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INTERIORIDAD AGUSTINIANA
¿experiencia de “rema mar adentro”?
“La voz de Dios es dulzura y suavidad. Da alegría y complacencia.
Pero no puede ser oída a no ser que el hombre silencie en su corazón
el ruido y la confusión de este mundo” (Comentario al salmo 41, 9).
INTRODUCCIÓN.- Se da por muy sabido un texto lucano y que, sin lugar a dudas, no ha
tenido en la historia tanta fuerza y tanta convicción como la insistencia de Juan Pablo II, cuando al
escribir su Carta Apostólica Novo Millennio ineunte, decía: “al comienzo del nuevo milenio, mientras
se cierra el Gran Jubileo, en el que hemos celebrado los dos mil años del nacimiento de Jesús, , y se abre
para la Iglesia una nueva etapa en su camino, resuenan en nuestro corazón las palabras que un día Jesús,
después de haber hablado a la muchedumbre desde la barca de Simón, invitó al Apóstol a <remar mar
adentro> para pescar: duc in altum (Lc 5, 4). Pedro y los primeros compañeros confiaron en la palabra
de Cristo y echaron las redes. Y habiéndolo hecho, recogieron una cantidad enorme de peces” (NMI 1). Y
continúa Juan Pablo II: “ahora tenemos que mirar
hacia delante, debemos
<remar mar adentro>
confiando en las palabras de Cristo: ¡duc in altum”! Y concluye: “caminemos con esperanza. Una nuevo
milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la
ayuda de Cristo” (Ib. 58).
Pasados ya unos pocos años desde la publicación de esta Cara Apostólica no es circunstancial
dirigir una atención creyente hacia esa enseñanza que Juan Pablo II quiso indicar proféticamente a toda la
Iglesia. El lenguaje, de por sí, vibrante, imprimió un espíritu de compromiso hasta el punto de crear una
mentalidad nueva a la hora de plasmar actitudes y comportamientos hasta desconcertantes para bien de la
Iglesia y de la humanidad. Trato de buscar en estas líneas un contexto más amplio del “rema mar adentro”
y sugerir en paralelo con consideraciones agustinianas que dan pie para centrar el tema de la Interioridad.
I.- MAR. No cabe duda que la voluntad enérgica de Juan Pablo II como pastor de la Iglesia se
convirtió especialmente al comienzo del tercer milenio en un anuncio desafiante para echar fuera el miedo
y a traspasar con gozo esa puerta maravillosa que se abría a la humanidad en la esperanza de un tiempo
nuevo y de una nueva vida: “el Hijo de Dios que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre,
realiza también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para verle y, sobre todo, tener un gran corazón
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para convertirnos nosotros mismos en sus instrumentos” (Ib.). La Iglesia, admirada y conscientemente
necesitada de un magisterio actual y válido no dudó desde ese mismo instante asumir el relevo que el
obispo de Roma regalaba a los creyentes. En el fondo se trataba de “contemplar el rostro de Cristo”, de
una necesaria interiorización.
Todo este planteamiento, admitámoslo como providencial, y que había dado cabida dentro de la
Iglesia a una conciencia de búsqueda de identidad, es confianza en Dios y en la misión que Él otorga. La
misma Iglesia no ha dejado nunca de tener sus prevenciones, sus optimismos y sus superficialidades:
“esta Madre, extendida por toda la tierra, se ve asaltada por las acometidas del error. Se ve afligida por
la pereza e indiferencia de sus propios hijos, gestados en su vientre. Está acongojada viendo a tantos de
sus miembros que hacen gala de frialdad y de desamor. Y cada vez se siente más incapacitada para
cuidar de sus hijos más pequeños. Necesita que otros hijos suyos, a cuyo número tú perteneces, la
reconozcan de verdad como Madre y le presten ayuda” (Carta 243, 8). Hay que decir, siguiendo el
pensamiento de Agustín que el tiempo y la rutina han hecho, ¿hacen?, olvidar y dejar en silencio bastante
peligroso que la Iglesia tiene delante de sus ojos esta perspectiva: “contemplad el siglo como un mar; el
viento es fuerte y la tempestad violenta. La concupiscencia es como una tempestad para cada uno. Amas
a Dios: caminas sobre el mar, la hinchazón del siglo cae bajo tus pies. Amas al siglo: te engullirá. Sabe
devorar a sus amadores, no soportarlos. Pero cuando tu corazón fluctúe, invoca la divinidad de Cristo
¿pensáis que el viento contrario es la adversidad de este siglo?... Mira si reina en ti la tranquilidad,
mira si no te dobla un viento interior; eso has de mirar. Gran virtud es luchar con la felicidad para que
no te domine, para que no te corrompa, para que no te sumerja. Gran virtud es, repito, luchar con la
felicidad. Gran felicidad es dejarse vencer por la felicidad. Aprende a conculcar el siglo; acuérdate de
confiar en Cristo. Y si tu pie se mueve, si vacila, si no logras superar algo, si comienza a hundirse di: <
Señor, perezco, sálvame!> Di:<perezco>, para no perecer. Solo te libera de la muerte de la carne quien
murió por ti en la carne” (Sermón 7, 5-9).
Cuando Juan Pablo II elige el tema “rema mar adentro” tiene delante una humanidad a la que
pretendía enseñar que la vida humana es un ir hacia la propia identidad, como un aceptar siempre de
nuevo la sorpresa de Dios dando a a cada jornada el sentido de lo trascendente. La humanidad, en este
momento de la historia, quiere ofrecer el orgullo de su saber, de su técnica, de su experiencia al margen
de Dios o, al menos, no según sus planes. La humanidad no parece que tenga motivación suficiente como
para colocarse en la onda del misterio y, mientras tanto, lanza las redes más en busca de la satisfacción de
los propios triunfos que de una cooperación a la obra de creadora que Dios invita a realizar: “¿quién
reunió <las aguas amargas> en un misma sociedad? ¿Quién, sino tú, se lo ordenaste para que
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apareciera <la árida> que tiene sed de Ti? Tuyo es el mar, tú lo hiciste…” (Confesiones 15, 17, 20). Forma
parte del realismo cristiano comprender que los grandes cambios sociales son fruto de pequeñas y
valientes opciones cotidianas. La experiencia de Pedro, con su dominio de la situación, el grado de
veteranía y cierta seguridad al par de ser un autodidacta capaz de tener la solución siempre en su mano, es
signo de una fragmentación interior que daña y destruye los anhelos de la persona cuando se trata de
buscar la felicidad y usar de los medios conducentes para ello.
I. 1.- Mar adentro. Leamos el texto evangélico: “cuando acabó de hablar, dijo a Simón: <boga
mar adentro y echa las redes para pescar>. Le replicó Simón: <Maestro, hemos bregado toda la noche sin
cobrar nada; pero, ya que lo dices, echaré las redes>. Lo hicieron y capturaron tal cantidad de peces que
reventaban las redes. Hicieron señas a los socios de la otra barca para que fueran echarles una mano.
Llegaron y llenaron las barcas, que casi se hundían. Al verlo, Simón Pedro cayó a los pies de Jesús y le
dijo: <apártate de mí, Señor, que soy un pecador>. Pues el estupor se había apoderado de él y de todos sus
compañeros por la cantidad de peces que había pescado. Lo mismo sucedía a Juan y a Santiago, que eran
socios de Simón. Jesús dijo: <Simón, no temas, en adelante serás pescador de hombres>. Llevaron a tierra
las barcas y, dejándolo todo, le siguieron” (Lc 5, 4-11). El texto lucano tiene relación con Juan 21, 1ss y se
hará una alusión a éste texto. Lo fundamental es que hay un relato teológico de llamada y cómo Pedro
tiene una centralidad importante. El texto de Lucas es motivo de reflexiones especialmente orientadas
hacia una perspectiva vocacional en línea de Isaías 6, 5ss. En Lucas la llamada final viene después de la
presentación en la sinagoga de Nazaret y de sus primeros signos. De esta manera se explica la pronta
respuesta. Y la pesca milagrosa prepara a los discípulos para seguir a Jesús. De hecho, es un texto donde
se manifiestan los aspectos fundamentales que se relacionan con la persona humana, la fe, la misión del
discípulo, la conversión, el horizonte de un seguimiento hasta límites insospechados… (¿la vida entera de
Agustín?).
