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P ERSONA Y S OCIEDAD / Universidad Alberto Hurtado | 27
Vol. XXIX / Nº 2 mayo-agosto 2015 / 27-44
Campo de batalla teórico: teorías posmodernas
y posmarxistas versus marxismo
María Celia Duek*
Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, Argentina
RESUMEN
Desde el surgimiento de la sociología clásica (Weber, Durkheim), toda la teoría
social dialoga con el marxismo o la emprende contra él. En este artículo se analiza
específicamente el embate que sufrió la teoría marxista durante los últimos 20 o
30 años del siglo XX por parte de las reflexiones posmodernas y posmarxistas, que
lograron erigirse como teorías sociológicas hegemónicas. En efecto, en el presente
trabajo se muestra cómo durante esos años la teoría marxista fue ninguneada y
sus conceptos fueron desplazados del ámbito académico por nuevas nociones,
presuntamente más adecuadas para explicar la sociedad actual.
Palabras clave
Marxismo, posmodernidad, posmarxismo, clases sociales, movimientos sociales
Theoretical battlefield: Postmodern and postmarxists theories versus
Marxism
ABSTR AC T
From the emergence of classic sociology (Weber, Durkheim), all social theory
talks with Marxism or attacks it. In this article we specifically analyze the battering that the Marxist theory suffered during the last 20 or 30 years of the 20th
century on the part of postmodern and postmarxists thoughts that managed to
establish themselves as sociological hegemonic theories. In effect, the present work
shows how during these years the Marxist theory was forgotten and its concepts
*
Doctora en Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Coordinadora académica, Maestría en Política y Planificación Social/Especialización en Gestión Social, Facultad de Ciencias
Políticas y Sociales, de la misma universidad. Correo electrónico: [email protected].
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María Celia Duek
were displaced from the academic area by new notions, allegedly more adapted
to explain the current society.
Keywords
Marxism, postmodern era, postmarxism, social classes, social movements
Introducción
Este trabajo pretende profundizar en y aportar al debate referido a la aparición de
las teorías ‘post’ (posmodernas, posmarxistas) y el consiguiente abandono de los
conceptos marxistas que prevaleció durante las últimas dos décadas del siglo XX.
El título del trabajo hace alusión a la ‘lucha’ para referirse a la teoría. Eso
obedece a una perspectiva teórica o epistemológica: entendemos que la teoría no
es un espacio neutro, sino que es también un lugar de disputa, de lucha de clases
en última instancia, lucha de clases en la teoría.
Como punto de partida, diremos que la teoría marxista fue ninguneada, desplazada y enterrada durante las últimas dos o tres décadas del siglo pasado. Hubo un
consenso generalizado (con mínimas excepciones, claro está) en que el marxismo
ya no tenía nada que decir sobre las sociedades contemporáneas. Se pensaba que
había sido una herramienta útil en todo caso para explicar ciertas fases del capitalismo, en su inicio y madurez, o de la ‘modernidad’, pero que estaba obsoleto
para el análisis del capitalismo tardío o de la nueva ‘era posmoderna’.
¿Esto cómo sucedió? Por el predominio o hegemonía en el terreno de las ciencias
sociales de enfoques pretendidamente novedosos (posmarxismo, posmodernismo,
postestructuralismo) y superadores de las viejas perspectivas, pero esencialmente
acríticos y funcionales ideológicamente al capitalismo.
En términos de conceptos teóricos, por ejemplo, durante varios años (y con más
fuerza que nunca durante los noventa del pasado siglo) se consideró anacrónica
toda alusión a las clases y a la lucha de clases. Se las consideraba un discurso de
viejos nostálgicos sesentistas. Las clases aparecieron en los discursos teóricos hegemónicos como “una pura entelequia ‘textual’ o un vergonzante resto arqueológico
de las eras (pre)históricas” (Grüner, 1998, p. 28).
Por supuesto que este desplazamiento, producto de la lucha teórica, no se
explica solo ni principalmente por razones internas a la práctica teórica, sino que
tiene causas que son ‘externas’ a la teoría misma. En otras palabras, el ninguneo
y la pérdida de atractivo académico de la teoría crítica y los conceptos que otrora
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definían constitutivamente el análisis de lo social (clases sociales, ideología, Estado, infraestructura, imperialismo, etc.) no obedecen al agotamiento de la eficacia
explicativa de esa teoría, ni a la desaparición histórica del capitalismo, de las clases
y de sus luchas, como muchos quisieron creer. La explicación última de este viraje
teórico, de este abandono del marxismo –para el cual la lucha de clases es el eslabón
decisivo no solo en la práctica política, sino también en la teoría–, debe buscarse
en grandes transformaciones a nivel mundial y nacional (caída de los ‘socialismos
reales’, agresiva avanzada militar estadounidense en el resto del mundo, dictaduras
militares en América Latina en la década de 1970 y auge de las políticas neoliberales
durante los noventa, etc.). Transformaciones que tienen su impacto en el terreno
ideológico y que repercuten, por tanto, en el mundo académico y en el debate
intelectual, pues las posiciones teóricas representan tendencias, posiciones, que
tienen su origen en otro lado: en los antagonismos sociales (Duek e Inda, 2009).
