Download Cc - Pixelkraft

Document related concepts
no text concepts found
Transcript
Fernando Castañeda Sabido
Laura Baca Olamendi
Alma Imelda Iglesias González
Coordinadores
Léxico de la
vida social
Universidad Nacional Autónoma de México
Editores e Impresores Profesionales, S.A. de C.V.
2016
Directorio
Universidad Nacional Autónoma de México
Enrique Luis Graue Wiechers
Rector
Leonardo Lomelí Vanegas
Secretario General
Leopoldo Silva Gutiérrez
Secretario Administrativo
Mónica González Contró
Abogada general
Javier Martínez Ramírez
Director General de Publicaciones y Fomento Editorial
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
Fernando Castañeda Sabido
Director
Claudia Bodek Stavenhagen
Secretaria General
José Luis Castañón Zurita
Secretario Administrativo
María Eugenia Campos Cázares
Jefa del Departamento de Publicaciones
4
Esta investigación, arbitrada por especialistas en la materia, se privilegia con el aval de la Facultad de Ciencias Políticas y
Sociales de la UNAM.
Léxico de la vida social
Primera edición: febrero de 2016
Coordinadores: Fernando Rafael Castañeda Sabido, Laura Baca Olamendi y Alma Imelda Iglesias González
Cuidado de la edición: Alma Imelda Iglesias González, Gabriela Monserrat Espejo Pinzón, Éber Josué Carreón Huitzil,
Luz Andrea Vázquez Castellanos, Uriel Armando Pérez Ramos, Alejandra Vela Martínez
Diseño de interiores y portada: Ernesto Morales Escartín y David Palacios Plasencia
Reservados todos los derechos conforme a la ley
D.R. © UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
Ciudad Universitaria, Delegación Coyoacán, C.P. 04510, México, D.F.
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
Circuito Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, Delegación Coyoacán, C.P. 04510, México, D.F.
D. R. © EDITORES E IMPRESORES PROFESIONALES, EDIMPRO, S.A. DE C. V.
Tiziano 144, Col. Alfonso XIII, Delegación Álvaro Obregón, C.P. 01460,
México, D. F.
ISBN UNAM: 978-607-02-7633-0
ISBN SITESA: 978-607-7744-79-5
Queda prohibida la reproducción total o parcial, directa o indirecta, del contenido de la presente obra, por cualquier medio,
sin la autorización expresa y por escrito del titular de los derechos patrimoniales, en términos de lo así previsto por la Ley
Federal del Derecho de Autor y, en su caso, de los tratados internacionales aplicables.
Impreso y hecho en México / Made and printed in Mexico
6
Índice
Presentación
Introducción
A
11
13
Actitud15
Fernando Castaños Zuno
Álvaro Caso
Acuerdo21
Administración de justicia
24
Administración pública
27
Fernando Castaños Zuno
Álvaro Caso
Angélica Cuéllar Vázquez
Roberto Oseguera Quiñones
Omar Guerrero Orozco
Cambio político
81
Capital social y cooperación
87
Laura Hernández Arteaga
René Millán
Ciudadanía
Lucía Álvarez Enríquez
Ciudadanía liberal
Ana Luisa Guerrero Guerrero
93
100
Civilización
Julio Horta
104
Clases sociales
112
Massimo Modonesi
María Vignau
Antisemitismo
Silvana Rabinovich
31
Clientelismo
Patricia Escandón Bolaños
116
Aprobación presidencial
35
Cohesión social
120
Asociaciones voluntarias
39
Competencia electoral
126
Autonomía
48
Comportamiento cívico
131
B
53
Comunicación y cultura 137
Bienestar
Mariano Rojas
57
Comunidad internacional
143
Bullying 61
Confianza
Pier Paolo Portinaro
149
C
Cambio climático
67
Cooperación internacional
154
Cambio global
72
Cooperación y tecnologías
de la información y la
comunicación
163
Ricardo Román Gómez Vilchis
Ricardo Tirado
Yolanda Angulo Parra
Autoridad pública Daniel Sandoval Cervantes
Nathalie Melina Portilla Hoffmann
Tizoc Fernando Sánchez Sánchez
Edit Antal
Gilberto Giménez Montiel
Germán Pérez Fernández del Castillo
Rosa María Mirón Lince
Rosa María Mirón Lince
Delia Crovi Druetta
José Luis Valdés Ugalde
Roberto Peña Guerrero
Gabriel Pérez Salazar
7
Cultura de masas Estado interventor
D
Deliberación171
F
Familia269
Democracia directa
176
Familia y diversidad
273
Democracia económica
180
Familias e intercambios
280
Democracia representativa 186
Democratización política 191
Regina Crespo
168
Fernando Castaños Zuno
Rodrigo Páez Montalbán
Alejandra Salas-Porras
Gerardo Cruz Reyes
José Luis Velasco Cruz
Derechos de los jóvenes
Alma Iglesias González
Derechos humanos
Ariadna Estévez López
Derechos políticos
Alma Iglesias González
197
203
208
G
Gabriel Campuzano Paniagua
264
Fátima Fernández Christlieb
Rosario Esteinou
Cecilia Rabell
María Eugenia D’Aubeterre
Género285
Marta Lamas
Gerencia social Miguel Ángel Márquez Zárate
291
Globalización
295
Gobernabilidad
301
Gobernanza
Carlos Chávez Becker
Edgar Esquivel Solís
305
Gobierno democrático
311
Hegemonía del Estado
317
Ruslan Vivaldi Posadas Velázquez
Alfonso Arroyo Rodríguez
Desigualdad
214
Discurso
218
E
226
H
Educación
Georgina Paulín Pérez
Gabriel Siade Paulín
231
Hermenéutica
321
Ejercicio del poder
239
Heteronomía
Silvana Rabinovich
332
Epistemología social
243
Historia cultural
336
Espacio académico
247
Humanidad
344
Espacio público 252
I Ideología 352
Iglesia 355
8
María Cristina Bayón
Fernando Castaños Zuno
Ecología política
Mina Lorena Navarro Trujillo
Fernando Ayala Blanco
Adriana Murguía Lores
Humberto Muñoz García
Ricardo Uvalle Berrones
Estado de bienestar
Rina Marissa Aguilera Hintelholher
258
Jorge Márquez Muñoz
Massimo Modonesi
Jesús Suaste
Rosa María Lince Campillo
Mauricio Sánchez Menchero
Georgina Paulín Pérez
Julio Horta
Gabriel Siade Paulín
Julio Muñoz Rubio
Hugo José Suárez
Instituciones políticas
y sociales
362
Instituciones públicas 365
J Justicia distributiva 372
Cristina Puga Espinosa
Lourdes Álvarez Icaza
Rina Marissa Aguilera Hintelholher
Paulette Dieterlen
Memoria376
M
Gilda Waldman Mitnick
N
Nacionalismo382
Negociación política
Fernando Vizcaíno Guerra
Luisa Béjar Algazi
Adriana Báez Carlos
387
Organismos internacionales
Carlos Eduardo Ballesteros Pérez
Organización
P
Cristina Puga Espinosa
403
408
Parlamentarismo414
Israel Arroyo
Pensamiento político
Víctor Alarcón Olguín
419
Políticas públicas
R
Racionalidad435
Ricardo Uvalle Berrones
424
Francisco Valdés Ugalde
Razón de Estado
440
Redes sociales
448
José Luis Orozco Alcántar
Matilde Luna Ledesma
456
Víctor Manuel Muñoz Patraca
Matilde Luna Ledesma
José Luis Velasco
460
Resistencia civil no violenta
465
S
Salud pública
472
Irene M. Parada
Luz Arenas-Monreal
Sistemas sociales
476
Sistemas sociales emergentes
488
Sociología del derecho
495
Nuevas tecnologías de la 391 información y la comunicación ( ntic )
Alejandro Méndez Rodríguez
Régimen autoritario 454
Germán Pérez Fernández del Castillo
Pablo Armando González Ulloa Aguirre
Representación política
Ocio398
O
Demetrio Valdez Alfaro
Reforma del Estado Pietro Ameglio Patella
José Antonio Amozurrutia
Silvia Molina y Vedia del Castillo
Antonio Azuela
Solidaridad
502
Subalternidad
510
T
513
Fernando Pliego Carrasco
Massimo Modonesi
Teoría de la burocracia
Gina Zabludovsky Kuper
Totalitarismo
518
U
Unión Europea
524
Vida cotidiana
527
Vida social
532
Voluntad 538
V
Pilar Calveiro Garrido
Beatriz Nadia Pérez Rodríguez
Teresa Pérez Rodríguez
Amelia Coria Farfán
Fernando Rafael Castañeda Sabido
Slaymen Bonilla Núñez
9
Presentación
Anthony Giddens escribió, en la introducción de sus Nuevas
reglas del método sociológico, que el “fracaso de las ciencias sociales, cuando son pensadas como una ciencia natural de la
sociedad, es manifiesta no sólo en la ausencia de un corpus
integrado de leyes abstractas […]; es evidente en las respuestas del público lego”. Para Giddens, las objeciones de
los legos a los descubrimientos de las ciencias naturales son
el resultado de que desafían su sentido común; la creencia en
que la tierra era plana hacía difícil aceptar que la tierra fuera
redonda; por el contrario, en las ciencias sociales el problema no es que desafíen su sentido común, sino que de alguna
manera éste les dice que es algo que ya saben. La diferencia
radica en que el mundo natural no está construido por ellos,
mientras que el mundo social es creado y recreado por cada
uno de los hombres y mujeres que lo conforman, para lo cual
el sentido común es un elemento fundamental.
Habría que decir que la obra misma de Giddens no es
fácil de entender para los legos y, en ocasiones, ni siquiera
para los expertos. Sin embargo, tiene razón cuando señala
que el mundo social es una construcción de las habilidades
prácticas de cada uno y de todos los seres humanos que formamos el mundo de la vida social.
El secreto y el gran reto para las ciencias sociales es precisamente la complejidad que surge de un mundo, cuerpo
extremadamente complejo de instituciones, sistemas y espacios, que enfrentamos como si fuera una realidad externa
que, como decía Durkheim, se nos impone (particularmente
en una sociedad tan vasta e intrincada como la sociedad moderna), aunque al mismo tiempo, su existencia sea el resultado
de la interpretación y recreación que hacen todos y cada uno
de sus miembros.
Parece una gran paradoja —y lo es— que la vida social
como un todo no pueda existir sin la actividad consciente y
deliberada de sus miembros y que, al mismo tiempo, sus crisis políticas y económicas, la desigualdad, el desempleo, las
diversas formas de exclusión social, la corrupción y la violencia en todas sus manifestaciones se nos presenten como
calamidades que nos exceden.
Las promesas que la Modernidad ha hecho para la redención de los retos y desafíos de nuestra sociedad actual parecen
constantemente superadas, rebasadas y, quizás, es así. La vida
social es un ente en movimiento, en constante proceso de invención y reinvención. El conocimiento que se produce en su
interior es parte constitutiva de esa recreación permanente.
Estamos convencidos de que las ciencias sociales son,
sin duda, la invención y el reto más importante que la Modernidad se ha propuesto. Que ésta trate de explicarse a sí
misma a través del pensamiento que se genera en su interior,
y que ese conocimiento sea un instrumento para dar sentido
a muchas de sus deficiencias y tensiones, es un desafío lleno
de paradojas y complicaciones, pero vale la pena emprenderlo. No seríamos mujeres y hombres de nuestro tiempo, en el
pleno sentido de la palabra, si no sintiéramos la pulsión de
enfrentar esos retos.
El Léxico de la vida social que les presentamos es el trabajo
colectivo de académicos y especialistas de las ciencias sociales
que viven y sienten el reto de pensar su mundo, de interpretar
su entorno, de reflexionar en su tiempo.
Como hemos señalado, la vida social es una entidad en
perpetuo movimiento y, por lo tanto, en permanente invención y reinvención, y los conceptos que sirven para entenderla
están, a su vez, en constante proceso de reelaboración e interpretación.
Un léxico como éste pretende dar a conocer a estudiantes,
profesores y gente interesada en las ciencias sociales algunos
conceptos centrales que sirven para interpretar la vida social
tal como la vivimos hoy.
Los términos son explicados por académicos que trabajan
en la investigación y, por lo tanto, llevan en su esclarecimiento
la experiencia y la interpretación que han hecho de ellos en
su propia práctica académica.
La relevancia de este libro radica precisamente en la reinterpretación que hacen ellos de estas nociones a la luz de su
experiencia actual, desde el horizonte donde observan la vida
social al tratar de dar cuenta de ella.
El Léxico contiene 96 vocablos y cuenta con la participación de 94 académicos provenientes de prestigiosas
instituciones mexicanas especializadas en la investigación y
difusión del conocimiento.
Quiero agradecer el trabajo de todos los académicos que
participaron. El esfuerzo de involucrar a tantos investigadores
se lo debemos a Laura Baca. El esfuerzo de ponerlo a punto
fue el resultado del trabajo monumental de Alma Iglesias y
de su equipo: Gabriela Espejo Pinzón, Luz Andrea Vázquez
Castellanos y Éber Carreón Huitzil.
Al ver la obra concluida, volteamos atrás y observamos
todas las etapas de su evolución con cierto sentimiento de
sorpresa y admiración y, como en el mito de Sísifo, listos para
volver a escalar la montaña.
Ahora sólo queda el juicio crítico de los lectores.
Fernando Rafael Castañeda Sabido
11
Introducción
Éste es un libro hecho para los que desean estudiar y comprender
la vida social. Entenderla y, más aún, incidir en ella, requiere no
sólo reunir toda la información asequible al respecto, sino relacionarla, compararla, hacer inferencias: convertirla en conocimiento.
Implica, también, admitir la dificultad que representa responder
con coherencia cuando alguien nos pregunta: “dime, con toda sinceridad, ¿a qué te refieres?”. “La verdad es simplemente —decía
Chesterton— que la lengua no es un instrumento fiable como
un teodolito o una cámara”. El Léxico de la vida social atiende a la
importancia de la conceptualización y la creación de categorías en
la construcción del conocimiento, y a la capacidad de éstas para
ayudarnos a imbricar la información y la razón para, como decía
Wright Mills, “conseguir recapitulaciones lúcidas de lo que ocurre en el mundo” y, quizá, de lo que sucede en nosotros. Retoma,
así, la provocación de este autor cuando asegura que “el nuestro
es un tiempo de malestar e indiferencia, pero aún no formulado
de maneras que permitan el trabajo de la razón y el juego de la
sensibilidad […]; en vez de problemas explícitos, muchas veces
hay sólo el desalentado sentimiento de que nada marcha bien”.
Este libro apela a la sensibilidad con la que nos enfrentamos al
lenguaje en el difícil ejercicio de desarrollar lo que este teórico
llamó la imaginación sociológica, y de dar realidad a su promesa.
Sabemos que esta tarea es social, puesto que nos urge a identificar lo que hay de común en nuestras propias experiencias con
las de todos los individuos con los que compartimos circunstancias y a reconocer que, al tratar esta íntima relación, los problemas
que podamos indagar trascienden la inquietud personal y se
convierten en un asunto público. Así, nuestras definiciones vienen de un debate y provienen de una historia concreta. En otras
palabras, sabemos que esta empresa no se resuelve en soledad ni
de una vez por todas, lo que el filósofo Bajtín llevó a sus últimas
consecuencias cuando dijo que “todo hablante es de por sí un contestatario, en mayor o menor medida: él no es un primer hablante,
quien haya interrumpido por vez primera el eterno silencio del
universo”. Por eso pensamos que es necesario ofrecer a los lectores interesados una obra de consulta en la cual puedan revisar
un panorama introductorio a los términos que han servido para
describir uno o varios aspectos de la vida social. Puesto que los
términos con los que diseccionamos un objeto de estudio fueron
creados en innumerables discusiones, el Léxico de la vida social es,
en cierto sentido, un ponerse al día en una compleja conversación.
