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Contra la Memoria de David Rieff, una reseña
Juan Matías Sanguineti
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El presente trabajo presentaremos el libro Contra la Memoria de David Rieff. El libro es fruto
de su experiencia en Bosnia, Ruanda, Kosovo, Israel-Palestina e Irak. Esta experiencia lo lleva a
sostener que la rememoración y la memoria histórica enardecen las guerras. A lo largo de su
libro, Rieff especifica su tesis, la argumenta con acontecimiento históricos y contempla
posibles objeciones, siendo los conceptos centrales que tratará los de “justicia”, “paz”,
“olvido” y “memoria histórica”. El texto se compone de cuatro capítulos: I Sus huellas en las
arenas del tiempo; II ¿Para qué sirve realmente la memoria colectiva?; III Perdón y olvido; y IV
Amor fati. En lo que sigue, expondremos cada uno de ellos.
I. Sus huellas en las arenas del tiempo
En primera instancia, Rieff advierte lo que considera un hecho, que olvidaremos todo
acontecimiento indefectiblemente y que nuestros Estados no seguirán existiendo en la forma
en que los conocemos. Pues la mayoría de las civilizaciones, así como el arte y el pensamiento
que engendran desaparece pronto. Como ejemplificación, Rieff menciona el caso de Rubens,
cuyos retratos de la nobleza inglesa, en la actualidad, no tienen sentido para nosotros, pero
que en su momento fueron entendidos como exaltaciones de la dinastía de los Estuardo, así
como de la doctrina del derecho divino real. Pero, según él, esto no querría decir que no haya
buenas razones para vivir en la ilusión de eternidad, pues provocaría una parálisis el saber que
nuestras civilizaciones están condenadas a la extinción y al olvido. Rieff considera en qué modo
puede ser útil la memoria histórica, afirma que para los australianos y neozelandeses, la
memoria de los caídos no solo tiene un sentido histórico, sino también ético, pues con ella
honran su identidad nacional. En contraposición a este aspecto positivo, no considera que
exista una utilidad cívica o moral en la celebración de oficios religiosos que honren a los
normandos y anglosajones caídos en batalla, o a los caídos en las batallas de Sekigahara y
Osaka; y menos aún, a los de la batalla de Salamina entre atenienses y persas, o a los de las
batallas de Chu-Han en China. Rieff argumenta que si las implicaciones de la rememoración
fuesen siempre positivas, o al menos, neutrales, sería no solo irrespetuoso, sino innecesario ir
contra ella. Pero este no sería el caso, la memoria histórica colectiva nos habría conducido con
demasiada frecuencia a la guerra más que a la paz, al rencor más que a la reconciliación y a la
venganza más que al perdón. Esto lo mostraría lo ocurrido en el sur de Estados Unidos entre
1865, y al menos, hasta mediados de los ochenta y la antigua Yugoslavia en los noventas. En la
actualidad, lo mostraría lo que ocurre en Israel y Palestina, entre los nacionalistas hindúes en
India y entre los islamistas, sean sunníes o shiíes.
Por otro lado, Rieff afirma que la memoria histórica está más cerca del mito que de la historia.
Para desarrollar esta idea, cita a Halbwachs, quien afirma que las sociedades son capaces de
reconstruir su pasado, pero que al mismo tiempo, lo deforman. La historia de Irlanda de finales
del siglo XIX sería un ejemplo de este fenómeno. Lo relevante sería el trauma de la destrucción
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de la nación irlandesa y la emocionante posibilidad de resucitarla. Por ello, según Rieff, la
esencia de la memoria histórica se reduciría a la identificación y proximidad psicológica, antes
que la precisión histórica, y aún menos, a la hondura política. Así mismo, sería importante la
utilidad de la memoria colectiva como asentamiento del fervor nacional, que es la esencia del
patriotismo. Po lo cual es relevante el problema de qué enseñar sobre Colón a la población
estadounidense, pues compete a su patriotismo al ser país donde la mayoría son inmigrantes,
o hijos de inmigrantes. A partir de lo expuesto, Rieff concluye que la memoria colectiva
siempre es construida por seres humanos con fines humanos, sean buenos o malos, y que en
lo concerniente a ella Nietzsche tenía razón “no hay hechos, sólo interpretaciones”.
II ¿Para qué sirve realmente la memoria colectiva?
Rieff comienza sosteniendo que las sociedades olvidan, a menudo, asombrosamente rápido.
Estaríamos presenciando el comienzo de una era en la que el cambio se está volviendo norma,
los acuerdos estables se estarían rompiendo, y más allá de determinado punto, nunca se
reconstruirían de nuevo. La memoria histórica nunca se habría hallado sometida a la tensión
que la aceleración de la historia está produciendo. Rieff menciona el caso de David Cannadine,
quien ilustró la fragilidad de los emblemas imperiales del pasado. En un viaje a la India en el
2003 halló doce estatuas inmensas que se alzaban sobre la maleza y arbustos, éstas
representaban no solo a un conjunto de virreyes británicos, sino también a Jorge X, emperador
de India.