En este sentido, no pueden dejar de subrayarse como factores que contribuyen a
explicar la caída en desuso del aparato conceptual marxista en nuestra región, las
sanguinarias dictaduras militares que asesinaron, secuestraron, torturaron o exiliaron a políticos, intelectuales, sindicalistas, docentes, militantes de movimientos
populares o de izquierda, e intervinieron o instalaron el miedo en todo el aparato
cultural correspondiente (universidades, bibliotecas, centros de estudio), haciendo
desaparecer todo rastro de marxismo tanto con mecanismos represivos como con
otros más sutiles (financiamientos, becas, etc.). Estas prácticas no fueron en vano
en términos ‘ideológicos’: tuvieron como resultado la hegemonía del neoliberalismo
y, en el plano de las ‘ciencias sociales’, el abandono de la teoría y de los llamados
‘grandes relatos’ en general, y del marxismo en particular, impulsado por el discurso
posmoderno, indisputablemente dominante en los últimos años del siglo XX.1
En Argentina y en Latinoamérica,
una vez que pasó el huracán represivo y su lluvia torrencial de balas,
plomo, capucha y alambre de púas, las cenizas de marxismo que habían logrado permanecer encendidas se intentaron asfixiar y apagar con
becas, editoriales mercantiles, suplementos culturales en los grandes
multimedias, cátedras, programas de posgrado, revistas con referato, una
fuerte inserción académica y toda una gama de caricias y dispositivos
1
Postulamos así una clara imbricación entre teoría e historia, una relación íntima entre ambos planos que
los propios clásicos del marxismo ya identificaron a propósito de la economía política, y también de su
crítica, por citar solo un par de ejemplos (al respecto, véase el posfacio a la 2º edición de Marx, 1982).
Desde La ideología alemana (1845) en adelante, es claro el cuestionamiento de Marx y Engels a la pretensión idealista de hacer una ‘historia de las ideas’ desconectada de los desarrollos prácticos.
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institucionales destinados a desmoralizar a los viejos rebeldes, vacunar
de antemano a los nuevos, neutralizar la disidencia, cooptar conciencias
críticas y fabricar industrialmente el consenso. (Kohan, 2012b, p. 3)
La mutación terminológica-conceptual: nuevas nociones
para la teoría social
Analicemos entonces ese desplazamiento teórico antes comentado. En el momento
de mayor influencia de la teoría marxista en los medios académicos, prácticamente
toda la sociología se vio ‘forzada’ a ocuparse –aunque desde diferentes puntos de
vista, claro está– de los problemas relacionados con la estructura social (clases,
estratos, estamentos, grupos de poder, grupos de estatus, etc.). Como es sabido, la
sociología funcionalista si bien se oponía al concepto marxista de clases sociales,
dedicó un importante esfuerzo a la cuestión de la estratificación social.
Con el desplazamiento de la concepción materialista de la historia, con la
llamada ‘crisis del marxismo’, se dejaron de lado los temas que este había logrado
instalar tanto en los que se adscribían a sus ideas como en aquellos que intentaban
refutar el marxismo. En efecto, al perder el marxismo su posición como figura
fuerte en el campo de batalla teórico, las concepciones no marxistas pudieron
sustraerse al debate en torno a categorías tan ‘duras’ como las de clase, trabajo
manual e intelectual, ideología, aparato y poder de Estado, etc.
El lugar antes ocupado por los conceptos centrales del marxismo (modo de
producción, formación social, ideología, dominación, explotación, infraestructura
económica, lucha de clases, clases, imperialismo, etc.), e incluso por las categorías
de la sociología académica que se le oponían (estratos, sistema social, adaptación,
funciones sociales, estatus, poder, etc.) no quedó vacío. Aparecieron nuevos términos que hegemonizaron y en algunos casos hegemonizan las investigaciones
y debates en ciencia social: ciudadanía, movimientos sociales, sociedad civil,
espacio público, pobreza, exclusión social, vulnerabilidad, nuevas desigualdades,
cuestión social, desarrollo local, nuevas subjetividades, identidades, nuevos actores o sujetos, acción colectiva, condición humana, posmodernidad, economía
global, globalización, sociedad mediática, sociedad de la información, sociedad
del conocimiento, etc.
Creemos que el advenimiento de nuevos términos es indicador de la presencia
de nuevas ‘problemáticas’ teóricas, nuevas matrices de preguntas que dominan en
la teoría social y se sitúan en una verdadera discontinuidad-oposición respecto de
la problemática del marxismo. Estas problemáticas pueden caracterizarse sintética-
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mente por lo que Zizek ha definido como el “abandono silencioso del análisis del
capitalismo en tanto sistema económico global” (Jameson y Zizek, 1998, p. 178).
Una ‘nueva era’: la sociedad posmoderna
Más allá de las diferentes expresiones usadas para designar a la ‘nueva’ sociedad,
el supuesto fundante de ese desplazamiento teórico es que las sociedades actuales
son radicalmente diferentes a las capitalistas o industriales del siglo XIX y de la
primera mitad del siglo XX.
