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FILOSOFIA 2.0 LAS SOCIEDADES DEL CONOCIMIENTO Adolfo León Grisales Vargas Profesor del Departamento de Filosofía Universidad de Caldas Charla ofrecida en el ciclo de conferencias del Banco de la República “Filosofía en la Ciudad” - Marzo 6 – 2014 Se habla de “web 2.0” a partir del momento en el que se abre la posibilidad a los usuarios de internet de “interactuar y colaborar entre sí como creadores de contenido generado por usuarios en una comunidad virtual, a diferencia de sitios web estáticos donde los usuarios se limitan a la observación pasiva de los contenidos que se han creado para ellos. Ejemplos de la Web 2.0 son las comunidades web, los servicios web, las aplicaciones web, los servicios de red social, los servicios de alojamiento de videos, las wikis, blogs, etc” 1. La pregunta de fondo que orienta esta charla es qué puede significar hoy, en las condiciones del universo tecnológico de la web 2.0, hacer filosofía, una filosofía 2.0, que se construya y difunda de modo interactivo y colaborativo apoyada en los logros de las nuevos servicios y comunidades web. El año pasado, en este mismo ciclo de conferencias, les propuse una reflexión en torno a la relación entre filosofía, nuevas tecnologías y globalización. Hoy quiero continuar la reflexión en esa mima línea, de lo que Peter Sloterdijk llamaría una filosofía de la actualidad, y el tema específico que les propongo es pensar sobre el significado de un término que ya se ha vuelto frecuente entre nosotros: la sociedad del conocimiento. Cuando hablamos de la web 2.0 hablamos de una transformación en las maneras en las que se construye y circula el conocimiento en nuestro mundo. Si pensamos en los modos más arraigados en nuestra cultura y en algunos de los más recientes, tales como el libro, la radio, la televisión, vemos como la comunicación se origina en un punto y se difunde masivamente, pero la masa juega un papel meramente receptivo, es pasiva. Con la aparición de internet se comenzaron a modificar las cosas, se amplió enormemente la cantidad de puntos desde donde se origina la comunicación, pero el esquema siguió siendo básicamente el mismo: la emisión desde un punto hacia una 1 Definición tomada de wikipedia 1 masa pasiva. Con la web 2.0 la linealidad del esquema clásico se quiebra y los límites entre creación, conocimiento, información y comunicación se tornan difusos: se disuelve el privilegio de quienes antes originaban la comunicación, el concepto de autoridad pierde todo prestigio, se relativiza, ahora todos podemos ser autores. ¿Qué pasa en este contexto con la filosofía? Nuestra época ha sido bautizada por muchos como la “sociedad del conocimiento”, la UNESCO le ha dedicado a este tema una interesante investigación donde expresamente vincula estas nuevas sociedades del conocimiento con un profundo impacto político en nuestras prácticas democráticas; en su informe se plantea que “en nuestros días, se admite que el conocimiento se ha convertido en objeto de inmensos desafíos económicos, políticos y culturales, hasta tal punto que las sociedades cuyos contornos empezamos a vislumbrar bien pueden calificarse de sociedades del conocimiento” (p. 5); y más adelante se pregunta “¿a qué conocimiento o conocimientos nos referimos? ¿Hay que aceptar la hegemonía del modelo técnico y científico en la definición del conocimiento legítimo y productivo?” (p. 5). Un filósofo, Daniel Innerarity, habla de una “sociedad inteligente” y de la “democracia del conocimiento”, también destaca que lo que hay en juego es una cuestión profunda de largo alcance, dice Innerarity: “El conocimiento, más que un medio para saber, es un instrumento para convivir. Su función más importante no consiste en reflejar una supuesta verdad objetiva, adecuando nuestras percepciones a la realidad exterior, sino en convertirse en el dispositivo más poderoso a la hora de configurar un espacio democrático de vida común entre los seres humanos” (p. 11). Pero ¿qué es en realidad una “sociedad del conocimiento”?, ¿qué pensarían Platón, Kant o Hegel al escuchar tal expresión? Si uno trata de entender el panorama actual desde los referentes de la metafísica, de la filosofía clásica o de la epistemología moderna, tiene que sentirse perplejo y confundido: ¿qué es lo que se está entendiendo por “conocimiento” o por “inteligencia”? 