parcial. Por ejemplo, la Revolución Francesa es un producto de la Ilustración ¿pero lo mismo se podría
decir de la época del Terror?
francés se vuelve la lengua más hablada en Europa, los medios intelectuales franceses dan a conocer las
ideas – surgidas en Inglaterra – que inician lo que se dio en llamar la ”crisis de la conciencia europea” (Paul
Hazard). No es sorprendente pues España se sincronice con este amplio movimiento europeo. En cambio,
tomando en consideración el hecho de que España había dado la dirección a la cultura europea en los siglos
XVI-XVII, esta sincronización da la impresión de una ”decadencia” o ”degeneración”. Muchos
investigadores actuales proponen que se matice el término ”afrancesamiento” cuando se trata de la cultura
española de esta centuria, y se emplee más bien el término de ”clásico” o ”neoclásico”, porque los
intelectuales de alto vuelo de España eran conscientes de la importancia de conservar la gloria del genio
español.
Como en otros tiempos (a los principios del siglo XVI por ejemplo), las letras españolas se hallan entre
dos fuerzas que se contraponen y complementan: la tradición nacional, salida del Barroco, y la influencia
neoclásica y academicista, nutrida por lo francés, que está fomentada por las órdenes docentes que enseñan
las teorías de Aristóteles y de Horacio, y por publicaciones, como el Diario de los literatos de España
(1737-1742). Un ejemplo concerniente a la pugna entre los innovadores y los tradicionalistas lo pone
claramente de manifiesto. Ya que los principios básicos de la Ilustración – germinados en Inglaterra y
desarrollados en la Francia de los enciclopedistas – eran imprescindibles para la admisión en la alta
sociedad española del momento, aparecen en la octava década del siglo XVIII dos obras satíricas que
ironizan de forma muy distinta el excesivo entusiasmo por lo francés: por un lado Eruditos a la violeta de
Cadalso (Madrid, 1722) y un manuscrito anónimo que contiene un ataque contra Olavide, llamado El siglo
ilustrado. Vida de Don Guindo Cereza (hacia 1776). El contraste entre estas dos sátiras es muy sugestivo:
la de Cadalso se hace desde dentro, siendo la obra de un autor que comparte las ideas ilustradas y critica
más bien la superficialidad que la ideología. En cambio, en El siglo ilustrado la sátira se hace desde fuera,
la ironía corroe las propias ideas de la Ilustración y hace que los ilustrados parezcan todos ignorantes, ateos,
inmorales y poco amantes de su patria. A todos ellos se oponen “los buenos”: castellanos viejos, canónigos
leales e individuos de la clase baja llenos de sentido común, de fe sincera y de sana moralidad. El autor que
aduce este ejemplo3 también da otra muestra de la crítica de la Ilustración desde la posición de un
tradicionalista puro y duro, que se lee en el siguiente soneto:
Yo sigo el catecismo de Voltaire,
venero al Kauli Kan y al Espión,
y formo mi pequeña Inquisición
de Montesquieu, Rousseau y D’Alembert.
Vocifero que España es el taller
de la Ignorancia y la Superstición;
cito a Nollet, Descartes y Newton,
y en todo arrastro al Padre Verulier.
Digo intriga, detalle, dessert, glasís,
murmuro de los frailes sin cesar,
y alabo cuanto aborta otro país.
Yo no dejo jamás de cortejar;
a Napolés celebro, y a París
pues, ¿qué empleo me pueden hoy negar?
3
Nigel Glendinning, in Historia de la literatura española, Barcelona, Ed. Ariel, 1993, p. 27-8.
El siglo de las Luces impone, entre otras ideas, la de la fraternidad y la igualdad entre los seres
humanos, debilitando así la antigua jerarquía tradicional entre las clases sociales. En su discurso de entrada
para la Real Sociedad Económica de Madrid (1777), el poeta y dramaturgo López de Ayala se refería al
“dulce movimiento que nos hace mirar a todos los hombres como hermanos, [lastimándonos] las miserias
ajenas”. El desprecio por la aristocracia inactiva, prepotente y perezosa se expresa de varias formas. Es
sugestiva la reforma de Carlos III concerniente a la declaración de ciertos oficios – como las del curtido,
sastrería, zapatería o herrería – como oficios “honorables”, por lo cual los que los practicaban no perdían su
condición de hidalguía. Se quería poner fin de este modo al estilo tradicional español de pensar que el
trabajo manual es envilecedor y se intentaba borrar la distinción entre los usuarios del título de “don” que
practicaban las artes liberales y el simple obrero que trabajaba en un taller de tejer, en la fragua o en las
hormas. En el siglo XVIII hace su aparición una “clase media”, que con el tiempo llegará a representar lo
más representativo de una nación. Otra modificación importante se refiere al estatuto de la mujer, que, por
ahora en una proporción reducida, empieza a tener acceso a la educación y comienza a representar una
parte notable del público lector. Ahora bien, el público lector de España representaba una parte ínfima de la
población del país (estimada en 1768 a nueve o diez millones): más de 70 por ciento de ella era analfabeta,
de modo que se puede conjeturar que el número de lectores en toda España era comprendido entre uno y
dos millones. Madrid, que contaba en 1797 con 167.607 habitantes, puede haber tenido alrededor de 50.000
lectores efectivos. En este contexto, los propios hábitos de lectura eran distintos de los actuales: no todos
los lectores podían leer con rapidez y el procedimiento común de leer las obras en voz alta supuso que los
libros no siempre tuviesen la unidad que nosotros esperamos de ellos hoy en día. Un aporte importante en
la formación del estilo de lectura típico del siglo XVIII lo tuvo la prensa, que despunta prácticamente en el
siglo XVIII.
