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JOSÉ NUN Y JUAN CARLOS PORTANTIERO
compiladores “Ensayos sobre la transición democrática en la Argentina”
Juan Carlos Portantiero*
LA CRISIS DE UN RÉGIMEN:
UNA MIRADA RETROSPECTIVA
Es sabido que la economía argentina ha atravesado por dos etapas de integración al mercado mundial
y que los años treinta marcan una verdadera divisoria de aguas entre dos procesos de acumulación
capitalista.
Por cierto que la dirección de esta secuencia no es privativa de la Argentina: otros países de América
Latina la comparten y es mérito de la literatura de la CEPAL haber popularizado esta imagen desde sus
estudios iniciales publicados en los años cincuenta.
Pero esta equivalencia pierde su capacidad de generalización si lo que se busca es enfatizar sobre los
aspectos institucionales de los procesos de acumulación. En este caso —y sabiendo que no existe una
constitución de lo económico en un vacío social, político y cultural— la similitud entre procesos productivos
que se dan contemporáneamente en diversas sociedades no debe opacar la especificidad irrepetible
configurada por cada uno de esos “casos” nacionales.
El problema de las discontinuidades entre la abstracción simplificada de una acumulación económica y
la configuración compleja de un régimen social de acumulación surge también en el interior de las historias
propias de cada país.
De tal modo, si para nuestro caso y desde el punto de vista de la producción económica podría
considerarse que el período que recorre desde los años treinta hasta los años setenta conforma una
unidad, es evidente que subestimar las notables diferencias que separan, por ejemplo, la coalición
conservadora de 1930-1943 de la coalición populista de 1945-1955 implica hacerse cargo de una
abstracción abusiva, con perniciosos efectos incluso para el propio examen económico del ciclo. Es que
el análisis de un régimen social de acumulación, como proceso histórico, implica hacerse cargo de sus
distintas fases internas, que van desde su emergencia —que nunca implica una ruptura total con el
pasado— hasta su consolidación y su decadencia y, eventualmente, su crisis.
EL PRIMER CICLO DE ACUMULACIÓN
Esa misma consideración que acabamos de mencionar para el período que comenzara alrededor de
1930 podría hacerse para la etapa anterior, la de la integración temprana de la economía argentina a la
economía mundial. En ese período, cuya emergencia se situaría alrededor de 1880, si bien es cierto que
el ascenso de la Unión Cívica Radical al gobierno en 1916 no habría de cambiar los patrones de desarrollo
económico vigentes, en cambio si lo hizo con las dimensiones sociales, políticas y culturales de ese
fenómeno.
Aquel primer ciclo de acumulación económica tuvo por soporte, como es sabido, la muy rápida inserción
de nuestra economía agropecuaria en el mercado internacional. Ese proceso de crecimiento por vía de la
explotación de una renta natural dio lugar a una vertiginosa modernización que convirtió a una sociedad
casi desértica a mediados del siglo XIX en una nación emergente con una estratificación social y cultural
compleja y con una densidad institucional que expresaba esos cambios. En pocos años, la llamada
conquista del desierto que llevó a una ocupación total del territorio, el trazado de los ferrocarriles, la llegada
de la inmigración masiva desde Europa, las inversiones extranjeras, preferentemente inglesas, y la
aparición de las manufacturas fijaron los rasgos de la Argentina moderna.
Una primera consecuencia de esa expansión fue la sucesión de conflictos sociales que obligaron a la
apertura progresiva del sistema oligárquico, expresada no sólo en el aludido éxito electoral de la Unión
Cívica Radical sino también en el paralelo crecimiento de la capacidad de presión del sindicalismo y del
socialismo en los centros urbanos del país.
Fueron los momentos de apogeo de la incorporación de la Argentina en la “economía-mundo capitalista”
(Wallerstein, 1976), a través de la consolidación de un perfil exportador de materias primas agrícolaganaderas complementario de los requerimientos del desarrollo industrial de las sociedades capitalistas
centrales. Junto con algunos países del Commonwealth como Australia y Nueva Zelandia, con los que
compartía muchos rasgos, la Argentina se convirtió en un partner preferencial de Gran Bretaña y bajo ese
amparo creció impetuosamente en el curso de pocas décadas. Con el Uruguay, configuró en América
Latina un caso “exitoso” de la dependencia económica en las condiciones particulares del capitalismo que
emergía de la llamada “gran depresión” de fines del siglo XIX.
