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AVANCES DE INVESTIGACIÓN
MEMORIA Y GUERRA: OLVIDAR Y RECORDAR CUANDO EL HORROR NO HA
TERMINADO
Óscar Javier Carbonell Valderrama1
Alguna vez escuché que en un caserío alejado de los llanos orientales de Colombia llegaron
unos hombres armados y a gritos dejaron en claro que ellos eran quienes tenían el control
militar de ese territorio. El jefe del grupo se acercó a un joven que estaba en una pequeña
tienda tomándose una cerveza y le pidió que se identificara. El joven le dijo cómo se
llamaba, pero no pudo probar que ése era su nombre, ya que no llevaba consigo su
documento de identidad. Ante esto, el hombre armado le disparó al joven, quien cayó
muerto. La mamá del joven escuchó el disparo cuando estaba zurciendo un pantalón. Luego
de unos minutos, llegaron los hombres armados a la casa de la mujer y le dejaron el cuerpo
de su hijo en la entrada. Le dijeron que no le diera sepultura, pues en el grupo había un
experto en descuartizar cuerpos, quien se ocuparía de ello. Así, la madre tuvo que
presenciar cómo el cuerpo de su hijo era desmembrado. A la mamá le prohibieron llorar.
Con el fusil apuntando a su humanidad se aseguraron de que no saliera ni una sola lágrima
de sus ojos. Su hijo fue enterrado por el descuartizador en un descampado al frente de la
casa. A la mamá le fue prohibido desenterrarlo. El grupo armado se fue y advirtieron que
volverían. Al día siguiente, las personas del poblado fueron testigos de cómo la costurera del
caserío remendaba una a una las partes del cuerpo de su hijo. Silenciosamente, sin llanto,
cada una de las partes del cuerpo del joven fue reconstruida con esmero por su madre. Ella
lo volvió a enterrar en donde estaba. En cuestión de horas volvió el grupo armado al caserío.
El jefe del grupo increpó a la costurera por haber desobedecido la orden que él le había
dado. La obligó a desenterrar a su hijo y a deshacer todas las costuras, y su hijo volvió a ser
pedazos que alguna vez fueron un todo. La mamá aún no llora.
Parece ser que el relato de la costurera y su hijo es verídico, quizá sí ocurrió, pero no como
me lo contaron. La idea de la persona que me contó esto era que yo le diera un consejo
como abogado, sobre todo porque la mamá del muchacho no se atrevía a denunciar ante
las autoridades judiciales el horror por el que había pasado. Sin embargo, en el caserío
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se
Egresado de la Maestría en Derechos Humanos y Democratización- UNSAM
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Publicación de la Red Universitaria sobre Derechos Humanos y Democratización para América Latina.
Año 2, Nº 3. Abril de 2012. Buenos Aires, Argentina
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rumoreaba que era inaceptable que la costurera no denunciara los hechos cuando todos sabían
que el grupo armado ya había entregado las armas, gracias a un acuerdo de paz firmado por sus
jefes y el gobierno colombiano. Además, la gente del pueblo sabía que el grupo que asesinó al
hijo de la costurera actuaba en connivencia con el ejército nacional. Mi consejo fue que le dijeran a
la mamá del joven que contara su historia cuando ella lo considerara prudente y no cuando los
demás quisieran.
Sin duda, lo que he escrito hasta ahora causa horror, incluso es posible que nadie crea mi relato.