2 Lo curioso es que en esa expresión nos estamos valiendo de uno de los conceptos centrales de la filosofía. Entonces uno como filósofo no puede dejar de preguntarse por el sentido y por la relación que ese uso del concepto puede tener con las formas en las que la filosofía lo ha utilizado a lo largo de la historia de la cultura occidental. Tal vez Platón estaría feliz de oír que ahora se habla de sociedades del conocimiento, pensaría que por fin los filósofos están ocupando el lugar central para decidir sobre los asuntos políticos; pensaría, creo, que en una sociedad del conocimiento por fin habría un “rey filósofo”. Sin embargo, y aunque por supuesto hay una estrecha relación entre los conceptos griegos de “filosofía”, “gnoseología”, “episteme” y el actual de “conocimiento” es necesario reconocer una serie de diferencias muy significativas que le dan un sentido particular a nuestra expresión “sociedades del conocimiento”. ¿Por qué hablar hoy de sociedad del conocimiento si el conocimiento siempre ha sido un asunto medular de toda sociedad? ¿En qué radica lo singular de este concepto? El documento de la UNESCO inicia precisamente con una pregunta similar: “Cabe preguntarse si tiene sentido construir sociedades del conocimiento, cuando la historia y la antropología nos enseñan que desde la más remota antigüedad todas las sociedades han sido probablemente sociedades del conocimiento, cada una a su manera” (p. 17). Lo primero es, pues, caer en la cuenta de que el conocimiento ha sido algo medular en cualquier cultura y sociedad desde los inicios mismos de la humanidad. Si la nuestra se quiere llamar sociedad del conocimiento no es en oposición a unas viejas sociedades de la ignorancia, lo que tenemos que entender es cómo se resignifica el concepto de conocimiento (de paso también entonces el de ignorancia) y cómo se revalúa su lugar en el conjunto de la sociedad. Uno pensaría que el inicio de las sociedades del conocimiento se da con el inicio mismo de la modernidad, es la época de la Ilustración y de las ciencias; es la época en la que el calificativo de “científico” se torna en una especie de privilegio reservado a un tipo específico de conocimiento que será entendido como el único legítimo y verdadero frente al que otras formas del saber o son deficitarias o simplemente no cuentan como 3 saber por tener su asiento en la sensibilidad o en la pasión, no en la razón. Es la época también en la que la filosofía pasará a entenderse en el sentido más restringido de epistemología; y desde el siglo XIX se inician una serie de debates candentes e interesantes en relación con el reconocimiento del estatus de ciencia a los saberes humanísticos, e incluso, desde la perspectiva del romanticismo y del idealismo se discutirá si también el arte es una forma de conocimiento legítimo, una de las formas de la verdad o del espíritu absoluto, como la llamará Hegel. Y sin embargo, no tiene propiamente que ver con que las nuestras sean sociedades científicas o filosóficas, el concepto se refiere más bien a dos cuestiones fundamentales: una de corte político, relacionada con el papel que ahora viene a jugar el conocimiento en la vida pública, en la constitución de lo social; y la otra referida a una profunda transformación en el concepto mismo de conocimiento. Es decir, el término “sociedades del conocimiento” tendría implicaciones en los dos sentidos, tanto en lo relativo a una sociedad que se define y comprende a sí misma en función del conocimiento (con todo lo que ello implica en términos políticos, económicos y culturales), como en lo relativo a una nueva manera de entender el conocimiento en función de su arraigo esencial en la sociedad (ya no en la Idea, ya no en Dios, ya no en la Razón, ni en la Historia, ni en la Ciencia, sino en la sociedad). Pero vamos despacio, veamos cómo se diferencia nuestra idea actual de conocimiento y la forma reciente de relación entre conocimiento y sociedad, de los conceptos propios de la Antigüedad y de la Ilustración moderna. Partamos de un punto un poco difícil de caracterizar. Podríamos decir que la cultura occidental hasta finales de la edad media, y aun en medio de la diversidad lingüística de Europa, constituye un mundo unitario, se comprende a sí misma desde una tradición común, una religión común y una historia común. Al igual que casi toda cultura, prima un cierto etnocentrismo, en el sentido de que su forma de vivir, su cosmovisión, su dios, y su historia son las que definen lo propiamente humano; por fuera de Europa, de su 4 religión, de sus lenguas y costumbres están los pueblos bárbaros (ya los griegos denominaban así a todos los pueblos que no hablaban griego). Se trataba en general un mundo más transparente y comprensible que el nuestro hoy, era muy claro qué se necesita saber para tomar una decisión: había todo un acervo de saber popular, refranes, metáforas; había una religión cuyas autoridades daban la guía precisa de la interpretación del mensaje divino. En suma, la gente se comprendía mutuamente y a sí mismos sobre la base de un saber común y compartido, asegurado por las autoridades. Por supuesto al lado de este saber común también encontramos al teólogo, al filósofo, al místico, al alquimista y otros, pero en todo caso encontramos un rasgo bien particular: el saber está entretejido al ethos, al carácter, a la personalidad, en el sentido de que podríamos decir que el conocimiento es algo que encarna en el cuerpo del sabio; es en la Modernidad donde el conocimiento, la ciencia, se entenderá como una empresa anónima a la que contribuyen los científicos, igualmente anónimos. El alquimista