La literatura sociológica ha propuesto entender lo contemporáneo como
el fin de la modernidad, posmodernidad, modernidad tardía o transmodernidad. No menor ha sido la discusión sobre las transformaciones
societales y de sus nominaciones posibles. Llamada sociedad red o informacional (Castells), programada o postindustrial (Touraine), mundial
(Luhmann), del riesgo (Beck) o líquida (Bauman), lo que tal terminología
muestra es la proliferación de propuestas y la inexistencia de univocidad
en el debate […] (Paredes, 2014, p. 32)
Subyace la idea de que estamos ante un nuevo tipo de sociedad, más ‘compleja’, que
ya no puede ser explicada por las antiguas categorías. Esta, producto de grandes
cambios tecnológicos, presentaría ‘múltiples’ contradicciones, mayor ‘heterogeneidad’ y ‘fragmentación’ de los actores sociales y de los escenarios de conflicto,
así como la aparición de fenómenos que no remitirían a las categorías antiguas
de la explotación. En la sociedad ‘postindustrial’ o ‘posmoderna’, la economía
de servicios reemplaza la antigua producción de bienes, el saber se convierte en
la principal fuerza de producción, y la dominación está en manos de una elite
universitaria (de ahí las expresiones ‘sociedad del conocimiento’ o ‘sociedad de la
información’). Muchos autores de la región caracterizan también a las formaciones
sociales de América Latina como insertas en este nuevo tipo.2
Más allá de los matices, la mayoría de las explicaciones denotan en el fondo
un fuerte determinismo tecnológico, ya que son las nuevas tecnologías las que
aparecen como causa última de los cambios de la estructura social.
2
Al respecto, se sugiere consultar tanto el libro de Martín Hopenhayn, América Latina desigual y descentrada (2005), como la crítica de Jorge Larraín (2005) a dicho texto, aparecida en esta revista.
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En otros términos, la convicción sobre la que la intelectualidad construyó este
discurso (primero los intelectuales europeos y estadounidenses en la década de
1980 y como eco de ello, los de nuestra región en los noventa) es que el mundo
occidental entró en una época posmoderna, que representa una ruptura fundamental con la sociedad moderna o industrial hasta ahora conocida, tanto en términos
de sistema económico como de condiciones culturales. Para ello, los teóricos de
la posmodernidad se basaron en algunas tesis que desarrollaron entre las décadas
de 1950 y 1970 los filósofos postestructuralistas (Deleuze, Derrida, Foucault),
sin que por ello quepa identificar sin más ambas problemáticas o calificar a estos
últimos como posmodernos.
Retomando la óptica de ese abanico de relatos post, la revista inglesa Marxism
Today describió acríticamente esa ‘gran transformación’ de la siguiente manera:
El núcleo de la Nueva Era es la transición de la antigua economía fordista
de producción masiva hacia un orden postfordista nuevo, más flexible,
basado en los computadores, la tecnología informática y la robótica.
La Nueva Era es, sin embargo, mucho más que una transformación
económica. Nuestro mundo se hace de nuevo. La producción masiva, el
consumidor masivo, la gran ciudad, el Estado como Hermano Mayor,
el Estado de la explosión de vivienda, el Estado-nación están en decadencia: la flexibilidad, la diversidad, la diferenciación, la movilidad, la
comunicación, la descentralización y la internacionalización están en
ascenso. Este proceso transforma nuestra identidad, el sentido de nosotros
mismos, nuestra propia subjetividad. Estamos en transición hacia una
nueva era. (Marxism Today, cit. en Callinicos, 2011)
Junto al pensamiento posmoderno apareció el pensamiento postmarxista. Ambos
convergen en sus respectivos diagnósticos en la necesidad de abandonar el ‘clasismo’
o análisis en términos de clase. En efecto, contra el ‘determinismo’ y ‘esencialismo’
de los teóricos de las clases, el posmarxismo –como veremos más adelante– cuestiona
el ‘reduccionismo clasista’ y se fija en el surgimiento de reivindicaciones parciales y
acotadas, articuladas en los ‘nuevos movimientos sociales’, precisamente definidos
por el hecho de que sus bases y consignas trascienden los límites de las clases.
En el contexto de estas nuevas modas intelectuales, nos permitimos disentir y
afirmar que no se ha inventado aún un concepto para la explicación de la sociedad
y la historia capaz de suplantar en su eficacia al multidimensional concepto de
clases sociales. Para que dejase de ser pertinente el análisis de clase tendría que
desaparecer, no solo el capitalismo, con sus contradicciones de clase específicas, sino
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la división misma entre propiedad y no propiedad de los medios de producción,
o, lo que es lo mismo, el divorcio entre los trabajadores directos y los medios de
producción. No cabe duda alguna de que el capitalismo no solo sigue existiendo,
sino que se ha expandido en forma prodigiosa en todo el mundo, sometiendo o
disolviendo los otros tipos de relaciones sociales. Si –como creemos– no habitamos
en un mundo poscapitalista, sino en todo caso en una nueva etapa del desarrollo
del capitalismo, podemos postular la vigencia del enfoque marxista para el análisis
crítico de este modo de producción.
