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Allíhabía pasado una de esas escenas horribles que la plu-
ma no puede describir y el corazón no siente sin horror.
Ya el sol se extinguía
Ya los altos montes se coronaban de color de grana
Ya la naturaleza muda contempla avanzar á la noche y
huir al dia. Triste y solitario es el lugar, silencioso el campo;
pero, sin embargo, lamentos prolongados hieren el espacio.
Junto á una montaña, al lado de una roca que baña ei último rayo del sol, un hombre desarmado sostiene una lucha
sangrienta con varios soldados franceses, sin poder ser visto
ni oido ele César.
El sol da de lleno en su pálido rostro.
Se le puede conocer. Su traje es de labrador y está hecho
girones, y la sangre baña su robusto cuerpo.
Un francés cayó ahogado por el puño de aquel labrador,
que si detenidamente se le mira, es el que habia sido el segundo padre de César.
A otro soldado le atravesó con la espada.
Entonces todos cargaron sobre el labrador y le atravesaron, hasta que él cayó en tierra como muerto.
Cogiéronle y le arrojaron á un barranco cercano.
El cuerpo cayó en el fondo y los soldados se alejaron
En tanto, y como horrorizado de este ejemplo de ferocidad
humana, el sol habia sucumbido, y la luna, testigo de muchos crímenes, extendía su fosfórica claridad.
Sus rayos caían sobre el barranco é iluminaban el destrozado cuerpo.
La brisa de la noche mugia en las hojas de los álamos y
suspiraba en las hendiduras de las rocas.
Todo yacía en silencio.
Solo el lejano ladrido de los perros y el esquilón de un
convento cercano resonaban tristes, lúgubres...
Un hombre, en tanto, apareció sobre los montes
Su frente estaba ceñida por su sombrero de mosquetero, y
su capa flotaba al viento, dándole una forma caprichosa y
fantástica.
Su cabeza ardía.
En su mano brillaba una espada.
Su rostro hermoso, contraído horriblemente, demostraba
Sus ojos relumbraban como los del gato montes...
Sus manos convulsivas, sus miembros sueltos, su traje
desarreglado y su cabello en desorden hacían dudar del estado de su razón.
Su andar era precipitado.
Su boca abierta aspiraba, al parecer, con ansia el fresco
viento de la noche.
Adelantóse, pues, y dejando atrás malezas, helécho y cés-
pedes,
—¿Dónde está? ¿Qué se hizo de la aldea? exclamaba frenético, mientras lanzaba espumarajos de rabia su ancha boca.
Anduvo algunos pasos; llegó al paredón.
—¡Dios mío! ¿Es verdad lo que veo? exclamó fuera de sí,
arrancándose un mechón de sus desordenados cabellos. Los
franceses han estado aquí; Otón, Otón, sal; soy César, tu hijo
adoptivo.
Solo el eco de los vecinos montes le contestó con un gemido bronco y lúgubre...
César lo buscó, y huyendo llegó al barranco donde el cuerpo de Otón yacia magullado horriblemente.
¡Ah! exclamó; ¡cuan solícito eras para guardarme, para
conservarme en tu cavernoso seno! Mas, ¡oh! ¿qué veo? Otón
muerto... ¡Dios mió! ¡Si desconfiaré de tu misericordia!
Y loco, desesperado, después de abrazar aquel cuerpo, echó
á correr por la selva como el león desencadenado.
Poco tiempo después partió á Flándes César con sus destacamentos.
En tanto veamos lo que sucedió al anciano.
A Otón le hemos creido muerto y nos hemos equivocado.
Amaneció la aurora del siguiente dia, y Otón volvió en sí.
Entonces el anciano labrador vio la necesidad de salir de
allí so pena de morirse de hambre.
Rasgó algo de sus vestidos, y se vendó como mejor pudo
las heridas.
Después, estribándose en sus manos y en sus pies ensangrentados por las hendiduras de las rocas, llegó hasta la
cumbre.
Desde allí marchó á una aldea donde pudiera vivir;lo demás no necesita detalles. Otón se hizo una cueva de piedra y
vivió de la caza y de la pesca.
—
No tardaremos mucho sin que se presente en nuestro camino.
César volvióá España con sus tropas, y fué capitán del modo que ya sabemos.
CAPITULO II
Lo que hizo César después de lo dicSio en el anterior.
Luego que César habló un buen rato con los oficiales, se
despidió y se marchó al cuartel.
César, á pesar de su valor, era supersticioso
Creia en todo lo que le decían.
, Hablaron una vez los oficiales con él de una mujer tenida
por bruja, que decia por poco dinero, por una limosna, la buenaventura, y era una especie de oráculo en la ciudad. César
preguntó dónde vivía, y le dijeron que en una calle muy angosta que formaba una esquina, que se llamaba El esquinazo
del Diablo.
Muchas veces la Inquisición habia mandado fuerza armada
á aquel Esquinazo para prenderla.
-Pero abrían en todas las casas y no se veía nada.
Entraron un dia, y parece ser que uno de los soldados, supersticioso en extremo, se quedó allí por la noche, á
no poder hacer otra cosa, para observar de centinela.
O fuese efecto de su mucho miedo, ó verdad, le pareció ver
una luz fosfórica en la oscuridad.
El soldado tembló, se arrodilló y empezó á encomendarse
á todos los santos del cielo.
La luz parecia acercarse más y más, y el pobre soldado le
pareció' ver un fantasma, y no se sabe si de miedo ó de
dolor
cayó muerto.
Desde entonces, aquella maldita casa se llamó la «casa del
soldado,» y solo de dia, y provistos de milescapularios y reliquias, penetraban en el
caserón algunos atrevidos.
César se dirigió á la ciudad y buscó la mencionada casa.