Un acercamiento al tema: “después que fueron creados el cielo y la tierra, había tinieblas sobre la
faz del abismo y el aliento de Dios se cernía sobre la faz de las aguas” (Gén 1, 2). Dios “fundó la tierra
sobre los mares, la afianzó sobre los cimientos” (Salmo 24, 2). Dios separó las aguas de arriba de las aguas
de abajo (cf. Gén 1, 6ss). El mar es una imagen que se emplea con frecuencia para indicar los continuos
altibajos de los pueblos: “¡ay! Bramar de pueblos como bramar de aguas caudalosas que braman” (Is 17,
12).
Y solo Dios puede acallar el rugido del mar, aplacar sus olas y apaciguar el furor de los pueblos (cf.
Salmo 65, 8).
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A la hora de profundizar en la interioridad agustiniana en relación con “rema mar adentro”
necesitamos construir una imagen más completa para encajar en ella todos los elementos. Y teniendo en
cuenta, antes de nada, las concordancias de los sinópticos, es bueno leer e interpretar Mc 13, 47 (parábola
de la red que se echa en del mar), Mt 18, 6 (el escándalo a los pequeños…), Mt 21, 21 (la fe capaz de tirar
el monte al mar), Lc 21, 25 (el estruendo del mar), Mt 8, 24 (la tempestad en el mar), Mt 8, 27
(admiración de Jesús), Mt 13 1 (la piara que se pierde en el mar), orilla del mar, la barca en medio del
mar…
I. 2.- Dos momentos. Hay que señalar dos aspectos a tener en cuenta a la vez que es posible
entroncar así la reflexión agustiniana:
I. 2. 1.- Voy a pescar. Es la frase de Simón a la cual sigue la de sus compañeros: “<vamos
contigo>” (Jn 21, 1-3). Es cierto que esta idea se prepara hermosamente en Mt 4, 18-20 cuando el Maestro
les dice: “<veníos conmigo y os haré pescadores de hombres>. Al punto dejaron las redes y lo siguieron.
El oficio humano, “pescadores” es asumido y trascendido. El caso es que aquí comienza la razón del
seguimiento de Jesús. Hay una llamada, hay una vocación: “dadme, dijo, a aquel pescador, a aquel
ignorante, a aquel analfabeto; dadme aquel con quien no se digna hablar el senador ni cuando le
compra el pescado. Dadme al tal, dijo. Si le lleno, quedará claro que he sido yo quien lo ha hecho.
También he de hacerlo con el senador, con el orador y con el emperador; alguna vez he de hacerlo con
el senador, pero ahora más seguro con el pescador. El senador puede gloriarse de sí mismo; también el
orador y el emperador. El pescador, en cambio, no puede gloriarse sino en Cristo. Venga el pescador
para enseñar la salutífera humildad. Venga primero el pescador. Por medio de él será mejor atraído el
emperador” (Sermón 43, 6).
Desde este momento Pedro comienza a ser discípulo en el tiempo y en la manera que el Señor
quiera y de la cual se le va a exigir fidelidad total. El camino de Pedro no va a ser nada fácil al no
entender muchas veces el Mesianismo en su sentido verdadero, al razonar los planes del Señor y “pensar
como los hombres”, al ser –incluso dentro de su vehemencia-, objeto de la advertencia del Señor. Y, esto
en muchos casos, lo cual en definitiva no es otra cosa que “salir de si mismo”, buscar caminos que no son
los de Dios… Al mar no sale solo Pedro las noches: hay noches en su interior que le llevan a querer salir
de sí mismo al imponer sus propios criterios y sus seguridades. Hay un mar inmenso, el de su corazón y le
del misterio, al cual deberá asomarse nos in dificultad y caídas. Al fin y al cabo es la experiencia de cada
hombre y mujer en la historia, aquella que Agustín indica de forma gráfica: “pero, ¡ay de ti, río de las
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costumbres humanas! ¿Quién te pondrá dique? ¿Cuándo te convertirás en un sequedal? ¿Hasta cuándo
vas a seguir arrastrando a los hijos de Eva al mar vasto y temeroso que a duras penas surcan los que
embarcan en el madero? (Confesiones 1, 16, 25)… El mar vasto se concreta en el tiempo: “porque este siglo
es un mar, tiene amargura dañosa, tiene oleaje de tribulaciones, tempestad de tentaciones” (Comentario al
salmo 39, 9).
Y, aún a sabiendas de esto, habrá en Agustín un afán desmedido de curiosidad que inicie una
constante búsqueda de la verdad no exenta de contradicciones: “el espíritu desparramado recibe golpes y
anda reducido a la penuria de un mendicante. Aunque su naturaleza le impulsa a la búsqueda de la
verdad, la multitud le pone el veto” (Del Orden 1, 2, 3).
Pedro salió muchas veces de sí mismo. Y para Agustín es una experiencia “despierta”: “con todo,
Dios mío, en cuya presencia está a salvo mi recuerdo, aprendí gustosamente todas estas lindezas y de
esto tomaba para poder decir que yo era un chico que prometía mucho” (Confesiones 1, 12, 26). La
búsqueda se convertía en endiosamiento, en adquirir preponderancia tal que fuera la envidia de los demás
y, también, un intento por su parte de no solo sobresalir sino también humillar (¿entra todo esto en la
trayectoria de Pedro…?). “Voy a pescar” no es solo algo físico; es también cada día el toparse con el
contrapunto: “¿No sientes que estás en el mar y que los peces chicos son devorados por los grandes?”
(Comentario al salmo 38, 11).
El problema radica en que Agustín se siente capaz de dominar el movimiento
del mar (en este caso, de su interior), se cree capaz de hacer frente a cualquier contratiempo, ser dueño y
señor de una creación ante la cual no quería nunca sentirse pequeño, pero algún día tendrá que confesar:
“pregunta a la hermosura de la tierra, del mar, del aire dilatado y difuso… Pregúntales a todos, y todos
te responderán: <míranos, somos hermosos>. Su hermosura es una confesión ¿quién hizo, en efecto,
estas hermosuras mudables sino el que es la hermosura sin mudanza?” (Sermón 241, 2, 2). La historia le
pondrá en claro a Agustín quién domina la naturaleza, a Quién ésta obedece, cómo en una actitud entre
soberbia y desafiante, el hombre nunca puede llegar y, menos, traspasar los límites de una omnipotencia y
de una bondad infinitas. El hombre, en su soberbia, chocará siempre con el ritmo ordenado de los seres
creados en cuanto que éstos obedecen a la ley impuesta por el Creador y seguirán llevando su curso:
“todos fuimos sacados de la tierra de Egipto, todos pasamos por el mar Rojo, nuestros enemigos
perseguidores perecieron en el agua. No seamos ingratos a nuestro Dios” (Comentario al salmo 80, 15). La
salida de Agustín al mar (“voy a pescar”) es un marco histórico que se repite varias veces y que él
mismo constata especialmente en sus Confesiones, no es para quedarse en un simple paseo para buscar un
gozo cualquiera. La inquietud, algo tan marcado en Agustín, aun a sabiendas de los posibles errores y
caminos desviados, exigirá una fuerza interna para no quedarse en la superficie de la verdad: “buscas la
profundidad del mar ¿qué hay algo más profundo que la conciencia humana?” (Ib. 76, 19). Superficie y
andar por fuera, actitudes que Agustín reconoce en su incesante búsqueda y sintiéndose “problema en sí
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mismo”, encauzan su persona hacia la felicidad ampliando el horizonte de su vida. Intenta reemprender
constantemente un viaje en el mar de las ideas, de los afectos, de la vida en común, en la felicidad…:
“así, así, así es también el espíritu humano. Tan ciego y enfermo, tan torpe y tan impresentable que
quiere quedar oculto, pero, en cambio, no quiere que a él se le oculte nada. Le va a suceder justamente lo
contrario: él no va a poder ocultarse a la verdad, mientras que la verdad se le va a ocultar a él. Pero
aun en esta situación, desgraciado y todo, prefiere gozarse más con la verdad que con la mentira. Según
eso, será feliz, si, al verse libre de todo impedimento, goza de la única verdad que hace que sean
verdaderas todas las cosas” (Confesiones 10, 23, 24).
