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SANTA RAFAELA M.ª DEL SDO. CORAZÓN
PALABRAS
A DIOS
Y A LOS
HOMBRES
Cartas y apuntes espirituales
EDICION PREPARADA POR
INMACULADA YÁÑEZ
PRÓLOGO DE
JOSÉ LUIS MARTÍN DESCALZO
MADRID 1989
ÍNDICE GENERAL
PRÓLOGO, por José Luis Martín Descalzo ..................................................3
INTRODUCCIÓN .......................................................................................22
Fuentes y bibliografía ...............................................................................24
Modalidades de la edición ........................................................................27
PARTE PRIMERA
CARTAS
I. Vocación de las Fundadoras y establecimiento del Instituto de Esclavas del Sagrado
Corazón de Jesús (1873-1887)
Esquema cronológico..............................................................................30
Cartas 1-191.............................................................................................33
II. El gobierno de la M. Sagrado Corazón (1887- 1893).
Esquema cronológico...........................................................................227
Cartas 192-395.....................................................................................228
III. Los años de vida oculta en Roma (1893-1925)
Esquema cronológico..........................................................................434
Cartas 396-690.....................................................................................440
PARTE SEGUNDA
APUNTES ESPIRITUALES
Esquema cronológico .................................................................................717
APUNTES ESPIRITUALES:
1877. Número 1 .................................................................................720
1878-1885. Introducción ...........................................................................720
Número 2 ................................................................................721
1886-1887. Introducción ...........................................................................722
Números 3-5 ...........................................................................723
1888. Introducción ..........................................................................727
1
Números 6-8 ..........................................................................728
1889. Introducción ...........................................................................731
Número 9 ...............................................................................732
1890. Introducción ...........................................................................733
Números 10-12 ......................................................................733
1891-1892. Introducción ...........................................................................744
Números 13-17 ......................................................................744
1892-1893. Introducción ...........................................................................750
Números 18-22 ......................................................................751
1894-1903. Introducción ...........................................................................765
Números 23-31 ......................................................................766
1903-1906. Introducción ...........................................................................781
Números 32-37 ......................................................................782
1907-1911. Introducción ...........................................................................795
Números 38-42 ......................................................................795
1912-1925. Introducción ...........................................................................799
Números 43-44 .......................................................................800
DIVERSOS AUTÓGRAFOS
Introducción ...............................................................................................801
Números 45-52 ..........................................................................................802
ÍNDICES:
Índice onomástico ......................................................................................807
Índice de materias ......................................................................................849
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PRÓLOGO
Si al autor de este prólogo se le permite abrirlo con una confesión personal, tendrá que
comenzar diciendo que, al encargarme la Madre General de las Esclavas la elaboración de
estas páginas, me hacía Dios, a través de ella, la mayor de las Gracias (y lo escribo con
mayúscula) que me ha concedido en los últimos meses. Porque engolfarme en esta tarea no ha
sido, para mí, un simple trabajo profesional, un encargo más o menos agradable, sino una
auténtica aventura espiritual, encontrarme de bruces con un tesoro que medio conocía o
desconocía, ir de asombro en asombro, de gozo en gozo.
Y pido perdón al lector si empiezo de modo tan personal, pero es que me gustaría decirle,
ya desde aquí, que a él puede, debe ocurrirle algo muy parecido cuando inicie la lectura de los
documentos que este libro recoge. Me pregunto si los españoles, incluso si las mismas
Esclavas, han medido toda la hondura de este pozo misterioso que es el alma de Santa
Rafaela, la intensidad de este testigo de Dios que hemos tenido casi a nuestro lado, con
calidades -y pido perdón si alguien lo encuentra exagerado- que la sitúan muy a gusto al lado
de Teresa de Jesús o de Catalina de Siena como maestras del espíritu y como realizaciones
personales de santidad. Santa Rafaela no es, ciertamente, una monja más y, si no fuera
atrevido, añadiría que tampoco una santa más. Por la gracia de Dios, los avatares de su vida
fueron tales y los supo aprovechar hasta tal extremo, que es difícil que el hombre
contemporáneo encuentre un modelo parecido en esa subida a la santidad que a los cristianos
de hoy nos parece tan empinadamente imposible.
Incluso desde el punto del interés humano y, digamos, novelístico, la peripecia espiritual
de la Madre Sagrado Corazón resulta apasionante, por los sucesos que atravesó y, más aún,
por el calibre de alma con que lo hizo.
Y hay una tercera razón que hace deslumbradora esta aventura: y es el juego limpio con
que, sobre ella y su vida, ha actuado su Congregación. Yo quiero felicitar desde aquí a las
Esclavas -y muy concretamente tanto a Inmaculada Yáñez, que realizó la mayor parte del
trabajo, como a las superioras que aceptaron y alentaron su camino- por haberse atrevido a
decir la verdad, toda la verdad, nada más que la verdad. Con demasiada frecuencia en la
historia de otros personajes, fundadores o fundadoras de congregaciones, biografías de santos,
un afán ingenuamente edificante ha empujado a camuflar, disimular, endulzar aquellas zonas
que, en una primera impresión, parecían oscuras o menos ejemplares. ¿Cómo vamos a probar
que tales o cuales personajes, todos ellos santísimos, no se entendieron entre sí? ¿Cómo
mostrar esos textos espontáneos en los que la sangre está aún saliendo por la herida? La
cobardía y una supuesta buena voluntad ha llevado con frecuencia a recortar las esquinas de
los santos, con lo que se lograba desrealizarles, convertirles en muñecos piadosos, robarles tal
vez lo que tienen de más ejemplar para el común de los mortales: que su santidad se afiló en
la lucha; que la consiguieron no con el biberón que mamaron, sino con el doloroso ascenso
por las cortantes laderas del monte Calvario; que tuvieron avances y retrocesos y que sólo a
fuerza de entrega y de Gracia vencieron sus propias y espontáneas naturalezas.
