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¿QUÉ DEBO HACER PARA PEGARME UNA BUENA VIDA? (LA REFLEXIÓN ÉTICA) En temas y clases anteriores hemos discutido acerca del saber, de la realidad, del ser humano…. Vamos a ocuparnos ahora de otro de los problemas capitales de la filosofía: la bondad. ¿Qué es lo bueno? ¿Qué debemos hacer? Los seres humanos tenemos la capacidad para plantearnos estas dos últimas preguntas y para intentar resolverlas generando códigos morales y teorías éticas. Suponemos que en el mundo hay cosas y acciones más valiosas que otras, y que somos libres para evaluarlas o, al menos, para elegir unas u otras. Ahora bien: ¿qué es lo realmente bueno o valioso? ¿Qué normas morales hemos de proponernos y obedecer?... Nos parece que hay cuatro tipos de respuesta a estas preguntas, es decir, cuatro teorías éticas distintas. Para el naturalismo (o el sociobiologismo) ético lo “bueno” nos viene determinado por la naturaleza, las normas “morales” no serían sino una versión compleja de las propias leyes naturales (y sociales), por lo que la “moral” sería algo poco menos que ilusorio. Para las teorías más emotivistas (en sus distintas versiones: hedonismo, utilitarismo...) lo bueno es lo que nos proporciona algún tipo de placer o felicidad (o bien a cada individuo o bien a la mayoría) con lo que las normas morales las dictan, por así decir, los sentimientos, aunque también hagamos uso de cierto cálculo racional. Para el voluntarismo, lo moralmente bueno es determinado por la voluntad, independientemente de toda emoción y razón (voluntarismo irracionalista), o por la voluntad únicamente condicionada por la necesidad de que sus propósitos sean universales, es decir, racionales en sentido puramente formal (voluntarismo racionalista o kantiano). Para el intelectualismo, lo bueno y las normas morales son determinadas completamente por el entendimiento o conocimiento racional; una vez sabemos lo que es bueno, lo ponemos en práctica, bien ayudados por nuestra “fuerza de voluntad” (intelectualismo moderado), o bien por pura necesidad lógica, dada nuestra naturaleza racional (intelectualismo puro). 1. LA MORAL Y EL PROBLEMA DEL BIEN. 1.1. La moral y la ética. A poco que empezamos a vivir comprobamos que no somos todo lo eficaces, felices, justos o perfectos que quisiéramos, y esto nos lleva a preguntarnos cómo debemos vivir, qué debemos hacer para ser mejores; con esta pregunta comienza la moral y la ética.1 La pregunta acerca de cómo debemos vivir está muy relacionada con la cuestión del sentido de la vida humana. En el fondo, preguntarme qué debo hacer es cómo preguntarme para qué estoy aquí, qué sentido o finalidad tiene mi vida... Si fuéramos seres totalmente “programados” por la naturaleza (como las piedras o las plantas), o por una mezcla entre naturaleza y cultura (como muchos animales), quizás no nos haríamos la pregunta de qué hacer con nuestra vida: nos bastaría con seguir mecánicamente las leyes físicas, las instrucciones genéticas –el instinto—, y las normas y costumbres sociales en que hemos sido educados... Pero todo eso no nos basta. Por ejemplo, nuestro instinto nos dice: “¡Come todo lo que puedas!”, “¡defiéndete!” Pero nosotros podemos preguntarnos: “¿Debo dejar de comer para protestar por el hambre en el mundo?”, “¿debo poner la otra mejilla en lugar de devolver el golpe?”... La norma social dice: “¡Obedece a los mayores!”, “¡respeta la ley!”... Pero siempre podemos preguntarnos: “¿Debo obedecer a alguien sólo porque tenga más 1 Del mismo modo: a poco que lo pensemos el mundo que percibimos nos parece ilógico y absurdo, y esto nos lleva a preguntarnos qué es la realidad; con esta pregunta comienza la metafísica. Y a poco que intentemos conocer el mundo nos topamos con la experiencia del error, y esto nos lleva a preguntarnos en qué consiste el verdadero conocimiento; con esta pregunta comienza la epistemología... edad?”, “¿debo respetar la ley aunque no me parezca justa?”... En suma: ni el código genético ni el código legal nos obligan a hacer nada que no queramos. Ni los instintos ni la cultura “nos solucionan la vida”. Nuestra inquieta mente no deja de plantear alternativas, de hacerse preguntas, de buscar siempre algo mejor... Justo por todo esto decíamos en el tema anterior que el ser humano posee una dimensión moral... La palabra “moral” significa muchas cosas, pero sobre todo dos (que conviene no confundir): (1) La capacidad de algunos seres para determinar o reconocer libremente (es decir, no determinados de forma mecánica por sus instintos o por las normas y costumbres sociales en que se ha educado) lo que es bueno o valioso, y para obrar en consecuencia (o, como se suele, decir: virtuosamente2). A esta capacidad podemos llamarle dimensión o competencia moral... (2) Cualquier conjunto de proposiciones o juicios morales por los que un individuo o grupo determina lo que es bueno o valioso (valores, modelos a seguir, fines), y lo que se debe hacer en general (principios) o en ciertas situaciones más concretas (normas). Las proposiciones o juicios morales suelen tener la forma: “X es valioso, bueno, digno, etc.” (cuando expresan valores, modelos, fines...), o bien la forma: “Debes hacer X” (cuando expresan principios y normas de conducta). A todo esto podemos llamarle código moral.3 Hay códigos morales individuales (los principios morales de una persona) o colectivos (por ejemplo: la moral católica, el código de honor de la mafia, etc.). También los hay con un carácter general (la moral occidental) o con un carácter más específico, y que sólo afectan a la persona en relación a ciertos ámbitos de actividad (el código moral de los médicos4, o de los militares, o de una empresa determinada, etc.). En principio, los códigos morales son respetados por convicción personal, y no por coerción externa5 (como pueden ser los códigos legales), ni por mero hábito o costumbre social (como lo que se suele llamar “buenas maneras”, “educación”, “civismo”, etc.). Códigos morales y códigos legales. El conflicto entre lo moral y lo legal. No conviene confundir, en principio, moralidad con legalidad. Lo moral se refiere a lo que una o más personas determinan libremente (de manera autónoma) como valioso o bueno y, por tanto, a lo que tales personas hacen por convicción personal, sin que nada externo les obligue. Por otro lado, lo legal se refiere a los principios y normas de obligado cumplimiento por las que las personas de un determinado grupo social han de regular sus actividades públicas. Lo moral compete, por tanto, a la conciencia individual. Lo legal al poder público. Del estudio de la legalidad se ocupan ciencias como el derecho y las ciencias políticas, y del estudio de lo moral se ocupa la ética... Aunque a veces puede coincidir lo moral con lo legal (de hecho, las leyes pretenden siempre fundamentarse en términos morales, como leyes justas o buenas) esto no siempre ocurre: en algunas ocasiones el código moral de una persona (o grupo) puede entenderse como incompatible con la legalidad vigente. Este conflicto entre lo moral y lo legal se ha ejemplificado, con frecuencia, con el argumento de la obra Antígona, del trágico griego Sófocles, en el que la protagonista, Antígona, antepone la “obligación moral” de sepultar honrosamente a un pariente al mandato legal que le prohíbe hacerlo bajo la amenaza de un terrible castigo. Pero no hace falta ir tan lejos; podemos encontrar casos similares a nuestro alrededor. Por ejemplo, en los médicos que creen inmoral practicar abortos y que, por eso, se niegan a cumplir una ley que les obligue a prestar ese servicio a sus pacientes. O, también, en las chicas cuyo código moral les mueve a vestir con el velo islámico, y que se niegan a acatar la ley que les obliga a quitárselo en ciertos lugares (como las aulas de un instituto)... De lo que se trata, en todo caso, es de comprender que el conflicto entre mi moralidad y la legalidad es siempre un conflicto de mi propia moral. Es decir: es siempre un conflicto entre valores. No sólo porque las leyes siempre representen un determinado código moral (el de aquellos que las han establecido) y, por tanto, una serie de valores (más o menos contrapuestos a los míos), sino, más aún, porque al decidir si acato la ley con la que no estoy de acuerdo o mejor me la salto, lo que estoy haciendo, en el fondo, es establecer que valores son más importantes en mi propio código moral. Por ejemplo, si me decido a cumplir la ley (aunque no esté de acuerdo, en principio, con mi código moral) por miedo a que me golpeen o encarcelen, he de asumir que mi decisión (moral) ha sido la de valorar mi bienestar físico (no ser golpeado) y mi libertad de movimientos (no ser encarcelado) por encima de otros valores. Es más, al tomar esta decisión, mi código moral ha dejado ya de estar en conflicto con la ley (puesto que he decidido que resulta valioso –y por tanto, moral— cumplir las leyes por miedo al castigo). En otro casos, el acatar o no la ley que nos parece en principio inmoral, es más complejo, pero siempre equivale, igualmente, a reducir lo legal a los términos de mi propio código moral. Por ejemplo, puestos ante el clásico dilema6 consistente en decidir si me salto la ley para salvar mi vida o la de otro (por ejemplo, robo el medicamento que necesita mi hijo enfermo y que no puedo comprar, o me escapo de la cárcel en la que estoy esperando que me den muerte tras un juicio en el que he sido acusado injustamente), o si mejor 2 Las tradicionalmente llamadas “virtudes” (valor, constancia, etc.) pueden entenderse como una serie más de valores que, a la vez, suelen definir el carácter de la persona que se muestra capaz de conducirse moralmente... 3 Este segundo significado de “moral” es secundario, depende del primero, pues todo código moral es el fruto de la capacidad para determinar o reconocer lo que es bueno o valioso (y plasmarlo así en un conjunto de normas). 4 A los códigos morales relativos a ciertas actividades profesionales también se les llama códigos deontológicos. 5 Aunque en algunos casos (como en el de los códigos morales de ciertas profesiones y empresas), los códigos morales son de obligado cumplimento por el simple hecho de pertenecer a dicho cuerpo profesional o empresa. Y en otros, como en algunas morales religiosas, políticas, etc., el elemento coercitivo puede existir, aun de manera más o menos sutil. 6 Este clásico dilema moral es el tema de varios diálogos de Platón, sobre todo, de uno llamado Critón. sacrifico mi vida o la de otros por no desobedecer la ley, la respuesta que demos será siempre un juicio moral del tipo: “(Entiendo que) es más valiosa mi vida o la de mi pariente al respeto a las leyes”, o bien “(Entiendo que) es más valioso el respeto, en general, a las leyes (por el que, por otra parte, tantas vidas se salvan) que la vida mía o de mi ser querido”... De otro lado, llamamos en general “ética” a la rama del saber (y más específicamente del saber filosófico) que se ocupa del estudio de la moral. Si bien, es usual utilizar el término “ética” como sinónimo de “moral” (“el aborto es un problema ético”) y, a veces, como propiedad de aquellas acciones que se ajustan al código moral estimado como correcto por el hablante (“su conducta no me pareció muy ética”) 1.2. EL BIEN Y LA LIBERTAD7. 1.2.1. Lo valioso o bueno. Hemos dicho que la moral es la capacidad para determinar, reconocer y elegir lo que es bueno o valioso. Así pues, al hablar de moral hemos de suponer que en la realidad hay, además de hechos y/o ideas, algo más, algo que podemos denominar “valores”. ¿Qué es un valor? En principio, un valor es la cualidad que hace que algo (un hecho, una idea) pueda ser deseable en algún sentido por una persona, es decir, por una mente. Más específicamente, algo valioso o bueno es algo que puede ser objeto para la voluntad8. Lo valioso o bueno es lo que nos importa, lo que nos inspira respeto, lo que caracteriza a las personas que admiramos, etc... Ahora bien: ¿por qué algo puede ser valioso o deseable para nosotros? Esta pregunta es la cuestión fundamental para la ética. Decimos, por ejemplo, que algo es verdadero por su identidad con lo real. Pues bien: ¿Con qué tiene que identificarse algo para ser valioso o bueno? Aquello con lo que finalmente se identifique o relacione algo para ser valioso o bueno, tendrá que ser algo absolutamente valioso o bueno en sí mismo (y no por su relación con otra cosa aún más valiosa, pues llevaríamos el argumento hasta el infinito). Y a esto valioso o bueno en sí mismo le denominamos valor o bien (o, también, valor o bien absoluto). Como veremos, cada teoría ética y cada código moral, propone un determinado valor absoluto, es decir: una definición del Bien. Valores relativos y valores absolutos. La mayoría de las teorías éticas distinguen entre valores relativos y valores absolutos. Los valores o bienes relativos son aquellos que se desean en vistas a obtener otra cosa aún más valiosa. Por ejemplo, el dinero puede ser valioso porque con él puedo obtener otras cosas que quiero: un coche, una casa, etc. A su vez, un coche o una casa son también valiosos en cuanto con ellos puedo lograr otras cosas aún más valiosas: viajar rápidamente, tener independencia, comodidad, prestigio, etc. A su vez, viajar, ser independiente, etc., son valiosos porque así logro conocer países, estar orgulloso de mi mismo, atraer a los demás, etc., etc... ¿Podría seguir así indefinidamente? Casi todas las teorías éticas suponen que ha de haber algo así como un valor o bien absoluto (el placer, la salud, el amor, la felicidad, la dignidad, etc.) 9 que tiene valor en sí mismo (no ya en función de otra cosa) y en relación con el cual se miden todos los demás valores (de forma que algo será valioso en la medida en que se identifique con este valor absoluto). Para deshacer confusiones conviene aclarar que la distinción entre valores relativos y absolutos tiene otro significado importante en ética. Se llaman valores relativos 10 a aquellos que sólo son válidos en relación a un contexto cultural y una época determinada (incluso, a veces, en relación a un pequeño grupo o a un solo individuo). Y se llaman valores absolutos o universales a aquellos que son o se pretenden que sean válidos para todas las personas. 