Llamó al aldabón, y la puerta se abrió sin que ninguna
Espada en mano penetró César, subió la escalera, y al llegar á un pasillo oscuro y estrecho, anduvo á tientas algún
rato, y al dar pasos hacia una segunda escalerilla, se abrió
repentinamente otra puerta, que comunicaba con una habitación cuadrada.
Era reducida esta pieza, yen medio de ella se veiauna gran
mesa, sobre la que se hallaba una baraja, y cuyas figuras
eran de distintos colores.
En varias espeteras unas redomas llenas de polvo; en Ja pared dos cuadros, uno en el principal testero, representaba un
capitán de laGuardia Amarilla armado, y en otro unos signos
ininteligibles: habia además unas sillas rotas y desvencijadas, y un armario en un rincón.
En la silla de enmedio, sentada, se halla una mujer anciana, sucia, desarrapada, de elevada estatura, frente seca, coronada de ásperos y canosos cabellos.
Sin embargo de su vejez y suciedad, demostraba en su rostro aguileno una hermosura salvaje.
Sus ojos, brillantes y hundidos, de mirada dura y pene*
trante.
Sus manos largas y huesudas. Vestía una saya negra y un
manto raido del mismo color, atado por un nudo á la cintura;
un pañuelo tapaba su cabeza y se ajustaba á su garganta.
Iba descalza, y su complexión era dura y recia.
Sus cabellos crespos y enmarañados estaban sueltos, y en
tanto, una capucha negra cubría su espalda.
Apenas penetró César, cuando la vieja le miró y le dijo con
voz hueca y estertórea:
—¿Qué buscáis? ¿Qué queréis?
—Una cosa que en vos está, replicó César sin acercarse;
contadme labuenaventura.
—Bien, pues oye; y cogiendo con su huesuda mano la baraja, puso una carta encima de otra; extendiendo la mitad
y guardándose la otra mitad en la mano, prosiguió señalando
á una sota que tenia en la segunda fila:
—Tenéis una hermana y es marquesa, bella y rica, señor.
Yhaciendo una breve pausa, colocó su largo dedo en un
cinco de bastos que se hallaba al fin de la misma fila:
Esta es una carta, exclamó, que os habrá escrito un familiar del Santo Oficio, que es este as de oros; y puso su dedo
—
sobre la mencionada earta, que estaba entre la sota, un rey y
un caballo.
—Este caballo, dijo, sois vos; y el familiar está entre vos,
que es vuestra hermana, y este, que es Murillo,
esta
vuestro amigo; este cuatro de oros es la cárcel de la Inquisición, y esta figura es Ernesto, vuestro hermano, que está allí
preso; este siete de bastos es una carta que os escribirá el
familiar, y que os dirá haber muerto vuestro hermano; no le
creáis
—Este, prosiguió, este seis de espadas es un miserable que
estará pagado por este familiar. Aquí veis un seis de bastos,
que es Juanete, otro miserable vendido á Alberto. Este Juanete os robó de niño por mandato del familiar.
Pues bien, este tres de bastos, es Otón, el que te crió á tí de
pequeño y está en la montaña; no ha muerto.
Este tres de espadas es Corazón de Hiena, vuestro fiel criado, que os salvará la vida muchas veces.
Estos dóses son franceses y españoles, y están, como veis,
unos sobre otros, que es que pelearán y seréis vencidos vosotros; huyendo con vuestro criado llegareis á la montaña,
donde os acogerá Otón y os dará ayuda; luego iréis á Sevilla,
y allí os hospedareis en la casa del familiar.
Allí se os armarán milasechanzas por parte de ese miserable; pero al fin venceréis.
¿Y qué más? exclamó César con impaciencia.
He acabado, dijo la vieja, fijando en él una mirada indefinible
—Entonces, quedad con Dios; y César arrojó un puñado de
monedas de oro, y dirigiéndose á la escalera, la bajó precipitadamente, diciendo: no es creíble tanta crueldad; cuentos de
——
brujas
Con la cabeza ardiente bajó César la escalera y aspiró con
avidez el viento fresco de lacalle.
Entonces, milconfusiones pasaban y bullían por su ardoroso cerebro.
El dolor, la alegría, la esperanza y la cólera atormentaban
su mente.
Su alma sufría mil dolores, mil pesares y mil angustiosas
penas
Su pecho y su corazón, nobles y generosos, pero supersti-
ciosos á la par, no comprendían y adoraban mil recuerdos,
milpesares y mil angustias.
El no creía lo de la vieja; y al mismo tiempo lo pensaba y
se entristecía.
En vano decia para sí, como queriendo arrojar las sospechas que corroían su alma:
—Mentiras, decia; sueños. ¿Ha de poder esa vieja saber mi
porvenir? Así decia; mas no echaba de sí los tristes presentimientos que le atormentaban.
Llegó César al cuartel, y encontró á varios de sus soldados
y de los oficiales, asustados y despavoridos, que se dirigían
hacia la tienda de campaña del general, del ilustre marqués
de Mortara.
El capitán detuvo á uno de ellos, exclamando
—¿Qué sucede, Balcázar?
—El enemigo, gritó el oficial, se ha apoderado del reducto
de Richmon.
—Y... i
—Vamos á noticiarlo al general
Y desasiéndose, partió hasta confundirse entre la multitud.
Partió César al cuartel, y viendo á Corazón de Hiena, le dijo que fuese á saber si se daba la batalla.
En efecto, dentro de poco supo que el ejército se aprestaba, porque se iba á dar el combatei
César y Balcázar juntamente, y Corazón de Hiena detrás,
partieron á sus puestos.
Bien pronto tronó el cañón, y á su humo centelleante lainhumana parca cortó el hilo de mil vidas.
CAPITULO III.
El combate
Se formaron los batallones, y como sombras impelidas por
una ráfaga del viento, avanzaron al retumbar los tambores,
al agudo son de los clarines y á la voz de los jefes.