sería un buen modelo de esa manera como se entretejen ser y saber en el medioevo. El alquimista no es sólo alguien que busca transmutar la materia en oro, eso es sólo una metáfora para referirse a la transmutación de simple materialidad en espíritu. En fin, para decirlo en palabras de Gadamer, en la Edad Media la mutua comprensión estaba garantizada sobre la base de un mito común; ser y saber formaban una unidad. En la modernidad se dará un giro radical a esta forma de entenderse el conocimiento. Dice Gadamer que la ruptura más importante que se dará en la modernidad es el logro de la conciencia histórica, con lo que quiere decir que Occidente toma conciencia de la relatividad de su posición, de la pluralidad de culturas, de tradiciones, de formas de vivir y de pensar, de la pluralidad de dioses, se cuestiona la concepción etnocéntrica, se quiebra la unidad del mito común. Aunque parezca contradictorio, hablar de modernidad es hablar de fragmentación, ese mundo comprensible y transparente en el que nos podíamos comprender sobre la base de ese mito común, se quiebra. Se fragmenta la unidad del conocimiento, surgen una multiplicidad de ciencias, y todas se desprenden 5 del tronco de la vieja filosofía; se quiebra la unidad religiosa y política, se fragmenta la unidad entre ser y saber, entre razón y sentimiento, entre conocimiento e ignorancia. Pero decía que tal vez suene contradictorio, ya que la modernidad es a la vez una formidable respuesta a tal fragmentación. Así como en la Torre de Babel, en medio del reconocimiento de la diversidad (de lenguas, de tradiciones, de culturas, de costumbres, de dioses, de cosmovisiones), se propone la tarea de recomponer la posibilidad de comprendernos con los “otros”, a “pesar de” las diferencias, es así como se propone la Razón, y con ella la ciencia, como la posibilidad del logro de un entendimiento universal que supere las limitaciones y obstáculos de las diferencias lingüística, históricas y culturales. La Ilustración se ocupará afanosamente de levantar con todo detalle el edificio de la Razón Universal; a partir del cual todas las diferencias se subordinan, derivan en puramente accidentales, en el obstáculo que propiamente debe ser eliminado para alcanzar el logro de un entendimiento universal. El argumento en el fondo es más o menos este: pese a todas nuestras enormes diferencias culturales e históricas nos podremos entender sobre la base de dos criterios: que la razón es algo universal y dos, que hay un mundo objetivo, enteramente independiente de nuestra creencias y rasgos culturales, cuya estructura es enteramente racional. Así pues, la ciencia se propone como la empresa que pretende develar la estructura racional (matemática) del mundo objetivo, pero en el fondo, visto desde una perspectiva antropológica y social, lo que la impulsa es el anhelo de recomponer la unidad del mundo en el que vuelva a ser posible comprendernos mutuamente. Pero esta noble empresa en principio, está montada sobre una tensión, una contradicción violenta que estallará en el siglo XX: la idea de que nuestras formas particulares, culturales, lingüísticas e históricas son algo puramente accesorio, accidental, negativo que debe sacrificarse ante las exigencias de la Razón. Ya desde la misma Ilustración el Romanticismo opondrá a las pretensiones hegemónicas de la Razón la imposibilidad de prescindir de lo particular, de la tradición, de la cultura, de la lengua, de la propia historia. 6 La idea de conocimiento que construye la epistemología moderna es enteramente jerárquica y valorativa, parte de reconocer sólo un tipo de conocimiento como conocimiento legítimo, verdadero, y de relegar otras posibles formas del saber. Así entonces, en la parte de abajo de la pirámide estaría una forma de conocimiento bastante imperfecto, referido al mundo sensible y concreto (a lo que se refiere por ejemplo Levi-Strauss con el pensamiento concreto o pensamiento salvaje, piensen en el saber de un albañil, o en el saber que necesitamos todos los días en nuestra vida cotidiana); y se irían elevando en la pirámide, en función del grado de abstracción respecto de lo sensible, las otras formas del conocimiento hasta llegar en la parte más alta a las ciencias y en la cúspide a la filosofía, que se quiere definir a sí misma en la modernidad como el tribunal supremo de la razón, ante el que cualquier saber que tenga pretensiones de legitimidad debe elevar sus credenciales para que se le reconozca como ciencia. Y hay otro rasgo bien significativo cuando se comparan la edad media y la modernidad: la manera como se comprende la relación entre conocimiento e ignorancia. En la Edad Media nuestra ignorancia no es otra cosa que el reverso de la infinita sabiduría de Dios, el conocimiento es valorado como una chispa divina entre nosotros, querer saberlo todo no sólo es imposible sino arrogante, pecado, San Agustín va a condenar expresamente la curiosidad (que hoy diríamos que es el motor de todo conocimiento). Dios escribe