1.2.2. La libertad y la responsabilidad moral. 7 La existencia del bien (o de los valores en general) y de la libertad son, por así decir, las condiciones “ontológicas” de la moral. Parece que no podría existir moral alguna si no existieran cosas valiosas ni si no fuéramos libres para escogerlas 8 Del mismo modo, por ejemplo, que algo verdadero es algo que puede ser objeto para el entendimiento. Podríamos decir que el valor lo pone la mente en las cosas al desearlas o elegirlas, es decir, lo pone directamente la voluntad (del mismo modo que la forma espacio temporal de las cosas la pone directamente en las cosas la sensibilidad). Si bien hay que preguntarse a continuación: de dónde “saca” la voluntad que algo es bueno: ¿por qué elegimos unas cosas y no otras? 9 Naturalmente, no todos a la vez. Ha de haber una jerarquía. Quizás para algunas personas lo más importante sea la salud o la vida, y para otras sea, por ejemplo, el amor (hasta el punto de ser capaces de sacrificar su salud o su vida por amor). Quizás para algunos sea el placer o la felicidad, pero tal vez para otros existan cosas aún más valiosas que la felicidad y que merecen incluso el sacrificio de esa felicidad. Encontrar y definir este “valor supremo o absoluto” es la tarea de toda ética y todo código moral. 10 Ya sean, en el sentido anterior, relativos o absolutos. La mayoría de las teorías éticas conciben la moral como algo necesariamente ligado a la libertad o libre albedrío de las personas. Puedo engañar a alguien o no; puedo abortar o no; puedo estudiar medicina o no...Parece que si no pudiéramos determinar libremente lo que es bueno o valioso, o las acciones que vamos a emprender, careceríamos de competencia o dimensión moral. Ahora bien. ¿Qué significa actuar libremente? Libertad o libre albedrío significa que las personas tienen la potestad de elegir o determinar, de forma autónoma (no obligados por nada diferente de ellos mismos) y consciente, lo que es bueno o valioso (al menos, para ellos). Y, consecuentemente, que pueden escoger entre cursos de acción diferentes y contrapuestos... La cuestión de la libertad es, sin embargo, muy discutible para los filósofos. Decir que significa “decidir por uno mismo lo que es bueno”, sin dejarse “llevar” por el instinto o por las normas sociales, no es decir mucho. Pues, ¿en función de qué decide uno mismo lo que es bueno y malo? Si es, por ejemplo, en función de sus sentimientos o gustos, ¿podremos decir que uno es libre para elegir tales sentimientos o gustos? Y si es, por ejemplo, en función de razonamientos, ¿somos libres para decidir que algo sea racional o lógicamente “bueno”? Todo esto no es fácil de responder. No está nada claro que lo valioso o bueno sea algo que se “elija”, en lugar, por ejemplo, de algo que se “impone”, como parece que se imponen los sentimientos, o los argumentos verdaderos, y frente a lo cual nuestra voluntad no pueda hacer otra cosa que, a lo sumo, asumir conscientemente esa imposición y querer lo que nuestros sentimientos o razonamientos nos obligan a querer.... ¡Y este es sólo un aspecto del complejo problema de la libertad! ¿Somos realmente libres? La noción de libertad es enormemente problemática y durante siglos los filósofos han discutido mucho sobre ella. El primer problema es el siguiente: si podemos elegir entre A o B (por ejemplo: engañar o no engañar), hemos de suponer que en el mundo hay cosas que, dadas unas mismas circunstancias, pueden ser o no ser, y que, por tanto, escapan a las leyes naturales (las leyes naturales establecen que, dadas unas circunstancias, las cosas sólo pueden ocurrir de un modo: si tiro una piedra al aire, según su masa, la distancia desde la que la tiro, la velocidad del aire, etc., dicha piedra sólo puede caer de una manera) 11. Es obvio, como dijimos, que los sucesos morales escapan también a las leyes sociales: por ejemplo, aunque estuviera prohibido por ley engañar a los demás, yo puedo decidir hacerlo... Ahora bien: ¿Quiere todo esto decir que en la realidad hay cosas que suceden ajenas a toda ley, por puro capricho o azar, como si la realidad fuese en parte irracional?... No –dicen la mayoría de los filósofos—; lo que ocurre es que esos sucesos que no determinan las leyes naturales o sociales son determinados por las leyes morales: no ocurren por capricho, sino por que deben ocurrir según las leyes morales. Esta opinión parece aceptable, pero esconde, en el fondo, muchos otros problemas. El primero es el siguiente: si hay sucesos que no explican las leyes naturales o sociales, pero sí las morales, es que entre unas leyes y otras hay una diferencia fundamental, hasta el punto de que no pueden unirse en una misma teoría que explique el mundo como algo unitario. Pero esto implica, entonces, que tendría que haber dos mundos o realidades (puesto que hay dos conjuntos de leyes, teorías o verdades irreductibles): el mundo natural y social, de un lado, y el mundo moral o personal de otro. Ahora bien: ¿Es lógicamente aceptable que existan dos mundos o realidades fundamentalmente distintas? ¿O, en el caso de que existan esos dos mundos distintos, sería lógicamente posible relacionar uno con el otro (como cuando creemos ver que una decisión moral mía –no contaminar, donar mi fortuna a los pobres-- influye en el mundo natural o social)?... El siguiente problema no es menos importante: si las elecciones y sucesos morales están determinados por las leyes morales: ¿Dónde está la supuesta libertad? Dada una ley o principio moral, y unas mismas circunstancias, solo debería ocurrir una cosa, sin alternativa posible. La respuesta de los filósofos es, en este caso doble: (1) la libertad reside en que las personas pueden elegir por sí mismos entre una ley moral u otra; (2) la libertad también reside en que las personas, aun aceptando por sí mismos una ley moral, pueden luego decidir contra la misma (por ejemplo, aun aceptando que es malo mentir, yo, si quiero, miento). Pero estas dos respuestas nos llevan a nuevos problemas. El primero es este: si podemos elegir entre una ley moral u otra, ¿a qué se debe, a su vez, nuestra elección? Si no es puro capricho ha de deberse a algo, a un sentimiento, a un deseo, a un razonamiento... Pero entonces, ¿somos libres o “esclavos” de los deseos y los sentimientos? ¿Podemos escoger los deseos y sentimientos que tenemos? ¿Y, si podemos, por qué motivo los escogemos? ¿Por otros deseos y sentimientos “superiores”? Y si, en cambio, elegimos ateniéndonos a la razón, ¿podemos escoger la razón o la lógica con la que pensamos, o no podemos hacer nada salvo someternos a ella? (Los filósofos más racionalistas podría decir que, en este último caso, al menos, somos “esclavos” de nosotros mismos lo cual quizás sea lo más libres que podamos ser)... El segundo problema que decíamos es este: si la libertad consiste en que, aun aceptando una ley moral, luego podemos hacer otra cosa (por ejemplo: acepto que no es bueno mentir, pero luego, si quiero, miento), habría que responder a la pregunta: ¿por qué quiero no ser consecuente conmigo mismo? Si no es puro capricho o contradicción (lo cual convertiría la libertad en algo irracional e incomprensible), ha de haber alguna causa que explique (y dé consistencia a) ese aparente contrasentido: quizás me engaño a mi mismo y no he aceptado plena o universalmente el principio moral de “no mentir”, o quizás a la hora de aceptarlo no he tenido en cuenta circunstancias que, en algún momento, pueden hacer más valioso que mienta; o tal vez lo que ocurre es que hay deseos o sentimientos que me obligan a no respetar el principio (es el 11 Una objeción popular a este problema es el de la supuesta indeterminación que supone algunas leyes de la física cuántica. Ahora bien, esto es sumamente discutible. En primer lugar, si el físico admitiera el más mínimo grado de indeterminación en la materia tendría que renunciar a toda su ciencia (no hace falta acudir a los argumentos lógicos que ya conocéis, basta uno más pedestre: si toda la materia está compuesta de partículas y éstas presentan algún grado de indeterminación, toda la materia tendría que ser fundamentalmente indeterminable). De cualquier modo, ningún físico admitiría la hipótesis de que la supuesta indeterminación cuántica obedezca o tenga relación con ninguna determinación o ley moral. famoso asunto de la “debilidad de la voluntad”: acepto que es malo mentir, pero luego no puedo evitarlo, caigo en la tentación, me puede el deseo de hacerlo, etc.). Y de nuevo, la pregunta es: ¿soy libre en todos estos casos? ¿O más bien mis elecciones y acciones son causados por cosas que no elijo, como mis errores, las circunstancias, o los deseos y sentimientos que me invaden y me hacen obrar contra mi mismo?... La noción de libertad lleva aparejada la de responsabilidad moral. En la medida en que una persona escoge libremente (es decir, de forma autónoma y consciente)12 lo que ha de hacer, esa persona es también la causa o autor de sus actos. Ser la causa de alguna acción o suceso es, en principio, lo mismo que ser responsable del mismo. Pero además, “ser responsable” suele significar, para la mayoría de la gente, que uno ha de hacerse cargo de las consecuencias de los actos que causa, si bien esto último es más bien un principio moral que habría que justificar (¿por qué he de hacerme cargo de los daños causados por una decisión mía, si puedo no hacerlo?)... 2. LAS DISTINTAS TEORÍAS ÉTICAS. Las teorías éticas tratan de la moral en los dos sentidos en que la hemos definido: (a) como dimensión del ser humano y de la realidad; y (b) como código. Así, la mayoría de las teorías éticas se ocupan (a) de explicar en qué consiste la dimensión moral humana, de cómo se hacen juicios morales, de qué significa que algo sea valioso, del problema de la libertad, etc.; y (b) de proponer un código moral más o menos específico en el que se defina lo que es el bien (es decir: lo bueno o valioso en un sentido absoluto). Nosotros vamos a recorrer las más importantes teorías éticas agrupándolas u ordenándolas, sobre todo, según la facultad psíquica en que sitúan el fundamento del bien (la sensibilidad, los sentimientos, la voluntad, el entendimiento). 2.1. El naturalismo (y el “sociobiologismo”) ético. Para el naturalismo, solo nos movemos, en el fondo, por el interés egoísta de aumentar nuestras probabilidades de supervivencia como individuos, luchando y compitiendo por acaparar recursos (alimentos, posesiones, dinero, etc.) y reproducirnos (lograr pareja, criar hijos, etc.). No hay más bien absoluto, por tanto, que el de sobrevivir a toda costa y vencer en la dura lucha por la vida. Ahora bien, en todo esto no perseguimos otro “bien” que el que persiguen el resto de los animales. De hecho, para el naturalismo ético la “moralidad” no sería un fenómeno esencialmente diferente del resto de los fenómenos naturales (las leyes morales no serían más que una “versión” especial de las leyes naturales). Tanto es así, que la “moralidad” misma deja de tener sentido. En el fondo, para el naturalismo, los seres humanos no somos libres: nuestro comportamiento está determinado por la naturaleza igual que el de los animales, aunque de una manera más compleja, que incluye el que tengamos la “ilusión” de que podemos elegir e ir contra nuestros instintos. La moral es, pues, aparente, ilusoria: un mito (útil a veces para la supervivencia). Lo que debe ser es idéntico a lo que ya es en la naturaleza. ¿Cómo explican entonces los naturalistas éticos las conductas típicamente calificadas de “morales” como el sacrificio de la propia vida por los demás o la desobediencia de las normas del grupo?... En cuanto a lo primero (lo que se suele llamar el “altruismo”), los naturalistas afirman que el individuo que sacrifica sus intereses individuales lo hace simplemente por favorecer sus propios “intereses genéticos”; así, una madre se sacrifica por salvar a sus hijos, porque éstos llevan sus mismos genes (y sus hijos son, de alguna forma, la continuación de su vida orgánica). Incluso podríamos llegar a pensar que cuando una persona se sacrifica por otras es porque, en ciertos momentos, es biológicamente más importante la supervivencia de la especie que la de un sólo individuo. Esto también ocurre en otros animales sociales – dicen los naturalistas éticos—, como las hormigas o las gacelas, en las que, cuando aparece un enemigo o depredador, ciertos individuos se sacrifican “generosamente” para que los demás tengan tiempo de salvarse. Pero esto, ni en los animales ni en los humanos, sería “generosidad” –dicen los naturalistas— sino una suerte de instinto, un mecanismo biológico