Entonces los cañones tronaron en el espacio y levantaron
sus columnas espesas de humo, que entoldaron el color rosado de las nubes.
Entonces, entre los ejércitos, entre las apiñadas masas de la
tropa, se levantaban como fantasmas los de Francia y los de
España.
Entre ensangrentados miembros, entre cuerpos mutilados,
entre cadáveres destrozados y entre el fuego y las balas, se
vé distinguiéndose un batallón, á cuya cabeza se hallan dos
jóvenes valientes y decididos.
Son: uno, César; otro, Balcázar
De repente unriro hizo caer á Balcázar al pié de su valiente capitán.
Entonces, volviendo hacia César sus ojos arrasados en lágrimas, exclamó con voz débil y moribunda:
—César, mi capitán, inclinaos, oidme.
César se inclinó, y conmovido el pecho y agitado el corazón, oyó la siguiente relación:
Oíd, dijo Balcázar con voz ahogada; yo tengo dos hijas
jóvenes y bellas, que con mi muerte quedan desamparadas;
yo no revelo á nadie mi secreto; á vos sí, mi querido capitán, porque sois noble [y confio no abusareis; han nacido y
viven en el misterio.
Yo sé una roca, en cuya eminente cima encontrareis una
lápida hundida en el suelo que tendrá un agujerito que al
parecer hizo la naturaleza, pero que formó la mano del hombre. Estas señas os conducen á ella. Y le entregó un papel.
Por allí meted la punta de vuestra espada y encontrareis
un gran tesoro...
No puedo... más; me. muero. ¡Ah!... socorred... las ¡Pobres hijas mías!... adiós adiós. César, acógelas bajo.. tu...
protección.
Convulsiones horribles le agitaron, y tendiendo su partida
cabeza sobre el brazo de César, lanzó un gemido que heló la
sangre en las venas del capitán, y quedó yerto.
Los ojos anublados del llanto, el corazón conmovido, quedó César con el cuerpo inanimado del oficial en los brazos.
En esto un soldado, corriendo y gritando, llegó hasta el
capitán.
-Señor, señor, huid, exclamó., que somos vencidos
Yhuyendo desapareció.
—
.
César se levantó, y montando á caballo, seguido de Corazón
de Hiena, se perdieron en la llanura.
Bien pronto desaparecieron.
Entonces llegaron á unos yertos paredones.
Al cruzarlos, hallaron una roca.
Detrás de la roca habia un cadáver.
Ensangrentado y roto se veía aquel cuerpo lleno de heridas y despedazado todo.
César y Corazón de Hiena siguieron su camino.
En esto la noche extendió sus vapores negros y sombríos.
La luna brillaba en toda su plenitud.
El campo estaba triste.
El silencio de la noche sucedía al ruido del combate.
La carnicería habia cesado.
Sólo llegaba á sus oídos algún sonido vago, algún murmullo, que repetían los montes vecinos.
La tierra, el cielo, las alamedas, las montañas, todo lo cubría una triste y opaca claridad.
La brisa gemía entre las espesas ramas
La lechuza graznaba, y el grajo, cerniéndose en los aires,
buscaba algún cadáver que le proporcionara la barbarie y la
ferocidad de los humanos.
Ellobo ahullaba y el torrente murmuraba en el bosque.
Alpaso, el capitán y el soldado siguieron por las breñas.
La luna iluminaba con su luz el rostro de César.
Pálido y triste, lleno de dolor, marchaba por los bosques y
barrancos.
El dolor dominaba su pecho, y su alma gemia al recordar
la suerte de Balcázar.
Dos hijas le habia encomendado para servirlas de padre, y
su pecho deseaba ya ver el modo de hacer la felicidad de
aquellas jóvenes, y con tal pensamiento, guiados por las se-,
ñas del papel, por fin llegaron á una montaña.
Aliado habia una roca, en cuyo centro se veía una lápida,
sin inscripción alguna, iluminada por la luna.
En ella habia un agujero.
César metió la punta de su espada.
Entonces, como por arte del diablo, se abrió la piedra, enseñando en su fondo oro y plata en diferentes cartuchos.
César quedó mirando aquel tesoro.
En tanto, detrás de las peñas un hombre los observaba, estereotipando en su rostro el odio que hacia ellos sentía.
Con una mano se apoyaba en las rocas; con la otra asía el
mango de su puñal.
Era alto, huesudo, de complexión recia; en su rostro, horrorosamente contraído, dejaba ver el crimen.
Su frente era achatada; sus ojos redondos, hundidos, velados por unas cejas espesas y duras como cerdas, dejaban ver
una mirada traidora, cautelosa.
Este hombre ya le conocen nuestros lectores: es... el asesino depravado, Juanete.
El familiar habia enviado á este espía para que causara la
perdición de nuestros amigos y observara lo que hacían.
César tapó el oro con la lápida, y seguido de Corazón de
Hiena marcharon por la montaña.
César, sepultado en sus tristes y sombríos recuerdos, sumido en su propio dolor, iba distraído y como si nada existiese
á su alrededor.
Corazón de Hiena le seguía triste y meditabundo
En tanto, allá en el Oriente brillaba entre dulce y lánguida, rompiendo las inmensas nubes y las espesas tinieblas, y
extendiendo su manto de grana, la aurora.
Majestuosa y fúlgida aparecía irradiante de belleza sublime la alborada; el fresco rocío empezó á blanquear el
campo
Las flores se elevaron sobre su fresco tallo, y abriendo sus
capullos recibieron en su perfumado seno las lágrimas de la
dulce esposa de Apolo, de lapredecesora del dia.
El lucero vespertino empezó á brillar en el horizonte con
su lánguida luz, y la luna llena en tanto se ocultó entre los
vecinos montes.
Las aves con sus harpadas lenguas entonaban sus gorgeos,
cantando sus alabanzas al Criador.
