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HACIA UNA REVISION HISTÓRICA AMERICANA: LA FILIACIÓN DE SAN MARTÍN Y LAS POLÍTICAS DE LA IDENTIDAD NACIONAL Hugo Chumbita Si la revolución de las colonias hispanas en América abrió inmensas posibilidades de progreso, la guerra de la independencia y las subsiguientes guerras civiles implicaron, también, una gran hecatombe social; y los resultados, la formación de las nuevas repúblicas latinoamericanas, fueron decepcionantes. 1 Falta escribir esa historia que diversas voces reclamaron, proyectaron o iniciaron . Necesitamos una visión integral del continente, que el carácter fragmentario de nuestros países torna problemática. No obstante, tenemos que intentarlo. El punto de partida es pensar la realidad de cada país sobre la que trabajamos como una provincia de América: mirar a cada paso hacia los costados, donde se desarrollan procesos paralelos que, con distintas magnitudes y características, iluminan la experiencia común. Este trata de ser el enfoque de mi ponencia. Me refiero aquí a la identidad nacional como un concepto que podría resumir el origen y el destino de un pueblo. No como un absoluto metafísico, sino como una conciencia histórica: una respuesta a la pregunta «quiénes somos», y por lo tanto «adónde vamos», en torno a la cual se definen políticas y se disputa el sentido de nuestra historia. DOS PROYECTOS DE DESTINO En el curso del siglo XIX, en los albores del Estado argentino, se pueden discernir dos proyectos diferentes acerca de la identidad nacional y el significado de la emancipación. En el primer momento de la Revolución de Mayo de 1810, ante la sociedad colonial de castas, los patriotas levantaron un programa de «solidaridad racial indoamericana», en el cual la emancipación era la causa común de indios y criollos en toda la extensión del continente. Esta era la concepción que compartieron, expresaron y llevaron a la práctica los revolucionarios de la primera hora. Boleslao Lewin señala al respecto uno de los estudios iniciales de Mariano Moreno, la notable «Disertación jurídica sobre el servicio personal de los indios» de 1802 leída en Chuquisaca, las medidas reivindicatorias de los indígenas que decretó Castelli con la colaboración de Monteagudo y ambos proclamaron en Tiahuanaco en 1811, el generoso reglamento para los pueblos misioneros dictado por Manuel Belgrano en su expedición al Paraguay y, en cuanto a San Martín, gestos como la reedición de Garcilaso que promovió en Córdoba, y la proclama bilingüe anunciando a los indígenas del Perú la restauración de sus derechos 2 . También, recordemos, la iniciativa de la monarquía incaica de Belgrano, respaldada por San Martín y otros jefes y representantes de los pueblos de las Provincias Unidas, que implicaba además una fórmula de unión sudamericana. Pero tras la oleada emancipadora, cuando las proposiciones democráticas se tornaban peligrosas en manos de las masas, la nueva elite que se iba afianzando en Buenos Aires plegó los estandartes del liberalismo, ciñéndolos a sus términos meramente mercantiles, y renegó de la utópica solidaridad con «las castas». La clase ilustrada que vio en Rivadavia su «máximo héroe civil», asumió como dogma la imitación del modelo europeo y rechazó la contaminación indígena, yendo aún más lejos que los españoles. El documento liminar de la generación de 1837, al afirmar que «Europa es el centro de la civilización y del progreso», anunciaba ya ese razonamiento paradójico: la independencia no había sido 3 para librarnos de los europeos, sino para estrecharnos más a ellos . Dada la resistencia de los pueblos a someterse a esos planes, se derivó el pensamiento de crear una nación a medida, sustituyendo a la población realmente existente. La quimera democrática del discurso de Echeverría requería educar a la masa criolla para que pudiera acceder a la igualdad social. Alberdi refutó esa idea. «Haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras masas populares, por todas las transformaciones del mejor sistema de instrucción: en cien años no haréis de él un obrero inglés». Era mejor, por lo tanto, traer inmigrantes ya educados y habituados a aquel orden 4 para que propagaran su