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União da memória o esquecimento
parar a reconstrução de uma vida
violada, a partir da tradição oral
contada em comunidades da paz
RESUMO
Neste artigo, o autor rejeita a visão clássica da
memória histórica, querendo evitar o esquecimento
às atrocidades cometidas pelos agressores, um obstáculo para a reconstrução das vidas daqueles que
foram vítimas. Diante disso, se propõe um vínculo
paradoxal, complementares, mas não contraditórios
entre memória e esquecimento, a fim de que antes
que as vítimas fossem capazes de reconstruir as suas
vidas com o incentivo e a orientação das utopias
expressas através de diferentes recursos seja proposto tradição oral, mas acompanhado por uma forte
estrutura do Estado que garante a verdade, justiça
e acima de tudo de reparação. No entanto, no caso
de não ter a presença do estado, propõe-se que a
vítima possa integrar uma comunidade de paz.
Palavras-chave:
Memória, esquecimento, existência autêntica,
poesia, tradição oral.
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Unión de memoria y olvido para la reconstrucción de una vida violentada,
a partir de la tradición oral narrada en comunidades de paz (Pp. 92 - 107)
Unión de memoria y olvido para la
reconstrucción de una vida violentada,
a partir de la tradición oral narrada en
comunidades de paz*
Fecha de recepción: Agosto 9 de 2013
Fecha de aceptación: Octubre 31 de 2013
Fecha de modificación: Diciembre 13 de 2013
Manuel Leonardo Prada Rodríguez
Teólogo y Magíster en Filosofía Latinoamericana.
Profesor del Departamento de Humanidades
de la Universidad Santo Tomás.
Correo electrónico: [email protected]
Union of memory and oblivion
to rebuild a violated life, from
the oral tradition narrated in
peace communities
ABSTRACT
RESUMEN
In this article, the author rejects the classic vision
about historic memory because it obstructs the rebuilding of the victims’ life for avoiding the memories of
the atrocities carried out by violent people against
them. Before this, the author proposes a paradoxical
union, complementary but not contradictory, between memory and forget. The text’s goal implicates
that persons who were victims in the past are able to
restore their lives with the motivation and direction
of utopias expressed through many resources of oral
tradition, but accompanied by a hard state structure
that warrants the truth, the justice and the reparation.
Nevertheless, in case of suffering state nonattendance,
the author suggests that the victims integrate communities of peace.
En este artículo, el autor rechaza la visión clásica
de la memoria histórica que, por querer evitar el olvido
de las atrocidades cometidas por los victimarios, pone
obstáculos a la reconstrucción de la vida de aquellas
personas que fueron víctimas. Ante esto, se propone
una unión paradójica, complementaria, mas no contradictoria, entre memoria y olvido, con el objetivo de
que las que antes eran víctimas puedan reconstruir su
vida con el aliciente y la dirección de utopías expresadas por medio de los diferentes recursos de la tradición
oral, pero acompañadas por una férrea estructura estatal que garantice la verdad, la justicia y, sobre todo, la
reparación. No obstante, en caso de padecer de ausencia estatal, se propone que la víctima pueda integrar
una comunidad de paz.
Keywords:
Memory, forgetfulness, authentic existence, poetry,
oral tradition.
Palabras clave:
Memoria, olvido, existencia auténtica, poesía, tradición oral.
*
Artículo producto de la investigación: Aportes teóricos para la Cátedra para la Paz.
Grupo de Investigación Aletheia COL0113483. Universidad Santo Tomás. 2013..
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Unión de memoria y olvido para la reconstrucción de una vida violentada,
a partir de la tradición oral narrada en comunidades de paz (Pp. 92 - 107)
INTRODUCCIÓN
Colombia ha venido experimentando una realidad violenta desde antes de la Conquista de América. Los Incas querían dominar estos territorios antes
de la llegada de Francisco Pizarro a Perú, habiendo
conseguido únicamente el sometimiento de los Pastos. Posteriormente, los españoles mataron a muchos
indígenas. Los mestizos surgimos, casi en la mayoría
de los casos, de violaciones de españoles a mujeres
indígenas. Luego, el monopolio económico que Inglaterra llevó a cabo en el mundo durante el Siglo
XIX, y más adelante, el estadounidense, arribaron a
estas tierras para ejercer diferentes tipos de violencia,
entre las cuales, a mi parecer, la más cruel es la epistémica, que intenta borrar la historia constituyente
de la personalidad de los colombianos. A esto se le
suma la guerra entre conservadores y liberales, entre
el Estado y las guerrillas.
Por todo lo anterior, es de esperar que en Colombia se emprendan proyectos de memoria histórica con
el fin de superar estas etapas continuas de violencia.
Sin embargo, todavía hay violencia. Esto implica que
aquí dichos proyectos tienen poco significado entre la
gente, en caso de ser conocidos por ella. Una causa de
dicha irrelevancia es que los autores de los textos del
Centro Nacional de Memoria Histórica, por ejemplo,
han privilegiado el uso de textos argumentativos que
poco tienen que ver con la idiosincrasia de nuestro
pueblo, tal como se mostrará a lo largo del desarrollo de este artículo, con el fin de, más bien, cumplir
con los estándares internacionales de calidad. Importa más que los extranjeros sepan que este país está
desbaratado a que los habitantes de este territorio
adquieran conciencia desde sus propios medios más
ligados a la tradición oral que al ensayo, acerca de
esta realidad de violencia que se repite vez tras vez.
MEMORIA MENOS OLVIDO:
OPERACIÓN QUE PERPETÚA EL DOLOR
DE LAS VÍCTIMAS Y LA AUSENCIA DE GANAS
DE RECONSTRUIR LA VIDA
Según el pensamiento griego posterior a Parménides, las cosas tienen una realidad esencial, motivo
por el cual la verdad solo implica patencia o descubrimiento de ella. De esta manera, la verdad, que quedó
desconectada del olvido, ahora está ligada meramente al acto de develar, manifestar; desentrañar; esclarecer; desvelar, sacar a la luz algo, permitiendo que
Manuel Leonardo Prada Rodríguez
se vea tal como es, mostrar la evidencia sin intentar
ocultarla. En referencia a lo anterior, Balz y Schneider (1996) dicen que:
Según el uso lingüístico del griego antiguo, la formación ἀληθεια, derivada de
λανθάνω/λήθω (ocultar o encubrir algo a alguien) y α privativa, significa la
cosa, en cuanto es una cosa dicha. Decir la ἀληθεια significa: decir «tal y como
es» (Boeder 99; de manera parecida Frisk, Wörterbuch I, 71). En cuanto
a la época clásica, sigue sin refutar la prueba aducida principalmente por
Heidegger y Bultmann (Exegética, 144ss), según la cual ἀληθεια significa
verdad en el sentido de no ocultamiento (es decir, ¡en sentido etimológico!,
Heitsch en contra de Friedländer) y de apertura de la cosa real que se muestra
y, por tanto, es percibida, y que, por consiguiente, en total continuidad con el
uso lingüístico antiguo, es realidad y autenticidad o rectitud del enunciado
del discurso que hace ver (Aristóteles, De Interpretatione, 4, 17ª: λόγος
ἀποφαντικός; Heidegger, Logik, 127ss). En cuanto la ἀληθεια desvela la
conducta del hablante, significa veracidad. (p. 172).
Como lo critica Platón (1998, p. 338ss) en el libro
séptimo de la República, los fenómenos, las apariencias, lo que fluye y se percibe a través de los sentidos
–la realidad, según Heráclito– encubre a las cosas, su
verdad o esencia. Por eso, los griegos no quedaban
satisfechos al simplemente mirar las cosas, sino que
buscaban sus causas últimas, o sea, el ser verdadero
que equivalía a lo permanente e imperecedero, a lo
uno o único. Desde ese momento, los occidentales no
conciben a la verdad como lo que caduca o cambia,
sino como lo que continúa presente. En otras palabras, la verdad está en relación con el ser. Una cosa
puede ser determinada si se muestra tal y como es
(physis) en su totalidad, debido al ser (Ferrater, 1965,
p. 530). En sintonía con esta idea acerca de la physis,
tenemos la siguiente:
La raíz φυ- indica mostrarse, como la raíz φα- (de φαίνεσθαι). El ser se
hace presente para los griegos como φύσις, como lo que surge y va apareciendo,
saliendo fuera a la desocultación. En este sentido le pertenecen al ser tanto la
verdad o desocultación (ἀλήθεια) como la ocultación, que permanece siempre.