La tierra aljofarada se hallaba cubierta de amarillentaluz
Por fin, como un inmenso faro de fuego, colgado del terso
tul del firmamento, majestuoso, sublime, salió del lecho de
las rocas, cubriendo el suelo de brillante -y purísima claridad, el astro, el señor, el rey del dia... el sol.
Las frescas brisas de la mañana desataron sus blanquísi-
mos cendales, y dulces, voluptuosas, estamparon un amoroso
beso en el seno de las flores, y estas se agitaron sobre su tallo,y el ambiente, ebrio de dulcísimos aromas, se difundió en
el espacio, llevando en sus alas perfumadas el rico néctar
para ofrecerlo á su brillante Febo.
César, profundamente conmovido, sin saber lo que hacia,
dejó caer las bridas sobre el cuello de su noble corcel, y cruzando los brazos sobre el pecho y levantando su cabeza, dirigió al cielo sus ojos, dejando asomar dos lágrimas que,
deslizándose por sus mejillas, se confundieron en su bigote.
Entonces, llevado en alas de un pensamiento sublime, abrió*
sus labios, y como una emanación purísima de su alma exclamó:
—¡Nísida! y el joven capitán, llevado por su sensación, elevó una oración á Dios.
La oración salió de los labios de César, y esa oración que
acompañó un suspiro era la queja de un hombre, el dolor expresado, elevado hasta su Dios.
La oración, dulce mensajera de los hombres hasta el Cria,
dor es, al par que el desahogo del pesar, el bálsamo, que dulcifica las heridas del corazón humano y une al hombre con
su Dios.
La oración, ese éxtasis dulcísimo que siente el hombre en
el fondo de su corazón, que brota de los labios que entona
el hombre de cualquier raza que sea, de cualquier generación á que pertenezca.
La oración no necesita formas, no necesita galas oratorias;
su única gala, su único arte es la emoción del corazón de
donde sale.
La oración es el mejor incienso que puede subir desde la
tierra al trono del Altísimo.
CAPITULO IV.
Nuevas
intrigas del familiar.
César y su fiel criado siguieron su camino adelante, dejando los montes, las peñas y las extensas llanuras atrás.
El sol en tanto brillaba en toda su plenitud.
El joven capitán vio que aquel dia estaba sereno.
Su corazón se dilató.
En tanto allá por las montañas vieron montado en un caballo blanco un hombre de atléticas formas que venia hacia
ellos.
Su mala catadura y su facha causaron una repulsión invencible en Corazón de Hiena.
Por su elevada estatura y gigantescas proporciones ,habrán conocido nuestros lectores en el mensajero al Largo.
Este se dirigió hacia César, y quitándose el birrete exclamó:
—¿Sois César?
Sí; ¿qué queréis?
—No, replicó el Largo, antes dadme la prueba de que
lo sois
—Mi amo no miente nunca, miserable, gritó Corazón de
Hiena.
—Calla, exclamó César, dirigiéndose á sucriado; y tú, preguntó al mensajero, ¿qué prueba quieres?
—Debéis tener, exclamó éste, una cadena con un medallón, en el cual hay un retrato.
—Justamente, dijo César sacando de debajo de su coleto
el mencionado objeto.
—Pues lo sois, tomad; y entregándole unos pergaminos,
partió á lo lejos.
César abrió el pergamino, y leyó:
,«Querido César: Mialma, que siempre goza en tu prosperidad, que siempre desea verte feliz, no puede darte una
nueva agradable.
,
»Un nuevo dolor embarga nuestros corazones, una nueva
fatalidad nos abruma.
»Tu corazón debe prepararse para recibir este nuevo pesar
con fortaleza.
»Existe un Dios, eterno, inmenso, creador, dueño y señor
del universo, remunerador, justo, omnipotente...
»E1 es el que da y quita las cosas á, los hombres. El es el
juez ante quien comparecemos un
dia... esta, César, esta debe ser tu idea fija.
»¡0h! Querido amigo, llora, porque el
llanto es el néctar
del que sufre, del que padece en este camino de espinas.
-
—
»Inútiles han sido mis esfuerzos, inútiles mis trabajos para
salvarle; tu hermano, condenado por homicidio á muerte,
sufre ahora. mismo la pena de la ley en la plaza de la
ciudad.
»LlóraIe, sí; yo iba todos los dias á verle á la prisión, y
pedí el indulto al saber lo habian sentenciado.
»Y S. M.envió el indulto por un correo; mas ¡ah! cuando
el guardia llegaba á la plaza, la cabeza de tu hermano habia
rodado ya.
»¡César! Si abrumado del dolor, si consumido por el pesar
quieres tener donde poder descansar, si acaso en tu infortunio no tienes una mano que te ayude, si todos te abandonan,
ven á Sevilla, y si nadie te consuela, acuérdate que tienes un
amigo verdadero, que pone á tu disposición cuanto vale.
»Tuyo,
»Alberto
de
Perpignan,
familiar del Santo Oficio.
»15 de Setiembre, Sevilla.»
Con los ojos arrasados en lágrimas y con el corazón palpitante leyó César aquella carta, que le anunciaba la muerte
del último de su familia.
Por fin, triste, silencioso, parando en una llanura cubierta
de verde yerba, se apeó y soltó al caballo, dándole así un
momento de descanso.
Echóse junto á un árbol, y lleno de dolor, contemplando
elpuro azul del cielo, mirando las rosadas nubes y el curso
majestuoso y lento del sol, pasó toda la tarde.
Corazón de Hiena, que desde su niñez habia amado á César tanto como á su padre, participaba igualmente de su
dolor
Y echando al suelo su arcabuz, se reclinó al lado de su señor, habiéndose recostado después de librar su cuerpo del
peso de la espada, saco y cartuchera.
En esto, por la otra parte del bosque se oyeron pisadas de
caballos, y una voz de algún viajero que entonaba un festivo
cantar.
