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GUERRA Y CRITICA DE LA CULTURA1 J. Miguel Esteban En La crítica pragmatista de la cultura: ensayos sobre el pensamiento de John Dewey2, he ofrecido una reinterpretación de la filosofía de John Dewey como crítica de la cultura. Cada uno de sus capítulos viene a ser una posible aplicación de esa crítica en ámbitos culturales como la ciencia y la tecnología (1), la religión (2), la ética y el arte (3) y la política (4). Pero el problema que recorre sus capítulos es la formación y el uso de valores como parte de la actividad general del organismo humano. Pienso que Dewey defiende una ética experimental que se diferencia de las éticas tradicionales precisamente en que concibe el valor como algo sujeto a generación y regulación experimental y no como algo preexistente, exclusivamente susceptible de ser captado o sentido pasivamente, sea temido o gozado, acatado o despreciado. Según pienso, la formación y el uso de sentidos orientadores o valores es la actividad que subyace al conocer, al actuar y al producir. Para el pragmatismo, una de las posibles acepciones de la actividad filosófica es abordar esa producción de valores a partir de las relaciones entre esas tres áreas de la cultura, buscando unidades globales como las que generan los mapas. Mapas para la crítica de la cultura, según una analogía tomada de Dewey que empleo en varios epígrafes del libro. Los capítulos del libro exponen críticamente algunos de los mapas que Dewey trazó de su tiempo. El primero es un mapa de las relaciones de lo religioso con los otros ámbitos de la cultura humana. Sobre ese mapa construye Dewey una concepción crítica que intenta salvar el componente ético y social de la religión, pero evitando el permanente riesgo de manipulación por parte de una minoría que se autoatribuye un acceso exclusivo a la divinidad. En el segundo capítulo trazo un mapa de las relaciones entre la ciencia y otras prácticas culturales. En esta ocasión, Dewey impugna la clásica concepción teoreticista del conocimiento para insistir en una actividad de control de signos que, como arte de la experimentación, integra ciencia, arte y tecnología. En el último ensayo trazo el mapa de la filosofía política del liberalismo de los últimos dos siglos y abordo la crítica de Dewey y sus propuestas en el ámbito de la participación democrática. En el tercer ensayo realizo una reconstrucción del terreno de los valores en la ciencia y la ciencia en los valores. Sobre ese mapa es posible una crítica de la filosofía transmundana del valor para apostar por la concepción experimentalista de la formación y el uso de valores que, como ya señalaba, podría considerarse como el hilo que recorre todo el libro. En varias partes del libro he intentado aplicar esta concepción pragmatista del valor a algunos problemas sociales contemporáneos, como el SIDA y la drogodependencia en las cárceles, la supuesta neutralidad axiológica de la ciencia y la tecnología, la actitud del hombre ante la naturaleza, la apreciación del arte contemporáneo o la insuficiencia de la democracia meramente representativa. Para esta presentación he elegido un tema que no abordo en el libro pero que, en estos días, me parece insoslayable: la guerra o la solución armada de conflictos humanos. Así pues, intentaré ilustrar la relevancia cultural de la concepción pragmatista del valor a partir de una situación en la que John Dewey resultó envuelto en el contexto de la segunda guerra mundial. Como Bertrand Russell, John Dewey fue un activo pacifista durante buena 1 Presentación del libro La crítica pragmatista de la cultura: ensayos sobre el pensamiento de John Dewey (Heredia: UNA, 2001). 2 J. Miguel Guerra, La crítica pragmatista de la cultura: ensayos sobre el pensamiento de John Dewey (Heredia: UNA, 2001). 1 parte de su vida. En los años veinte, Dewey participó en un movimiento pacifista de carácter bastante radical, The Outlawry of War, liderado por Salmon Levinson. Este jurista indagó en el derecho internacional entonces existente y reparó en el hecho de que allí se sancionaba positivamente y justificaba jurídicamente la guerra como medio de resolución de conflictos entre los estados. Levinson decidió organizar un movimiento contra este estatuto legal. Los adversarios de este movimiento pacifista, en su mayoría procedentes de las filas conservadoras, se burlaron de la ingenuidad de Levinson y sus partidarios. Prohibir la guerra por ley era como decretar que no hubiera nacimientos los martes. En un célebre artículo, Dewey contestaba que ni él ni Levinson eran tan ingenuos para creer que las guerras acabarían simplemente con abolir su status legal. Pero tampoco la sustitución de la fuerza bruta por el derecho como método de resolución de conflictos entre los individuos había