Quien sale a la mar tiene siempre delante un horizonte y un deseo: las aguas se extienden sin
medida y no solo por el placer de gozar su inmensidad o poder ejercer un cierto dominio en cuanto se
siente con derecho de enseñorearse de los “frutos”. En el fondo es la aventura de dejar tierra, con todo lo
que esto lleva de contradicción. Porque de hecho la tierra –puerto- es la expresión de la seguridad, de
pisar suelo firme, de no temer el vapuleo de un oleaje a veces tan intempestivo ¿Está aquí la razón de la
experiencia del agustiniano “turismo exterior”? A un pescador le cuesta mucho, aunque no lo diga, salir
a la mar como a Pedro, y más cuando se siente un tanto obligado por la necesidad de ganar el pan. Pero,
queramos o no, siempre es una aventura lanzarse y surcar el agua del mar y no precisamente en grandes
buques seguros o de recreo. Agustín apunta: “el mundo es un mar pero también a él lo hizo el Señor y no
permite que se encrespen las olas sino hasta el cantil, donde su furia se desvanece. No hay ninguna
tentación que no hay recibido de Dios su medida, y como las tentaciones, lo mismo digamos de los
trabajos y contrariedades: no se permiten que acaben contigo sino para que te hagas más fuerte”
(Comentario al salmo 94, 9).
En el paralelismo con “rema mar adentro” no se puede olvidar una enseñanza en
dos tiempos: “es menester contemplar con fruto y saborear con deleite la hermosura del cielo, el orden
de las estrellas, las variantes de la luna…” ¡Cuántas veces experimentó Pedro en las noches largas junto
al lago la idea agustiniana! El problema, sin embargo, está en que cuando se sale de uno mismo se corre
el riesgo de convertirse en una escapada de la realidad. Sería importante en este caso -¿e ésta la lección de
Pedro?-, saber mirar: “hay que contemplarlo todo, no para enjuiciar una vana y pasajera curiosidad sino
para exigir una escala hacia las escalas inmortales y eternas” (De la verdadera religión 29, 52). En Agustín,
salir hacia fuera, tiene otra lectura: “andaba a la búsqueda de un objeto de amor, deseoso de amar. Me
asqueaba la seguridad y me aburría el camino sin trampas. Interiormente sentía hambre por estar
alejado del alimento interior, tú mismo, Dios mío” (Confesiones 3, 1, 1).
Cada mañana Pedro, como se intuye desde el evangelio, vuelve al puerto con mayor o menor
fortuna de su trabajo, con el cansancio y la ilusión de seguir en la brecha y tal vez porque para él no hay
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otra cosa que ese trabajo y habrá que continuar en la tarea ya que está en juego el sostenimiento de los
suyos ¡Qué misterio un tanto decepcionante entrañan hasta cierto punto sus palabras “toda la noche”, en
alusión clara a que cada noche se arriesga y se lucha… para volver a puerto con las redes vacías! Pero el
vacío de las redes lleva consigo otra idea: cuando se sale de uno mismo hay un desajuste interior que
impide el equilibrio: “resulta difícil al hombre volverse y encontrarse a sí mismo. Ávido de
exterioridades, su misma avidez le conduce al vacío. Y, huyendo, de sí mismo, cae en la tortura de la
multiplicidad” (Del Orden 2, 20, 30).
Son harto conocidos los textos agustinianos en referencia clara a la propia experiencia en el “salir
de si mismo”. Pero hay una cita que es una de las mejores síntesis con la perspectiva del mar: “las
verdaderas razones de mi marcha de Cartago y de mi viaje a Roma las sabías tú, Dios mío. No nos las
dejabas traslucir ni a mi ni a mi madre, que lloró atrozmente mi partida y que me fue siguiendo hasta el
mar. Yo la engañé cuando estaba fuertemente asida a mí, tratando de convencerme de que o bien
desistiera de mi propósito o bien le permitiera ir en mi compañía. Me inventé el pretexto de que no
quería dejar solo a un amigo que esperaba vientos favorables para zarpar. Y le mentí a mi madre, a
aquella madre, y me escabullí ... Como, a pesar de todo, mí madre se negaba a volver sin mí, apenas la
logré convencerla de que aquella noche se quedara en un paraje cercano a nuestra nave, que era una
capilla dedicada a la memoria de san Cipriano. Y aquella misma noche me escapé a hurtadillas ¿Y qué
era lo que te pedía, Dios mío, con tanta profusión de lágrimas, sino que me impidieras zarpar?... Sopló el
viento, hinchó nuestras velas y fueron desapareciendo de nuestra vista aquellas playas donde mi madre,
al amanecer, enloquecía de dolor y con sus quejas y gemidos atronaba tus oídos, que no tomaban en
consideración tales extremos. Tú, mientras tanto, me llevabas a remolque de mis pasiones para darles el
carpetazo definitivo y para castigar en ella el apego carnal con el justo azote del dolor” (Confesiones 5, 8,
15).
I. 2. 2.- Contrastes. Son, según el evangelio, las olas (oleaje) y el hundimiento (sumergirse): “de
pronto se levantó tal tempestad en el lago, que las olas cubrían la embarcación” (Mt 8, 24); “la barca estaba
ya a una buena distancia de la costa, batida por las olas porque tenía viento contrario” (Ib. 14, 24); “se
levantó un viento huracanado, las olas rompían contra la barca, que estaba a punto de sumergirse” (Mc 4,
37);
“zarparon y, mientras navegaban, él se quedó dormido. Se precipitó un huracán sobre el lago, la
barca se anegaba y peligraba” (Lc 8, 24). En el pensamiento agustiniano surge la pregunta: “suponte un
capitán que gobierna diestramente la nave pero ha olvidado el punto de destino ¿De qué le sirve
manejar el timón, saber virar, dar la proa a las olas y salvar el costado? Guía bien la nave pero no sabe
hacia dónde. Anuncia un rumbo exacto, pero va derecho al escollo. Cuanto menos eficaz es en el manejo
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de las máquinas, tanto mayor es el peligro. Mejor le fuera ser tardo en la maniobra y mantenerse en ruta.
Es mejor ir despacio que volar hacia el naufragio. Lo mejor, sin duda, es ir ligero dentro del rumbo
debido” (Comentario al salmo 31, 4).
Es cierto que para llegar a esta situación de casi pérdida de la propia identidad o quedar sumergido
en la profundidad del pecado hay siempre una causa: “los curiosos son como los peces del mar. Siempre
anhelosos, siempre a la espera y en la superficie de las cosas, como oteando el panorama de una vida sin
rumbo, ávidos de llenar los propios vacíos con la avidez terrena” (Ib. 8, 13). De una u otra manera es
seguir “bregando toda la noche”, en una rutina que se hace casi ley, en un salir hacia el mar tal vez para
evadirse de si mismo: “¡en qué cantidad de maldades me fui enviciando! Me fui tras la pista de una
sacrílega curiosidad. Después de dejarte plantado a ti, esta curiosidad me llevó a rendir los obsequios
más degradantes, menos fiables y más decepcionantes a los demonios. Pero en cada uno de estos pasos,
tú me azotabas” (Confesiones 3, 3, 5). Bregar de esa manera toda la noche, en un contexto de interioridad
agustiniana, es aventurarse en su propio camino, en su propia vida, en sus propias fuerzas, en su
capacidad… Y, así, una noche y otra noche de historia personal, alejándose de quien le pueda iluminar,
corregir, orientar, enseñarle un norte para poder navegar con rumbo fijo. Y, además, acostumbrarse a una
noche continua en el corazón viviendo en zozobra en infelicidad: “yo, por mi parte, me alejé de ti y
anduve errante, Dios mío, en tus caminos durante mi adolescencia, demasiado desviado de la estabilidad
que me proporcionabas y me convertí en un paraje miserable” (Ib. 2,10, 18). O sea, “no había pescado
nada”. ¿Qué pensar, qué soñar, cómo seguir navegando?: “espero que me recompongas de la
fragmentación en la que estuve escondido al apartarme de ti, que eres la verdad, e ir tras mi propia
difuminación en el mundo de la multiplicidad” (Ib. 2, 1, 1). Esto evoca la imagen de un Pedro que al alba
vuelve del lago y se dirige a su casa mientras responde con un cierto destemple a las preguntas de sus
familiares o de sus vecinos que se interesan –pueden hasta ser curiosos-, por el fruto de sus afanes
nocturnos en la pesca nocturna. ¡No es nada agradable salir al mar haciendo frente al propio temor y al
propio fracaso para volver de nuevo a tierra y sentirse incapaz o inútil!:“deseando, en vano, poseer las
cosas por las que es poseído, el ánimo se vuelve inquieto y se hace desventurado. Aunque el mundo nos
ofrece muchas cosas para amar, el tiempo nos arrebata lo que amamos y nos deja un tropel de
imaginaciones que excitan nuestra concupiscencia y le llevan a mariposear de cosa en cosa, haciéndonos
cada vez más miserables” (De la verdadera religión 36, 65).
