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Memoria e identidad en El cielo sobre Berlín | Keiko McCartney
Tal y como se suele decir, a la hora de hacer historia, solamente dos circunstancias pueden
jugar el papel principal: el hombre y el estado. La estrecha e inconsciente relación que
ambos mantienen entre sí, no es sino el resultado de sucesos políticos que, para bien o para
mal, desemboca en la aparición de la identidad y la memoria del pueblo. Las identidades, es
decir, los juicios subjetivos y los valores idiosincrásicos, se pueden manifestar en una
sociedad de muchas maneras, influyendo radicalmente en el proceso de formación intelectual
del hombre. Los acontecimientos que suceden en un lugar, en un determinado momento y en
una circunstancia puntual, pueden modificar el pensamiento y la calidad de toda una
generación. La historia se crea a través de decisiones y errores. La mayoría de las veces, esto
sirve para transformar y diferenciar la cuestión individual de la colectiva, ya que una
identidad exige continuidad y compatibilidad, y en una sociedad conviven diversas culturas,
memorias e identidades que hablan no solo de una colectividad, sino de varias (1).
Esta problemática nos lleva a reflexionar sobre el concepto de la memoria comunicativa y la
memoria cultural. La pareja alemana formada por Jan y Aleida Assmann (2) maduró la idea
inicial de Maurice Halbwachs en torno a los años 80. Mientras que la memoria cultural se
centra en el recuerdo objetivo y común de un pueblo, la memoria comunicativa se refugia en
el recuerdo biográfico. La diferencia entre ambas se establece en el proceso de recreación,
es decir, en el proceso de recuerdo y olvido. Es, básicamente, un transcurso generacional.
Todo lo que permanece sirve para construir la identidad colectiva, lo que significa que “la
identidad cultural es resultado de un proceso de construcción social” (3).
Por tanto se podría decir que somos lo que somos gracias a la memoria. Sin recuerdo no
habría identidad, y sin identidad, la historia no sería más que un vacío. Países como España y
Alemania han sufrido estas particularidades tras fuertes sucesos sociopolíticos. En cualquier
caso, disciplinas como el arte procuran concienciar al individuo a través de sus obras.
Cualquier documento, cualquier representación cultural o artística, intensifica el recuerdo y
fortalece la conciencia del individuo en la sociedad. En el caso de la literatura, sobre todo la
narrativa, la pluralidad de la identidad colectiva posee una función muy influenciable. Manuel
Maldonado Alemán, en su obra Literatura, memoria e identidad. Una aproximación teórica,
explica esta pluralidad colectiva diciendo que,
ello significa no sólo que coexisten en la sociedad múltiples formaciones
culturales, memorias e identidades, sino que también cada individuo, al
pertenecer a determinados grupos, es parte integrante de una diversidad de
identidades colectivas y se erige, por ello, en punto de intersección en el
proceso de su construcción. (4)
El modi memorandi (5) que configura la memoria comunicativa y cultural repercute en la
figura del narrador, el cual, según el filósofo alemán Walter Benjamin, siempre tendrá sus
raíces en el pueblo. Pero de esta cuestión en concreto hablaremos un poco más adelante.
Cuando Wim Wenders decidió rodar El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin, 1987), la
capital alemana todavía estaba dividida. La idea de rodar una película que retratara la vida
en la ciudad surgió de un sentimiento nostálgico del director al regresar de Estados Unidos y
observar los cambios que se habían producido con la aparición del muro. El cineasta sintió la
necesidad de plasmar su melancolía filmando distintos fragmentos de la metrópoli. Su
objetivo era documentar los lugares olvidados en un elaboradísimo poema visual y, a su vez,
unir los fragmentos que él consideraba relevantes para formar un todo, que es, en este caso,
un lugar de memoria.
El cielo sobre Berlín no es solo una pieza cinematográfica, sino también una grandísima y
compleja obra literaria que cuenta con la colaboración del escritor austríaco Peter Handke.
La historia nos la cuentan Damiel y Cassiel, dos ángeles que vagan por la ciudad y observan
de forma cercana el día a día de los berlineses. A través de su mirada, vamos conociendo las
dichas y desdichas de distintas identidades que van creando un documento histórico, que
sirve como puente entre los años 80 y la actualidad.
Pero el campo de la memoria no solo juega un papel importante en la arquitectura, sino
también en las dimensiones que se establecen en la complejidad de la trama. Por un lado
encontramos los lugares olvidados, pero por otro encontramos los ángeles y los hombres,
acompañados casi siempre por una serie de composiciones líricas que convierten la función
del discurso no sólo en historia, sino también en metáfora. Lo más representativo del filme es
el poema del niño (6), el monólogo del anciano Homero y el monólogo final de la acróbata
francesa. Los tres, todo sea dicho, escritos por Handke.