influencia . Sarmiento fue categórico al repudiar la formación social resultante de la colonia, que durante siglos había vedado la entrada de otros europeos; la nación española «hizo un monopolio de su propia raza, que no salía de la Edad Media al trasladarse a América, y que absorbió en su sangre una raza prehistórica, servil». De aquella mezcla de españoles, indígenas y mestizos, Sarmiento sólo rescata ciertas virtudes de los zambos y mulatos, viéndolos ya en extinción. Sus textos abundan en sugerencias para «extirpar» o «destruir» a los bárbaros, y una misión de la escuela debía ser erradicar todo vestigio 5 de esa herencia . Mitre estableció un prolijo canon pedagógico en la materia, distinguiendo en la sociedad colonial 6 cinco razas: españoles europeos, criollos de ascendencia hispana, mestizos, indios y negros . La inspiración y la dirección de la revolución la atribuía exclusivamente a los criollos blancos «de sangre pura»: «la potencia civilizadora de la colonia», «los más enérgicos, los más inteligentes e imaginativos», «los únicos animados de un sentimiento de patriotismo innato», destinados a heredar a los conquistadores «obedeciendo a la ley de la sucesión de las fuerzas morales», ya que este sector «era un vástago robusto del tronco de la raza civilizadora índico-europea a que está reservado el gobierno del mundo». Según esa visión, indios y negros, serviles o esclavizados, «eran elemento inerte». Las sublevaciones indígenas, como la de Túpac Amaru, no merecían considerarse como precedentes revolucionarios; «fueron lógicamente vencidos, porque no eran dueños de las fuerzas vivas de la sociedad y porque no representaban la causa de la América civilizada». Los indios sólo fueron «auxiliares» en la guerra de la independencia, excepto en México, y los negros no pasaron de ser tropa de infantería. Los mestizos, «razas intermediarias», fueron «la carne de cañón» y el nervio de los ejércitos, con la salvedad de que los cholos de la sierra del Perú se decidieron por la causa del rey. Los mestizos eran buenos guerreros, pero Mitre insinúa que no participaban de la lógica «civilizadora». En realidad, subyace aquí la misma desconfianza de los conquistadores ante la posibilidad de que se inclinaran en el mal sentido, haciendo concesiones a las castas inferiores; es decir, que pretendieran repartir los frutos de la revolución entre todos. LA DESIDENTIDAD DE LOS SOMETIDOS En el momento histórico en que escribía Mitre, el proyecto de la emancipación ya había sido reducido a la organización de repúblicas aisladas como mercados para el comercio y las finanzas de Europa. Su cuadro retrospectivo de la revolución tiende a justificar este desenlace y a asegurar la conducción del Estado por la capa que se autodefinía blanca, brote de la raza europea que debía manejar el mundo. En su relato histórico, los restantes grupos estaban vencidos de antemano. Se trata de cohonestar el reemplazo de la dominación española por la de sus «sucesores legítimos»; los indios, negros y mestizos, han sido y deben ser excluídos. Este racismo apenas remozado no hacía más que reproducir el síndrome colonial: una supremacía «natural» que condenaba a los otros a una identidad negativa, a una desidentidad. Dadas la escasa migración de mujeres que caracterizó a la conquista ibérica, el mestizaje americano adquirió una magnitud sin precedentes en la historia universal. En tanto resultado y a la vez factor de comunicación y articulación de los continentes atlánticos, se puede considerar que es una dimensión 7 constitutiva de esta edad tan prodigiosa como catastrófica que los filósofos llaman la modernidad . En el marco de las aberraciones coloniales fue, asimismo, un proceso traumático, que dejó huellas profundas en el tejido de las nuevas sociedades. Sometidas por necesidad o voluntariamente, las mujeres indígenas fueron codiciadas como amantes pero menospreciadas como personas. La conquista, dice Octavio Paz, fue «una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias». Siendo así, añade Ricardo Mercado Luna, «nosotros somos el producto de la violación de las mujeres aborígenes». Los vástagos de esas relaciones debieron cargar con un desgarramiento