acabado con el crimen, y nadie se le ocurriría defender por ello el abandono del estado de derecho. Si la violencia había sido deslegitimada como medio de resolución de conflictos entre los individuos de un estado, no había razón alguna para no combatirla como medio de resolución de conflictos entre los estados. Dewey volvió un argumento simétrico en los años treinta, cuando el fascismo era ya algo más que una amenaza: para combatir el totalitarismo fuera es necesario combatirlo también dentro. Y ello le ganó la animadversión de amplios sectores de conservadores de Estados Unidos, partidarios de la militarización de la vida social. El militarismo también estaba presente en algunos departamentos de filosofía de las universidades norteamericanas. En septiembre de 1940, mientras la aviación alemana bombardeaba Inglaterra, un grupo de profesores de la Universidad de Chicago, liderados por Mortimer J. Adler, emprendía una cruzada por la reforma cultural de Estados Unidos y señalaba a John Dewey como enemigo público número uno3. Adler despreciaba el naturalismo de Dewey, esto es, su renuncia a cualquier tipo de filosofía primera con pretensiones de validez por encima de las ciencias particulares. De hecho, Adler tenía la firme convicción de que la prioridad absoluta de la filosofía sobre cualquier otra forma de saber anclaba la moral en el firme terreno de las verdades absolutas o incondicionales: “Si la moral abandona el dogma de las normas absolutas sólo nos quedará una certeza del mismo tipo que la que hoy prevalece en la física y en la química”4. Según Adler, cuando pragmatistas y naturalistas señalan que todo lo que la filosofía puede lograr es una certeza de este tipo, una certeza relativa a condiciones y no una certeza metafísica última, privan a la moralidad de su fundamento absoluto y de su poder de aglutinación social: pragmatismo y naturalismo conducirían a una moral condicional y por lo tanto laxa y disoluta, incapaz incluso de enfrentarse al horror del fascismo. De hecho, en una conferencia titulada “Dios y los Profesores”, Adler acusaba a John Dewey y otros profesores “positivistas” de haber privado a la civilización occidental de los valores absolutos necesarios para hacer frente al nacional-socialismo de Hitler: “La amenaza más seria a la democracia es el positivismo de los profesores que domina todos los aspectos de la educación moderna y es el elemento central de corrupción de la cultura moderna. La democracia tiene mucho más que temer de la 3 Así se desprende de la carta que John Dewey envió a Berta Aleck: “Mortimer Adler who has become a Catholic. He announced once in a lecture that I was "Public enemy Number One" [1937.01.03 (08676)], en Larry Hickman (ed.): John Dewey: Correspondence, v. 2, edición electrónica (Charlotesville: PastMasters, 2001). 4 M. Adler: Philosopher at Large (New York: Macmillan Co., 1943) p.181. 2 mentalidad de sus profesores que del nihilismo de Hitler”5. Adler urgía a expulsar a estos profesores universitarios como paso necesario para la resolución de los problemas que aquejaban a Estados Unidos. Por lo demás, Adler ya llevaba tiempo recomendando esa expulsión, como cuando llegó a convencer al Decano Hutchins de que despidiese de la Universidad de Chicago a algunos colaboradores de Dewey, entre ellos James H. Tufts, con quien escribió la Ética de 1894. La acusación de Adler no era nueva, ni mucho menos. Hacía tiempo que los intelectuales conservadores de Estados Unidos acusaban al pragmatismo y al evolucionismo, toscamente agrupados bajo el calificativo de “positivistas”, de minar las verdades universales de la tradición cristiana y conducir así a la corrupción relativista de las costumbres. Medio siglo después, en plena época Reagan, Alasdair MacIntyre lanza una acusación parecida, aunque mucho más sutil e inteligente, en su conocido libro Tras la Virtud (1984). Aunque su blanco no es el positivismo -sino todo el proyecto ilustrado que, en su opinión, conduce inevitablemente a un nihilismo de sesgo nietzschianoresulta significativo que MacIntyre señale como culpable del desacuerdo moral contemporáneo al emotivismo, la versión ética del positivismo, según la cual todo juicio de valor era expresión de una mera preferencia subjetiva, expresión de actitudes o sentimientos y, por lo tanto, había de quedar excluido del ámbito de la discusión racional. Comenta MacIntyre: “El emotivismo es una teoría que pretende dar cuenta de todos los juicios de valor, cualesquiera que sean. Claramente, si es cierta, todo desacuerdo moral es interminable”6. (Dicho sea de paso: Uno de los ejemplos de desacuerdo interminable que, según MacIntyre, se seguiría de la verdad del emotivismo sería precisamente el caso que nos ocupa: la indecisión entre (a) la condena de toda guerra, por el daño que inflige