La película comienza con una mano que escribe en un papel los siguientes versos:
Cuando el niño era niño / caminaba con los brazos abiertos, / quería que el
riachuelo fuera un río, / el río un torrente, / y el charco el mar. // Cuando el
niño era niño, / él no sabía que era un niño, / todo él era alegría y todas las
almas una. // Cuando el niño era niño, / no tenía opinión sobre nada, / no
tenía costumbres, / se sentaba en el suelo, / corría por doquier, / tenía un
tirabuzón en el pelo, / y nunca hacía muecas al hacerse fotos. (7)
La siguiente escena que nos presenta Wenders es una panorámica de Berlín en un cuidado
blanco y negro, con la imagen fija del ángel Damiel, que observa la ciudad desde lo más alto.
Pensamientos de mujeres y hombres aparecen en la secuencia, cada vez más intensos, cada
vez más claros: “Por fin loca, ya jamás sola. Por fin loca, por fin redimida. Por fin loca, por
fin tranquila. Por fin la risa y una luz interior”. La aparición de los niños en escena no es solo
una alusión al poema del principio, sino también una dicotomía entre la dimensión incorpórea
–los ángeles, lo sobrenatural- y la corpórea –los hombres, la ciudad. Toda vida, toda
identidad, comienza con un nacimiento, un acto inocente, y eso es lo que pretende demostrar
Wenders aquí. Los niños que miran al cielo ven a Damiel y se sienten puros, gozosos. Ya en la
era romántica, poetas como William Blake escribían sobre el estado infantil como símbolo de
candidez. La epistemología romántica reivindica que los niños desconocen las emociones
adultas, la maldad del hombre. Su pureza establece un vínculo cercano con el cielo y con
Dios. Son seres empáticos que pueden ver más allá. Los niños son una alegoría, por eso los
ángeles de Wenders envidian su pureza, porque no son capaces de sentir como ellos.
En el caso del viejo, que aparece constantemente en la primera parte de la película, la carga
poética se intensifica más hasta el punto de ser un leitmotiv indispensable. Volviendo a
mencionar a Walter Benjamin, el narrador es “alguien que viene de lejos y está dotado de
experiencia” (8). Es pues, el narrador, quien simboliza la memoria, el pasado, y por ello
representa la herencia que hay que transmitir a las posteriores generaciones. Homero
personifica esta experiencia de forma lírica. Su melancolía proviene de la observación del
cambio, la ausencia. Busca el sentido de la vida, porque “el arte de narrar se aproxima a su
fin (…), el aspecto épico de la verdad, es decir, la sabiduría, se está extinguiendo” (9).
Asimismo, no es coincidencia que se llame igual que el clásico autor de las épicas griegas más
conocidas e imprescindibles de la literatura universal. En la Antigua Grecia el significado del
nombre Hómēros se aferraba a la idea de “aquél que es un rehén”, porque normalmente
aquellos que se llamaban así eran hijos de prisioneros de guerra. Como estaba mal visto
enviar a estos hombres al frente, su labor se reducía a recordar la épica del pueblo para
evitar que cayera en el olvido. De ahí la importancia de nuestro Homero como narrador en el
largometraje:
El mundo parece estar hundiéndose, pero yo sigo narrando su historia como al
principio, con la voz cantarina que me sostiene, salvado gracias a la narración
del caos del presente y protegido para el futuro. Se acabó divagar como
antes, yendo adelante y atrás a través de los siglos, solo puedo pensar de un
día al otro, mis héroes ya no son los soldados, ni el rey, sino las cosas de la
paz, una tan buena como la otra. Las cebollas secas, igual de buenas que un
tronco de madera que atraviesa el barro, pero todavía nadie ha conseguido
entonar una epopeya por la paz, ¿qué pasa pues con la paz, que no consigue
apasionar largamente y apenas se deja describir? ¿Debo rendirme ahora? Si me
rindo, la humanidad perderá su narrador, y si la humanidad pierde algún día
su narrador, habrá perdido también su infancia.
Imágenes brutales de la II Guerra Mundial se intercalan en el soliloquio a medida que
transcurre la acción del recuerdo. Mientras tanto, Homero mira con nostalgia un libro de fotos
antiguas. Esto no solo simboliza la historia tal y como sucedió, sino también la experiencia
propia como identidad, como acto de memoria: “La gente dejó de ser amable. Y la policía
también. Pero yo no me voy a rendir hasta que vuelva a encontrar la Potsdamer Platz. ¿Dónde
están mis héroes, dónde están mis niños, dónde están los míos, los duros de mollera, los
originales?”. Todo se ha desvanecido por culpa del muro; los lugares emblemáticos ahora solo
son ruinas, lugares olvidados. Homero está aislado y coexiste en un mundo que avanza muy
deprisa, arrinconando los cimientos de su historia inicial, como si fueran trastos inservibles,
en viejos como él.