En él se aborda ampliamente el qué es de los nombres o conceptos
cuya sola mención invoca una tradición completa de reflexiones
y preguntas, y que funcionan como pivotes de las discusiones
que constituyen disciplinas como la Ciencia Política, las Relaciones Internacionales, la Filosofía, la Administración Pública y
la Sociología, todas ellas intrínsecamente ligadas a la vida social.
Nuestro lector podrá comprobar que, como opinan muchos
de los autores que escriben en este libro, los conceptos contenidos
en el Léxico (y en otras tantas obras) no se agotan, ya que responden y se amoldan a una realidad que cambia. No son inamovibles
ni cerrados. En muchas ocasiones, su definición es apenas una
hipótesis. De la misma manera, la vida social es inagotable y el
corpus de este libro no pretende ser de carácter exhaustivo, sino
una muestra de los temas que se investigan, ahora, principalmente en la academia mexicana. Es una selección de textos con
los que se sientan las bases para diálogos futuros más complejos.
En cada uno de ellos, se hace el ejercicio de delimitar una noción, de observar cómo se ha modificado y de reseñar los debates
actuales en torno a ésta. Estas tres tareas complementarias —definir, preguntarse y no reificar—, tan importantes para conocer,
tienen cada una su lugar en los apartados: Definición, Historia,
teoría y crítica y Líneas de investigación y debate contemporáneo.
Aunque cada artículo puede leerse por separado, muchas entradas de este libro, cuyos textos se presentan conforme al orden
alfabético, se relacionan entre sí, pues se critican, se complementan, se refutan. El lector deberá estar atento a estos vínculos en
los que, por ejemplo, la “Heteronomía” apela a la “Autonomía”
o en que, en cierto sentido, la “Salud pública” es una parte de la
“Administración pública”, la cual, a su vez, es motivo de reflexión
en la “Teoría de la sociedad burocrática”. O a las levísimas divergencias que hay entre el “Estado de bienestar” y el “Estado
interventor”, ambos muy apegados al dilema de la filosofía que
se expone en “Justicia distributiva”. A veces ocurre que se puede
reconstruir una clara adscripción a una escuela de pensamiento,
entre, por ejemplo, las voces “Ideología”, “Hegemonía del Estado” y “Subalternidad”. Otras tantas, dos o más textos tienen
preocupaciones en común, como sucede con “Discurso” y “Hermenéutica”. En fin, aunque el corpus es heterogéneo, es posible
reconstruir afinidades. El carácter variado y distinto de las voces,
por su parte, nos ayuda a vislumbrar la diversidad de formas de
aproximarse a un objeto, de posturas ante el mismo y de prácticas de investigación.
Los vínculos de los que hemos hablado, además, no sólo
tienden hacia el propio contenido del libro, sino, como su título
—un tanto ambicioso— lo explica, a la vida humana, entendida como un hecho que necesariamente se constituye a partir de
relaciones sociales. La conceptualización es un arma cargada de
futuro; como la imaginación sociológica, “parece prometer de la
manera más dramática la comprensión de nuestras propias realidades íntimas en relación con las más amplias realidades sociales”.
En este sentido, el esclarecimiento de los conceptos no es sólo
discursivo, sino también es una reflexión sobre hechos concretos,
que nos permite actuar e intervenir en el mundo con una mayor
conciencia de lo que es y lo que esperamos que sea, de lo que hacemos y decimos. Bajo la idea de que aún tiene vigencia aseverar,
como lo hacía Mills, que “la primera tarea política e intelectual
del científico social consiste hoy en poner en claro los elementos
del malestar y la indiferencia contemporáneos”, hoy, en México,
cuando pareciera haber una profunda divergencia entre lo que
se dice del país y lo que realmente sucede, urge agudizar nuestra sensibilidad lingüística y teórica, y alertar los sentidos para
explorar los discursos con los cuales se describe nuestra realidad
social, indagar de dónde vienen, qué prácticas sociales generan.
El ejercicio de definir es más que necesario, como también lo es
revisar nuestras categorías y sus alcances, sus interpretaciones
implícitas, sus suposiciones.
Comité editorial, 2016
13
Aa
ACTITUD
Fernando Castaños Zuno
Álvaro Caso
Definición
En la comunicación cotidiana, la palabra actitud se emplea
muchas veces para hacer referencia a una disposición de ánimo que se manifiesta en una manera de estar, un modo de
actuar o una forma de hablar. En consonancia con esta acepción, se utilizan como sinónimos parciales de ella voces que
aluden a tales modalidades, como postura, talante, aire o tono.
En ensayos de cierta índole, también se usan como equivalentes restringidos palabras que remiten más directamente a la
proclividad anímica, como orientación o inclinación.1 En otra
acepción común, actitud denota una reacción constante a un
tipo de objetos o una respuesta generalizada ante una clase de
hechos. Los sinónimos que podríamos encontrar cuando se
adopta este sentido son construcciones con verbos que indican la intención de acercarse o alejarse, como buscar o evitar.
No hay sustantivos que designen tipos específicos de actitudes; pero éstas tienden a agruparse, por medio de frases
hechas, en función de sus grados de definición. Se habla,
por ejemplo, de actitudes claras o inciertas. También, con
el mismo tipo de recursos, se suelen esbozar clasificaciones
que toman en cuenta la consideración que tienen unos sujetos por otros, o las relaciones que entablan entre sí. Se dice,
en ese tenor, que una persona tiene una actitud cooperativa
o dominante. De lo anterior podría desprenderse que, generalmente, una actitud entraña una valoración del objeto que
la suscita. No es extraño que esto se haga explícito cuando se
dice que el objeto despierta actitudes favorables o adversas;
también es frecuente que se califique al sujeto o a la actitud
misma, que se diga que alguien es positivo o negativo, o que
tiene actitudes buenas o malas.
En el mundo académico se jerarquizan y complementan
los rasgos de las acepciones cotidianas, de manera que se enfocan mejor fenómenos determinados, como veremos más
adelante. Pensamos que puede ser útil agrupar estos enfoques
en dos grandes conjuntos, de acuerdo con los intereses y las
perspectivas de las disciplinas que se han ocupado de la materia: en el primer conjunto, incluiríamos los tratamientos de
la psicología social, la sociología política, la demoscopia y la
psicología laboral; en el segundo, los de la lógica, la filosofía
del lenguaje, la lingüística y los estudios del discurso.
En el campo de la psicología social, el término actitud
tiene una carga teórica importante y se considera como un
factor principal y definitorio de un conjunto de opiniones.
1 En más de una ocasión, Octavio Paz utilizó estos equivalentes
parciales de la palabra actitud para hablar de rasgos de la personalidad de otros poetas. Ver, por ejemplo, su ensayo biográfico
sobre Xavier Villaurrutia (1978).
A la vez, la actitud está determinada, en buena medida, por
un valor. Estas ideas se representan frecuentemente por medio de una pirámide invertida. En la parte inferior, que es la
más pequeña, se encuentra un valor; en la parte media, un
conjunto de actitudes y en la parte superior, que es la más
extensa, un número grande de opiniones. En este esquema
se puede apreciar cómo de un valor se desprende una serie
más grande de actitudes y cómo, análogamente, una actitud
genera un número vasto de opiniones.
En la sociología política y la demoscopia, actitud es un
término central y tiene un significado derivado del que recibe
en la psicología social, lo que se reconoce explícitamente en
los informes de investigaciones básicas, cuyas metodologías
o cuyos resultados sustentan los marcos de referencia de otras
investigaciones. Más aún, la teoría de que las opiniones son
variables dependientes de las actitudes y éstas, a su vez, dependientes de los valores, ha orientado, al menos en parte, la
interpretación de los datos en algunos de los trabajos académicos más importantes de estas disciplinas.
Sin embargo, en esos campos, la necesidad de contar
con definiciones operacionales que guíen el análisis de información cuantitativa y cualitativa, obtenida tanto a través
de encuestas, como por medio de entrevistas abiertas o de
discusiones en grupos de enfoque, ha llevado a introducir o
dar preponderancia a ciertos rasgos observables que puedan
diferenciar las actitudes, por un lado, de los valores, y por el
otro, de las opiniones.
El principal rasgo ha sido el de la duración: se considera
que un valor tiene mayor permanencia que una actitud, y que
ésta es menos cambiante que las opiniones. Se piensa, por
ejemplo, que un grupo social continuará teniendo una actitud favorable al tipo de políticas que promueva un partido
en un periodo, aunque adopte una opinión negativa acerca
de la implantación de una de esas políticas. Análogamente,
el grupo continuaría identificándose con los valores que suscriba el partido, aunque dejara de tener una actitud favorable
a ese tipo de políticas.
Ligado al rasgo de duración, está el de variabilidad contextual, que es también de carácter escalar, por lo que en
relación con él se pueden establecer diferencias de grado
entre las opiniones, las actitudes y los valores. Qué tan favorables son las opiniones acerca de un político puede depender
tanto de los temas que se están tratando en el momento en
que se expresan, como de con quién o quiénes se compare a
este político. En cambio, las actitudes acerca de un partido
se conservan para espectros temáticos y rangos comparativos
más amplios. Los valores ligados a una orientación política
tienen alcances aún mayores.
Cabría, quizá, resumir estas concepciones diciendo que
las actitudes tienen profundidad, duración y alcance medios
en un marco de valoración estratificado o jerarquizado. Además de tratar las actitudes de esta manera, en la psicología
laboral se considera útil distinguir entre dos actitudes de
dedicación: una productiva, que conduce a una distribución
eficaz de los esfuerzos, y otra estéril, que lleva al agotamien-
Actitud
15
a
to y no produce resultados. Reflexiones más elaboradas en
este campo conducen a definir lo que llamaríamos actitudes
de segundo orden, es decir, actitudes acerca de las actitudes.
Sería positiva la actitud de quien está preparado para cambiar
y aprender si su manera de acercarse al trabajo no es productiva; en otras palabras, la de quien asume las dificultades
como retos por superar.
En las disciplinas en que se ha desarrollado el segundo
conjunto de enfoques académicos, se parte de una distinción
entre dos tipos de información o de contenidos que son comunicados por medio de las estructuras de las palabras: la
proposición y la actitud del hablante.
En primer lugar, cuando un enunciado expresa una proposición, nos dice cómo es o qué ocurre con algo. En términos
técnicos, formular una proposición es asociar un predicado
con un argumento o una serie de argumentos. Un argumento
representa una entidad, concreta o abstracta, y normalmente
es un nombre propio, un pronombre o una frase nominal. Un
predicado representa una cualidad, una acción o una relación; comúnmente involucra un verbo y puede comprender
adjetivos y preposiciones. Entonces, una proposición es una
construcción que se puede afirmar o negar, y que se puede
juzgar como cierta o falsa. Estrictamente, una proposición
sería verdadera si el hecho al que corresponde es como dice
que es, y falsa si es de otra manera. En un discurso hacemos
referencia a las proposiciones expresadas anteriormente o en
otros discursos, por medio del verbo decir acompañado de la
conjunción que. Así, por ejemplo, (1) refiere una proposición
expresada por Alberto acerca de Juan y (2) una formulada
por Josefina acerca del libro y la mesa:
(1)
(2)
Alberto dijo que Juan había venido;
Josefina dijo que el libro estaba sobre la mesa.
En segundo lugar, un enunciado expresa una posición de
aquél que habla respecto de la proposición. En (3), por ejemplo, el enunciador hace patente que considera la proposición
de Alberto como verdadera, mientras que en (4) el hablante
muestra reservas sobre la proposición de Josefina:
(3)
(4)
Estoy seguro de que Juan había venido;
No sé bien si el libro estaba sobre la mesa.
El segundo contenido del enunciado, es decir, la actitud
del o de la hablante, atañe a la relación entre éste y la proposición (y lo hemos ejemplificado con la seguridad de (3)
y con la duda de (4)).
En la lógica y la filosofía del lenguaje, cuyas reflexiones
han dado gran fuerza a la distinción entre los dos tipos de
contenidos, se subraya que dos oraciones distintas pueden
expresar la misma proposición y que con la misma oración
se puede expresar proposiciones distintas. El par (5) y (6)
ejemplifica lo primero:
(5)
(6)
a
16
El Rey Sol gobernó Francia desde 1643 hasta 1715;
Luis XIV gobernó Francia entre 1643 y 1715.
Actitud
Si imaginamos que (7) se hubiera pronunciado, tanto
en 1700, como en 1785, tendremos un buen ejemplo de lo
segundo:
(7)
El rey de Francia tiene un carácter débil.
En las dos fechas la oración hubiera expresado proposiciones distintas, una falsa y otra verdadera, porque en 1700 “el
rey de Francia” se referiría a Luis XIV y en 1785, a Luis XVI.
En la lógica y en la filosofía del lenguaje se observa también que una proposición se puede expresar en diferentes
idiomas,2 como ocurre con (8) y (9):
(8)
(9)
La nieve es blanca;
Snow is white.
A partir de ello, se subraya que una proposición es una
entidad abstracta y que es verdadera (o falsa) independientemente de quién la exprese; en suma, que tiene un carácter
objetivo. La actitud, en cambio, es subjetiva; incluso algunos
filósofos importantes la consideran como un estado mental
del hablante que depende no sólo de quién pronuncia o escribe el enunciado, sino de cuándo y en qué circunstancias
lo hace: así como una persona puede estar convencida de la
verdad de una proposición y otra puede dudar de ella, alguien
más puede aceptarla con distintos grados de confianza en diferentes momentos.3 En (10) y (11) se manifiestan distintas
actitudes acerca de la misma proposición:
(10) Te digo que allí está;
(11) Me parece que allí está.
En la lingüística y los estudios del discurso, se concibe
la actitud de manera similar a como se hace en la lógica y la
filosofía del lenguaje, y en buena medida por influencia de
estas disciplinas, aunque más indirecta que directa. En esos
campos, la actitud no es materia de discusión explícita, ni
objeto de definición formal, pero las actitudes se examinan
implícitamente al considerar el conjunto de recursos que las
manifiestan, el cual se denomina modalidad.
En la mayoría de los enunciados, la modalidad depende
primordialmente del modo sintáctico. En español, por ejemplo, con el modo indicativo tienden a expresarse aseveraciones
que implican actitudes de compromiso con la verdad de la
2 Se señala también que la traducción perfecta no existe. Por ejemplo, John Lyons (1979) ha afirmado que se puede traducir todo lo
que dice una oración o sólo lo que dice ella, pero no todo y sólo
lo que dice: siempre se agrega o se suprime algo. Pero esto no
demerita el punto principal aquí señalado, sino que lo subraya:
en lo que expresan las dos formas distintas hay algo común.
3 Por su importancia potencial para entender las dinámicas del
pensamiento, se ha buscado indagar de diversas maneras la
variabilidad de las actitudes acerca de una proposición, e inclusive aprehenderla por medio de formalizaciones simbólicas;
ver, por ejemplo, Richard, 1990.
proposición; con el modo subjuntivo tienden a expresarse
conjeturas o deseos y a describirse condiciones esperadas o
hipotéticas, en otras palabras, planteamientos que implican
actitudes no acerca de lo que es, sino de lo que puede ser.