Los relatos del pensamiento ‘post’ proclamaron sin cansancio el fin de la historia
(Fukuyama, 1992), el fin de las ideologías (Bell, 2015), el agotamiento de la política, la disolución de los Estados nacionales frente a un proceso de globalización
sin límites, la desaparición de las clases sociales, el fin del trabajo, la desaparición
del proletariado industrial o de la clase obrera (Gorz, 1981), el fin de la sociedad
salarial y, en el plano del pensamiento, la muerte de los grandes relatos (Lyotard,
1989) o de las explicaciones macrosociales.
Sin embargo, como reza la popular expresión que evidencia la falsedad de las
afirmaciones sobre la muerte de personas, ideas o instituciones, los muertos que vos
mataís gozan de buena salud. En los últimos años muchos han empezado a percibir
que ni la historia, ni las ideologías ni el Estado, ni las clases han desaparecido. De
ahí el denominado ‘retorno de Marx’, o el anuncio de que ‘Marx ha vuelto’, y el
uso renovado de su dispositivo conceptual:
Ya hace tiempo que una prensa vocinglera anunciaba triunfalmente al
mundo la muerte de Marx. Expresaba así alivio por su desaparición,
y el temor que su retorno infundía. Lo que más se siente hoy es, justamente, el tan temido retorno de Marx. La edición alemana de El
capital ha triplicado sus ventas. En Japón, su versión mangaka se ha
convertido en un best seller. Jaques Attali, al tiempo que tira flores a
Marx, sugiere inspirarse en ‘el importante rol de los fondos de pensión
y de los mercados financieros americanos’. Alain Minc se proclama a sí
mismo como ‘el último marxista francés’ [sic], pero añade: ‘en algunos
aspectos’. Por último, la revista Time ve en Marx ‘el rascacielos que,
en la niebla sobresale por encima del resto’. Hasta en Wall Street se ha
llegado a gritar que ‘Marx tenía razón’. (Bensaïd, 2011, p. 9)
Más allá de la banalización del pensamiento de Marx que todo ello puede suponer,
lo que nos interesa señalar es que hay un cierto reposicionamiento de la teoría crítica
y una recuperación –sin llegar a ser predominante, claro está– de la teoría marxista.
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Sin embargo, como hemos explicado más arriba, ni el abandono primero, ni la
posterior reivindicación de la teoría marxista después, son azarosos, no suceden por
generación espontánea, sino que hay prácticas sociales que explican estos cambios
en la correlación de fuerzas de la batalla teórica (predominio de determinadas
temáticas y problemáticas, hegemonía de ciertas escuelas de pensamiento y desplazamiento de otras, aparición y evaporación de ciertas modas intelectuales, etc.).
En lo que sigue, analizaremos más en detalle algunos de los enfoques académicos preponderantes en el pensamiento social durante dos o tres décadas: el
posmodernismo y el posmarxismo. Antes de ello cabe una última acotación: este
desplazamiento o intento de deslegitimación del marxismo al que nos estamos
refiriendo no es históricamente inédito, sino que es una manifestación más de
una disputa teórica de larga data, que existe desde que Marx y Engels formularon
sus ideas. En efecto, no es exagerado afirmar que, a partir de los desarrollos de la
sociología por parte de Durkheim en Francia y de Weber en Alemania, la tensión
entre teoría marxista, por un lado, y sociología académica, por otro, atravesará la
teoría sociológica desde sus orígenes hasta nuestros días.
El árbol que no deja ver el bosque
Con su oposición constitutiva a los metarrelatos, el posmodernismo significó
básicamente un intento de enterrar el marxismo. En la vereda contraria, la perspectiva marxista analiza los modos de producción y, en un nivel más concreto,
las formaciones sociales, como un ‘todo social’ formado por diversas prácticas
articuladas (económica, política, jurídica, ideológica), es decir, con una perspectiva
macrosocial, de totalidad. Frente a ello, el pensamiento posmoderno se caracterizó
en cambio por el análisis microsocial, las investigaciones más localizadas, la crítica
a los grandes relatos, la postulación de la fragmentación y el consecuente análisis
fragmentario de lo social.
En el contexto de este nuevo paradigma, el análisis en términos de clases sociales y que tenía como premisa la idea de que la lucha de clases era el motor de la
historia, fue reemplazado por el estudio de los ‘nuevos movimientos sociales’, de las
‘nuevas’ identidades o identidades blandas.3 Es lo que Eduardo Grüner denomina
la “fetichización de los particularismos” (1998, p. 23), y que a nosotros nos gusta
llamar también ‘la irrupción teórica de las luchas sin clases’.
3
Relativizamos la novedad de estas identidades porque de hecho existieron siempre, por más que hoy se
ponga en ellas toda la atención teórico-discursiva y académica.
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La autonomización de los distintos órdenes, la fragmentación, la disolución
de la totalidad, la falta de perspectivas globales, la proliferación de identidades
particulares, tienen como correlato no inocente, en el plano de la práctica
política, la segmentación de las luchas, de las reivindicaciones, de la protesta,
en definitiva, la ausencia de un horizonte político colectivo. Y decimos ‘no
inocente’ porque esos conflictos y reclamos particulares, mientras se mantengan dentro de los límites acotados de su propio ámbito de interés, se vuelven
relativamente inofensivos y ajenos a toda antigua idea de transformación radical
de la sociedad.
