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ANÁLISIS DEL CRITERIO DE MUERTE ENCEFÁLICA Y SUS
REPERCUSIONES ÉTICAS
Yael Zonenszain Laiter
Resumen
Debido al desarrollo de la tecnología, el reconocimiento del momento en el
cual el organismo humano está muerto ha cambiado, trayendo consigo
diversas polémicas con consideraciones éticas importantes. El fenómeno de la
muerte humana engloba aspectos biológicos, metafísicos, éticos y culturales,
que obligan a plantear una definición multidimensional de la misma. Es de
suma importancia analizar si es ética la definición actual de la muerte humana,
en la que se equipara la muerte de la persona con la muerte de su encéfalo,
dadas las posibles consecuencias de la misma en la práctica médica actual.
Palabras clave: muerte encefálica, criterios, persona, ética, definición de
muerte
Abstract
Due to the development of certain technologies, the recognition of the moment
in which the human body is dead has changed, deriving in diverse polemical
points of view, with important ethical considerations to be taken into account.
The phenomenon of human death encompasses biological, metaphysical,
ethical and cultural aspects, making the establishment of a multidimensional
definition of death compulsory. It is important to analyze if the current
definition of human death, in which the death of the person is equated to the
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death of the brain, is ethical, given the possible consequences of this definition
on current medical practice.
Key words: brain death, criteria, person, ethics, definition of death
La muerte siempre ha sido reconocida como el límite final de la existencia.
Sin embargo, y debido al desarrollo de la ciencia y de la tecnología, el
reconocimiento del momento en el cual un organismo está muerto ha
cambiado, trayendo consigo diversas polémicas con consideraciones éticas
importantes.
El fenómeno de la muerte, específicamente humana, engloba aspectos
biológicos, metafísicos, éticos y culturales, que obligan a plantear una
definición multidimensional de la misma. Para algunos autores, la muerte se
define como la separación entre el alma y el cuerpo. Para otros, la muerte es
el cese del funcionamiento orgánico integrado del cuerpo y para otros más, la
muerte humana se define como la pérdida permanente de la capacidad de
conciencia (Singer, 1997); (Bernat, 2006); (Byrne, 2009) .
El concepto de muerte natural nació en la cultura griega del siglo IV a.C.,
definiéndose como aquella, en la que poco a poco, van muriendo las diferentes
funciones y órganos del organismo hasta llegar a la muerte del corazón:
ultimun moriens (Pace, 2001).
Hasta mediados del siglo pasado, el
reconocimiento del fenómeno de la muerte natural era poco problemático. Por
lo general, la condición física de los pacientes se iba deteriorando hasta perder
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la conciencia; eventualmente cesaba el latido cardiaco y la circulación
sanguínea, conduciendo a la muerte de los diferentes órganos por falta de
oxigenación. Finalmente, y como mera formalidad legal, se declaraba al
paciente muerto. Esta progresión natural de eventos no podía detenerse o
hacerse reversible hasta hace algunas décadas, cuando los avances en las
técnicas médicas convirtieron lo anterior en una posibilidad.
Era claro desde la antigüedad que, con el cese de la respiración y del latido
cardíaco, el cerebro del individuo moriría en pocos minutos. Sin embargo, el
desarrollo de las técnicas de reanimación cardiopulmonar y de tecnologías
como el ventilador mecánico, que tienen la capacidad de superar la no
funcionalidad de los antiguos parámetros, la determinación de la muerte se ha
visto influenciada por la posibilidad de mantener por períodos prolongados, de
manera artificial, las funciones fisiológicas de un paciente con daño sistémico
severo (Fisher, 1999); (Shemie, 2007); (Choi, 2008).
De esta manera, se ha abierto la puerta a diferentes cuestionamientos
importantes, con grandes implicaciones éticas, principalmente en lo que
respecta al final de la vida y a los criterios que definen la muerte.
En
particular, es de suma importancia analizar si es ética la definición actual de la
muerte humana, en la que se equipara la muerte de la persona con la muerte de
su encéfalo, dadas las posibles consecuencias de la misma, tales como la
práctica de la donación de órganos.
Durante las décadas de los años 40 y 50 del siglo XX, a raíz de las epidemias
de poliomielitis en los Estados Unidos, se presentaron grandes avances en las
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técnicas de ventilación pulmonar asistida (Racca, 2013).