astutamente programado para que la vida prosiga. Los 12 Justamente, porque entendemos que los animales, los niños o los discapacitados mentales, carecen (en diferente grado) de la suficiente autonomía y consciencia, es por lo que también asumimos que carecen, proporcionalmente, de responsabilidad moral. individuos no seríamos aquí más que instrumentos de los intereses de la especie ¿Pero qué ocurre cuando, por ejemplo, un individuo se sacrifica no ya por su especie, sino, por ejemplo, por su patria, o por ciertas ideas? ¿Es esto un comportamiento natural? Algunos filósofos responden a esto introduciendo ciertas matizaciones que hacen que sus teorías pasen del naturalismo a una especie de “socionaturalismo” (o sociobiologismo). Según ellos, la vida social (con todas sus normas, leyes, ideales, etc.) es una prolongación evolutiva de la vida natural. De hecho –dicen estos pensadores— muchos animales (por ejemplo, los monos) tienen una gran vida social y cultural repleta de normas y costumbres que los individuos del grupo han de cumplir. La finalidad biológica de estas reglas sociales es la misma que la de las leyes naturales: la supervivencia, pero ahora del grupo social y cultural (y de sus normas e ideas), incluso en competencia con otros grupos o individuos de la misma especie13. Esto explica el sacrificio por el grupo (por la patria y los ideales del grupo, en el caso humano). ... Un caso más complejo es el de explicar el fenómeno de la crítica o rebeldía frente a las propias normas sociales: ¿Qué pasa cuando alguien decide desobedecer la costumbre o la ley de su grupo social?... Los naturalistas podrían responder interpretando esta crítica o rebeldía como una especie de “mutación” natural que, caso de resultar “adaptativa” y generalizarse, representaría un cambio evolutivo en el comportamiento del grupo que acabaría favoreciendo su supervivencia... Objeciones al naturalismo ético. Los críticos al naturalismo suelen decir que los naturalistas incurren en la “falacia naturalista”, que consiste en confundir “lo que es” con lo que “debería ser” (Es como cuando alguien dice: “debes hacer X -por ejemplo: trabajar para vivir--, porque en este mundo la gente hace X”). Ahora bien. Los naturalistas pueden replicar que la falacia naturalista es, a su vez, falaz, porque implica la existencia de lo moral (lo que “debería ser”), que es lo que hay que demostrar. Para el naturalista la moral es, en el fondo, reducible a naturaleza, por lo que, en el fondo, no existe (todo lo que “debería ser según leyes morales” es, en el fondo, lo que “es o será según leyes naturales”). En la explicación naturalista de la conducta de los animales se está introduciendo (de manera implícita) un juicio moral que es irreductible a ley natural. Este juicio moral consiste en afirmar que “lo bueno para los seres naturales es la preservación de su vida o de la de su especie”. Pero, ¿por qué es buena tal cosa? De hecho, tan natural (o sujeto a las leyes biológicas) es la preservación de la vida como la muerte, la supervivencia de las especies como su completa extinción, el orden como el caos, etc. (Más aún, lo más común en la naturaleza, al decir de biólogos y físicos, es la extinción, el caos, etc.). Decir que lo naturalmente bueno es conservar la vida de los individuos o de las especies supone introducir un criterio moral que no se puede justificar en nombre de la naturaleza. Así, el naturalismo, más que reducir lo moral a natural, parece que hace justo lo contrario: reducir lo natural a lo moral. Y aquí sí que tiene sentido criticar al naturalismo por incurrir en la “falacia naturalista” (es decir, confundir lo que según ellos debe ser con lo que supuestamente es en la naturaleza). El naturalismo y el sociobiologismo no explican el caso (límite) de una conducta absolutamente contraria a lo que ellos entienden que es la tendencia natural (o social) a la preservación de la especie (o el grupo). Una gacela quizás “se sacrifica” para salvar la especie, pero ninguna gacela se plantea la posibilidad de actuar en contra de la especie entera, en nombre de un fin superior. Por ejemplo: si unos malvados extraterrestres amenazaran con eliminar a la especie humana a no ser que se sacrificaran unos niños inocentes, ¿no podría haber alguien que estimara más valioso el sacrificio de toda la humanidad antes que cometer un hecho indigno tal como el crimen de esos niños? ¿Podría plantearse tal cosa una gacela?... Algo parecido ocurre con el sociobiologismo. ¿No podría un ser humano (un terrorista tipo Unabomber, por ejemplo) mantener la idea de que toda sociedad es en sí misma algo negativo y que, por tanto, hay que rebelarse contra toda organización social (para volver a vivir en un estado puramente natural, por ejemplo)?... La posibilidad de estos juicios y actos morales (sean correctos o no) demuestran que la moral quizás sea algo que existe más allá de los supuestos intereses o tendencias naturales y sociales. ¿El hombre es malo o bueno por naturaleza? Naturalismo pesimista y naturalismo optimista. 13 Sin olvidar que esta competencia entre grupos acabaría favoreciendo a la especie en su conjunto (sólo sobrevivirían los más fuertes, que serían los que acabarían reproduciéndose, etc.). Como hemos visto, el naturalismo ético, por mucho que quiera negar la entidad de lo moral (arropado a veces en un reduccionismo cientifista), no puede dejar de proponerse como una teoría ética en la que se define lo que es lo absolutamente bueno: lo natural, es decir, lo que ellos quieren entender por natural: cierto modo de comportarse en función de intereses puramente naturales: la supervivencia, la satisfacción de los deseos instintivos, una suerte de vitalidad “animal”, etc. Todo eso no tiene por que ser más natural o biológico que sus contrarios (la muerte, la frustración de los deseos instintivos, la enfermedad, etc.), pero ellos creen que sí. En cualquier caso su moral ha tomado, a lo largo de la historia, dos enfoques antropológicos: uno pesimista y otro más optimista. La “pesimista” es la que afirma que la naturaleza humana es (como la de cualquier otro animal) “despiadadamente” egoísta (“el hombre es un lobo para el hombre”), por lo que lo bueno o natural es que cada uno siga a sus instintos y deseos naturales individuales en una lucha sin cuartel con sus competidores (es la “ley del más fuerte”). La más “optimista” afirma que en los hombres hay también un instinto, igualmente fuerte, de sociabilidad y cooperación. Esto es también interesado, pues necesitamos a la sociedad para sobrevivir y satisfacer nuestros deseos. Esta necesaria sociabilidad habría desarrollado en nosotros una especie de instinto o tendencia a la simpatía con nuestros semejantes, lo cual provocaría una repugnancia natural a hacerles daño (a no ser que sea necesario para, por ejemplo, salvar la propia vida, etc.). Esta simpatía natural es lo que, por así decir, nos hace “buenos” (no egoístas) por naturaleza. Según algunos filósofos, el hombre ha sido así de bondadoso hasta que el desarrollo de la cultura le ha llevado por el camino de la acumulación de bienes, la propiedad privada, la proliferación de ejércitos, la guerra, etc. (Es el llamado mito “del buen salvaje” que es corrompido por la civilización). La versión más pesimista podría, sin embargo, replicar aquí que esto de rehuir el daño y respetar a los demás, etc., no es más que una artimaña de los débiles para someter a los más fuertes e impedir que impongan, como es natural, sus deseos y su voluntad a los demás... 2.2. Teorías fundadas en la emotividad14 (hedonismo, utilitarismo...). Según este grupo de teorías, lo bueno es, en general, lo que proporciona placer o felicidad, o bien individualmente (hedonismo), o bien a la mayoría (utilitarismo); lo malo sería entonces lo contrario: lo que genera dolor o desdicha. Esto parece evidente a los “emocionalistas”, pues es claro –dicen-- que todo el mundo persigue el placer o la felicidad, y rehuye el dolor y la desgracia... El valor o bien absoluto sería, por tanto, un sentimiento (placer, felicidad) que ciertas cosas provocan subjetivamente en nosotros (y no una cualidad objetiva de dichas cosas). Dado este carácter subjetivo, lo bueno o valioso –dicen los emotivistas— ha de ser algo fundamentalmente indeterminable por la razón15. La moral, por decirlo fácilmente, no puede ser, en el fondo, asunto de la razón, sino de los sentimientos. Para ser bueno, aunque tengamos que usar de la razón (para prever, por ejemplo, que es lo que más placer o felicidad nos va a dar a largo plazo) lo más importante es seguir al corazón... 2.2.1. El hedonismo. Las teorías hedonistas identifican el bien con un sentimiento positivo, al que generalmente se denomina placer, en griego hedoné, de donde el nombre de ‘hedonismo’. No cualquier placer, desde luego, sino más bien “el mayor placer”. La gente suele asociar al hedonismo los placeres sensuales (la comida, el sexo, etc.), pero la mayoría de los hedonistas entienden como superiores los placeres “del espíritu” (la amistad, el disfrute estético, el conocimiento, etc.) y, en caso de conflicto, estiman como conveniente moderar o incluso renunciar a los placeres “de la carne”. De otro lado, la mayoría de los hedonistas afirman que lo bueno es el mayor placer “a lo largo de la vida”, es decir: lo que es placentero a medio y largo plazo (y no solamente en el instante presente). De ahí la famosa norma hedonista: “Es preciso aceptar un dolor actual si me reporta un placer futuro mayor. Es preciso rechazar un placer actual si me reporta un dolor futuro mayor”. Así, un hedonista podría negarse a consumir ciertas drogas placenteras si calcula que esto le reportará mucho dolor en el futuro; o podría esforzarse en estudiar, aunque no le reporte placer, si piensa que gracias al estudio logrará en el futuro un trabajo placentero, etc. El hedonista tiene que hacer, pues, la cuenta de los placeres y dolores que le reportará cada acción, y elegir la que tenga el “saldo” más positivo.16 14 Un nombre posible a este grupo de teorías sería el de “emotivismo”, pero este último término induce a confusión con el llamado “emotivismo ético”, un conjunto de teorías sobre el lenguaje moral que proliferó durante el s. XX en el ámbito de la filosofía anglosajona. 15 Pese a esto, los emotivistas se han aplicado en ocasiones a intentar discernir qué se entiende por felicidad y placer. Y aunque básicamente están de acuerdo en que se trata de un estado psíquico positivo (que se experimenta como un gozo o placer), disienten en los matices. Sobre todo en el asunto de si todos los placeres son del mismo tipo o hay que jerarquizarlos cualitativamente. (Algunos utilitaristas, por ejemplo, sostienen que lo que hay que medir es la cantidad de placer o satisfacción, sin tener en cuenta diferencias cualitativas, mientras que otros afirman que hay placeres que no son propios de un ser humano y que hay que rechazar). 16 Todo esto puede plantear muchas objeciones. Suele decirse al hedonista que, dado que su criterio de valor consiste en sentir o no sentir placer o felicidad, no podría preocuparse por los placeres y dolores futuros, pues de ellos no cabe aún experiencia o sentimiento alguno. Por lo que, si alguien es hedonista de manera consistente, habría de entregarse a cualquier placer inmediato y huir de cualquier dolor inmediato (sin tener en cuenta nada más). Aún así, el hedonista podría decir que, aunque no pueda sentir un dolor o placer futuro, si que puede sentir un dolor o placer presente debido a lo que pueda anticipar del futuro con su imaginación (si me imagino un futuro con el cerebro dañado por mi afición a las drogas es posible que experimente un sentimiento negativo que se convierta en un dolor presente y que me empuje a renunciar al placer más inmediato). Igualmente, se objeta que el cálculo hedonista de comparar placeres y dolores presentes y futuros, se vuelve problemático, porque el futuro es impredecible (no Puesto que un sentimiento es una experiencia privada (particular)17 y contingente (puede cambiar en cualquier momento), el hedonismo cree que el criterio de lo que es bueno o malo está, en último extremo, en lo que cada uno siente o le apetece en cada momento (lo bueno es lo que, de momento, siento que me proporciona o que me puede proporcionar placer o felicidad a mí). Los juicios morales no serían así fundamentalmente justificables por la razón, que tiende a proporcionar verdades universales y necesarias (no particulares y contingentes)... Ahora bien, dado que los hedonistas necesitan hacer una especie de cálculo de los placeres para estimar cuál es el mayor placer a largo plazo, los hedonistas también utilizan la razón. No sólo para hacer dicho cálculo (deduciendo las previsibles consecuencias de cada elección18), sino también para averiguar que medios son los más adecuados para el logro de esos placeres19, para distinguir placeres falsos o irracionales de otros que no lo son20, para justificar a posteriori lo que ya hemos elegido por ser placentero, etc. Pero tiene que quedar claro que la razón es aquí una mera “sirvienta” al servicio de los sentimientos. Digamos que para el hedonista toda nuestra conducta moral se explica así: huimos de los estados dolorosos y buscamos los estados placenteros. El sentimiento es nuestro principal motor: él decide. Y una vez que sentimentalmente hemos decidido, la razón actúa al servicio de esa decisión (analizando las circunstancias, buscando los medios, justificando la decisión, etc.21). Según el hedonista, todo el mundo actúa, en el fondo, movido por el anhelo de placeres y el rechazo del dolor, es decir, por la expectativa de una recompensa placentera. Nos gusta a veces vernos como seres desinteresados y sacrificados, que ponen altruistamente el bien de los otros por encima incluso del propio placer. Pero para el hedonista esto es una versión autocomplaciente y ciega. Si examinamos nuestros móviles con cuidado veremos que siempre extraemos o esperamos extraer de nuestros actos un placer, presente o futuro, o al menos evitar un dolor22. Así, cualquier acto supuestamente altruista (como colaborar en una O.N.G) es, para el hedonista, un acto interesado, porque en el fondo el motor de esas acciones es el sentimiento de autosatisfacción (o evitar el sentimiento de remordimiento).23 sabemos, siquiera, si estaremos vivos mañana). A esto el hedonista contestará diciendo que el futuro no es absolutamente incierto. Todos nuestros proyectos los hacemos bajo esa perspectiva. Si consideráramos totalmente impredecible el futuro no haríamos nada. Por último, el hedonista calcula placeres mayores y menores, placeres inmediatos y placeres a largo plazo. Pero: ¿se pueden comparar placeres? (¿Se puede comparar el placer de amar a tu madre con el de comerte un bocadillo de tortilla?). El hedonista dirá que, aunque no sea posible (hoy en día, al menos) medir con precisión los placeres, de forma relativa sí que es posible, e incluso todos lo hacemos al elegir nuestras preferencias (la gente encuentra casi siempre muy fácil decir qué es lo que más le gusta). 