Hay que destacar también que esta exacerbación académica de lo micro, del
fragmento, de las diferencias (que se expresa, en el terreno de la investigación social,
en la proliferación de los ‘estudios de caso’ que renuncian a cualquier explicación
generalizante o estructural), no significa que en el curso real de la historia la tendencia haya sido la misma. Como bien lo señala Kohan (2012b), paradójicamente,
en la vida económica, política y militar, el orden social del capitalismo cotidiano
tomaba exactamente un sentido inverso. El mercado mundial capitalista supo
colarse por todos los rincones del planeta.
Mientras el relato posmoderno le rinde homenaje a la ‘Diferencia’ y
el liberalismo postmarxista enaltece la tolerancia hacia el ‘Otro’ (con
mayúsculas), el mercado mundial capitalista homogeneiza y aplana toda
diversidad. La identidad autoritaria del mercado de capitales y la integración forzada en el sistema-mundo comienza a reinar, con bombardeos
‘humanitarios’, bases militares e invasiones ‘preventivas’, por sobre todos
los oponentes y disidentes, mientras en el ámbito de la teoría se legitima
—encubriendo y ocultando semejante autoritarismo— en nombre de
‘la Diferencia’ y la tolerancia’. (Kohan, 2012b, p. 20)
En relación a la problemática de los movimientos sociales, es preciso
preguntarse seriamente si los llamados ‘nuevos movimientos sociales’
vienen a dar por tierra, como presumen algunos, con las contradicciones de clase. ¿No será que las ‘identidades blandas’ (de género, de raza,
generacionales, religiosas, etc.) no sustituyen a las ‘viejas’ identidades
(de clase, nacionales) sino que coexisten? Lo que es cuestionable de los
enfoques actuales no es la atención prestada a los ‘nuevos sujetos’ o
nuevos agentes, sino el hecho de que se los coloque como eje exclusivo
del análisis social y político, expulsando totalmente la categoría de lucha
de clases, con lo cual esos enfoques caen recurrentemente en posiciones
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idealistas que acentúan lo hermenéutico discursivo en desmedro de las
condiciones materiales. (Duek e Inda, 2009, p. 30)
No es entonces que no existan desigualdades específicas y concentradas en determinados conjuntos de agentes sociales (mujeres, jóvenes, minorías raciales, etc.),
distintas de las desigualdades de clase, ni que esas desigualdades sean menos
opresivas para quienes las padecen. La división en clases no es el terreno exhaustivo
de constitución de todo poder: las relaciones de poder desbordan a las relaciones
de clase. No son su simple consecuencia ni tienen formas idénticas. Pero lo que
es cierto es que tales desigualdades o tales relaciones de poder –las relaciones
hombre/mujer, por ejemplo–, sin perder su especificidad, están atravesadas por la
división en clases. La posición de subordinación de la mujer en la clase obrera no
se equipara sin más a la de la mujer en la clase burguesa.
Pero además, y como dice Atilio Borón (2000), en la sociedad capitalista las
desigualdades clasistas tienen un predominio indiscutido sobre cualquier otra,
porque en el límite el capitalismo podría llegar a admitir la absoluta igualdad social en materia de raza, lengua, religión o género, pero no puede
hacer lo propio con las clases sociales. La igualación de las clases significa
el fin de la sociedad de clases. Por consiguiente, la estructura clasista
cristaliza un tipo especial de desigualdad cuya abolición produciría el
inmediato derrumbe de las fuerzas mismas de poder económico, social
y político de la clase dominante. Tal como lo anotara Ellen Meiksins
Wood, el capitalismo puede admitir y promover el ‘florecimiento de la
sociedad civil’ y las más irrestrictas expresiones de ‘la otredad’ o ‘lo diferente’, como gustan plantear los posmodernos. Pero hay una desigualdad
que es un tabú intocable, y que no se puede atacar: la desigualdad de
clases. Los posmodernos y los neoliberales son verdaderos campeones
en la lucha por la igualdad en todas las esferas de la vida social, menos
en el espinoso terreno de las clases sociales, ante las cuales guardan un
cómplice silencio. (Borón, 2000, p. 46)
Si aquello sucedió en el plano del análisis de la ‘estructura social’, en el plano de la
crítica cultural también hubo una sustitución semejante. Los despolitizados ‘estudios
culturales’, en su acercamiento al postestructuralismo y al posmarxismo después
de la caída de los socialismos reales, reemplazaron a toda una tradición de teoría
crítica de la cultura (desde Marx y Freud, pasando por la Escuela de Frankfurt, en
adelante). Reduccionismo, esencialismo, universalismo, son algunos de los repro-
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ches que el ‘pensamiento débil’ le ha hecho al marxismo con el fin de desalojarlo
definitivamente de la escena de la teoría social. El reduccionismo económico (del
que no están exentas ciertas interpretaciones vulgares del marxismo) y el reduccionismo de clase han sido blancos preferidos del posmarxismo. Autores como Chantal
Mouffe, Ernesto Laclau y otros cuestionaron tempranamente (Labastida, 1985) y
de manera enfática la concepción ‘economicista’ de la política y la ideología de los
marxistas, cuyo aspecto principal es, según ellos, el ‘reduccionismo de clase’. Ese
reduccionismo de clase se caracteriza –desde esa óptica– por la consideración de
que todo sujeto es un sujeto de clase; de que toda clase posee una ideología paradigmática; y de que todo elemento ideológico pertenece de manera necesaria a una
clase y a ninguna otra. El reduccionismo de clase del que ellos se distancian supone
además la identificación primaria de los miembros de una clase por el lugar que
estos ocupan en el proceso productivo, lugar del que se derivarían unos específicos
‘intereses de clase’. Como consecuencia de ello, las prácticas políticas e ideológicas
se deducen o tienen una correspondencia directa con esas posiciones en la esfera
económica. Junto al reduccionismo, cuestionaron también una visión ‘coercitiva o
manipulatoria’ de la hegemonía, una concepción instrumental del Estado, y una
consideración de la política centrada en el enfrentamiento y no en la articulación.