Levantóse Corazón de Hiena, y amartillando el arcabuz, se
puso detrás de un árbol con el arma preparada.
En esto, el viajero apareció ya cerca, dejándose ver en el
bosque.
Llevaba un caballo de la brida, que era negro, y se conoce árabe de raza, y venia montado en otro que era tordo,
basto, de fatiga.
El hombre que lo montaba era alto, de formas regulares
de una musculatura fuerte, de complexión recia; su cara, algo redonda, estaba tostada y curtiera; sus ojos grandes y negros, de mirada dura y burlona; su nariz afilada, y sus cejas
pobladas se unían en la frente; la barba negra, é igualmente
que una parte de sus cabellos sueltos y enmarañados, y su
boca ancha cubierta de unos labios rojos y gruesos, donde vagaba una sonrisa irónica y picaresca; y por último,
sus movimientos bastos y rústicos demostraban ser un gitano.
Su traje consistía en un calzón negro, y unas medias llenas de remiendos cubrían sus musculares piernas.
Llevaba en el cuerpo un coleto amarillo, pero manchado en
mucha parte, sujetando su cintura una correa bastante ancha, en la que se veía una cartuchera y un puñal.
Un sombrero de anchas alas caia sobre su cabeza, que sujetaba un pañuelo de vistosos colores. Una capa burda pendía
de sus hombros.
El caballo llevaba una silla muy bordada, con flecos encarnados; en las ancas unas alforjas y una calabaza, y un
garfio de donde pendía un trabuco.
Las bridas y demás del caballo eran negras.
Llevaba el pié cubierto de zapatos, y unas espuelas vaqueras, ya mohosas.
El otro caballo iba enjaezado igualmente, solo que no llevaba alforjas, ni trabuco, ni flecos.
Al ver era un gitano salió Corazón de Hiena, y apuntándole con el arcabuz, exclamó con voz de trueno:
¡Atrás, ó te mato!
—¿Qué dices? exclamó el gitano con la mayor sangre fria
y refrenando su bruto. ¿Qué quieres? prosiguió,
haciendo una
breve pausa, y luego continuó:
—Vamos, hombre, baja el arma; si yo no te voy á hacer
nada, y si quieres convencerte por tí mismo, mira." Ysacando el puñal y desatando el trabuco, los echó lejos de sí.
—
Entonces el criado de César bajó el arcabuz y lo puso
al lado.
El gitano se bajó del caballo, cogió el trabuco, lo puso en
la silla del noble bruto y bajó las alforjas y la calabaza, mien-
—
tras se ponia el puñal en el cinto.
Camarada, dijo, echándose junto á Corazón de Hiena,
que se habia^tendido en el suelo; si quieres comer, ya tienes
algo aquí para ello.
Y abriendo las alforjas, sacó una polla asada, que estaba
envuelta en un papel.
Con su puñal empezó á destrozarla.
—¿Cómo te llamas? exclamó el criado de César.
—¿Yo? exclamó el gitano, Rodolfo; ¿y tú?
—Corazón de Hiena, exclamó este.
Y entonces cordialmente empezaron á devorar el asado.
—Dime, Rodolfo, exclamó Corazón de Hiena, ¿vendes
aquel caballo?
—¿Cuál, el Hito? exclamó el gitano, sí.
—¿Cuánto quieres por él?
—¿Me darías doscientos ducados?
—Veré á ver si los tengo.
Y Corazón de Hiena sacó un bolsillo, metiendo la mano y
sacando moneda por moneda, hasta cuatro mil.
—¡Cuernos del diablo! gritó Rodolfo, y dice que no los
tiene.
—Toma, dijo el criado del joven, depositando las monedas
en la mano callosa del gitano.
—Vamos, ya es tuyo; ¡y perezoso que es! exclamó éste.
Pero ¡calle! dijo terciando la conversación, ¿quién es ese ca'
ballero?
Miamo, exclamó Corazón de Hiena.
¿Y cómo se llama? dijo el gitano.
—César.
—¿Es noble?
—Sí; exclamó el mosquetero.
—¿Y de buen carácter?
—También.
—¿Y tiene pendiente del cuello una cadena con un medallón en que hay una dama pintada?
—
—
—¡Ah! exclamó Rodolfo lleno de admiración; entonces
le
conozco yo.
—¿Cómo? ¿Le conoces tú? exclamó Corazón de Hiena.
—Mira, ¿quieres sorprenderle? pregúntale sitiene gusto en
conocer al hijo de Otón y volver á ver á su segundo padre.
Levantóse Corazón de Hiena y fué hacia donde estaba su
señor.
Hallábase César sumido en los más tristes pensamientos,
cuando Corazón de Hiena se le acercó y exclamó:
Señor.
—¿Qué quieres? repuso César.
—¿Tendríais gusto en conocer al hijo de Otón y volver á
ver á éste?
—¿Qué dices? exclamó César sorprendido y como temiendo
por la razón de su criado. ¡Otón!... ¡su hijo!... ¡ah! ¡ah! Dime,
¿dónde está? ¡Llévame á él!
Y se levantó; seguido de Corazón de Hiena, llegó hasta
donde estaba el gitano.
—¿Es este el hijo de Otón? exclamó César señalando á Rodolfo.
—Yo soy, exclamó éste avanzando hasta el capitán.
—¡Tú, tú! imposible.
—¿Quieres pruebas? Mira,¿te convencerá esta? y sacó un
retrato de Otón de su pecho.
César quedó atónito al mirar aquel fiel testimonio, y lanzándose al gitano lo estrechó en sus brazos, exclamando:
¡Ah! ¡ah! Hijo de Otón, llévame á ver á tu pariré, que
puedo decir es el mió.
Y entonces el capitán y el gitano, abrazados estrechamente, permanecieron algunos instantes.