Entre los recursos modales se encuentran adverbios, como
francamente o quizá, y frases adverbiales, como en verdad o tal
vez. Muchas veces la modalidad depende también de manera
importante del significado léxico de verbos que se denominan modales, entre los que se encuentran los siguientes: creer,
pensar, saber, dudar. Por supuesto, habría que agregar decir al
conjunto, así como otros verbos de comunicación. A partir de
análisis gramaticales sobre las posiciones en las que pueden
aparecer y las conjugaciones que pueden tener, se incluye entre los verbos modales otros como poder, deber, querer, tener.
Las combinaciones entre los modos sintácticos y los
significados léxicos de los verbos modales pueden dar lugar
a diferencias de modalidad sutiles, que implican, a su vez,
distinciones finas entre actitudes. Por ejemplo, tanto con el
modo indicativo como con el subjuntivo se pueden exponer,
con los verbos mencionados, valores de probabilidad o grados
de convicción, como en (12) y (13):
(12) Yo sé que Rosa puede venir;
(13) Que yo sepa, Rosa puede venir.
Con el modo imperativo, se pueden conformar modalidades desiderativas, además de las propiamente imperativas,
como en (14) y (15):
(14)
(15)
¡Ven pronto! Eso es lo que quiero;
¡Vengan inmediatamente! Tiene que ser.
Si comúnmente las diversas actitudes que expresan los hablantes son claras para los usuarios de la lengua, cabe advertir
que no hay entre los expertos un acuerdo sobre la taxonomía
de las actitudes.4 Los problemas y las polémicas que hay al
respecto se indicarán en la siguiente sección. Por ahora basta
decir que no todos los autores proponen el mismo número
de categorías de clasificación, ni las mismas subdivisiones
para cada una de ellas.
Historia, teoría y crítica
Como se expuso en el apartado anterior, el primer enfoque
académico —el que plantea el esquema de opiniones, actitudes y valores como predisposiciones estratificadas— se
sustenta principalmente en la idea de que la actitud, como
respuesta o tipo de respuestas, es relativamente constante
(véase p.11). Esta noción fue esbozada en la psicología social,
la sociología y la demoscopia a finales de los años veinte y
principios de los treinta del siglo xx en diversos textos; sin
embargo, los investigadores toman como punto de partida
4 De hecho, no hay tampoco una taxonomía definitiva de las
modalidades.
el de Gordon Allport, en el que se enfatiza que las actitudes
dirigen el comportamiento (1935). Tal idea se desglosa y
complementa en las décadas de los años sesenta y setenta por
medio de modelos estadísticos, de los cuales el más influyente
en su momento fue el que propusieron Martin Fishbein e
Icek Ajzen (1975), para quienes expresar una opinión era una
forma de comportarse. De acuerdo con sus planteamientos,
qué tan favorable o desfavorable es una actitud ante un objeto es algo que puede medirse en una escala elaborada en
función de dos variables también cuantificables: la creencia
de que el objeto posee un rasgo determinado y la valoración
que se tiene de ese rasgo.
El modelo de Fishbein y Ajzen delinea un espacio de
las actitudes con dos dimensiones, una cognoscitiva y otra
apreciativa, ambas importantes desde un punto de vista científico; distinguirlas brinda bases para realizar observaciones
más claras y reflexiones más rigurosas que las que se tenían
antes. Sin embargo, en las últimas décadas han tenido mayor difusión modelos que no reconocen esta distinción, pero
que se consideran útiles para tratar temas de gran interés
para la sociología política aplicada, por lo que han recibido
gran atención.
Es notorio que actualmente el principal modelo en el
campo de la investigación sea el de la pirámide invertida,
descrito en la sección anterior, cuyo primer exponente, Daniel Yankelovich (1991), buscaba explicar el cambio como
un producto de comunicaciones recibidas y de procesos “internos”, propios del sujeto individual. Él consideraba que los
procesos internos estaban impulsados por una necesidad de
resolver lo que Leon Festinger (1957) llamara “disonancias
cognoscitivas”, es decir, estaban motivados por la necesidad
de modificar las ideas para que formaran sistemas armónicos
o coherentes. Sin embargo, al postular que en la base de las
actitudes están los valores, Yankelovich asimiló la dimensión
de las ideas y la cognición al campo de lo apreciativo, lo que
consideramos equivocado.
Lo que logró Yankelovich fue sintetizar planteamientos
diversos de autores distintos, de tal manera que se pudieran
comunicar y recordar con relativa facilidad, por lo que su
modelo piramidal resultó de utilidad considerable.5 Es importante, sin embargo, consignar aquí que su propósito era
poder enfocar una materia que parecía dispersa y que, al estipular su esquema, el autor advertía que no debería atribuirse
un carácter rígido a las relaciones entre los tres estratos de
la pirámide. Él tenía claro que un cambio de valores generalmente conlleva cambios de actitudes; pero sabía que, en
ocasiones, algunas actitudes cambian sin que lo hagan otras
afines al estado anterior. Entendía también que, inclusive,
5 Por ejemplo, cuando se prepara un cuestionario, el modelo obliga a seleccionar o diseñar más de una pregunta de opinión para
medir una misma actitud, lo que generalmente proporciona a
los resultados una confiabilidad mayor que cuando se utiliza
una sola pregunta como indicador de una variable.
Actitud
17
a
las modificaciones de las actitudes podrían conducir a una
transformación de los valores.
Desafortunadamente, sobre la posición prudente y, en
parte, crítica de Yankelovich, se ha impuesto la fuerza icónica de su modelo, en la que se apoya el punto de vista que
confiere a la duración media el carácter de rasgo definitorio
de las actitudes. La precaución aconsejaría dejar la temporalidad de una actitud (posiblemente variable) como un dato
empírico por explicar.
La investigación contemporánea se apoya generalmente
en variantes del modelo de Yankelovich, que muchas veces
se combina con ideas de Allport o de Fishbein y Ajzen. La
herencia conjugada de estos autores se explicita muchas veces,
no sólo en introducciones de informes de encuestas sobre temas diversos, sino también en los títulos de las publicaciones
que se derivan de ellas.6 Ahí se revela la persistencia de las
inconsistencias teóricas aludidas arriba; por ejemplo, cuando se incluyen los valores en una jerarquía cognoscitiva o las
ideas en una valorativa.
No cabría concluir, sin embargo, que la influencia de dichas herencias sea dominante, en un sentido estricto. Muchas
veces proporciona una orientación inicial, o queda como un
sustrato implícito que facilita la comunicación entre expertos; pero la manera en que se obtienen los datos de cada
estudio no sólo depende de ella sino también, y con cierta
frecuencia en mayor medida, de procedimientos de control
metodológico,7 como la prueba de preguntas de cuestionario
en levantamientos piloto y en sesiones de grupos de enfoque.
Estos procedimientos permiten mejorar, por ensayo y error,
los instrumentos de medición imperfectos debido a las limitaciones de la teoría.8 Así como esto ocurre con la obtención
de los datos, la interpretación de los mismos está guiada por
la experiencia de los investigadores en la producción de los
instrumentos.
En el segundo grupo de disciplinas —es decir, el de la
lógica, la filosofía del lenguaje, la lingüística y los estudios
del discurso—, algunas de las nociones que definen el análisis sobre la actitud tienen orígenes ancestrales y han cobrado
forma a lo largo de los siglos mediante análisis heterogéneos
—sobre todo gramaticales, retóricos y epistemológicos—
acerca del concepto de modo.
6 Ver, por ejemplo, Vaske y Donnelly, 1999.
7 Al respecto, ver, por ejemplo, las investigaciones de la llamada
Encuesta mundial de valores (World Values Survey), nombre de
una red de investigadores sociales que, desde 1981, ha realizado
cinco rondas u “olas” de encuestas a muestras representativas
de sociedades que comprenden el 90% de la población mundial (http://www.worldvaluessurvey.org/). Entre 2010 y 2012
se condujo la sexta ola de la serie. Considérese también la investigación que dio origen al libro Los mexicanos de los noventa
(iis, 1996).
8 Al respecto, ver, por ejemplo, cómo procede el Pew Research
Center for the People and the Press (http://www.people-press.
org/).
a
18
Actitud
La discusión que propiamente da forma al enfoque recibe
su primer impulso de Bertrand Russell, en sus indagaciones
sobre el significado (1905) y sobre el conocimiento (1984
[1913]). El filósofo británico buscaba construir una teoría
que permitiera analizar cualquier afirmación a partir de las
conjunciones o negaciones de lo que llamó “proposiciones
atómicas”: oraciones simples que fueran constatables en la
realidad empírica por medio de la observación. Esta teoría
permitiría establecer, por ejemplo, si la afirmación (16) es
verdadera o no, una vez que se constate si las proposiciones
(17) y (18) son ciertas o falsas:
(16) Los dos libros de química están sobre la mesa;
(17) El primer libro de química está sobre la mesa;
(18) El segundo libro de química está sobre la mesa.
Pero Russell, que era crítico y autocrítico, muchas veces
encontraba problemas que ponían en cuestión sus propios
planteamientos. Se dio cuenta de que podemos explicar la
verdad o la falsedad de una construcción como (19) cual si
fuera el producto de la verdad o la falsedad de unidades más
simples, como (20) y (21):
(19) El
(20) El
(21) El
gato y el perro son jóvenes;
gato es joven;
perro es joven.
No obstante, también advirtió que no podemos descomponer (22) de la misma manera:
(22) Creo
que el gato es joven.
La proposición (22) puede ser cierta aunque (20) sea
falsa; entonces, dar cuenta del significado de afirmaciones
con verbos como creer en función de proposiciones atómicas
verdaderas no resulta tan fácil como explicar el significado
de afirmaciones con verbos como ser. En consecuencia, el
significado de verbos como creer es de naturaleza diferente
al significado de verbos como ser. En la terminología que se
ha derivado de estas consideraciones, con los primeros verbos se refieren estados mentales y con los segundos, hechos
objetivos.
Lo interesante y lo importante es observar que, de algún
modo, el significado de (22) sí depende de los significados
de creer y de ser; en otras palabras, sí hay algo que vincula el
estado mental y el hecho objetivo. Para tratar de esclarecer
ese vínculo, Russell propuso la noción de “actitud proposicional”: una relación entre el sujeto que habla y lo que dice
acerca del mundo. La afirmación, como la negación o la duda,
constituye una actitud acerca de lo que dice; un compromiso
con la proposición que se expresa. El problema para el atomismo era, entonces, dar cuenta de la combinación de las
palabras que significan actitudes y las palabras que significan proposiciones.
Este tipo de esclarecimiento inicial del problema de la
relación entre el significado y la verdad ha sido de gran tras-
cendencia para la filosofía. Aunque no hay consenso sobre su
solución, discutirlo ha impulsado, tanto a seguidores como a
críticos de Russell, a indagar asuntos clave para comprender
el uso del lenguaje en la actividad mental y en la interacción
social. Un punto importante en las discusiones que han surgido es que se ha validado la concepción de proposición que
expusimos en la primera sección (véase p.12), que consiste
en la asociación de un predicado con uno o más argumentos. Ésta fue adoptada, aunque sin claridad suficiente, por
Russell a partir de tratamientos seculares y de aportaciones
de Gottlob Frege en el campo de la filosofía de las matemáticas (1950 [1893 y 1903]), y fue precisada posteriormente
por John Searle a partir de señalamientos críticos de Peter
Strawson y John Austin.
Strawson hizo ver que las teorías del significado y la
verdad que Russell procuraba construir requerían que se
distinguiera más claramente entre la oración y lo que se
dice con la oración (1950), porque lo que se dice puede variar
conforme al contexto en el que se usa la oración, como ya se
señaló en la primera sección. Austin (1962), por su parte,
mostró que no siempre que se emplea una oración se hace
una afirmación acerca de un hecho constatable, sino que se
puede hacer también una pregunta sobre el hecho o una exclamación, las cuales lo suponen pero no lo aseveran. Incluso
la oración puede constituir el hecho, como cuando se le da un
nombre a una persona. En otras palabras, cuando hablamos
normalmente llevamos a cabo distintos tipos de actos, y una
teoría del significado como la de Russell, si fuera correcta,
sólo explicaría un tipo: el de las afirmaciones. Determinar
qué tipo de acto se realiza depende, entre otras condiciones,
de la intención que tiene el hablante cuando pronuncia la
oración o —deberíamos acotar nosotros— de la intención
que es válido atribuirle al hablante.
Searle (1969) reúne las aportaciones de Strawson y Austin y, en consecuencia, distingue entre la oración, el acto y la
proposición. Una oración contiene elementos que expresan
intenciones y que le dan la fuerza de acto, además de elementos que expresan argumentos y predicados y que le dan
carácter de formulación proposicional. Entonces, podemos
ver las intenciones de Austin y Searle como una extensión
de las actitudes de Russell. Junto con la teoría patrimonial
del modo, éste es uno de los sustratos de la concepción lingüística contemporánea de modalidad, que tiene su impulso
inicial en los años setenta y ochenta del siglo xx, como se
puede ver en la obra del semántico John Lyons (1977; 1981).
Vistos así los asuntos en cuestión, habría que mantener claras las distinciones, primero, entre actitud y modalidad y,
luego, entre modalidad y modo. La actitud es un estado del
hablante, mientras que la modalidad es un conjunto de recursos de la lengua que, conjugados, expresan la actitud, y el
modo, solamente uno de esos recursos (el cual reside en la
conjugación de los verbos).
Cada vez es más aceptado que la organización del discurso
como tal contribuye también a la identificación de las actitudes del autor; es decir, que la expresión de éstas no depende
sólo de las propiedades gramaticales de las oraciones. Por
ejemplo, si a un hecho se le da la condición de consumado,
luego aparece el conector por y después sigue una frase que
hace referencia a una acción, se entenderá que para el hablante la acción es la causa, y que no duda de ello, aunque la
frase no venga acompañada de ningún verbo conjugado, y no
haya, por lo tanto, modo alguno. En este caso, hay un carácter afirmativo que se transmite de la descripción del efecto
a la expresión de la causa. Más aún, las actitudes pueden ser
tácitas, asumirse por el contexto, estar expresadas por la entonación o encontrarse sugeridas por gestos y ademanes. La
frase (23) podría ser empleada, por ejemplo, después de (24),
para solicitar la ubicación de un producto al dependiente de
un supermercado y, después de (25), para responder la pregunta de un amigo:
(23) Y también los cereales;
(24) Quería preguntarle dónde se
(25) ¿Están caras las frutas aquí?
encuentran las salsas;
Si se mantiene la distinción entre actitud y modalidad,
es relativamente sencillo explicar que los recursos empleados
en (23) permiten expresar distintas actitudes o, incluso, que
éstas se dan a conocer aún si divergen de lo que estos recursos significan canónicamente. Pero si se equiparan la actitud
y la modalidad, resulta caprichoso decidir a qué modalidad
corresponde la frase (23), si a la interrogativa (en cuyo caso se
pregunta por la ubicación de los cereales) o a la afirmativa (en
cuyo caso es respuesta a la pregunta de (25)). El problema es
mayor si se confunden la modalidad y el modo, como ocurre
en algunas clasificaciones que postulan los modos condicional, negativo, optativo, potencial o interrogativo, además del
indicativo, el subjuntivo y el imperativo.9
En cuanto al problema de la taxonomía de las actitudes mencionado en la sección anterior (véase p.13), se debe
considerar que si se toma la modalidad sólo como guía para
elaborarla, pero éstas se categorizan en sus propios términos, no se buscará una correspondencia biunívoca entre
modalidades y actitudes. Entonces, las actitudes se dividirán
inicialmente en un número limitado de clases y, posteriormente, esas clases se subdividirían en otras. De esta forma,
el primer nivel de clasificación coincidiría con el primero
(también) de una clasificación de los actos de habla, aunque
esto no quiere decir que las taxonomías de las actitudes y los
actos sean paralelas, pues, por un lado, en la categorización
de los actos intervendrían otros elementos además de las
actitudes imputables y, por el otro, en el discurso se pueden
expresar muchos grados de actitudes cuyas diferencias no se
traducen en distinciones de actos.