Por eso es magnífico que las Esclavas abrieran el libro de la verdad entera, primero en esa
magnífica biografía (dolorosa en algunas páginas, siempre cristianísima) que se tituló
Cimientos para un edificio (BAC 408, Madrid 1979), después con la colección
sustancialmente completa (en la que tampoco se ocultó nada) de las cartas de la Madre María
del Pilar (BAC, Madrid 1985), y ahora (completando esta trilogía) con el epistolario (en el
que nada menos claro se ha escamoteado) .de la Madre Rafaela. Tres piezas para el
conocimiento de ese gran monumento espiritual que fueron los comienzos de la Congregación
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de las Esclavas. Es cierto que en estas páginas aparece con frecuencia «la uña del demonio»
de la que tanto hablaba Santa Rafaela, cierto que los defectos de algunas personas parece que
en aquellos años hicieron al Espíritu Santo trabajar muchas horas extraordinarias para que la
obra de Dios se mantuviera en pie; pero ¿cómo podrían las Esclavas desconocer esos torrentes
de amor con que Dios protegió esta obra, esa certeza de que, entre gentes de buena voluntad, a
pesar de sus defectos, la Gracia acaba funcionando siempre porque, corno decía Pascal, «Dios
es terco y si alguien le cierra la puerta de su casa, entra por la ventaría»? Dios, afortunadamente, entró en las Esclavas por puertas y ventanas, aprovechándose, incluso, de ciertas
mediocridades, para llevar a sus hijas por donde Él quería. Rafaela Porras -Santa Rafaela- y
también sus demás compañeras fueron testigos y portadoras de esa Gracia. Y este libro es
testigo de esa estupenda aventura.
Estilo de esta correspondencia
Estamos, no hace falta aclararlo, ante una colección de cartas, con toda la cara y la cruz
que es propia de los volúmenes de correspondencia. La cruz es su dificultad de lectura
continuada: una colección de cartas no es de lectura fácil, no tiene la continuidad de una
narración; las muchas alusiones obligan al lector a consultar continuamente las notas para
saber a quién se refieren; no pocas veces abunda lo que llamaríamos «paja», material
ocasional y de circunstancias. En todo caso, además, la lectura de esta correspondencia exige
conocer, antes, la biografía de la Santa, para enmarcar cada uno de sus comentarios. Pero la
cara de estas cartas es su espontaneidad, su frescura, la calidad de documento vivísimo, en el
que muchas veces son los pequeños detalles los que nos muestran tanto la realidad de su vida
como la calidad de su alma.
En el caso de Santa Rafaela esta cara y esta cruz se hacen especialmente visibles por el
personalísimo estilo de la Madre Sagrado Corazón. No es, hay que decirlo, una gran escritora:
su estilo es desgarbado, su sintaxis con frecuencia muy original, saltándose preposiciones o
colocándolas un poco a su gusto. Por otro lado, evidentemente, en ningún momento pensó ella
pasar con estas cartas a la historia de la literatura: escribía al desgaire, tal y como le iba
saliendo, sin la menor de las preocupaciones estéticas.
Tiene, además, en sus cartas, una característica que yo estimo única. Entre los humanos,
entre los santos que han dejado una gran correspondencia, lo normal es que cada carta se
centre en un tema, que lo desarrolle, añadiendo después, tal vez, otros pequeños temas
laterales. Santa Teresa misma, que a veces en sus cartas introduce divertidas interpolaciones
de mil temas, suele organizar mejor sus cartas. Las de la Madre Rafaela, por el contrario,
suelen ser retahílas. En cada una toca diez, quince asuntos. Los toca, hace punto, y pasa a
otro. Evidentemente, no es una mujer obsesiva con una cuestión. Incluso cuando ciertos temas
parecen preocuparla muchísimo, se limita a rozarlos, y junto a esas grandísimas cuestiones
añade una docena de pequeñas cosas sin mayor importancia que lo cotidiano. Por ello, por
este modo de escribir, un lector precipitado puede pensar que una gran parte de estas cartas
carecen de otro interés que el anecdótico. Pero yo quiero avisarle que no juzgue tan de prisa:
de pronto, en una carta, aparentemente superficial o minúscula, aparece la gran perla, la frase
que ilumina toda la carta y que se convierte en un verdadero tesoro espiritual. Casi no hay
texto en el que repentinos relámpagos no aparezcan. Si el lector lee estas páginas subrayando
esos estallidos sobrenaturales, se encontrará al final con una verdadera colección de joyas
para su espíritu.