17 Los sentimientos pueden hacer referencia a uno mismo o pueden tener por objeto a otro ser (cosa, animal o persona), pero en todo caso siempre son sentidos sólo por el sujeto. Cuando se habla de condolencia, simpatía, etc., se entiende que uno siente algo porque otro ser está en determinado estado. Pero en ningún caso dos personas sienten el mismo sentimiento. 18 La razón nos describe los hechos, y es capaz de predecir sucesos futuros. Esa información es vital para que el sentimiento se mueva de acuerdo con el mundo. Si no tuviese información el sentimiento sería una fuerza totalmente ciega. 19 La razón puede evaluar la relación entre medios y fines, y decirnos qué medios son apropiados y cuales son contraproducentes para conseguir lo que deseamos. En este sentido se puede decir que hay sentimientos irracionales, cuando uno de ellos es contraproducente con un deseo mayor --no porque sea intrínsecamente irracional--. Por ejemplo: si deseo sanarme pero no deseo tomarme la desagradable medicina que puede sanarme me comporto irracionalmente. Si no deseo sanarme esto no es irracional en sí mismo. Lo sería si, por ejemplo, quisiera seguir vivo para ver crecer a mis hijos y no quisiera sanarme. En todo caso, para el hedonista, los fines últimos no son irracionales o racionales, son simplemente apetecidos o no. 20 Un hedonista sensato admitiría que el mayor placer nunca es un placer falso. La razón también nos ayuda a distinguir entre un placer falso y otro verdadero. Un placer falso es aquel que se basa en un error. Por ejemplo, si yo siento placer por lo mucho que me quiere María, pero resulta que, en realidad, María no me quiere en absoluto, mi placer es falso (es decir irracional) y, por eso, perjudicial o doloroso (más tarde o temprano) para mí. Del mismo modo, hay dolores falsos o irracionales (como las fobias). Ahora bien, el mero sentimiento no nos puede informar de la falsedad de los placeres y dolores (pues tanto el placer racional como el irracional lo sentimos igualmente como placer), por lo que se hace necesaria la intervención de la razón. 21 Además de estos usos la razón puede, por supuesto, producir placer: el placer del conocimiento. Pero aquí el valor se lo da nuevamente el sentimiento: a quien no le guste la ciencia la razón no le proporciona ese valor. 22 Contra la tesis hedonista de que todos los actos están motivados por la obtención de una recompensa placentera, se ha dicho que confunde la causa con el efecto. El placer se suele seguir de una acción moralmente correcta (al menos, el placer de saber que hemos obrado correctamente), pero esto no quiere decir que la expectativa de placer sea la causa de nuestra acción. De hecho, parece que hay gente capaz de actuar sin ninguna expectativa de placer, como el que sacrifica su vida para que, por ejemplo, sus hijos puedan vivir. Ahora bien, el hedonista podría responder a esta objeción diciendo que el que se sacrifica así (y no mantiene creencias religiosas, en cuyo caso podría actuar por la expectativa de los placeres que promete Dios a los buenos) puede hacerlo, no sólo por el placer de pensar en que salva la vida a alguien (por muy breve que sea ese placer para él), sino también por no sufrir en el futuro el dolor del arrepentimiento (peor aún que la muerte) o porque teme las represalias sociales si no lo hace, etc., todo lo cual confirma la tesis hedonista de que la gente siempre actúa en función del placer y el dolor. 23 Como caso paradigmático de este hedonismo oculto algunos hedonistas ponen el ejemplo de las religiones. Todas ellas dan normas morales que parecen ir en contra del hedonismo: amar al prójimo como a uno mismo, sacrificarse por los demás, tener caridad, etc. Sí, pero no piden que hagas esto desinteresadamente, sino que te prometen un premio si lo haces y un castigo si no lo haces. ¿Qué ocurriría si las religiones eliminasen la predicación del paraíso o el infierno, o la de una reencarnación mejor o peor según tus actos? ¿Seguirían los creyentes cumpliendo (cuando los cumplen) sus dictados morales? ¿Tiene sentido actuar bien y no mal cuando las consecuencias para tu felicidad van a ser las mismas? Yo y los otros ¿Es necesariamente egoísta el hedonismo? Algunos de los más importantes filósofos hedonistas piensan que hedonismo y egoísmo (entendido en su sentido más común) no van unidos, porque existe en todos o en la mayoría de los hombres un sentimiento de simpatía por otros hombres (y por los animales) por el cual el sufrimiento ajeno nos produce sufrimiento propio, y el placer ajeno nos hace felices. Todo eso, claro, siempre que el placer de otro no produzca un dolor en nosotros (no nos complace el placer de nuestros enemigos, e incluso nos alegra su desgracia...). Desde otro punto de vista, en cambio, se puede decir que el hedonismo es también aquí intrínsecamente egoísta, pues al fin y al cabo, si yo no tuviese, por naturaleza, el sentimiento de simpatía descrito antes, ¿tendría alguna razón para desear el bien de los demás? Nuevamente sólo podemos buscar estas razones en los sentimientos, más específicamente en mi sentimiento de placer o dolor 24...Aún suponiendo que no tengamos un sentimiento altruista de simpatía universal (el que mucha gente lo tenga podría haber sido fruto de la educación) el hedonista puede ofrecer una buena razón para desear siempre, o al menos en general, el bien o placer de los demás, sin abandonar la perspectiva puramente egoísta. La idea básica es: los otros son útiles para mi placer, o podrían al menos ser perjudiciales si yo les perjudicase. Hay una expresión latina para esto: Do ut des, “doy para que (me) des”. Según eso, nuestro amor por los demás es puramente interesado. Ayudamos a nuestros semejantes porque esperamos que ellos nos devuelvan de alguna manera ese favor. Dicho de otra manera: a menudo la única manera de conseguir lo que te interesa consiste en actuar desinteresadamente (así, suele decirse que, para que te den algo –amor, cariño, etc.,-- lo mejor es dar tú primero). Para el hedonista esto último no es una prueba contra el egoísmo, sino contra un egoísmo simple y poco inteligente. El hedonista sabe y acepta que la mejor manera de lograr sus fines egoístas es, a veces, ser generoso con los demás (la generosidad es aquí sólo eso: un medio para mejor lograr fines puramente egoístas)... Objeciones al hedonismo. Si lo bueno o malo se establece en función de los sentimientos (de placer y dolor), puesto que los sentimientos son muy variables y no son los mismos en todas las personas, no hay posibilidad de establecer unas normas morales estables y comunes a todos (la moral sería contingente, relativa a cada persona). Hasta tal punto de que si alguien encontrara placer en asesinar a los demás no podríamos decir que su conducta es moralmente mala. Algún hedonista podría aducir que cabría poner un cierto límite, como: “haz lo que te guste siempre que no impidas que los demás hagan lo mismo” (como se supone que, en general, a la gente le gusta seguir vivo, esto impediría justificar moralmente al que mata por placer). Ahora bien, este principio no es en sí mismo hedonista, pues ¿y si a alguien le gusta impedir que los demás hagan lo que a ellos les gusta? Tendríamos que concederle que actúa, de nuevo, moralmente25. Ante estas dificultades, el hedonista sólo puede ya confiar en que todos los seres humanos tengan similares sentimientos de placer y dolor, y que el que alguien sienta placer matando a otros sólo sea una “anormalidad” muy improbable26. Esta supuesta similitud de emociones nos autorizaría (según el hedonista) a establecer unas mínimas leyes morales comunes (no universales ni necesarias) a partir de una generalización inductiva de lo que la gente suele considerar placentero y dañino. El hedonismo es una teoría moral muy difícil de justificar. ¿Por qué va a ser bueno el placer y malo el dolor? El hedonista puede responder: porque es evidente que todo el mundo (o, al menos, la mayoría) busca el placer y rehuye el dolor. Pero esto implica, al menos, dos dificultades importantes. (a) ¿Cómo sabe el hedonista que la mayoría de la gente persigue el placer y rehuye el dolor? Si ambas cosas, placer y dolor, son sentimientos subjetivos, no parece fácil de “observar” lo que es el placer y el dolor en general ni, por tanto, que la gente actúe en función de los mismos. (b) Incluso si esto fuera observable, ¿por qué vamos a inferir que algo es bueno del simple hecho de que la mayoría de la gente le guste o lo practique? ¿Si a la mayoría de la gente les da por perseguir y matar a las “brujas” también diremos que matar brujas es lo bueno? Este error es, de nuevo, el que ya denominamos “falacia naturalista”, y consiste en confundir lo que de hecho ocurre (que la gente persiga el “placer” y rehuya el “dolor”) con lo que moralmente debería ocurrir. ¿Por qué es en general algo malo el dolor y algo bueno el placer? El placer es placentero, y el dolor es doloroso, pero no son en sí buenos o malos. Para defender eso hace falta un criterio diferente al propio sentimiento. Si hubiese tal identidad entre lo placentero y lo bueno, por ejemplo, quien defendiese que los placeres son malos estaría diciendo, por principio, algo absurdo. 24 El hedonista, no obstante, podría decir algo similar respecto del racionalista: al fin y al cabo es la convicción de cada uno (una suerte de estado emotivo) lo que le hace actuar conforme a “su” razón. Ahora bien, la contrarréplica es que quien tiene una convicción cree tener algo que es universal, no exclusivo suyo, mientras que el sentimiento creemos que es algo que sólo se puede sentir individualmente, y que no tiene regla fija universal, como ocurre con la lógica. 25 Es como cuando se dice: “lo bueno es según cada uno, así que, que cada uno haga lo que quiera siempre que no haga el mal a los demás”. Aquí estamos presuponiendo, a la vez, que lo bueno es según cada uno, pero que el mal (que no es más que lo opuesto a lo bueno) es conocido de todos (y, por tanto igual para todos). Además: ¿y si el bien para mí consiste en hacer el mal a los demás?... 26 De hecho no consideramos que los sentimientos sean tan variables o relativos cuando imponemos ciertos premios –placenteros-- o castigos –dolorosos-- a los demás (como por ejemplo, la cárcel a los delincuentes, etc.) Otra objeción dice que el hedonismo nos hace esclavos de nuestras emociones y gustos, y elimina nuestra libertad para decidir lo que es bueno y lo que es malo. Puesto que son nuestras emociones las que nos dirigen, nuestra razón y nuestra voluntad no tienen más remedio que seguirlas, lo cual nos sitúa al nivel de lo irracional. En este caso, por libertad deberíamos entender, a lo sumo, la ausencia de obstáculos para hacer lo que nos gusta (lo que suele llamarse “libertad negativa”). La mayoría de los hedonistas acepta esta objeción y replica que, en efecto, somos poco más que animales (la diferencia entre ellos y nosotros es, simplemente, de grado). Ahora bien, si no somos libres para decidir voluntaria o racionalmente lo que es bueno y lo que es malo, ¿tiene sentido hablar de moral (ni tan siquiera de una moral hedonista)? El problema de la “droga perpetua”. Supongamos que se nos ofrece una sustancia que nos producirá, si la tomamos, una sensación perpetua de placer. Pase lo que pase a nuestro alrededor no nos disgustaremos, sino que seguiremos igual de felices (o, si queréis, cada vez más felices). ¿Querríamos tomar esta sustancia? ¿Deberíamos querer tomarla? Suele decirse que no, porque no estamos dispuestos a sacrificar nuestra conciencia de las cosas a cambio de la felicidad. Una felicidad artificial o falsa no nos atrae. Pero ¿por qué? ¿Acaba esto con la teoría hedonista? 