9 Aunque en estudios gramaticales de los últimos lustros, como
el de Emilio Ridruejo (1999), se mantiene la distinción aquí
sustentada, la confusión que se señala se ha extendido más de
lo que pudiera pensarse, y se refleja, por ejemplo, en entradas
actuales de la Wikipedia (“Modo gramatical”, s.f.).
Actitud
19
a
Desde la perspectiva esbozada en el párrafo anterior,
consideramos que hay tres clases básicas de actitudes.10 Las
primeras son las actitudes que interesaron originalmente a
Russell: se ubican en el espacio del conocimiento y tienden a
ser denominadas como epistémicas. Una actitud epistémica es
aquélla en que el hablante da a entender qué tan seguro está
de la verdad o la falsedad de la proposición que formula. Las
segundas son actitudes respecto a los derechos y las obligaciones relacionados con el hecho que representa la proposición
y se denominan deónticas. Una actitud deóntica es aquélla en
que un hablante indica que un hecho es permitido, prohibido
u obligado. Las terceras se ubican en otro espacio diferente
de los anteriores y, aunque tienen diversas denominaciones,
nosotros preferiríamos llamarlas simplemente valorativas.
Las actitudes de este tipo corresponden a las ocasiones en
que los hablantes manifiestan si un contenido proposicional
es importante o no y si es positivo o negativo. El punto es
que uno puede considerar una proposición como verdadera
o como falsa independientemente de que vea el hecho como
permitido o prohibido y deseable o indeseable; es decir, se
puede combinar cualquier actitud epistémica con cualquier
actitud deóntica y con cualquier actitud valorativa. En otras
palabras, estamos hablando de tres dimensiones lógicamente
independientes y, por lo tanto, si las tomamos como base de
la taxonomía, ésta será exhaustiva y rigurosa.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
Para las disciplinas que, como la psicología social, la sociología política y la demoscopia, ven una actitud como un
haz de opiniones o como un rasgo común de un conjunto
de opiniones, el problema de la temporalidad continuará
impulsando la investigación, y probablemente recibirá aún
mayor atención de la que ha tenido. Es de preverse que se
buscará entender por qué la duración de una respuesta no
siempre corresponde a su posición en la jerarquía de valores,
actitudes y opiniones; por qué, por ejemplo, en ocasiones, una
actitud permanece, pero el valor que supuestamente la regía
cambia. Un caso ilustrativo es el de ciertos países en los que
se sigue apreciando el matrimonio religioso aunque la religiosidad disminuya.
Otro problema, en parte ligado al anterior, es el de la
dirección del cambio: se desea saber cuándo las modificaciones de las actitudes conducen a cambios de opiniones y
viceversa. Se supone que de la identificación con un partido
se sigue la preferencia por un candidato, pero en ocasiones
el hecho de preferir a un candidato hace que grupos de votantes se identifiquen con su partido, de la misma manera
que rechazarlo produce un distanciamiento con el partido.
¿De qué depende que estas divergencias se resuelvan en un
sentido o en otro?
10 Esta posición se basa en consideraciones expuestas en Castaños, 1997.
a
20
Actitud
Tales problemas empíricos quizás se traduzcan en preocupaciones teóricas, ya que en los ejemplos expuestos lo que
se pone en cuestión es la predicción que se desprende de las
conceptualizaciones básicas. Si las predicciones son dudosas,
se deberían revisar las conceptualizaciones. Cabría pensar, por
ejemplo, que una opinión no se deriva de una actitud, sino
que en una opinión se conjugan diversas actitudes sobre los
distintos asuntos que están en juego en el enunciado. Luego,
habría que pensar en un modelo de redes que sustituyera el
de la pirámide.
Para indicar la posible dirección de la investigación futura en las disciplinas que, como la filosofía y la lingüística,
adoptan un enfoque como el segundo (tratado en las primeras
secciones de este artículo), es decir, que distinguen entre el
contenido proposicional de un enunciado y la relación de su
autor con ese contenido, sería útil identificar dos problemas
que tienen cierta afinidad con los anteriores. Uno de ellos es
el de las actitudes implícitas. Dado que no están codificadas
en la lengua, sino que se recuperan a partir de las estructuras
discursivas que se forman con los elementos lingüísticos y
en función de las condiciones en que se produce el discurso,
esas actitudes no sólo se dirigen hacia el contenido proposicional, sino también hacia el contexto discursivo y hacia la
situación de enunciación. No tiene la misma fuerza afirmar
públicamente que alguien ha cometido una falta que hacerlo
en privado, ni postular una causalidad en un artículo científico que plantearla en una conversación informal, porque la
afirmación no tiene las mismas consecuencias en unos casos
que en los otros. Cuando atribuimos una actitud proposicional que no está marcada explícitamente, estamos suponiendo
que el o la hablante asume lo que esa actitud implica para él
o ella, es decir, estamos haciendo una inferencia retrospectiva
que va de los efectos a la actitud. Sería importante, entonces,
indagar cómo se relacionan las actitudes proposicionales con
las actitudes discursivas y las situacionales.
El otro problema es el de la imposibilidad de la paráfrasis
total. Como la distinción misma entre proposición y actitud
de donde parte, la discusión sobre la tipología de las actitudes
se apoya en equivalencias de frases u oraciones. Los filósofos
y los lingüistas abstraen la noción de proposición cuando encuentran que en dos enunciados distintos se hace referencia a
la misma entidad y se dice lo mismo de ella; asimismo, ellos
aíslan la noción de actitud cuando ven que con dos frases
diferentes un autor se compromete de una misma manera
con cierta proposición. No obstante, nunca dos estructuras
sintácticas dicen estrictamente lo mismo; en el caso de la
traducción, por ejemplo, siempre se minimiza o se subraya
algún punto y se añade o se suprime algún matiz.11
Cuando tratamos dos frases como equivalentes, lo que
hacemos es destacar lo que tienen en común y dejar fuera
de consideración lo que las distingue. Así que, advertir que
se manifiesta una actitud implica reconocer un horizonte
y una jerarquía de actitudes posibles. Ello indica que, para
11 Ver nota 2, p. 12.
profundizar en el conocimiento del campo, un tema importante sería el de la interacción entre las consideraciones que
pertenecen a las tres dimensiones identificadas en la sección
anterior: epistémica, deóntica y valorativa. Parece sugerirse, por ejemplo, que el rango de opciones valorativas que
importan no necesariamente es el mismo cuando hay una expectativa de que ocurra un hecho que cuando se piensa que es
imposible que suceda. Asimismo, dar a un acto el carácter de
obligación, en lugar de verlo como derecho, podría modificar
el grado de pertinencia que tiene juzgar si el acto existe o no.
Al ver todos estos problemas en conjunto, cabría imaginar que un diálogo entre los investigadores de cada uno de
los enfoques sería muy productivo. Entender cómo se conjugan las predisposiciones acerca de los diferentes elementos
que se tratan en un enunciado y comprender cómo lo hacen
las posturas epistémicas, deónticas y valorativas acerca de la
proposición formulada en él son tareas que pueden iluminarse
mutuamente. Lo mismo puede decirse del cambio de valores
y de la rejerarquización de opciones. Sin embargo, las rutas de
investigación asociadas a los dos enfoques han estado separadas tanto tiempo, que no podríamos calificar el diálogo que se
propone como probable, sino sólo como deseable.
Bibliografía
Allport, Gordon W. (1935), “Attitudes”, en Carl Allanmore Murchison (ed.), A Handbook of Social Psychology, Massachusetts:
Clark University Press, pp. 798-844.
Austin, John Langshaw (1962), How to Do Things with Words,
Oxford: Clarendon.
Castaños, Fernando (1997), “Observar y entender la cultura política: algunos problemas fundamentales y una propuesta
de solución”, Revista Mexicana de Sociología, vol. 59, núm.
2, pp. 75-91.
Festinger, Leon (1957), A Theory of Cognitive Dissonance, Illinois:
Row, Peterson and Company.
Fishbein, Martin e Icek Ajzen (1975), Belief, Attitude, Intention,
and Behaviour: An Introduction to Theory and Research, Massachusetts: Addison-Wesley.
Frege, Gottlob (1950 [1893 y 1903]), The Foundations of Arithmetic: The Logical-Mathematical Investigation of the Concept of
Number, John Langshaw Austin (trad.), Oxford: Blackwell
and Mott.
iis: Instituto de Investigaciones Sociales (1996), Los mexicanos de los
noventa, México: Instituto de Investigaciones Sociales-Universidad Nacional Autónoma de México.
Lyons, John (1977), Semantics, Cambridge: Cambridge University Press.
_____ (1979), “Pronouns of Address in Anna Karenina: The Stylistics of Bilingualism and the Impossibility of Translation”, en
Sidney Greenbaum, Geoffrey Leech y Jan Svartvik (eds.),
Studies in English Linguistics for Randolph Quirk, London:
Longman, pp. 235-249.
_____ (1981), Language, Meaning and Context, London: Fontana.
“Modo gramatical” (s.f.), en Wikipedia. Disponible en: <https://
es.wikipedia.org/wiki/Modo_gramatical>.
Paz, Octavio (1978), Xavier Villaurrutia en persona y en obra, México:
Fondo de Cultura Económica.
Pew Research Center (2015). Disponible en: <http://www.people-press.org>.
Richard, Mark (1990), Propositional Attitudes: An Essay on Thoughts and How We Ascribe Them, Cambridge: Cambridge
University Press.
Ridruejo, Emilio (1999), “Modo y modalidad: el modo en las subordinadas sustantivas”, en Ignacio Bosque y Violeta Demonte
(dirs.), Gramática descriptiva de la lengua española, Madrid:
Espasa, pp. 3209-3251.
Russell, Bertrand (1905), “On Denoting”, Mind, New Series, vol.
14, núm. 56, pp. 479-493.
_____ (1984 [1913]), Theory of Knowledge, Elizabeth Ramsden
Eames y Kenneth Blackwell (eds.), London: George Allen
and Unwin.
Searle, John R. (1969), Speech Acts: An Essay in the Philosophy of
Language, Cambridge: Cambridge University Press.
Strawson, Peter Frederick (1950), “On Referring”, Mind, New
Series, vol. 59, núm. 235, pp. 320-344.
Vaske, Jerry J. y Maureen P. Donnelly (1999), “A Value-Attitude-Behaviour Model Predicting Wildland Voting
Intentions”, Society and Natural Resources, núm. 12, pp. 523537.
World Values Survey (s.f.). Disponible en: <http://www.worldvaluessurvey.org/wvs.jsp>.
Yankelovich, Daniel (1991), Coming to Public Judgment: Making
Democracy Work in a Complex World, New York: Syracuse
University Work.
ACUERDO
Fernando Castaños Zuno
Álvaro Caso
Definición
En el lenguaje ordinario, la palabra acuerdo tiene diversas
acepciones, que pueden agruparse en torno a dos significados básicos. En primer lugar, denota una relación de afinidad
o conformidad entre planteamientos. Es común emplearla
en este sentido para sustentar una predicción; se dice, por
ejemplo: “De acuerdo con esta información, los precios van a
bajar”. Se utiliza, también, en una especie de inferencia retrospectiva, para subrayar una evidencia contraria a un supuesto
de forma que sea posible cuestionarlo: “De acuerdo con su
idea, la mayoría debería haber asistido; pero vinieron pocos”.
En el ámbito de esa denotación, muchas veces se usa
acuerdo para expresar la compatibilidad entre la forma en
que una persona percibe un hecho o un objeto y un planteamiento acerca de este hecho u objeto, así como para referir la
actitud epistémica de esa persona frente a dicha proposición.
Se advierte, por ejemplo: “Tu testimonio está de acuerdo con
lo que ella ha dicho” o “ella está de acuerdo con eso”, para
indicar que ella considera que eso es verdadero.
Acuerdo
21
a
Como sustitutos de la palabra en su primer significado o,
mejor dicho, de la frase de acuerdo con, se utilizan, entre otros,
los siguientes: según, en concordancia con y de conformidad con.
Como antónimos, se tienen: en desacuerdo con, en discrepancia
con y en contra de. Por supuesto, en ciertos contextos se puede
parafrasear tanto la relación positiva como la negativa, por
medio de conectores que indican consonancia y disonancia.
Para el primer caso, tenemos, por ejemplo, adverbios de secuencia, sobre todo los que funcionan como conjunciones
ilativas, por ejemplo luego; para el segundo, locuciones adversativas, como sin embargo.
En segundo lugar, acuerdo tiene como significado básico
el de ‘resolución conjunta’. Entre las acepciones que lo conforman se encuentra la de compromiso pactado. Se dice, por
ejemplo, “se pusieron de acuerdo”, para indicar que se llegó
a una decisión aceptada por las partes involucradas y que,
en consecuencia, cada una ha adquirido obligaciones determinadas. En tales casos suele suponerse que el resultado es
producto de alguna negociación y pone fin a una disputa.
Una acepción del segundo grupo de significados que tiene
ecos del primero es la de ‘consenso logrado’. Cuando se usa la
palabra en este sentido, aparece en frases como “alcanzaron
un acuerdo”. Entonces, tiende a implicarse que, además de
la negociación, hubo alguna deliberación. Es decir, la palabra
da pie para pensar que se tomaron en cuenta las razones de
las partes y no sólo sus intereses.
Es de señalarse que el uso de la palabra acuerdo en sus
acepciones cotidianas generalmente tiene implicaciones de
honestidad, aunque éstas pueden variar, dependiendo de la
acepción y del contexto de uso. Por ejemplo, si se dice que
un número de personas están de acuerdo con una observación acerca de un hecho, se entiende que la palabra adquiere
entonces su sentido epistémico y que todas las personas referidas suscriben genuinamente la observación. Si alguna de
ellas es insincera, entonces lo que describe la palabra es falso.
Por otro lado, si por medio de la palabra se informa que
dos partes han tomado una resolución conjunta, se implica
entonces que ambas se obligan a cumplir con lo establecido
en dicha resolución. Por supuesto, se sugiere aquí que ambas
tienen una buena opinión acerca de la medida concertada
entre las dos, pero no hay un compromiso estricto al respecto: pueden desviarse de su mejor opinión, precisamente
para alcanzar una resolución. Además, no porque alguna de
las partes haya sido insincera, con respecto a la opinión, o
aún con respecto a la voluntad de asumir la obligación, la
obligación deja de existir; lo que la palabra informa es cierto.