En Pedro como en Agustín hay mucho de “lógica de apropiación”, una lógica que tantas veces el
mercado se propone como camino de realización personal y humano. Es una especie de venta de la
distracción, de la creación de paraísos extraños cuando por otro lado debe llegar el momento de querer
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conectarse con el verdadero sentido de la persona, de la vida como don que se nos regala y como
instrumento dinamizador para dar fruto. Ni Pedro ni Agustín descubren el sentido último de la existencia
en tanto no encuentran la alegría “cumplida”, el gozo de un Dios Creador y Padre: “detrás de mi oí tu voz
que me gritaba que me volviese, pero apenas pude percibirla debido al alboroto de los que no poseen la
paz. Y, ahora, mira, vuelvo sediento y anhelante a tu fuente. He vivido mal al querer vivir yo de mí. He
sido personalmente el causante de mi muerte. En ti estoy comenzando a revivir. Háblame tú, charla
conmigo” (Confesiones 12, 10, 10). Pero esta charla requería un poco más de tiempo y de fe…
“Aquel día, al atardecer, les dijo: <pasemos a la otra orilla>. Despidiendo a la gente, lo recogieron
tal como estaba en la barca; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un viento huracanado, las solas
rompían contra la barca, que estaba a punto de anegarse. Él dormía en la popa sobre un cojín. Lo
despertaron y le dicen: <Maestro ¿no te importa que naufraguemos?>. Se levantó, increpó al viento y
ordenó al mar: < ¡calla, enmudece!>. El viento cesó y sobrevino una calma perfecta! (Mc 4, 35-39). Es una
escena llena de realismo, que no queda solo en lo leído y contemplado; hay también un sentido de notable
carácter trascendente. Es cierto que el mar se presta a cualquier cambio en su fondo y en sus formas de
expresión motivadas por tantas corrientes extrañas y otros fenómenos difíciles de precisar de manera
inmediata. El lenguaje del mar, lo mismo en la bonanza que en la tempestad, es tan diverso que muchas
veces queda en el misterio. Pasa otro tanto en el hombre: “si abismo significa profundidad ¿no es cierto
que el corazón humano es un abismo? Los hiombres pueden comunicarse y entenderse mediante signos,
pero ¿quién es capaz de penetrar el corazón humano?¿quién es capaz de escudriñar sus registros, sus
maquinaciones, sus preferencias y sus odios?” (Comentario al salmo 41, 13).
Mientras tanto, “él dormía en la popa”. Y cabe preguntarse si es la actitud de Dios con el hombre
que sufre, que incluso desbabara sus planes, que busca y que no encuentra, que va muriendo y … la vida
no aparece. “Él dormía” ¿no es acaso actitud de Dios al que no parece preocuparle nada de lo humano ni
tampoco velar que “la obra de sus manos” vaya dando tumbos a tropel? Para Agustín ¿qué sentido tiene
el que Dios se haya hecho Hombre y que viene a salvar, se quede distanciado de la realidad humana
mientras ésta sufre los avatares que le puedan llevar a sumergirse totalmente y quedar para siempre
enterrado en el abismo? La tempestad es real en la narración evangélica, como también es real el miedo
del hombre. Hay una angustia de muerte ante las olas enfurecidas y la otra angustia o el temor –mezcla de
estupor, de respeto y de expectativa- ante un posible milagro que pueda ocurrir. En Agustín parece
irrumpir no un final prodigioso que cambie su persona en su aspecto externo ni lo libre de la tempestad
marítima concreta. Agustín está pretendiendo con toda humildad descubrir que en el fondo de su corazón
hay Alguien que ciertamente no duerme, más bien vigila: “¿qué soy para ti, que llegas a ordenarme que
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te ame, y si no lo hago te disgustas conmigo y me amenazas con grandes desgracias? ¿Es que no es
suficiente desgracia la de no amarte? ¡Ay de mí! Por tu ternura te pido que me digas qué eres tú para mí.
Dile a mi alma: Yo soy tu salvación” (Confesiones 1, 5, 5).
En el mar embravecido del corazón y, cual otro hijo pródigo, nace la esperanza de una acción
misteriosa, a pesar de las vicisitudes concretas en las que se halla Agustín: “Tú viste desde lejos, Dios
mío, mi fe vacilante en medio del resbaladero. Lo viste como una brasa parpadeante entre una densa
humareda” (Ib. 4, 2, 7). Y esta esperanza no es solo necesidad de salir del peligro, de tratar de escuchar el
grito interno que, desde su silencio operante, quería Dios hacerle comprender: “prevaricadores, volved al
corazón y adheríos a Aquel que os ha creado y hallaréis sosiego ¿Adónde vais por caminos
impracticables? ¿Adónde vais? El bien que amáis procede de Él. Todo cuanto hace referencia a Él es
bueno y suave. Pero todo cuanto procede de Él será amargo, y con toda justicia, si injustamente se
convierte en objeto de amor, previo abandono de Dios” (Ib. 4, 12, 18).
Los discípulos, en el encuentro vivo con la tempestad, no saben descubrir que la presencia del
Maestro interior es más importante que todos los acontecimientos, que el milagro más grande es Él y,
que, por lo tanto, Él no puede perecer en tanto no llegue al mundo la salvación, siempre dentro de la
providencia de Dios. ¿Duerme el Maestro dejando solos a los discípulos?: ¿De dónde ha de levantarse?...
Cuando se dice que duerme Él, somos nosotros quienes dormimos, y cuando se dice que se levanta Él,
somos nosotros quienes nos levantamos. Jesús estaba en la nave: la fe habita en tu corazón; si olvidas la
fe, Cristo duerme y el naufragio está a la puerta. Por tanto, haz lo que falta. Haz que si se encuentra
dormido, despierte. Dile: <despierta, Señor, que perecemos>; para que dé órdenes a los vientos y se
produzca la bonanza en tu corazón. Cuando Cristo, es decir, cuando tu fe esté despierta en tu corazón, se
alejan todas las tentaciones o, al menos, pierden toda su fuerza” (Comentario al salmo 34, 1). La experiencia
de la tempestad, mientras Cristo duerme en la nave, tiene en Agustín un progresivo descubrimiento del
misterio, mientras se pregunta cómo actúa Dios, cómo está cerca de los que le buscan con corazón sincero
a pesar de su pecado: “mis oídos, oh dulce Verdad, los tenía bien atentos a tu íntima melodía en mis
meditaciones sobre la belleza y la aptitud. Ansiaba ponerme en pie y oírte y saltar de gozo ante la voz del
Esposo pero no podía, porque el alboroto de mi error me arrastraba hacia fuera y el peso de mi orgullo
iba hundiéndome en el abismo. No me concedías el gozo y la alegría, ni que se alegraran mis huesos,
porque no estaban quebrantados” (Confesiones 4, 15, 27). Agustín descubre “que mientras caminamos por
el mundo <andamos por la noche>. Cristo, sin embargo, ha iluminado nuestras sombras con su luz,
dándonos la oportunidad de encontrar la dracma perdida de su imagen en nosotros. Por la creación
fuimos hechos <moneda de Dios>, acuñados con la impresión de su imagen. Por el pecado esta imagen
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se ha debilitado y se ha cubierto con el polvo de nuestro egoísmo... Dejemos que Cristo sea nuestra luz.