Durante el siglo XVIII se publicaron en España muchos y variados periódicos. Entre ellos destacan los
siguientes: El Diario de los Literatos de España (1737) era una publicación de carácter cultural y literario
que duró hasta 1742. Luchó contra las ideas barrocas y defendió la obra de Feijoo y Luzán. Su propósito
era “emitir un juicio ecuánime sobre todos los libros que se publiquen en España”. Tenía 400 páginas,
formato de libro, costaba de 4 a 5 reales y ponía en circulación una tirada de 1000 / 1500 ejemplares.
El Diario Noticioso, Curioso, Erudito, Comercial y Político (1 febrero 1758) fue la primera
publicación de periodicidad diaria de España. Constaba de dos secciones, una de divulgación, que recogía
artículos de opinión, a menudo traducciones francesas; y otra de información económica donde se
anunciaban ventas, alquileres, ofertas, demandas, etc. Su fundador fue Francisco Mariano Nipho, hombre
neoclásico, de saber enciclopédico, que llegó a publicar casi un centenar de obras, veinte de ellas de
carácter periódico. Nipho dejó pronto el diario que desde 1788 pasó a llamarse Diario de Madrid.
Un género importante lo constituyó la prensa económica, ya que las ideas ilustradas defendían las
reformas en este campo El Semanario Económico (1765 - 1766) fue una interesante publicación de este
género que difundía los adelantos técnicos para la mejora de la industria y diversos textos económicos.
Alcanzó gran importancia en este periodo la prensa literaria entre la que destacan publicaciones como: El
Diario de los Literatos, dedicado a la crítica literaria de los libros que se publicaban y El Pensador, cuyo
creador, José Clavijo y Fajardo, inició un tipo de periodismo costumbrista con temas típicamente
españoles, como las tertulias y refrescos, los cortejos, la superstición, y el comportamiento en las iglesias.
Trató el tema de la educación tanto de las mujeres como de los hombres y de la función y el
comportamiento del maestro.
En 1786 nació El Correo de los Ciegos de Madrid, que desde 1787 se llamó El Correo de Madrid.
Recogía artículos de divulgación de la actualidad literaria, científica, técnica y económica. También
abundaban artículos de crítica social y de costumbres. Publicaba una serie de "cartas y discursos" firmadas
por "el militar ingenuo" (seudónimo de D. Manuel Aguirre, ilustrado, admirador de Rousseau); en ellas
criticaba a las instituciones y denunciaba la injusticia, la desigualdad y la ignorancia. En sus páginas se
publicaron por primera vez, de forma póstuma, las Cartas Marruecas de José Cadalso.
No hay que olvidar, por otra parte, el impresionante papel que tuvo en la historia de la lengua española
la creación de la Real Academia (en 1714), con su lema “Limpia, fija y da esplendor” con aplicación a la
lengua: el diccionario, en cuya creación se vio comprometida la Real Academia muy poco después de su
creación contribuyó enormemente a este proceso de uniformidad, mientras que los censores nombrados por
las Academias garantizaron, a su vez, la pureza del estilo (tanto desde el punto de vista literario, como del
político y religioso) de las obras literarias. Este siglo se caracteriza también por la iniciación de los trabajos
de compilación de la obra literaria. La empieza Mohedano con una Historia literaria de España (1776), a
la que siguen otras obras del mismo fondo: Biblioteca de traductores, de Antonio Pellicer; Orígenes de la
lengua castellana, de Luis Velázquez; Memorias para la historia de la poesía y poetas españoles, de
Martín Sarmiento (1695-1771): Colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV, del bibliotecario,
crítico y filólogo Tomás Antonio Sánchez, en la que se da a conocer por primera vez el Poema de Mío Cid.
Contribuyó poderosamente al progreso de los estudios del idioma la creación de la Real Academia
Española (1713).
El problema del origen del español vuelve a ser planteado por Mayáns y Síscar en sus Orígenes de la
lengua española; además, es de gran interés el Ensayo de los sinónimos de M Deudo y Ávila (1757). A
partir de 1750, cobra importancia la figura del arabista Miguel Casiri bibliotecario de El Escorial quien
publica la Biblioteca hispanoarábiga.