La palabra acuerdo también tiene algunos significados
especializados, relacionados en distintos grados con los cotidianos o con las implicaciones de éstos. En ciertos ámbitos
—prototípica pero no exclusivamente en el parlamentario y
el diplomático—, designa el contenido de una resolución o
la materia de un consenso. También puede denominarse así
al documento en que se asientan los puntos de vista comunes
a actores diversos o las responsabilidades asumidas por ellos
en un proceso. Cuando esto ocurre, es común que la palabra,
a
22
Acuerdo
en singular o en plural, vaya acompañada del nombre del lugar en el que se firma el documento y que la frase resultante
se convierta en el título del mismo, como en el caso de “los
Acuerdos de Yalta”.
Acuerdo se usa también para nombrar la disposición de una
autoridad colegiada o de un funcionario de alto rango en el
Estado, en una asociación privada o en una organización civil.
Aquí, lo importante es que la decisión es vinculante para otros:
estipula un curso de acción o define un conjunto de derechos
y cometidos. En otras palabras, tiene el carácter de mandato
o de precepto.
Quizá por derivación de esos significados especializados,
aunque ya con cierta distancia de los usos ordinarios, en el
medio gubernamental se llama acuerdo a la reunión periódica entre un funcionario y su superior. Se espera que en cada
ocasión éste apruebe o dicte objetivos y líneas de trabajo, de
modo que el primero se sujete a ellos. En este sentido, se dice
“mañana tengo acuerdo” y “voy a mi acuerdo”.
Entre los expertos en estudios de opinión surgió, hace no
más de veinte años, otra acepción que ha sido retomada en
ocasiones por conductores de radio y televisión; ésta es la de
“calificación del desempeño presidencial”. Cuando se le da ese
sentido, por “el acuerdo”, se entiende la respuesta promedio
—en una escala cualitativa o numérica— a preguntas como
la siguiente: “¿Qué tan de acuerdo o en desacuerdo está usted
con la forma en que gobierna el Presidente?”.
Historia, teoría y crítica
Aunque la palabra acuerdo no es en el mundo académico un
vocablo técnico, tiene algunas de las propiedades de los términos científicos. No es objeto de definiciones formales y no
ha sido materia de controversias importantes; sin embargo,
tiene poca variabilidad y se le trata con cuidado considerable.
En la filosofía y en la lingüística, se tiende a emplear la
palabra en un sentido epistémico vinculado con la relación
de afinidad o conformidad entre planteamientos de la que
hablábamos al principio, aunque más preciso. Generalmente, cuando se dice que dos ideas están de acuerdo, se implica
que una se puede inferir de la otra siguiendo las reglas de la
lógica, o bien que las dos son compatibles y que ambas serían
una consecuencia natural de supuestos válidos.1 También se
puede entender que una de las ideas es análoga de la otra y,
entonces, se pueden poner en correspondencia los elementos
de una y otra. Por lo tanto, usar la palabra en este sentido
supone que se han examinado y juzgado las ideas con cierto
detenimiento, como en el siguiente ejemplo: “Esencialmente
de acuerdo con el comité de vecinos, el ingeniero piensa que
sí se puede reparar el puente”.
1 Quizá el uso precursor de la palabra en estos sentidos sea el
de John Locke cuando la emplea para definir el conocimiento
(ver el capítulo I del libro IV de su Ensayo sobre el entendimiento
humano, 2009 [1609]).
En la sociología política y la historia política, acuerdo tiene una acepción muy similar a la diplomática especializada:
hace referencia al pronunciamiento de dos o más actores.2
Aquí se subraya que quienes lo suscriben quedan sujetos a la
sanción mutua y, sobre todo, son agentes de responsabilidad
pública. Visto así un acuerdo, son materia de juicio, primero,
el proceso que conduce a la resolución y, luego, el contenido
de la misma; pero lo es también, posteriormente, el comportamiento de las partes en relación con el objeto del acuerdo.
Por una parte, el actor político que procura y logra un
acuerdo legítimo es encomiable; el que no lo consigue es
decepcionante; el que busca uno ilegítimo es despreciable.
Por otra parte, cuando el acuerdo es legítimo, quien lo honra
merece la confianza de sus pares, y quien lo incumple ve disminuidas sus posibilidades de entablar uno posterior. Ahora
bien, la opinión de la ciudadanía es tanto o más importante
que la inclinación de los actores políticos para emprender
iniciativas conjuntas. En el paradigma ideal, el actor que
cumpla con lo estipulado recibirá el apoyo de los votantes;
el que no, su rechazo.
Como podría suponerse, ese sentido de la palabra acuerdo
es muy cercano a algunas nociones clave en el pensamiento
sociológico, como las de pacto y contrato. Al igual que éstas, el
término que nos concierne se utiliza cuando se piensa que la
coordinación y la cohesión de los grupos dependen, en buena
medida, de las normas que adoptan, aunque, a diferencia de
ellas, sugiere que la óptica desde la cual se ven las cosas es
también importante. Como pacto, el acuerdo pone en el telón de fondo los intereses de los actores; pero, como contrato,
da prominencia a la posible sanción por incumplimiento. En
comparación con ambos, el pacto y el contrato —que pueden
ser tácitos o evidentes, haber sido creados por los signatarios o ser de antemano constitutivos del orden social—, el
acuerdo casi siempre se manifiesta con claridad y se toma en
un momento dado. Por tales razones, hay contextos en los
que las tres palabras son intercambiables y otros en que sus
peculiaridades cuentan.3
Aún considerando esas sutilezas, comprender qué es un
acuerdo no ha sido un problema académico, propiamente, y
no hay un campo de investigación teórica dedicado al acuerdo. Las áreas de estudios empíricos y aplicados en las que éste
es un tema importante tienden, por lo tanto, a ser de carácter
interdisciplinario y se concentran, bien en las condiciones que
producen y mantienen acuerdos, bien en los efectos de ellos.
De dichas áreas, la principal es, quizá, la de la resolución de
conflictos, que en las últimas décadas se ha abocado sobre
todo a caracterizar el papel de los mediadores en la obtención
de acuerdos y a identificar las mejores estrategias para lograrlos.4 Otra que ha recibido atención considerable es la de las
relaciones corporativas, donde se ha visto que los acuerdos
2 Ver, por ejemplo, cómo emplea Marwick (1964) la palabra.
3 Ambas condiciones pueden apreciarse en Biddle et al., 2000.
4 Ver, por ejemplo, Kressel y Pruit, 1985, o Wallensteen y Sollenberg, 1997.
modifican las posibilidades de representación de intereses y
pueden reducir las inequidades en los procesos de decisión.5
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
Es de esperarse que la investigación aplicada cobre aún mayor impulso en los próximos lustros y que se especialice en
función de los ámbitos y las materias de los acuerdos. Ya se
observan tendencias más o menos claras en varios terrenos,
como el de la terminación de confrontaciones armadas y el
de la separación matrimonial.
Algunos de esos estudios están conduciendo a la elaboración de modelos sobre el cambio en las posiciones de los
actores involucrados en un conflicto, los cuales tienen pretensiones de rigor analítico y de sustento empírico. Son de
interés especial los que buscan captar las relaciones entre los
marcos de compresión y las formas de entablar acuerdos.6
Es probable que en el campo de los estudios parlamentarios se desarrolle uno de tales terrenos especializados. Aunque
no puede preverse si será en diálogo con los otros campos ya
mencionados o independientemente de ellos, sí puede anticiparse que responderá a la motivación de mejorar la toma de
decisiones en contextos de gobiernos divididos.7 Probablemente será promovido en parte también por la investigación
sobre la deliberación, que a su vez recibe impulso académico
de los estudios sobre el discurso y sobre la democracia.
La deliberación propicia la identificación de premisas
comunes y, por consiguiente, confiere legitimidad a los consensos, aún entre quienes representan identidades e intereses
confrontados. Además, en una democracia, las decisiones
basadas en la deliberación conllevan, por ese solo hecho, la
obligación de cumplirlas. En otras palabras, el acuerdo está
implícito en ellas y, si se hace explícito, adquiere la mayor
fuerza posible.
Bibliografía
Biddle, Jesse, Vedat Milor, Juan Manuel Ortega Riquelme,
Andrew Stone (2000), Consultative Mechanisms in Mexico,
Washington: The World Bank (psd Occasional Paper, 39).
Hernández Estrada, Mara, José del Tronco, José Merino
(2009), “Mejores prácticas en negociación y deliberación.
Reflexión final y lecciones aprendidas”, en Un congreso sin
mayorías, México: Facultad Latinoamericana de Ciencias
Sociales, Centro de Colaboración Cívica, pp. 357-386.
Kressel, Kenneth y Dean G. Pruitt (1985), “Themes in the Mediation of Social Conflict”, Journal of Social Issues, vol. 41,
núm. 2, pp. 179-198.
5 Ver, por ejemplo, Schmitter, 1992.
6 Ver Thompson, Neale y Marwan, 2004.
7 Varios libros publicados recientemente en nuestro país reflejan
esta preocupación. Ver, por ejemplo, Hernández, del Tronco y
Merino, 2009.
Acuerdo
23
a
Locke, John (2009 [1609]), An Essay Concerning Human Understanding, en Works of John Locke [edición Kindle], s.l.:
Halcyon Press.
Marwick, Arthur (1964), “Middle Opinion in the Thirties: Planning, Progress and Political ‘Agreement’”, The English
Historical Review, vol. 79, núm. 311, pp. 285-298.
Schmitter, Philippe C. (1992), “Corporatismo (corporativismo)”, en Matilde Luna y Ricardo Pozas (eds.), Relaciones
corporativas en un periodo de transición, México: Instituto de
Investigaciones Sociales-Universidad Nacional Autónoma
de México, pp. 1-21.
Thompson, Leigh, Margaret Neale y Marwan Sinaceur (2004),
“The Evolution of Cognition and Biases in Negotiation
Research: An Examination of Cognition, Social Perception,
Motivation, and Emotion”, en Michele J. Gelfand y Jeanne
M. Brett (eds.), The Handbook of Negotiation and Culture,
Stanford, California: Stanford University Press, pp. 7-44.
Wallensteen, Peter y Margareta Sollenberg (1997), “Armed
Conflicts, Conflict Termination and Peace Agreements,
1989-96”, Journal of Peace Research, vol. 34, núm. 3, pp.
339-358.
ADMINISTRACIÓN DE
JUSTICIA
Angélica Cuéllar Vázquez
Roberto Oseguera Quiñones
Definición
El formalismo jurídico concibe la administración de justicia
como el acto de organizar y ejercer la función jurisdiccional por parte del Estado. Desde esta perspectiva, podemos
decir que la administración de justicia tiene como objeto
la resolución de conflictos entre dos o más actores mediante la implementación de mecanismos institucionales
que impidan el deterioro del tejido social. Jurídicamente,
la resolución de conflictos se conoce como impartición de
justicia y la figura encargada de dirimir el conflicto mediante la aplicación e interpretación de las leyes es el juez.
Sin embargo, más allá de la perspectiva formalista, el
término administración de justicia resulta ambiguo y su utilización obliga a reflexionar sobre una serie de problemas
de corte sociológico: ¿es posible administrar la justicia?, ¿la
justicia es un bien que existe en la sociedad y que es posible
administrar o dosificar?, ¿se define socialmente?, ¿quién o
quiénes definen lo que es justicia? En este trabajo se abordarán la historia del concepto, sus antecedentes históricos y
las críticas y debates que ha suscitado.
a
24
Administración de justicia
Diversos autores (Fix-Zamudio, 1992: XXI) sostienen
que el término administración de justicia es utilizado en dos
sentidos: en primer lugar, se emplea como sinónimo de
función jurisdiccional y, en segundo lugar, hace referencia
al gobierno y a la administración de los tribunales; incluso
hay quienes sostienen que comprende a todos los órganos
encargados de ejercer la función jurisdiccional con independencia de que se ubiquen dentro o fuera del poder judicial
(Ovalle, 2006: 67).
Entonces, el concepto administración de justicia tiene,
formalmente, una doble dimensión: por un lado, funcional,
al referirse a las acciones de impartición de justicia y, por
otro, instrumental, al hacer alusión a la organización de las
instituciones.
El término adquiere un sentido más amplio, se podría decir
que de carácter social, cuando la definición rebasa los límites
estatales y niega el monopolio del poder judicial como único
órgano encargado de administrar la justicia. Como ejemplo,
pensemos en formas tradicionales o alternativas de solución
de conflictos que no se rigen por el derecho positivo y que
están enclavadas en la legitimidad de quienes ejercen la función jurisdiccional.
En suma, se trata de un término polisémico envuelto en
controversias que se desprenden del hecho de que la administración de justicia se relaciona siempre con la existencia
de realidades inequitativas; esto es, sociedades en las que,
formalmente, la ley cumple la tarea de resolver los conflictos
que enfrentan los ciudadanos, pero en las que, en realidad,
no todos gozan del estatus ciudadano, por lo que tienen que
recurrir a mecanismos informales o alternativos para encontrar solución a conflictos de diversa índole.
Historia, teoría y crítica
La administración de justicia ha existido en todo grupo humano en el que la preocupación por controlar los conflictos
sociales haya alcanzado formas institucionales. La manera de
administrar la justicia ha cambiado a lo largo de la historia.
Con el paso del tiempo, las formas religiosas fueron paulatinamente sustituidas por formas laicas. En las sociedades
modernas —es decir, en aquellos sistemas sociales en que
el mundo de la vida ha sido colonizado por el derecho—, la
tradición poco a poco perdió su lugar como eje organizador
de lo social; en su lugar se pretendió que fuera el derecho el
que legitimara la acción de los gobernantes y el que orientara
el accionar de los individuos. De este modo, la ley se separó de la tradición y se impuso como sistema normativo que
funciona de manera autónoma. Con la llegada de la Modernidad, las sociedades alcanzaron el ideal de obedecer la ley y
no al hombre. Ésta es la función simbólica más importante
del derecho y la que, en teoría, le otorga legitimidad.
Sin embargo, la actividad jurisdiccional nunca ha estado
completamente separada de las otras esferas de gobierno; dicho en otros términos, la administración de justicia siempre
ha estado ligada al ejercicio del poder político. En sociedades
antiguas como Mesopotamia, Egipto y el pueblo hebreo, el
rey era sumo sacerdote y al mismo tiempo cumplía la función
de juez. Incluso, en una primera etapa de la historia romana,
la actividad jurisdiccional estaba reservada a los sacerdotes.
Poco a poco el derecho romano pasó por un proceso de se­
cularización que tuvo como resultado el surgimiento de un
grupo de juristas laicos que se ocupaban de dar respuesta
(responsas) a cuestionamientos o problemas planteados por
el pueblo. El prestigio de estos consultores romanos creció
paulatinamente, lo que posibilitó la incipiente institucionalización de un ius romano.
En el Imperio romano se creó una estructura jurídica dirigida por el emperador y operada por órganos y figuras de
carácter político e inclusive militar. Con la aparición de los
pretores y magistrados, encontramos indicios de la constitución de figuras jurídicas encargadas de resolver los conflictos
entre particulares mediante un proceso de interpretación
de las leyes y no sólo de su aplicación. El caso del derecho
romano es un ejemplo útil de la evolución de la administración de justicia, pues es, sin duda, el que más ha influido en
el desarrollo de los órdenes jurídicos modernos.