Pero ya hacia mediados de la década del ’20 esas condiciones comenzarían a cambiar, achicando los
límites económicos del sistema: las exportaciones de carne a Gran Bretaña tocarían su techo en 1924 y la
ocupación de la pampa, esto es, la incorporación de nuevas tierras cultivables, se interrumpiría hacia
finales de la década.
En términos cuantitativos, el régimen social de acumulación vigente desde finales de siglo tuvo un
desempeño excepcional. Como señala un historiador: “Hacia 1914 la población se había cuadruplicado en
poco más que una generación. Entre 1880 y 1910 el valor de sus exportaciones se sextuplicó. Con
posterioridad a 1860 la producción total había crecido a un ritmo anual promedio del 5%; la población, al
3,4%; la superficie cultivada, al 8,3%, y la extensión de las vías férreas, al 15,4%”. (Rock, 1977:3.)
El modelo económico de crecimiento se asentaba, como es sabido, en la exportación de productos del
agro y en la importación de productos industriales. En ese esquema, la clase económicamente dominante
estaba constituida por una élite que controlaba monopólicamente la propiedad de las tierras fértiles y que,
desde ese privilegio, establecía una alianza con el capital extranjero. Se trataba de un caso típico de lo
que Cardoso y Faletto (1969) calificaron como situación de dependencia con “control nacional del sistema
productivo”, a diferencia de lo que se daba en las situaciones latinoamericanas de “enclave”.*
La ideología económica dominante era la del librecambio y la especialización productiva. pero ese
liberalismo económico no implicaba ausencia de Estado. Este cumplió un rol importante: por lo pronto
ocupó el territorio, desarmó las resistencias autonomistas provinciales y unificó la legislación básica y la
moneda. Intervino también institucionalmente en lo directamente económico a través de medidas fiscales
y aduaneras y de la política cambiaria y bancaria, de promoción del desarrollo de la infraestructura
necesaria para una producción volcada hacia el mercado mundial, de políticas de población y de
contratación de empréstitos, entre otras.
Pero el Estado fue también un instrumento de intervención social. Intentó el disciplinamiento del
mercado de trabajo mediante la represión, pero fue simultáneamente un canal de movilidad social para las
clases medias, a través de su incorporación a la administración pública o a la educación secundaria y
universitaria en manos del Estado. Como señala el citado Rock, “el Estado controlaba todos los
mecanismos de movilidad social de la clase media urbana. Sus políticas y sus medidas concretas en
materia de erogaciones determinaban en última instancia la cantidad de roles dependientes disponibles:
podía, incrementando el gasto público, ampliar el acceso de los grupos de clase media a cargos de alto
estatus o bien restringir dicho acceso”. Esta capacidad será decisiva para el ascenso al poder del
radicalismo y para su política “clientelística” hasta 1930.
Pero el radicalismo accedió al gobierno cuando la capacidad expansiva del modelo comenzaba a tocar
sus limites económicos. La crisis mundial de 1929 no haría sino precipitar esa decadencia. Los principios
que hasta entonces habían regido al comercio mundial y al amparo de los cuales se había producido el
“milagro argentino” habrían de derrumbarse en la medida en que una ola proteccionista se instalaba en los
países centrales La conclusión económica del ciclo obligaba a una readaptación, la que se produjo
rápidamente. Así, la Argentina iba a pasar en pocos años de un modelo abierto de crecimiento a otro
semicerrado. Un nuevo régimen social de acumulación emerge desde entonces.