De hecho esta observación la podemos encontrar en la compleja separación que rodea el
mundo de los ángeles del mundo de los hombres. Esta dicotomía se produce por un elemento
claro: la corporeidad. Ambos conviven en el mundo, determinados por la soledad y el vacío.
Los ángeles en este caso no desarrollan el papel teológico: no transmiten ningún mensaje, no
hablan de Dios ni procuran estar cerca de Dios, sino de los hombres. Son seres invisibles que
ven el mundo en blanco y negro, deseando sentir igual que los hombres, amar igual que los
hombres, vivir igual que los hombres. Su inmortalidad y el infinito campo de estar sin estar,
hacen de ellos los testigos del transcurso de la historia de la metrópoli. Así lo expresa Damiel
y lo corrobora Cassiel:
Es fantástico vivir como un alma y ver día a día la eternidad de las personas,
siendo testigo de lo que sienten. Pero a veces la existencia espiritual es poco
para mí. Quisiera dejar de vagar suspendido en el aire, sentir mi propio peso.
Poner límite a mi infinidad y atarme a la tierra. Quisiera decir en cada uno de
mis pasos, en cada ráfaga de viento, “¡ahora! ¡Y ahora, y ahora!” y no decir,
“para siempre, hasta la eternidad”. (…) El tiempo que empleamos en ayudar a
los demás es solo una apariencia. (…) Aparentamos comer y beber. (...) No es
verdad, sino apariencia. (…) Poder llegar a casa después del trabajo (…) y
darle de comer al gato. Tener fiebre, ensuciarme los dedos con el periódico,
emocionarme no solo como espíritu, sino por una comida. Por la forma de un
cuello, de una oreja. Mentir. Sin parar. Y sentir el peso de mis huesos al
caminar, adivinar algo en lugar de saberlo todo siempre (…) Poder ser malos
alguna vez (…), ser salvajes, saber al fin qué se siente al quitarse los zapatos
bajo la mesa y estirar los dedos de los pies, descalzos; estar solo, indefenso,
estar serio. Nosotros solo somos espontáneos dentro de nuestra gravedad. Solo
podemos observar, certificar, proteger. Ser espíritus. Siempre a distancia,
siempre en silencio.
Aunque los ángeles oyen y consuelan a los hombres, esto no basta para combatir su propio
aislamiento. Sin embargo, son ellos los únicos que pueden acceder a la voz de Berlín (10) y los
que establecen una idea metafórica que no solo les afecta a sí mismos, sino también a los
hombres. Ello subraya la idea alegórica del muro que divide la parte occidental de la oriental,
así como a cientos y cientos de personas tanto física como psicológicamente.
El acto de memoria se intensifica más cuando aparece reflejado en la figura de Damiel el
Principio de Esperanza de Ernst Bloch: Damiel persigue una “utopía concreta” que desarrolla
a través de la dimensión incorpórea, es decir, de su realidad. Ansía el cambio y también la
capacidad de sentir como un verdadero hombre. Bloch explica esto en su teoría:
Desde muy temprano se quiere retornar a sí. Pero no sabemos quiénes somos.
Lo único que aparece claro es que nadie es lo que quisiera o podría ser. De ahí
la envidia común respecto a aquellos que parecen tener, más aún, que
parecen ser lo que a uno le corresponde. De aquí también el placer por
comenzar algo nuevo, algo que empieza con nosotros mismos. Siempre se ha
intentado vivir de acuerdo con nosotros mismos. (11)
Llegar a ser es el sueño de todo hombre. Las condiciones que se plantean en la vida de uno,
se tienen que ir resolviendo a la larga, con paciencia y con resignación. El anhelo de la
felicidad, del regocijo y la satisfacción permanente, es lo que propugna realmente el impulso
utópico, que no es más que una lucha interna y una continua disputa con el entorno social
para conseguir “que lo nuestro, oscuro y significativo, sea manifestado y sea tenido” (12).
Este impulso, este deseo inmortal de aspirar a más, es lo que convierte a Damiel finalmente
en ser humano: “el asombro ante el hombre y la mujer me ha hecho humano”, dice al final.
