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LIBERALISMO AUTORITARIO
Lorenzo Meyer
El liberalismo clásico era antiautoritario, aunque no necesariamente
democrático. En México, ni en el siglo pasado ni ahora la sociedad
emprendió la marcha hacia el liberalismo por su propia voluntad. Entonces
como ahora, a la sociedad mexicana más que ir la llevan.
Aquí, el liberalismo clásico no encontró un terreno fértil en el cual
prosperar debido a las enormes desigualdades originadas durante la época
colonial. Y actualmente el mexicano es lo contrario del sistema político
liberal que pretende ser, pues la esencia del liberalismo es precisamente algo
que en este país no existe: la limitación institucional del poder
gubernamental.
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Durante el sexenio de Miguel de la Madrid, en 1985, un puñado de jóvenes
economistas, partidarios de desplazar al Estado por el mercado, maniobraron
hábilmente y lograron arrebatar el poder a los políticos tradicionales.
Esos “tecnócratas políticos” (a diferencia de los “políticos-políticos”) se
presentaron como portadores de una ideología --elaborada en las grandes
universidades norteamericanas-- que vendían como ciencia distinta y superior
a la que había fracasado bajo el neopopulismo locuaz o frívolo de Echeverría
y de López Portillo.
Una vez en el poder este grupo, encabezado por Carlos Salinas, y para no
repetir la historia de Gorbachov, quien por reformar un viejo sistema estatista
y autoritario destruyó tanto al sistema como al país, decidió emprender una
modernización selectiva: transformar la economía, pero conservar y usar a
fondo los viejos instrumentos políticos, autoritarios, antidemocráticos y
premodernos.
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De ese modo, el salinismo dio forma a algo que puede llamarse
autoritarismo de mercado.
¿Cuál es el problema histórico de fondo, no resuelto, que constituye el gran
peso que desde hace siglos carga la sociedad mexicana, y que le ha impedido
alcanzar el destino que los diversos gobiernos le han prometido? Una posible
respuesta es: la pobreza.
Efectivamente, ésta es al mismo tiempo la raíz y el resultado de la serie de
fracasos que forman la herencia dejada por los grupos gobernantes que desde
el siglo XVIII han buscado modernizar al país.
En el caso del grupo gobernante anterior, si Salinas y su pequeño círculo
de tecnócratas no hicieron lo que pudieron y debieron hacer para evitar la
catástrofe, no fue por falta de información sino de ética. Fue así como los
economistas-políticos lanzaron a la economía mexicana por un camino tan
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peligroso como espectacular, y lo hicieron porque convenía a sus intereses de
grupo, no a los del país.
Sólo insistiendo, a sabiendas de que era falso, en que el modelo implantado
a partir de 1988 estaba bien, tendría credibilidad y éxito en las urnas el
candidato del partido de estado y del “él sabe cómo hacerlo”.
Es obvio que el presidente Zedillo no está solo en el poder, sino que forma
parte de un grupo en alianza con otros grupos políticos que son los que
conforman la verdadera estructura de poder en México.
¿Quiénes son esos que mandan aquí? En primer lugar y encabezándolos a
todos, la alta burocracia gubernamental, la que llegó a la presidencia o al
gabinete no por la vía del PRI sino siguiendo las reglas de la propia
hermandad burocrática, lo que muestra claramente que el PRI no es fuente de
poder sino básicamente un instrumento.
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Luego está el grupo que controla las corporaciones en que se montó el
sistema de poder posrevolucionario, particularmente los líderes sindicales y
los agrarios.
En el centro de esta élite están aquellos personajes que fueron invitados en
febrero de 1993 a la cena de los veinticinco billonarios con Salinas y el
presidente del PRI, los que controlan las grandes acumulaciones de capital.
Está también la jerarquía eclesiástica, los que controlan los medios masivos
de difusión, el ejército –sobre todo después de Chiapas–, y finalmente el
mundo externo a través de los gobiernos y los capitales de las grandes
potencias.
Hoy es claro que si se llevara a cabo un juicio político contra Salinas, éste
involucraría a su sucesor y al grupo del que ambos forman parte. Los
políticos neoliberales tenían conocimiento del problema, pero lo ocultaron
para alzarse con la victoria del 21 de agosto de 1994.
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Ricardo Alemán, citando a estrategas de la campaña electoral de Ernesto
Zedillo, revela que éstos propusieron que la base de la propuesta del
candidato priísta partiera de este supuesto: “más que la democracia, la gente
quiere bienestar”. Fue por ello que decidieron, y su candidato aceptó, que la
mejor manera de enfrentar las ofertas agresivas del PAN (“Por un México sin
mentiras”) y altruistas del PRD (“Democracia ya, patria para todos”), era
apelando al egoísmo y al interés individual. Y para esto había que hacer pasar
por realidad sólida y duradera lo que en realidad era una estabilidad muy
precaria.
Al final, los mexicanos nos quedamos como el perro de las dos tortas, ¿o
fueron tres?: sin el “México sin mentiras” de Diego Fernández; sin la
“democracia ya, patria para todos” de Cuauhtémoc Cárdenas, y sin el
“bienestar para tu familia” de Ernesto Zedillo, el que “sabía cómo hacerlo”.
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Si, como afirman algunos, la ética del político es la ética de la
responsabilidad, entonces no podemos evitar concluir que en México, y desde
hace mucho tiempo, el poder no ha estado en manos de políticos, sino de
irresponsables.
Especial atención merecen los capítulos “Viejos y nuevos liberalismos, un
encuadre histórico”, “La clase política” y “Zedillismo o la debilidad desde
el origen”.
Lorenzo Meyer, Liberalismo autoritario. Las contradicciones del sistema político mexicano,
Editorial Océano, México, 1995.
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