Por finse apartaron, se desunieron, pues el sol, entre tinta
rosada, entre purísimos celajes de grana y oro, marchaba
sereno, majestuoso, ornado de rutilante claridad, á su
tumba.
Y las aves despedían sus últimos trinos.
Y la brisa dejó de murmurar.
Y la naturaleza calló escuchando el silencio en que se envolvía la tierra con los últimos rayos del crepúsculo.
Y sostenido como una lámpara morisca, entre los puros encajes de las nubes tornasoladas, el sol regia su carro, y la
—
—
noche pavorosa y triste empezaba á tender su negro pabellón.
Entonces montaron á caballo César, Rodolfo y Corazón de
Hiena, y aplicando los acicates á los ijare^s de los nobles
corceles, se lanzaron á través de las sombras.
Fatídicos, terribles, como las nubes impelidas por las ráfagas del viento, avanzaban aquellos tres hombres aguijoneando á sus poderosos brutos.
El polvo que levantaban, el último rayo que se despedía
del trono del sol les daba una sombra fantástica y caprichosa.
Un gentil, un pagano, al verlos avanzar levantando la arena, rechocando los cascos de sus caballos, despidiendo al dar
en las piedras chispas de fuego, dirían que eran el Odio, la
Venganza y la Soberbia, brotados del abismo, ó las tres Furias huyendo en sus caballos de fuego y en sus carrozas inflamadas.
O acaso, acaso, alguno creería ver en ellos no mortales, sino
las horrorosas fantasmas, las negras predicciones, los inspirados y terroríficos sueños de San Juan, tan bien descritos en
el divino librodel Apocalipsis.
CAPITULO V
Otón y otros asuntos.
Cuando al cabo de cruzar montes, peñas y elevadas y profundas rocas llegaron los tres á un ameno bosquecillo, todo
estaba en calma.
Allíserpenteaba como una cinta de cristal un murmullante arroyuelo, cuyas claras ondas murmuraban sin cesar,
adormeciendo á las hermosas y adorantes flores, que veian
en la clara linfa su perfumado cáliz, su verde tallo y sus rosados pétalos.
Allíla brisa matinal suspiraba entre las verdes hojas de
los añosos árboles, que elevaban sus altas copasen la región
del aire.
Allí el balido de la oveja, el arrullo de la tórtola, el canto
de las aves, el murmullo de las aguas, el suspiro de la brisa,
formaban la acorde, la deliciosísima armonía de la naturaleza.
Allí,entre los árboles y el musgo, entre la espesura de la
enramada, se halla sepultada una covacha oscura y triste,
donde no se respira el aire fresco de la mañana, donde no se
oye el ruido de la naturaleza, donde no se ve el puro azul del
cielo.
Ala puerta de la cueva se veia una parra mustia por el invierno, y un banco de piedra al lado.
Era ya oscuro.
La pavorosa noche habia extendido sus lóbregas sombras.
Todo yacía en silencio.
Solo el prolongado, el triste chirrido del grillo se dejaba
oir, anunciando el próximo verano.
Murmuraba el arroyo y las auras suspiraban entre los árboles.
Rodolfo lanzó un estridente silbido, y un rugido sordo, prolongado, le contestó tristemente.
A la puerta, seguido de un perro, apareció un hombre.
Era un anciano de rostro venerable y calva frente, coronada de blancos cabellos.
Llevaba una túnica negra y un ropón con una capucha del
mismo color; su nariz afilada, sus ojos negros, su mirada noble, fija y penetrante.
Una barba larga y cana caia hasta su cintura, que ceñía
una correa ancha, de la que estaba pendiente una bolsa de
cuero, y sus pies estaban sujetos con abarcas.
Su aspecto era venerable; su semblante, su aire, respiraban
majestad.
La virtud, sin embargo, estaba pintada en su rostro
Se apoyaba en un nudoso bastón.
Era regular su estatura y su color pálido y moreno.
El anciano avanzó hacia ellos con paso majestuoso y lento,
y derramando una lágrima lanzó un grito y cayó en los brazos de César.
Solo dulces, tiernos sollozos sonaron entonces
Todos los presentes estaban conmovidos.
Otón, pues este era el anciano, se hallaba abrazado á César; habia confundido sus lágrimas con las suyas, y ahora
confundía sus quejidos, sus tristes suspiros, y le habia es-
trechado lleno de placer, ebrio de felicidad, en sus huesudos
brazos.
Y César lloraba también, y su alma ardía por la alegría y
el placer.
Volvía á ver á su segundo padre; volvía á verle y le encontraba aun, y se habia figurado que no habia quedado nadie de su familia.
Por fin se separaron los dos.
Entonces el anciano, seguido de su hijo, de César y el criado de este, penetraron en un subterráneo oscuro.
La puerta de piedra giró sobre sus goznes, y se volvió á
cerrar luego que estuvieron dentro.
Era abovedada y poligonal la covacha
Tenia en medio un banco de madera y varias sillas de lo
mismo, con una mesa al lado, sobre la que se veia un abultado manuscrito, un tintero de barro y una pluma.
Debajo de la mesa una hondura en el suelo, tapada con
una alambrera carcomida y rota, donde ardían varios troncos de leña y chaparras, que daban un agradable calor á la
estancia.
t
En la pared, de un clavo pendían una bocina y un mosquete, con una calabaza de vino y un cuchillo de monte.
Sobre una espetera pequeña se hallaban un tarro grande,
tapado, y una jarra.
En otra," varios libros, una calavera y un grande morral de
cuero
Un montón de paja con una manta encima en un rincón
de la habitación, y en otro unos aparejos de caballo con
mantas extendidas, que debia ser la cama de Rodolfo.
—¿Qué es ese pergamino? exclamó César señalando al legajo de la mesa.
—Es mi historia, exclamó Otón.
Leedla, respondió César.
—Pues bien, empezaré; tomad asiento, y oidme.