Esto es lo que sintetizaría Heráclito en su conocido fragmento 123: φύσις
Κρύπτεσθαι φιλεῖ. La naturaleza ama el ocultarse. El mostrarse, el surgir
(φύσις) va acompañado de una ocultación. En este contexto cobra importancia
la apariencia; pero no puede equivaler al ser (Berciano, 1990, p. 13).
Por lo anterior, un descubrimiento verdadero consiste en permitir que las cosas sean vistas tal y como
son, por medio de la apertura inherente a ellas que
posibilita al humano descubrirlas. De esta manera, en
el pensamiento griego son equivalentes las cosas, los
fenómenos y la verdad. Descubrir la verdad, fenoménicamente, es descubrir la cosa misma. De acuerdo
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con esta forma de pensar, la memoria histórica está
relacionada con la verdad y el olvido, con la falsedad.
Por lo tanto, en Occidente se ha buscado rescatar la
primera y desechar la segunda.
Esto implica que, comúnmente, una sola visión
de los hechos acaecidos termina convirtiéndose en
verdad. A veces, ese punto de vista es estatal y busca
eliminar los intentos de memoria histórica llevados
a cabo por organizaciones no gubernamentales, a las
cuales encasilla en el concepto de izquierda. En otras
ocasiones, son las organizaciones no gubernamentales
las que monopolizan los proyectos de memoria histórica, mostrando al Estado como una máquina de guerra en contra de la población civil. Pero ni el Estado ni
las organizaciones no gubernamentales buscan captar
la realidad tal como es, en su totalidad. Por el contrario, hacen de las muestras de la realidad, obtenidas
a partir de los instrumentos de recolección que ellos
mismos tienen, la totalidad de la misma. Aquí no hay
imparcialidad, visión complementaria, sino injusticia, desequilibrio. La otra mirada, en lugar de ser vista
como complementaria, es vista como excluible.
MEMORIA MÁS OLVIDO: OPERACIÓN QUE
PERMITE RECORDAR EL DOLOR DE LAS
VÍCTIMAS SIN QUE ESTAS TENGAN QUE
SENTIRLO DE NUEVO PORQUE LAS GANAS
DE RECONSTRUIR SU VIDA, SOÑANDO CON
UTOPÍAS, SON MÁS FUERTES
En contraposición a la postura anteriormente descrita, los griegos que vivieron antes de Parménides tenían una visión incluyente de la realidad, que todavía
no se basaba en el principio lógico y ontológico de no
contradicción. Desde esa perspectiva complementaria, la vida requería tanto de la memoria como del
olvido, no solo de uno de esos dos elementos.
Mnemósine (Μνημοσύνη) era la personificación
de la memoria. Ella era hija de la tierra (Gea) y
del cielo (Urano), por lo cual hoy en día es posible
concebirla no solo como recuerdo del pasado, sino
también como utopía, debido a que en ella el cielo
puede empezar a fundirse en la tierra. Es decir, los
sueños pueden llegar a ser concretados en la realidad, al estilo de la finalidad principal de la oración
del Padre Nuestro: “que se haga la voluntad divina
aquí en la tierra como sucede en el cielo”, que los
acontecimientos terrestres se den como si estuvieran
planeados por una mente bondadosa, que no busca
su propio beneficio como lo hacen quienes gobiernan
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los hilos de la historia, normalmente, atemorizando
a la población civil con armas y políticas de muerte,
sean éstas estatales, insurgentes o paramilitares.
Mnemósine también era el nombre mitológico de
un río del Hades. Cuando las personas morían, sus
almas, libres del cuerpo, debían descender al inframundo y tomar agua del río de la memoria para poder recordar lo que hicieron en la Tierra. Aunque los
griegos no tenían la idea de culpa ni de pecado, motivo por el cual no había en su mitología el anuncio
de un juicio final (de hecho, no podía haberlo dada la
visión cíclica de la historia, no teleológica como sucede en el caso del judeocristianismo), curiosamente,
la acción de tomar agua del Mnemósine era algo similar a la acción cristiana medieval de pasar las almas
por un juicio final, para que Dios decidiera el futuro
de ellas. Esta creencia, ligada a la de la salvación por
obras, afirmaba que las almas no podían olvidar lo que
hicieron en vida para arrepentirse, mediante la tortura temporal (purgatorio) o durante toda la eternidad
(infierno), de los pecados que las llevaron a dicho
lugar; o, por el contrario, para disfrutar por siempre
(cielo) de los beneficios de haberse portado bien en la
tierra. Junto a esto, posiblemente, por cuanto el cristianismo medieval proclamó que las almas iban para
el cielo, el infierno o el purgatorio, mas no que éstas
regresaban a la tierra, de ahí en adelante se pensó en
Occidente que lo único que tenía sentido rescatar de
la mitología griega era la idea de tomar agua del río
Mnemósine para no olvidar el pasado. Es decir, es posible que los cristianos occidentales hayan aplicado el
principio de la lógica clásica, post-parmenídea, para
prescindir de la otra parte de la mitología griega, a
saber: el olvido.
Ahora bien, según la mitología griega, antes de
que las almas de los seres humanos que habían muerto salieran del Hades para reencarnar en nuevos cuerpos, debían tomar agua del río del olvido, del Lete
(Λήθη), con el fin de que no recordaran sus vidas pasadas. Esta acción, desde luego, coincide con el mito
socrático-platónico de la reminiscencia, que apoya la
Teoría de las Formas: cuando un alma se encarna en
un cuerpo, sufre de amnesia, por lo cual aprender es
recordar a lo largo de la vida, mediante la mayéutica,
lo que el alma ya vivió en el mundo ideal. Por consiguiente, tomar agua del río Lete al salir del Hades
era una acción opuesta a la que las almas realizaban
cuando llegaban a la morada de los muertos, bebiendo del río Mnemósine. Pero esta acción mitológica
era complementaria, jamás contradictoria.
Unión de memoria y olvido para la reconstrucción de una vida violentada,
a partir de la tradición oral narrada en comunidades de paz (Pp. 92 - 107)
Con base en lo anterior, es ineludible plantear la
unión complementaria, sustancial si se quiere, entre
memoria y olvido, que se vivía en la Grecia anterior
a Parménides, conceptualizada por Heráclito, para
quien la realidad era la unión de los opuestos. Para
hacerlo, no solo es importante señalar que Mnemósine significa presencia, manifestación, patencia, lucidez, recuerdo presente de lo que se vivió en el pasado,
y que Lete designa ocultamiento, oscuridad, olvido
de lo vivido, sino que también es significativo advertir que ambos ríos hacen parte del mitológico Hades
y que por eso ambos son necesarios, mutuamente
dependientes, indispensables tanto para el re-nacimiento, esa nueva ascensión a la vida (Lete), como
para el descenso a la muerte (Mnemósine). En otras
palabras, a la luz de la visión cíclica de la vida y la
muerte que tenían los griegos, no es apropiado escoger a la memoria y desechar al olvido como lo hace la
racionalidad instrumental moderna, excluyente, no
complementaria, con base en la relectura del pensamiento parmenídeo: la verdad epistemológica reside
en el ser (la luz del único sol que está más allá de
la caverna) y la falsedad doxológica, en el no-ser (la
sombra al interior de la caverna).
Desde esta óptica que une a los opuestos, es necesario interpretar desde otro punto de fuga el pensamiento platónico. Desde esa trinchera filosófica,
posiblemente criticada por muchos, la vida, según
Platón, no solamente sería la contemplación del
mundo ideal a la luz del sol, llevada a cabo desde la
salida de la caverna, sino que también sería un regreso a la oscuridad de esta última, que es el mundo que
habitamos y del cual no podemos escapar. La vida no
sería solo luz, idea, sueño de un mundo mejor, sino
también ese caos que conocemos como realidad.