LA CRISIS DEL TREINTA Y SUS CONSECUENCIAS
El nuevo escenario planteado por los cambios en el capitalismo mundial habrá de conducir a una
progresiva
declinación de la base agropecuaria y de apertura comercial sobre la que se había afirmado la fortaleza
anterior de la economía argentina y a un despegue, también creciente, de una industria liviana sustitutiva
de las antiguas importaciones, que habría de crecer bajo amplios marcos de proteccionismo. Esa
industrialización estaría más preocupada —tanto por lo que se refiere al gobierno como a los mismos
industriales— por su capacidad como generadora de empleo que por su eficacia competitiva.
De todas maneras, como ya ha sido señalado, este largo período en el que se consolidará la centralidad
de la manufactura orientada hacia el mercado interno tendrá lugar en el interior de marcos institucionales
diversos y aun contrapuestos, que se iban coagulando por medio de una dinámica cambiante de
estructuras y de proyectos.
Así aparece, primero, una orientación de tipo excluyente, que culminará hacia mediados de los años
cuarenta, y luego otra integrativa, que a su vez entrará en una larga decadencia —apenas interrumpida
por períodos de aparente recuperación— desde los años cincuenta.
Ese primer momento excluyente en el ciclo abierto en 1930, en el que el cambio en el régimen social
de acumulación coincide con el primer golpe de Estado triunfante desde la sanción de la Constitución
Nacional, engloba los quince años que corren hasta la aparición del peronismo en 1945.
Varios fenómenos habrán de caracterizar a esa etapa. En primer lugar la aparente paradoja de una
progresiva centralidad económica de la industria que tenía lugar dentro de un sistema político en el que
los grupos más concentrados de la tradicional élite conservadora habían retomado la conducción del
Estado.
Un segundo rasgo que se consolida en la década del treinta y que, como el anterior, trae consigo un
conflicto entre orientaciones culturales y comportamientos políticos de la élite dominante, es el crecimiento
de la intervención del Estado en la dirección del proceso de acumulación del capital.
Por vía de los aranceles, del manejo del crédito y del tipo de cambio, pero también a través de formas
más directas, como la creación de juntas gubernamentales que controlaban los niveles de producción, el
sector público fue transformándose —en manos de quienes habían sido adalides del más ortodoxo
librecambismo— en actor principal de la regulación de la vida económica.
Cierto que esa primera expresión de abierto intervencionismo estatal no tomaría las formas de la
promoción social, como sí sucedió en el período siguiente, pero habría de sentar las bases materiales y
las posibilidades burocráticas para que pudiera darse luego un proceso de redistribución basado en el
sector público.
Pero el crecimiento industrial y la emergencia del Estado como actor significativo no agotan el listado
de los cambios más importantes que tienen lugar en la década. Como corolario de esas transformaciones,
la estructura social y demográfica tomó la forma de una moderna sociedad de masas.
Esta expansión tuvo lugar, como quedó dicho, en un espacio político cerrado que, por vía del fraude,
de la violencia y de la corrupción creciente del sistema institucional, excluyó de la participación efectiva a
grandes sectores populares, muchos de ellos recién urbanizados.
Este bloqueo de la representación política en el interior de un régimen que se presentaba como
formalmente democrático precipitó el desarrollo de nuevos modos de intercambio de demandas, que
terminarían de establecerse al promediar la década del ’40.
En efecto: los puntos críticos alojados en el carácter sólo formalmente representativo del sistema
político favorecieron la incorporación de modalidades corporativas de negociación de intereses, en primer
lugar entre las organizaciones de los grupos económicamente dominantes —la Sociedad Rural y la Unión
Industrial, por caso—, pero también entre sindicatos y Estado, acentuándose así una orientación que, en
lo que hace al movimiento obrero, había aparecido ya bajo los gobiernos radicales a partir del crecimiento
de la corriente “sindicalista” en las filas gremiales, más partidaria que los socialistas, y por supuesto que
los anarquistas, de negociaciones directas con el Estado. La falencia del Parlamento y de la vida
democrática en general ayudaría a la consolidación de estos canales no partidarios de intermediación
política.
Este cuadro de modificaciones institucionales se completaba con el papel central que, como grupo de
presión en el interior del Estado, comenzaban a jugar las fuerzas armadas, en un crescendo de
intervencionismo estamental que alcanzaría su nivel más alto con el golpe militar de 1943, punto de partida
para una nueva coalición social entre las fuerzas emergentes en la década: industriales, sindicatos y
militares.