Rodolfo y los demás se sentaron en las sillas que rodeaban
la mesa y el anciano aproximó la luz, y sentándose en el
—
HISTORIA DE
OTÓN.
MEMORIAS.
Era una noche: noche triste, desventurada para mí
Sí, cien veces desventurada para mí, que perdí en una hora todos mis afanes; que perdí el porvenir de mi vida, el amparo de mi vejez.
Sí, era la noche, y triste, lóbrega, sombría para mí y los
desgraciados á quienes Elisenda socorría.
Allí,al lado de aquel ángel del Señor, allí la veia morir
poco á poco, como una luz que se apaga y lucha por última
vez con las tinieblas.
Pálido, frío, descarnado su hermoso rostro, donde la
muerte habia ya posado su garra, sus ojos hundidos y de
mirada lánguida y triste, sus mejillas sin el purísimo sonrosado, sin la tersa tez su alabastrino cuello, la veia á la cabecera del lecho espirar, como quien ve morir el iris de su esperanza y su consuelo.
Sí, la veia, la contemplaba y oia las palabras que salían
de sus secos y áridos labios como el susurro de la brisa, y la
veia sumergida en un delirio.
Y entonces el dolor posaba en mi alma su desoladora mano, y mi espíritu sentía el pesar que se siente cuando se ve
morir á una persona querida.
Y en tanto, cuando yo estaba en tan dulce éxtasis, se abre
la puerta violentamente y aparece en ella ¿quién? mi mayor
enemigo y el de Elisenda: Alberto, el familiar del
Santo
Oficio.
Sí, venia aquella especie de fiera á gozarse en el suplicio
de sus víctimas.
Se acercó y exclamó al verme y ver á Elisenda
desfallecida y casi muerta:
—¡Elisenda! ¡Elisenda!
Y parándose conmigo como la hiena
herida y despidiendo
chispas de sus ojos, prosiguió:
—¡Dios mió! ¡Dios mió! morirse ahora.
—Dame los papeles, miserable.
—Tengo orden, exclamé, de no sacarlos de la cómoda.
¡Ah! yo los sacaré; y desnudando su puñal lo metió e:
la cerradura del muelle, abriéndolo inmediatamente.
Entonces yo me lancé sobre él y le arrojé al suelo; m¡
abrióse la puerta, y entonces algunos hombres entraron
me apartaron de él.
¡Se libró del peso de mi cuerpo!
Levantóse, sacó de la cómoda los papeles; mas uno de lo:
que aparecieron en la puerta era Corazón de Hiena, qu<
echándose atrás la capucha que cubría su rostro, exclamó:
—¡Asesino! ¡Miserable! ¡Te maldigo! Cuando suene el t
timo trueno acabará la vida de Elisenda, víctima de tus c:
menes
¡Ah!gritó el familiar con voz ahogada. ¡Dios mío! lA
Corazón de Hiena partió.
En la habitación entraron cubiertos seis inquisidores y
—
.
—
sacerdote.
Elisenda lanzó un grito agudo.
En tanto el joven pintor Murillo apareció en la estañe:
seguido de Ernesto.
Entonces el familiar cogió los papeles y los metió entre
coleto precipitadamente.
¡Ah! exclamé interponiéndome (pues llegué á conjetu
rar la prevenida infamia); no saldréis de aquí, familiar, ha¡
ta que no queméis ó dejéis esos papeles.
El familiar palideció.
Yo premedité que si le dejaba reponerse me vencería.
Por tanto, le dije sin dar lugar á que me contestase y ce
tono amenazador:
—¡Los papeles!
El familiar recobró su color natural, me miró con aire
triunfo y dijo:
—Bien, los quemaré; y sacóun legajo de ellos que arri:
á la luz
Yole contemplé sin saber qué opinar de una conducta t:
particular.
Vique los cogió, los arrimó al fuego y los quemó.
Los inquisidores permanecieron tranquilos en medio y s
tomar parte en la cuestión, obedeciendo á sus indicación
—
En esto tableteó un trueno, y el familiar, yerto, frió,lanzó
un quejido.
Y de entre las colgaduras del lecho de Elisenda salió un
gemido ahogado.
Todas las miradas se fijaron en ella.
Estaba inmóvil.
Habia dado su alma á Dios.
Elfamiliar entonces, pálido, frío,permaneció apoyado en la
mesa sin moverse y como clavado en el pavimento.
Después los familiares me despidieron de aquella casa y
me dejaron sin mis ropas y sin mis muebles.
Entonces ¡ah! entonces me fui, y dentro de pocos dias supe
que el patrimonio de Elisenda desapareció entre las uñas del
familiar Alberto.
Midesconsuelo no tuvo límites.
En tanto llegué á casa de mi antigua ama, á la casa de
campo; allíbuscaba un secreto que me fuera en tiempos más
felices confiado.
Entré; penetré en la despensa, y viuna ratonera clavada
en el suelo; metí mi puñal y dien un agujerito.
Abrióse un boquete, y en su tenebroso fondo hallé lo que
buscaba; una cajita de hierro con un millón seiscientos mil
ducados.
Salí de aquella casa y me dirigí al campo, á la choza donde
vivia.
Llegué á mi habitación, y dije á mi mujer que guardara
la cajita.
Mimujer la ocultó en lo más recóndito de la casa.
Pero mi desgracia no habia concluido; el familiar habia
quemado unos papeles falsos en lugar de los verdaderos.
Y aquel malvado leyó los pergaminos y vio uno que hablaba de la mencionada caja.
Se propuso encontrarla, fué al desván y desde allí á la
despensa; pero la habia sacado yo.
Fueron un dia los del Santo Oficio pidiendo hospitalidad á
nuestra casa, mandados por un hombre feo, mal encarado,
que luego supe se llamaba el Largo.
Este registró todos los aposentos de la cabana y descubrió
al fin dónde estaba la caja.