Es de carne, como nosotros, pero es Camino para los extraviados y Luz que ilumina el Camino”
(Comentario al salmo 138, 14).
No es nada difícil imaginar la escena de tantas noches en el interior de Agustín ante un Dios
“dormido” y, mientras descontento de sí mismo, intenta escuchar a Alguien que le descubra el sentido de
su aventura. Agustín puede preguntarse incluso: ¿quién será capaz de cambiar mi miedo para lanzarme a
vivir de manera nueva? De ahí que surge espontánea su oración: “esperanza mía desde mi juventud,
¿dónde estabas para mí? ¿a dónde te habías retirado?¿no me habías creado? ¿no me habías
diferenciado de los cuadrúpedos? ¿no me habías hecho más sabio que las aves del cielo? Sin embargo,
yo caminaba por un lóbrego resbaladero, te buscaba fuera de mí y no hallaba al Dios de la creación. Me
había precipitado en el fondo del mar. Había perdido la esperanza de encontrar la verdad” (Confesiones
7, 1, 1).
Quien es capaz de expresar de esta manera su drama interior es muy consciente de su incapacidad
y, por otro lado, de la necesaria cercanía o intimidad de Alguien que llegue a su corazón (no porque no
esté siempre presente) y le invite a “entrar dentro de si mismo”. La nave sigue siendo su corazón y aquí es
donde se libran las grandes batallas de las opciones y de las respuestas. En la humildad y en la confianza
podrá encontrar los pasos adecuados para poder quedarse ante Quien es la “luz y la salvación”. Y la
tempestad del lago y Jesús que sigue durmiendo en la barca no serán “tiempos muertos” para Agustín; la
gracia providente está irrumpiendo suave y fuertemente para que desaparezcan poco a poco las bagatelas
que entretienen el corazón humano con el fin de que éste propicie un silencio interior capaz de acoger al
Maestro interior. Este el momento propicio para decir: “¡qué desgraciado era! Y Tú hurgabas en el punto
más sensible de la herida, para que, abandonándolo todo, se volviera a ti que estás por encima de todas
las cosas y sin quien no existiría absolutamente nada. Para que se volviera, repito, y curara” (Ib. 6, 6, 9).
El misterio del corazón del hombre, muchas veces enigma, y, otras tantas, una constante acogida
y respuesta sincera, puede encontrar la fuente del agua viva. A nadie se le discrimina como para no
acercarse a la fuente, a todos se les brinda la oportunidad de purificarse. Dios respeta por supuesto la
libertad humana y deja a cada uno que pueda y quiera imprimir a su existencia un signo propio sin que Él
se interfiera nunca: “a ti la alabanza, a ti la gloria, fuente de las misericordias. Yo me iba haciendo más
miserable y más cercano. A mi lado estaba pronto tu mano para atraparme del fango y lavarme, y yo no
lo sabía. Lo único que me detenía ante la sima más profunda de los placeres carnales era el miedo a la
muerte y a tu juicio futuro. Este miedo nunca se apartó de mi pecho, aun en medio de la heterogeneidad
de mis opiniones” (Ib. 6, 16, 26). Y las olas embravecían y las fuerzas humanas eran incapaces de controlar
el agua que amenazaba anegar la nave.
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Los discípulos seguían con la mirada puesta en el Maestro, al margen aparentemente de cuanto
ocurría a su alrededor e incluso ajenos a la horrible hecatombe. Mientras rugían las olas, el Maestro
seguía durmiendo… Parece dormir serenamente (cf. Jonás 1, 5-6) y los acompañantes, faltos de fe, pierden
casi hasta la paciencia. Surge, así, entre la inquietud y el peligro, la necesidad de gritar al Maestro hasta el
punto que éste “se levantó, increpó al viento y ordenó al mar: <cállate, enmudece>”: “así me vi libre de
aquellas ataduras gracias a ti, ayudador mío. Seguía investigando el origen del mal (la tempestad
bravía) pero sin resultado alguno. Tú no permitías que el oleaje de mis reflexiones me arrancara de
aquella fe por la que creía que tú existes, que tu esencia es inmutable y que tienes providencia de los
hombres. Creía en tu justicia. Creía que has puesto el camino de la salvación humana en Cristo, tu Hijo,
Señor nuestro, y en las santas Escrituras, avaladas por la autoridad de la Iglesia católica. Esta salvación
de la humanidad está encaminada hacia aquella otra vida que tendrá lugar después de la muerte” (Ib. 7,
7, 11).
Y el mar enmudeció y vino la calma…
II.- La vuelta (vuelvo a ti…).Una vez acabada la predicación el Maestro había pedido a
Pedro: “rema mar adentro”. La segunda parte de este texto es menos citada y con frecuencia se olvida:
rema mar adentro y lanza las redes para pescar”. Es un mandato cargado de sensibilidad y de energía.
Sabemos que Pedro es pescador y que conoce perfectamente el lago y que algo así podría pensar en su
interior: ¡quién me va a enseñar a pescar después de tantos años que conozco palmo a palmo cada brazada
de agua en este lago! Noches en plena vela, gozando de un cielo estrellado y también de amagos de
tormenta. Sé, sigue pensando, cómo vienen los bancos de peces, cómo se les espera y hasta sus trampas
cuando se paran los peces y … vuelven hacia atrás. De alguna manera, podría pensarse en un ambiente
ideal para escribir las “confesiones “ de Pedro.
II. 1.- El Maestro … Pero el Maestro le indica un punto concreto, -a primera vista un tanto
“seco”-, para la pesca: ¡”si lo sabré yo…”!. Y, además, Pedro está seguro de encontrarse en la hora
puntual, ¿quién se equivoca?: “no hables de tu propia cosecha. Exponte a la luz que viene de lo alto. Sin
esa iluminación, cuanto digas será tan falso y tan confuso como la fuente de donde nace” (Sermón 166, 3,
3).
No sigas, pues, repitiendo, “Maestro, hemos bregado toda la noche sin cobrar nada, sino, ya que lo
dices, echaré las redes”. Pedro se deja cambiar su mentalidad, “entra en su interior”, y la confianza
puesta en el Maestro supera la confianza que había puesto en sí mismo. Total, se fía más de Cristo que de
su aventura personal. Era como creer aquello de “regrésate a ti mismo, pero no te guíes a ti mismo.
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Regresa, pues, a tu interior, abandonando el destierro de las cosas externas y devuélvete luego al que te
hizo a ti y a ellas” (Ib. 330, 5).
Cuando el Señor dice a Pedro: “echa las redes para pescar” se refleja claramente que se trata de
una experiencia completamente nueva: creer desde el corazón y obedecer hasta zonas todavía
inexploradas por él. Agustín que, a lo largo de su vida, fue un inquieto peregrino, no puede menos de
recordar un cierto paralelismo con este momento de la vida de Pedro: “ y cuando te habías apartado de él
por tu voluntad, te llamó y la volverte, te consoló. Él, que te concedió todo, que hizo que existieras, que
otorga el sol incluso a los malos que viven a tu lado, que da lluvia, los frutos, las fuentes, la vida, tantos
consuelos, él te reserva algo que no ha de darte sino a ti ¿qué es lo que te reserva? Dios se reserva para
ti” (Comentario al salmo 32 II, 2, 16). Para decir “en tu nombre” ha surgido en el corazón de Pedro un grito
distinto, una invitación muy cordial, una presencia nueva. Si la vida ha sido siempre para Pedro y Agustín
un remar hacia dentro, sin embargo, aquí nos encontramos con una gran sorpresa de Dios, una sorpresa
inigual, la de poder recomenzar de manera nueva la confianza en Dios. Y si Pedro, como Agustín, han
sido muchas veces protagonistas con los peces y las sabidurías, llega un momento en su existencia donde
las apariencias contrarias o las situaciones inconcebibles van a dar un paso a un nuevo enfoque, a una
conversión: “esto nadie puede conocerlo a no ser que resuene en su interior un cierto clamor silencioso
de la verdad. Dios habla también en la conciencia de los buenos y de los malos, ya que nadie puede
aprobar el bien que se hace y rechazar el mal, a no ser mediante la voz de la verdad que, en lo
escondido del corazón, aprueba o rechaza. Dios es esa tal verdad, la cual habla de muchas maneras a
los buenos y a los malos aunque no todos a los que habla lleguen a comprender su naturaleza y su
esencia” (Sermón 12, 4-5).