derecho entre líneas torcidas, o se dirá también que Dios en su infinita sabiduría sabe cómo hace sus cosas, todavía hoy dicen las personas creyentes, así fue la voluntad de Dios, o si Dios quiere; sabiduría y voluntad divina forman una unidad. Y esto no lo menciono para descalificarlo como simple ignorancia, como prejuicios, ahí está en juego toda una manera de comprender el mundo, toda una concepción del conocimiento, que es a su vez una ética, una política, una teología. Ya en la modernidad las cosas cambian drásticamente y con ello la relación entre conocimiento e ignorancia. Estamos en el contexto de un mundo ilustrado y en camino de secularización definitiva. El conocimiento se definirá en función de nuestra capacidad explicativa de los fenómenos, lo que equivale a nuestra capacidad para develar la estructura racional de la realidad. Ahora se parte de la idea de que el cosmos es una 7 gigantesca máquina en la que ninguna pieza está suelta, todo obedece pues a un orden estrictamente racional, no hay lugar para el azar en la realidad. Así, la ignorancia está también conectada con nuestra condición mortal, finita, pero como una limitación que eventualmente puede ser superada con el tiempo, de ahí que la ciencia se proponga como una empresa que supera las limitaciones mortales. Y si algo nos parece que sucede al azar o que no encaja en las expectativas de racionalidad del cosmos, se concluye que es resultado de la propia ignorancia. Ser ignorante en la modernidad significa no haber abandonado todavía la vieja manera de entender el mundo y el conocimiento, no haber superado la propia cultura, aferrarse a la tradición. Para la ciencia moderna ya no hay que apelar a la voluntad divina para explicar los fenómenos, sólo confiar en la razón, en el método y darle tiempo al asunto para dar con la verdad. Y Dios no necesariamente desaparece del panorama, todavía puede haber referencias a él como el supremo arquitecto que hizo un cosmos racionalmente perfecto. El libro de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos, dirá Galileo. A estas dos maneras tan distintas de entender el conocimiento y la ignorancia se asocian también dos formas completamente distintas de la técnica. Desde la perspectiva medieval, y sin caer necesariamente en posturas animistas y mitológicas, el mundo es entendido como una creación divina, Dios mismo se expresa y manifiesta en su obra y por lo tanto la técnica propia de esta cosmovisión tiene que tomar esto en cuenta. En la modernidad en cambio, de un cosmos, digamos así, vivo y sagrado, pasamos a un cosmos puramente mecánico e inerte y por ello la técnica no tiene problema en proponerse controlar, someter, dominar los fenómenos naturales, así sea por medio de la fuerza. Fue Heidegger el que nos hizo caer en la cuenta de la enorme diferencia que hay entre la técnica que dio lugar al molino de viento o a la vela del barco, y la técnica que dio lugar al motor de explosión y a la central hidroeléctrica. En el primer caso se trata de una técnica que es más bien parecida a la astucia, al engaño y a la seducción por medio del cual logramos poner la fuerza del viento a nuestro beneficio; en el segundo caso se trata de una técnica poco sutil e ingeniosa que simplemente somete a la fuerza a los fenómenos para ponerlos a su servicio. Dicho nuevamente con Heidegger, pasamos del mundo como un ámbito sagrado al mundo 8 como un depósito de materia prima y de energía; de una técnica entendida como astucia y seducción a una técnica entendida como fuerza y violencia, como ejercicio bruto del poder sobre las fuerzas naturales. Ya en el siglo XX los ideales de la Ilustración y las promesas de la Razón de lograr un entendimiento universal se empiezan a quebrar. En el plano político la idea de una Razón universal mostró su verdadero rostro: la aniquilación y subordinación de toda otra cultura que no fuera la europea occidental. En el plano epistemológico se empezó a sospechar de que en efecto la realidad correspondiera con un orden perfectamente racional; es bien conocido el debate entre Einstein y Heisenberg sobre la afirmación del primero de que Dios no juega a los dados y las consecuencias que parecen desprenderse de la mecánica cuántica, según las cuales habría que admitir que el azar es constitutivo de la realidad. Pero antes de entrar propiamente a mirar lo singular de nuestras sociedades del conocimiento y a compararlo con esas otras dos grandes concepciones del conocimiento es necesario identificar, en medio de las enormes diferencias que he presentado entre la edad media y la modernidad respecto de su idea de conocimiento, algunos rasgos comunes que son clave para poder señalar lo singular de la situación actual. Tanto en la Edad Media como en la Modernidad, y pese a tantas diferencias de fondo, el conocimiento está íntimamente relacionado con el poder, con el misterio, con la autoridad, con el secreto y hasta con rituales iniciáticos y comunitarios. En la Edad Media el concepto de autoridad