En la siguiente
década se perfeccionaron las técnicas de reanimación cardiopulmonar y se
desarrollaron las Unidades de Cuidados Intensivos, en las cuales aumentó el
número de pacientes en estado crítico que sobrevivían en estas condiciones;
(Hill, 2009). En 1957, los neurocirujanos y neurofisiólogos franceses Mollaret
y Goulon acuñaron el término “coma dépassé” para referirse a un estado de
coma prolongado, que inevitablemente fue ligado posteriormente al
surgimiento del término muerte cerebral y al desarrollo de las técnicas de
obtención de órganos para trasplante de los mismos (Pace, 2001); (Baron,
2006).
Desde mediados de la década de los 60s, comenzaron a manifestarse algunas
críticas hacia la medicina moderna por promover tratamientos invasivos
complejos que torturaban a los moribundos y postergaban la muerte (Pernick,
1999).
Posteriormente tuvieron lugar ciertos acontecimientos que empezaron a captar
la atención pública en torno al debate acerca del tema de la muerte y su
definición. En 1965 se reportó el primer trasplante renal de un donador
declarado con “muerte cerebral”. A finales de 1967, se realizó el primer
trasplante de corazón, extraído de una joven mujer, víctima de un accidente.
Menos de dos semanas después, se efectuó otro trasplante similar, de un
donador que presentó una severa hemorragia subaracnoidea. En esta ocasión,
el médico de guardia que admitió al donador al hospital de Cape Town, fue
urgido por el equipo de trasplantes del hospital para que declarara al paciente
como fallecido con el fin de poder extraer su corazón. Inicialmente, el Dr.
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Hoffenberg se rehusó a cumplir con la petición del equipo de trasplantes, ya
que el paciente aún mantenía algunos reflejos neurológicos. Al ya no poder
estimular estas respuestas reflejas en el paciente, el doctor lo declaró muerto y
se procedió al trasplante (Hoffenberg, 2001). Un año después, en 1968, se
realizaron 107 procedimientos similares a nivel mundial (Gherardi, 2010).
Con el desarrollo de las técnicas de trasplante de órganos, y con la posibilidad
de poder conservar algunas funciones del organismo de manera artificial, se
hizo necesaria para la comunidad médica una definición de muerte certera, y a
la vez ética, para poder obtener los órganos antes de que fueran inservibles
para su trasplante, sin adelantar o causar la muerte de ningún paciente (Torpy,
2008). En septiembre de 1968 se constituyó en la Escuela de Medicina de
Harvard un comité ad hoc para examinar la definición del término de muerte.
El comité publicó un reporte en el cual se estableció el coma irreversible como
el nuevo criterio de muerte (Ad Hoc Commmitee of the Harvard Medical
School to Examine the Definition of Brain Death, 1968). El reporte aduce dos
razones por las cuales se hace necesaria una nueva definición de muerte: (a)
para reducir la carga a los pacientes con pérdida irreversible del intelecto, a
sus familiares, a los hospitales y a aquellos pacientes que necesitan las camas
ocupadas por los pacientes comatosos, y (b) porque los criterios obsoletos para
la definición de la muerte pueden causar controversia durante la obtención de
órganos para trasplantes.
Posteriormente, en 1976, Gran Bretaña redefinió los criterios para determinar
la muerte cerebral y adoptó el principio de muerte del tallo cerebral como
criterio para la definición de la muerte (Conference of Medical Royal Colleges
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and their Faculties in the United Kingdom, 1976), ya que en esta estructura se
encuentran localizados los núcleos reguladores del automatismo cardiorespiratorio, y que su propio fallo implica necesariamente la muerte cortical.
Las recomendaciones del reporte de Harvard fueron adoptadas por varias
autoridades, aunque la definición de muerte propuesta por el mismo, fomentó
gran confusión, principalmente entre los profesionales de la salud (Youngner,
1989). En consecuencia, se conformó una comisión presidencial, con el fin de
estudiar las implicaciones éticas y legales del asunto de la definición de la
muerte, además de incluir una recomendación para el desarrollo de una
definición uniforme de la muerte ( President´s Commission for the Study of
Ethical Problems in Medicine and Biomedical and Behavioral Research,
1981). En conjunto con la American Bar Association 1, con la American
Medical Association 2 y la National Conference of Commissioners on Uniform
State Laws 3, se impulsó el Uniform Determination of Death Act 4, la cual
establece que un individuo está muerto si presenta (1) cese irreversible de sus
funciones respiratorias y circulatorias o (2) cese irreversible de todas las
funciones del cerebro en su totalidad, incluido el tallo cerebral (National
Conference of Commisioners On Uniform State Laws , 1981). A esto se le
denomina muerte encefálica. El acta sugiere la adopción de esta definición de
muerte en todo el territorio norteamericano (Kerridge, 2002). Desde entonces,
la muerte encefálica es legalmente equivalente a la muerte del paciente en la
1
Asociación Americana de la Barra de Abogados
Asociación Americana de Medicina
3
Conferencia Nacional de Comisionados para la Legislación Estatal Uniforme
4
Acta Uniforme de la Determinación de la Muerte
2
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legislatura de los Estados Unidos, y en la de muchos otros países del mundo,
incluido México (Ley General de Salud, 1984).