El concepto administración de justicia está ligado a tres
principios que le dan sentido: la independencia, la eficacia
y la accesibilidad. Idealmente, estos principios deben estar
presentes en el ejercicio y en el espíritu de la administración
de justicia. Cada uno de ellos acota y describe lo que podríamos llamar una buena administración de justicia. Sin embargo,
si pensamos en las sociedades contemporáneas, nos encontramos con que estos principios no se cumplen a cabalidad.
Las razones son múltiples y dependen de cada país y cada
contexto, pero eso es materia de otra discusión.
Estos principios que acotan la administración de justicia en las democracias modernas tienen una función social
y política muy importante: dan legitimidad a las decisiones
emanadas de la actividad jurisdiccional. En la construcción
teórica ideal de la administración de justicia, la legitimidad
acompaña siempre a la legalidad: lo que resuelven los tribunales es legal porque se apega a la ley y porque emana de
los procedimientos que ésta señala, y es legítimo porque la
sociedad cree que la aplicación de la ley es un sinónimo de
hacer justicia.
El principio de independencia establece la separación
de la función judicial de cualquier otra actividad gubernamental o política. Implica la no subordinación del proceso
de administración de justicia a otros procesos de los poderes
constituidos; esto con la intención de proteger las decisiones judiciales de intromisiones de otro orden que no sea el
jurídico, de forma que se pueda establecer la neutralidad y
objetividad de su labor. De acuerdo con la definición clásica
de Montesquieu (2003), el poder judicial es el encargado de
la administración de la justicia. Para que ésta sea legítima,
tiene que gozar de protección y de una relativa insularidad,
lo que en muchas ocasiones no sucede.
La eficiencia de la justicia es el principio que establece la
necesidad de que el juzgador cumpla con su tarea dentro de
tiempos y condiciones marcados por la ley. Si la administración de justicia se lleva a cabo respetando los procedimientos
que protegen a las partes en conflicto, se puede decir que la
justicia tiene posibilidades de realizarse y que los juicios son
verdaderamente justos. Cuando no se cumplen, la administración de justicia pierde legitimidad frente a los ciudadanos. Si
el poder judicial es incapaz de respetar o hacer valer el principio de eficiencia, la sociedad opta por recurrir a mecanismos
informales que le permitan la resolución de los conflictos.
Por otro lado, la accesibilidad se refiere a la posibilidad
de que cualquier ciudadano, sin importar su condición social,
resuelva sus controversias a través de las instituciones jurisdiccionales. Esta cara de la administración de justicia es de suma
importancia, pues tener o no acceso a la justicia determina la
calidad ciudadana de los individuos y la calidad democrática
de una sociedad.
El acceso a la justicia es uno de los derechos fundamentales en las democracias modernas, y el Estado está obligado
a otorgarlo y respetarlo. Sin embargo, en una sociedad donde la desigualdad social es el signo dominante, el acceso a
la justicia deja de ser un derecho universal y se convierte en
un privilegio del que gozan las élites con poder económico y
político. Muchos analistas (Baratta, 1986; Melossi y Pavarini,
1984) coinciden al señalar que los sectores menos favorecidos
de las sociedades sólo conocen la faceta punitiva-represiva de
los sistemas de justicia; en otras palabras, grandes sectores de la
población mundial viven el derecho como una amenaza latente y no como una institución protectora que vela por sus
intereses y los dota de una calidad ciudadana. A manera de
ejemplo, podemos mencionar los importantes trabajos de la
escuela italiana de criminología crítica en los que se denuncia
que la situación de pobreza, y no necesariamente la criminalidad, es el común denominador de la población penitenciaria.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
En muchos países de América Latina el proceso de reforma y fortalecimiento de los poderes judiciales se considera
un requisito indispensable en el camino de la consolidación
de las democracias liberales. Sin embargo, los programas de
reformas a los poderes judiciales de la región, promovidos
por organismos internacionales como el Banco Mundial, no
han podido corregir los problemas estructurales de la función jurisdiccional. En la mayoría de los casos, los tribunales
y juzgados no son instituciones cercanas a la sociedad y no
ejercen su labor de acuerdo con los principios de independencia, eficiencia y acceso universal.
Como ya hemos visto, el problema de la ambigüedad se
hace presente al hablar del término administración de justicia. En algunos contextos, hace referencia a las instituciones
estatales creadas con la finalidad de ejercer el dominio de la
actividad jurisdiccional. En otros casos, se utiliza para referirse a la actividad jurisdiccional misma. Finalmente, algunas
personas utilizan administración de justicia como sinónimo de
Administración de justicia
25
a
la organización de los bienes y recursos que se requieren para
ejercer la actividad jurisdiccional. Para el formalismo jurídico
y los abogados formados bajo esta corriente de pensamiento,
es la clave para el equilibrio social. Desde esta perspectiva,
una buena administración de justicia, entendida en su triple
acepción, permite el mantenimiento de la paz social y el funcionamiento de la sociedad en su conjunto. La premisa aquí
es que la ley produce orden per se y, por tanto, los tribunales
que administran la justicia son pieza clave para la estabilidad
política de una nación.
Sin embargo, existen otros espacios en los que se hace
uso del término. Desde el sistema político, nociones como
administración de justicia, y muchos otros relacionados con la
idea de un Estado de derecho, son utilizados con la intención
de dar contenido y legitimidad a los discursos y acciones de
los actores políticos. Hablar de la obediencia irrestricta a las
decisiones emanadas de los tribunales, o decir que una decisión de gobierno se realizó con apego a derecho, representa
estrategias de las que se echa mano en contextos donde las
políticas o acciones emprendidas por un gobierno resultan
impopulares o donde la manera de resolver un conflicto social de manera justa no se apega a derecho.
Hablamos entonces del uso político de la administración
pública y el derecho, pero no sólo de las palabras y conceptos,
sino del peso y prestigio de las instituciones, utilizadas para
legitimar decisiones autoritarias o contrarias a los intereses de
una nación. Se piensa que para obtener el apoyo de la ciudadanía basta con transmitir la idea de que nada puede ser más
justo que una resolución judicial. La ley y la justicia se empatan y el fetichismo del concepto aparece con toda claridad:
aplicar la ley y tomar una resolución apegada a derecho son, en
este discurso, sinónimo de justicia. La ley produce justicia, los
jueces que resuelven de acuerdo a derecho lo hacen también
de manera justa. Los regímenes militares en América Latina
siempre buscaron apoyar sus decisiones en la ley para legitimar
decisiones autoritarias.
El problema es entonces cómo se compone el poder, qué
clase de regímenes organizan la administración de justicia
y cómo la utilizan políticamente. Desde esta óptica, el anhelo de la división de poderes plasmado en la teoría de los
pesos y contrapesos de Montesquieu no es más que un ideal
inalcanzable. A pesar de que la división de poderes es entendida como un elemento fundamental de las democracias
modernas, su existencia formal no garantiza una situación de
ciudadanía plena en la que todos los individuos estén obligados a cumplir la ley y estén protegidos por los derechos
que ésta les brinda.
A pesar de que a nivel simbólico se concibe la administración de justicia como una suerte de escudo institucional
que en todo momento preserva los derechos ciudadanos, lo
cierto es que las decisiones judiciales están cruzadas por valoraciones extrajurídicas de todo tipo. Es cierto que, en muchas
ocasiones, los operadores del derecho resuelven de acuerdo a
la ley, pero también es cierto que en el momento en que llevan a cabo el encargo que les fue conferido por la sociedad,
a
26
Administración de justicia
estos actores no pueden evadirse de la carga valorativa que
los configura como individuos con preferencias políticas. En
suma, la administración de justicia condensa los mecanismos,
formales e informales, mediante los que una sociedad organiza el disenso, el conflicto, la injusticia y la inequidad; por
ello, su función es fundamentalmente política.
El viejo debate de la administración de justicia se centra
en el papel que juegan los jueces en la aplicación del derecho.
Por un lado, tenemos una corriente que concibe a los operadores del derecho como funcionarios que no hacen otra cosa
que subsumir en la ley los hechos específicos causantes de
un conflicto. Desde esta perspectiva se considera a los jueces
como meros ejecutores o aplicadores del derecho, inclusive
se habla de ellos como la bouche de la loi, haciendo referencia
a su supuesto carácter neutral y despolitizado. Por otro lado,
tenemos a aquéllos que defienden la figura de los jueces como
agentes con poder, personajes con capacidad de movilizar recursos simbólicos y materiales. Desde esta visión, se concibe
al juez como creador de derecho; el juez no sólo aplica la ley,
sino que la interpreta y la recrea con su labor jurisdiccional.
Naturalmente, este debate tiene una arista política; en
países donde se practica el common law, los jueces son electos y tienen un amplio margen de acción al construir sus
decisiones a partir de la interpretación que hacen de la ley;
en este caso la legitimidad del sistema se relaciona de manera
estrecha con la reputación de los agentes y con el respeto a
las tradiciones y costumbres del grupo social. En los países
que, como México, se guían por el régimen románico, normalmente se nos dice que la función de los operadores del
derecho está restringida a la mera aplicación de la ley, por lo
que se suele pensar en los jueces como personajes alejados
de la política e incluso de la realidad que día a día viven los
ciudadanos. En este caso, la legitimidad se construye a partir
de la percepción de efectividad, puesto que la mayoría de
los ciudadanos desconocen a los funcionarios judiciales y
no los consideran servidores públicos.
Hoy en día, la reflexión en torno a la administración de
justicia necesariamente pasa por la discusión sobre la forma
de mejorar el funcionamiento y la imagen de las instituciones judiciales así como sobre su papel en el proceso de
consolidación de sistemas democráticos. Hablando de la
realidad latinoamericana, en las últimas décadas muchos
de los recursos ofrecidos por las agencias de ayuda internacional fueron invertidos en programas de modernización
de los poderes judiciales. Grandes cantidades de dinero se
gastaron en la realización de diagnósticos, capacitación de
funcionarios, creación de escuelas judiciales y mejoramiento
de infraestructura. Sin embargo, estos programas no tuvieron
el impacto esperado, las naciones con regímenes en transición
o con regímenes autoritarios no transitaron hacia la ansiada
y prometida democracia; los diagnósticos realizados habían
fallado: no reflejaron la forma compleja en la que los poderes judiciales se articulan con la sociedad, la economía y la
política. El fracaso de estos programas deja en claro que la
cultura de la legalidad no ha permeado en nuestros países;
la impunidad y la corrupción siguen siendo una realidad
cotidiana y desgraciadamente forman parte de la estructura
institucional en nuestras sociedades.
Sin embargo, no podemos dejar de reconocer que existen
algunos avances prometedores en la región. Algunos países,
como Argentina y México, utilizan ya, aunque de manera
precaria, los juicios orales con la intención de avanzar hacia
una mayor eficiencia y accesibilidad que, como ya hemos
mencionado, se consideran elementos indispensables para
una correcta administración de justicia. La forma en que
se resolverán los casos al pasar de un modelo basado en la
integración de expedientes a uno de escenificaciones casi teatrales, será objeto de investigación en los próximos años. Sin
duda, es importante que el estudio y análisis de la administración de justicia forme parte de una agenda de investigación
en los países latinoamericanos. Estudiar los tribunales, hacer
un diagnóstico sobre su independencia, eficacia y accesibilidad; analizar la actuación de los jueces, su forma de pensar
y la manera en que ésta se ve reflejada en sentencias y resoluciones, son temas que hoy en día no pueden soslayarse.
La administración de justicia es un asunto sensible que
involucra los sistemas de gobierno y la manera en que en una
sociedad se procesan el disenso y el conflicto. Sabemos que
no hay sociedad exenta de estos problemas, por ello es que no
hay una que no haya desarrollado, por más precaria que sea,
alguna forma de administración de justicia.
Si se trascienden los límites impuestos por el formalismo
jurídico, se debe entender que la administración de justicia
rebasa la acción jurisdiccional y la mera administración de
las instituciones judiciales; la administración de justicia es un
rasgo estructural que permite observar las características de
la organización específica que cada grupo social desarrolla
para dar curso a los conflictos que se gestan en su interior.
Bibliografía
Baratta, Alessandro (1986), Criminología crítica y crítica del derecho penal: introducción a la sociología jurídico-penal, México:
Siglo xxi.
Cárcova, Carlos María (1996), Derecho, política y magistratura,
Buenos Aires: Biblos.
Concha, Hugo, Julia Flores y Diego Valadés (2004), Cultura de
la Constitución en México. Una encuesta nacional de actitudes,
percepciones y valores, México: Universidad Nacional Autónoma de México, Tribunal Federal Electoral.
Concha, Hugo Alejandro y José Antonio Caballero (2001),
Diagnóstico sobre la administración de justicia en las entidades
federativas. Un estudio institucional sobre la justicia local en
México, México: Instituto de Investigaciones Jurídicas-Universidad Nacional Autónoma de México.
Cuéllar, Angélica (2008), Los jueces de la tradición. Un estudio de caso,
México: Universidad Nacional Autónoma de México, Sitesa.
Di Donato, Flora (2008), La costruzione giudiziaria del fatto. Il ruolo
della narrazione nel processo, Milano: Franco Angeli.
Dworkin, Ronald (2005), El imperio de la justicia. De la teoría general
del derecho, de las decisiones e interpretaciones de los jueces y de
la integridad política y legal como clave de la teoría y práctica,
Barcelona: Gedisa.
Fix-Fierro, Héctor (2006), Tribunales, justicia y eficiencia. Estudio sociojurídico sobre la racionalidad económica en la función judicial,
México: Instituto de Investigaciones Jurídicas-Universidad
Nacional Autónoma de México.
Fix-Zamudio, Héctor (1992), “Administración de justicia”, en
Diccionario Jurídico Mexicano, México: Porrúa, Instituto de
Investigaciones Jurídicas-Universidad Nacional Autónoma
de México.
Foucault, Michel (1999), La verdad y las formas jurídicas, Barcelona: Gedisa.
Habermas, Jürgen (2008), Facticidad y validez. Sobre el derecho y el
Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso,
Madrid: Trotta.
_____ (2002), Teoría de la acción comunicativa, 2 tomos, México:
Taurus.
Lista, Carlos y Ana María Brígido (2002), La enseñanza del derecho
y la formación de la conciencia jurídica, Córdoba: Sima Editora.
Malem, Jorge (2008), El error judicial y la formación de los jueces,
Barcelona: Gedisa.
Melossi, Dario y Massimo Pavarini (1984), Cárcel y fábrica. Los
orígenes del sistema penitenciario, México: Siglo xxi.
Montesquieu, Charles Louis de Secondat, barón de (2003), Del
espíritu de las leyes, Madrid: Alianza.
Ovalle, José (2006), La administración de justicia en México, México:
Instituto de Investigaciones Jurídicas-Universidad Nacional
Autónoma de México.
Paniagua, Valentín (2004), Constitución, democracia y autocracia,
México: Instituto de Investigaciones Jurídicas-Universidad
Nacional Autónoma de México.
Rentería, Adrián (2002), Discrecionalidad judicial y responsabilidad,
México: Ediciones Coyoacán.
ADMINISTRACIÓN
PÚBLICA
Omar Guerrero Orozco
Definición
La voz administración pública emerge en los años de la Revolución francesa, dentro de los textos legislativos de entonces,
así como en las primeras compilaciones que dieron origen
al derecho administrativo. Pero su conceptuación primigenia
dentro de un libro se debe a Charles-Jean Bonnin, quien en
1808 acuñó el término para referir la gestión de los asuntos
del ciudadano como miembro del Estado.