Desde esta postura que une a los opuestos se puede advertir que lo que Platón denuncia es que considerar a la realidad como verdadera, como la única
opción posible para experimentar durante esta vida,
es llevar una vida oscura, sin brillo, legitimando la
esclavitud a la cual están sometidos los ciudadanos
de la democracia ateniense. El ideal, ese que está en
otro mundo, tiene la función de moldear esta triste
realidad, a ver si algún día se convierte en algo mejor.
Quien hace ese intento, como Sócrates, generalmente termina siendo asesinado por quienes gobiernan y
consideran que el único orden posible es esa caverna
oscura. A Jesús le pasó algo similar cuando denunció
a los sacerdotes que habían hecho de la casa de oración una caverna de ladrones.
Manuel Leonardo Prada Rodríguez
Relacionando lo anterior con el tema de este artículo, es conveniente mencionar que, así como el ser
muestra y oculta en este tiempo que es nuestra vida
en toda su plenitud, la memoria, que para San Agustín de Hipona es nuestra alma, no solo debe recordar,
sino también dar paso al olvido. Nuestra vida –y esa
podría ser una buena definición de ser humano– es
una contradicción entre el “sí” y el “no” que se da en
ese tiempo que somos nosotros mismos. Pero esa contradicción no tiene como solución la eliminación de
una de sus partes, sino el estado intermedio de: “ya,
pero todavía no”, es decir, el ser humano, lejos de ser
finiquitado, está en permanente construcción. Como
diría Heráclito, lo único fijo en el ser humano es que
cambia constantemente. Y para poder moverse, para
poder cambiar, es necesario aprender una postura,
desaprendiendo otra en algunos casos, modificándola
en otros. Gracias a las oposiciones, el ser humano supera etapas o se queda en ellas disfrutándolas durante
mucho tiempo, creciendo como un árbol que se ramifica a medida que, por una parte, ahonda sus raíces
en la tierra y, por otra, hace que sus hojas apunten
al cielo.
Concretando estos términos, Mnemosine implica
recordar el pasado para poder morir a la realidad de
violencia. Habiendo visto cómo los victimarios acababan con lo que los impulsaba a mantenerse vivos
(la tierra, los familiares, el entorno donde llevaban
a cabo las elecciones para poder construir su propio
ser), las víctimas tienen derecho a recordar su muerte
en vida. Pero también tienen derecho, si así lo quieren (porque la gente también tiene derecho a atrincherarse en su pasado, a no rehacer su vida, a vivir
literalmente como un alma en pena), a olvidar esos
acontecimientos sombríos para renacer, para construir una nueva vida. En la mayoría de los casos, ese
derecho es violado, como se verá más adelante.
En correspondencia con lo anterior, tanto el esclarecimiento como el ocultamiento son posibles gracias
a la acción del logos, que es como el agua de los ríos
por donde fluyen la memoria y el olvido. O sea que
la memoria es lógica, en tanto que reúne o recopila
los datos de la vida, evitando que queden sueltos y
mutuamente suprimidos. Asimismo, el olvido es lógico porque reúne las condiciones necesarias para una
nueva existencia, un regreso a la tierra:
Lenguaje (logos), memoria y olvido van de la
mano, articulando al ser del humano (no esencia,
porque no es una cosa, sino existencia) y sus proyec-
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ciones, en el sentido de que la vida no es solo lo que
somos (permanencia, al estilo de Parménides), lo que
se ve en el presente, sino también lo que hacemos
y podemos llegar a ser (lo que fluye o cambia, al estilo de la óptica de Heráclito) y que es difícilmente
conceptualizable. Esto se manifiesta en Colombia
mediante los saludos: “¿cómo está?” o “¿cómo le va?”,
cuya respuesta prácticamente oficial es: “ahí, trabajando” o “bien, estudiando”. Tanto el: “ahí” como el:
“bien” designan la luz de la permanencia, el ser que
posibilita la existencia. Las acciones: “está” y “le va”
se refieren a, justamente, esa existencia, que es sombría, fluctuante, no construida, no finiquitada, sino
llena tanto de determinaciones culturales como de
posibilidades y elecciones, muy al estilo de la frase
sartreana de que el hombre es lo que hace con lo que
hicieron de él.
Lo anterior conlleva dos partes de la realidad. En
primer lugar, el ser del humano se va construyendo
a sí mismo en el tiempo, a partir de la memoria, mediante la cual retiene el pasado para forjar el presente
y el futuro, olvidando aquellos hechos que no apoyan
dicha construcción. En otras palabras, la memoria
determina ontológicamente la historicidad humana,
la vida. Viceversa, sin memoria no hay ser humano.
Por eso, una comunidad sin memoria histórica carece
de dignidad humana. En relación con esta propuesta,
Joaquín Esteban Ortega afirma lo siguiente:
Todo este proceso liberador mediante el cual el hombre consigue desvincularse
de las ataduras de la materialidad y de la naturaleza se puede producir
gracias a que la memoria comienza su particular proceso de constitución
y aprehensibilidad al manifestarse fenoménicamente en la objetivación
lingüística del logos. Para Emilio Lledó, “ser es, esencialmente, ser memoria”
sin embargo, la memoria es lenguaje, es el permanente campo abonado en
el que se produce la constante siembra de la palabra; el humus en el que se
produce el lento madurar de un logos que encontrará su planificación en el
diálogo. La memoria es la clave que permite al lenguaje ofrecernos un mundo
desde nosotros mismos (Ortega, 2011).
En segundo lugar, lo mismo debe decirse acerca
del olvido. El olvido también establece esa otra parte de la historicidad humana que es la posibilidad de
la muerte. Paradójicamente, dicha posibilidad es la
que permite al humano pensar serenamente en tomar
agua del río Lete para regresar a la tierra a experimentar una nueva existencia, en este caso genuina, tal y
como lo describe Martin Heidegger en los parágrafos
del primer capítulo de la segunda sección de Ser y
tiempo, intitulada: Dasein y temporeidad. En términos concretos, una comunidad sin olvido carece de
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la oportunidad de reconstruir la vida, luego de que
esta fue violentada. Claro está, es necesario evitar
el dominio del olvido que envía la memoria al exilio, acción que usualmente promueven los gobiernos
a los cuales no les conviene que sus gobernados se
acuerden de los maltratos estatales que han soportado
durante mucho tiempo y los grupos al margen de la
ley que habitualmente afirman que nunca han cometido ninguna violación a los Derechos Humanos de
las personas.
De lo anterior se deriva que tener memoria comporta la necesidad de construirla, no como un bastión
que se mantendrá siempre presente, como impone la
visión moderna post-parmenídea, sino como un paso
previo al olvido. Obviamente, el olvido de las acciones cometidas por los violentos en el pasado no se refiere a ignorancia ni impunidad. El olvido no justifica
el hecho de que todavía haya personas esperando que
el Estado colombiano y los guerrilleros desmovilizados les cuenten qué pasó con sus familiares desaparecidos en los diferentes enfrentamientos armados. El
olvido no es previo a la memoria, sino que viene después de ella y de la reparación realizada por parte del
victimario. Cuando ya se ha recordado lo suficiente
el hecho violento, de tal manera que la víctima ya ha
identificado a su victimario; ha decidido si lo perdona
o no, luego de haber escuchado de labios del victimario la petición privada y pública de dicho perdón; ha
recibido una reparación por parte de él, aunque esta
jamás es adecuada para recuperar todo lo que perdió;
en fin, ha recibido ese amague de indemnización que
es lo que habitualmente se conoce con la expresión:
“se hizo justicia”, solo entonces el olvido es bienvenido y necesario. Antes no, porque desplazaría a la memoria, quitándole su función y, por tanto, no habría
complemento, sino, una vez más, exclusión.
En esa línea de pensamiento, el olvido, lejos de
equivaler a impunidad, se refiere a la condescendencia de la edificación de una nueva vida. Esto implica
que, al hacer memoria histórica, es importante pasar
de la finitud biológica (Bíos¸ vida inauténtica e irreflexiva) de los momentos que se han vivido y acerca
de los cuales todavía no se ha reflexionado, a la toma
de conciencia biográfica que más adelante posibilitará la Zoé (vida auténtica, pensada con serenidad). De
esto hablaba Søren Kierkegaard al promover el salto
desde lo estético (Bíos¸ vida inauténtica e irreflexiva)
a lo ético (toma de conciencia biográfica), y desde lo
ético a lo espiritual (Zoé o vida auténtica y pensada
con serenidad). De lo mismo hablaba Martin Heide-
Unión de memoria y olvido para la reconstrucción de una vida violentada,
a partir de la tradición oral narrada en comunidades de paz (Pp. 92 - 107)
gger al sembrar la necesidad de angustiarse ante la
vivencia cotidiana, volcada hacia el manejo acrítico
de los útiles, para empezar a construir, con las posibilidades de su ser, una existencia auténtica.