a la población civil, (b) el principio militarista, “Si vis Pax, para Bellum” y (c) la justificación ocasional de las guerras para liberar a los grupos oprimidos) . Menciono el diagnóstico de MacIntyre porque la respuesta de John Dewey a Adler va a darle la vuelta a su acusación, agrupando al emotivismo junto al absolutismo ético como concepciones pasivas del valor que excluían la valoración del ámbito de la acción racional. Tanto el emotivismo, al considerar la valoración como pura expresión de preferencias subjetivas, como el absolutismo, al equipararla con el incuestionable legado de la tradición o de la revelación, creaban un terreno propicio para la imposición de valores por la fuerza o la acción coercitiva de la autoridad. Los dos siguientes epígrafes están dedicados a las críticas que Dewey dirigiera contra uno y otro. I.Coerción violenta y valores incondicionados Veamos pues primero las razones que Dewey esgrime contra el incondicionalismo o el absolutismo moral de Adler . La cita corresponde a un texto de Dewey denominado “Lecciones de la guerra para la filosofía”7: 5 Citado por Dewey en LW.14.322. Los textos de John Dewey citados en estos ensayos corresponden a la edición crítica de su obra completa publicada por la Southern Illinois University Press, bajo la dirección editorial de Jo Ann Boydston : The Early Works, 1882-1898, 5 volúmenes; The Middle Works, 18991924, 15 volúmenes: The Later Works, 1925-1953, 15 volúmenes. Citamos con la abreviatura (EW, MW, LW) seguida por el volumen y la paginación en la edición crítica. MW6:78, por ejemplo, indica John Dewey, The Middle Works, v. 6, p. 78. 6 A. MacIntyre: Tras la virtud (edición en español: Barcelona: Grijalbo, 1984), p. 26. 7 La réplica de Dewey tuvo lugar en una conferencia pública, pronunciada en Nueva York el 7 de diciembre de 1941, recogida en LW.14. 3 La pretensión de estar en posesión de verdades últimas no es sino un llamamiento a que sea la fuerza el elemento último de arbitraje. Pues cuando se afirma que la pretensión de poseer verdades que deberían regir la vida tiene su origen en algo que trasciende toda experiencia, y que por lo tanto no puede ser verificado en la experiencia, y a pesar de ello, existen diferentes sistemas que pretenden poseer la verdad última, no existe ninguna forma razonable, practicable, de negociar esas diferencias. Entonces toda la situación queda estancada en una cruda oposición y en un conflicto absoluto. La única salida es intentarlo por la fuerza, de manera que el resultado dará a la parte con mas fuerza la capacidad de imponer la aceptación de sus dogmas, por lo menos mientras que conserve la superioridad de sus fuerzas”(LW.14.321-322). Dicho de otro modo: la pretensión de validez absoluta o incondicional para determinado valor significa de hecho la pretensión de quedar eximido de explicar qué condiciones cuentan para que este valor esté presente en la práctica o en la experiencia humana posible y qué diferencias comportaría su presencia. Es importante entender que, sin esta restricción o condicionalidad, cualquiera puede aspirar a una pretensión de validez para cualquier valor. Si el defensor de un valor presuntamente absoluto o incondicional declara incompatible sui generis algún otro, no hay modo de dirimir en la práctica este antagonismo: no hay condiciones de validez o justificación a las que apelar, por lo que puede llegar el caso en que el recurso a la fuerza sea la instancia decisoria. Por una parte, porque el diálogo implica mediación y condicionalidad, y no puede haber mediación entre dos absolutos contradictorios; es conceptualmente imposible que coexistan dos incondicionales antagónicos: uno debe imponerse in toto sobre el otro. Por otra, y esto es lo importante, porque cuando se independiza el valor del fin o ideal defendido de toda condición espaciotemporal, de todo origen empírico y de toda condición y medios de producción en la práctica, caemos en la concepción plana o simplista de la instrumentalidad como la que prevalece en el totalitarismo, una moral de la incondicionalidad: Cuando se pretende que el origen y la prueba de los ideales en cuestión están por encima de la experiencia, no hay ninguna razón intrínseca por la cual las experiencias conectadas con cualquier tipo particular de institución no pueda realizar los ideales en cuestión. El interprete del nacional-socialismo comete un grave error cuando supone que miles, probablemente millones, de devotos partidarios del nazismo no hallaron en el régimen valores ideales que justificaban el uso de la fuerza”(LW.14.322). De hecho, el análisis histórico de los discursos públicos del tercer Reich da a Dewey la razón: es fácil encontrar justificaciones de las atrocidades cometidas en función de un destino o fin superior. En el segundo capítulo del