La crítica de Laclau al leninismo, por su acento puesto en las contradicciones
de clase o por su concepción de las clases como sujetos de la historia, es elocuente:
Para Lenin las clases siguen constituyendo las unidades últimas en el
análisis de la política y de la sociedad. Es verdad que las clases en su
análisis entran en contradicciones más ricas y complejas que todo aquello
que supusiera el marxismo clásico, pero estas contradicciones siguen
siendo contradicciones de clase y no contradicciones a partir de las cuales
se constituyen sujetos no clasistas. Masas es un término recurrente en el
análisis leninista a partir de la guerra, pero que no llega a constituirse
como concepto teórico. (Laclau, 1985, p. 29)
Como decíamos más arriba, el posmarxismo y el posmodernismo coinciden en el
llamado a dejar de lado o superar el análisis de clase.
Todo es relativo
El relativismo es otra fuerte característica de los relatos post o del llamado ‘pensamiento débil’, para usar la expresión acuñada por Vattimo, que retoma y lleva
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al extremo ideas ya presentes en anteriores escuelas filosóficas. Los partidarios
del relativismo o del subjetivismo proclaman que no hay hechos, ni hay verdad,
sólo hay interpretaciones. Ese relativismo del pensamiento débil (al igual que el
neoeclecticismo) impacta de manera privilegiada contra la teoría marxista, pues
como dice Kohan (2012a), la teoría crítica marxista tiene vocación de verdad:
Para poder desarrollar esta doble tarea –la polémica radical con las
corrientes ideológicas burguesas y el cuestionamiento de las lecturas
ilegítimas del propio marxismo– la teoría crítica marxista no puede
abandonar la noción de verdad ni aceptar el nihilismo posmoderno.
No hay cientificidad crítica, polémica, ni debate si no hay verdad. En
su afán esencialmente polémico y radical, la teoría crítica marxista tiene
vocación de verdad […] (Kohan, 2012a, p. 29)
Pero como muchas de estas ideas superinnovadoras del pensamiento post, con las
que se fascinan los fetichistas de la novedad, la crítica relativista es mucho menos
novedosa de lo que parece a primera vista. Por citar un ejemplo, en el campo
disciplinar de la sociología, del cual Marx es considerado uno de sus tres clásicos
(junto a Durkheim y Weber), esa operación de relativización de la teoría y sus
conceptos (en especial de la teoría marxista) está presente ya en el propio Max
Weber, quien con su teoría de los tipos ideales relativiza el valor de los conceptos
teóricos del pensador revolucionario, al ‘degradarlos’ –diría Engels– a la calidad
de ‘ficción’, al insistir en su naturaleza relativa, instrumental y transitoria.
Para decirlo muy sintéticamente, Weber considera que los conceptos con los que
trabaja la ciencia social son típico-ideales, lo cual significa que son construcciones
del investigador que no expresan ni reflejan la realidad, sino que acentúan ciertos
aspectos desde puntos de vista determinados, y que por lo tanto son instrumentales,
transitorios, arbitrarios e interviene en su formación un grado de subjetividad. Si
para el marxismo el conocimiento, el concepto, pretende de alguna manera ‘reflejar’
o representar lo real, “reproducirlo como un concreto espiritual” (si nos atenemos
a las palabras de Marx de la Introducción general a la crítica de la economía política,
1857, p. 51), para Weber, en cambio, el concepto tiene un carácter más relativo e
instrumental: es solo una herramienta, un medio, eficaz o no.
En el pensamiento de Weber, los conceptos de Marx son, lo sepa o no, tipos
ideales. La teoría de Marx constituye, según su expresión, “el caso más importante
de construcciones típico ideales” (1990, p. 92). De ello se sigue que las leyes o tendencias que establece Marx para el capitalismo son, desde la perspectiva weberiana,
‘invenciones teóricas’, construcciones ideadas por él a partir de la acentuación
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unilateral de ciertos rasgos de la realidad, ‘utopías’, que pueden ser (algunas) muy
fructíferas científicamente como medios de interpretación, como herramientas
heurísticas, pero que no deben ser tomadas jamás como la descripción sin más
de procesos reales. Esos conceptos –señala con astucia Weber– tienen una gran
significación heurística si se los usa para compararlos con la realidad, pero son
peligrosos si se los representa como “ fuerzas operantes”, “tendencias”, que valen
empíricamente o que son reales (Weber, 1990 [1904], p. 92).