es fundamental, así por ejemplo, es Roma la que dicta la interpretación correcta de las Sagradas Escrituras, y la tradición establece todo un repertorio de respuestas a la hora de tener que tomar decisiones. En el caso de las artes es sabido que había cánones precisos que dictaban cómo se debía representar esto o aquello, sólo en el Renacimiento los pintores reivindicarán cierta libertad para pintar de acuerdo a la observación directa de las cosas y no en función de lo que ordena el canon. Y en la vida cotidiana podríamos decir que hay mandamientos y 9 refranes para todo (y los refranes son esa sabiduría de la tradición que nos sirve de apoyo para tomar decisiones). En la modernidad, pese a la secularización y al inicio de la democratización de la educación, encontraremos también un complejo entramado institucional que opera como filtro interpretativo para calificar y establecer de antemano el conocimiento valioso y diferenciarlo del falso, así como para certificar quiénes están “autorizados” (piensen en todo nuestro esquema de títulos académicos). La autoridad eclesiástica y de la tradición cede su lugar a la autoridad del profesor, a la de la Universidad, a los libros. Y en general, tanto en el medioevo como en la modernidad, la relación del conocimiento con el común de los mortales es vertical; las tareas de producción y difusión del conocimiento están en manos de unos pocos y ese común de los mortales (al que luego se llamará “masa”) cumple un papel pasivo en la recepción de ese conocimiento. Durante mucho tiempo, dice el informe de la UNESCO, “el conocimiento fue acaparado por círculos de sabios o iniciados. El principio rector de esas sociedades del conocimiento reservado era el secreto” (P. 17). Ya en nuestros días nos encontramos con una situación muy distinta, y no es fácil precisar una fecha, ya que si bien las más profundas transformaciones apenas están ocurriendo, se trata de algo que se venía “cocinando” de mucho tiempo atrás, tal vez desde mediados del siglo XX. Tanto desde una perspectiva política, como cultural y epistemológica, podríamos decir que un rasgo propio de nuestros días es la pluralidad. Pero esta afirmación no está exenta de riesgos y podría parecer incluso contradictoria o equivocada. Y el riesgo radica en que fácilmente alguien podría argumentar que el rasgo no es la pluralidad sino al contrario la globalización. Y en efecto la globalización pareciera ser la plena realización de los ideales de la modernidad, la expansión a escala planetaria de una única cultura, la liquidación con ello de toda diferencia cultural e incluso lingüística, ahora sí todos los pueblos en el único cauce de una historia universal. Pero pienso que la globalización se puede entender de otra manera, máxime si se tiene en cuenta que 10 su reverso es el hecho de que afloran ahora como nunca antes todo tipo de reivindicaciones multiculturalistas. No nos vemos abocados al establecimiento de una única cultura mundial porque una cultura en particular, la occidental, haya por fin podido demostrar su superioridad frente a cualquier otra, sino al contrario, como se ha disuelto la concepción jerárquica de la modernidad se comienza a reivindicar la diferencia, ya no se parte de que haya unas culturas mejores que las otras sino simplemente distintas. El privilegio que innegablemente tiene la cultura occidental en este proceso de globalización es ahora eminentemente pragmático, es decir, económico y político, pero ya no está referido a ningún privilegio, digamos así, ontológico o antropológico, deja de ser posible seguir creyendo que somos el modelo por excelencia de lo que significa ser humano. Y por supuesto no quiero hacer ni una defensa ni una apología de la globalización, pero pienso que se la malentiende si se la sigue viendo desde la manera como la modernidad planteó, por ejemplo, los debates en torno a las nociones de cultura y civilización, o a la manera como Occidente se quiso pensar como la cultura que precisamente había logrado superar toda determinación y particularidad cultural. El Occidente moderno no quería pensar de sí en términos de cultura, eso sería no haber trascendido a la esfera de lo universal. Occidente en la modernidad no quiere hablar de su cosmovisión, habla de la Razón Universal, no quiere hablar de su historia como si fuera cualquier historia, es la historia Universal, en ella se ha jugado la odisea del Espíritu, y ni siquiera su arte quiso ser visto como un producto cultural, también se hablaba de arte universal en oposición a formas plásticas meramente culturales como la artesanía o el arte popular. Desde una perspectiva epistemológica ha ocurrido una transformación similar. De una concepción jerárquica del conocimiento, preocupada por diferenciar entre unos conocimientos legítimos, unos pseudoconocimientos y mero saber práctico y prejuicios, que establecía entonces límites precisos entre la ciencia y la magia, la ciencia y el arte, las ciencias naturales y las ciencias humanas, el