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La Europa de 1670
* Simulación de un viaje por el tiempo realizado por un periodista económico, a través de un programa de
realidad virtual capaz de reproducir el comportamiento pasado de la economía. Incluido en el libro
Momentos estelares de Econolandia.
Con la historia ocurre algo parecido a lo que sucede con las personas: un
observador que sigue continuamente su evolución no percibe cambios profundos. Del
familiar o amigo que vemos todos los días es difícil saber cuándo engordó o se le cayó
el pelo. Sólo cuando comparamos dos fotos de diferentes épocas comprobamos la
transformación. Y algo similar ocurre con las variantes que sufre la historia en sus
facetas políticas, sociales, culturales o económicas. Una sucesión de acontecimientos,
cuya importancia real exige una perspectiva temporal, van configurando poco a poco
alteraciones radicales. Eso es lo que ha ocurrido entre la Europa de 1570 y la de 1670.
El imperio español ha pasado del estancamiento que ya observábamos en
nuestro viaje por Medina, Salamanca o Sevilla a una acusada pérdida de poder, político
y económico. A Felipe II ha seguido Felipe III, Felipe IV y está ahora reinando Carlos
II, conocido por el sobrenombre del “Hechizado”, un monarca débil y sin descendencia
que testificará el fin de una época, incluida la propia casa real, que pasará en unas
décadas (1700) de los Habsburgo de origen austriaco a los Borbones de ascendencia
francesa, con toda una guerra de sucesión de por medio.
La Guerra de los Treinta Años (1618-1648) ha asolado el territorio
desmembrado del antiguo Sacro Imperio Germánico, dividido entre católicos y
protestantes, a los que se superponen pequeños estados que parcelan lo que, en el futuro,
serán Alemania, Austria y la República Checa. Prusia, Baviera, Sajonia, Bohemia,
Silesia, Moravia,... luchan entre sí con Ligas Católicas frente a Uniones Evangélicas,
que convierten en luchas entre las potencias de la época, principalmente entre España y
el resto de su imperio en Italia, en los Países Bajos o en la propia Alemania (Babiera en
particular), frente a Francia o Suecia.
Felipe IV con una Hacienda Real en quiebra y una rebelión larvada en los Países
Bajos, ha tenido que afrontar, en el año negro de 1640 los levantamientos de Portugal y
Cataluña. Estamos ya en tiempos de “validos” y, posteriormente, de auténticos primeros
ministros. En España el duque de Lerma con Felipe III, el conde-duque de Olivares con
Felipe IV y ahora Fernando de Valenzuela con Carlos II. En Francia, los cardenales
Richelieu y Mazarino con Luis XIII y ahora un Luis XIV, “el rey Sol”, que concentra
todo el poder y que ha cedido la parcela de Economía y Finanzas a Jean-Baptiste
Colbert, con quien tengo concertada una audiencia.
En 1670 el rey francés mueve los hilos de Europa, conjugando su fuerza con una
política amplia de alianzas que, a su vez, despiertan desconfianzas en otros países y
llevan a permanentes conflictos armados. El matrimonio de Luis XIV con la infanta
María Teresa de Austria conduce a una supeditación de la política española a la
francesa. Ahora, en 1670, después de renunciar Luis XIV a sus pretensiones, por vía
matrimonial, a la corona de España o, al menos, a los Países Bajos (Paz de Aquisgran,
1668), está preparando una invasión a las Provincias Unidas (Holanda) con el apoyo de
Suecia, Alemania y España. El ministro Colbert apoya calurosamente la acción, ante el
éxito económico del comercio holandés en Europa a costa de la exportación de bienes
franceses.
El mapa geo-político europeo en 1670 señala seis grandes potencias: Francia,
Reino Unido, Suecia, Polonia y los imperios ruso y otomano. Este último incluye
Turquía, Grecia, Albania, Bulgaria, Servia y Bosnia. El Sacro Imperio Germánico es ya
una ficción del pasado rota en pedazos, al igual que la futura Italia.
En el terreno cultural se ha superado ya el punto álgido del Renacimiento. Años
antes han muerto Lope de Vega, Quevedo o Tirso de Molina, y Calderón de la Barca
tiene ya 70 años, Moliére ha estrenado ese mismo año su ácida crítica a los nuevos ricos
en El Burgués gentilhombre. También han muerto Velázquez o Zurbarán. En el campo
científico han pasado las aportaciones metodológicas de René Descartes, Kepler ha
diseñado sus lentes astronómicas, Pascal su máquina de cálculo y Torricelli su
barómetro de mercurio. Estamos en años de los nuevos desarrollos científicos de
Newton o Leibniz y de las corrientes filosóficas de Spinoza o Locke. Por cierto, entre su
polifacética actividad, Isaac Newton será unos años más tarde gobernador de la Casa de
la Moneda de Londres.
Desde principios de siglo ha venido desarrollándose en toda Europa una nueva
visión estilística a la que se conoce como «barroco», fastuosa y sensual, con predominio
de las curvas sobre las rectas, de la fantasía y los sentimientos sobre la realidad. Dicen
que el nombre de barroco se dio un siglo más tarde (significa piedra irregular en
portugués) para caracterizar principalmente lo extravagante en arquitectura de un estilo
que da impresión de irregularidad, de rareza e incluso de fantasía.