En efecto, la administración pública significa la gestión
de los asuntos de la ciudadanía como integrante del Estado
en lo referente a su persona, acciones y cosas. En cuanto a su
persona, entraña la condición de miembro de la comunidad
en forma indivisible, es decir, con el carácter de colectivi-
Administración pública
27
a
dad. La gestión pública, entonces, significa la provisión de
los servicios que esa comunidad requiere y que asumen la
forma de bienes indivisibles. Conceptos como interés público, patrimonio público y utilidad pública retratan nítidamente
ese sentido de comunidad que adoptan los servicios para la
totalidad social. Públicos son el agua, el ambiente, las playas, los caminos y los canales, así como los edificios y otras
construcciones hechas para satisfacer necesidades con finalidades públicas. En cuanto a la persona del ciudadano, la
administración pública entraña las relaciones del individuo
con la comunidad y de ésta con cada uno de sus integrantes,
es decir, un ámbito donde las necesidades de la persona y lo
público se tocan y se conjugan. De modo que en lo referente
a la persona, la administración pública observa al ciudadano
como participante en la comunidad, es decir, como conscripto, contribuyente o sujeto a una carga pública (fungir como
jurado, por ejemplo). Reclama, pues, su intervención en pro
de la patria, o le exige su contribución a los gastos públicos,
o en beneficio de la administración de justicia. Puede exigirle
asumir una tarea obligatoria y gratuita que, como miembro de
la comunidad, se juzga inexcusable. Esta última, la carga pública, sin deponer su significado oneroso para quien la asume
o la padece fue, sin embargo, el origen del célebre autogobierno británico (self-government). En calidad de propietario
privado, el ciudadano puede ser reclamado para participar en
el sostenimiento del país, definiéndose sus cosas como objeto
del apetito fiscal del Estado. Pero la definición de la administración pública es todavía más extensa, pues también abraza
a la persona del individuo no tanto como integrante de la
comunidad ni en términos de sus vínculos con el espacio
público, sino puramente en su existencia privada. En efecto,
su persona, sus acciones y sus cosas le interesan por cuanto
puedan afectar a la vida: al generar un perjuicio, producir un
riesgo o amenazar la vida en común. Aquí la administración
pública se mueve en el terreno flexible donde convergen el
derecho individual y el derecho de todos, porque toda acción
singular que afecta al interés público reclama una acción preventiva o reparadora. Por ejemplo, respeta a quien por gusto
propio fuma, pero se asegura de que el humo no afecte la
salud de aquéllos que no lo consumen. La administración
pública respeta el gusto del comensal, pero procura evitar el
exceso que lleva al sobrepeso y la obesidad por ser causa de
enfermedad que, siendo del fuero individual, repercute en la
salud pública y las finanzas estatales.
Hay que apuntar que la administración pública suele ser
un convidado perpetuo en todas las sociedades, a partir de
aquéllas que pasaron la etapa de la comunidad gentilicia, es
decir, que estaban basadas en vínculos familiares. Una vez
surgido el liderazgo, aparece al mismo tiempo el personal
administrativo que de un modo tan nítido retrató Max Weber
(1959); se trata del Estado, cuya imagen conlleva irremediablemente el sello indeleble de la administración pública.
Como lo sentenció Dwight Waldo (1961), el Estado es administrativo o no es Estado. Incluso la Comuna de París, que en
1871 proyectó sustraerse del Estado, no intentó siquiera abo-
a
28
Administración pública
lir a la administración pública, sino más bien reformarla de
fondo, convirtiendo a los ministerios en comisariatos. Como
lo asegura José Posada de Herrera (1978), la administración
pública es de todos los tiempos y de todos los lugares; es, en
suma, una institución, un arte y una ciencia.
Hasta aquí, las palabras precedentes contemplaron la noción como institución. Ahora la entenderemos como arte, es
decir, como actividad continua con un sistema de aprendizaje por parte de aquellos actores que son los administradores
públicos, a quienes, hoy en día, se les atribuye el imperativo
de dominar su arte, cultivándolo y, obviamente, elevándolo
a la condición de ciencia. Quizás haya sido Johannes Althusius (1990), quien en 1603, como un conocedor profundo
del derecho romano, fuera el primero en distinguir dos tipos
de administración: una universal y otra particular; llamando a
la primera administración pública, y a la segunda administración
privada. Mientras que en la primera, el magistrado supremo
está relacionado con el cuerpo total del Estado, en la segunda
se vincula con sus miembros y con las partes del mismo. Si
bien es cierto que esta concepción del término resulta inmadura, es un precedente digno de mención.
Sin embargo, la Ilustración fue la atmósfera intelectual
en la cual se concibió la administración pública moderna,
principalmente por los ideales basados en los derechos del
hombre y del ciudadano, por su proyecto racionalista en la
construcción de las organizaciones sociales y por el sentido
deliberado que le atribuye a esa construcción. Como otras
organizaciones de Estado —el parlamento o el poder judicial— la administración pública se edifica deliberada y
racionalmente. Ya no es la cuna—la sangre y la estirpe—,
ni los estamentos ni las corporaciones, sino los ciudadanos
quienes sirven de fuente al reclutamiento de los servidores
públicos puestos al servicio de ellos mismos. De modo que
el administrador público no “nace” sino que se “hace”; el arte
de administrar se ha elevado a un proceso de aprendizaje que
corre en paralelo a la educación cívica. La administración
pública, como la entendemos hoy en día, sólo es comprensible plenamente como tal a partir del Siglo de las Luces y la
evolución que brotó entonces.
Historia, teoría y crítica
En cuanto a su historia, la administración pública es la biógrafa de sí misma, sea como institución, arte o disciplina.
Como institución, es observable que el motor de su desarrollo
son principalmente las crisis, hecho significativo que resalta,
pues es sabido que el carácter distintivo de la administración
pública es la estabilidad. En realidad, su tendencia a la continuidad obedece a etapas sucesivas de estabilización necesaria
—y hasta indispensable— para proveer los servicios públicos,
motivo por el cual genera y perfecciona tantas organizaciones como esos servicios demandan: la seguridad exterior, la
justicia, la defensa, la hacienda y la administración interior.
Pero, merced al límite del desempeño de sus organizaciones,
es frecuente su deterioro y su asincronía con los tiempos
emergentes y, por consiguiente, el asomo de una crisis que
demanda soluciones imperativas y cambios urgentes. De aquí
la emergencia de nuevas organizaciones y la reforma de las
existentes. De un modo muy general, se puede hallar el origen
de la administración pública en Asia Menor más o menos
como la conocemos y a pesar de sus borrosos orígenes. Más
precisamente, sus fuentes se remontan al Imperio sasánida
de Persia, imperio que fue enriquecido con la cultura griega,
por lo que la administración pública se erige como tributaria
del helenismo. La reforma administrativa emprendida por
el emperador romano Diocleciano en el siglo iii, tuvo allí su
inspiración, copiando al visirato —cuna del primer ministro
actual— y a las oficinas sasánidas, mismas que, después del
Imperio romano, llegaron hasta nuestros días.
Ahora bien, desplomada la parte occidental, el progreso de
la administración pública continúa en Oriente con Bizancio
y de allí, gracias a los emigrantes de Constantinopla, al Renacimiento italiano, merced a la cultura clásica así preservada.
Durante la Edad Media, Venecia también desarrolla y lega
las instituciones oligárquicas que le dan vida por casi mil
años, así como las semillas de la gerencia económica estatal.
En Italia se descubre el Código de Justiniano durante el siglo xiii (elaborado durante el siglo v en Constantinopla) que
sirve directa y decisivamente en el desarrollo del absolutismo,
y que hace revivir el ánima del Estado romano por doquier.
Así, su heredero, el Estado absolutista, reasume muchas de
sus instituciones y concibe otras más, hasta su derrumbe a
finales del siglo xviii y la erección del Estado moderno como
creación de la Revolución francesa. De Francia, merced a la
obra de Bonnin, el modelo napoleónico se proyecta sobre
Alemania, España, Portugal e Hispanoamérica.
Pasado el tiempo, su influjo diferido se deja sentir en los
Estados Unidos a finales del siglo xix y en Gran Bretaña
a principio del xx. A mediados de este siglo, la colonización imperial en África, Asia y otros países universalizan
a la administración pública, toda vez que las misiones de
expertos extienden y culminan esa labor. Al mismo tiempo
se desarrollaron los servicios civiles que convierten el arte
administrativo en una disciplina para la formación de los
funcionarios públicos. Es entonces que a partir de la década de 1940, proliferan escuelas fundadas para esa finalidad,
emergen asociaciones civiles nacionales e internacionales
para congregar a científicos y practicantes, se instituyen revistas, aparecen libros de texto en administración pública, y
los profesionales y académicos se reúnen en congresos multinacionales.
Como ciencia, la administración pública tiene su propia
prosografía que reposa en el caudaloso manantial de huellas
de su devenir, comenzando con el Arthasastra de Kautilya,
tratado de gobierno que se remonta al siglo iv a.C., cuyo
capítulo más extenso trata sobre la administración pública.
Destaca singularmente la Noticia de las dignidades (Notitia
Dignitatum), un magno documento que retrata el edificio
entero del Bajo Imperio romano, así como la crónica sobre sus funcionarios, De las magistraturas de la Constitución
Romana, elaborada por Juan de Lidia, quien fuera un distinguido estadista de la época de Justiniano. Hay que agregar
un manual sobre las precedencias bizantinas, el Kletorologion,
preparado por el oficial áulico Filoteo a mediados del largo
existir del Imperio bizantino. Del mismo género es el Diálogo del Exchequer, un tratado medieval británico elaborado
por Fitz-Nel, empleado de la corte. Otros testimonios más
advierten de riesgos y peligros, como lo hace saber el defterdar —ministro de finanzas otomano— Sari Mehmed Pasha,
o se proyectan como consejos de estadistas experimentados a
jóvenes prospectos, por ejemplo, el testamento intelectual del
célebre Nizam al Mulk —gran visir del Impero turco seljuk
durante la Edad Media—. Todos los personajes mencionados
fueron estadistas, es decir, servidores del Estado, administradores públicos de profesión que delinearon los principios
del “buen gobierno”, basándose en el razonamiento práctico.
Los principios con proyección explicativa basados en
fines científicos quizá tengan su primer precedente con Al
Mawardi, pensador administrativo del medioevo musulmán,
cuyas Ordenanzas del gobierno apuntaron al desarrollo de
categorías y generalizaciones trascendentes al simple obrar
práctico. Pero habrá que esperar hasta el siglo xviii, cuando
el alemán Johann Heinrich von Justi defina con precisión
asombrosa el concepto policía, preámbulo de lo que luego será
administración pública, que destila al grado de diferenciarla
como campo del saber diverso (y próximo) al de la política,
más allá de la economía y las finanzas. Para dicha época, se
empieza hablar de la ciencia de la policía (policeywissenschaft). Fue ésta, la primera creación de la Ilustración, algo
necesario pero insuficiente. Es con Bonnin —como lo anotamos—, cuando la administración pública asume su estatuto
científico. Desde entonces, se han sucedido progresiva y dialécticamente las contribuciones universales a la ciencia de la
administración pública.
En Francia, luego de Bonnin, destacaron Louis Marie
de La Haye Cormenin, Alexis de Tocqueville y Alexandre Vivien, después, hacia el presente, Georges Langrod y
Bernard Gournay. En España son memorables Alejandro
Oliván, José Posada de Herrera, Manuel Colmeiro y Penido, Adolfo González Posada y, hoy en día, Mariano Baena
del Alcázar y Alejandro Nieto. En Italia la figura mayúscula
fue Carlo Ferraris y, hacia nuestros días, Giuseppe Cataldi.
En Alemania brillaron Robert von Mohl, Lorenz von Stein,
Kaspar Bluntschli (de origen suizo), Otto Hintze y Max Weber. En los Estados Unidos surgieron grandes pensadores,
comenzando con Woodrow Wilson, Frank Goodnow, W. F.
Willoughby, Leonard White y, hacia la actualidad, Herbert
Simon, Fred W. Riggs y Dwight Waldo. En Gran Bretaña
se debe mencionar a Harold Laski, Herman Finer y W. H.
Moreland y, más recientemente, a E. N. Gladden y Richard
Warner. En la cultura iberoamericana, son grandes pensadores administrativos el colombiano Florentino González y el
mexicano Luis de la Rosa, ambos del siglo xix. Más próximos a nuestro tiempo: Lucio Mendieta y Núñez (México),
Rafael Bielsa (Argentina), Pedro Muñoz Amato (Puerto
Administración pública
29
a
Rico), Wilburg Jiménez Castro (Costa Rica) y Aníbal Bascuñán (Chile). Todos ellos son cultivadores de la teoría de la
administración pública y algunos, grandes críticos, innovadores e incluso iconoclastas (como Simon, Waldo y Riggs).
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
El futuro de la administración pública está ligado íntimamente a su desarrollo como disciplina científica, tanto en su
sentido estático por el conocimiento acumulado y sistemático, como en lo referente al significado dinámico a manera
de actividad de investigación continua. De modo que, por
principio, se deben fortalecer los carriles epistemológicos de
su progresión como disciplina independiente, es decir, afianzar lo que Waldo denomina ciertamente su “autoconciencia”.
Una vez en vías del eclipse de la nueva gerencia pública
—que presentó un desafío tendente a desplazarla, más que
a reemplazarla—, la administración pública debe asimilar la
experiencia pasada y sacar frutos de ese duelo epistemológico.
En efecto, una vez que el peso de la realidad mostró la inoperancia del mercado sin regulaciones mínimas en el ámbito
económico, resulta claro que, en el terreno político y en el de
la administración pública, poco puede ofrecer. Lo mismo se
puede esperar de los conceptos competencia, mercado, empresario, gerente y cliente, propuestos por la nueva gerencia como
sustitutos de régimen, hechura de política, político, funcionario y
ciudadano. Habida cuenta del dominio de aquellas nociones,
categorías como Estado y gobierno padecieron del estigma, el
abandono y la distorsión, lo mismo que la voz administración
pública. De modo que las líneas de investigación en curso deben retomar un camino parcialmente torcido, comenzando
por la reivindicación de la teoría del Estado, principalmente
redoblando los estudios sobre Estado de derecho regulador, lo
que no es otra cosa que gobernar todo aquello que el interés
público exige. Por extensión, el gobierno debe resituarse en
su esencia sin menoscabo del uso actual de antiguas fórmulas
derivadas del mismo, como gobernanza —que evoca las nociones de coordinación horizontal carentes de autoridad—.
El gobierno, como organización del poder, hace comprender
el significado de los regímenes y, por lo tanto, las modalidades
que en su seno asume la administración pública. Al comprender un Estado que gobierna y un gobierno que administra, se
entiende mejor una administración pública que gestiona la
cosa pública. La ciudadanía se ubica sólidamente como una
línea de investigación que, lamentablemente, ha sido abandonada en la era del neoliberalismo, en provecho de la clientela.
La ciudadanía sirve no sólo como centro gravitacional, como
formadora del Estado, sino también como expresión plena
de sus derechos, tanto de los humanos como de los políticos, los cuales han dado vida a nuevas organizaciones de la
administración pública. El Estado resurge como una “gran
corporación ministrante de servicios público”, como lo llamó
Herman Finer (1994: 14-15), dotado de un ánimo reforzado
para proveer de los servicios fundamentales a la sociedad. Si
a
30
Administración pública
bien es cierto que la administración pública no hará todo y
de todo, pues dejará espacio a la iniciativa individual, una vez
que va desapareciendo el entusiasmo por la privatización de
los deberes públicos, que los particulares fueron incapaces
de desempeñar, la administración pública los reasume con
sentido de responsabilidad.