Tampoco debe olvidar el lector que nuestra autora es andaluza, y que el rasgo divertido, la
pirueta de humor, pueden saltar en cada página y -subrayémoslo- con mucha frecuencia esas
«bromas» aparentemente sin importancia son formidables testimonios de su espíritu. Así que
no se asombre el lector si, por ejemplo, a una hermana se la presenta como «un toro sin
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domar» (Carta 168∗), si de otra se asegura que, «aunque fea, es fina y educada» o que es «fea,
pero no repugnante» (169); o si comenta que un sacerdote «es bueno, aunque cura» (144); o
advierte a sus monjas que tengan cuidado con la picajosidad de los jesuitas «porque los
Padres son de vidrio» (187); o si le dice a una religiosa que «tiene el corazón más pequeño
que un colorín» (148); que siente que un asunto no lo lleve tal Padre «porque tiene más
garabato, aunque a este otro no le falten conchas»; o cuando recuerda a las religiosas que a los
sacerdotes que vayan a la bendición de la iglesia les obsequien «con chocolate y pasteles, que
esto les complace mucho» (209); o cuando nos informa que una hermana «come como un
sabañón» (239); o nos detalla que en un convento le dieron una comida «particularísimamente
mal guisada» (106); o al explicarnos que al pintor que ha contratado para pintar la iglesia le ha
puesto en el contrato que cada semana de retraso descontará 500 reales y se pone contentísima
porque, «como han pasado dos, ya hay a nuestro favor 1.000 reales y no sé, si no varía, si
tendremos que darle un cuarto» (188); o cuando a una religiosa que se está poniendo muy
gorda le dice: «¿Por qué no se pone usted a carne y vino? Aquí me admira a mí ver a los
capuchinos, tan gruesos todos y dicen que es de las verduras. Con la carne se adelgaza» (290).
0 cuando ofrece toda una receta de cocina que en los comedores de las Esclavas podría
titularse «Habichuelas a la Santa Rafaela» (361). O cuando, en forma de broma, da un consejo
tan sabio como éste: «Si se encontrara una casa donde no hubiera alguna religiosa fastidiosa o
imperfecta, necesario sería buscarla y pagarla a peso de oro, por el bien que resulta de este
mal» (413).
Sinceridad radiante
Una nueva característica de sus cartas es la radiante sinceridad que las inspira. La Madre
Sagrado Corazón era todo menos una diplomática. Para ella el pan es pan, el vino es vino y
hasta podría asegurarse que muchos de los disgustos que padeció provinieron de ese juego
limpio que fue toda su vida. Nunca ocultó nada, ni siquiera lo que hubiera parecido denigrante
para ella. Y esto lo hacía con todos: autoridades, obispos, cardenales, religiosas, inferiores,
parientes. Siempre dijo la verdad sin ambages, incluso -o sobre todo- en los momentos de la
gran tempestad. Y tenía la excepcional habilidad de decir cosas durísimas sin herir o sin tratar
de hacerlo. A ella hubiera podido aplicársele perfectamente aquel dicho de Bernanos que
aconsejaba a un amigo que «se acostumbrase a decir la verdad entera, es decir: sin añadirle el
placer de hacer daño». La verdad en Santa Rafaela es siempre seca, pero no hiriente; dolorosa,
pero no resentida. Hay en este punto, en los años más difíciles, ejemplos egregios: aquellas
cartas en las que enfrenta a su hermana con su responsabilidad cuando ésta no quiere profesar
(212 y, sobre todo, 225); aquellas en las que se queja de la oposición sistemática de la M.
Pilar a sus disposiciones (197, 293); el durísimo informe sobre su hermana que envía al
cardenal Mazzella (360); la sequedad («Cuando reinaba el espíritu de humildad y sencillez,
volábamos; hoy vivimos con ribetes de infierno») del documento de su renuncia (340), que,
por otro lado, aceptará con tanta paz y serenidad; o los impresionantes informes que, tras la
caída de su hermana, envía al obispo de Córdoba (557) o al visitador P. Palliola (558).
Una mujer en su historia y en sus circunstancias
Un nuevo dato para la lectura de estas cartas es el de situarlas en su contexto histórico y en
las circunstancias concretas en las que la Madre Rafaela se movió.
Evidentemente, en algunos de sus planteamientos hay muchas huellas del pensamiento y la
teología del siglo XIX, del que era heredera. Su obsesión, por ejemplo, por las indulgencias;
∗
En adelante las cartas aparecen citadas sólo por su número, sin precederle la palabra Carta.
5
algunas de sus expresiones sobre la reparación pueden parecernos hoy un tanto
melodramáticas, algunos otros puntos respiran el estilo y el tono de la época. Y el que el tema
del sufrimiento sea uno de los ejes de su correspondencia, ¿cómo no entenderlo en una vida
marcada por las más crueles persecuciones e incomprensiones?
En cambio habría que subrayar los muchos temas en los que Santa Rafaela se anticipó a su
tiempo y escribió con mentalidad que casi diríamos posconciliar: el amor como centro de
todas las virtudes; la mortificación como algo primariamente espiritual; el reconocimiento de
las virtudes humanas y de la formación de las religiosas; el sentido universalista de su alma; la
valoración del bautismo como punto de partida de toda santidad; la exigencia de una santidad
recia y sin gazmoñerías; la valoración del trabajo como camino de santidad. Son muchísimos
los temas que aparecen tratados con un lenguaje y un enfoque que se dirían de hoy.
El lento caminar hacia la santidad
El último dato que quisiera señalar para prevenir al lector en su lectura es algo que en la
correspondencia de Santa Rafaela reluce hasta la evidencia. Es muy frecuente que entre los
cristianos se cultive una visión de la santidad que tiene muy poco de realista: es esa de la
«madera de santidad», según la cual los santos habrían nacido como predestinados,
empujados hacia la santidad por su propio carácter y marchando hacia ella, cuesta abajo, sólo
con dejarse llevar.