Llegar a la convicción de dar a la vida el sentido de “rema mar adentro” es un paso que lleva
luego el ser probado en la fe y en la propia confianza. Así se puede dejar todo pero lo que es más
fundamental, uno puede dejarse a sí mismo, desprenderse de sí mismo, hasta el punto de creer y hacer
propias las palabras de Cristo: “si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y
tendrás un tesoro en los cielos; luego ven y sígueme” (Mt 19, 21) Todo esto es ir a aguas profundas, llegar
hasta el misterio, para lo cual es necesario abrirse totalmente a Dios. Pedro no está ahora pendiente de su
pesca, está en las manos de Dios y eso supone dejar margen para que Dios se adueñe del corazón: “que
cada uno de vosotros, hermanos míos, mire a su interior, se juzgue y examine sus obras, sus buenas
obras; vea las que hace por amor, no esperando retribución alguna temporal, sino la promesa y el rostro
de Dios. Nade de lo que Dios te prometió vale algo separado de sí mismo” (Ib. 158, 6-7). Y es bueno
recalcar este momento de la interioridad agustiniana que invita a “entrar en tu interior”, respondiendo a la
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llamada que Dios hace a fin de recuperar la imagen verdadera que se había perdido. Por eso, “acércate a
él, comienza a desearle, comienza a buscar y a reconocer a aquél por quien has sido hecho. Él no
abandona a su obra, si ella no le abandona” (Comentario al salmo 145, 9). Hace falta mucha sencillez, como
también cariño, para situarse junto a Pedro y descubrir la expresión de su persona y salir de su
escepticismo y descargar totalmente su miedo y estar más cerca del Maestro. Pedro se deja llegar a Cristo
porque antes el Maestro se ha llegado a él, se ha quedado dentro de él y le invita a una contemplación de
su Persona. Se suceden así tres experiencias dignas de tenerse en cuenta: sitúa en su lugar al Maestro
como Dios; se exigirá humildad para buscarlo y encontrarse en su Verdad y, finalmente, lo reconoce
como Señor.
Entrar en la dimensión del misterio es una experiencia de contemplación: “la plenitud infinita y
eterna de Dios es, al mismo tiempo, fuente y término de contemplación…, sólo con la ayuda de Cristo,
mediante la purificación de la humildad, puede el hombre recogerse y entrar otra vez en sí mismo, donde
comienza a buscar los valores eternos, reencuentra a Cristo y reconoce a los hermanos” (Constituciones oar
10-11).
Este reencuentro es el interior no es meta, es una invitación: “corre a la fuente; desea el agua de la
fuente. En Dios está la fuente de vida, la fuente perenne; en él está también la luz que no se oscurece.
Desea esta luz, desea cierta fuente, cierta luz que no conocen tus ojos. Para ver esa luz se dispone el ojo
interior, la sed interior arde en deseos de beber de esa fuente” (Comentario al salmo 41, 2-5). Cuando se ha
caminado mucho tiempo en la superficie de uno mismo, sin entrar en la verdad del corazón, sin encontrar
a Dios, el riesgo de equivocarse es siempre una tentación. Una equivocación en la que se inserta el miedo,
lo duro de la existencia, el vencimiento del respeto humano, el querer vivir solo dentro de las propias
coordenadas… El hijo pródigo experimenta la crudeza del hambre físico y la imposibilidad de poder
saciarse con alimentos impropios. En Agustín hay sed de la Verdad y de la Belleza siempre antigua y
siempre nueva: “dado que los hombres, apeteciendo las cosas externas, se habían exiliado de su corazón,
se les ha dado una ley escrita como reclamo de su identidad. No porque no estuviese ya escrita en sus
corazones, sino porque ellos se habían distanciado de sí mismos, y no alcanzaban a leerla. Dios los ha
devuelto, por medio de su ley, al interior de sí mismos” (Ib. 57, 1). Comienza así a vislumbrarse la
experiencia de un Amor que ha purificado los anteriores amores y que ahora se traduce en un encuentro
vivo, íntimo. Noches y días en el mar de la vida buscando y gozando amores que no satisfacen ni llenan,
mientras pasan horas y épocas interminables de la propia existencia “bregando” mucho pero sin dar
verdadero fruto. Es la imagen del peregrino que desconoce a “Dios (que) está más dentro que uno
mismo”, y cómo las fatigas del camino se multiplican en la oscuridad. Para llegar al propio interior es
necesaria la búsqueda sincera, libre de prejuicios y superar las mil contradicciones que salgan al
encuentro: “buscaba yo un camino para conseguir la fortaleza que me hiciese idóneo para gozar de ti,
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Señor. Y no lo encontré hasta abrazarme con el Mediador entre Dios y los hombres, el Hombre Cristo
Jesús… Él nos llama y nos dice: <Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida>. Él combina la comida con su
carne… <porque tu Palabra se hizo Vida>, para que tu sabiduría, por la que creaste todas las cosas, se
convierta en leche de nuestra infancia” (Confesiones 7, 18, 24).
Así es como entra Agustín en su aposento interior y sabe que ya no está nunca solo. La certeza de
Dios le hace comprender que su existencia se convierte en un encuentro con el Amor y, de esta manera,
con la conciencia del hijo pródigo y siempre amado por el Padre misericordioso, comenzará a escuchar:
“traed el ternero cebado y matadlo. Celebremos un banquete. Porque este hijo mío estaba muerto y ha
revivido, se había perdido y ha sido encontrado” (Lc 16, 22-24). Es el momento de reconocer, creer el
milagro: “lo hicieron y capturaron tal cantidad de peces, que reventaban las redes” (Ib. 5, 6). El milagro
existió antes en el corazón de Pedro; se dejó iluminar y transformar por Cristo, y así dio paso a que el
Maestro interior fuera el único protagonista, el que “antecede, acompaña y sostiene”. Pedro fue
consciente de su improductividad solo cuando puso su confianza en el Señor. Agustín, por su parte, que
también probó fortuna en la búsqueda de la felicidad, nunca sació su sed en tanto no hace “memoria que
padecía antes. De no haber sentido sed ¿qué quiero decir con eso? Si no te hubieras hallado vacío, no
habías creído en Cristo. Antes de decir: <de su vientre fluirán ríos de agua viva>, había dicho: <si
alguien tiene sed, que venga a mí y beba>. Por tanto, si bebes, te convertirás en río de agua viva; pero
no bebes si no tienes sed; mas si tenías sed ¿por qué ese deseo de gloriarse del río como si fuese tuyo?”.
En conclusión: quien se gloríe, que se gloría en el Señor” (Sermón 160, 1- 2).
“La pesca había sido abundante…” era la respuesta a la pregunta y a la reflexión de Pedro.