insanable, una radical soledad: el complejo de los que cierta 8 expresión característica mexicana denomina «hijos de la chingada» . La disparidad, la falta de fusión espiritual entre los padres, privaba a los hijos de lo que Juan B. Teran llama «el calor doméstico», que 9 fija la tradición familiar anudando como una red el pasado y el porvenir . La falta de lugar establecido hizo de los mestizos un sector revulsivo del orden colonial. Vivían la contradicción entre el atractivo emocional de las raíces maternas y el imperativo de los dominadores, que inferiorizaba a los sometidos. El dilema podía ser eludido o afrontado conscientemente de diversas maneras: identificándose con uno de los términos a costa de renegar del otro, o buscando, como Garcilaso, la armonía de un improbable equilibrio. Pero la proyección del conflicto étnico, al alterar las funciones paterna y materna en la formación de los hijos, actúa en niveles infraconcientes dificultando la adaptación al orden legal. A menudo el desenlace es una ruptura, el rechazo a la ley, la huida de la sociedad, que en las pampas ganaderas originó la clase de los gauchos, y que en mayor o menor grado 10 produjo fenómenos semejantes en los márgenes de cada una de las regiones de América . El cruzamiento inicial de españoles e indias se diversificó a lo largo de la colonización, abarcando en progresión creciente indígenas, negros esclavos y libertos. Además, racialmente mezclados o no, todos los grupos experimentaron cambios de carácter cultural que implican otra escala de mestizaje. En este sentido, sigue siendo un problema actual. El contexto colonial, operando por la violencia y también a través de la seducción de los objetos, por la introducción de los productos de la técnica, presionaba a los nativos a aceptar la superioridad del conquistador. Esta es la raíz del fenómeno que algunos autores, combinando los enfoques de la antropología y el psicoanálisis, caracterizan como «identidad negativa»; un proceso de conflicto, negación o pérdida de la identidad original, paralelo a la aculturación. En la medida que internaliza la visión del opresor y asume su «inferioridad», el nativo es empujado primero a la ambigüedad y luego a romper con su cultura, que no obstante mantiene para él una atracción contradictoria. Entre los efectos perturbadores de su personalidad, es posible que racionalice como vicios y culpas, según las pautas del dominador, las actitudes con que su grupo se autodefiende de la opresión (mentir, robar, holgar). Tal situación sólo podría revertirse por una toma de conciencia o por la exaltación de una identidad positiva, reivindicando los propios valores, lo cual es un elemento central en la lucha de los movimientos de 11 emancipación nacional . LA FILIACIÓN DEL PADRE DE LA PATRIA En una investigación que está en vías de publicarse, tratamos de demostrar la tesis del origen mestizo 12 de San Martín . Comprobamos que no existe ningún documento que acredite con certeza su nacimiento, y que él fue asombrosamente impreciso al respecto. Según abundantes y concordantes descripciones y retratos, su aspecto físico era notoriamente distinto al de Juan de San Martín y Gregoria Matorras. Tenía inconfundibles rasgos mestizos, y él mismo aludió a su origen indio o misionero, en lo cual coincidieron afirmaciones de sus amigos y enemigos; todo lo cual fue intuído, sugerido o expresado por varios historiadores, a pesar de las presiones para acallarlo. La versión de los Alvear, conocida por muchos y de la cual son una muestra los manuscritos de doña Joaquina de Alvear de Arrotea, que en 1887 declara ser «sobrina carnal» de San Martín, así como los relatos transmitidos a través de generaciones por distintas ramas de la familia que nos brindaron su testimonio, sostienen que el padre natural fue Diego de Alvear y Ponce de León, quien lo concibió con una indígena correntina. Por otra parte, la tradición oral a ambos lados del río Uruguay sostiene que su madre era una india; la cual, según las memorias de antiguos pobladores de Yapeyú y Corrientes, era Rosa Guarú, recordada como niñera o nodriza del Libertador. En historia, como en cualquier ciencia, los datos están sujetos a interpretación y el