Nada de esto hubo en Santa Rafaela y no es esto lo que en estas cartas aparece. Al
contrario: nos encontramos con la santidad como una cima elevada y escarpada hacia la cual
un ser humano, como los demás, hecho con idéntica madera que el resto de los humanos, va
subiendo con el doble esfuerzo de su voluntad y, sobre todo, de la Gracia de Dios. Rafaela no
es santa en su primera adolescencia. Va creciendo con los años, dominando día a día su amor
propio, aprendiendo en sus traspiés; siempre guiada, eso sí, por el afán de santidad -que cubre
todos los escalones de su ascenso-, pero subiendo a través de horas oscuras, de vacilaciones,
de descansillos, con estallidos humanísimos de dolor, con alguna destemplanza de la que se
arrepiente por lo general en la carta siguiente.
Y es esto, precisamente, lo que hace ejemplar su figura, sobre todo cuando el gran
adelgazamiento espiritual se produce a través de tres décadas de humillación,
desconocimiento y silencio. ¿Habría llegado Rafaela Porras a la santidad de no haber sido la
tremenda tormenta de los años 91-93? Es algo que nunca sabremos. Lo que sí sabemos es que,
con toda certeza, aquella prueba fue el gran trampolín espiritual de su vida. «Quien a Dios
quiere llegar, por lanzas ha de pasar», decía Santa Teresa. Y por todo un ejército de lanzas y
cuchillos pas6 Santa Rafaela.
El estilo de su santidad
Hechas estas advertencias prologales al lector, me gustaría intentar aquí un esbozo -mucho
más breve de lo que el tema merecería- del estilo de santidad que fue el de Santa Rafaela.
Sabemos muy bien que «en la casa de Dios hay muchas moradas» y que en la historia de la
santidad han existido muchos estilos y caminos. ¿Cuáles serían las diez coordenadas que, de
algún modo, definirían las de la Madre Sagrado Corazón? Perdóneme el lector si me atrevo a
afrontar este intento.
1) Enamoramiento de Dios. Lo más típico y singular de Santa Rafaela es que su santidad
va derecha, como una flecha, al centro, al amor. No es la suya una acumulación de actos
fervorosos o, incluso, de virtudes mejor o peor cultivadas. El centro, lo que da sentido a todo,
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es su amor a Dios, o, para ser más precisos: su «enamoramiento de Dios». Hay en Rafaela lo
que es típico de todos los enamorados: ese entusiasmo, ese gozo, ese fervor, esa sensación
plenificadora de amar y ser amada, que la hace prorrumpir en magníficas exageraciones, en
dulcísimos estallidos cuando habla de su amado, de su esposo. Las citas tendrían que ser
ahora infinitas. Recuerdo algunas: «Démosle todo, todo el corazón a Dios, no le quitemos
nada, que es muy chico y Él muy grande; y no arrugado, sino rollizo, lleno todo de amor suyo
y nada del nuestro propio» (121). «Dios nos lleva por su mano, Madre, y su Providencia se
palpa. Aunque estuviéramos siempre postradas dando gracias, nunca podríamos pagarle a
Dios todo cuanto le debemos» (271). A una religiosa que por primera vez ha visto, en Cádiz,
el mar, le dice: «Ya me figuraba yo que tan grata le habría de ser la vista del mar. ¡Qué
omnipotencia la de Dios! ¡Qué dicha tener un Dios tan grande! Y a ese Dios inmenso lo
hemos de poseer en su lleno por toda la eternidad y ahora lo poseemos en el Santísimo
Sacramento y viene todos los días a nuestro corazón. ¡Esto sí que es un mar sin fondo!» (304).
Este amor a Dios es para ella un hambre, una sed, una hidropesía que no la permite
descansar: «¿Conque aún no amas a Dios como quisieras y culpas a la tibieza de nuestras
oraciones? No, hija mía, no es eso; y es que ya tienes la hidropesía de amor y cuanto más
aspiras el fuego que te enviamos, más hambre tienes de Él, porque a los enfermos de esa
naturaleza, como a los de agua, les pasa que, cuanto más beben, más les aprieta la sed. Y les
enfurece de modo que los saca de tino. Pide, hija mía, que yo sea contagiada de esa enfermedad, de tal manera que nunca pueda apartar mis labios de la divina fuente del costado
sagrado» (175).
Todo eso no es retórica en Santa Rafaela. Sabe muy bien el precio que hay que pagar por
ese amor. La alegría viene sólo tras la entrega: «Crea usted, Madre, que no hay felicidad
mayor que destruir la propia voluntad y apoyarnos sólo en la divina; desde que yo tiré por este
camino, me encuentro muy bien y muy tranquila» (336).
Por eso la purificación en el amor es una constante de su vida: al cumplir los cincuenta y
ocho años, «quizá vacíos -dice- en la presencia del Señor», pide al Señor que la «aligere de
todo lo que es tierra y que me llene bien, pero muy bien, de todo lo que tiene peso allí donde
espero ir sólo por pura misericordia de quien tantísimas me ha dispensado en esta vida» (577).
Por eso le impresiona tanto el encuentro con los santos de Roma: «Cuando aquí se ven
tantos ejemplos prácticos en los santos que encierra esta Roma, se avergüenza una de ver lo
poco que hace por Dios, y se deshace en deseos de hacer y de que todos hagan cuanto puedan,
con su gracia, para demostrar que, aunque flacas, de la misma naturaleza que los santos
somos, y aún no se ha perdido la semilla» (287).