LA ANGUSTIA COLECTIVA ES UNA CONDICIÓN
PARA SOÑAR CON Y EMPEZAR A CONCRETAR
LA RECONSTRUCCIÓN DE LA EXISTENCIA
AUTÉNTICA DE LAS VÍCTIMAS
Es importante encomendar, mas no imponer, al
pueblo colombiano la evaluación crítica de la realidad, la contemplación, a partir de la memoria histórica, de lo vivido, para alcanzar ese extraño estado
que es la angustia, sin la cual es imposible que dicho
pueblo llegue algún día a reclamar o conquistar su
auténtica humanidad. Reconociendo lo inestable y
sombría que es esta realidad, el colombiano, y no solo
la víctima, está invitado a angustiarse, para poder
pensar en un mejor futuro, en lugar de desesperarse,
porque este temple de ánimo lo ancla en el pasado y
le impide tanto vivir el presente como forjar un mejor
mañana. Pero, ¿qué es eso de angustia?
En el pensamiento de Søren Kierkegaard, la angustia es lo propio del estadio espiritual que contrasta
ostensiblemente con el estadio estético, que es la experimentación de una aparente tranquilidad y satisfacción que no es verdadera por ser momentánea y por
basarse en la repetición ad infinitum de los placeres.
Al intentar eternizar esa emoción momentánea que
surge al satisfacer los instintos y no poder lograrlo, el
ser humano solo encuentra vacuidad. De hecho, no
ha intentado ser feliz, sino solamente someterse a los
criterios que el “uno” le ha trazado para estar simplemente alegre por un momento, muy al estilo de los somas de Un mundo feliz. En este caso se usa la palabra
“uno”, entrecomillada, haciendo referencia al sujeto
de la cotidianidad denunciado por Martin Heidegger
(2005), en “Ser y tiempo”, en el capítulo cuarto, intitulado: El estar-en-el-mundo como coestar y ser-símismo. El “uno” es una delación que dicho filósofo
especifica con mayor claridad en el parágrafo número
27. En este último, el discípulo de Edmund Husserl
hace la siguiente definición en relación con el “Uno”:
Ahora bien, esta distancialidad propia del coestar indica que el Dasein está
sujeto al dominio de los otros en su convivir cotidiano. No es él mismo
quien es; los otros le han tomado el ser. El arbitrio de los otros dispone de
las posibilidades cotidianas del Dasein. Pero estos otros no son determinados
otros. Por el contrario, cualquier otro puede reemplazarlos. Lo decisivo es tan
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solo el inadvertido dominio de los otros, que el Dasein, en cuanto coestar,
ya ha aceptado sin darse cuenta. Uno mismo forma parte de los otros y
refuerza su poder. “Los otros” —así llamados para ocultar la propia esencial
pertenencia a ellos— son los que inmediata y regularmente “existen” [“da
sind”] en la convivencia cotidiana. El quién no es este ni aquél, no es uno
mismo, ni algunos, ni la suma de todos. El “quién” es el impersonal, el “se” o
el “uno” [das Man] (Heidegger, 2005, p. 151).
Lo esperado tanto por el filósofo danés como por el
filósofo alemán es que el ser humano alcance por fin
el hastío del desperdicio de su tiempo, en el cual reside su existencia. Entendiendo que el ser humano no
tiene tiempo, sino que es tiempo o que solo puede-seren-el-tiempo, tiene que angustiarse ante la pérdida de
dicho tiempo, que consiste en dárselo todo al “uno”.
Itero: por darse cuenta de que ha llevado ese tipo de
vida tan frívolo y esclavizador, empieza a ser consciente de que no ha hecho nada para sí mismo, sino
que todas sus acciones han estado proyectadas hacia
la satisfacción del “uno”, que no es el “otro-víctima”,
sino habitualmente el instrumento del victimario.
En un segundo momento, por causa de la angustia,
el humano empieza a soñar con una verdadera vida,
pero sabiendo que jamás podrá alcanzarla en permanente estado de autenticidad, en el sentido de estar
realmente libre de toda atadura del “uno”, esclavitud
característica del existenciario de caída, de la existencia inauténtica. Intentar perpetuar la existencia
auténtica sería un esfuerzo tan vano como el del esteta, explicado por Søren Kierkegaard. En lugar de
eso, usualmente, la existencia auténtica es un destello tanto de luz como de tiempo, que a manera de
clímax de una vida volcada hacia el Otro, culmina
con el premio de una muerte violenta. O sea que la
existencia auténtica, por ser oposición a la inauténtica, generalmente es cercenada. Y así como la realidad
es la unión de los opuestos, la existencia auténtica
se oculta y se esclarece, se memora y se olvida. Por
tanto, aunque la única existencia que se ha vivido es
la inauténtica –la realidad–, no es cierto que lo máximo que se pueda lograr sea adquirir una conciencia
crítica ante ella, preguntándose por el ser, por las
posibilidades de ser lo que uno quiere y no lo que le
toca. Así como sucede en el mundo ideal de Platón,
la existencia auténtica es un sueño que, desde el más
allá, desde el no-lugar, irrumpe en esta realidad mediante acciones de transformación que apuntan hacia
su concreción, pero de manera intermitente en algunos casos y, en la mayoría, en su versión de fracaso.
Jesús es un ejemplo de ello: por buscar una existencia
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auténtica tanto para él como para su pueblo, logró la
cruz. Pero esa derrota es, precisamente, su victoria,
como lo explica el teólogo Juan Stam (1999):
El Cordero no es menos fuerte y vencedor que el León, pero la nueva y
sorprendente figura nos aclara cómo aquél vence de una manera que no
corresponde exactamente con su imagen. El poder vencedor del anunciado
León de Judá no es simplemente la omnipotencia divina del Señor sino el poder
totalmente paradójico de la cruz (1 Co 1:18-25). No venció desde alguna
“prepotencia”, sino desde la mayor “im-potencia”, la mayor vulnerabilidad
y aun la aparente derrota más vergonzosa. Como Cordero inmolado, como
amor que persistió hasta las últimas consecuencias para redimirnos, el
Cordero es digno de abrir las páginas selladas de la historia y del futuro
(1999, p. 206)… Aunque los títulos mesiánicos que pregona el anciano y
el verbo “vencer” (5:5) hacen pensar a primera vista en una conquista por la
fuerza o la prepotencia, la sorprendente figura del Cordero inmediatamente
echa por tierra tal expectativa. El Cordero ha vencido y es digno, no a pesar de
su aparente fracaso y su humillante muerte, sino precisamente a causa de ello.
Es digno porque fue inmolado. Su “fracaso” (aparente) fue su “éxito” (real).
Es difícil imaginar una figura más patéticamente débil que un cordero al
punto de ser inmolado, tan impotente e indefenso como un crucificado. Como
señala Ellul, el Cristo crucificado aparece como “el despojado, el aniquilado, el
más débil de todos los hombres” (1977:117-120). El Cordero representa
“el no poder, la no resistencia a la muerte”. Pero el evangelio nos avisa que
precisamente la “inserción misteriosa del no poder de Dios” en la historia es
“la victoria que vence al mundo” (1 Jn 5:4), desde la total vulnerabilidad
de la cruz. La cruz trastorna todos nuestros conceptos de poder, eficacia y
éxito. (p. 209).
Si bien es cierto, la realidad, y en especial la colombiana, es caótica, para no suicidarse con el fin
de evitar semejantes circunstancias, el ser humano
puede optar por morar en un mundo simbólico, mitológico, lleno de utopías que versan sobre mundos
mejores como se ve en el caso de la niña de la película
“El laberinto del fauno” y de los niños de “El león, la
bruja y el ropero”, que huyen de las atrocidades de la
Segunda Guerra Mundial habitando el mundo mitológico de Narnia.
