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Pasión por Dios, pasión por la humanidad El gran desafío hoy es vivir la única pasión por Dios y por la humanidad, porque no hay dos pasiones, sino sólo una. La humanidad está entrañada en el mismo corazón de Dios, Dios está encarnado en el mismo corazón de la humanidad, por lo tanto el sentido de la vida es vivir el drama de nuestro tiempo, entrar en comunión con lo grande y lo pequeño de nuestros hermanos, con lo herido en su corazón y en el nuestro, en el corazón de Dios y del mundo. Vivir la única pasión por Dios y por la humanidad, porque en el corazón humano no puede haber dos pasiones, sino sólo una. No podemos seguir viviendo en una dualidad de “amores” mal entendida (que nos ha partido en dos por dentro y nos ha llevado, inevitablemente, a vivir escindidos, rotos. Los hombres y mujeres de hoy no podemos dividir nuestro corazón en dos dedicaciones paralelas tan absorbentes. A no ser que hablemos de Dios y de la Humanidad, así genéricamente, con mayúsculas. Lo que equivaldría a no decir casi nada: ni de Dios, misterio personal que nos exige la totalidad del corazón, ni de la Humanidad convertida en un ideal ilusorio y ajeno a los gozos y sufrimientos de cada día de nuestra gente. No se puede buscar a Dios al margen de la realidad que somos, porque la gracia de Dios, su presencia recreadora en nosotros, no es un ámbito exclusivo de la interioridad, sino de toda la realidad en la que vivimos. Somos gracia de Dios en todo y por todo lo creado y redimido de lo que formamos parte. Es una gran pasión: ser buscadores de Dios en medio del mundo, como nos lo confirmaron las palabras del papa Benedicto XVI. Buscamos a Dios en medio del mundo porque la humanidad está entrañada en el mismo corazón de Dios, y de un modo aún más inaudito: Dios está encarnado en el mismo corazón de la humanidad. Por ello se hace más necesario que articulemos la única pasión que nos incendia el alma, y de este modo nos ayude a integrar el latir de nuestro corazón en un mismo ritmo, a la vez espiritual y mundano. Vivir el drama de nuestro tiempo no encontrará su futuro, sino en la mayor comunión posible con el sufrimiento y con el gozo de nuestros hermanos y hermanas, con sus expectativas y dolores, con los desafíos de nuestro tiempo. El sentido de la vida está vinculado precisamente a la experiencia íntima y doliente de responder a ese sufrimiento, y debe hacerlo como una manera de hacer transparente y visible la Presencia del reinado escondido de Dios en nuestro mundo doliente. No como quien quiere, desde sí mismo, cambiar el mundo, sino como quién quiere descubrir el sentido de lo que vivimos, trasmitir el sentido hondo de ese sufrimiento, que es ese secreto, el mejor guardado de la historia: el amor de Dios, el amor eterno de Dios, el amor triple de Dios, es un amor desarmado, es un amor de Corazón atravesado, herido. Cuando dos seres humanos se acercan el uno al otro, el misterio de la comunión siempre se produce en el corazón herido. Por eso la gran fuente de la ternura y de la misericordia de Dios es el corazón abierto de Cristo, es el lugar en donde la herida de la humanidad, la herida del Hijo del hombre, es la misma herida del corazón de Dios. Pasión por acoger el don recibidoToda experiencia espiritual tiene sus propios motivos. Son como los rasgos que la autentifican, los límites que la definen y la distinguen de las otras posibles, las marcas de su identidad. Buscar esos rasgos es recuperar el don recibido por los que nos precedieron, y que lo vivieron no sólo para ellos o ellas sino también para nosotros, los que a lo largo de los tiempos hemos sido llamados a seguir su camino. En las experiencias espirituales vividas por santa Juana de Lestonac tenemos los medios para descubrir el don de Dios para todos nosotros, y la seguridad para el futuro como gracia y carisma grupal. Descubrir la pasión central de nuestra vida: que es Dios como una llama que hay que cuidar y la urgencia de tender la mano a los que se nos aparecen en el camino como necesitados de ayuda. Dios es el mayor don que hemos recibido: estar en comunión con su amor y su gracia. Y ese don de Dios, que es Él mismo, encierra nuestro secreto y se convierte en el principio de discernimiento para toda nuestra vida. Su presencia amorosa, que nos quiere su “propiedad personal” (Ex 19) y nos atrae hacia sí para que le pertenezcamos de una manera muy propia. Toda nuestra existencia es leída como el camino de su bondad hacia nosotras/os y se despliega como el misterio que nos hace ser, como Él, donación de lo que somos y comunión con nuestros hermanos y hermanas. De manera que la misión participan de la misma fuente y se expresan en la misma pasión: hacer buena noticia de su Palabra creadora y darla a conocer con nuestra propia vida. La pasión por Dios es un lento aprendizaje del amor cristiano, que es un amor bien extraño. Un amor que no rivaliza con ningún otro amor humano, pero que es, a la vez, exclusivo y no excluyente. Es una pasión lúcida, pero no interesada porque nos enseña a amar también a los que no nos aman y hasta a los que nos persiguen. El amor apasionado por Dios y su reino es el amor suelto,desprendido, libre de ataduras, que no se centra en la satisfacción, sino que mantiene libre el deseo. Y ello comporta aceptar la vulnerabilidad del corazón, sin blindarlo, sin protegerlo. Pero a la vez fuertes, en una verdadera vertebración interior que nos permite afrontar el conflicto sin dejarnos dañar, fuertes en el amor desde la confianza de sabernos siempre en manos de Dios. El amor pobre y desprendido, el amor amasado en la humildad que es lo que previene la arbitrariedad del amor. Amor resistente, que se experimenta amado sin méritos, por la libre decisión del otro, de Dios: invencible.