La santidad, ésta es siempre su obsesión. Una «santidad que no consiste sólo en amores,
sino en obras y, cuanto más de sacrificio, mejor» (308). Una santidad que hay que buscar por
el puro afán de generosidad con Dios «aunque no se nos dé ningún premio, sólo por el gusto
de amarle y servirle» (29); una santidad «sin consuelos, sin dulzura, sin nada halagüeño, sólo
por la nobleza de servir a un Señor tan dignísimo de ser servido» (86).
Todo esto, piensa Rafaela, no será imposible con la ayuda del Esposo. Él es «el tapa-faltas
de sus esposas; por supuesto, si éstas tienen buena intención» (86). En realidad, toda nuestra
vida «la ha hecho Él solito, y así que a Él solito tenemos que procurar agradar» (191). Y hay
que vivir entusiasmadas porque «lo que el Corazón de Jesús hace con sus hijas es para perder
la cabeza» (216). Así que habrá que seguirle «desnudas, siguiendo al desnudo Jesús, sólo por
ser quien es. ¡Qué mayor beneficio y honra! Es gran sabiduría reconocerse llena de Cristo y
atribuírselo no a sí, sino a Dios y ver en sí sólo su miseria y su nada, y no obstante
complacerse en esa nada y en ella ver el poder de Dios (113). Y esto en las horas alegres y en
las tristes, porque tenemos «un Esposo de sangre», y así hay que ser tan diligentes «cuando se
rebosa en consuelos como cuando se ve hasta el cuello, ¿eh, me entiende?» (107).
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Esta presencia del amor a Dios-Cristo tiene una realización visible en la eucaristía, en
torno a la cual estallan los mejores entusiasmos de Santa Rafaela. Es el fin central y primario
de su Instituto (25), ése es el gran don que suplica a los Papas: «Tener reservado en nuestra
capilla, para nuestro mayor consuelo y principal objeto de nuestra reunión, a Jesús
Sacramentado». Eso es lo que desean «estas humildes hijas que no aspiran a otra cosa en este
mundo que a adorar a este divino Señor Sacramentado».
Dios en el centro. Cristo en el centro. La eucaristía en el centro. Esta «trinidad» es el eje
de la vida de Santa Rafaela. La fuente de su alegría. La que la hace vivir enamorada, un poco
como fuera de sí.
2) La voluntad de Dios, la Providencia. Este amor a Dios no es en la Madre Sagrado
Corazón algo teórico, eufórico, cardíaco. Es algo que se realiza y manifiesta a diario en el
cumplimiento de la voluntad de Dios. Impresiona esto en toda su correspondencia. Se diría
que viera su vida como un gran mapa en el que Alguien, desde arriba, desde los siglos,
hubiera señalado sus caminos, de modo que ella no tuviera ya más función que ir
sencillamente recorriéndolos. «Tengo confianza en Dios -escribe- que si le somos fieles nos
ha de dar todo lo que necesitamos, con despilfarro; pidámosle todo con la confianza que a un
padre, semejante, aunque a elevadísima escala, mucho más que el que perdimos; y si aquél,
por nuestra salvación, ya sabe usted lo que hacía, ¿qué no estará dispuesto a hacer nuestro
Dios?» (64). «Es santa el alma que ama mucho a Dios, y ama mucho a Dios la que en todo se
conforma con su divina voluntad. Vamos al cielo, Amparo, vamos pronto, aunque sea por
peñascales, que si Dios nos lleva, no nos han de parecer duros» (73). «Me imagino los
apuritos que alguna vez pasará usted. Yo también los pasé muy grandes, como usted sabe, y
he conocido en ellos por qué medio se alcanza la anchura de corazón: primero, confianza
ciega en nuestro Señor, creyendo firmísimamente que nos ha de ayudar porque a ello está
obligado; segundo, orar con muchísima humildad y entregarle todas nuestras necesidades y
deseos. Nuestra vida debe ser toda ella un tejido de fe y generosidad; bien sabe usted cuán
pocos apoyos humanos tenemos para nuestro bien; parece que Dios quiere hacerlo todo en
nuestra Congregación por sí y ante sí; mejor ha de salir, de seguro» (90).
«Un tejido de fe», ésa fue efectivamente su vida. Una serena confianza. Una seguridad de
que Dios está «obligado» a ayudarlas. Y el reconocimiento de que eso es una suerte: Porque
hecho por ellas, podría fracasar; hecho por Dios es garantía de éxito. ¿Por qué sufrir,
entonces? «Gracias a Dios, la Providencia la hemos tocado visiblemente y, como nos ve tan
flacas, no bien ha asomado la pena, ya está disipada» (282).
Lógicamente, junto a esta confianza en Dios viene la desconfianza en los poderes de este
mundo. De un mundo al que -luego lo diremos- ella no desprecia, pero sí relativiza y pone en
su lugar. Por eso no le sorprende en absoluto que las gentes del mundo no entiendan su
vocación: «¿Cómo ha de tratar el mundo a quien lo abandona? ¿Pero no es verdad, querida
mía, que nuestro buen Jesús le ayuda mucho? ¡Si no puede ser de otro modo! Él lo dijo, que
su yugo es suave y su carga ligera. A nosotros se nos hace pesada porque confiamos en
nuestras fuerzas; apoyémonos en las suyas y no temeremos» (5). «Amparo mía, cosa
cumplida sólo en la otra vida, por esto hay que tomar incluso lo bueno de este mundo con
cierta santa indiferencia y apoyarse en lo que no tiene movilidad, que es Dios, por supuesto, y
la confianza en su bondad, que nada, nada nos ha de faltar que sea conducente a llevarnos allá
donde siempre estemos con aquellas personas que tanto bien nos han hecho. Así que a estar
muy alegres, comer mucho, y abandonadas en brazos de nuestro Señor Jesús hasta que
tengamos la dicha de hacerlo en realidad. Este pensamiento trastorna, ¿es verdad? Pues no
está lejos la hora» (70).