Es por ello que el filósofo comunista Louis Althusser sitúa a Weber, junto a
Dilthey, Rickert, Mannheim, Croce y Aron, como representantes de la forma
relativista-subjetivista-empirista que tomó el historicismo desde fines del siglo XIX,
“para combatir la teoría marxista de la historia” (Althusser, 1988, p. 91).
Lo que queremos indicar, en definitiva, es que ese relativismo en la concepción
del conocimiento, que apunta especialmente a poner en cuestión o relativizar los
conceptos de Marx, no surge con la posmodernidad, sino que tiene muchos antecedentes, entre ellos el de Weber, en el terreno particular de la reflexión históricosociológica. Sin embargo, los pensadores posmodernos lo han llevado al extremo,
existiendo aún una distancia muy grande, por ejemplo, entre el conjunto de los
postulados metodológicos de Weber (con su énfasis en la neutralidad valorativa,
la imparcialidad y la objetividad del conocimiento científico, de los que aquí no
nos hemos ocupado) y el relativismo cognitivo a la manera posmoderna, que
directamente evapora la pretensión de verdad.
La desmaterialización del objeto
Pero prosigamos. No del todo ajena a la posmoderna pérdida de confianza en la
razón y en su capacidad para encontrar la verdad, tenemos otra de las características
distintivas de los nuevos relatos acríticos: a saber, el olvido de la estructura material
de la sociedad y el protagonismo del discurso, la imagen y la pura representación. En
la posmodernidad, “‘la materia habría desaparecido’ para ceder su sitio a los ‘inmateriales’ de la comunicación (este nuevo pastel teórico, que naturalmente se apoya en
indicios impresionantes, los de la antigua tecnología) [...]” (Althusser, 1993, p. 298).
Lo que se pone en discusión es si realmente la realidad existe fuera del discurso
o si bien no existe nada más allá del lenguaje. Bajo el supuesto de que la realidad
que nos rodea es producto de la interacción que mantenemos con ella a través del
lenguaje, el lenguaje se vuelve entonces objeto privilegiado y único del análisis.
La filosofía se convierte en ‘filosofía del lenguaje’ (el famoso giro lingüístico), los
problemas filosóficos se reducen a los problemas de uso del lenguaje. Los propios
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cientistas sociales han pasado de la descripción y explicación de procesos y estructuras sociales, económicos y políticos, a las interpretaciones de sentidos y significados.
¿Por qué decíamos que este rasgo no es ajeno a la incredulidad respecto de la
verdad o de la posibilidad de un conocimiento verdadero u objetivo? Porque sin
un referente externo al conocimiento, sin una realidad que se sitúe más allá del
lenguaje, queda seriamente cuestionado el contenido de verdad del discurso sobre
la historia.
Otra característica de las narrativas sociales de la década de 1990 es su excesiva
atención a los medios de comunicación, ya que muchos autores los consideran pilares
de las transformaciones sociales contemporáneas. Los medios de comunicación
entonces pasaron a ser la gran estrella y a concentrar gran parte de la atención
de los cientistas sociales durante varios años. En los discursos de fin de siglo XX
de los pensadores más prestigiosos en comunicación y cultura, los massmedia
están en la base de todas las transformaciones sociales. Ellos son los responsables
últimos de los cambios que experimenta la esfera política, la vida cotidiana, el
hogar, la relación entre lo público y lo privado, las formas de consumo, el rol de
los intelectuales, etc.
Para algunos autores posmodernos, los medios modifican nuestra propia condición de sujetos. Baudrillard (1997), por ejemplo, sugiere que en la era del ‘éxtasis
de la comunicación’ ya no existimos como dramaturgos o como actores, sino como
‘terminales de múltiples redes’, dotados a la vez de poder telemático. La telemática
privada –explica– introduce cambios en el proceso de trabajo, el consumo, el ocio,
el juego, las relaciones sociales, en tanto posibilita regularlo todo a distancia. De
este modo, todo lo que constituía anteriormente la escena de nuestra vida, queda
relegado al desuso: la TV convierte el hábitat en una especie de envoltura arcaica,
en un vestigio de relaciones humanas. El cuerpo se vuelve superfluo. El inmenso
campo geográfico parece un cuerpo desértico cuya extensión resulta innecesaria.
El espacio público como teatro de lo político se reduce cada vez más. El espacio
privado también va desapareciendo a medida que se va sometiendo todo a la cruda
luz de la información y la comunicación (Baudrillard, 1997, p. 18).
Para Sartori (1998), por citar otro ejemplo, la TV ha venido a modificar (¡ni
más ni menos!) la naturaleza humana: la televisión –comenta– está produciendo
una permutación, una metamorfosis, que revierte la naturaleza misma del homo
sapiens. La argumentación gira en torno a la tesis del paso de la cultura racional,
letrada, a la cultura visual. En otras palabras, el remplazo del animal simbólico
por el animal vidente, o del homo sapiens por el homo videns.