Es más, ya no recuerdo quién ni cuándo me contó esa historia, solo tengo un recuerdo vago, el
recuerdo que queda después de escuchar algo terrorífico u horroroso del conflicto armado interno
colombiano. Justamente, el tema de la memoria y la guerra es mencionado por Alejandro
Kaufman, quien afirma que cuando existe conflicto interno en una sociedad, la cual se organiza de
forma antagónica, la cuestión de la memoria se resuelve tal como se resuelven las guerras civiles
o interiores, es decir, “mediante la lógica del triunfo y la derrota, […] [las cuales] preceden al
acuerdo, el olvido y el perdón. En cambio, los acontecimientos del horror, la supresión de la
memoria y de la identidad, el exterminio, ocasionan una condición de disolución autodestructiva
del colectivo social, que sólo puede superarse mediante una situación refundacional de las
representaciones simbólicas que instituyen límites respecto de otros colectivos sociales, y sobre
todo, respecto del pasado traumático. Si no se levantan esos muros simbólicos como garantía
común de que lo acontecido no tendrá repetición, lo que sucede no es que se vaya a repetir
exactamente lo sucedido: ocurrirá una continuación, un estado de suspensión del pasado
traumático.”2 Por supuesto, Alejandro Kaufman habla desde un contexto diferente al colombiano y
yo lo leo a él desde el contexto de la guerra interna colombiana, la cual no termina. Kaufman habla
del horror del exterminio realizado a través del terrorismo de estado de la última dictadura
argentina, habla del pasado que se refleja en el presente cuando los hijos apropiados recuperan
su identidad y se adueñan del espacio físico de la Ex-Escuela de Mecánica de la Armada (ExESMA). Frente al horror del exterminio, la sociedad argentina tiene un punto histórico-simbólico de
llegada y otro de partida: los años 1976 y 1983. Llegó el horror en 1976 y partió o se fue en 1983.
2
Kaufman, Alejandro, Nacidos en la ESMA. En Oficios terrestres, AA VV. Facultad de Periodismo y Comunicación Social. UNLP,
septiembre
de
2004,
página
30.
Disponible
en
internet:
http://www.perio.unlp.edu.ar/oficios/documentos/pdfs/Oficios_15_16.pdf
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Casi no se habla de las otras dictaduras, de los otros horrores anteriores a 1976. Las violaciones
de derechos humanos cometidas en la dictadura fueron horrorosas, imperdonables, injustificables
e imposibles de olvidar; pero está mal dicho cuando digo que fueron “cometidas”, pues no han
terminado aún. La desaparición
forzada de personas no ha terminado y la apropiación de la identidad de los hijos de los
desaparecidos y las desaparecidas se sigue cometiendo. Precisamente, la recuperación de la ExESMA es el símbolo de la recuperación de la memoria distinta al paradigma punitivo que en
Argentina se había convertido en la única forma de estructurar el discurso estatal frente a la
memoria de los horrores de la última dictadura. Mientras la sociedad argentina tiene un punto de
llegada y otro de partida, la sociedad colombiana tiene varios puntos de llegada y ningún punto de
partida histórico-simbólico. La historia del horror de la guerra colombiana la han escrito quienes
hacen la historia desde 1964, año en que es creada la guerrilla de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia (FARC), al mismo tiempo que la guerrilla del Ejército de Liberación
Nacional (ELN). También desde 1981, año en que un puñado de narcotraficantes y miembros de
las fuerzas armadas crearon el grupo paramilitar Muerte A Secuestradores (MAS). Incluso, hay
algunas personas que afirman que el punto de llegada es en 1997, año en que se crea las
Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), ejército paramilitar que se creó con la asociación de
varios grupos paramilitares. La sociedad colombiana tiene, no solo uno, sino varios puntos de
llegada del horror, pero no tiene uno de partida. El horror de la guerra en Colombia no se ha ido.
La diferencia del horror argentino del colombiano es que el primero permite narrar y reconstruir la
memoria del exterminio, mientras que el segundo no permite narrar la memoria de la guerra, ya
que quien se atreva a reconstruirla será etiquetado o estigmatizado como simpatizante,
colaborador o afín a cualquiera de los actores del conflicto armado.