8
Todo esto, naturalmente, no era difícil decirlo en los años de la prosperidad, cuando todo
florecía, cuando las mayores chinitas eran tales o cuales roces con un obispo o ciertos
problemas económicos, a fin de cuentas, solubles. Lo difícil era mantener esa entrega a la
voluntad de Dios en las horas de la gran crisis, de la gran turbación. Y lo asombroso es que,
precisamente en este tiempo, es cuando se afila en Santa Rafaela esa entrega a la voluntad de
Señor, aunque también -inevitablemente- se multiplique su despego de este mundo y su
urgencia, casi su prisa, por llegar a la patria del cielo. En esos años los textos de entrega a
Dios se hacen más dramáticos, más abundantes. En la gran tormenta ha aprendido «qué
pequeña es la criatura cuando Dios la quiere empequeñecer, y que sólo Dios es el veraz, el
justo, y en Él sólo hay que confiar». Hay que «buscar sólo en Él el remedio para todo y tomar
a las criaturas sólo como instrumentos, cuando Dios quiere que tengamos necesidad de
valernos de ellas, pero sólo como instrumentos, no como fin y apoyo» (329). O en aquella
tremenda carta al Padre Hidalgo que parece calcada sobre las palabras de Cristo en la Cruz:
«Siempre mi vida ha sido lucha, pero de dos años a esta parte son penas tan extraordinarias
que, sólo la omnipotencia de Dios que milagrosamente cada momento me sostiene, no han
dado con mi cuerpo en tierra. Qué sufrir tan horrible, Padre, de todas clases: mi cuerpo, mi
alma, mi corazón, todo mi ser en una continua angustia y desamparo y previendo que esto va
para largo y muy largo. ¿Por esto creo que estoy en desamparo de Dios? No, pero esta
creencia está en mi alma como un delgadísimo hilo, expuesto siempre a romperse; mas, no
obstante, ello la va sosteniendo y fortaleciendo para no desmayarse» (380, y similares en 381,
382).
Ese «delgadísimo hilo» sostiene su esperanza. Porque sabe que «no se mueve una hoja de
árbol sin la voluntad de Dios», por lo que se atreve a concluir -¡asombro!- «que para mí este
tiempo no lo he tenido mejor en mi vida» (391).
¡Pero qué ansias de que llegue, y llegue pronto, el cielo! Tras la muerte del querido Padre
Molina comenta: «Así pasa todo, Madre; a nosotras también nos llegará y quizá hoy.
Verdaderamente que debemos vivir como si no viviéramos, y tener todo el afán en lo que
verdaderamente es la vida porque es eterno, que es la otra sin fin. ¡Cómo se alegrará el padre
ahora del bien que ha hecho y de haber sido generoso con Dios! Él me alcance a mí esta
gracia tan de mi gusto y tan mal practicada» (419). Y es que todo en este mundo le evoca ese
cielo, hasta las pequeñas alegrías de este mundo: «Cuando estábamos todas tan carialegres,
pensaba que cuando era así en una cosa tan mezquina, ¡qué sería cuando estuviéramos en el
eterno convite!» (1).
Y es que para Santa Rafaela vivir era ya «estar» en el sobrenatural. Habla de los santos
-como haría más tarde Juan XXIII- como si todos fueran sus primos o sus compañeros de
escuela. Y hasta del diablo habla con una naturalidad asombrosa. Con naturalidad y con
humor, como si al mismo tiempo le viera y le despreciara: «Nosotras sirvamos perfectamente
al Señor y que rabie el infierno» (13). No me he descuidado en vigilar a las novicias «porque
temo que fuera a meter la pata el enemigo» (20). «Como yo no he tenido la culpa, me alegro
de que el infierno esté tan alborotado» (129). «A ver si rompe usted el hilo que la tiene presa
y le roba usted esta alma a Patillas» (140). Todo irá bien «si no se interpone Patillas» (166).
«Ustedes estén tranquilas y repónganse para otra batalla que el malvado mico levante» (162).
Ese demonio siempre dispuesto «a meter la uña» en sus asuntos era, para Rafaela, una
realidad evidente, pero siempre derrotable con la gracia de Dios.
3) Camino de la cruz. Y ahora llegamos a la verdadera clave de arco de la santidad de
Santa Rafaela María del Sagrado Corazón, a la característica definitoria de su camino, a lo
que la hizo ser la santa que es. Y es que -evidentemente- toda santidad pasa por la cruz. No
hay resurrección sin viernes santo. Pero la Gracia de Dios hace que en muchos de sus elegidos
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esta pasada por el Calvario sea breve o no especialmente dolorosa. En Rafaela la cruz fue su
destino, su verdad.
Lo fue por su misma vocación de reparadora. Desde el mismo planteamiento de su virtud
supo siempre que acompañaría a Jesús en el camino del Calvario. Pero fueron, después, los
hechos de su vida los que configuraron ese camino: primero por las pruebas normales de todo
cristiano, después por una especie de derrumbamiento del dolor (de todas especies:
incomprensiones, mentiras, malentendidos, agresiones, persecuciones) sobre su vida y,
finalmente, con el más lacerante de todos los dolores, el que la encerró en el silencio durante
más de treinta años. La aceptación de ese dolor, «el modo» en que fue vivido, son sin duda las
grandes bases de su santidad. Para ella el sufrir no es algo que debe «soportarse». Es una
fuente de gozo, es la certeza de que a mayor dolor mayor servicio, es el entusiasmo de tener
algo «digno del Digno», algo que ofrecerle.