Porque de hecho, no entra en los cálculos de Pedro la prueba inequívoca del poder de Dios manifestado
en Cristo Jesús. Pedro se había estancado en sus esquemas de lógica, del trabajo matemático de saber
echar las redes a un punto determinado y teniendo en cuenta seguramente las fases de la luna que hacen
nadar a los peces en una cierta dirección. De ahí que Pedro, al contemplar y admirarse de lo que tiene
delante de sus ojos, descubre al Mesías tan cercano y que le ofrece el misterio de la salvación y de la
liberación. Este milagro, aun sin especificarlo, ha sido una invitación al hombre de todo tiempo: la
esperanza en el Señor es luz para descubrir su presencia y su poder. Asó lo entendió Agustín, después de
muchas noches en la lucha interior, hasta el punto de retratar de una manera original su propia
experiencia: “crees y vienes, ama y eres atraído. No penséis que se trata de una violencia gruñona y
despreciable; es dulce, suave. Es la misma suavidad la que atrae. Cuando la oveja tiene hambre ¿no se le
atrae mostrándole lo que atrae? Pienso que no se le empuja corporalmente, sino que se le sujeta con el
deseo. Ven tú a Cristo así; no te fatigue la idea de un interminable camino. Creer es llegar. En efecto, a
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aquel que está en todas partes, no se va navegando sino amando. Cree en el crucificado, pero que tu fe
pueda subirse al leño. No te sumergirá; el leño te llevará al puerto. Así navegaba entre las olas de este
siglo quien decía: <lejos de mí el gloriarme en otra cosa, a no ser en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo” (Ib. 131, 2). Toda una lucha interna que ha tenido sus pruebas y sus vicisitudes crea en el
corazón una apertura de ideas y de palabras que se van multiplicando y sucediéndose: son las lágrimas
del arrepentimiento y del gozo, es la sensación de haber encontrado la piedra preciosa… Agustín, al igual
que Pedro, entra en su corazón y descarga amorosamente todo el bagaje acumulado de penas y largos
espacios de reflexión, a la vez que expresa la naturaleza del “encuentro”. Es la sacudida interna y que
marca una impronta: “¡qué de voces te daba yo en aquellos salmos y cómo me influenciaban en amor
hacia ti! ¡Ardía en deseos de recitarlos, si me fuera posible, al mundo entero contra el orgullo del género
humano! Me horroricé de temor y a la vez me encendí de esperanza y de júbilo en tu misericordia,
Padre” (Confesiones 9, 4, 8) ¿No hay acaso un paralelismo en fondo y en forma con la confesión de Pedro:
“aléjate de mi, que soy un hombre pecador” (Lc 5, 8)? Ambos, Pedro y Agustín, experimentan sentirse
sanos y salvos.
La noche larga sin pesca de Agustín, las tinieblas de su vida, tiene un paso lógico en la
providencia divina y una necesidad del encuentro con la luz en Agustín. Pero en el caminar hacia ese
encuentro surge un lenguaje de sencillez y de intimidad porque es expresión del trasvase de su persona a
la Persona de Cristo. Sí, ciertamente Dios ha conducido a Agustín a encontrarse en su propio corazón y
quedan atrás las heridas, las dudas, los pasos inciertos, años en desbandada, muerte en vida… Y en la
placidez del luego, o del huerto –para el caso es igual-, hay un silencio amoroso de Dios, la “suave brisa”.
Agustín descubre, mientras transita internamente, la misma llamada que el Señor hizo a Pedro para dar un
salto cualitativo: “me convertiste a ti de tal modo que ya no me preocupaba de buscar esposa ni me
entretenía esperanza alguna de este mundo. Por fin, ya estaba situado en aquella regla de fe en que,
hacía tantos años, le había revelado que yo estaría. Cambiaste mi luto en gozo, en un gozo mucho más
pleno de lo que ella esperaba de los nietos de mi carne” (Ib. 8, 12, 30). Agustín no puede menos de
agradecer al Señor la mediación de su madre que en todo momento le acompañó en la travesía hasta
llegar a encontrarse con el Maestro interior. En el texto citado de las Confesiones Agustín va
desgranando, en un lenguaje entrañable, la providencia de Dios que le sugiere un camino tan distinto y
que le cambia totalmente su existencia. El milagro de la barca del corazón en Agustín es una auténtica
síntesis de tantas gracias multiplicadas y que en el tiempo propicio han motivado una verdadera
conversión. Es muy distinto estar en una constante aventura (“nuestro corazón está inquieto…”) y ahora
estar situado, fijo, seguro en las manos de Dios. Permanecer en el corazón es la pesca milagrosa, el
comienzo de un gozo más pleno.
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II. 2.- Trascender…”El estupor se había apoderado de él y de todos sus compañeros por la
cantidad de peces que habían pescado… Jesús dijo a Simón:<no temas, en adelante pescarás hombres>.
Entonces, atracando las barcas en tierra, dejaron todo y lo siguieron” (Lc 5, 8-10). Estamos ante un relato
teológico de la llamada: el éxito está en la obediencia y un trasfondo de condición pecadora al escuchar
la voz de Jesús. Antes era el Maestro, ahora es el Señor y al “caer a los pies” ya lleva el nombre
“servidor” de Simón Pedro. Leamos un hermoso paralelismo: “así, pues, me apresuré a acudir al sitio
donde se encontraba sentado Alipio. Allí había dejado el códice del apóstol cuando de allí me levanté. Lo
cogí, lo abrí y en silencio leí, el primer capítulo que me vino a los ojos: Nada de comilonas ni
borracheras, nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos, más bien, del
Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias. No quise leer más ni
era preciso. Al punto, nada más acabar la lectura de este pasaje, sentí como si una luz de seguridad se
había derramado en mi corazón, ahuyentando las tinieblas de mis dudas” (Confesiones 8, 12, 19).
Agustín tiene en su interior la certeza de la llamada. Y, ¿qué sintió Agustín en corazón al leer las
palabras del apóstol?: ¡tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! El caso es que
estabas dentro de mí y, como engendro de fealdad, me abalanzaba sobre la belleza de tus criaturas. Tú
estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían aquellas cosas que, si no existieran en ti, serían
inexistentes… Me has tocado y ardo en deseos de tu paz” (Ib. 10, 27, 38). Esa es la multiplicación de la
bondad divina en Agustín, es confesión de la acción misteriosa de Dios, una auténtica conversión. Y, al
estilo de Pedro, podrá decir: “¿qué le pagaré al Señor por hacer que mi memoria recuerde todos estos
detalles sin que mi alma tema por ello? Te amaré, Señor, y te daré gracias y confesaré tu nombre, porque
has perdonado esas acciones tan malas y perversas” (Ib. 2, 7, 15). Se abre así una perspectiva llena de
optimismo. Ante la acción de Dios, Agustín asume el compromiso de no solamente ser receptor sino
también de profundizar el don de Dios como nunca, hasta ahora, lo había hecho. Y es que la luz divina
irrumpe totalmente en su corazón y experimenta la presencia del Maestro interior: “conocedor mío, que
yo te conozca como tú me conoces. Virtud de mi alma, entra en ella, amóldala a ti para tenerla y
poseerla sin mancha ni arruga. Esta es mi esperanza, por eso hablo. En esta esperanza fundo mi alegría
cuando mi alegría es sana” (Ib. 10, 1, 1).
Cuando Pedro escucha la misión que el Señor le confía se presume que sigue un momento de
profundo silencio: un silencio elocuente al tratar de asimilar lo que acaba de escuchar. Algo así como…
¿a mí se me dice todo eso? Y, sin duda alguna, con la mirada puesta en el Señor, corresponde con su
amor al Amor. No hay por parte del Señor ningún autoritarismo ni tampoco el dejar a Pedro sumido en
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un desamparo total ante la grandeza de lo anunciado. Es lenguaje de encuentro sublime, de mirada
profunda, parco en palabras, y que marca en la historia de la humanidad la delegación más hermosa de
Dios al hombre: hacerle capaz de significar, por su misión, la bondad de Dios: “pescarás hombres”, serás
instrumento mío que lleve el anuncio de una red misteriosa con infinita capacidad y en la que todos
tendrán cabida y como fraternidad. Pedro queda transformado, trasciende, su propia persona entra en
una esfera de interioridad que Dios ha iniciado. Y Agustín, con una intuición profunda, hará un contexto
propio: “ya estamos allí con el deseo, ya hemos echado a tierra la esperanza, como ancla, para no
naufragar, turbados, en este mar. Cuando una nave ha echado ya el ancla decimos justamente que se
halla en tierra, aún fluctúa, pero en cierto modo ha sido sacada ya a tierra, al estar defendida contra los
vientos y las tempestades; del mismo modo, afianzando nuestra esperanza en la ciudad de Jerusalén, ella
hace que no seamos lanzados contra los peñascos por las tentaciones de este nuestro destierro”
(Comentario al salmo 4, 3).