La definición de muerte ha evolucionado a través del tiempo, especialmente
en las últimas décadas, cuando se ha hecho evidente el vínculo entre la muerte
del encéfalo y la del individuo. De esta manera, han surgido nuevos criterios
para la determinación de la muerte, mismos que no podían ser considerados
anteriormente, dado el progreso de la tecnología médica y de las posibilidades
de diagnóstico y de tratamiento que ofrece. El rabino Moisés Maimónides 5 fue
el primero en sugerir que el cerebro tenía suma importancia para el
sostenimiento de la vida, al percatarse de que todos los individuos decapitados
invariablemente morían (Baron, 2006).
El concepto de muerte, desde el advenimiento de la muerte encefálica 6, puede
clasificarse en tres categorías principales. La primera de ellas, la categoría
biológica, sostiene que el cerebro le confiere al cuerpo una unidad integradora
transformándolo de una colección de órganos y tejidos, a un organismo “en su
totalidad”7; al perder la unidad somática integradora, representada por el
encéfalo, el organismo muere (Bernat, 2006). Esta definición no se limita
exclusivamente a la muerte de los individuos de la especie humana.
5
1135, Córdoba – 1204, Fustat, Egipto.
La muerte encefálica es la condición en la cual el cerebro y el tallo cerebral han perdido su función
irreversiblemente como consecuencia de un accidente o de una hemorragia cerebral masiva (Chavarría
Martínez, 2001)
7
El organismo en su totalidad no equivale a todo el organismo. Todo el organismo implica la suma de los
tejidos y órgano que lo componen; el organismo como un todo se refiere a la unidad compuesta por la
interacción compleja, innata y espontánea de los múltiples sistemas de órganos de un organismo (Bernat,
Culver, & Gert, 1981); (Shewmon D. , The brain and somatic integration: insights into the standard biological
rationale for equating brain death with death, 2001).
6
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La categoría biológica de definición de la muerte aborda el concepto de
muerte desde diversos enfoques que hacen énfasis en criterios divergentes
para la determinación de la misma.
Los criterios vigentes para la
determinación de la muerte incluyen el criterio cardiopulmonar, el criterio de
muerte encefálica y el criterio de la muerte cerebral (De Grazia, 2008).
El criterio tradicional de muerte que se empleó hasta el surgimiento de la
definición de muerte cerebral fue el criterio cardiopulmonar, que sostiene que
la muerte es el cese irreversible de la función cardiopulmonar; por lo tanto, un
cuerpo humano que respira y que conserva su circulación sanguínea está con
vida, a pesar de que se necesite de ayuda externa para el mantenimiento de
dichas funciones (Seifert, 2009).
Otra corriente de pensamiento se basa en el criterio de muerte encefálica, que
se define como el cese completo e irreversible del encéfalo, incluyendo la
corteza cerebral, el tallo encefálico y el cerebelo. Esta definición hace énfasis
en la incapacidad del paciente de mantener de forma automática las funciones
cardio-respiratorias, ya que con la muerte del tallo cerebral necesariamente
muere la corteza (De Grazia, 2008); (Pellegrino, 2009). El criterio de muerte
encefálica también recalca la pérdida irreversible del funcionamiento del
organismo como un todo: según este criterio, la muerte de todo el encéfalo,
indispensable para integrar las funciones orgánicas principales, es la condición
necesaria para la muerte del ser humano; por lo tanto, los términos muerte y
muerte encefálica son equivalentes.
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Una última corriente clasificada dentro de la categoría biológica de la
definición de muerte se basa en el criterio del tallo cerebral, y afirma lo
siguiente: si la muerte humana se define como la pérdida irreversible de la
capacidad de conciencia, en combinación con la pérdida irreversible de la
capacidad de mantener de forma automática las funciones cardio-respiratorias,
entonces la muerte del tallo cerebral, sede de ambos constituyentes de la
existencia humana y centro integrador del organismo,
será condición
suficiente para la muerte del individuo 8 (Omrod, 2005).
Esta categoría
puede englobarse dentro de la de muerte encefálica.