Aquí sería necesario hilvanar todas sus cartas. Sirvan unos pocos ejemplos para medir el
calibre de esta entrega a la cruz:
«Gracias mil a nuestro buen Jesús que tanto nos favorece y nunca quiere que suframos sin
darnos al mismo tiempo mucho mayor consuelo. ¡Qué dicha la de poder sufrir algo por
nuestro buen Jesús! Yo me confundo al ver la honra que el Señor nos hace en sufrir algo por
Él» (13). «Qué felicidad se experimenta en su servicio, ¿verdad? Esto no quiere decir que no
haya cruces; las hay, y muy punzantes; pero yo creo que éstas se vuelven dulces si Jesús las
toca con su preciosa sangre» (6). Tenemos que dar gracias a Dios «y ahora mucho más
porque nos hace gustar un poco de su delicioso cáliz» (14). A una religiosa la anima con el
ejemplo de los santos: «¡Cuánto os ama el Señor! Pues ya sabemos, por muchos ejemplos
antiguos y más modernos, que a su fieles siervos los prueba con muchos trabajos como el oro
en el crisol» (28). «Aunque nos puncen las espinas hasta el hueso, ¿qué importa? ¡Él antes las
bañó con su sangre! No retrocedamos por las dificultades; valor y confianza; Él nos lo dará si
somos fieles ,y confiamos en EI» (31). «Piensan algunas personas que al entrar en religión ya
están libres de tentaciones, de repugnancias, etc. Se equivocan; es al contrario; éstas crecen
mucho más; sólo que hay un antídoto para aligerarlas y sobreponerse a ellas, y éste es el
desprecio y el no apartar los ojos de su fin y, sobre todo, volverse locas de la cruz y del amor
de Dios» (33). «Alégrese con las tribulaciones, que son la salsa de la Iglesia» (206). «Usted
quiere cruces, pues abrácese a ellas, que todo lo que es sufrir es cruz, y Dios nuestro Señor
tiene hambre de este manjar» (206). «De esta tribulación va a sacar Dios muchísima gloria
para la Congregación, su perfecto arraigo» (246). Para una religiosa que está a punto de morir, da esta consigna: «Anímela a que lleve sus trabajos con alegría y que presente su palma
tensa, sin una arruga». Y ni siquiera falta el golpe de humor ante los dolores: «Hay muchas
penitas, pero como todo se toma a risa, no lo parecen».
Todo esto era relativamente fácil decirlo y escribirlo cuando se trataba de sufrir las penas
cotidianas de la vida o cuando se intentaba consolar o animar a otras. Pero el gran tema de la
cruz se vuelve intensamente dramático cuando le llega a la Madre Rafaela «su» gran hora, la
de sus tensiones con su hermana y las demás asistentes, las fechas de la confusión de su
espíritu que conducen a la dimisión, la aceptación de ser juzgada loca, de llegar a creerse que
ella es la culpable de la gran crisis que sacude su Congregación. Aquí las palabras
«sufrimiento», «cruz» ya no son literatura ni pietismo barato: es la sangre que brota de la
herida. «¿Sabe usted de quien ahora me pide el alma mía nutrirme? De Cristo crucificado.
Qué sé yo por qué será: quizá rarezas de vieja. Pida usted que se me aumente esta hambre,
que quizás venga después aquella otra, que tanto me gusta, de aquella locura tan cuerda, que
usted sabe desearía me concediera nuestro Señor» (466). «Mis clavos y mi cruz son muy
dulces, a pesar de no sostener dulce peso, sino cattivo (malo, torpe) peso que son mis pecados
y pasiones» (368). «Me reí sobre todo de los consuelos que me decía usted tendría ahora.
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¿Creía que antes tenía desconsuelos? Esto, lo primero, no quiero que pida para mí sino
mansedumbre, humildad, amor a la cruz y conformidad sólida y perfecta a la voluntad de
Dios, aunque ésta sea muera colgada de un palo» (370). ¡Tremenda frase esta última: Aunque
su destino sea morir colgada de un palo! Y, cuando meses después, destituida también su
hermana, le escribe aconsejándola, sin duda está diciendo lo que ella hizo anos antes, en
situación bien parecida: «Apriétese usted bien la corona de espinas sobre su corazón, implante
usted sobre él con garbo la cruz y que la llaga se abra hasta donde el Señor tenga determinado,
para que, al presentarse ante Él, pueda usted decirle: Ya veis que de justicia pido poseeros
para siempre, puesto que he querido copiaros como mejor he podido y sabido en vida» (569).
¡Difícil encontrar carta más hermosa!
Y de todas las cruces, la más importante: el silencio. El lector no puede menos de observar
el espectacular giro que esta correspondencia sufre primero tras su dimisión como general y
después tras la de su hermana. Los mismos gritos de dolor desaparecen. La Madre Rafaela,
que en su primera parte ha dirigido un 80 por 100 de su correspondencia a otras religiosas y
un escaso 20 por 100 a familiares o seglares, sabe que, ahora, todo lo que haga, incluso con
cartas edificantes, puede ayudar a la división en el interior de la Congregación y, por ello, sus
cartas a religiosas van progresivamente disminuyendo, desapareciendo; ella ya no es nadie,
poco tiene que aconsejar, menos aún quiere desahogarse, y se vuelve hacia el afecto a los
suyos, pero también aquí, con un vertiginoso silencio sobre su situación real en el interior de
la Congregación. Esta es, la cruz que ya ni sangra, las heridas que ya ni gritan, todo ocurre en
el interior de un corazón desgarrado, pero sereno y feliz.