Se marcharon, y una tarde que yo me fui á trabajar
ala
fatal, ¿cuál fué el espectáculo que se
ofreció á mi vista al volver á mi casa? Todo desordenado, todo
por tierra, y en medio de una habitación á mi mujer atada
de pies y manos y tapada la boca con un pañuelo.
Luego que libré de sus ligaduras á mi esposa, registré mi
casa buscando la caja.
Mas ¡ah! inútil fué buscarla, inútil; no la encontré.
Yo al momento, al ver tan horrendo crimen, sospeché que
Alberto era el autor del robo.
Tomé el caballo y me fuiá casa del familiar.
, Bien pronto llegué y bien pronto me hice anunciar; me
labranza, aquella tarde
presenté y me admitió.
Llegué, y... ¡cuál fué mi sorpresa y mi rabia al ver al
Largo, que no habia tenido tiempo de esconder la caja de
hierro!
—¡Miserable! grité; y lanzándome sobre él, le cogí tan
fuertemente del cuello, que cayó del sacudimiento.
—¿Qué sucede? exclamó el familiar. ¿Por qué así maltratas
á mi secretario?
—Me ha robado, contesté, esta caja.
—Misecretario no roba nada, no es ladrón, exclamó el familiar;secretario, dale la caja.
El secretario, después de refunfuñar un buen rato, me entregó la caja.
La cogí, la guardé, y el familiar, sin que yo le viese entonces (pues me pareció un contraimiento particular de su
rostro), hizo una seña al Largo.
Inmediatamente salí á la calle, y al cruzar una callejuela
me dieron una puñalada y caí ensangrentado en el suelo.
Sin embargo de estar medio atontado, me lancé á un hombre que huia y le cogí por una pierna, pero él, volviéndose,
me dio una segunda puñalada y echó á correr dejándome
por muerto.
Bien pronto pude levantarme del suelo, y mirando á todas
partes me hallé solo.
Mi primer pensamiento fué buscar la caja; la busqué y no
la hallé.
Desde entonces declaré guerra al familiar. Entonces le odié
con toda mi alma.
Dirigíme pesadamente á mi casa y allí me curé
Después tristemente me eché sobre un banco de pino, á fin
de pensar sobre la caja de hierro.
Repuesto de mis heridas, tuve que irme á trabajar. Dirige
me al campo.
Allí, tendido sobre la arena, llorando, lleno de despecho,
encontré un niño abandonado.
Llevaba un traje bastante bueno. Yoentonces le acogí bajo
*
mi protección.
Yo sabia por Elisenda cierto misterio; ella me habia entregado un pergamino que yo conservaba y habia leído varias
veces, y el pergamino decia estas sencillas palabras:
«Todos mis hijos llevarán en el cuello una cadena de oro,
con un medallón de bronce con mi retrato.»
El niño abandonado tenia un retrato al cuello pendiente
de una cadena, y era César aquel niño. Miróle y vi en efecto
la cadena y el medallón antedicho; y entonces me propuse
extender mi mano protectora sobre el hijo de Elisenda para
pagar en el hijo cuanto debia á la madre.
Llevóle á mi vivienda y le cuidó como debiay como podia,
hasta que llegando á la mayor edad abrazó la carrera de las
armas
La guerra estalló; César tuvo que partir. k
Era una tarde, tarde de triste memoria; César partió; aquella tarde fué terrible, cruel, para mí.
Entonces todo fué dolor en mi casa, todo pesar en mi familia.
En cada rincón de mi cabana resonaba un gemido, resonaba un llanto; en cada suspiro de las auras creia oir la voz de
César.
¡Mísero de mí! Con los ojos nublados por el llanto, con el
corazón comprimido de dolor, con el alma henchida de
pesar, vi desaparecer del pueblo al báculo de mi vejez.
¡Pobre de mí! ¡No hubo alegría
desde entonces en mi cabana! ¡Infeliz!qué podia yo hacer, qué podia yo esperar,
si
solo un placer me otorgó el destino y él me lo arrebató.
Decia como Job: «Dios me lo dio, Dios me lo quitó.» Sea
su nombre bendito; y esto mitigaba mi dolor.
Y dias de dolor, y dias de mortal angustia, y dias de pesar
se siguieron á la partida de César.
Mas Dios no permitió que sufriera tanto, no permitió
que pasara las horas nombrando á mi hijo adoptivo.
Dos años habian pasado cuando una tarde en que la brisa
susurraba, en que recordaba la ida de César, llamaron á mi
puerta.
Abrí, y ¿cuál fué mi sorpresa, cuál mi alegría, cuando un
joven oficial se precipitó en mis brazos, exclamando con un
acento que me estremeció de júbilo?
—¡Padre mió!
Y abrazados nos
repentina alegría.
hallábamos como
sepultados en nuestra
En este dulce éxtasis permanecimos algunos segundos,
como separados de este mundo, como cercanos á la eternidad.
CAPITULO VI
Fin del precedente.
Se acabó nuestro placer, porque todos los placeres se acaban en este mundo.
Nos separamos porque era necesario; habíamos vivido algunos años juntos.
Por fin la patria llamó á César, y César fué á la guerra segunda vez.
Vivíamos en una pobre aldea de Cataluña, ypor allí las armas de Luis XIIIintrodujeron todos los horrores.
César fué á combatir á los estandartes orgullosos y vencedores del francés.
Yo quedé solo en la aldea; muy presto vino un correo, que
me trajo una carta del familiar Alberto, que decia así:
«Otón, yo sé que los franceses...»
En esto el ejército francés invadió la aldea y asomaron sus
provocativas cabezas por los huecos de las rejas, exclamando
—Abre la puerta, español.
Yono respondí; estaba abismado en mi terror
Me levanté de mi asiento y me fui á la pieza inmediata,
y cogiendo mi cuchillo y mi hacha volví á aparecer á la
presencia de los enemigos.