libro he criticado esta concepción de la instrumentalidad. Irónicamente, pese a caracterizarse por su total rechazo a esta concepción, el pragmatismo filosófico sigue siendo popularmente interpretado en esos términos a los que precisamente se opone: como si, según el pragmatismo, el fin justificara cualquier medio. Para el pragmatismo los medios han de ser proporcionados a los fines, de lo contrario la conexión entre el medio elegido y el fin deseado se convierte en algo extrínseco - de manera que el fin proclamado, sea el que fuere, la unión espiritual del “Volkgeist” o cualquier otro, sirve sólo de pantalla para ocultar que el verdadero fin es el presuntomedio elegido por el grupo en el poder: sea la 4 prohibición de las libertades públicas, la detención indiscriminada, la violación y la tortura sádica, la confiscación de bienes de grupos étnicos solventes o la solución final, el exterminio de seis millones de judíos. En el último capítulo del libro expongo el diagnóstico político, económico y social que Dewey realiza de la crisis de la democracia en los años veinte y del surgimiento de los totalitarismos que condujeron a la segunda guerra mundial. En esta ocasión, antes de analizar en qué medida la ética emotivista favorece la coerción violenta, haré una pequeña digresión sobre la violencia como principal activo filosófico del totalitarismo nacional-socialista. En mi opinión, pocos autores han plasmado con mayor nitidez la reivindicación moral de la violencia en el nacional-socialismo como el escritor argentino Jorge Luis Borges. En Deutches Requiem, el comandante zur Linde, condenado a la pena capital por la tortura y muerte de un prisionero judío, realiza la siguiente apología moral del nazismo: El nazismo, intrínsecamente, es un hecho moral, un despojarse del viejo hombre, que está viciado, para vestir el hombre nuevo. En la batalla esa mutación es común, entre el clamor de los capitanes y el vocerío; no así en un torpe calabozo, donde nos tienta con antiguas ternuras la insidiosa piedad. No en vano escribo esa palabra; la piedad por el hombre superior es el último pecado de Zarathustra ... Se cierne ahora sobre nosotros una época implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que somos ya sus víctimas. ¿Qué importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas”8. Al parecer, el superhombre se forja en la guerra y en la tortura, en su capacidad de hacer daño. La aparición de Zaratustra-Nietzsche en el texto de Borges no hace sino repetir el guión clásico sobre los orígenes filosóficos del nazismo. Lo cierto es que fue un seguidor de Nietzsche, el escritor Ernst Jünger, quien realizó la más influyente apología de la violencia bélica en los años previos al nazismo, apostando por el nacimiento de un hombre nuevo, una figura épica surgida de las tempestades de acero de la primera guerra mundial, la primera gran guerra de aniquilación tecnológica. Para Jünger, la guerra pone de manifiesto el nihilismo tecnológico en su globalidad, esto es, “el poder que habita en la tecnología con independencia de los elementos económicos y progresistas”. La imagen metafísica de la gran guerra, su imagen figural, muestra unos frentes que son distintos de los que la conciencia de los participantes es capaz de vislumbrar. Si se considera esa guerra como un proceso técnico [...] se advertirá que la intervención de la técnica quebranta más cosas que únicamente la resistencia de esta o aquella nación [...] el intercambio de proyectiles que hubo en tantos y tan distintos frentes se acumula en un frente único, decisivo [...] así es como se explica que haya tanto vencedores como vencidos en cada uno de los países que participaron en la guerra. Dondequiera que dirijamos la mirada, es enorme el número de quienes quedaron despedazados por esa decisiva cruzada contra la existencia individual. Pero al lado de eso tropezaremos también por doquier con un tipo de hombre que se siente fortalecido por el vital ataque y que lo invoca como fuente ígnea de un nuevo sentimiento. 8 Jorge Luis Borges: “Deutches Réquiem”, en El aleph (otra edición: Madrid: Alianza, 1971), pp. 87 y 9192. 