Quizás por querer describir la realidad, mostrando
la amargura de su desconcierto, o por querer vivir en
un mundo que no sea fáctico, que no sea el de los
negocios, el de ganar dinero por la simple razón de
acumularlo, así este jamás se disfrute por las múltiples
ocupaciones que acarrea la decisión de simplemente
guardarlo en un banco o invertirlo en una bolsa de
valores, es que los humanistas han optado por suicidar su existencia inauténtica en un mundo consumista y han elegido empezar a vivir la derrotada existencia auténtica, en un anti-sistema (entendido como
alternativa en vez del sistema, no como ir en contra
del sistema, al estilo de las FARC, por ejemplo). Sin
opio, sin alienación, es preferible vivir en el mundo
cultural o simbólico de la literatura, la música, entre
otros saberes y prácticas que ayudan a llenar la vida
de la paradójica alegría de la angustia, generada por el
pensamiento crítico ante la realidad. Es mejor anhelar, mediante el arte autóctono, la creación de mundos nuevos, más justos y racionales, que consumir la
basura comercial que el “uno” produce a diario para
mantener sometida a la masa.
Fehacientemente, aquí no se está proponiendo
una alienación que impida vivir la realidad, al estilo
del opio de los pueblos criticado por Karl Marx. De
ninguna manera se está promoviendo que las personas
no pongan sus pies en esta realidad, para que pien-
El hecho de que, según el pensamiento de Søren
Kierkegaard (1998), el ser humano deba esforzarse por
jamás dejar de angustiarse porque ese pathos es precisamente lo que le da la humanidad, implica que, en el
momento en que desista de hacerlo se vuelve animal,
Otra vez, estamos ante una contradicción tan maldita como el significado de la cruz. Una vez más, la
vida real aplasta esos intentos modernos de mostrarla
como algo perfecto, ligado únicamente a la perspectiva del éxito.
100
sen exclusivamente en una esperanza en el más allá,
propuesta que desagradaría a Friedrich Nietzsche. Lo
que se está afirmando es que la utopía no existe en
esta realidad y que por eso se llama así: no-lugar. Cada
vez que un ser humano quiere acercarse a la utopía,
como en el caso de Aquiles persiguiendo a la tortuga, según la paradoja de Zenón de Elea, esta se aleja.
Si él va un paso hacia ella, esta se aparta un paso. Si
él corre treinta pasos hacia ella, entonces ella estará
treinta pasos más lejos de él, así llegue la ilusión óptica, el espejismo, de que ya casi se alcanza. Ante eso,
existen dos opciones: o cansarse de perseguir una idea
irrealizable en su totalidad, como el perro que se da
cuenta de que jamás alcanzará a morder su cola, luego
de haber dado mil vueltas en el intento, lo cual equivale a legitimar siempre el orden habitual de las cosas;
o voltear su cuerpo por un momento para mirar hacia
atrás y ver que, al perseguir lo que no existe en esta
realidad, sino solo en el plano ideal, de todos modos se
ha logrado avanzar algunos pasos, en lugar de haberse
quedado en el mismo, fastidioso y caótico punto, que
es la realidad entendida como cotidianidad.
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2013
Unión de memoria y olvido para la reconstrucción de una vida violentada,
a partir de la tradición oral narrada en comunidades de paz (Pp. 92 - 107)
ángel o máquina, pero ya no sigue siendo humano: “si
el hombre fuese un animal o un ángel, no sería nunca
presa de la angustia. Pero es una síntesis, y, por lo
tanto, puede angustiarse, y cuanto más hondamente
se angustia tanto más grande es el hombre” (Kierkegaard, 1998, p. 152). Si no se angustia, vive en un
mundo estético, vacío, volcado sobre su cotidianidad,
sin preguntarse por ella ni por la posibilidad de cambiarla. Por mucho, el Homo Entitatum –si se permite
la invención y uso de este neologismo, para relacionarlo con el concepto heideggeriano de ser-ahí-arrojado-en-el-mundo, de ente simplemente óntico y no
ontológico, de el-hombre-está-siendo-en-las-redes
(Cortés, 2007, p. 129)– se desespera –porque el desespero es desesperarse de algo, estar invertido hacia el
manejo de los útiles y anhelar siempre uno mejor, que
esté a la moda–. Pero dicho desespero lo lleva a mantenerse fiel a ese estado de caída, sin buscar cambiarlo
ni mucho menos destruirlo. Solo la angustia –que es
angustia de nada, que es sentir el vacío de experimentar siempre lo mismo, una y otra vez al estilo del eterno retorno de lo mismo de Friedrich Nietzsche, sin
que los placeres lleguen a saciar jamás el alma; que
es darse cuenta que uno solo está preocupado por las
actividades habituales que se llevan a cabo durante
todo el día sin un respiro para pensar–, por permitir
al humano hastiarse de su condición natural o instintiva y desear vivir en otra mejor (epistéme afuera
de la caverna, utopía de Tomás Moro, estado espiritual de Søren Kierkegaard, súper hombre de Friedrich
Nietzsche, liberación de Enrique Dussel Ambrosini),
posibilita al humano trascender o saltar desde el estadio estético al espiritual, por medio del ético. Esa es
la misma angustia que lleva al hombre caído, según el
pensamiento heideggeriano, a intentar pasar de una
existencia inauténtica a una auténtica.
En este territorio la aparente identidad colombiana la logran: el chovinismo causado por la Selección
Colombia de Fútbol, los grupos políticos que proponen marchas contra los grupos subversivos, la posibilidad de una guerra contra algún país vecino como
Nicaragua, entre otros eventos sombríos que jamás
llegan a ser patriotismo sólido, basado en un pasado
concreto y reconocido con orgullo. Antes que tener
una identidad sólida, el colombiano promedio quiere ser otro, pero no Otro, sino Mismo, es decir, otro
igual a un europeo, otro como el estadounidense otro
que ya no quiere ser lo que es, sino convertirse en
un occidental. Si esta realidad, que es un desastre,
no genera angustia, entonces el pueblo colombiano
no tiene condición humana. Entonces, hay que de-
Manuel Leonardo Prada Rodríguez
cir que era real la denuncia, en relación con: “esos
animales que habitan la Gran Colombia, parecidos
al hombre”, hecha por el filósofo de Envigado, Fernando González Ochoa (1995), en Los negroides, así:
Hijo de puta es aquél que se avergüenza de lo suyo. Por aquí me han llamado
grosero porque uso esta palabra, pero la causa está en que mis compatriotas
son como el rey negro que se enojó porque no lo habían pintado blanco.
Porque somos hijos de padres humillados por Europa, simulamos europeísmo,
exageramos lo europeo. Nuestra personalidad es vana. Por eso Suramérica
no vale nada; pero el día en que se practiquen mis métodos de cultura, el día
en que seamos naturalmente desvergonzados, tendremos originalidad (p. 9).
Si el colombiano no se angustia por vivir como
alguien que no es él, no solo serán inútiles los proyectos de memoria histórica, sino que también será
difícil reconstruir esta patria en la época de la postguerra, como debería llamarse el post-conflicto, concepto que hace del conflicto algo monstruoso que hay
que evitar, como si el conflicto fuera malo o bueno.
En lugar de eso, el conflicto es necesario porque en
presencia de su ausencia habría una sola voz, una sola
forma de mirar la vida, una dictadura omnipresente y
omnipotente, mas lo que se quiere proponer en este
artículo es una visión incluyente de la vida, que cobije las dos partes de la misma o incluso las múltiples
que aún están desconocidas.
En esta época de la guerra, conflictivamente llamada conflicto, se empieza a imponer el discurso de
moda, que ya se oye en las oficinas y demás lugares de
trabajo: “a mí me hubiera gustado ser pintor, pero mi
papá no me dejó. Por eso soy contador”. El deseo metalizado de la plata ha hecho que la mayoría de los hijos de esta época opten por estudiar y hacer lo que les
toca y no lo que les gusta. La sociedad, desde la casa,
el colegio, los medios masivos de comunicación, en
fin, el “uno” heideggeriano, que es esa férrea institucionalidad moralista que tiene respuestas preestablecidas para todo, está privando a los seres humanos de
su capacidad de elegir, de crear su propio ser a través
de las posibilidades que lo circundan.