2.2.2. El utilitarismo. El utilitarismo es una teoría moral muy próxima al hedonismo: lo único bueno es el placer o felicidad, identificada como un cierto estado emocional positivo en el sujeto. Pero, a diferencia del hedonismo, el utilitarismo pretende tener en cuenta no la felicidad de uno mismo sino la felicidad del mayor número. Su lema es: la mayor felicidad para el mayor número de seres. En cada caso debemos decidir nuestra acción teniendo en cuenta las consecuencias totales (hasta donde sea posible preverlo) y elegiremos aquella acción que produzca la mayor cantidad de felicidad total. Por ejemplo, si he de decidir entre donar el grueso de mi fortuna a mi hijo o bien a una institución que va a distribuirla entre muchas personas necesitadas, una ética utilitarista me obligaría a escoger la segunda opción. O por pensar en un caso más polémico: si un equipo médico (con un código moral utilitarista) tuviera que optar entre atender antes a uno de dos pacientes igualmente a punto de morir, y supieran que uno de ellos es, por ejemplo, un artista cuyas obras entusiasman a la gente, y el otro un hombre huraño y solitario, deberían, tal vez, atender antes al artista... A la tesis utilitarista también se le conoce como “consecuencialismo”, debido a que tiene especialmente en cuenta el cálculo de las consecuencias de las acciones en vistas a obtener el fin, que es la felicidad para la mayoría. Según el utilitarismo el fin justifica los medios, aunque debe tratarse del mejor de los fines (la felicidad de la mayoría), no de tal o cual fin parcial, el cual podría tener consecuencias peores si se satisface a cualquier precio. ¿Son los animales dignos de consideración moral? El utilitarismo, puesto que basa su principio ético en el sentimiento, debe referirse a todos los seres capaces de sentir, al menos en la medida en que lo sean. Y, en efecto, ya desde J. Bentham, los utilitaristas incluyen a los animales en ese “total” de seres del que hay que considerar la felicidad. Esta tesis utilitarista se ha impuesto, además, en la ética contemporánea. Así, si bien se considera que los animales no son “sujetos morales” a los que quepa atribuir responsabilidad moral (pues les falta libertad y consciencia para serlo), si se les considera “objetos morales” en cuanto merecedores de consideración moral, hasta el punto de que son ya muchos los filósofos e incluso políticos que han defendido la estipulación de unos “derechos de los animales”. El principal de estos derechos es, justamente, el derecho a no sufrir un dolor innecesario. Este planteamiento lleva a considerar la validez moral de ciertos espectáculos en los que se hace daño a los animales (la fiesta de los toros, los circos, los zoológicos, etc.), o incluso a considerar la validez de criarlos y sacrificarlos para el consumo de carne (muchos “vegetarianos” creen que este consumo no es necesario para la salud, por lo que el daño que se les infringe en este sentido a los animales sería injustificable). Objeciones al utilitarismo Todas las objeciones que se hacen al hedonismo en cuanto teoría fundada en estados emotivos afectan también al utilitarismo, y podemos añadir las siguientes: El cálculo de lo que hace feliz o no a la mayoría no es nada fácil. ¿Cómo medir la felicidad? Es más: cómo medir y comparar la felicidad de personas distintas. ¿No son los sentimientos algo “subjetivo”? ¿No se cree, acaso, que “cada uno” es feliz “a su manera”, etc.?... De otro lado: la exigencia de que sea la mayor felicidad para el mayor número es también problemática. Supongamos que conseguir el mayor placer del mayor número (en todo el mundo) aporta menos bienestar que si toda la felicidad estuviese localizada sólo en unas cuantas personas (que fueran las que mejor supieran ser felices, por ejemplo). Así, si los placeres del espíritu (el arte, el pensamiento, etc.) son más intensos que el simple placer de comer un trozo de pan, ¿no será mejor que el dinero destinado a paliar el hambre en el mundo se ofrezca antes a aquellos (quizás pocos) humanos que demuestren mucho talento para el arte, el pensamiento, etc., para que así puedan dedicarse plenamente a su obra? 27 De otro lado: no parece posible prever todas las consecuencias de cada una de nuestras acciones, para así saber con exactitud si contribuyen o no a acrecentar la “felicidad” de la mayoría. Tal vez podamos preverlo hasta cierto punto (por lo que sólo somos responsables hasta ese punto28), pero ese grado de imprecisión vuelve muy problemático todo cálculo acerca de la mayor o menor “felicidad” general que implican cada una de nuestras acciones. La idea utilitarista de que “el fin justifica los medios” es, por lo dicho más arriba, muy problemática. ¿Está justificado, por ejemplo, dejar morir a un paciente cuyo tratamiento es demasiado caro y específico, con la excusa de que, con el dinero que cuesta podríamos construir un hospital en África para salvar en el futuro la vida de un montón de niños? ¿Estaría justificado que un gobernante mintiera a la población acerca de la existencia de un problema (frente al que la gente no pudiera hacer nada), para que así la mayoría viviera más feliz? ¿Se debería torturar tan cruelmente como sea necesario a un terrorista confeso para que diga dónde ha puesto la bomba que puede matar a un montón de gente?... Todo esto no es nada fácil de decidir... Algunos utilitaristas suelen responder a este asunto afirmando que ninguna acción realmente mala tiene, en general, consecuencias positivas si tenemos en cuenta el largo plazo. Por ejemplo: si se suprimieran los tratamientos médicos caros (para así beneficiar a más gente), o si los médicos tuvieran en cuenta la contribución que realiza a la sociedad cada paciente para determinar la atención que le presta, todo esto generaría tal inquietud en la población que seguramente la suma total de infelicidad se incrementaría (por lo que tales acciones se considerarían finalmente malas o inaceptables); de otro lado, las mentiras se acaban descubriendo y la gente se sentiría manipulada y despreciada y, por tanto, muy infeliz; igualmente, si torturamos cruelmente a los terroristas, éstos se verían aún más autorizados a seguir atentando, con lo que, en el futuro, la suma total de infelicidad también sería mayor, etc. Ahora bien: todo esto sería igualmente interpretable en sentido opuesto: tal vez la inquietud que generasen los nuevos criterios de atención médica provocasen que la gente se volviera más solidaria con los niños africanos o más útil a la sociedad (para así evitar el riesgo de no ser atendidas cuando se pongan enfermas); quizás la mentira nunca se descubriera o la gente aceptara saber que ha sido engañada sin más problemas; o tal vez –dirían muchos—torturar cruelmente a los terroristas sirviera para atemorizarlos hasta el punto de que renunciasen a poner bombas por miedo a ser capturados; en todos estos casos, la suma de felicidad total sería mayor... De cualquier manera, no parece que el utilitarista ofrezca más que criterios empíricos y probabilísticos para determinar que consecuencias pueden darse en términos de una felicidad mayor o menor para la mayoría. Y quizás, en vista a la endeblez de estos criterios, se hace muy difícil aceptar el dejar morir a un paciente, el mentir, el torturar a una persona, etc. ¿Puede medirse lo bondad o maldad de algo por la cantidad de la gente a la que hace feliz o infeliz? Eso sería similar a considerar verdadero a lo que la mayoría cree, y falso a lo que cree la minoría. Pero obviamente la verdad y la falsedad no se miden así. Muy pocas personas saben realmente cómo funciona el universo físico, la mayoría está equivocada al respecto. ¿Por qué en el tema de lo bueno debía ser diferente? La respuesta del utilitarismo (como de toda teoría no racionalista) a esta objeción es que la moral no es, como la ciencia, cuestión de verdad absoluta. Lo bueno no es algo objetivo, como lo verdadero, sino algo que sólo cada sujeto puede determinar. Acerca de los bienes últimos no hay discusión racional posible. La discusión racional se refiere a los medios para que cada cual, en la medida de lo posible, consiga la mayor felicidad posible. Pero qué haga feliz a cada uno es algo que no puede racionalizarse. Ahora bien: si lo que hace feliz a cada uno es, en efecto, imposible de racionalizar, ¿cómo podremos hacer cálculos para averiguar el grado de felicidad colectiva que proporciona tal o cual acción, como pretende el 27 Esto es, por supuesto, muy discutible. Algunos utilitaristas dirían que en las personas hay un “un sentimiento de simpatía universal” que les impide gozar mientras saben que otros sufren por ello. Otros dirían que procurar la felicidad de la mayoría (y no de unos pocos) contribuirá también a acrecentar la calidad de dicha felicidad (los hambrientos aprenderán también a gozar de los placeres del espíritu una vez que dejen de ser hambrientos)… 28 Es decir: sólo de lo que era lógico prever dado nuestro conocimiento del mundo en el momento de tomar la decisión. A nadie se le puede responsabilizar de lo que no podía prever, pero sí de las consecuencias de sus actos que resultaban previsibles. utilitarista? 2.3. El voluntarismo moral. Según este grupo de teorías, lo bueno o valioso es determinado por pura voluntad, independientemente de que nos resulte placentero (o incluso de que nos resulte racional). La persona realmente virtuosa no se deja arrastrar por sus emociones, sino que es capaz de imponer, por encima de todo, su voluntad... Ahora bien: ¿qué es lo que bueno según la voluntad? Aquí el voluntarismo se divide en teorías que podemos considerar irracionalistas (como la del filósofo F. Nietzsche) y en otras que podemos considerar más racionalistas (como la del filósofo I. Kant). 2.3.1. El voluntarismo irracionalista de F. Nietzsche 29. Según este tipo de voluntarismo, lo que la voluntad determina como bueno o valioso es, sobre todo, su propio poder. Es voluntad de poder. Lo bueno es lo que quiero porque yo lo quiero. Lo que el hombre quiere es, justamente, poder, no felicidad30. El hombre con una voluntad fuerte y poderosa determina qué sentimientos quiere tener. De otro lado, el hombre poderoso también determina qué razones son más convenientes para justificar (a posteriori) lo que su voluntad quiere. En suma: la voluntad manda. Y el hombre bueno es el hombre poderoso capaz de imponer su voluntad incluso contra sus propios sentimientos y contra la misma razón si es necesario31. ¿Y qué es lo que la voluntad manda? Según Nietzsche, lo que el hombre realmente quiere, en el fondo, es todo lo que favorece la vida. Pero la vida real (no el mundo ideal de los filósofos), es decir: el contradictorio mundo material, imprevisible, caótico, sujeto a cambio continuo, a nacimiento y destrucción, a guerra y competición por el poder, al placer tanto como al dolor, etc... Por eso, dice Nietzsche, la voluntad lo que quiere es, antes de nada, liberarse de todas las trabas que la moral tradicional pone al ansia de una vitalidad verdadera (y como tal, también, contradictoria, caótica, competitiva...). Según Nietzsche, los hombres más débiles, no pudiendo soportar la realidad tal como es, han impuesto desde hace mucho tiempo unos valores contrarios a la vida, que nos empobrecen y debilitan: la igualdad, el amor al prójimo, la solidaridad, la sinceridad, la paz, la castidad, el sacrificio, la justicia (es todo lo que Nietzsche llama la “moral del rebaño”). Pero el hombre que empieza a liberarse reconoce que lo que su voluntad realmente quiere es imponerse a los demás (no ser “igual”), amarse a sí mismo sobre todas las cosas, ser egoísta (no “compasivo” ni “caritativo”), engañar, pelear si es necesario (no ser “sincero” ni “pacífico”), disfrutar del presente 32 sin ningún límite ni sacrificio (pues no hay más mundo que este: “el cielo o el castigo tras la muerte” no es más que un cuento para atemorizarnos)... El hombre que impone así su verdadera voluntad, contra lo que el rebaño opina, es el “superhombre”, capaz de inventar y seguir su propia moral, una moral vitalista que Nietzsche llama de “señores”... La crítica de Nietzsche a la moral tradicional. Haciendo una historia de la moral, Nietzsche encuentra que en un origen las sociedades antiguas valoraban la fuerza, el valor, la guerra, etc. En aquellas sociedades “bueno” equivalía a noble, aristócrata (el guerrero) y “malo” era sinónimo de plebeyo, esclavo, etc. Pero posteriormente se fue pervirtiendo esa moral hasta llegar a ser invertida. Los principales culpables de esta perversión han sido, según Nietzsche, los filósofos idealistas, empezando por Sócrates y Platón, de un lado, y la religión judeocristiana por otro. Desde entonces los casos de verdadera aristocracia (los “superhombres”) han sido casuales y han contado con la enemistad de toda la 29 30 31 Filósofo alemán (1844-1900) muy influyente que estudiaréis en próximos cursos. La felicidad o el placer no serían, a lo sumo, sino la consecuencia de poseer una voluntad fuerte y poderosa. La relación entre voluntad y razón es en Nietzsche inversa a la que tradicionalmente se ha creído: no es la razón la que dirige a la voluntad, sino que esta dirige e incluso crea a aquella. El conocimiento no es un valor por sí, sólo es un valor si la voluntad se lo da. El conocimiento, además, es “perspectivístico”, y la perspectiva desde la que ordenamos el mundo depende de nuestra voluntad. Dicho brevemente: vemos lo que queremos ver. No hay una verdad objetiva, una realidad en sí, esperando a ser conocida por nosotros: somos nosotros, en cuanto voluntad, los que creamos nuestra realidad. 