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Memoria e historia en Las abarcas del tiempo de César Brie
Natacha Koss
UBA / UBACyT / AICA / CCC
Aquellos muertos que sentimos nuestros, y son
miles, nos habitan, golpean a nuestra puerta,
cotidianamente dialogamos con ellos.
César Brie
Peter Couliano afirma que “el otro mundo, o el lugar a donde van las almas después de
la muerte del cuerpo, define con su idea el mundo de los vivos. El cómo pensamos que
será el más allá, nos condiciona vivir en el más acá” (2007: 23). La tradición pagana de
la cosmovisión latinoamericana coloca a los muertos en un espacio de permanente
interrelación con los vivos. Fruto de ello es Las abarcas del tiempo, obra en la que Brie
apela al teatro como gran maquinaria de la memoria, para poner en presente la historia
individual y social.
En el aniversario de la muerte de Jacinto, su mejor amigo, Hilaco, viaja al país de los
muertos a encontrarlo. El imaginario del trasmundo andino posee características del
católico, aunque difiere notablemente en otras. Por ejemplo, el hecho de que el mundo
de los vivos, en fechas específicas y a través de diversos rituales, puede comunicarse
con el mundo de los muertos. Es así como la obra de Brie está organizada como un
drama de estaciones en el que Hilaco va encontrándose con diversos muertos, hasta dar
con su amigo. De esta manera, la obra se conforma tanto en una memoria individual de
nuestros personajes, como en una memoria social a través de las estaciones por las que
van pasando.
La pieza está constituida a partir de 12 escenas, cada una con un título condensador de
sentido. La unidad entre la totalidad de las escenas la da un Relator (o la muerte, según
la opción que da la didascalia), que organiza el componente temático.
En la estructura podríamos establecer los siguientes subgrupos morfotemáticos:
Escenas 1. Matrimonio, 2. Viaje a la Mina, 3. Funeral, 4. Día de los muertos, 5.
Encuentro entre Hilaco el vivo y Jacinto el muerto. Como se puede apreciar, la
“ceremonia” teatral comienza con una “ceremonia” religiosa, el casamiento. Ritual
parodiado en escena pero ritual al fin, que da el cariz a toda la puesta. Hasta la quinta
escena, el vínculo que opera entre ellas es lógico-causal: el matrimonio entre Epifania y
Dramateatro Revista Digital. ISSN: 2450-1743. Año 18. Nueva Etapa. Nº1-2, Octubre 2015 –
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Jacinto, su partida a las minas para conseguir dinero, la enfermedad, la muerte y el
aniversario. Este ciclo finalizaría con el comienzo de la katábasis, vale decir, cuando
Hilaco desciende en búsqueda de su amigo.
Escenas 6. El soldado muerto, 7. Juan Josesillo, 8. Tomás Katari, 9. Las reinas muertas,
10. El padre Espinal. Este subgrupo está organizado a partir de estaciones vinculadas
espacialmente, en las cuales sus protagonistas, ya sean personajes históricos o no,
cuentan buena parte de la historia del siglo XX de Bolivia, haciendo especial hincapié
en las dictaduras. En esta sección, tanto Jacinto como Hilaco funcionan como dobles de
los espectadores, ya que las escenas acontecen ante ellos casi sin su intervención.
Escenas 11. Desesperación y 12. El predicador en la tierra de los muertos. Estas escenas
corresponden a la vuelta de Hilaco y a ese período intermedio en el que el mundo de los
vivos y el de los muertos comparten un espacio y un tiempo en común.
Las abarcas del tiempo tuvo su estreno en 1995, y fue la tercera obra del Teatro de los
Andes bajo la dirección de César Brie. La antecedieron Colón (1992) y Ubú en Bolivia
(1994). En la nota aclaratoria a la edición, se hace especial hincapié en que el trabajo
fue grupal, en que la escritura final es post-escénica y, por lo tanto
si alguien desea ponerlo en escena, debe olvidarse de todas las acotaciones y hacer su propia
obra partiendo de estas huellas verbales. El teatro vive en las escenas, cuando los actores
encarnan las palabras y junto a los directores crean el universo visual y sonoro. El resto es sólo
dramaturgia (p. 65)
Así y todo, el texto prácticamente carece de didascalias. Lo más abundante son dos o
tres líneas que suele haber en el comienzo de cada escena. Por lo tanto, son las
didascalias implícitas en el texto de los personajes las que permiten desarrollar un
análisis referido a los elementos escénicos y su vínculo con el ritual. Porque si bien,
como mencionábamos más arriba, la muerte opera como unidad temática, no es menos
cierto que el ritual es el que encabalga un modo de existencia con otro.