saber teórico y el saber práctico, parece que pasamos también a una concepción pluralista, donde ciencia, magia, arte y humanidades no constituyen formas más o menos perfectas del conocimiento legítimo, sino simplemente formas distintas del conocimiento. En consecuencia, los nuevos 11 enfoques epistemológicos ya no apuntan únicamente a establecer los criterios de cientificidad de los saberes, sino más bien a indagar por las particularidades de cada uno. Y encontramos entonces enfoques impensables desde las teorías clásicas: Boaventura do Santos hablará de epistemologías del sur; Edgar Morin habla de un nuevo paradigma de la complejidad en el que se entretejen ciencias naturales, humanidades, artes, ciencias sociales y saberes ancestrales; algunas corrientes hablan de epistemología feminista, otros de etnoepistemología; desde la física F. Capra habla también de un nuevo paradigma, de la ecología profunda. Aunque tal vez sea una analogía arriesgada, creo que en el plano epistemológico es como si estuviéramos pasando de una concepción monoteísta de la ciencia y del conocimiento a una concepción politeísta. De una concepción donde sólo puede haber una forma de conocimiento verdadero y frente a la cual todas las demás son falsas o imperfectas; a una nueva concepción donde se reconocen múltiples formas de conocimiento legítimo, cada una perfecta a su manera. Esta pluralidad se ha visto además favorecida por los últimos logros de la tecnología que han permitido neutralizar todas las estrategias de control de una concepción monolítica y jerárquica del conocimiento y de las culturas. Todos los filtros y todo el aparataje institucional que definían de antemano y diferenciaban el conocimiento legítimo del falso son cooptados; así entonces la autoridad del libro, del profesor y de la universidad (por mencionar los mecanismos institucionales de control más prestigiosos) son relativizados, y no digo anulados, no me refiero a la muerte del libro o de la universidad sino al hecho de que pierde sus privilegios de prestigio y exclusividad. Lo que ocurre hoy, entonces, no es simplemente que como nunca antes esté a nuestra disposición todo el acervo del conocimiento legitimado; se ha dado un incremento del conocimiento que no sólo es cuantitativo, se trata de un crecimiento exponencial del conocimiento de carácter cualitativo. El asunto es que no sólo sabemos más, en un sentido lineal y acumulativo, sino que sabemos de “otros” modos. Digámoslo así: si esta es una sociedad del conocimiento no es porque las ciencias y la filosofía hayan 12 alcanzado un crecimiento inusitado y porque se hayan posicionado social y culturalmente en el centro (de ser así sería más adecuado nombrarla como sociedad científica o sociedad filosófica), las nuestras se pueden definir como sociedades del conocimiento es precisamente porque, al lado de las ciencia y la filosofía, han ganado igual legitimidad otras formas del conocimiento. De nuevo vale acudir al informe de la UNESCO, donde se aclara por qué prefieren hablar de “sociedades” y no de “sociedad del conocimiento”, dice: El hecho de que nos refiramos a sociedades, en plural, no se debe al azar, sino a la intención de rechazar la unicidad de un modelo “listo para su uso” que no tenga suficientemente en cuenta la diversidad cultural y lingüística, único elemento que nos permite a todos reconocernos en los cambios que se están produciendo actualmente. Hay siempre diferentes formas de conocimiento y cultura que intervienen en la edificación de las sociedades, comprendidas aquellas muy influidas por el progreso científico y técnico moderno. No se puede admitir que la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación nos conduzca – en virtud de un determinismo tecnológico estrecho y fatalista– a prever una forma única de sociedad posible (p. 17). Ahora sí creo que se puede entender mejor la pregunta con la que inicié: Kant le asignó un lugar preciso a la filosofía en el conjunto arquitectónico de la razón, en el edificio de la razón pura la filosofía tenía el lugar privilegiado de tribunal supremo de la razón, todos los saberes y acciones humanos se comprendían bajo un único principio, estaba claramente fijado un centro al que todo lo demás estaba subordinado. Pero ya hoy no tenemos un único edificio, ya no hay centro; y no es que hayan devenido falsas la ciencia o la filosofía, lo que han dejado es de ser únicas, exclusivas y excluyentes. ¿Qué papel le queda entonces a la filosofía en este nuevo escenario pluralista del conocimiento? ¿Acaso tiene sentido que quiera seguir jugando al juez del tribunal de la razón, que siga queriendo ser una especie de “inquisición” de la razón? Pero, de otro lado, y también tiene mucho sentido la pregunta, ¿si ya no hay centro, si ya no podemos apelar a un único principio, entonces todo vale, no hay manera de diferenciar entre lo verdadero y lo falso, entre lo valioso y lo aparente? Ese creo que es precisamente el reto de la filosofía en el contexto de la