5 Y si este texto de Jünger suena ciertamente aterrorizador oídos contemporáneos, la retórica del siguiente resulta más escalofriante si cabe a la luz de unos acontecimientos brutales y recientes: De la conciencia de todo eso resulta una relación nueva con el ser humano y resultan también un amor más ardiente y una más terrible inmisericordia. Resulta la posibilidad de una anarquía jovial, la cual coincide a su vez con un orden rigurosísimo – es ése un espectáculo que ya está apuntado en las grandes batallas y en las ciudades gigantescas cuya imagen se alza en los comienzos de nuestro siglo. En este sentido el motor no es el soberano de nuestro tiempo, sino su símbolo, es la imagen simbólica de un poder para el cual la explosión y la precisión no constituyen antítesis. El motor es el audaz juguete de un tipo de hombre que es capaz de saltar con placer por los aires y no puede dejar de ver en ello una confirmación del orden. De esa actitud, que ni el idealismo ni el materialismo puede adoptar y a la que por eso hay que llamar “realismo heroico”, es de la que resulta ese grado extremo de fuerza ofensiva de que nos hallamos necesitados. Los portadores de tal actitud son del mismo tipo de aquellos voluntarios que saludaron jubilosos la Gran Guerra y con idéntico júbilo saludan todas las cosas que vinieron tras ella y todas las que vendrán todavía9. Pese a que Jünger cambiará radicalmente de posición –de hecho, participó en el atentado fallido contra Hitler-a la luz de las cosas que desgraciadamente habrían de llegar, estas proclamas resultan cuando menos siniestras. De hecho, forman parte de una reacción antirracionalista que, como en el caso del futurismo italiano, llevaba a cabo una particular justificación estética y emocional de la guerra moderna. Cito a su máximo exponente, el poeta Marinetti: La guerra es bella porque inaugura el sueño moderno de la metalización del cuerpo humano. La guerra es bella ya que enriquece las praderas florecidas con orquídeas de fuego sembradas por las metralletas ... la guerra es bella porque crea arquitecturas nuevas como los tanques, las escuadras de aviones formadas geométricamente o las espirales de humo que remontan las ciudades incendiadas. En el manifiesto futurista, por ejemplo, se equipara los espasmos y contracciones de dolor del hombre con las intermitencias de una lámpara incandescente. Alguien podría pensar que se trataba de meras provocaciones de artistas e intelectuales. Pero no fue así: todos marcharon a la guerra con alegría y entusiasmo, como describe Jünger en Tempestades de acero: Habíamos abandonado las aulas de las universidades, los pupitres de las escuelas, los tableros de los talleres, y en unas breves semanas de instrucción nos habían fusionado hasta hacer de nosotros un único cuerpo grande y henchido de entusiasmo. Crecidos en una era de seguridad, sentíamos todos un anhelo de cosas insólitas, de grandes peligros. Y entonces la guerra nos había arrebatado 9 Los textos de Jünger aquí citados proceden de El trabajador (edición en español: Barcelona: Tutsquets, 1990), pp. 155, 149 y 41, respectivamente. 6 como una borrachera. Habíamos partido hacia el frente bajo una lluvia de flores, en una embriagada atmósfera de rosas y sangre. Ella, la guerra, era la que había de aportarnos aquello, las cosas grandes, fuertes, espléndidas. La guerra nos parecía un lance viril, un alegre concurso celebrado sobre floridas praderas en que la sangre era el rocío10. Walter Benjamin, George Mosse y Michael Zimmerman, entre otros, han realizado un penetrante análisis de las relaciones entre estas interpretaciones bélicas y poéticas de la voluntad de poder del superhombre nietzschiano y el advenimiento del totalitarismo. Aunque se trata de una cuestión espinosa, en algunos parágrafos del libro también abordo algunos interpretaciones de la épica del artista de Nietzsche, para compararla a la idea deweyana de la vida como arte social, particularmente a partir de la interpretación que Richard Rorty realiza de la filosofía de John Dewey como pensamiento posnietzschiano. Dewey no excluye la posibilidad de que el vitalismo de Nietzsche jugara algún papel en la autoafirmación del genio y de la individualidad que condujo al expansionismo militar nacionalsocialista. Pero por lo general no ve a Nietzsche como el gran subvertidor de los valores tradicionales: Hay algo casi cómico en la pretensión de Nietzsche de representar la transvaloración de los valores convencionales del pasado: a pesar del aire revoulcionario con que se investía, Nietzsche sólo repite la ética tradicional de la raza. Independientemente de las enseñanzas explícitas de algunos códigos morales, la admiración y el esfuerzo de los hombres del pasado siempre han girado en torno al contraste entre lo superior y lo inferior, los superhombres y los infra-hombres, la fuerza y la debilidad, lo excepcional y lo ordinario” (MW.6.134) . De este modo, Dewey sitúa el pensamiento de Nietzsche dentro de una tradición de justificaciones filosóficas de la guerra y la violencia basadas en la división entre lo inferior y lo superior, lo noble y lo bajo, lo bárbaro y lo civilizado. Muchos filósofos griegos, por ejemplo, justificaban el uso de la violencia contra los persas en la superioridad científica, moral, política y bélica de la raza griega: la fuerza de nuestra razón hace razonable el uso de nuestra fuerza, parecen decirnos11. Algo parecido aducirá Ginés de Sepúlveda en su Tratado de las justas causas de la guerra contra los indios. Cicerón y Salustio llamaban bueno al rico, que es capaz de infligir daño y defiende por la fuerza el “status quo”. Desgraciadamente, la historia de la filosofía occidental es pródiga en justificaciones de la violencia contra el otro. Para Dewey, con todo, es posible afinar el análisis y buscar el origen filosófico del totalitarismo belicista en la contraposición kantiana entre el reino de la necesidad y el reino de la libertad: “Estoy convencido de que hallaremos la inspiración totalitaria en la doctrina kantiana de los dos reinos, uno exterior, físico y necesario, y otro interno, ideal y libre. Añadamos a esto que es el interior el que tiene primacía. 