La otra presencia permanente, además de la del Relator, es la de las liturgias católicas.
La figura del padre en el casamiento, la fundación del altar, la entrega de la cruz como
símbolo matrimonial, el encuentro con el padre Espinal, y hasta la parodia del pastor
evangelista y vendedor de Deus cola de la última escena, que entra con una cruz con un
letrero luminoso intermitente. Todas las tradiciones católicas (y sus derivados) en
relación sincrética con las tradiciones andinas (llevar las abarcas del muerto, bailar
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sobre el poncho, barrer las huellas al abandonar el mundo de los muertos), conforman
un ritual que permite no solamente el vínculo con el trasmundo, sino la organización de
la existencia en su totalidad.
Régis Debray afirma que sin la angustia de la precariedad no hay necesidad de
monumento conmemorativo. Los inmortales no se hacen fotos unos a otros. Dios es luz,
sólo el hombre es fotografía, pues sólo el que pasa, y lo sabe, quiere perdurar. De nada
se hacen tantas fotos o películas como de aquello que se sabe que está amenazado de
desaparición; por eso Roland Barthes puede afirmar que no hay boda sin foto.
Pero para que ese monumento exista primero hace falta un ritual (religioso o pagano)
que lo contenga. La progresiva laicización de occidente ha llevado a que los rituales
funerarios se quedaran sin monumentos, ni estatuas, ni frescos en las cámaras de los
muertos. Menos maldición, menos conjuro, dirá Debray. Y la historia reciente
latinoamericana ha demostrado que la situación puede ser aún peor: es posible tener
muertos sin cuerpos. Asimismo, con las antiguas ceremonias de duelo y la liturgia
pública de los funerales se fueron también los carnavales, fiestas y mascaradas. Perder
de vista lo insostenible es disminuir la confusa atracción de la sombra, y su reverso, el
valor de un rayo de luz. Pero representar es hacer presente lo ausente. En este sentido,
decimos que todo el teatro es representación, que todo el teatro es una máquina de la
memoria –al decir de Marvin Carlson- que permanentemente evoca a los muertos. El
verdadero ritual de Las barcas del tiempo es, entonces, el teatro mismo. Como si la
imagen estuviera ahí para cubrir una carencia, aliviar una pena, para favorecer un duelo,
para recordar la herida abierta de los muertos que nos constituyen. Imagen es hija de
Nostalgia, concluye Debray. Teatro es hijo de Memoria, diríamos nosotros, pues
recordemos que, con algunas voces disidentes, la mayoría del mundo académico sitúa el
origen del teatro occidental en la Grecia clásica. El origen del universo según su
mitología es muy diferente a la judeocristina. Debido a que no concebían la posibilidad
de “vacío” o de “nada” –inclusive el número cero es de origen arábigo- pensaban al
estado anterior al actual como un gran Caos, del cual se autogeneró la primera diosa
(Gea) que a su vez generó a su hijo consorte (Urano). De la unión entre ambos nacieron
los primero seres divinos, entre los que se encuentran los titanes. Bajo el liderazgo del
titán Cronos, el universo mantiene su carácter caótico. Con la llegada de su hijo Zeus se
despliega una lucha cósmica larga y violenta, de la que saldrán vencedores los dioses
Olímpicos (llamados así porque oficializaron su residencia en el monte Olimpo) bajo el
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liderazgo de Zeus, quien deviene entonces en rey de los dioses e inaugura una era
Cósmica, es decir, de orden. Una vez organizado el universo y repartidos los premios y
castigos, este dios pregunta al resto de la comunidad divina si consideran completa la
obra. Los dioses responden que falta lo fundamental: alguien que recuerde la lucha y la
victoria. Es así como Zeus se une durante nueve días y nueve noches a Mnemosina diosa de la memoria- con la cual concibe a las nueve Musas. Vemos como en esta
particular forma de pensamiento, el mundo está incompleto sin el arte. Pero además, el
arte incluye en su origen un vínculo genético con los acontecimientos de la memoria; es
por ello que tenemos tanto a una Musa de la poesía cuanto una de la historia.