pluralidad, y no puede pensarse que se resuelve simplemente dando marcha atrás, liquidando la diversidad y pluralidad (y verán que en últimas es el mismo reto de la democracia, siempre es más fácil la 13 dictadura). Cuando digo en el título “Filosofía 2.0” me refiero precisamente al hecho de que hasta ahora la filosofía no había enfrentado realmente el reto de la diversidad, de la pluralidad, tanto en la antigüedad como en la modernidad se podría decir que en el fondo operaba el mismo principio de unidad, de mismidad, de homogeneidad. En el plano religioso esto se expresa con el monoteísmo, y nos hemos movido entre los dos extremos del monoteísmo y del ateísmo, lo que no habíamos sido capaces era de recuperar la idea del politeísmo. Quiero proponerles otra comparación, un tanto trivial, que nos ayude a comprender las diferencias entre estos tres grandes modos de definir el conocimiento en relación con nuestro trato y comprensión del mundo. A los más viejos nos parece sorprendente la facilidad con la que los niños son capaces de manejar los aparatos tecnológicos más recientes; y nos sorprende también que en muchas ocasiones, piensen en los juegos de video, se prescinde por completo de algún manual con instrucciones. Vemos como en estos casos, comprender esos objetos (en el sentido heideggeriano del término, es decir, saber arreglárselas con ellos) no depende de la operación racional de comprender primero un manual de instrucciones, sino del uso continuado, se aprende a manejarlos jugando con ellos, “cacharriando”; es tal la complejidad técnica de estos aparatos que es más fácil aprender intuitivamente cómo funcionan que explicar las instrucciones de uso. Detrás de algo aparentemente tan simple se oculta en realidad una cuestión muy significativa. Según Innerarity “el éxito de muchos instrumentos se debe precisamente a esta circunstancia de que se trata de técnicas que son más fáciles de utilizar que de explicar. De ahí su cercanía al juego: por eso los niños se encuentran tan cómodos en el universo de los nuevos medios y enseguida son más competentes en ellos que sus padres. Y es que la competencia no se adquiere mediante la lectura de las instrucciones sino mediante el placer del uso” (p. 22). Pues bien, algo tan simple como esto nos permite establecer un contraste entre la antigüedad, la modernidad y nuestra época. Pongamos por caso, respecto de la Antigüedad, cómo se comprende un clavo, cómo se aprende a manejar un martillo. No tiene sentido imaginar siquiera algo parecido a un manual de instrucciones, si bien la 14 perfección en el oficio seguramente requiera tanto de la práctica continua como del acompañamiento del modelo de un maestro; el mundo, dice Innerarity, “era más comprensible y transparente que para nosotros” (p. 18). Parados en la Modernidad hay que pensar en máquinas, y aquí el uso en principio no está pensado sobre la base de la comprensibilidad intuitiva, sino desde la mediación racional, se hace imprescindible el manual de instrucciones; el objeto no es en principio capaz de “decirnos” por sí mismo cómo funciona, por detrás de la máquina hay que presuponer un plano, un ingeniero, un físico (digamos de paso que en buena medida es este abismo el que dará paso a la necesidad de que surja algo como el diseño industrial, para reconciliar, para salvar la brecha entre la estructura racional del objeto y las condiciones humanas reales de comprensión). Y hoy, las nuevas tecnologías pareciera, sólo pareciera, que vuelven a dejar de lado el manual de instrucciones; pero por supuesto es sólo una apariencia, no quiero sostener que sea lo mismo comprender un clavo que comprender un Ipad. Pero ¿qué es lo que ha ocurrido entonces, cuál es la diferencia? Propongo interpretar este fenómeno así: lo que ha ocurrido es que esa Razón universal, esa Razón pura con la que soñó la Ilustración como condición y promesa para el logro de un mejor mundo, se encontró, en su propio despliegue, con un límite infranqueable: la propia condición humana. Llevada la razón a su máximo límite se reveló su profunda contradicción: una razón pura es inhumana. Llegado a cierto punto el ideal de una razón pura, universal, se confronta con un dilema, que tiene además profundas implicaciones políticas: o se busca cómo obligar a que todos los seres humanos se ajusten a las exigencias de una razón pura, o se busca cómo lograr que la razón se ajuste a las exigencias reales, particulares, históricas de la existencia de seres humanos concretos. Así entonces, en concreto, los diseñadores de los nuevos productos tecnológicos se confrontan con la cuestión de si deben primar los criterios universalizantes, homogenizantes de una razón pura, o las exigencias reales de una razón práctica, situada, contextualizada, particular. Y aquí nos encontramos con un ejemplo bien concreto que nos permite ilustrar el punto: los principios tecnológicos en los que se fundan las nuevas tecnologías en realidad ya estaban desarrollados tal vez desde los años 70, pero el