La sociedad colombiana está buceando en las profundidades de la desesperanza y parece que nunca
surgirá a la superficie, mediante la angustia. Por eso
la gente ahora trabaja aburrida, llevando a cabo actividades que no llenan el alma, sino que dan la sensación de frustración. Los trabajadores de la actualidad
viven en una mediocridad afectiva y emotiva como
las cosas no humanas que no sienten, descritas en la
película distópica intitulada: Equilibrium, dirigida
2013
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por Kurt Wimmer en el 2002. En ella se ve claramente que es el sentimiento el que genera el conflicto.
Es la afectividad, como lo explica Martin Heidegger
en “El ser y el tiempo”, y no tanto la racionalidad,
la que nos permite ser humanos, cambiar de ideas,
construir otras y conducir nuestra vida de manera autónoma, siguiendo esas normas surgidas desde nuestra
voluntad. Por lo anterior, la imposición de una única
manera de ver la realidad, sea a través de una dictadura o de una democracia que gobierna a través de ese
cuarto poder que son los medios masivos de desinformación y confusión, tiene que acabar con el sentimiento, sedándolo, para que la gente no discuta ni dé
su vida por lo que piensa, tal como se hacía antaño,
antes de esta edad de la globalización y la exclusión,
nombre dado a esta época por el filósofo argentino y
mexicano Enrique Dussel Ambrosini.
La dificultad de recordar lo recordable y olvidar lo
olvidable en esta, la época de la técnica, entorpece la
reconstrucción de una vida nueva.
El derecho de la víctima a olvidar lo que la convirtió en eso, una víctima, no es algo con lo cual se nace,
sino que, como en el caso de la memoria, encargada
de posibilitar la existencia humana, hay que construirlo. En esta época eso es algo sumamente difícil
de lograr por varias razones, entre las cuales la más
grave tiene que ver con el abandono de la episteme –
ante la cual hay que llegar con tiempo y serenidad– y
la predilección por la doxa (mas no arraigamiento o
aferramiento, porque es imposible asirse de algo que
no tiene aparataje o cuerpo argumentativo, sino que
es pura habladuría). La mayoría de la gente de la actualidad no puede optar por demorarse en la lectura
contemplativa de libros clásicos, sino que está obligada –aunque cree que lo hace voluntariamente– a leer
textos pequeños, efímeros, que se digieren fácilmente, saturando su mente de vanas informaciones, como
si lo único que importara fuera la actualidad, que no
permanece sino que se desvanece al instante:
La actitud del olvido se opone a esta toma de conciencia. Es la propia sociedad
actual, ansiosa de respuestas inmediatas sobre la problematicidad del mundo
que le rodea, la que se ha dejado llevar por la comodidad y la despreocupación
que supone recibir respuestas “útiles” de vez en cuando por parte de la
ciencia-tecnología. Quizás, por esto, donde también se debe buscar buena
parte de la peculiaridad del olvido del logos es en nuestra sociedad moderna
y su fe en la ciencia. Quizás esta sociedad adormecida por el cloroformo
del pragmatismo y por el arrebato seductor de las imágenes, esté exigiendo y
102
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2013
esperando demasiado de la ciencia; más, probablemente, de lo que nos puede
ofrecer. (Ortega, 2011).
En esta época progresista, cuando el ser humano no tiene tiempo para recordar porque olvida el
pasado con facilidad, al estar inclinado a tratar de
captar el cúmulo de información que le llega sobre
la actualidad, esa noticia volátil que ya no será nada
en el futuro –a no ser que se trate del resultado de
un partido de fútbol, de un reinado de belleza, de la
muerte por sobredosis de un actor, etc. –, es necesario rescatar a Mnemósine. Pero también a Lete,
debido a que hay tanta información inservible que
es menester desecharla1. En especial, es importante
arrojar la información que quita el horror ante los
acontecimientos horrorosos. Me refiero a ese morbo
de ver sangre en los noticieros y periódicos como un
simple espectáculo de Hollywood, que entretiene y
no genera dolor. Es menester olvidar esa indiferencia
para poder construir una patria con sentido. En otras
palabras, la gente de esta época de la técnica olvida lo
que no toca olvidar, dando pie así a la impunidad, y
recuerda lo que no debe recordar, dejándose dominar
por la publicidad.
A su vez, es oportuno proponer a la memoria histórica, que consiste en recordar las acciones violentas
de los victimarios, como un impulso para alcanzar el
olvido, no con el afán de legitimar dichas acciones,
sino, repudiándolas, de iniciar una nueva etapa de la
vida que sea diferente a la violencia. El olvido está
ligado al perdón, a esa actitud que no olvida intelectualmente la herida, pero que tampoco la padece
sentimental o emocionalmente como si esta todavía
estuviera abierta. La víctima tiene derecho a convertirse en ex-víctima, recordando intelectualmente su
herida en el futuro a través de la cicatriz de la misma,
la cual aún sigue ahí y jamás se va a borrar, pero probablemente tampoco volverá a doler con la misma intensidad de antes, sino cada vez más levemente. Esto
quiere decir que la memoria histórica es un recuerdo,
a pesar del cual se puede seguir viviendo, gracias al
olvido del dolor, que da la bienvenida a la sanidad
proporcionada por la medicina de la nueva vida.
1
Tener una memoria tan grande y fiel como la de un disco duro conlleva a la falta
de criticismo, discernimiento, clasificación, jerarquización o priorización. Ese
exceso de información, que termina desinformando a la masa, es la ceguera blanca
descrita por José Saramago en el Ensayo sobre la lucidez. Pero al conservar el
conocimiento serio, rechazando la información desechable, es posible superar esa
ingenuidad.
Unión de memoria y olvido para la reconstrucción de una vida violentada,
a partir de la tradición oral narrada en comunidades de paz (Pp. 92 - 107)
El olvido como medicina que da paso a una nueva
vida jamás se alcanza en su plenitud –y no tendría
ningún sentido hacerlo–, pero lo importante no es
llegar a la meta, sino transcurrir el camino. Es un
camino difícil, pero ya no con victimarios en él. Es
decir, se plantea una paradoja: hay que recordar la
época cuando se vivía una existencia inauténtica,
para no volver a caer en ella, al tiempo que hay que
olvidarla, en el sentido de trascenderla, para reclamar
el derecho a construir una existencia auténtica. Es
importante perpetuar en la memoria colectiva que los
grupos violentos impidieron a las víctimas que su vida
siguiera siendo campesina, por ejemplo, pero hay que
olvidar la experimentación del horror de una vida
vuelta hacia la adquisición de monedas en los postes
y semáforos de las urbes colombianas, superándola,
logrando una vida incluso mejor que antes. Por supuesto, esto no depende únicamente de las víctimas,
sino que el Estado debe garantizar este nuevo estado.
Para poder construir su propio ser, después de haberse angustiado, Colombia debe conocer su historia.
Por eso son necesarios, en la realidad incluyente, todos los intentos de memoria histórica, tanto los estatales como lo no gubernamentales, para tener diferentes puntos de vista y no solo el de uno de esos grupos.
Sin embargo, los grupos de memoria histórica deben
respetar el derecho de las víctimas a olvidar, en lugar
de seguir cometiendo, como a menudo sucede, faltas
éticas al considerarlas como mercancías que sirven
para mostrar productos y recaudar fondos económicos
para seguir ejerciendo sus labores de denuncia social.
La memoria de las violaciones de Derechos Humanos
no puede seguir siendo un espectáculo amarillista ni
un instrumento de riqueza, sino un medio de reconstrucción social, que debe estar delimitado por criterios éticos que vayan a favor del ser humano, de su
dignidad. Los proyectos de memoria histórica deben
aspirar al olvido bien pensado, el que cura las heridas
del pasado, pudiendo verlo, pero sin seguir sintiendo
el dolor de la herida abierta, sino la gratitud de haber
sobrepasado esa terrible circunstancia tras haber decidido alcanzar una auténtica vivencia.