conocimiento es siempre provisorio. Pero acerca de ciertos hitos cruciales como nacer o morir, por más que sean difíciles de establecer, no puede haber más que una verdad, y existen los medios para llegar a ella. Como lo planteamos ante los legisladores de una comisión del Congreso Nacional, a fin de despejar cualquier duda es factible realizar la prueba de filiación del ADN. La conciencia de su origen, según la interpretación que expusimos, determinó la decisión más trascendente en la vida y la obra de San Martín: el regreso a Buenos Aires en 1812. Fue probablemente la raíz de las contradicciones que lo afligieron desde la niñez y de sus padecimientos físicos y psicológicos. Influyó asimismo en la relación con sus paisanos, en su acercamiento y a la vez en los desafectos con la elite porteña, en la actitud hacia los pueblos aborígenes y las castas, y en su preocupación por las cuestiones sociales, las formas del Estado y las opciones políticas que puso en juego la revolución. La formación cultural de San Martín era la de un español europeo, racional y progresista. Por lo tanto, su primer contacto en la edad adulta con el escenario de América fue como el de un extranjero; pero la certeza de pertenecer entrañablemente a este continente, engendrado por un conquistador en su madre aborigen, le predisponía a compartir las vivencias, a compadecerse de la gente de la tierra; ello lo animó a realizar un designio mítico como vengador o reparador de los pueblos sometidos y lo atrajo hacia el Perú, en donde quizás era posible instaurar un gran reino sudamericano y coronar la revolución sobre el pedestal incaico de los Andes. Su doble índole, esa confluencia de la razón europea y la emoción indígena con que observaba la realidad, explican que pusiera por encima de todo la reivindicación emancipadora, concibiendo el «partido americano» más allá de las facciones y rivalidades entre las repúblicas. Pero él también ocultó su origen. Formado en el ambiente cultural de la metrópoli y hallándose en medio de la sociedad de castas, el suyo era un secreto inconfesable. La revolución, de la que él fue la primera espada, debía cambiar la sociedad y trascender esos prejuicios. Sin embargo, los cambios resultaron a la postre apenas nominales. La condición mestiza del Padre de la Patria siguió siendo inaceptable para una versión de la historia centrada en la europeización de América, que renegaba de su raíz aborigen y postulaba una clase dirigente «blanca», a imagen y semejanza de las «razas superiores» del centro del mundo. El largo proceso de implantación de la civilización occidental, iniciado con la conquista y continuado a través de sucesivas colonizaciones, no hizo sino recrear y disimular esa visión con nuevos lenguajes. CONCLUSIONES El secreto de su filiación es crucial para entender a San Martín y el misterio que envolvió su vida, del mismo modo que el mestizaje y la ilegitimidad son un nudo revelador en la génesis de las sociedades latinoamericanas. El caso del hijo mestizo de una unión ilegal, cuya «agonía interior» le llevó a convertirse en el conductor de la guerra de la independencia, lejos de ser excepcional o anecdótico, ejemplifica la culminación de la rebeldía original en América; pero también muestra el drama de la negación de la identidad autóctona. El proceso de la «organización nacional» en la Argentina, y su cristalización en el llamado «proyecto de 1880», definió una política y una pedagogía de la historia de orientación liberal y europeísta, que dió la espalda a las demás repúblicas sudamericanas y negó el componente indígena. La imagen prevaleciente de la identidad argentina se basó en una ficción monocultural que desconocía la diversidad étnica y las raíces históricas. La condición mestiza del Padre de la Patria era intolerable para esa política. Develar la identidad de San Martín resulta ser así un paso en el rescate de las vertientes originarias de la sociedad criolla; constituye una impugnación radical a los prejuicios racistas, al mostrar en su héroe máximo la capacidad de los hijos del país; y señala la necesidad de una profunda revisión de la historia americana, que debe fundar la conciencia de nuestra misión en el mundo.