La segunda categoría del concepto de muerte, la psicológica, equipara a la
persona humana con la mente; la muerte humana se define como la pérdida
irreversible de la conciencia (Veatch, 2009). La categoría psicológica de
clasificación de la muerte humana afirma que el atributo esencial del ser
humano es su capacidad de experimentar la conciencia 9. Su argumento puede
resumirse de la siguiente manera: para la persona humana, la pérdida
irreversible de la capacidad de consciencia comprende la pérdida de aquello
que es esencial para su existencia; para la persona humana, la pérdida de
aquello que es esencial para su existencia es la muerte; por lo tanto, la pérdida
irreversible de la capacidad de conciencia es suficiente para la muerte (De
Grazia, 2008). La pérdida de la vida consciente del paciente, que incluye su
capacidad para recordar, para juzgar, para razonar y para actuar sería entonces
8
El tallo cerebral conecta el cerebro y el cerebelo con la espina dorsal y funciona como el centro de
comunicación del sistema nervioso central. Controla la respiración y la circulación autónomas. Además
permite el estado de consciencia por medio del sistema activador reticular ascendente (Paliokas, 1989); (De
Grazia, 2008); (Simon, Greenberg, & Aminoff, 2009); (Waxman, 2010).
9
La consciencia se refiere a cualquier experiencia subjetiva del individuo (De Grazia, 2008).
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la muerte de la persona como individuo humano 10. Esta categoría se vincula
con el criterio de muerte cerebral, en el cual hay daño irreversible de la
corteza cerebral y/o del cerebelo pero no necesariamente del tallo cerebral (De
Grazia, 2008).
La tercera categoría es la sociológica y se enfoca en la personalidad legal del
individuo; define la muerte como la pérdida de pertenencia, socialmente
conferida, a la comunidad humana. Esta definición se circunscribe a cada
cultura en particular, e incluso algunos autores aseguran que es una
construcción más social, religiosa y cultural, que científica (Singer, 1997);
(Wertz, 2001). Desde el punto de vista sociológico y legal, y en palabras de
Friedrich Carl von Savigny (1849), “la muerte, como el final del goce natural
de los derechos civiles, es un fenómeno tan natural y simple que no se necesita
de una más exacta observación de sus elementos, al igual que el nacimiento”
(Weber, 2009).
Después del pronunciamiento del comité Ad Hoc de Harvard, la definición de
muerte humana en el ámbito legal ha sido consistente con los criterios
establecidos para la muerte encefálica, al considerar que la característica
esencial del ser humano es su capacidad de auto-regular las funciones
corporales no-cognitivas y de conservar su unidad funcional; por lo tanto, la
pérdida permanente de dicha capacidad se define como muerte. Con base en
la definición legal de la muerte, la disposición del cadáver puede llevarse a
10
El punto fundamental es la irreversibilidad del proceso, ya que existen situaciones fisiológicas, como el
sueño, o artificiales, como la anestesia, en las que no se deja de ser persona aunque estas funciones estén
parcialmente bloqueadas en el primer caso, y bloqueadas en su totalidad en el segundo caso (nota de la
autora)
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cabo dentro del marco que la ley ordene, como es el caso de la procuración de
órganos para trasplante a partir de donantes diagnosticados con muerte
encefálica.
Desde el punto de vista filosófico, la investigación acerca de la muerte
humana se ha enfocado en dos preguntas que se sobreponen entre sí: ¿qué es
la muerte humana, y cómo podemos determinar que ha ocurrido? (De Grazia,
2008); (Pellegrino, 2009). La primera interrogante es ontológica o metafísica,
y su respuesta consiste en una definición, como por ejemplo “la muerte es el
cese irreversible de las funciones orgánicas” o “la muerte humana es la
pérdida irreversible de la personalidad”. Algunos autores proponen una
definición moral de la muerte: la muerte marca la etapa en la cual ya no se le
debe respeto al individuo (Khushf, 2010). La segunda interrogante es de tipo
epistemológico o conceptual, y la respuesta se basa en los criterios empleados
para determinar que ha ocurrido la muerte, como pueden ser el criterio
cardiopulmonar, el criterio de muerte encefálica, etcétera.
La divergencia en cuanto a las diferentes definiciones de muerte que se
presentan en la actualidad se basa en la falta de separación y de claridad
conceptual, por parte de algunos autores, de tres elementos inequívocos: la
definición de muerte, el criterio médico que determina que la muerte ha
ocurrido, y los exámenes médicos que prueban que se satisface el criterio
(Beckmann, 2009).