De esta manera, ya sea en su forma dramática o en su forma épica, el teatro occidental
tiene en su ADN un componente fundamental que lo relaciona con la memoria y que, a
lo largo de los siglos, se desplegará de múltiples maneras.
Pero el pasado, remoto o inmediato, es siempre conflictivo. Beatriz Sarlo sostiene que a
él se refieren, en competencia, la memoria y la historia, porque la historia no siempre
puede creerle a la memoria, y la memoria desconfía de una reconstrucción que no ponga
en su centro los derechos del recuerdo. No obstante, el pasado acecha siempre al
presente. Por eso y en términos de Henri Bergson, el tiempo propio del recuerdo es el
presente. Al igual que el teatro.
Pero la memoria y la historia no disputan territorio en la escena; y no solamente porque
el teatro trabaje sobre la base del verosímil –y no sobre la verdad-. Sino porque el
tiempo del pasado es comprensible en la medida en que se lo organice mediante los
procedimientos de la narración. La memoria y los relatos de memoria son una “cura” de
la alineación y la cosificación. A la salida de las dictaduras, recordar fue una actividad
de restauración de lazos sociales y comunitarios perdidos en el exilio o destruidos por la
violencia de estado. Por eso Sarlo puede afirmar que la memoria ha sido el deber de la
Argentina posterior a la dictadura militar.
Esto que ella afirma para Argentina vale también para toda Latinoamérica, y el Teatro
de los Andes se conforma en un micromundo en el que las fronteras latinoamericanas se
trascienden, la memoria se colectiviza y la posdictadura sirve como concepto para
pensar a una gran cantidad de poéticas transnacionales. El mismo Brie, desde su trabajo
en el exilio (Italia primero, Dinamarca después, Bolivia con el Teatro de lo Antes y hoy
día Italia nuevamente) encarna esta transcultura que permite pensar a la memoria
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personal y cultural. La memoria como ese tiempo –diría Didid-Huberman- que no es
exactamente el pasado.
Esta cualidad específica del tiempo pretérito, está trabajada en la obra a partir del
subgrupo 2 de escenas que marcamos más arriba. Este tramo de la pieza está organizado
como un drama de estaciones en el que cada uno de los personajes con los que nos
encontramos, nos cuenta una idiosincrasia histórica. Esta especie de purgatorio personal
de Jacinto se convierte en una peregrinación que de un modo u otro, se enlaza con
estructuras profundamente ancladas en el imaginario colectivo.
Es así como las
diferentes escenas de este subgrupo no están compuestas como un todo orgánico, sino
que son fragmentos de una evolución que excede a la misma obra. El esquema en el
cual están insertas incrementa su aspecto relativo y épico, pues la descripción de la
evolución de Jacinto e Hilaco queda claramente deslindada de los personajes con
quienes van tropezando en las estaciones de su senda. Esta serie está trabajada a partir
de la prosopopeya, es decir, del artificio retórico que otorga la palabra a un muerto, un
ausente. El primero de ellos (sin incluir a Jacinto) es un Soldado, uno de esos anónimos
que peleó en la Guerra del Chaco (1932-1935). Su relato, si bien se ancla en un hecho
concreto, deviene en transhistórico y habla del horror de la guerra, tanto para los de un
bando como para los del otro. Dice el Soldado:
Todos se llenan la boca con la palabra Patria ¿Qué qué patria hablan? (…) Yo degollé
moribundo, abrí las puertas de las chozas a patadas. Arrastré a mujeres del pelo por las escaleras
y las violé en los patios junto a mis camaradas (…) Luego hubo paz. Paz sobre los huesos de los
muertos / Paz sobre los ancianos pasados a cuchillo / Paz sobre mis manos sucias de bosta y
sangre / Paz sobre todos / Firmaron tratados, compromisos, acuerdos, papeles y más papeles (p.