32 El mundo es un Eterno Retorno de lo mismo: todo se repite eternamente. Esta idea (que para Nietzsche era su gran descubrimiento, y lo describe casi como una iluminación), además de su significado metafísico, tiene un valor moral esencial: actúa de tal forma que sepas que esto se va a repetir infinitas veces. Según Nietzsche si pensásemos así daríamos un valor absoluto al presente y dejaríamos de soñar con un futuro más allá inexistente. sociedad. Pues los débiles han convertido en pecaminoso, maldito y prohibido todo lo que tiene verdadero valor vital, y ha santificado todo lo que empobrece y debilita: la igualdad (la igualdad protege al débil contra el poderoso o fuerte; sin embargo, cualquier sociedad en la que se pierde la jerarquía degenera, según Nietzsche); el altruismo (mientras que lo que realmente favorece la vida es el egoísmo); la obligación de decir la verdad (cuando desde un punto de vista vital lo que es conveniente para conseguir lo que quieres es la mentira, el engaño, la astucia...); la justicia (la vida es injusta y esto hay que aceptarlo tal cual); la idea de un Dios y un mundo trascendente en el que los desgraciados y los “buenos” serán recompensados (esto es una mentira para consolar a los débiles)... Aunque Nietzsche sitúa especialmente en la moral cristiana el colmo de esta perversión de los verdaderos valores, también detecta algo parecido en códigos y teorías éticas y políticas más modernas, como el socialismo, la democracia, el utilitarismo, etc. Todas ellas, según Nietzsche, toman partido por el débil, el desfavorecido, predican la igualdad, etc. Son, se podría decir, cristianismos sin Dios. Por cierto, para Nietzsche también la metafísica y las ciencias son intentos (vanos) por tranquilizar a los más débiles inventando un mundo ficticio racional, sujeto a leyes, previsible, con sentido, etc., cuando el mundo de verdad –dice Nietzsche-- es irracional, caótico, sin sentido ni finalidad. Objeciones al voluntarismo irracionalista de Nietzsche Aunque Nietzche parece rechazar toda “moral”, su teoría supone, en el fondo, un “moralismo” injustificado. Suponiendo que lo bueno sea lo que la voluntad por si sola quiere, ¿por qué ha de preferir los valores asociados por Nietzche a la vitalidad (egoísmo, fortaleza, lucha, etc.) a otros cualesquiera? Si lo bueno es lo que mi voluntad impone, ¿por qué no habría de imponer otros valores como la compasión, la paz, el sacrificio, o los que sea? Nietzsche se defendería diciendo que lo que la voluntad real o naturalmente quiere es el egoísmo, la mentira, etc. ¿Pero cómo sabe eso Nietzsche? Aun suponiendo que fuera cierto (que no lo es: mucha gente quiere, de hecho, otras cosas; incluso en la naturaleza hay altruismo, deseos de evitar conflictos, cooperación, sacrificios de unos por otros, etc.), no se puede deducir lo que debe ser de lo que de hecho es (esto es, como sabemos, la llamada “falacia naturalista”). Nietzche presupone así como cierta (sin demostrarla) una moral (que podemos llamar “vitalismo”, “irracionalismo”...) La ética nietzcheana resulta contradictoria e irracional. Si lo bueno es lo que la voluntad impone por sí misma (por el puro poder que se le supone), también podría imponer su propia y absoluta sumisión a la razón, a los sentimientos o a otras voluntades, es decir, podría querer autodestruirse a sí misma. Esto resulta contradictorio, claro (sería como querer dejar de querer), pero paradójicamente consistente con la propia teoría nietzscheana (que asume que la realidad es, en el fondo, irracional y contradictoria, y, por tanto, también la ética). Ahora bien, una ética así de contradictoria no podría plantearse como teoría ética33. Su crítica a la moral tradicional es igualmente inconsistente. Si la “moral del rebaño” es la que se ha acabado imponiendo en la lucha de unos valores contra otros, hay que reconocer que la voluntad de los “débiles” es la voluntad más poderosa, luego su moral es, así, la adecuada. De otro lado, la crítica de Nietzsche a la falsedad de la moral religiosa (la creencia en Dios y en el cielo) tampoco se sostiene, pues para él mismo, la mentira (útil para vivir) es algo valioso y defendible. Además, se podría demostrar que las mentiras religiosas son las que hacen a los hombres y a los grupos sociales fuertes y poderosos... 2.3.2. El voluntarismo racionalista de I. Kant 34. En el voluntarismo kantiano es también la voluntad la que determina lo que es bueno, pero esta voluntad es muy distinta de la nietzcheana. Para Kant la voluntad es también un querer independiente de la emotividad35, pero no independiente de la razón como en Nietzsche (tal es así que, para Kant, la voluntad es considerada parte de la razón, y la llama “razón práctica”). Ahora bien, ¿cómo ha de ser esta racionalidad moral o práctica? Para responder a esta pregunta hemos de explicar un poco la filosofía kantiana. Kant es un racionalista moderado que, aunque no niega lo trascendente, afirma que la única realidad que podemos conocer con la razón es el mundo físico que observan y describen las ciencias naturales. El entendimiento equivaldría entonces, según Kant, a un conocimiento dado por la razón y por los sentidos (a esto lo llama “razón teórica”). Ahora bien, en el mundo 33 Y sin embargo (y pese a su desconfianza acerca de la razón y las verdades universales) Nietzsche nos ofrece su teoría preocupándose de racionalizarla y presentándola como absolutamente válida y verdadera (no contradictoria). 34 Immanuel Kant es otro filósofo alemán (1724-1804) tan influyente o más que Nietzsche, y que también estudiaréis el próximo curso. 35 Según Kant el fin de la moral es actuar correctamente, no conseguir ser felices. No debemos aspirar a la felicidad, sino a merecer ser felices. Es decir: debemos actuar correctamente sin tener en cuenta los resultados. físico que podemos conocer con la razón y los sentidos no hay sitio para la moral: en él no hay libertad (todo está predeterminado por las leyes naturales), ni hay fines o valores (todo parece ocurrir por una necesidad mecánica ajena a nuestros deseos y objetivos), ni es posible el logro progresivo de la perfección o plenitud moral (todo es fugaz, sujeto al tiempo y al cambio)36. Esto conduce a una disyuntiva: o bien negamos la moral (como en el naturalismo) o bien la consideramos como algo ajeno al conocimiento racional (como en las teorías fundadas en emociones o en el voluntarismo irracionalista). Kant no puede aceptar ni una cosa ni otra. Para él, la moral es innegable: es un hecho evidente –dice—para nuestra conciencia que “algo” en nosotros nos obliga, a veces, a actuar desinteresadamente. De otro lado, si la moral es esta capacidad para obrar desinteresadamente (por puro deber), el “emocionalismo”, o el voluntarismo nietzscheano, no tienen, de entrada, nada que ver con la moral (en ellos el sujeto actúa en función de sus intereses: conseguir placeres o felicidad, imponer sus deseos...), además de que suponen una renuncia a la razón (y la razón es lo que Kant considera característico del hombre, sin el cual se supone que no habría moral). ¿Cuál es, entonces, la solución kantiana? Según Kant, la moral existe y es racional, pero esta racionalidad no tiene nada que ver con el conocimiento, es decir, con la razón teórica ligada a los sentidos. Lo bueno no puede conocerse, no sólo porque no es nada natural (e, insistimos, sólo lo natural se puede conocer, según Kant), sino porque se refiere a lo que “debe ser”, no a lo que “ya es” (y si todavía no es, ¿cómo conocerlo?). Y como no puede conocerse, sólo puede afirmarse su existencia por pura voluntad. Este es el voluntarismo kantiano37. Ahora bien, aunque no puede conocerse, sí sabemos (esto es evidente para Kant) que lo bueno o moral ha de ser algo absolutamente valioso en sí mismo, no valioso en función de ningún interés subjetivo o circunstancia particular; ha de ser algo, por tanto, universal y necesariamente bueno (bueno para todos y siempre). Y según Kant, lo único que puede darle a lo bueno estas características (universalidad y necesidad) es la lógica, es decir: la razón pura desligada de los sentidos. Por ello, para Kant, lo bueno es lo que quiera afirmar libremente la voluntad, con la única condición de que sea lógico, es decir, que se pueda afirmar como universal y necesariamente bueno, esto es: bueno para todos y en todas circunstancias. A este principio moral se le denomina “imperativo categórico”, y viene a decir: “actúa siempre de forma que puedas querer (sin contradecirte) que tu acción se convierta en ley universal”38. Es decir: lo que se debe hacer (lo bueno) ha de ser siempre algo de lo que se pueda afirmar (sin contradicción) que debe hacerlo todo el mundo. Si tú te consideras con derecho a hacer algo debes considerar que cualquier otra persona tiene el mismo derecho. ¿Por qué? Por pura lógica: los seres iguales (y Kant piensa que las personas son esencialmente iguales porque todas se definen por lo mismo: la racionalidad) deben tener las mismas propiedades. Si niegas a alguien idéntico a ti lo que tú te concedes, te contradices. Por ejemplo: si consideras que es bueno mentir has de afirmar a la vez que mentir es, siempre, bueno para todo el mundo. Y si consideras que lo bueno es decir la verdad, lo mismo39. Habría que analizar lo que se deduce de cada una de estas opciones, y comprobar si alguna de ellas incurre en contradicción, para saber la que es moralmente buena... Objeciones a la ética kantiana Desde un punto de vista hedonista se dice que Kant es muy ingenuo al creer que actuamos desinteresadamente: todos nuestros actos buenos van acompañados de un premio emotivo, la autosatisfacción, y nuestros actos malos, de un castigo igualmente emotivo, el sentimiento desagradable de “remordimiento”. ¿Actuaríamos moralmente sin esos móviles emotivos? La respuesta de Kant a esta objeción es que en ella se confunde la causa con el efecto. Aunque sea cierto que a todos nuestros 36 Todos estos (libertad, finalidad, inmortalidad del alma) son los llamados por Kant “postulados de la razón práctica”, esto es: condiciones necesarias de la moral que hemos de asumir, aunque sean indemostrables, para justificar el hecho moral. 37 Este voluntarismo también se aplica a los “postulados” o supuestos de la razón práctica, es decir, a las condiciones para que la moral tenga sentido: que exista la libertad, que existan valores y fines, y que exista una realidad más allá del tiempo en la que sea posible el logro de la perfección moral. Todo esto, según Kant, es imposible de conocer demostrativamente, pero la voluntad lo acepta como condición necesaria de cada una de sus afirmaciones morales. 38 Este parece un principio meramente formal, que no afecta al contenido de lo que la voluntad determine, sino sólo a su forma: que sea lo que sea, tenga forma lógica (es decir, universal y necesaria). Por esto, a menudo se denomina “ética formal” a la ética kantiana. 39 Kant llevó esto hasta extremos que muchos consideran intolerables. ¿Qué debo hacer si unos asesinos me preguntan dónde está escondida la persona que buscan y yo lo sé? ¿No me es lícito mentir en esas circunstancias? Kant sostiene que no. Nosotros, a su parecer, no somos responsables de la muerte de esa persona, pero sí lo seríamos si como consecuencia de nuestra mentira esa persona sufriese algún mal (supongamos que intentando desviar a los asesinos los conducimos por casualidad al mismo lugar en que se ha refugiado la persona a la que pretendíamos proteger). La mentira nunca está justificada. Si crees que puedes mentir por una buena causa (como proteger la vida) cualquiera tendría derecho a mentir cuando considere que su causa es justa; la moral se subordinaría al interés, y dejaría de ser moral. En el fondo de todo esto yace una tesis muy fuerte de Kant: no hay nada absolutamente bueno salvo una buena voluntad. En los ejemplos anteriores se supone que la vida de las personas es más valiosa que la veracidad. Pero para Kant ni la existencia del mundo entero justifica una acción moralmente incorrecta. actos correctos les acompaña la autosatisfacción y a todos los incorrectos la auto-insatisfacción, la elección correcta es la causa y no el efecto de tales emociones. La prueba está en que sentimos autosatisfacción cuando hacemos cosas que no nos benefician desde un punto de vista interesado. ¿Por qué sacamos satisfacción de algo que no nos beneficia materialmente (ni a nosotros ni, incluso, a nadie)? La razón, según Kant, es que valoramos la elección no por algún interés, sino por su valor moral intrínseco, por su dignidad moral. Ahora bien: se le podría replicar a Kant que actuar por pura dignidad o deber (por puro respeto a la ley moral, dice él) es indistinguible de actuar por el interés emotivo de sentir esa suerte de orgullo moral que tenemos cuando hemos actuado dignamente. De otro lado, incluso si actuáramos, como dice Kant, no para ser más felices, sino para ser buenos, el propio Kant añade que esto nos haría, si no felices, sí merecedores de felicidad. Pero esta expectativa, ¿no representa ya un cierto premio emotivo? Y el sabernos merecedores de felicidad, ¿no lleva igualmente aparejado un sentimiento de satisfacción? 