10 E. Jünger, Tempestades de acero (edición en español: Barcelona: Tusquets, 1987) p. 5. 11 Cfr. Vicente Sanfélix: “Etnocentrismo y barbarie”, Quaderns de Filosofia i Ciencia (Valencia) V-20 (1991). 7 Comparado con todo esto, la filosofía de Nietzsche, a la que muchos recurren en el presente para explicar lo que de otro modo resulta inexplicable, es una moda superficial y efímera. Seguramente la característica más distinguida de la civilización germana es la combinación de un idealismo consciente y de una eficiencia técnica y organización única en los variados campos de acción”(MW.8.151). En la filosofía de la historia de Kant, por ejemplo, la separación entre el reino de los hechos y el reino de los valores hace necesario un concepto como la intención de la Naturaleza o astucia o ardid de la providencia, que puede incluso servirse del antagonismo y la guerra para laborar por la paz perpetua. Hegel, como fiel seguidor de Heráclito, negará incluso que esa paz perpetua sea siquiera deseable: una paz perpetua significaría estancamiento y corrupción. Por el contrario, según Hegel, la guerra es un factor de progreso: “La guerra es el estado que trata en puridad de la vanidad de los bienes y los asuntos temporalesuna vanidad que en otros tiempos era objeto de sermones edificantes. Eso es lo que convierte a la guerra en el momento en el cual la idealidad de lo particular hace valer sus derechos y se realiza. La guerra tiene como mayor significación el, que gracias a ella, se preserva la salud ética de los pueblos por cuanto deja de preocuparles la estabilidad de sus instituciones”12. Pienso que textos como éste aportan razones para pensar que Hegel aplaudía la guerra en cuanto momento o movimiento compulsivo y escéptico del espíritu o, dicho sea con otras palabras, como principal motor de transformación social. Y esta es una de las razones por las que Dewey abandonó el hegelianismo. Según él, una vez interiorizada esa creencia, una vez concebida la guerra como el elemento rector del cambio de las sociedades - un cambio que sería deseable de por sí , pero cuyo destino desconocen sus agentes - esto es, una vez la filosofía idealista sancionó un concepto como la astucia de la razón, esa sagacidad desencarnada por la cual el destino e ideales de la razón podía cumplirse por cualesquiera figuras de la conciencia o instituciones sociales, el camino quedaba expedito para el totalitarismo de Hitler: El peso de los hechos había forzado al idealismo filosófico alemán ha admitir que la presencia de ideales últimos no garantiza por sí misma los contenidos exactos que esos ideales tendrán a lo largo de la historia. Esta admisión ciertamente permitió que los nazis se ofrecieran como contenido concreto y apropiado para esa coyuntura histórica. Concluyo así a la primera lección que, según Dewey, la guerra debería enseñar a la filosofía: sospechar de todo incondicionalismo ético, esto es, de toda ética construida sobre la escisión entre el reino de los hechos y el reino de los valores, entre naturaleza o necesidad y humanidad o libertad. En el libro presento pues al pragmatismo como una ética de la condicionalidad, en la cual los valores se producen en la puesta en práctica en condiciones concretas de propuestas y planes provisionales y revisables. Creo que Dewey acierta plenamente cuando afirma que para que los valores sean genuinos han de ser factibles desde el principio. Pero Dewey extrae una segunda lección de la guerra para la filosofía. Recordemos que, en su réplica a Adler, Dewey había afirmado que tanto el absolutismo ético como el emotivismo habían creado un terreno propicio para la imposición de valores por la fuerza o la acción coercitiva de la autoridad, al dejarlos fuera de toda posible discusión racional. En el siguiente epígrafe analizaré la crítica de Dewey al emotivismo. 12 Hegel: Philosophy of Right (edición en inglés: Oxford: Oxford University Press, 1952) p. 210. 