Por otro lado, Rieff afirma que la memoria colectica a menudo se presenta como si fuera una
incitación al desastre moral o político. Su paradigmática manifestación contemporánea sería la
aseveración de que eludir nuestra obligación moral de recordar la Shoá es exiliarse del mundo
civilizado. Menciona que Margalit sostiene que estos acontecimientos deben permanecer en la
memoria colectiva porque son ejemplos del mal radical y de los crímenes contra la humanidad,
y el imperativo de estar alerta ante el mal radical impondría el prudente requisito de construir
una memoria moral compartida por la humanidad entera. Paul Ricoeur, según Rieff, va más
lejos, pues afirma que hemos contraído una deuda con las víctimas, y que al recordarlas,
evitamos que el olvido mate a la víctima dos veces. Frente a estas posturas, Rieff objeta que
puede que la memoria colectiva de un caso de mal radical de nada sirva para proteger a la
sociedad de los casos posteriores de mal radical. Incluso, ésta memoria, a menudo es
peligrosa, y puede que la justa medida de olvido sea la condición de una sociedad pacífica y
decente.
Según Rieff, la opinión ortodoxa abraza el precepto demostrablemente falso de George
Santayana, el cual establece que aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a
repetirlo. Según está opinión, recordar sería ser responsable, sea ante la verdad, la historia y
las tradiciones; mientras que el olvido sería una caída en la cobardía moral y el nihilismo cívico,
y por si fuera poco, sería la autodestrucción colectiva e individual. Pero para Rieff, lo que no
está claro de esta opinión es el problema de qué hacer con aquellos recuerdos. La justicia
podría, a lo sumo, establecer los hechos, determinar a los culpables, y a veces, ofrecer a los
parientes de los asesinados algún alivio, pero ello son sus límites. En efecto, ¿qué hacer con el
recuerdo cuando ya se encuentren muertos los culpables, las víctimas y sus familiares?
Concluyendo su capítulo, Rieff objeta contra la posibilidad de la noción de “memoria
colectiva”. Afirma que esta memoria no solo es imperfecta, sino también, imposible. No se
podría conjurar el verbo “recordar” en plural, a menos que nos refiramos a los que
presenciaron el hecho, pues recordamos en cuanto individuos, no en cuento colectividades.
Así mismo, sería absurdo referirse a la culpa colectiva de un pueblo a causa de la Shoá, o del
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genocidio en Ruanda, del mismo modo en que nos referimos a la culpa individual por los
crímenes cometidos durante aquellos horrores.
III. Perdón y olvido
Rieff considera que la rememoración oficial casi siempre elude apenas los límites de lo kitsch.
Esa rememoración no solo serviría a intereses políticos, sino que incluso cuando está
desprovista de semejante trasfondo, ha sido ahogada en kitsch. Aquí, Rieff menciona como
ejemplo al Museo del Holocausto en Washington DC, el cual pretende ser edificante apaliando
el horror del contenido del museo, pero se trataría de un error histórico y moral.
Rieff menciona otro aspecto de la memoria histórica, afirma que es receptiva a la ira y lo que
garantizaría la salud de la sociedad es su capacidad de olvidar. Sostiene esta postura
mostrando el caso del estreno de la película La tristeza y la piedad en Francia de 1981. Este
documental habría roto el silencio consensuado sobre el alcance y el entusiasmo del
colaboracionismo francés con los nazis, saliendo a la luz verdades que fomentaban la división.
Por lo que al principio causo consternación, ira y rechazo. Un efecto similar habría tenido la
película Camina, ejército desnudo del emperador en Japón. Por lo cual, la corroboración de que
la rememoración puede ser llevada demasiado lejos, casi nunca permitiría proponer que ha
sido una fuerza benéfica. En su propia contra, Riff menciona que Todorov insta al “buen uso”
de la memoria que no solo se complace a reproducir el pasado, sino que serviría a una causa
justa, así como el individuo trabaja en el psicoanálisis. Pero, según Rieff, por más serios que
parezcan estos argumentos, tales memorias son heridas y sin duda, recordarlo todo, sería no
perdonar nada y no aliviarse de nada. Rieff se sirve de la postura de la psiquiatra Janet Baird
para complementar su respuesta, ella afirma que los recuerdos traumáticos de los individuos y
los recuerdo históricos de los grupos, más que un remontarse al pasado, conservan la cualidad
del “ahora”. Baird añade que, en referencia a la memoria histórica, la tensión social parece
resucitar a los actores de entonces en el ahora. Lo cual, afirma Rieff, podría tener un efecto
muy peligroso desde el punto de vista político. Como ejemplo, menciona la narración de Conor
Cruise, quien escribió que durante un periodo desgraciado del conflicto en Irlanda del Norte
hubo momentos en que parecía que habría un acuerdo, pero cuando la gente de uno u otro
bando recordaba alguna de las grandes canciones militares del martirio, toda esperanza se
desvanecía de repente.