Para que la definición de muerte propuesta sea coherente, primero debe
determinarse que cada nivel de análisis es consistente con los demás: los
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individuos que se ajusten a los exámenes también deben ajustarse a los
criterios, y aquellos que cumplan con los criterios necesariamente deben
ajustarse a la definición de muerte propuesta. A pesar de lo anterior, diversos
estudios muestran incongruencias entre los exámenes utilizados y los criterios
que quieren probar (Gherardi, 2010). La misma incongruencia se presenta
entre la definición de muerte que se propone y los criterios empleados para
determinar que realmente ha ocurrido la misma (Shewmon, 1998).
En muchas instancias, el criterio empleado para la determinación de la muerte
tiene una función de pronóstico más que de diagnóstico, y se basa en la
irreversibilidad de los cuadros clínicos en quienes se verifican las condiciones
neurológicas, y en los que, aun manteniendo las medidas de asistencia
respiratoria mecánica y de soporte circulatorio, el paro cardíaco se produciría
en pocas horas o días.
La irreversibilidad se propone sólo como un
requerimiento para los criterios de determinación de la muerte y no para la
definición misma de la muerte (Verjheijde, 2007).
Para algunos filósofos, la imprecisión de la percepción humana no puede dar
origen a la precisión de los conceptos de la realidad, y por lo tanto, los estados
de duda no dan origen a la certeza. Aristóteles dijo en alguna ocasión que era
signo de un espíritu formado no exigir mayor exactitud (akribeia) al saber de
lo que el objeto permite (Aristóteles, 2004). Hans Jonas retoma lo anterior en
su argumento acerca de la imposibilidad de formular una definición precisa de
la muerte: “Ciertas formas de lo real, de las que el espectro vida-muerte quizá
sea una, pueden ser ‘imprecisas’ en sí mismas, o pueden serlo el saber
alcanzable con ellas. Pero reconocer tal estado de cosas les hace más justicia
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que una definición precisa, que les hace violencia” (Jonas, 1997). Esta lógica
es especialmente relevante para cualquier intento de realizar juicios morales
en presencia de alguna duda razonable acerca de los criterios empleados para
determinar la muerte (Pellegrino, 2009).
Ya que los individuos con muerte encefálica están legalmente muertos, motivo
por el cual pueden ser desprovistos de los medios terapéuticos que mantienen
algunas de sus funciones, o ser candidatos para la donación de órganos, no se
ha prestado atención suficiente a las funciones que perduran en estos pacientes
ni por cuánto tiempo sucede lo anterior. Algunos estudios sugieren que, con
los cuidados adecuados, la sobrevida de estas personas es relativamente
prolongada, pudiendo llegar incluso a alcanzar varios meses (Shewmon A. ,
2012); (Suzuki, Mogami, & Toribe, 2012).
Sin embargo, muchos otros
estudios describen un rápido deterioro en las condiciones fisiológicas de la
mayoría de los pacientes con diagnóstico de muerte encefálica; (Wijdicks,
2010). El tiempo de sobrevida de los pacientes con muerte encefálica está
relacionado con la etiología, la edad del paciente y con la agresividad de la
terapia médica que se propocione.
Surge entonces la interrogante de si es éticamente correcto que un ser humano
decida cuándo otro ser humano se encuentra vivo o muerto, mediante el
empleo de criterios y definiciones que no son totalmente precisas, dada la
naturaleza del objeto que se quiere definir (Weaver, 2009). Las consecuencias
éticas de tal determinación también pueden tener repercusiones muy serias.
Según algunos filósofos, mientras únicamente se trate de cuándo debe estar
permitido suspender la prolongación artificial de ciertas funciones, como la de
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la respiración, tradicionalmente consideradas como signos de vida, no hay
nada ominoso en el concepto de muerte encefálica: si se da un estado cerebral
claramente definido, el médico puede permitir al paciente morir su propia
muerte (Brown, 2007); (Verheijde, 2009); (Smith, 2012). Sin embargo, otro
objetivo vinculado al dictamen de Harvard es el de anticipar el momento de la
declaración de defunción, permitiendo mantener al cuerpo en un estado que,
conforme a la antigua definición, sería de “vida”, para poder disponer de sus
órganos y tejidos en las condiciones ideales.
Esto, antes de la nueva
definición, hubiera constituido una vivisección (Jonas, 1997). De aquí se
desprende una interrogante: ¿Se debe dejar que el proceso de la muerte siga su
curso hasta su concreción absolutamente certera, antes de empezar a violentar
al cuerpo, al que se le puede hacer lo que para cualquier cuerpo viviente sería
tortura y muerte?
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Revista Etbio Año 6- Núm. 8- 2016