Los judíos, por ejemplo, no se quedaron simplemente recordando su pasado, anclados en Auschwitz,
sino que, sin olvidar lo que sufrieron, buscaron reconstruir su futuro, en el presente, a partir de ese
pasado sombrío. El presente, caracterizado todavía
por la penumbra, les permite avizorar un futuro más
iluminado. La luz de la memoria, la antorcha de Mne-
Manuel Leonardo Prada Rodríguez
mosine, pudo alumbrar las tinieblas de la violencia
nazi. Ahora, la oscuridad del olvido, la carpa de Lete
que da sombra, puede ocultar ese pasado para dar la
bienvenida a un futuro mejor. ¡Cómo no!, hay que
criticar que los judíos sionistas de hoy en día solo
quieran recordar lo que Hitler les hizo y olvidar lo
que les están haciendo a los palestinos. También hay
que denunciar que algunos de ellos, no todos, siguen
intentando adueñarse del mundo por medio de su poder económico y cultural, esclavizándolo mediante
créditos usureros, acción que alimentó el antisemitismo desde antaño. Eso no se vale. Pero, por lo demás,
los judíos son un excelente ejemplo de cómo usar la
memoria y el olvido, en la búsqueda paulatina e interminable de la recuperación integral de una vida
anteriormente aniquilada.
LA MEMORIA HISTÓRICA EN COLOMBIA
TAMBIÉN DEBE HACER USO DE LA TRADICIÓN
ORAL, NO SOLO DEL TEXTO ARGUMENTATIVO,
PARA PASAR DEL OLVIDO DE LAS
ATROCIDADES A LA RECONSTRUCCIÓN DE LA
VIDA NUEVA
Uno de los grandes errores que se cometen en la
elaboración de la memoria histórica, gracias a su escritura occidentalizada y no pensada para ir acorde
con la idiosincrasia colombiana, consiste en que, por
medio de investigaciones exhaustivas, recopilación
de testimonios y evidencias, etc., se quiere consignar
todo lo sucedido en el momento en el que el victimario amedrentó a la víctima. Quizás por motivo de
esa voluntad occidental que todo lo quiere acumular,
no se dejan atrás, en el pasado ni en el olvido, aquellos hechos que, si no se dejan de lado, reavivan la
tortura. Hay acontecimientos crueles, por ejemplo,
cuando un paramilitar viola a una mujer después de
haberle matado a su familia, que ameritan ser dejados
en el olvido. Si no se hace así, en lugar de sanar la herida, la víctima termina paranoica, siempre pensando
en lo mismo: que ya no es nadie, que ahora es pobre,
que cuando fue violentada prácticamente murió, etc.
La memoria histórica de las atrocidades cometidas
por los violentos es importantísima siempre y cuando
su función sea buscar la reparación por parte de los
victimarios y la transformación de esa vida herida en
una vida cicatrizada. Indudablemente, la indignidad
ante los hechos violentos nos lleva a hablar de memoria, a almacenar en ella esas monstruosidades para
asquearnos y no volver a permitirlas, pero ¿será que
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todas las víctimas de la violencia quieren recordar lo
que les hicieron?, ¿las huellas de la violencia son necesariamente indelebles?
Con base en lo anterior, hay que recalcar que,
para poder hacer memoria histórica como preludio
del olvido que posibilita la nueva vida, primero tenemos que liberarnos. ¿En qué consiste esa liberación?
Básicamente, en que, como partícipes de Occidente,
no nos limitemos a desvelar la realidad mediante la
técnica, sino que también la encubramos, pero sin legitimar atrocidades. No se busca olvidar la violación
de un paramilitar a una víctima, sino el sentimiento
vívido que surge al recordar ese hecho inhumano. En
términos empiristas, la víctima tiene derecho a pasar
de las ideas de sensación obtenidas en los actos agresivos que sufrió, a las ideas de reflexión.
Recordemos que la estructura ontológica del Dasein también está constituida por el poder-ser, que
está en el campo del no-ser, de lo que todavía no es
pero ya es soñado. Es decir, la estructura que permite
que seamos lo que somos no solo se basa en la fascinación ante la técnica que desvela, de los métodos
para llegar a eso que normalmente se llama verdad,
sino que también se fundamenta en nuestra capacidad intrínseca de proyectarnos, de estar referidos a
múltiples posibilidades propias. Por ende, traigamos
a la luz los acontecimientos violentos por medio de
la poesía, no solo de la técnica, y después encubrámoslos con deseos de cambios sociales, manifiestos a
través de la tradición oral, que irrumpan poco a poco
en la realidad.
La poesía, esa creatividad pura que caracteriza al
colombiano, puede permitirnos tener una relación
más libre con la esencia de la técnica, de tal manera que usemos los aparatos tecnológicos en su debido
momento para empaparnos de la información fugaz
de vez en cuando, pero no siempre, no en todo momento, como promueven los medios masivos de comunicación para tenernos ahí, mirándolos siempre,
como si ellos fueran más importantes que la pregunta
por el ser propio, como si ellos nos posibilitaran la
autenticidad de nuestra existencia.
Es preferible usar los aparatos tecnológicos como
lo que son, simples útiles. Y con este sentido sigamos
a Heidegger (1989) que nos propone:
Dejamos entrar a los objetos técnicos en nuestro mundo cotidiano y, al mismo
tiempo, los mantenemos fuera, o sea, los dejamos descansar en sí mismos
104
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como cosas que no son algo absoluto, sino que dependen ellas mismas de algo
superior. Quisiera denominar esta actitud que dice simultáneamente ‘sí’ y
‘no’ al mundo técnico con una antigua palabra: la Serenidad para con las
cosas” (p. 25).
Hay que lograr el equilibrio entre el trabajo, tan
necesario para la subsistencia de la parte animal del
hombre (Bíos), y la lúdica, tan necesaria para la subsistencia de la parte espiritual del hombre (Zoé). Hay
que tomarse el tiempo para hacer memoria histórica
y olvidar lo que hay que olvidar serenamente, para
pensar en el ser auténtico como lo hizo Empédocles,
inmortalizado por Friedrich Hölderlin. De esta manera, se logrará algún día mantener una relación estrecha con la esencia de la técnica, pero con libertad,
sin estar sometido a ella como único destino que el
ser envía al hombre occidental: “la revolución de la
técnica que se avecina en la era atómica pudiera fascinar al hombre, hechizarlo, deslumbrarlo y cegarlo
de tal modo, que un día el pensar calculador pudiera
llegar a ser el único válido y practicado” (Heidegger,
1989, p. 29), tal como lo muestran las distopías.
Por cuanto en Colombia nos gusta imitar modelos occidentales, en lugar de ser originales, es importante mencionar que, antes de que la verdad fuera
dominada por la visión post-parmenídea de la lógica clásica, que descarta a lo oculto, al río Lete, se
cantaba poéticamente. Recordemos que en esa época, cuando la verdad era memoria y olvido, lo que
se muestra y lo que se oculta simultáneamente, no
se había llevado a cabo la secularización moderna,
sino que imperaba el contexto religioso, mítico. Si
se quería que los ritos o la vida misma se llevaran
de acuerdo a la máxima sacralidad, entonces se simbolizaban poéticamente. Curiosamente, este tipo de
sacralidad, de respeto ante lo tremendo y numinoso,
de amor por lo que se hace, es similar al que expresan
los indígenas y campesinos colombianos, que manifiestan su verdad y sabiduría poéticamente, a través
de narraciones, coplas, mitos, leyendas y canciones,
todas ellas fáciles de aprender y recordar. Entonces,
puede decirse que cantar la verdad no es hacer una
imitación, sino profundizar en aquella fluidez que
hace parte complementaria de nuestra humanidad.
En otras palabras, hay que olvidar esa habitualidad
ilegítima, adquirida por desgracia, para recordar, mediante la memoria histórica, la importancia de construir el propio ser. Una memoria histórica apropiada
al ser del colombiano debe posibilitar la experiencia
de la alegría y la nostalgia del pasado, el presente y el
Unión de memoria y olvido para la reconstrucción de una vida violentada,
a partir de la tradición oral narrada en comunidades de paz (Pp. 92 - 107)
futuro, a partir de cantos no solo cantables sino también bailables porque éste es kinestésico y moviéndose aprende mejor; de narraciones que evocan lo que
no solo sucedió antes de los hechos violentos, sino
que también construyen sueños paradójicos de retorno a esa buena vivencia pasada, mediante la construcción de la nueva realidad. Por cuanto hay casos
en los cuales las víctimas jamás tuvieron una buena
experiencia antes de los hechos violentos es menester
cantarles, narrarles, dramatizarles permitirles experimentar la renovación de la vida, a través de recursos
literarios que disfrute al máximo.