El rol de la artista francesa, Marion, no es sino la pieza que faltaba para poder establecer una
conclusión certera en la cuestión filosófica de Wenders. Damiel conoce a la mujer en un
ensayo de lo que, al parecer, va a ser el último número del circo en el que actúa. La tristeza
y la melancolía de Marion despiertan en Damiel una serie de sensaciones que provocan, por
primera vez en la película, un cambio de blanco y negro a color. Esto representa el comienzo
de su transformación, que finalmente se consolidará en la última parte del filme, tras un
concierto de Nick Cave, y que servirá como unión entre lo divino y lo corpóreo. La idea del
amor como liberación, resurge en la trama como una auténtica epifanía de la identidad y la
memoria. El monólogo final de Marion es el intercambio simbólico que determina el fin del
relato, pues son el hombre y la mujer quienes escriben el futuro y su historia:
Mírame o no lo hagas. Dame la mano o no me la des. No, no me des la mano y
mira hacia otro lado.
Creo que hoy hay luna nueva: una noche intranquila, no correrá la sangre en
toda la ciudad. Jamás he jugado con alguien, y aun así nunca he abierto los
ojos y he pensado: ahora va en serio. Por fin será serio. Hoy ya me he hecho
mayor. ¿Era yo quien no era seria? ¿Es el tiempo que no es serio? Nunca me he
sentido sola, ni estando sola, ni acompañada. Pero me gustaría haberme
sentido sola. La soledad, sí, esa soy yo. Ahora puedo decirlo porque ahora
estoy sola por fin.
Tenemos que acabar con el destino. Luna nueva, la decisión. No sé si será la
correcta, pero sé que será una gran decisión: decídete. (...) Ahora los dos
somos más que solo dos. Encarnamos algo. Estamos sentados en la plaza del
pueblo y toda la plaza está llena de gente que desea lo mismo que nosotros.
Decidimos el juego para todos. (...) Ahora te toca a ti, el juego está en tus
manos. Ahora o nunca. Me necesitas y me vas a necesitar. No habrá historia
mayor que la nuestra, la del hombre y la mujer. Será una historia de gigantes,
invisible, transportable, una historia de nuevos antepasados. Mira, mis ojos,
son la imagen de la necesidad, del futuro de todos los de la plaza.
Anoche soñé con un desconocido. Mi hombre. Sólo con él podía estar a solas.
Abierta para él, por completo, solo para él. Íntegramente volcada a él,
cercándolo en el laberinto de la felicidad compartida. Lo sé. Eres tú.
Sin embargo El cielo sobre Berlín abarca más que territorio y memoria. Aunque he querido
centrarme en ello en este pequeño análisis, se pueden sacar otras cuestiones del filme para
reflexionar, pues estamos hablando de un asunto relativamente actual y con infinitas
posibilidades de interpretación. No obstante, me he inclinado hacia la memoria y la
identidad, porque las vigentes secuelas del muro de Berlín quedan reflejadas en el
largometraje. Si lo pensamos bien, esta película supone un punto de inflexión que analiza
elaboradamente, y desde distintas perspectivas, la problemática de la época en Alemania. No
debemos olvidar que la diferencia sociopolítica de ambos lados favoreció la confrontación
entre la RFA y la RDA, dando finalmente comienzo a un combate en el que el lenguaje y la
cultura blandían su fuerza en el campo de batalla. La violencia verbal y la defensa de las
ideas propias luchaban a través de canciones, poemas y libros que trataban por todo lo alto
de marcar la diferencia entre ambos extremos. Wenders siente la responsabilidad de
transmitir esa nostalgia, esa tristeza de cambio negativo, oscuro, esa desigualdad
humanitaria. El cielo sobre Berlín habla de anhelo, pero también de esperanza, empatía,
evolución. Teniendo en cuenta la fuerza del guion, podemos referirnos a ella como una
protesta poética, un llamamiento hacia la unificación. Pero para ello es necesario el
recuerdo, la batalla memorativa a favor de la identidad del pueblo. Porque el tiempo es
mortal, pero la esperanza no. Después de todo, es lo que nos queda: recordar, siempre.
Notas:
(1) MALDONADO ALEMÁN, Manuel: Literatura, memoria e identidad. Una aproximación teórica
(Universidad de Sevilla, 2010). P. 172-173.
(2) ASSMANN, Jan y Aleida: Original Kulturelles und Kommunikatives Gedächtnis.
(3) MALDONADO ALEMÁN, op. cit., p. 175.
(4) Ibíd., p. 173.
(5) Del latín, «cosa que ha de recordarse».
(6) Peter Handke, Lied vom Kindheit.
(7) Todos los fragmentos citados, salvo indicación, son de la película.
(8) BENJAMIN, Walter: El narrador. 1991.
(9) Ibíd., p. 4.
(10) REQUENA, Jesús G.: Para que haya relato. P. 213.
(11) BLOCH, Ernst: Principio de Esperanza. P. 9.
(12) Ibíd.