N. Glendinning llama la atención sobre dos modalidades literarias estrechamente relacionadas en el
siglo XVIII con el periódico, que son el ensayo reducido – informativo o satírico – y la carta. Se trata de
formas anteriores de escritura, que el estilo periodístico asimiló fácilmente. Otra modalidad previa a la
literatura periodística la constituye el sueño ficticio, género introducido por Quevedo y continuado por su
principal epígono Torres Villarroel. La particularidad dieciochesca de este género es que él pierde la
amplitud de antaño para venir a acoplarse a las columnas del Correo de Madrid o a las hojas de los
Caprichos de Goya.
Un problema suplementario de la sociedad española lo constituye el estallido de un conflicto casi
abierto entre dos poderes rivales: el rey y el Papa. España contaba con un clero dotado con enorme poder,
que a lo largo del siglo XVII había adquirido una perfecta experiencia de la censura, de modo que los que
osaron atacar el poder de la curia papal fueron acusados por la Iglesia de jansenismo o bien delatados a la
Inquisición. Los ministros del rey, a su vez, intentaron disminuir el poder del Santo Oficio y proscribir
ciertos edictos papales. La expulsión de los jesuitas en 1767 representa un golpe de máxima transcendencia
en el curso de las luchas contra la curia romana. Con todo eso, la lucha no había sido ganada por los
partidarios del rey: lo demuestra el proceso del ministro ilustrado Olavide, acusado de herejía y de
sensualismo simplemente porque no compartía las ideas tradicionales geocéntricas y sostenía el sistema
copernicano. De hecho, muchos pensadores progresistas estuvieron embrollados en procesos de la
Inquisición. No se puede negar, con todo eso, que el número de procesos y castigos de la Inquisición
disminuyó progresivamente a lo largo del siglo XVIII. En el seno mismo del clero había un enfrentamiento
entre los clérigos que estaban al tanto del desarrollo de las ideas científicas y los que no lo estaban. Pero la
censura siguió funcionando a lo largo de la centuria. Muchas obras que difundían las ideas ilustradas y
popularizaban la ciencia del momento fueron censuradas y varios escritores debieron modificar sus textos a
fin de no contravenir a las normas de la Inquisición. Paradójicamente, la censura se relajó un poco más en
la primera mitad del siglo XVIII, para volver a estar muy alerta después de los tumultos de 1766 y
nuevamente a partir de la Revolución francesa. Por los años de 1790 incluso se prohibió en España un
periódico científico, Diario de Física de París. La Inquisición impidió la publicación en los libros y
periódicos españoles de muchas de las ideas políticas y religiosas típicas de la Ilustración, pero eso no fue
un estorbo para que ellas no se difundieran clandestinamente, a través de publicaciones extranjeras. Así se
hace que aunque las obras de Voltaire y de Rousseau no podían publicarse en España era de todos modos
imposible impedir su discusión en las tertulias y en los cafés.
Si en las primeras décadas del siglo los autores españoles desconfiaban de la importancia de la cultura
de su país en el contexto europeo e interiorizaban los dardos enviados por un Montesquieu o un SaintEvremond acerca del carácter provinciano de la literatura, la cultura, la música y la ciencia española, hacia
los finales del siglo los autores españoles cobraron suficiente confianza para volverse contra la crítica
exterior. Muchos pensadores, por los años 1830, consideraban que las ironías de los franceses, ingleses y
alemanes no carecían de fundamento, y su réplica consistía más bien en tratar de mejorar el área que tenían
que defender, intentando de desterrar por ejemplo el abuso de las frases altisonantes y “sin sentido” de las
letras españolas. Pero ya en 1780 y 1790 un Bonhours o un marqués de Valdeflores brindaban nuevos
criterios desde el punto de vista estético, propugnando una nueva afirmación del siglo XVI español como
auténtica Edad de oro de las letras hispánicas, mientras que un Montiano y un Luyando se esforzaron por
escribir tragedias en un intento de demostrar que los españoles eran capaces de seguir las reglas clásicas.
En Calderón de la Barca y Góngora, vistos como ejemplos de “mal gusto” español, empezaron a observarse
ciertos detalles merecedores de estima (sobre todo en los poemas menores de Góngora, no obstante), y
Herrera fue erigido a rango de paradigma de las calidades poéticas españolas, por poseer un calor y una
pasión inexistente en la meticulosa precisión de la poesía francesa. Surge asimismo una preferencia por un
estilo nacional más que “internacional”, que llegará a su cénit tras la guerra de la Independencia, en el
momento en que las ideas de Schlegel comenzaron a circular por España. La defensa del genio español se
ha manifestado siempre a lo largo del siglo XVIII, pero en grados distintos y sin duda de forma más
marcada hacia los finales de la misma. Por ejemplo, en 1793, José Vargas Ponce escribe su Declamación
contra los abusos introducidos en el castellano, para señalar las causas que habían provocado la decadencia
de la lengua española, entre los cuales se encuentran el olvido de los más eminentes clásicos, el desdén
hacia las lenguas clásicas, la amplia influencia del francés; las endebles traducciones de sermonarios y de
novelas, el escaso cultivo de la poesía, el predominio del teatro italiano y el lujo foráneo de la moda
femenina.