LOS AÑOS DEL PERONISMO
Esa coalición, cuyo vértice sería el cesarismo de Perón, abrirá una fase larga en el régimen social de
acumulación. El populismo modificará los patrones políticos vigentes, introduciendo un modelo
redistributivo en lo económico e inclusive en lo social, distinto al establecido en los años treinta y aun a las
primitivas intenciones de acumulación autárquica en la industria pesada que manifestaban los militares
nacionalistas en 1943.
Guido de Tella (1979) ha resumido en dos los puntos de vista más significativos en la discusión
económica de los años previos al peronismo. Por un lado, el asumido por Federico Pinedo y su llamado
Plan de Reactivación Económica de 1942, en el que se bregaba por una industrialización selectiva que
pusiera sus ojos en las posibilidades de exportación. Por el otro, el ejemplificado por Raúl Prebisch —
cuyos argumentos centrales serían retomados por el Consejo Nacional de Postguerra entre 1944 y 1945—
que enfatizaba sobre la producción para el mercado interno. Es obvio que una coalición populista no podía
montarse sobre la primera opción sino sobre la segunda. Aunque, como señala el autor citado, “en cierto
modo, la estrategia peronista se encontraba a medio camino entre la de Pinedo y los puntos de vista de
Prebisch; ponía el acento en industrias intensivas en la utilización de mano de obra, de acuerdo a la
dotación relativa trabajo-capital, pero no ponía el acento en la exportación, ni agrícola ni industrial” (el
subrayado es nuestro).
Esta elección, de bases profundamente políticas, incidiría sensiblemente sobre las formas
institucionales del régimen de acumulación, generando conflictos y contradicciones que rápidamente
pondrían en cuestión su capacidad expansiva.
En realidad los rasgos centrales de la nueva fase reforzaban una línea ya esbozada antes: economía
industrial protegida e internamente orientada, en el marco de una creciente pérdida de posiciones en el
comercio mundial; centralidad del Estado como orientador de la producción y como agente redistributivo
de las rentas generadas; modalidad corporativa de negociación de las demandas.
Si entre fines de siglo y los años treinta el motor del crecimiento había estado constituido por una renta
natural, la que se originaba en la feracidad de las praderas pampeanas, luego, desde la crisis del ’29 y
crecientemente a partir de entonces, el citado motor será reemplazado aunque no su patrón de consumo
rentístico. En su lugar aparecerá un mecanismo político de subsidios estatales al mundo urbano e industrial
que, en poco tiempo, sólo podrá ser financiado inflacionariamente. Este estilo de desarrollo montado sobre
cuasi rentas políticas potencia la presión corporativa sobre un Estado cada vez más prebendalista y por lo
tanto más codiciado por las organizaciones de clase, en tanto dispensador de privilegios.
Sobre esos rasgos se ha configurado la Argentina industrial moderna, fijando sus bases de legitimidad
política y de desarrollo económico. Ellos todavía hoy presionan, en su fase de descomposición, sobre el
proceso de transición democrática.
A la manera del New Deal roosevelteano en los Estados Unidos de los años ’30, el peronismo fue el
encargado de incluir en el sistema a los hasta entonces excluídos. La conquista de esa ciudadanía social
es un resultado cierto del proyecto populista y no puede ser subvalorado.
Lo que, en cambio, queda abierto a la discusión es la manera en que esa incorporación fue
institucionalizada, dentro de un marco semicorporativo sostenido por una política económica más
preocupada por la redistribución de lo obtenido que por la generación de nuevos recursos. Cuando, en las
postrimerías de su segundo gobierno, quiso modificar sus objetivos, se encontró con la enconada
resistencia de las organizaciones que había contribuido a expandir como base de su legitimidad; tal lo que
demuestra el fallido Congreso de la Productividad de 1954.