40... Se ha objetado a Kant que el imperativo categórico es totalmente indeterminado, con lo que deja lugar a cualquier elección. ¿No podría, acaso, querer que fuese universalmente bueno robar, o ser vegetariano, o matar a todos los animales irracionales? ¿Basta con querer algo universalmente para determinarlo como bueno? Kant diría que si algo es realmente malo, al erigirlo como ley universal tendría que incurrir en alguna contradicción. Pero no es nada fácil descubrir, por ejemplo, qué contradicción habría en establecer, por ejemplo, que es universalmente bueno matar a todos los animales no humanos41. ¿Qué determina entonces algo como bueno, más allá de que sea universalizable? Otra objeción posible es la siguiente: si bien es cierto que todos los hombres son iguales en cuanto a estar dotados de razón, ¿están todos dotados de ella en el mismo grado? Podríamos decir que unos la tienen más desarrollada (por ejemplo, un adulto formado) y otros menos (por ejemplo un niño o, quizás, un analfabeto). ¿Habría que tratar moralmente de la misma manera a unos y a otros? Por ejemplo, quizás sería lícito mentir parcialmente a unos (por ejemplo, a un niño al que no se le cuenta toda la verdad –porque tal vez no la comprendería--), pero no a otros (así, a los adultos formados se les diría en cambio toda la verdad). Si esto fuera así, el imperativo categórico (que afirma que algo es bueno –por ejemplo, decir la verdad— si se puede proponer como bueno para todos) no sería válido, al menos, en un mundo no ideal 2.4. El racionalismo o intelectualismo moral. Las éticas que hemos visto hasta ahora situaban el bien o al menos el criterio de lo bueno en los sentimientos o en la voluntad. En algunas de ellas la razón tenía un papel importante, pero en ninguna era la facultad fundamental para la moral. Era a lo más el medio más valioso para encontrar lo que los sentimientos o la voluntad deseaban. Pero hay otras teorías éticas, minoritarias en la actualidad42, que sitúan el criterio de lo bueno o lo bueno mismo en la inteligencia o entendimiento. Según estas teorías lo bueno es lo que yo determino o quiero en cuanto entiendo que es bueno. La voluntad estaría, pues, subordinada al entendimiento. A estas teorías se las conoce con el nombre de intelectualismo moral o racionalismo moral; y puede ser moderado, como en el caso de la ética aristotélica, o más radical, como en la ética de Sócrates y Platón. 2.4.1. El racionalismo ético de Aristóteles43. A la ética de Aristóteles también se la conoce como eudemonismo, porque entiende que todo hombre tiene como fin o bien absoluto la “buena vida” o “felicidad” (eso significa “eudemonía”), aunque no entendida, en sentido emotivista, como placer, sino como un estado o forma de vida. Para Aristóteles, la “buena vida” o felicidad consiste en lograr la mayor excelencia o perfección posible como ser humano. 40 En cualquier caso, Kant no parece admitir una distinción radical entre bondad y felicidad; ambas tienen que identificarse: el bueno tiene que acabar por ser feliz, aunque sea más allá de este mundo (esto es lo que, según Kant, justifica nuestra fe moral en la existencia de un “más allá” y en la inmortalidad del alma). 41 Sobre todo si, a la vez, nos volvemos vegetarianos. 42 El intelectualismo floreció sobretodo en la antigüedad, en Grecia y Roma. En la Edad Moderna predominan el voluntarismo y el “emocionalismo”. Hoy es difícil encontrar filósofos de importancia que sostengan un intelectualismo fuerte como el de Sócrates y Platón. Pero la filosofía no tiene siempre una historia lineal, y teorías que parecían muertas han renacido muchas veces. Debemos conocer el intelectualismo como una de las opciones éticas más importantes, independientemente de que esté poco de moda. 43 Filósofo griego del siglo IV a.C., al que también estudiaréis en próximos cursos. Ahora bien, ¿en qué consiste la perfección o excelencia de un ser humano? Esta claro, por ejemplo, que la perfección o excelencia de un zapatero consiste en hacer y reparar adecuadamente los zapatos, o que la perfección o excelencia de un timonel consiste en pilotar con pericia su barco. Pues bien: ¿en qué consiste la perfección o excelencia de todo ser humano en cuanto tal ser humano? Para Aristóteles consiste en hacer lo mejor posible aquello que es propio y característico de todos los hombres y sólo de ellos. Los hombres somos “animales racionales”, nos distinguimos del resto de los seres por esa parte o función del alma que llamábamos “intelectual”, por ello, el bien o fin supremo de la vida humana, cuyo logro llamamos “felicidad”, consiste en ejercitar y desarrollar al máximo el intelecto o entendimiento racional. Esto equivale a decir que el hombre más feliz es aquél que lleva una vida “contemplativa”, es decir, una vida entregada al estudio y la filosofía. Así, para Aristóteles, lo bueno no sólo es determinado o descubierto por el entendimiento (en este caso, por la filosofía), sino que, además, se logra ejercitando ese mismo entendimiento... Ahora bien, todo esto es para Aristóteles tan sólo un ideal de felicidad. El ser humano real44 no puede más que aspirar constantemente a alcanzar esa vida puramente intelectual, sin llegar jamás a alcanzarla, pues el hombre real nunca es pura forma (sino también materia), ni pura alma (sino también cuerpo), ni pura razón o entendimiento (sino también pasión o alma sensitiva y emotiva). Dado que el ser humano es un compuesto de alma y cuerpo (y, en el alma, de razón y pasión), para que el hombre obtenga todo el éxito posible en la consecución del ideal de felicidad ha de tener necesariamente en cuenta a su parte material, corporal o pasional45. Y esto quiere decir dos cosas: (a) que el ser humano no puede ser plenamente feliz sin atender a las necesidades de su cuerpo y de la parte más pasional de su alma46; (b) que no basta con saber racionalmente cuál es nuestro bien o fin supremo para que nos comportemos de forma adecuada a dicho fin; es decir: que para ser buenos no basta con saber lo que es bueno sino que, además, hemos de desarrollar una cierta fuerza de carácter o “voluntad” que logre contener, en lo posible, los impulsos irracionales o pasiones que forman parte inevitable de nosotros. Es por todo lo dicho por lo que el racionalismo o intelectualismo de la ética aristotélica es moderado: aunque para ser buenos lo fundamental es el entendimiento (él determina lo que es bueno y en desarrollarlo consiste lo bueno mismo), éste sólo no basta; dado el carácter dual (cuerpo y alma, pasión y razón) del ser humano, éste requiere de algo más (aunque sea de forma auxiliar): la voluntad... A las acciones mediante las que ejercitamos la razón y la fuerza de voluntad necesaria para controlar las pasiones, las llamamos, en general, acciones virtuosas o virtudes. A las virtudes que nos acercan a la excelencia o perfección de nuestra alma intelectiva las llama Aristóteles virtudes intelectuales o dianoéticas, y a las virtudes por las logramos la excelencia o perfección de la fuerza de carácter o voluntad las llama Aristóteles virtudes morales.47 Las virtudes intelectuales son, según Aristóteles, la “sabiduría” y la “prudencia”. La sabiduría se refiere al conocimiento de lo necesario (lo que siempre es, y no nace ni perece). La prudencia se refiere a la deliberación o cálculo racional acerca de lo contingente o probable (de lo que puede ser o no ser). Las virtudes morales, dice Aristóteles, se resumen en la posesión de un hábito o 44 45 Para Aristóteles (que es un racionalista dualista o moderado) una cosa es lo ideal y otra, distinta, es lo real. Es en esto en lo que la ética aristotélica se diferencia de la ética intelectualista más radical, como la de Sócrates y Platón . Para los intelectualistas puros, la parte corporal o pasional del hombre es sólo aparente o temporalmente distinta de la parte racional, por lo que es lógicamente posible un vida puramente contemplativa, aunque ésta no se de en el mundo sensible, sino en el mundo ideal, que es, en el fondo, el único mundo real. Para Aristóteles, la parte corporal o pasional es real y absolutamente distinta de la parte racional, por lo que no posible lógicamente una vida puramente contemplativa, no porque no exista un mundo ideal y real donde esto se realice (lo hay: es el Dios aristotélico que es un ser, ideal y real a la vez, puramente contemplativo y racional), sino porque entre el hombre y este mundo ideal y real (Dios) hay un abismo insalvable. Este “abismo” es, claro está, una exigencia del dualismo aristotélico: si hay dos mundos y los dos son reales, tienen que ser realmente diferentes y, por tanto, mutuamente irreducibles o inconmensurables. 46 Aristóteles admite que para poder aspirar a la felicidad el hombre ha de tener cubiertas, primeramente, ciertas necesidades tanto “internas” como “externas”. En cuanto a las internas, parece obvio que el hombre no puede ser feliz si carece de salud, alimento, o placeres sensuales. En cuanto a las necesidades externas, el hombre tampoco parece que pueda aspirar a una felicidad plena (la de la vida contemplativa) si carece de dinero, de buen aspecto, de prestigio social, de amigos o de familia... (Hay que tener cuidado con estas afirmaciones: no es que Aristóteles identifique la felicidad con el placer –esa identificación es propia de bestias, no de hombres, dice Aristóteles—, sino que, para él –como para cualquier persona “realista” o con “sentido común”— no se puede ser feliz en medio de la enfermedad, el hambre, el dolor o el rechazo absoluto de los placeres sensuales. Del mismo modo, no es que Aristóteles diga que la felicidad consiste en ser rico, guapo o famoso; lo que dice es que difícilmente puede aspirar a la felicidad “intelectual” aquél que vive en la miseria o que no es querido por los demás --¡tendrá que resolver primero estos “problemas” – diría sensatamente Aristóteles— antes de plantearse otro tipo de fines o bienes más “altos”!—). 47 Esta distinción es otra expresión fundamental del dualismo aristotélico. Una persona puede ser virtuosa pensando (es decir, ser muy inteligente) y, sin embargo, no ser virtuosa moralmente (es decir, ser mala, como los científicos malvados de las películas). Aristóteles distingue claramente entre el entendimiento racional y la voluntad, entre ciencia y moral, al contrario que Platón que asume que la voluntad (la moral) se puede reducir a conocimiento (si alguien sabe que X es bueno lo hará sin que su voluntad tenga que hacer un esfuerzo “moral”, y si sabe que X es malo no lo hará sin que su voluntad tenga que vencer ningún impulso extraño hacia el mal). costumbre consistente en la moderación o templanza. El carácter moderado es el de aquél que tiene por norma escoger, en cada circunstancia, el término medio entre dos extremos, rehuyendo emociones y acciones exageradas (sea por defecto o por exceso). Por ejemplo: la persona moderada es la que, entre ser cobarde o ser temerario, escoge ser valeroso, o la que, entre ser hostil o ser adulador, escoge ser amable, etc. Este tipo de virtud no depende tanto de un conocimiento intelectual como de la experiencia y es relativa a cada circunstancia e individuo. El ejercicio constante de esta virtud modela el carácter hasta convertirnos en hombres prudentes. La prudencia es la virtud moral más excelsa y comunica, por así decir, las virtudes morales con las intelectuales48. El problema de la “akrasia” o “incontinencia moral”. Aristóteles parte de la observación de que, muchas veces, aun sabiendo lo que es racionalmente mejor para nosotros (por ejemplo: no beber o comer algo que sabemos que nos sienta mal), en el momento de actuar hacemos justo lo contrario. A esto lo denomina Aristóteles “incontinencia” moral49. ¿Cómo no ser incontinentes? Aristóteles no piensa, como los intelectualistas puros, que la solución esté en razonar mejor cuáles son nuestros verdaderos fines para que, así, una vez estén totalmente claros, actuemos necesariamente de acuerdo a ellos. Aristóteles cree que en el ser humano hay siempre algo “pasional” a “donde” la razón no llega. La solución está, por tanto, en hacer un esfuerzo de voluntad para dominar o aminorar nuestros impulsos pasionales y ponerlos, en la medida de lo posible (ya que nunca puede ser del todo) al servicio de los fines racionales. Esta es, de nuevo, la diferencia entre la ética aristotélica y la ética socrático-platónica. Según Aristóteles, para lograr el bien o felicidad suprema (consistente, como en Platón, en la vida contemplativa o filosófica), no basta con ejercitar la razón, es necesario, además (dado que no todo en el hombre es razón), ejercitar una cierta fuerza de carácter o voluntad.50 Objeciones a la ética aristotélica. La mayor parte de las éticas modernas rechazan que haya unos valores universales (como por ejemplo, la sabiduría, la prudencia, etc.) basados en una supuesta naturaleza o esencia humana determinada (como por ejemplo, su naturaleza racional). El ser humano –dicen— no tiene porque ser el “ser racional”, puede ser otras muchas cosas: el “ser emotivo”, “el ser social”, el “ser histórico”, el “ser estético”, etc. Es más, quizás lo que caracterice al ser humano sea una naturaleza constantemente abierta, variable, nunca cerrada. O incluso puede ser que el hombre no tenga esencia alguna (sino que sea pura existencia o absoluta libertad, como afirma la filosofía existencialista...).... El dualismo de Aristóteles plantea todos los típicos problemas asociados a esta postura filosófica. ¿Qué significa que haya en el hombre un elemento material o pasional imposible de someter a la razón? ¿Cómo podemos, si es irracional, comprenderlo y teorizar sobre él? ¿O cómo podría la razón intentar someterlo si es algo ajeno a la razón? A través de la fuerza de voluntad, diría Aristóteles. Pero entonces, la voluntad es algo distinto de la razón. ¿Y cómo se relaciona entonces la voluntad, que es distinta de la razón (irracional), con la razón? Etc... 2.4.2. El intelectualismo puro o socrático-platónico51. La tesis principal del intelectualismo puro es que la determinación de lo bueno o valioso es una actividad propia y exclusiva del intelecto o entendimiento. El bien sólo es accesible para el conocimiento racional puro52. Lo único que la voluntad hace es “obedecer” al entendimiento.53 48 La prudencia participa de las virtudes intelectuales en cuanto que es conocimiento correcto (aunque no ciencia) de los medios adecuados (los más moderados y oportunos) para lograr nuestros fines; pero participa de las virtudes morales porque requiere fuerza de carácter o voluntad para que se ejerza con rigor y sin errores (sin caer en la tentación de los extremismos o de actuar apresuradamente ignorando el análisis de las circunstancias). 