8 III. Emotivismo y violencia Así concluye Dewey una de las últimas secciones de Lecciones de la guerra para la filosofía”: Mi último ejemplo [con respecto a la relación entre guerra y filosofía] tiene que ver con la división de la naturaleza humana en cierto número de compartimentos estancos. Uno de esos compartimentos supuestamente contendría la razón y todos los factores y capacidades para obtener conocimiento e ideas válidas. El otro consistiría en apetitos, impulsos, deseos, necesidades, en todo lo que se ha dado en llamar vida emocional en su sentido más amplio. La aceptación de la filosofías del pasado que erigieron esta división ha dado como resultado la formación de lo que desde el punto de vista técnico es probablemente el principal problema de la filosofía en el presente: la relación entre los hechos y los valores”[LW.14.323]. La mayoría de intérpretes del pragmatismo de Dewey coincidimos en que su principal prioridad filosófica fue revisar la división estricta entre hechos y valores. Aunque en su crítica a Dewey, el conservador Adler equiparaba positivismo y pragmatismo, lo cierto es que ambas filosofía diferían crucialmente en la interpretación de la dicotomía hecho/valor. La historia de la publicación de la Enciclopedia de la ciencia unificada es bastante significativa al respecto. Los editores de la enciclopedia, una especie de manifiesto del positivismo lógico, eran Otto Neurath y Rudolf Carnap, filósofos alemanes que llegaron a Estados Unidos huyendo precisamente del nacionalsocialismo. Neurath apreciaba el empirismo experimental de Dewey, así que decidió invitarlo a colaborar con un artículo en la Enciclopedia. El resultado fue bastante decepcionante para los positivistas, por cuanto Dewey atacaba en sus colaboraciones uno de sus principios: su doctrina emotivista de la ética, basada en la dicotomía hechovalor. La vigencia del emotivismo ético en las filosofías cientifistas llevó a Dewey a decir que el problema de la unificación de la ciencia no era tanto un problema epistemológico como un problema social. Resulta significativo que, a diferencia de los enciclopedistas del siglo XVIII, la defensa positivista de la ciencia unificada estuviera animada por la idea de una segregación entre las ciencias físicas y las ciencias sociales y humanas. Su intento de salvar la racionalidad de las segundas identificando los elementos que son reducibles a las primeras y eliminando los demás, refleja una concepción en la que los valores socialmente relevantes quedan fuera del control inteligente y experimental, al amparo del prejuicio, de la autoridad, los intereses económicos o la coerción por la fuerza. Según Dewey, el neopositivismo, al afirmar que sobre los valores no podía haber ciencia alguna, dejaba la parte más significativa de los intereses humanos en manos de una autoridad que se pretende legítima o válida por su mera imposición. En varias partes del libro explico cómo el neopositivismo adoptó la idea pragmatista de vincular la validez a la verificación, pero se obstinó en reducir el rango de las verificaciones a los datos de los sentidos. Conseguían así un criterio puramente empirista de significación cognitiva o validez que desempeñaba también la función de criterio de demarcación racional: la racionalidad había de quedar restringida al ámbito del conocimiento fáctico. Frente a las cuestiones de hecho, los juicios de valor tenían exclusivamente significación emotiva. Al carecer de instancias o datos sensoriales que los verificasen, los juicios de valor quedaban fuera del ámbito de la discusión racional e 9 inteligente. La evaluación y los valores quedaban confinados a la irracionalidad de las emociones. La doctrina ética resultante es el emotivismo, responsable, según MacIntyre, Taylor y otros autores, del individualismo y de otras formas de subjetivismo moral propio de las sociedades avanzadas del siglo XX. La primera caracterización del emotivismo fue debida a A. J. Ayer, en su libro Lenguaje, verdad y lógica (1936). Ayer afirma que las expresiones de valor no pueden constituir proposiciones, es decir, oraciones declarativas que puedan ser afirmadas o negadas, pues tiene un carácter puramente exclamativo o expletivo. Se limitan a expresar una emoción, aprobación o recomendación, a provocar ciertas reacciones en el oyente. Cito a Ayer: Las proposiciones que describen los fenómenos de la experiencia moral, y sus causas, pertenecen a la psicología o a la sociología. La exhortaciones a la virtud moral no son proposiciones en absoluto sino exclamaciones destinadas a provocar cierta emoción en el lector. Por consiguiente, no pertenecen a ninguna rama de la filosofía ni de la ciencia)”13. Se desprende que, según el positivismo, sobre las emociones no hay ni ciencia ni racionalidad. Como hemos anticipado, el punto de vista de Dewey es precisamente el opuesto: Con respecto a las consecuencias más inmediatas, puede afirmarse con justificación que la principal lección que la guerra