La literatura económica suele colocar ya en 1948 la caducidad de ese programa redistributivo de base
autárquica que no alteró —aunque amplió sus bases— la cultura económica rentística propia de todos los
regímenes sociales de acumulación en la Argentina.
No es extraño, obviamente, que ese breve período figure todavía en la memoria colectiva como una
época dorada. El boom redistributivo implicó que en sólo dos años le fueran transferidos al sector
asalariado más de diez puntos porcentuales del PBI. En tres años éste creció un 28% y la disponibilidad
total de bienes y servicios aumentó en un 45% (Mallon y Sourrouille, 1976).
La finalización de la Segunda Guerra Mundial había dejado a la Argentina en una posición coyuntural
en extremo favorable, a partir de la muy buena situación de la balanza de pagos del país. Se calcula que,
en dólares de hoy, las reservas existentes entonces eran de cerca de 20.000 millones de dólares.
Los autores citados (Mallon y Sourrouille: 270) recuerdan que en esos años la Argentina tenía un
ingreso per cápita similar al de muchos países europeos, una estructura de producción diversificada, una
gran reserva de oro y de divisas y un mercado internacional que demandaba las exportaciones
argentinas. “Sin embargo —agregan— en el cuarto de siglo siguiente, en vez de elevarse a la categoría
de potencia industrial, la Argentina apenas fue capaz de acrecentar su ingreso real per cápita en un
insignificante promedio del 1% anual”.
Si en lo económico la característica fue un cambio en la distribución de lo ya acumulado, en lo
institucional lo que hubo fue la modificación de los beneficiarios sociales de un mismo patrón de
funcionamiento. Eso se puede ver en dos aspectos centrales: el papel del Estado funcionando como
máquina prebendalista y el decrecimiento del peso de los partidos como canales de intermediación de los
intereses.
La vertiginosa constitución del peronismo, entre 1944 y 1946, como fuerza política mayoritaria da el
mejor ejemplo del estado de crisis en que se encontraban los partidos tradicionales, forjados durante el
primer régimen social de acumulación y que sobrevivieron penosamente a la débâcle democrática de los
treinta.
Si bien ellos mantuvieron sus estructuras durante la década peronista, sostenidos en su negatividad
opositora, a partir de 1955 todos sin excepción entraron en un sucesivo proceso de fraccionamientos,
desde radicales y conservadores hasta socialistas y comunistas.
El peronismo, que, en el gobierno o en la proscripción, ocupó siempre la primacía en la representación
política, no contribuyó a superar esa crisis con su teoría sobre el movimiento nacional como sustituto de la
partidocracia. Son muchos los textos de Perón —al menos hasta 1973— en los que se teoriza sobre el rol
secundario de los partidos, como residuos liberales frente a una democracia organizada en la que deben
primar las corporaciones.
Este paso atrás del sistema de partidos en la organización del orden político fue una constante entre
1930 y 1983, año en que, con el triunfo electoral de la Unión Cívica Radical, se habrá de intentar, con
fortuna variada, que ese proceso de corporativización de los intereses fuese siquiera compensado por la
representación ciudadana y territorial, según las líneas clásicas del liberalismo político.
LA DECADENCIA DE UN RÉGIMEN
La visibilidad de la decadencia del régimen social de acumulación vigente en la Argentina industrial que
nace en la década del ’30 se hará más nítida con el derrocamiento del peronismo en 1955. El examen de
lo sucedido desde entonces parece confirmar el aserto de Gramsci (1975, I:311): “la crisis consiste
justamente en que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer; en ese terreno se verifican los hechos
morbosos más tremendos”.
Durante un largo período que consume a una generación, se tratará de intentar un retorno a los
mecanismos de exclusión propios de la primera fase. Este retroceso político implicará costos cada vez
más altos en términos de la gobernabilidad del sistema, que colocarán al régimen en una situación de larga
decadencia.
Se va a dar desde entonces una acumulación incesante de puntos críticos que irán desnudando su
inviabilidad, en un momento en que el capitalismo mundial vive su era más exitosa, con la Argentina al
margen de esa expansión.