49 O “acracia” moral. “Acracia” quiere decir “desorden”. 50 Para Sócrates y Platón, esta fuerza de voluntad era precisa sólo circunstancialmente: en el hombre que se acerca a la sabiduría ya no es necesaria. Para Aristóteles la teoría de Platón no es más que un ideal, pues en realidad no es posible que exista ningún hombre lo suficientemente sabio como para poder prescindir de la fuerza de voluntad... 51 El intelectualismo es una teoría prácticamente inexistente en los tiempos modernos, pero tuvo grandes representantes en la antigüedad, especialmente la escuela socrático-platónica y la escuela estoica. 52 El intelectualismo suele ir unido al racionalismo, teoría del conocimiento según la cual, como sabemos, la razón humana –contra lo que pensaba, por ejemplo, Kant— puede conocer ideas que están más allá de la experiencia sensible, como el bien, la libertad, etc. 53 Así mismo, la emotividad no es más que una reacción, positiva o negativa, a lo que entendemos que estamos haciendo. Una de las tesis más controvertidas del intelectualismo es que nadie hace el mal por voluntad, sino sólo por ignorancia. Si el entendimiento es el que determina lo bueno y malo, y la voluntad no puede sino obedecer, nadie hace el mal a sabiendas. Todo el mundo actúa creyendo saber que lo que hace es lo mejor (para él o para todos, esto no importa ahora54). Así, al calificar a la persona por sus malas acciones no deberíamos hablar de culpa sino de error55. La justicia no debería tener por fin devolver un mal por otro sino educar al equivocado, es decir, devolver un bien al que hace un mal. Para el intelectualista, la principal ignorancia que podemos padecer es creer que sabemos perfectamente lo que somos y lo que nos conviene, cuando no es así. Para empezar a saber qué es bueno o malo y qué debemos hacer necesitamos principalmente conocernos a nosotros mismos. Descubriremos entonces que somos un ser racional, y que nuestro primer fin es desarrollar el conocimiento racional. El sabio, que conoce su naturaleza racional, ya no se deja llevar por intereses “materiales”, es decir, dependientes de las partes menos nobles de su alma (los sentimientos y deseos). Según el intelectualismo, actuar según la razón no está reñido con el placer y la felicidad. En cuanto al placer, el sabio aprende a disfrutar de los placeres espirituales (el arte, la ciencia...) y los antepone con naturalidad a los placeres carnales (la comida, el sexo...)56; en ambos casos, los placeres están al servicio de la inteligencia. En cuanto a la felicidad, esta se define como un “síntoma” que manifiesta todo aquel que está realizando su naturaleza propia (por el contrario: nadie es feliz actuando contra su propia naturaleza). Así pues, dado que el hombre es el ser racional, el ser humano sólo puede ser feliz si vive conforme a su razón y desarrollando principalmente su conocimiento. Por eso todas las posesiones materiales del mundo no pueden producir la felicidad si han sido adquiridas sin justicia y son usadas sin inteligencia y sin que su fin sea el desarrollo del entendimiento y la sabiduría. Contra lo que parece, y lo que cree todo el mundo, el intelectualismo defiende que sólo el sabio justo es feliz57 ¿Es más conveniente sufrir el mal a hacerlo? Sócrates y Platón defienden una curiosa tesis: es mejor sufrir un mal o injusticia a cometerlo. Cuando recibimos un mal sufre una parte de nuestra naturaleza: la sensibilidad, la emotividad. Nadie pierde dignidad racional por sufrir desgracias o daños. Sólo sufre en sus sentimientos. En cambio cuando hacemos un mal dañamos nuestra propia naturaleza racional. De aquí obtienen los intelectualistas la paradójica tesis de que es preferible sufrir el mal a hacerlo. Suena menos paradójica si la expresamos más correctamente: se sufre un verdadero mal cuando uno se hace injusto, no cuando cometen sobre uno una injusticia. Objeciones al intelectualismo Parece que el intelectualismo viene a negar la libertad y, por tanto, la responsabilidad. Pues la libertad –según algunos— consiste en elegir entre dos opciones, sin que estemos determinados por nada, ni por el sentimiento, como en las teorías más emotivistas, ni por el intelecto. Por supuesto el intelectualismo niega que exista una libertad así. ¿En qué se diferenciaría esa libertad de indiferencia del azar o el puro capricho? Si la elección no va a estar determinada por la razón (ni por nada) la elección es absolutamente imprevisible e injustificable. Aunque el partidario de la libertad diga que la razón “motiva pero no determina” a la voluntad con eso no ganamos nada, pues la voluntad sigue quedando indeterminada. ¿Qué responsabilidad puede tener, además, quien elige al azar sin estar determinado por la razón ni por nada? No sería más que un loco, y a los locos no se les supone responsabilidad alguna. Además, como nadie ha elegido tener esa voluntad (libre de la razón) por tanto nadie es responsable de tenerla “mala” o “buena”. Por último, si el hombre es un ser libre, y la libertad es azar, deberíamos aceptar y respetar que el hombre, en el ejercicio legítimo de su naturaleza, decida cualquier cosa: matar o no matar, colaborar o no, etc... Ahora bien: lo cierto es que la responsabilidad moral es un asunto verdaderamente problemático desde la perspectiva intelectualista (aunque también desde las otras, pues ni el naturalista, ni el hedonista, ni el 54 Si es para él, pensara que lo mejor es actuar según lo mejor para él; si es para todos, entenderá que lo mejor es lo mejor para todos; pero siempre actuará según entienda qué es lo mejor... 55 Un error del que tampoco es culpable, pues si ha tenido la oportunidad de informarse o aprender y no la ha aprovechado, es que igualmente (diría el intelectualista) consideraba dicha opción como la mejor (aunque fuera, de nuevo, erróneamente). 56 Los placeres carnales están ligados al dolor si no se satisfacen, pues dependen de necesidades corporales; los placeres espirituales no van unidos al dolor, su carencia supone una situación afectivamente neutra. 57 No se olvide que, para el intelectualista, sabiduría y justicia son esencialmente lo mismo. utilitarista, ni el voluntarista –como acabamos de ver- pueden justificar la libertad). Para el intelectualista no hay más libertad que la de aceptar el gobierno de la razón, es decir, de la parte de nosotros mismos que mejor nos define y que, según él, nos trasciende. El hombre es libre cuando comprende con su razón la racionalidad misma de lo real y asume, con plena consciencia, la necesidad lógica de todo lo que ocurre. Esto sólo convertiría al hombre en esclavo de la razón si él mismo fuera algo distinto de la razón, lo cual es inaceptable para el intelectualista. Lo que sí es cierto es que, desde esta perspectiva, la responsabilidad moral, en el sentido de culpabilidad, desaparece: nadie es culpable de nada. Siempre ocurre lo que tiene lógicamente que ocurrir. Si lo bueno es lo lógico, no hay maldad (pues nada ilógico puede ser). Mis decisiones pueden ser erróneas, no malas. Pero mis errores no están menos justificados por la lógica. Si me equivoqué es que había razones que hacían necesario mi error. El intelectualista confía en que de forma natural (es decir, lógica) el hombre va educándose hasta alcanzar la condición de sabio y, así, la de hombre plenamente bueno (es decir: racional)... El intelectualismo niega algo que parece evidente. Como lo expresó Ovidio, un poeta romano: “conozco el bien, y lo apruebo, pero hago lo malo”. Esto quiere decir que, a veces, por debilidad o incontinencia de la voluntad (como decía Aristóteles) no hacemos lo que sabemos que está bien. Parece que, por muy convencido racionalmente que uno esté de algo, es posible que, si le falla la fuerza de voluntad, no sea capaz de quererlo o realizarlo. Este supuesto hecho parece echar por tierra la tesis intelectualista, que afirma que siempre queremos y hacemos lo que creemos saber racionalmente que es mejor. El ejemplo típico es el del fumador que sabe perfectamente que fumar es muy perjudicial pero no logra dejarlo. Ahora bien, el intelectualismo hará una descripción diferente de este tipo de hechos. Quien no deja de fumar es porque realmente no está convencido de que es bueno hacerlo. Está convencido de que es muy perjudicial para la salud. Pero también cree que es agradable y estimulante, y, sobre todo, su principio general de elección racional le dice que no debe poner la salud por encima de todo otro bien, como es, por ejemplo, el placer. Puede ser que esto sea falso, pero el sujeto actúa así porque lo cree verdadero (aunque a veces no quiera asumirlo públicamente o ni siquiera ante sí mismo). Una objeción típica al intelectualismo es que es ingenuo al creer que el conocimiento produce necesariamente la felicidad. Más bien es opinión generalizada que un exceso de conocimiento hace al hombre infeliz. Ahora bien, el intelectualista contesta que nadie puede ser feliz mediante la ignorancia. Las razones son muchas. La principal de ellas es que en un ser racional sólo el conocimiento puede producir la máxima felicidad, si es que ésta es el desarrollo pleno de nuestra naturaleza. De cualquier modo: nadie preferiría una felicidad ignorante a una consciencia infeliz (recordad el argumento de la “droga perpetua”). De hecho, no puede haber placer o felicidad sin conocimiento, porque ni siquiera seríamos conscientes de que somos felices, y uno no es feliz si no es consciente de que lo es... Por último, una crítica más filosófica o metafísica contra el intelectualismo es que el conocimiento no puede determinar objetivamente lo que es bueno o malo, porque estos son valores, y los valores no son características objetivas de las cosas, sino algo subjetivo, relativo a cada persona 58. La respuesta intelectualista es que el bien no sólo es algo objetivo (como cualquier idea) sino incluso la más objetiva o real de todas las cosas59. El relativismo moral. Si el bien no fuera algo objetivo, sino subjetivo (según cada uno), todo lo que hiciera una persona (como lo hace según lo que ella entiende que es bueno) sería “bueno” o aceptable. Pero esto convierte a la moral en algo imposible y contradictorio: todo podría ser bueno y malo a la vez (según quién lo considerara), las palabras “bueno” y “malo” no tendrían ningún sentido, ni siquiera para decir que lo “bueno” (lo que todos entendemos como tal) “lo entiende cada uno a su manera”... ALGUNAS LECTURAS Y ACTIVIDADES RECOMENDABLES... 58 EN EL LIBRO DE TEXTO (FILOSOFÍA Y CIUDADANÍA. ED. EDEBÉ). Podéis consultar el Bloque IV: “Filosofía ética y Una variante de esta objeción es que el bien no es algo que pueda ser conocido. De cualquier forma que definamos lo bueno (por ejemplo: lo bueno es la vida) podemos ponerla en seguida en duda. Por ejemplo: ¿es buena la vida? Sólo para quien ya la valore positivamente. ¿Qué es lo bueno en sí? 59 Según, por ejemplo, la teoría platónica el Bien es el Ser en sí, del cual los demás seres son meras participaciones. ¿Por qué el Bien es el Ser en sí? Porque de nada podemos decir que es lo que es si no es correcta o perfectamente lo que es. Por ejemplo, una teoría es una verdadera teoría si es una teoría correcta, buena, perfecta. Si la perfección es lo que hace real a una cosa, la Perfección (lo Mejor o más Bueno) es, en sí mismo, lo fundamentalmente real, el Ser. moral”. SAVATER, FERNANDO: ETICA PARA AMADOR. ED. ARIEL. Libro muy fácil, entretenido e instructivo... CATHCART, T. y KLEIN, D. PLATÓN Y UN ORNITORRINCO ENTRAN EN UN BAR...ED. PLANETA. La filosofía explicada con humor. El libro está repleto de chistes algunos de los cuales son un desafío a la inteligencia. Es un libro muy divertido, fácil de leer y no carece de profundidad filosófica. ¡Un hallazgo! Para este tema os recomiendo el capítulo IV. SOFOCLES: ANTÍGONA (VARIAS ED.) Y PLATÓN CRITÓN (VARIAS ED). Una tragedia y un diálogo platónico de los más claros para adentrarse en los conflictos “moralidad-legalidad”. Hay infinitos libros sobre la ética (además de los propios textos de los filósofos, que son también casi infinitos). Os cito, para empezar, dos libros recientes y fáciles de leer: MARINA, JOSÉ ANTONIO: ÉTICA PARA NAÚFRAGOS (ED. ANAGRAMA) y CORTINA, A Y MARTINEZ, E. ÉTICA (ED. AKAL)... * Material elaborado por Víctor Bermúdez Torres (IES Santa Eulalia, Mérida) y Juan Antonio Negrete Alcudia (IES Pascual Carrión, Sax).