ha de enseñar a la filosofía es la importancia del problema de la relación entre aquellos factores de la constitución humana que son emocionales y aquellos otros que son intelectuales” [LW.14.323]. Más adelante, Dewey considera que el positivismo elude el principal problema: El problema, el problema difícil y urgente, de si las cargas emocionales más irracionales pueden ser reemplazadas por deseos que estén vinculados con nuestro mejor conocimiento. Y éste es el problema al que estamos obligados a enfrentarnos cuando nos preguntamos si la conducta humana puede ser dirigida por otros medios que la superioridad de la fuerza, la autoridad externa, costumbres acríticas o las puras explosiones emocionales” [MW.10.217]. La guerra nos demuestra las deficiencias de nuestra educación emocional: En la guerra, las perturbaciones emocionales son tan profundas y están tan generalizadas que cualquiera que se mantenga al margen puede contemplar cómo se soborna la inteligencia. El partidismo nativo de los pensamientos y la creencias se vuelve flagrante, glorificado sin tapujos, en un sesgo simple y bruto. La imparcialidad y el distanciamiento se convierten en algo sospechoso. En esos casos, se diría que ningún alma leal y seria puede aportar evidencias o alcanzar conclusiones escrupulosas cuando el destino de su país está en juego... hay certeza absoluta. Las dudas que siempre acompañan los esfuerzos de la inteligencia crítica quedan eliminadas [MW.10.217]. 13 A. J. Ayer: Language, Truth and Logic (New York: Dover, 1952) p. 103 10 El mejor antídoto contra esto es el cultivo de lo que la psicología de las últimas décadas ha llamado “inteligencia emocional”, un concepto de cuya importancia ya nos advirtieran tanto William James como John Dewey, pero que se halla extrañamente excluido que las principales éticas de la tradición filosófica, sustentadas por la inconmensurabilidad entre razón y pasiones. Cuando Hume afirmaba que la razón ha de ser la esclava de las pasiones, hacía de ésta un instrumento para satisfacerlas y en ningún caso para transformarlas y cultivarlas. Aunque en oposición a Hume, Kant asumía un presupuesto parecido, al eliminar cualquier inclinación humana de la acción moral, de la acción realizada por una voluntad absolutamente buena, es decir, racionalmente determinada. Según Dewey, la sustitución del concepto de razón por el concepto de inteligencia nos permite superar esa división y favorece el cultivo consciente de las emociones. En efecto, mientras que la razón discurre sobre lo incondicionado, la inteligencia opera sobre la contingencia. La inteligencia es una disposición a la acción puesta en marcha por las emociones. Es nuestro vínculo emocional con el mundo lo que nos hace percibir el carácter problemático de una situación, aquella situación en la que algo ha de hacerse. La inteligencia parte de una situación problemática en la que estamos emocionalmente vinculados para desembocar en la transformación de esa situación y por lo tanto de las emociones correspondientes. En términos del sociólogo Norbert Elías, la inteligencia nos distancia de un compromiso emocional para conducirnos a mejores compromisos emocionales. Dewey tiene razón cuando afirma que la oposición entre inteligencia y emoción es un vestigio de una concepción de la mente más substancialista que experimental. En ocasiones Dewey denomina a la mente o la consciencia disposición emocional, y a las emociones que nos conectan con el mundo cualidades terciarias de los objetos y las situaciones, como cuando sentimos que una situación es amenazadora, desesperante, desconsoladora, asombrosa, enternecedora o patética. Daniel Goleman ha puesto de manifiesto la importancia de la inteligencia para el gobierno de nuestra vida emocional y por lo tanto para nuestra vida moral. En su opinión, la inteligencia emocional “constituye el vínculo entre los sentimientos, el carácter y los impulsos morales... [su cultivo] puede mostrarnos el mejor camino para llegar a dominar los impulsos emocionales más destructivos y frustrantes”14] . Concluyo así esta ya larga presentación, pero no sin antes expresar públicamente mi agradecimiento a mi mujer, Lilian, y no solamente por haberme apoyado, como siempre, en todo el proceso de su elaboración, sino también por haberme mostrado en la teoría y en la práctica la importancia que la inteligencia emocional tiene en nuestras vidas. Estoy casi seguro de que ella podría haber escrito esta célebre reflexión de Aristóteles en su Ética a Nicómaco: “Enfadarse es algo muy fácil, algo que cualquiera puede hacer. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, ciertamente, ya no resulta tan sencillo”15. 14 15 Daniel Goleman: Inteligencia emocional (edición en español: Barcelona: Kairos, 1996) p.14. Citado por Goleman, o.c., p. 9. 11