Ahora que voy al esplendoroso París de Luis XIV, tendré ocasión de comprobar
que el barroco se ha convertido en un «arte de Estado» que tiene por finalidad la
glorificación del poder soberano, sea este el de Dios, el Papa o, en gran número de
ocasiones, del propio rey. Pinturas, esculturas, tapices y alfombras tratan de poner de
relieve, en los palacios de la época, el refinamiento del poder absoluto de los monarcas.
Versalles podría ser todo un símbolo, como también lo serían la obra de pintores como
Rubens, Rembrandt, Vermeer, Bernini, Giordano o Velázquez. En España, la
arquitectura barroca ha encontrado su prototipo en las iglesias de la época (en plena
Contrarreforma) con sus recargados retablos, dando lugar a la variante churrigueresca
(en referencia al arquitecto José de Churriguera).
Por otra parte, la Inquisición sigue haciendo de las suyas, aunque con una
apariencia más civilizada que en etapas anteriores. De las torturas y las ejecuciones
hemos pasado, poco a poco, a la apertura de expedientes y a los autos de fe. Son
conocidos los autos de fe que se celebran periódicamente en la plaza de Zocodover de
Toledo, como espectáculo de exaltación de fe y ortodoxia católica en tiempos de
Contrarreforma. Preside el Santo Tribunal resguardado bajo un dosel, al fondo de la
plaza. En el centro, un altar sobre una gran tarima, alrededor del cual se sitúan las
jerarquías eclesiásticas, de ordenes religiosas y de la Santa Hermandad. A la izquierda
de la presidencia, los encausados con sus típicos gorros puntiagudos o “sambenitos”:
Asisten cientos de personas dispuestas en palcos, gradas y balconadas o simplemente de
pie. Todo amenizado con discursos, desfiles, fuego de arcabuceros e instrumentos
musicales.
La población en España y en Alemania ha, incluso, disminuido en los últimos
100 años y en el resto de Europa ha crecido sólo muy ligeramente. La población de la
península ibérica se acerca a los 10 millones de habitantes, cifra similar a la de los
estados alemanes y del orden de la mitad de la de Francia. En el escaso crecimiento
demográfico hasta 1.670 confluyen pestes, guerras, hambres, alta mortalidad infantil y
pérdidas de población por emigración, voluntaria o forzosa.
Se estima en cerca de un millón el número de europeos que emigran, a lo largo
del XVII, al otro lado de los mares, en busca de las aventuras y oportunidades del
Nuevo Mundo. Sólo la reciente epidemia de peste de 1647 a 1652, ha producido la
muerte de un millón de personas en España y las tres epidemias sufridas por Francia en
la primera mitad de siglo, puedan elevar a dos o tres millones la cifra de muertos en ese
país. Aunque la tasa de natalidad es elevada (cuatro o cinco partos por matrimonio), un
niño de cada cuatro no llega a cumplir el primer aniversario y poco más de la mitad
superan el décimo aniversario. Añadamos una guerra de treinta años de duración y otras
decenas de conflictos anuales entre países y tendremos una idea de porqué la población
europea está relativamente estancada alrededor de los 75 millones, una cifra muy poco
por encima de la de hace 100 años.
A pesar de pestes, guerras y otros acontecimientos, lo que sí han ido creciendo
son las principales ciudades del mundo. En la península, Lisboa es la ciudad más
poblada, con unos 150.000 habitantes. Detrás está Madrid, que ha multiplicado por
cinco sus vecinos en los últimos 100 años y ronda los 100.000 habitantes, algo por
encima de Sevilla que ha visto disminuir su importancia de emporio económico en la
conexión con el Nuevo Mundo, ya que prácticamente no llegan remesas de oro ni de
plata. Barcelona está en los 40.000 habitantes y Salamanca o Medina ya no alcanzan los
20.000 habitantes.
París y Londres son ahora las mayores ciudades de Europa con medio millón de
habitantes cada una. Nápoles ha perdido su supremacía, aunque sigue superando las
200.000 personas, cifra parecida a lo que presenta la dinámica Ámsterdam, que ha
multiplicado por tres su población desde 1570.
Ha mejorado el nivel educativo, sobre todo en las ciudades. Parece que en
Venecia más de la mitad de sus 100.000 residentes saben ya leer y escribir, aunque en el
campo los analfabetos superen con mucho esta proporción y lleguen, en algunos casos,
hasta el 95%.
En los países mediterráneos, en particular en España y Portugal, la economía
mostraba signos indudables de debilidad. La crisis agrícola de años anteriores se había
contagiado a actividades industriales y comerciales. En particular la industria textil, una
de las actividades más tradicionales, vio venir encima una crisis sin precedentes ante la
pérdida de mercados internacionales. La pujanza económica provenía del norte de
Europa, especialmente de esa “república de mercaderes” como despectivamente
describía a las Provincias Unidas el propio Colbert.
Antonio Pulido, Momentos estelares de Econolandia