La continuación del pasado traumático que menciona Alejandro Kaufman cuando no se levantan
los muros simbólicos como garantía común de que lo acontecido no tendrá repetición, en
Argentina se traduce en que los hijos de las personas desaparecidas, en centenares de casos, no
saben que sus padres (apropiadores) son los asesinos de sus verdaderos padres, y que no
aparecen los desaparecidos. Mientras tanto, la continuación del trauma de las víctimas en
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Colombia es que lo acontecido puede volver a ocurrir, pues el horror de la guerra aún no ha
terminado; incluso, los colombianos y las colombianas no conocemos cuáles son los horrores
cometidos y que aún se cometen en la guerra. La lógica del triunfo y la derrota que preceden al
acuerdo, el olvido y el perdón en los conflictos armados internos aparece cuando se ha terminado
la guerra. No obstante, esa lógica del triunfo y la derrota que gobernaría al modo como se aborde
la memoria podría aplicarse a una guerra de corta duración; dicho de otro modo, la lógica del
triunfo y la derrota no se
puede aplicar a una guerra perenne como la colombiana, que es un conflicto que ha naturalizado,
convertido en esencia y trasformado en un fundamentalismo a los dispositivos de la violencia. La
guerra colombiana ha sido interiorizada a través de la cotidianidad de la violencia. Justamente, la
pregunta que nos debemos hacer es si la reconstrucción de la memoria necesariamente tiene que
esperar a que exista en Colombia un punto de partida, tal como ocurrió en Argentina en 1983. En
1985 el estado colombiano llegó a un acuerdo de paz con la guerrilla de las FARC, en donde se
acordó la creación del partido político Unión Patriótica (UP). La sociedad colombiana pensó que
había llegado el fin de la guerra, pero lo que se obtuvo fue un genocidio contra las personas que
hacían parte de la UP. El genocidio de la UP es uno de los pocos cometidos en Latinoamérica en
tiempos de democracia y su negación hace parte de la lógica de la guerra, por lo que el horror del
exterminio aún no se ha narrado a través de la reconstrucción de la memoria. En 1991 fue elegida
una asamblea nacional constituyente en Colombia, en donde se promulgó una nueva constitución
política, y la sociedad colombiana se alcanzó a ilusionar con la llegada de un punto de partida. Sin
embargo, los grupos paramilitares y narcotraficantes se fortalecieron. La guerra y su horror no se
fueron. En 1998 el estado colombiano inició un diálogo de paz con las FARC, la hipocresía de las
partes trajo como consecuencia el fortalecimiento militar del estado a través del Plan Colombia
(financiado por Estados Unidos), de los grupos paramilitares y de la misma guerrilla. Finalmente,
en el año 2003 el estado colombiano firmó un acuerdo de paz con las AUC que trajo como
consecuencia la entrega de las armas de varios grupos paramilitares, pero no desmanteló las
estructuras paramilitares que hoy siguen sólidas con un nombre nuevo (Bandas Criminales o
BACRIM). En la actualidad, en Colombia hay guerra, un conflicto armado interno que tiene como
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actores al estado, los paramilitares, las guerrillas y el tráfico ilegal de narcóticos, minerales y
personas que los permea a todos.
El contexto argentino desde el que habla Alejandro Kaufman, en el tema de la memoria, puede
servir de referente al contexto colombiano para reafirmar el papel que juega la memoria frente al
horror. La memoria, tal como Alejandro Kaufman lo advierte, es la garantía del fracaso del horror.
Las víctimas que sobreviven al horror de la guerra ayudarán a que el punto de partida en
Colombia sea plausible cuando recuerden y den su testimonio. Pero las víctimas no deben estar
solas, suficiente tienen con el trauma ocasionado por el conflicto como para adjudicarles la
responsabilidad del fin del horror. A lo que me refiero es que el estado colombiano nunca ha
realizado un proceso de diálogo con las víctimas. En Colombia
se ha dialogado con la guerrilla, los paramilitares, incluso con los narcotraficantes; pero jamás con
las víctimas del conflicto armado interno.
La mamá costurera que protagoniza la historia narrada al inicio de este escrito aún no llora, pero
no lo hace porque se lo hayan prohibido los actores del conflicto armado, sino porque desea
hacerlo cuando pueda volver a zurcir su memoria, cuando llegue el día en que el estado
colombiano dialogue con ella y le permita volver a reconstruir la memoria de su hijo. Quizá la
mamá llore cuando pueda enterrar el cuerpo de su hijo unido como un todo, tal como lo parió al
mundo.
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