Pero Rieff quiere dejar en claro que no sostiene que el olvido deba ocurrir inmediatamente
después de un gran crimen, o cuando sus perpetradores anden sueltos. Así mismo, habrían
periodos en los que las relaciones entre los Estados podrían mejorar y los muchos
resentimientos eliminarse si el Estado que ha cometido un crimen reconoce su culpabilidad. En
cuando a la relación entre la paz y la justicia, Rieff sostiene que no se advienen fácilmente,
pues habría muchos ejemplos de ello. Menciona a los acuerdos de Paz de Dayton que
terminaron con la guerra de Bosnia. Para los que habrían sido testigos del horror de aquella
guerra, toda paz, no importa cuán injusta, a la incesante muerte, sufrimiento y humillación,
sería preferible a la continuación de la masacre.
Por tanto, para Rieff, sería políticamente difícil maginar que acabaríamos peor si olvidásemos
las grandes tragedias. Además, considera que la esencia de la política democrática sería el
acuerdo y como sabría todo aquel que haya tenido experiencia en la política práctica, nada es
tan admirable en la política como la poca memoria. Por otro lado, aclara su perspectiva, con el
término “memoria colectiva” no se refiere al folclore o a las costumbres consagradas de las
sociedades agrarias, tampoco a la memoria religiosa. Sino que se refiere a la noción que surge
con el Estado-nación y que casi siempre es política.
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IV. Amor fati (amor al destino)
Rieff afirma que la rememoración no solo se fortalece con las penas, sino que también se
sustenta con el sentimiento de victimismo. No habría nada más socialmente incontrolable y
más peligroso políticamente que un pueblo que se tiene a sí mismo por víctima, pues en la
mente de los perpetradores, todo gran crimen cometido en el siglo XX habría sido un acto en
legítima defensa. Los turcos creían que los armenios eran la quinta columna rusa; Stalin creía
que los kulaks estaban subvirtiendo su programa de colectivización agrícola; y los nazis
creyeron que los judíos eran el equivalente moral de un microbio mortífero responsable de la
derrota alemana en la Primera Guerra Mundial. Incluso, Rieff nos recuerda que a pesar de
todas las palabras sobre el “nunca más” en el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial,
temores parecidos habrían atenazado a los jemeres rojos en Camboya y al movimiento en pro
del poder hutu en Ruanda.
Rieff afirma que, a pesar de que recordar constituye un acto de justicia, ello no implica que
recordar también pueda cometer una injusticia con el presente, condenándonos a sentir el
dolor de nuestra heridas históricas y la amargura de nuestro resentimiento histórico, mucho
más allá de donde debimos dejarlos atrás. Por otro lado, considera que la conmemoración
pocas veces es aliada de la paz, pero muchas del olvido. Esto lo mostraría lo sucedido con el
llamado pacto del olvido que resultó esencial para el acuerdo político que trajo la democracia
a la España posterior a Franco. Aunque este pacto nunca se formalizaría, el advenimiento de la
democracia española habría venido de las alas de la reescritura y del olvido. Así mismo, el
recuerdo no sería aliado de la paz de Oriente: la obsesión por las excavaciones en la búsqueda
de vida judía en la tierra de la Israel histórica, ahora se hallaría en el corazón del proyecto de
los asentamientos. Según este proyecto, los colonos tendrían derecho absoluto y no
negociable sobre esas tierras donde quiera que localicen un vestigio judío.
Para Rieff, lo anterior no niega, a las personas serías y admirables que afirman que el olvido es
innecesario, que el perdón es importante. Menciona que Gandhi afirmó que el mérito del
perdón yace en el amor, a pesar de la certeza de que no es amigo al que debe amarse, que
Margalit describió al perdón coma la superación del resentimiento que no precisa del olvido, y
que Ricoeur sostuvo que la verdadera amnistía no puede emanar de una amnesia ciega. Pero
Rieff se pregunta ¿si nos fuese posible olvidar en alguna medida, no estaríamos en mejores
condiciones para el perdón? Además, el olvido sobrevendría tarde o temprano, y suele ser
mejor temprano que tarde. Él está convencido de que la paz es imposible sin el olvido, pero es
más, considera que se debería establecer un deber de olvidar. Éste sería posible y más si fuese
visto como un imperativo, de este modo la paz llegaría a ser una quimera más accesible.
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