punto de quiebre que comenzó a marcar un nuevo rumbo, fue la manera como, por ejemplo Bill Gates o Steve Jobs, 15 encontraron que la posibilidad de comprensión de estas nuevas tecnologías, y por tanto la posibilidad de que realmente impactaran en el mundo, dependía de dar con unas metáforas apropiadas, piensen en metáforas como “ventana”, “escritorio”, “carpetas”, sólo por señalar las que nos pueden resultar más familiares. Así, de pronto, en el mundo refinado de las tecnologías y de la ingeniería, en el M.I.T, de pronto se comenzó a estudiar a Aristóteles, de pronto se comenzó a hablar de “metáforas”, de ese viejo concepto humanístico de la retórica. Y ¿por qué esto es tan significativo? Porque esa recuperación del viejo concepto de metáfora es el principal indicio de una resignificación del concepto moderno de razón, entendida como razón pura. La metáfora había sido marginada y desprestigiada, opuesta a la precisión y univocidad de la teoría científica; elevarse un conocimiento al nivel de verdadero conocimiento, en buena medida dependía de cómo lograba desprenderse de todo su lenguaje metafórico y reducía la plurivocidad. Literalmente fue la manera como planteó el asunto el positivismo lógico. Digamos que esta entrada de la metáfora en el ámbito de la ciencia y de la tecnología no debe interpretarse como la entrada de la esfera de lo irracional; de lo que nos percatamos es precisamente de que la metáfora es la expresión y realización de lo que podríamos llamar una racionalidad a escala humana, situada y contextualizada. En tal sentido, la razón pura, ese logro de la modernidad, es más bien un resultado secundario, derivado de una especie de filtrado, de purificación de lo que siempre había sido la razón, algo así como una “razón deslactosada”. De todos modos no habría que pensar que esa reivindicación que ocurre con la metáfora es completamente nueva o inusual. Ya la hermenéutica filosófica de Gadamer, hacia los años 60, había propuesto algo así como que la razón es de naturaleza lingüística. Incluso desde antes la fenomenología de Husserl y el giro heideggeriano, habían cuestionado la manera como desde el esquema moderno con su escisión entre un objeto y un sujeto, se había malentendido la relación entre el conocimiento científico y el conocimiento propio de la vida cotidiana, el saber práctico, en el sentido de que el conocimiento científico no constituye una rectificación o un abandono del saber práctico, sino que antes bien, el conocimiento científico hunde sus raíces en un saber 16 primario que parte de nuestra experiencia del mundo. El pensamiento, dirá Husserl, siempre es pensamiento de algo; Gadamer por su parte dirá que la verdad siempre lo es en relación con alguien, con un contexto y un momento histórico y cultural específico. Digámoslo así: de una razón pura estamos pasando a una razón metafórica, de un conocimiento legitimado en función de su precisión y racionalidad pura (metodológica), a un conocimiento impreciso, metafórico, marcado por la incertidumbre y la ambigüedad. Y lo que ha ocurrido es ciertamente asombroso, si se lo ve desde los parámetros de la epistemología moderna: hoy se vienen a dar la mano las ciencias naturales, las humanidades, la ingeniería, los saberes ancestrales, el saber práctico. Y no es que simplemente se trate de una especie de generosa concesión, más bien es que hemos caído en la cuenta de que en esos otros saberes, en esa racionalidad metafórica hay una clave imprescindible para el logro de una ciencia y de una técnica que realmente apunten hacia un mejor mundo humano y no sólo hacia el logro de una verdad abstracta, impersonal, inhumana. Cabe preguntar, ya para terminar, ¿qué papel le cabe a la filosofía en este nuevo contexto, ante esta nueva manera de entenderse el conocimiento? Para no agotarlos, voy a enunciar algunas ideas de manera apretada y sin mayor argumentación, con intención provocativa y polémica. Según Rorty, filósofo norteamericano, la concepción epistemológica cede paso ahora a una concepción hermenéutica. Podríamos añadir, con Gadamer, que de una razón pura pasamos ahora a una razón dialógica, o metafórica como la he querido llamar. Desde otra perspectiva podríamos decir que de una concepción tecno-científica hemos pasado a una concepción de diseño. Yo no creo que sea el final de la filosofía en sentido estricto, pero si de una profunda transformación, ahora ya no puede pretender seguir siendo el tribunal supremo de la razón, sino más un tipo de saber cuyo propósito es tender puentes, contribuir al mutuo entendimiento entre formas diversas, plurales del saber. Antes, la filosofía tenía relación 17 con todos los campos del conocimiento en virtud de la suprema abstracción de toda singularidad, ahora, sigue teniendo relación con todos los campos del saber pero ya no detenta ningún privilegio frente a ellos. Hoy la tarea del filósofo, su virtud, reside en su capacidad para lidiar con un saber esencialmente metafórico, ambiguo, difuso, incierto. 18