Sólo queda esperar serena y felizmente a la muerte: «Desaparecen todos y pronto nos
tocará a nosotros. Nuestro Señor quiera encontrarnos con la lámpara bien encendida» (642).
«Usted no se aflija, que esto de la muerte es natural en la vida, y las religiosas debemos ver
venir lances con tranquilidad, porque de otro modo seríamos como seglares» (146). «Si es
voluntad del Señor, que en seguida le dé usted el abrazo eterno. ¡Qué alegría, querida mía,
quién pudiera cambiar de suertes! ¡Esté usted contenta, loquita! ¡Ver a Jesús de su alma, y ya
para siempre estar con Él! ¿No lo desea usted con todo su Corazón y se le hacen las horas
siglos de que no llega?» (147). ¡Cuánta mañana de resurrección hay en todas estas páginas!
4) Alegría de fondo y superficie. Todo esto no tendría verdadero valor si no tuviera el
constante contraluz de la alegría. Quien conociera sólo por lo externo los hechos reales de la
vida de Santa Rafaela, podría muy bien, y con justicia, imaginarse una mujer tensa, no
amargada, pero sí endurecida por el dolor. El dolor, ya se sabe, convierte en vinagre muchos
buenos vinos; sólo multiplica la calidad de los mejores.
Y éste es el caso de la Madre Sagrado Corazón, por cuyas cartas todas chorrea el buen
humor, la broma, el detalle picaruelo, la predicación constante de la alegría como virtud fundamental cristiana. «No deseo, queridas hermanas, más que estén contentas, que el Señor nos
ama mucho, pero desea que seamos muy perfectas y le sirvamos con mucha alegría» (15).
«Ellas no cabían en casa de gozo y en todas nosotras reinaba muy grande» (27). «Todas muy
bien y contentas y almorzando lechugas y comiéndolas a todas horas» (85). Al padre equis «le
hago reír hasta vérsele la última muela» (279). «No retroceda, servirle a Él es el mejor de los
goces y de la dicha» (36). «Todas están muy contentas. Ayer se rieron mucho en la mesa»
(43). O en esta hermosa carta a un nuevo sacerdote: «¿Dónde hay mayor alegría para quien ha
sido escogido de Dios, como ha sido usted y yo aunque indigna, que trabajar mucho, cuanto
más podamos, por un Señor que tan dulce es su servicio y que después tan bien nos ha de
pagar? Si esto lo oyera un profano diría que éstos son traspantojos de fanáticos, pero usted y
yo sabemos que esto es real y verdadero» (50).
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Pero tal vez lo asombroso es que esta alegría parece multiplicarse en las horas de la
humillación y la tormenta. Cuando hay problemas «no se sufre porque lo que se ama no pesa.
Y si hay sequedad, perecillas, tentacioncillas, que nunca faltan, con más alegría se pasa el día,
porque así se le testifica a Jesús que se le ama porque es muy digno de ser amado y se alegra
una de verse humillada, porque en nuestra vida nuestra gloria ha de ser vivir sin que nadie lo
note, despreciada y humillada sin que nos compadezcan, ni tampoco hacer motivo de que nos
traten así; al contrario, hacer para que todos los que nos rodean pasen la vida feliz: ésta es la
verdadera caridad»'(116). «No quiero verla apenada, pues hasta en las penas que de vez en
cuando le vienen ha de estar alegre, por venirle de la bondadosa mano del que la ama más que
a su vida, pues ya sabe que la perdió en su día para llevarla al cielo».
Y da ejemplo de ello. En los días más altos de la tormenta de su destitución escribe: «Yo,
con la sonrisa en los labios» (299).
¡Qué duras son, en cambio, sus cartas contra la tristeza! «Sea valiente y animosa y mire
todo por el lado sobrenatural. Sin ponerse taciturna ni rara. Cuando cualquier tontería quiera
distraerle, acuérdese de que tiene un Esposo tan celoso que le exige no sólo todo su ser, sino,
aún más, todo lo que de él se desprende; piense que ya no es suya, sino de Jesús. Pero cuidado
con hacerse beata y desear estas cosas con exceso, por Dios que no me sea empalagosa» (49).
O esta tremenda carta con su dramático final: «Esa tristeza es del demonio, y origen de esa
sequedad y oscuridad. Haga por estar muy conforme con la voluntad de Dios y le volverá la
calma y la alegría a su espíritu. En cuanto se ponga alegre, todo le gustará y mirará a las niñas
especialmente, no como seres impertinentes, que (atención al realismo de la frase)
naturalmente lo son, sino con el interés que se mira una cosa de mucho precio: pues cada alma
ha costado la sangre de todo un Dios» (192).
Y esa misma es la alegría que «impone» a su hermana en las horas en que ésta, sin
decidirse a profesar, todo lo veía negro. Con firmeza y sequedad, Rafaela diagnostica sin
rodeos: «Yo creo que el Señor no está contento por ver a usted siempre disgustada».
Realmente, ¿cómo podría compaginarse una tristeza permanente con un sentirse enamorada
de un Esposo como Cristo? Para Rafaela, amor era alegría.
5) Amor a los ser