En Pedro, con la confesión de su actitud como pecador, y ante la mirada bondadosa del Maestro,
tiene lugar una interiorización tal que trasciende su mismo ser dejando el espacio libre para que sea le
Señor quien lleve siempre el timón de la vida. Dejado ya todo y dejándose totalmente en las manos de
Dios, se une en una misma respuesta, ya no hay lugar para las dudas ni tampoco temerá el futuro. Nace un
sentido de trascendencia, de elevación del corazón, del insertarse en un ámbito donde y desde el cual Dios
dispondrá todo según su voluntad: “el poder divino nos ha otorgado cuanto conduce a la vida y a la
piedad, por medio del conocimiento del que nos llamó con su propia gloria y mérito” (IIª Pedro 1, 3). El
Maestro no queda solo en la imagen percibida hace tiempo en el vaivén de cada día; ahora es la
experiencia de una vida interior plena, trascendida. Esta insistencia en la persona de Pedro subraya lo que
en Agustín ha ocurrido desde la experiencia del “toma y lee”. De aquí que él pueda decir: “vuelve a tu
corazón y desde él asciende a Dios. Si vuelves a tu corazón, vuelves a Dios desde un lugar cercano. Si te
molestan todas estas cosas es que has salido de ti: eres un exiliado de tu corazón. Te sientes movido por
las cosas que están fuera y te pierdes. Tú estás dentro, ellas se encuentran fuera. Fuera son bienes, pero
están fuera” (Sermón 311, 3 – 4).
La barca se dirige suavemente a tierra y el lago provoca desde su tranquilidad una esperanza de
vivir en la cercanía del puerto que hoy, en este momento, adquiere un tinte de acogida mucho más
necesaria, menos preocupante y sí gozosa. Es la vuelta de las aguas revoltosas del corazón a la paz
interior, a un “proceso activo y dinámico por el que hombre disgregado y desparramado por la herida del
pecado, movido por la gracia, entra dentro de si mismo donde ya le está esperando Dios e iluminado por
Cristo, Maestro interior sin el cual <el Espíritu Santo no instruye ni ilumina a nadie>, se trasciende a sí
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mismo, se renueva según la imagen del hombre nuevo que es Cristo y se pacifica en la contemplación de
la Verdad” (Constituciones oar 12). Se culmina así el momento clave en el que Pedro y Agustín entienden y
se disponen con sinceridad a poner en práctica una regla de oro: “no quieras ir afuera; entra en ti mismo;
en el hombre interior mora la verdad y, cuando vieres que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti
mismo” (De la verdadera religión 72). Providencialmente este trascender tiene lugar en dos personas con dos
situaciones muy distintas pero ante el mismo Dios y en respuesta al mismo Dios que,
por
caminos
insondables -al fin y al cabo, aventureros inquietos en el mar de la vida-, son llamados a profundizar en la
fe un mensaje que será la motivación de sus vidas: “no te desparrames. Concéntrate en tu intimidad. La
verdad reside en el hombre interior” (Ib. 39, 72). Desde esta base y con la ayuda de la gracia se inicia un
camino interior de trascendencia: Pedro se adentra en un ambiente total de escucha del Maestro que le irá
manifestando qué significa “atar y desatar”, ser enviado con la gracia del Espíritu a anunciar la buena
nueva en el mundo y con la seguridad que Él estará siempre a su lado a pesar de todas las persecuciones
en incluso del mismo martirio. El mundo interior, ya trascendido, es una profundización en el crecimiento
de “la gracia y (en) el conocimiento del Señor nuestro y Salvador Jesucristo” (IIª Pedro 3, 18). Esta es la
culminación del “rema mar adentro”. En Agustín (“toma y lee”) hay este lenguaje: “Señor, yo soy tu
siervo y el hijo de tu sierva. Has roto mis cadenas y voy a ofrecerte un sacrificio de alabanza. Que te
alaben mi corazón y mi lengua y que todos mis huesos digan: Señor ¿quién semejante a ti? Que lo digan,
sí. Pero tú dame una respuesta y dile a mi alma: Yo soy tu salvación” (Confesiones 9, 1, 1). Este es el
auténtico milagro: su interior queda limpio, vacío de sí mismo, como un seno abierto donde se cree, se
acepta y se recibe. Es lenguaje de encuentro trascendente donde Dios se hace experiencia de amor:
“busquemos a Dios para hallarle. Y hallémosle para seguir en su búsqueda. Para que le hallemos
buscándole, está oculto. Para que, una vez hallado, tengamos que seguir en su búsqueda, es inmenso. Él
satisface al buscador según la capacidad de su búsqueda y hace mayor la capacidad de quien le
encuentra para que aún tenga que seguir buscándole” (Del Tratado sobre el ev. según san Juan 63, 1).
El sentido de la trascendencia en Agustín, como un encuentro agradecido con Dios y aspirando a
metas más profundas, tiene por supuesto una visión de esperanza pero también de un dinamismo
cautivador. Un punto de partida: “pero tú eras más íntimo que mi propia intimidad y más alto que lo alto
de mi ser” (Confesiones 3, 6, 11); una aventura: “seguimos ascendiendo aún más dentro de nuestro interior,
pensando, hablando y admirando tus obras” (Ib. 9, 10, 24); un gozo: “¿dónde, pues, te encontré para
conocerte sino en ti sobre mí? Aquí no existen ni emplazamientos ni lugares” (Ib. 10, 26, 37); una certeza:
“desde el día en que te conocí, no encuentro nada de ti que no sea un recuerdo personal mío. Desde el
día en que te conocí, no te he olvidado. Donde he encontrado la verdad, allí he encontrado a mi Dios,
que es la mismísima Verdad. De esta Verdad no me he olvidado desde el día en que lo conocí. Por eso,
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desde que lo conocí, resides en mi memoria. En ella te encuentro cuando me acuerdo de ti y me deleito en
ti. Estos son mis gozos santos con que me ha obsequiado tu misericordia al poner sus ojos en mi
pobreza” (Ib. 10, 24, 35); unión con Dios: “el deseo presente en el corazón justo lo dispone el Señor, pero
ha de preceder la fe, por la que se llega al Dios recto, para que el corazón se vuelva recto. Esta fe surge
de la obediencia, habiendo antes prevenido y llamado a la misericordia de Dios. Comienza a unir el
corazón a Dios, para que lo enderece, y cuanto más y más se endereza, tanto más ve lo que antes no veía
y puede lo que antes no podía” (Comentario al salmo 77, 10).
CONCLUSIÓN.- He pretendido, en conexión con la experiencia viva de Pedro y desde su misión
como “pescador de hombres”, escuchar a Agustín
con su lenguaje lleno de alma que vive en la
trascendencia y que señala una norma de vida: “esté sano el interior del hombre que se llama conciencia,
y volaré allí y hallaré a Dios” (Ib. 45, 3). El “trasciéndete a ti mismo” no es actitud estática, es situar a
Dios como centro de su vida y hace deducir al hombre interior una lógica de testimonio: “el seno del
hombre interior es la conciencia del corazón. ¿Y qué es el río que brota del seno del hombre interior? La
benevolencia y amor con que atiende a la salvación del prójimo” (Del tratado sobre el ev. según Juan 32, 4).
Pedro y Agustín, en su tiempo y con su historia personal, se enmarcan como jalones
providenciales de la vida de la Iglesia. Su testimonio de vida y su obediencia a la voluntad de Dios
suscitan un motivo grande para gozar la fe y desde la fe. En la respuesta de Pedro a Jesús que le pregunta
por su amor, parece vislumbrarse en ella como presente una frase de Agustín: “entrégate a mí, Dios mío,
restitúyete a mi. Mira, yo te amo. Si aún esto es poco, haz que te ame más intensamente. No puedo
calibrar cuánto me falta de amor para que sea bastante y para que mi vida acuda desalada en busca de
tu abrazo, de modo que nadie sea capaz de arrancarla de allí hasta que halle su escondite en lo
escondido de tu rostro. Sólo sé una cosa: que me va mal lejos de ti, y no solo fuera de mí, sino incluso en
mí mismo. Y que toda riqueza que no es mi Dios es pobreza” (Confesiones 13, 8, 9)
Fr. Imanol Larrínaga, oar
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