¿Por qué, entonces, seguir insistiendo en escribir
nuestra memoria histórica solamente a manera de
texto argumentativo, cuando nuestro trasfondo mitopoyético nos posibilita alcanzar una vida plena, expresada a través de la tradición oral?, ¿por qué seguir
escribiendo montones de textos argumentativos que
las víctimas difícilmente leerán, dada su terminología
extraña al lenguaje sencillo, su forma extensa y tosca
de expresar ideas y exceptuar sentimientos, en lugar
de ser prácticos y permitir que la vida recobre su efusión, a través de la memoria y el olvido, después de la
muerte causada por los victimarios?
Esta doble funcionalidad poética nos sitúa en la órbita de la verdad tanto
desde el punto de vista de lo divino como del de lo humano. La oralidad
del lógos ofrece la verdad de aquella vinculación esencial de los dioses con
el surgimiento del cosmos y con la determinación de lo que las cosas son, a
la vez que establece pautas de comportamiento para la comunidad al alabar
o deplorar las actuaciones de los personajes que conforman el pasado. La
palabra que se oye tiene un inmenso poder hierofántico en el que se descubre
lo verdaderamente real. En el esfuerzo del poeta por reproducir genealogías y
catálogos interminables no se encuentra otra cosa que la búsqueda del origen
a través de la conservación. Desvelado el pasado por los poetas, este resulta
ser algo más que un simple antecedente del presente. No se trata de situar
las cosas en un marco temporal, sino de alcanzar la raíz misma del ser
originario. Para ello era preciso transgredir los límites de la temporalidad
humana y situarse en la demarcación mediadora que ofrecen las musas a los
poetas. Las musas, con su madre Mnemosine a la cabeza, otorgan al poeta el
poder divino e intercesor de la palabra evocadora de lo que es y adivinadora
de lo que será. Como dice José Jiménez: “La palabra se configura, así, como
una vía de penetración en el pasado y en el futuro, en cuya estela queda
fijado el sentido del presente, el espacio de la verdad”. De este modo resulta
fácil vincular de forma connatural la palabra de la memoria con alétheia.
La memoria se ofrece como la potencialidad del ser en la que se manifiesta
la verdad del mundo. El poeta, por ser el más genuino hermeneuta, está
atribuido con la aptitud esencial de filtrar ser mediante su canto. De hecho,
tal y como señala Marcel Detienne, desarrollan un “estatuto de alabanza”
que se especifica en una doble dirección dentro de la conservación histórica de
lo que somos: si, por un lado, la expresión poética de recuerdo es elogiosa, la
Manuel Leonardo Prada Rodríguez
palabra otorga vida, ser, y la proyección futura de la inmortalidad; pero si,
por contra, es desaprobadora, otorga el silencio, la ausencia, la muerte y el
olvido (léthe). (Ortega, 2011).
La poesía, en tanto que creación de mitos fundamentales para orientar la nueva vida, enraizada en el
pasado previo a la acción violenta, pero postulando
una realidad distinta, sirve para recordar y paradójicamente olvidar el pasado violento. La función utópica de la memoria, que trae a cuentagotas el futuro
soñado, empieza a transformar la vida presente. Para
lograr este objetivo, el papel de la patria es viabilizar
la construcción del ser humano, que tiene que dejar de ser víctima en algún momento de su historia,
lo cual implica la elaboración de leyes justas que se
lleven a cabo, restituyendo tierras, reparando vidas
e impartiendo perdón por doquier. Sin memoria histórica no hay zoé, sino únicamente bíos. En la patria
desmemoriada el hombre no es un anthropos fysei
politikón zoón: el hombre es por esencia un viviente político, sino un anthropos fysei doulón bíon: el
hombre es por esencia un esclavo de su vida cotidiana. Olvidándose de actuar como un esclavo que siempre tiene que aceptar acríticamente las órdenes de los
amos violentos, el pueblo colombiano puede empezar
a soñar con la edificación de una patria libre, olvidando la experiencia vívida y sentida de las épocas
amargas, recordándolas fríamente como se recuerdan
los demás hechos históricos, escritos a través de ensayos y demás textos argumentativos.
CONCLUSIONES
Ahora bien, la experiencia actual, que dentro de
algunos años se convertirá en historia, nos muestra
que el Estado poco ha hecho a favor de las víctimas.
La burocracia estatal las ha puesto a ir de una oficina
a otra, realizando mil trámites y esperando décadas
para recibir una reparación dudosamente digna, que
normalmente consiste en la asignación de una tierra que ya está habitada por otro grupo armado o por
una empresa transnacional. Pero, en lugar de seguir
esperando, desde esa visión paternal, que el Estado
cumpla con una función que quizás jamás fue suya:
la de apoyar al pueblo y, por consiguiente, a las víctimas, es preferible apostar a la reivindicación y restauración de las mismas, a nivel emocional y corporal,
fomentando la conformación de comunidades donde
se viva la paz y la espiritualidad, no necesariamente
judeocristiana sino también animista, en la que brote
continuamente la esperanza. La desesperanza apunta
al suicidio. La angustia, a la esperanza.
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En dichas comunidades de paz, las personas pueden afirmar sus creencias a partir de relatos. Los relatos, cantados varias veces, ayudan a iniciar la transformación de la vida de las víctimas, muy al estilo de
lo que propone la teóloga Maricel Mena López en su
texto intitulado: “Teología, espiritualidad y reivindicaciones de género: hacia la recuperación de la dimensión antropológica de la espiritualidad”, y en sus
actividades de terapias narrativas para restaurar vidas
de mujeres violadas por paramilitares, que habitan
como desplazadas por la violencia en la comunidad
marginal del Distrito de Agua Blanca, en Cali.
Esas mujeres, aunque pueden seguir siendo consideradas por las organizaciones no gubernamentales
como víctimas y posibilitar con su imagen de mártir
la recaudación de recursos económicos, por la gracia
de Dios se perciben a sí mismas como ex-víctimas,
como personas llenas de posibilidades inexistentes
en la realidad, pero que ya existen en la utopía y
que, por tanto, hay que construir con las uñas y las
lágrimas en esta realidad caótica. Esas mujeres, invisibles para muchos proyectos de memoria histórica, jamás aparecerán en esos escritos, no solo por
no ser famosas, sino porque también han olvidado
su condición de mujeres oprimidas, superándola al
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convertirse en lo que son: guerreras, que ya no se dejan amedrentar por ninguna circunstancia, ni por el
olvido del Estado hacia ellas ni por la nueva realidad
de violencia que soportan. Su cuerpo tiene raudales de heridas, muchas de ellas todavía no cicatrizadas. Su mirada aún no logra abandonar el dolor de
la violación –y no tiene ningún sentido desecharlo
del todo– ni la desconfianza ante personas amenazantes. Pero sus acciones superan toda vejación. Sus
hijos cantan poemas de esperanza y celebran la vida
que vino desde el más allá al más acá. Sus nietas
podrán decir algo como: “mi abuela fue víctima de
la violencia. Gracias a ella, yo tengo dignidad. Mi
entorno no es el mismo de su época porque ya no
es pobre ni excluyente ni violento. Ahora, en este
santuario de paz, hay empleo digno para las mujeres
y los hombres tienen que pensar dos veces antes de
meterse con nosotras porque nuestra abuela nos enseñó a no tener miedo ni dejarnos violentar”. Por
eso es tan importante rescatar a la tradición oral
como una herramienta terapéutica, para teorizar sobre ella y llevarla a cabo en comunidades de base,
más aún cuando se sabe que la narración memora lo
que el texto argumentativo olvida y no debe olvidar
jamás: las ganas de vivir, de sentir, de disfrutar de
una vida plena.
Unión de memoria y olvido para la reconstrucción de una vida violentada,
a partir de la tradición oral narrada en comunidades de paz (Pp. 92 - 107)
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