Precisamente en el momento de su descomposición es que se aprecian mejor los rasgos característicos
de un régimen social de acumulación, porque allí se marcan con nitidez los límites con que ha chocado su
potencial de reproducción.
La fase integrativa del populismo había dejado como producto una gran densidad organizacional —en
la que se destacarían los sindicatos, por su capacidad de adaptación y supervivencia en momentos
difíciles—, lo cual, aun bajo las duras condiciones marcadas por sucesivos períodos autoritarios, permitía
la formación de “coaliciones distributivas” (Olson, 1986) en condiciones de bloquear, por vía de vetos
múltiples, la capacidad de organización de un nuevo régimen social de acumulación.
Por cierto que el estancamiento y aun el retroceso que se vivirá desde entonces no ha de seguir un
curso lineal: habrá incluso un decenio durante el cual la acumulación económica alcanzará tasas de
crecimiento sólo comparables a las de principios de siglo. Sin embargo, el resultado final será la
decadencia, a la que se entra, con ritmo de vértigo, en los años setenta. Destaca Llach (1986) que entre
1970 y 1983 se concentra casi la mitad del porcentaje de la pérdida de su posición relativa sufrida por la
economía argentina desde 1929, en comparación con veintiocho sociedades de América del Norte,
América Latina y Europa. Así, hoy la acumulación neta de capital se encuentra en la Argentina en el menor
nivel del siglo XX.
¿Cuáles son las contradicciones y los conflictos, los factores institucionales y culturales que precipitan
esa decadencia?
Hemos señalado ya algunas de las estructuras de funcionamiento y de sentido, “sistémicas” y “sociales”
(Lockwood, 1964; Habermas, 1975) que organizaron las fases de emergencia y expansión del estadio
capitalista posterior a los años ’30. Por un lado, la industrialización semiautárquica que, si bien consolidaba
un perfil social más nítidamente capitalista, quedaba limitado en su capacidad de reproducción por un
horizonte “mercado-internista” que trababa la innovación tecnológica, hacia lentos los incrementos de
productividad y transformaba la lucha distributiva en un creciente juego de suma-cero.
En ese marco de estancamiento el Estado era visto como una máquina generadora de privilegios, como
una agencia prebendalista asediada por los reclamos corporativos. El pluralismo no podía sino
desdibujarse y el elemento corporativo de la representación de intereses acrecentar su intervención en la
vida política.
Si esto era así, la democracia representativa perdía sentido porque no era a través de sus canales por
donde se constituían y se expresaban los intereses. En esta dinámica de vaciamiento, los impasses
periódicos del sistema servían de estímulo para el intervencionismo cada vez más desembozado de una
institución estatal, las fuerzas armadas, que, funcionando como una corporación sui generis, buscaban
transformarse en árbitros para resolver —ilusoriamente— los conflictos por la repartición de un ingreso
cada vez más exiguo.
Este fue el tema de la “Revolución Argentina” de 1966 y aun el del “Proceso de Reorganización
Nacional” de 1976 que, en ambos casos, pudieron quebrar el pluralismo político pero debieron coexistir
con la lógica de las corporaciones.
La ingobernabilidad política y la inflación creciente —hasta llegar en dos oportunidades a las puertas
de la hiperinflación— fueron los síntomas, en lo político y en lo social, de la descomposición del régimen
de acumulación. La depreciación de la legitimidad del poder y del valor de la moneda llevaron
progresivamente a un verdadero vaciamiento de la política y de la economía, en el marco de una cultura
política cada vez más fascista y autoritaria.
En ventiocho años se sucedieron quince presidentes de la República y se produjeron ocho golpes de
estado (tres contra los gobiernos constitucionales instaurados en el período; el resto, palaciegos),
marcando un ciclo de inestabilidad que abarcó todas las experiencias gubernamentales, civiles o militares.
La inflación, entre tanto, creció entre 1950 y 1975 a un promedio anual del 25%, pero en la década
1975-1985, la cifra promedio anual alcanzó al 200%. Como señalan dos analistas, en el mundo “no se
conocen otros ejemplos de procesos inflacionarios de esa magnitud y duración” (Sábato y Schwarzer,
1985).
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