83).
Le sigue la escena de Juan Josesillo, “el primer etnólogo boliviano muerto olvidado y
en miseria” (p. 103) según Brie. Continúa la de Tomás Katari, aquel líder aymará quien,
devenido cacique en 1777, será quien llevará adelante la rebelión en Chayanta, al norte
de Potosí. Luego, la escena de las dos reinas de la belleza que murieron en un accidente
de tránsito, hecho que Brie sacó de las noticias locales. Y finalmente el Padre Espinal,
quien fue secuestrado, torturado y asesinado en 1980 por la dictadura de García Meza.
Como se evidencia en esta secuencia, la continuidad de la acción se diluye en una
sucesión de escenas sin relación causal que no se generan mutuamente como drama. La
carencia de futuro y el estatismo van a ser sus mayores características, lo que les da un
carácter épico. Podemos hacer nuestras las palabras de Peter Szondi cuando, al hablar
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del drama de estaciones, asegura que “no se genera relación alguna de reciprocidad; el
héroe [Jacinto e Hilaco en nuestro caso] tropezará con otros personajes, en efecto, pero
éstos se mantendrán ajenos a él. De este modo se pone en cuestión la posibilidad misma
del diálogo” (p. 50). Pero tanto nuestros protagonistas como nosotros –a través de ellosincorporamos en nuestro interior el efecto traumático y curativo que el episodio
provocó, dejándolo finalmente atrás como una estación más en su camino. La acción
dramática, en adelante, deviene en un cuadro estático; el orden cronológico es
descalificado, en beneficio de un orden lógico. A través de esta idea de cuadro, la
materia de la antigua escena dramática se encuentra hasta cierto punto redistribuida y
reordenada. Es por ello que la idea progresión dramática decae y la unidad de tiempo y
de lugar, pierden su razón de ser.
Esta estructura está hermanada al carácter intimista del expresionismo. Si bien está claro
desde el principio que se trata de un ritual que permite la katábasis, la obra también
habilita la lectura onírica. En varios momentos, cuando Jacinto escucha la voz de
Epifania y quiere responderle, Hilaco le recuerda que ahora él está muerto y que su
mujer sólo puede verlo en sueños.
Como máquina de la memoria, el teatro se vincula a aquellas religiones fundadas en el
culto de los antepasados, que exigía que éstos sobrevivieran en imagen. La imagen es la
sombra, y la sombra es el nombre común del doble. Todos los personajes que vemos
desarrollarse en Las abarcas… pelean por su derecho a la imagen. Si el cadáver humano
es una presencia / ausencia del hombre que alguna vez fue, Debray sostiene que tal vez
el cuerpo sea el verdadero estadio del espejo humano: contemplarse en un doble, alter
ego, y, en lo visible inmediato, ver también lo no visible. El trabajo del duelo pasa así
por la confección de una imagen del otro que vale por un alumbramiento. ¿No depende
la tranquilidad de los vivos del reposo de los muertos?, se pregunta Debray. “Aquellos
muertos que sentimos nuestros, y son miles, nos habitan, golpean a nuestra puerta,
cotidianamente dialogamos con ellos”, responde Brie (p.103)
Bibliografía
Abirached, Robert, 1994. La crisis del personaje en el teatro moderno. Madrid:
Publicaciones de la Asociación de Directores de Escena de España.
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Brie, César, 2013. Teatro 1. La Ilíada, Las Abarcas del tiempo, En un sol amarillo,
Otra vez Marcelo. Buenos Aires: Atuel.
Carlson, Marvin, 2009. El teatro como máquina de la memoria. Los fantasmas de la
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Couliano, Ion Peter, 2007. Eros y la magia en el renacimiento. Madrid: Siruela.
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Didi-Huberman, George, 2008. Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las
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Sarrazac, Jean-Pierre, 1999. L’ Avenir du drame. París: Circé.
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