A tal punto se considera a los medios responsables de los más importantes
cambios en la vida pública y privada, que llegan a ser (¡ellos también!) la materia
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que designa a la nueva sociedad actual: la ‘sociedad mediática’. La sociedad en la
que vivimos es, según Vattimo (1994), “una sociedad de la comunicación generalizada, la sociedad de los mass media” (1994, p. 73); en tanto que Baudrillard
afirma, por su lado, que “[y]a no estamos en el drama de la alienación, sino en el
éxtasis de la comunicación” (Baudrillard, 1997, p. 18).
Lejos del lugar asignado por el materialismo histórico a los medios de comunicación como parte de una superestructura de un modo de producción, en
estas modas intelectuales de los noventa los medios de masas son tomados como
entidades en sí mismas, como fuerzas autónomas, como ‘tecnologías’, y no como
partes o elementos de la estructura del todo social. Esta autonomización de la cultura
como instancia independiente expresa, en este campo particular, lo que ya hemos
mencionado más arriba: el ‘abandono silencioso del análisis del capitalismo en
tanto sistema económico global’.
La crítica a los teóricos de la sociedad mediática, cabe aclarar, no implica sin
embargo negar la significación de los medios de comunicación en las formaciones
sociales actuales, que tienen un papel importantísimo como aparatos ideológicos,
ni desacreditarlos como objeto de investigación, sino poner en duda su lugar y su
autonomía. Aunque poco propensas a las explicaciones (en el sentido fuerte de la
palabra) y al establecimiento de relaciones de causalidad, muchas de esas teorías
sobre la cultura mediática terminan asignando a los medios un poder explicativo
fundamental. En mi opinión, los medios vienen a configurar, en la teoría social
actual, uno de esos ‘explicatodo’ de los que habla Jameson y Zizec (1998) (en su
caso, a propósito del término ‘articulación’) y de los que Grüner dirá que finalmente
‘explican bien poco’ (Grüner, 1998, p. 36).
Para concluir
En síntesis, lo que hemos querido describir y explicar a lo largo de estas páginas
es el embate que sufrió la teoría marxista –acostumbrada ya a la batalla teórica,
pues es el interlocutor con el que discute, abiertamente o no, la sociología académica desde sus inicios– por parte de las corrientes de pensamiento ‘post’, las que
lograron imponerse y constituirse en indiscutiblemente hegemónicas durante al
menos dos décadas de fines del siglo XX. Sobre la base del argumento de que
esa teoría era vieja, anticuada, obsoleta, arcaica, y en todo caso ‘expresión de su
propio tiempo histórico’ (pero solo de su tiempo), y por lo tanto, inadecuada para
dar cuenta de las ‘nuevas’ realidades, se produjo prácticamente la expulsión de sus
tesis, conceptos y terminología de las instancias académicas. Las ideas, conceptos y
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palabras de la teoría marxista desaparecieron de los contenidos de las asignaturas
en las universidades, de las publicaciones especializadas, de las investigaciones, de
las mesas de los congresos. Este deslizamiento en el léxico de las ciencias sociales
implicó a la vez el reemplazo por nuevas nociones, destinadas a explicar las realidades presuntamente inéditas.
Sin embargo, el valor de una teoría no puede estar dado por un criterio cronológico (escala de valor muy común en el pensamiento de los claustros), por su
‘novedad’ o ‘antigüedad’, sino por su capacidad explicativa, que es independiente
de su edad.
De alguna manera hoy Marx ha vuelto, su teoría ha vuelto a captar la atención,
ha retomado un lugar importante en la escena contemporánea, y esto se debe en
parte a su capacidad para explicar la sociedad capitalista globalizada. La teoría
marxista (no solo la de Marx, claro está) es fundamental tanto porque es la que
permite explicar científicamente el capitalismo en que vivimos y sus contradicciones, como porque es el punto de partida para los movimientos que busquen
acabar con la explotación del hombre por el hombre. Es por eso que creemos que
hay que reivindicar la teoría marxista –la concepción materialista de la historia–
después de toda esa etapa de ninguneo y sepultura por parte de sus adversarios,
de certezas soberbias respecto de su obsolescencia, que hemos descrito a lo largo
de este trabajo.
Por supuesto que la teoría marxista no es una totalidad homogénea y coherente, sino que bajo su nombre existen múltiples interpretaciones y corrientes
diversas, incluso contradictorias, y tampoco es una teoría acabada, de una vez y
para siempre. Cuando hablamos de reivindicarla no significa hacerlo en bloque,
sino que deben cuestionarse –desde mi punto de vista– las lecturas deterministas,
reduccionistas, mecanicistas, economicistas y humanistas, al tiempo que debe ser
una oportunidad para actualizar y desarrollar el marxismo.
Para terminar entonces, aplaudimos todos los esfuerzos de resistir las modas
intelectuales y traemos a colación las elocuentes palabras de Borón (2012) cuando
dice, respecto de las tradiciones clásicas: “Sería imperdonable condenar esa rica
tradición al olvido y marearnos con eso que tan acertadamente condenaba Platón: el ‘afán de novedades’, enemigo mortal del conocimiento verdadero” (Borón,
2012, p. 14).
Recibido julio 24, 2015
Aceptado septiembre 13, 2015
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