Dentro de la agenda emergente, en la década pasada, destaca el cultivo de temas que, siendo de interés ancestral para
la administración pública, obtuvieron renovado interés y enriquecimiento conceptual. Destacan la rendición de cuentas
y la transparencia, dos fórmulas que favorecen la publicitación del actuar administrativo, así como la transparencia de
lo que aún son opacos espacios del trabajo burocrático. Un
tópico más consiste en la idea de administración por resultados como contraparte del usual procedimiento de apego al
reglamento, es decir, del ritualismo imperante en las faenas
gubernamentales. Repunta igualmente el beneficio indudable de sincronizar y hacer coherente el perfil del puesto en
la administración pública, que el salario no sólo sea justo,
sino también adecuado, pues en la administración pública
los cargos y los medios de administración por cuanto públicos deben separarse entre quienes los ocupan y procesan.
Asimismo, se requiere de la formulación de nuevas categorías, como de la renovación de otras, por ejemplo: ordnung,
voz alemana que significa ‘orden regulado’, y polity, que denota regímenes factuales que emanan de usos, prácticas,
costumbres. Conceptos como los referidos pueden colaborar
para replantear la interacción entre el mercado y la regulación,
esta interacción ha hecho brotar nuevos entes administrativos dedicados a dicha regulación junto con una diversidad
de organizaciones públicas autónomas. Es muy significativa
la reorganización del orden político mundial, como una contraparte de la reorganización del orden económico mundial.
Del mismo modo, la cultura administrativa planetaria, junto
con las culturas administrativas nacionales, podrán dar cabida
a nuevos estudios comparados y acercamientos teóricos que
faciliten el intercambio de información sobre experiencias de
los países, sin restricciones debidas a férulas de alcance global. Nos referimos al Banco Mundial, el Fondo Monetario
Internacional y la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos, cuyos lineamientos marcaron las rutas
de las reformas neogerenciales en la administración pública.
Bibliografía
Althusius, Johannes (1990), La política: metódicamente concebida e
ilustrada con ejemplos sagrados y profanos, Madrid: Centro de
Estudios Constitucionales.
Baena del Alcázar, Mariano (1985), Curso de ciencia de la administración, Madrid: Tecnos.
Bielsa, Rafael (1937), Ciencia de la administración, Rosario: Universidad Nacional del Litoral.
Bluntschli, M. (s.f.), Derecho público universal [1876], 2 tomos,
Madrid: J. Góngora Impresor [Ver particularmente tomo
II, cap. XIII, “La Administración”, pp. 247-259].
Bonnin, Charles-Jean (2004), Principios de administración pública,
México: Fondo de Cultura Económica.
Debbasch, Charles (1981), Ciencia administrativa, Madrid: Instituto
Nacional de Administración Pública.
Dimock, Marshall (1967), “The Meaning of Principles in Public
Administration”, en John Gaus, Leonard White y Marshall
Dimock (eds.), The Frontiers of Public Administration [1936],
New York: Russell and Russell.
Finer, Herman (1994), Teoría y práctica del gobierno moderno, Madrid: Tecnos.
Gladden, Edgar Norman (1952), An Introduction to Public Admi­
nistration, London: Staples Press.
González, Florentino (1840), Elementos de ciencia administrativa,
2 tomos, Bogotá: Imprenta de J.A. Cualla [Ver edición de
1944, Bogotá: Escuela Superior de Administración Pública].
Goodnow, Frank (1900), Politics and Administration, New York:
Russell and Russell.
Gournay, Bernard (1966), Introduction a la science administrative,
Paris: Libraire Armand Colin.
Gulick, Luther y Lyndall Urwick, eds. (1973), Ensayos sobre la
ciencia de la administración, Madrid: Escuela Nacional de
Administración.
Mohl, Roberto (1861), Scienza dell ’amministrazione, secondo i
principii dello Stato legale, Torino: Stamperia dell’ Unione
Tipografico-Editrice, fascicolo 1̊.
Moreland, W.H. (1980), “La ciencia de la administración pública”,
Revista de Administración Pública, 25 Aniversario, México.
Oliván, Alejandro (1954), De la administración pública con relación
a España, Madrid: Instituto de Estudios Políticos.
Posada de Herrera, José (1978), Lecciones de administración trasladadas por sus discípulos Juan Antonio de Bascón, Francisco de
Paula Madrazo y Juan Pérez Calbo, Madrid: Instituto Nacional de Administración Pública.
Simon, Herbert (1970), El comportamiento administrativo, Madrid:
Aguilar.
Small, Albion (1909), The Cameralists: The Pioneers of German Social
Polity, Chicago: The University of Chicago Press.
Vivien, A. (1959), Études administratives [1845], Paris: Éditions
Cujas, 2 tomos.
Von Justi, Johann Heinrich Gottlob (1996), Ciencia del Estado, Toluca:
Instituto de Administración Pública del Estado de México, Instituto Nacional de Administración Pública de México, Instituto
Nacional de Administración Pública de España, Comunidad
Autonómica de Madrid.
Von Stein, Lorenz (1897), La scienza della pubblica amministrazione,
Torino: Unione Tipografico.
Waldo, Dwight (1961), Teoría administrativa de la ciencia política,
Madrid: Tecnos.
Weber, Max (1959), “La política como vocación”, Revista de Ciencias
Políticas y Sociales, año V, núm. 16 y 17.
White, Leonard (1964), Introducción al estudio de la administración pública [1926], 4a ed., México: Compañía General de
Ediciones.
Wilson, Woodrow (1980), “El estudio de la administración”, Revista
de Administración Pública, 25 Aniversario.
Willoughby, William (1927), Principles of Public Administration,
Baltimore: The John Hopkins Press.
ANTISEMITISMO
Silvana Rabinovich
Definición
Entendido generalmente como antagonismo hacia la igualdad social y política u hostilidad contra los judíos como
colectivo, el término antisemitismo designa a la ideología que
estigmatiza a los descendientes de Sem (hijo de Noé de cuyo
linaje nació Abraham, padre de Isaac e Ismael). La generalidad de los autores entiende el antisemitismo exclusivamente
como odio a los judíos (descendientes de Isaac), aun cuando
hay otros pueblos que se inscriben en el mismo linaje bíblico
y hablan lenguas semíticas y hoy son ostensiblemente discriminados, como por ejemplo los árabes, descendientes de
Ismael (y si de discriminación religiosa en Occidente se trata,
hoy sobresale el caso del Islam). Para dirimir las discusiones
suscitadas por su uso, el odio a los judíos ha sido especificado
como judeofobia (Pierre-André Taguieff, quien retoma a León
Pinsker, 1882) y, asimismo, hoy podemos constatar la islamofobia y la arabofobia (Martín Muñoz y Grosfoguel, 2011).
Con Hannah Arendt, es posible definir el antisemitismo como una idea secular que se dio a conocer con fuerza
en los años setenta del siglo xix y que, según la autora, no
debe confundirse con el odio religioso a los judíos. Se trata
de un concepto político y social alimentado, entre otros, por
prejuicios religiosos. Debido a su aplicación a fenómenos sustancialmente diversos a lo largo de la historia, el Diccionario de
política de Norberto Bobbio propone hablar de antisemitismos en plural, que refieren a los diferentes tipos de hostilidad
contra la etnia judía como conjunto, aunque no incluye casos
puntuales, ni la crítica política contra la corriente dominante en el movimiento sionista, así como tampoco contra la
política coyuntural del gobierno de Israel. Resulta erróneo
considerar el antisemitismo como un fenómeno histórico
unitario; de ser así, debería entenderse como un problema
esencial al judaísmo. Por lo tanto, no es correcto aplicar el
término a cualquier disidencia con las políticas seguidas por
los representantes de las comunidades judías del mundo.
Es necesario distinguir entre antisemitismo y aquello que
se denomina deslegitimación de las políticas del Estado de Israel.
Filosóficamente, desde el punto de vista ético, el antisemitismo tiene un sentido universal y no particularista. El filósofo
Emmanuel Levinas (1987) considera que antisemitismo es
el odio al otro ser humano por su diferencia, que llega —por
medio de su deshumanización— hasta el asesinato. En este
sentido (que excede las fronteras del pensamiento eurocéntrico), todo genocidio —pertenezca o no la víctima a una
etnia semita— es una forma de antisemitismo.
Antisemitismo
31
a
Historia, teoría y crítica
No es posible datar con certeza el primer uso del término
antisemitismo (que sugeriría la preexistencia de una contraparte: el semitismo). A raíz de las discusiones que tuvieron
lugar en el siglo xix en torno al origen de los diversos grupos lingüísticos, que distinguen las lenguas semíticas de las
indoeuropeas (estas últimas en inglés reciben el nombre de
arias), el par de opuestos ario-semita pasa de la gramática
comparativa (Franz Bopp) al campo de la reflexión étnica (Christian Lassen, Ernest Renan). En 1864, el teólogo
Rudolf F. Grau publica Semitas e indogermanos en su relación con la religión y la ciencia. Una apología del cristianismo
desde el punto de vista de la psicología de los pueblos.1 En ese
libro, cuyo objetivo es rescatar al cristianismo de la amenaza pagana, el teólogo caracteriza como femenino (en el
particular sentido de ‘ajeno a la ciencia y a la vez legador del
monoteísmo’) al elemento aportado por los descendientes
de Sem; mientras que la estirpe de Jafet lleva la marca de la
virilidad que el autor considera propia del espíritu científico.
Su propuesta consiste en las nupcias de ambas partes, lo que
daría como resultado cierto afeminamiento (semitización)
del cristianismo. Contrariamente a la intención de Grau,
estas caracterizaciones sirvieron más tarde al racismo para
inventar el antagonismo entre arios y semitas. Ambos nacen, respectivamente, como descendientes de Jafet y Sem
(hijos de Noé). Los orígenes de la hostilidad contra los
judíos pueden ubicarse en la Biblia, particularmente en el
libro de Esther (3:8), donde se narra que, bajo el dominio
persa, el pueblo judío fue pasible de un intento abortado de
exterminio, motivado por su característica de dispersión y
por su diferenciación religiosa. Esta diferenciación, además
de la prohibición de unirse en matrimonio con determinados pueblos y del goce de ciertas libertades económicas
prohibidas por otras religiones, frecuentemente ocasionaba
la irritación de los pueblos y credos vecinos contra los judíos. Estas características distintivas suscitaron sospechas
y alimentaron el odio religioso hacia los judíos, consumado
institucionalmente por la iglesia católica en el Medioevo, a
través de las Cruzadas y de la Inquisición. El odio religioso
se encarnizó durante la Alta Edad Media y se tradujo en
prácticas de segregación y persecución que llegaron incluso
a la expulsión y a la tortura (tanto de judíos como de musulmanes). Se puede hablar de antisemitismo (político y ya
no de odio religioso) a partir de las libertades proclamadas
en la Revolución francesa, que afectaron la hegemonía del
yugo religioso y trajeron aparejada la emancipación en el
seno del judaísmo.
En el siglo xviii con la emancipación, los judíos europeos
comenzaron a liberarse de las restricciones legales y económicas que hasta entonces habían limitado sus derechos. Es
importante aclarar que el epicentro de esta corriente emancipadora se encuentra en Europa, donde más tarde se planteará
1 Véase: Olender, 2005.
a
32
Antisemitismo
como un problema la presencia de los judíos y su deseo de
integrarse a las naciones europeas. Entre los cristianos, los
jesuitas ya habían abonado a la desconfianza en materia religiosa y, en Alemania, las secuelas de la crisis económica de
1873 se hicieron sentir en las elecciones de julio de 1878. Éstas marcaron el inicio abierto del antisemitismo de la mano
de los socialistas cristianos (Adolf Stocker), que percibían la
emancipación de los judíos alemanes como un peligro para
la cultura y la economía alemanas, y demandaban establecer
un límite para su presencia en determinados puestos.
La ideología antisemita se invistió de apariencia científica
y se apoyó en las teorías del racismo como las de Gobineau
o Von Treitschke. En Hungría, el caso del asesinato de la
niña Esther Solimosy (1882), atribuido a judíos, tuvo gran
repercusión. En Austria, Georg von Schönerer fundó un
partido antisemita en 1882. Paralelamente, el odio religioso
a los judíos alimentaba el antisemitismo: ese mismo año se
difundió la lectura del panfleto de Der Talmud-Jude, escrito
en 1871 por el profesor Rohling de la Academia Católica de
Münster, con objeto de sustentar la calumnia según la cual
el Talmud indica la utilización de sangre cristiana en ciertos
rituales judíos, en una especie de reedición de los libelos de
sangre medievales. En 1899, el asesinato de Agnes Hruza
en Polna, Bohemia, marcó otra escalada de antisemitismo.
En Francia, Édouard Drumont, quien posteriormente dirigirá el periódico nacionalista La libre parole, cuyo subtítulo
era “Francia para los franceses”, publicó en 1886 La France
juive, que en 1894 recibió como respuesta L’antisémitisme,
son histoire, ses causes, de Bernard Lazare. En 1895 el capitán
Alfred Dreyfus fue acusado de traicionar al ejército francés a
favor del alemán. El caso Dreyfus azuzó aún más la polémica
frente a la cual se alzaron las voces de figuras como Georges Clemenceau, Émile Zola, Bernard Lazare, Jules Guérin,
en contra de una abrumadora mayoría antidreyfusista. En
Rusia, si bien se habían registrado algunos pogromos en
Odesa durante el siglo xix, la persecución de los judíos y la
destrucción de sus aldeas en el territorio ruso imperial (que
incluía Polonia, Ucrania y Moldavia) se desataron entre los
años 1881 y 1884, después del asesinato del zar Alejandro II,
y se recrudecieron luego entre 1903 y 1906. Esta persecución
estuvo acompañada de leyes que restringieron las actividades
y los puestos permitidos a los judíos. También en Rumania
éstos fueron expulsados de las escuelas y despojados de sus
actividades económicas. Debe destacarse la aparición, en la
Rusia zarista, del panfleto “Los protocolos de los sabios de
Sión”, de 1903, que compendia en 24 protocolos la idea antisemita acerca de la existencia de un plan judío para dominar
al mundo. El autor anónimo atribuye la redacción de este
panfleto antisemita a los participantes del Congreso Sionista
de 1897, en Basilea. A pesar de que fue probado largamente
que se trata de un fraude, el texto ha sido traducido a muchas
lenguas y actualmente puede consultarse en internet. Antes
de la Primera Guerra Mundial, el antisemitismo se debilitaba
en la Europa occidental. Sin embargo, el racismo “científico”
cobraba fuerza en Europa oriental.
En Alemania, el antisemitismo resurgió debido a la necesidad de contar con un chivo expiatorio luego de la grave
crisis de 1918. En 1921 Hitler asumió la conducción del
partido nacionalsocialista y erigió a la postura antisemita
en uno de los pilares de su plataforma política, con el fin
ganarse la simpatía de los diversos estratos sociales. Con el
triunfo electoral de 1933, la ideología antisemita se invistió
de ley. Durante la Segunda Guerra Mundial, y a causa de
los proyectos expansionistas de los nacionalismos europeos,
el antisemitismo pareció convertirse en el destino inexorable
de Europa y de sus colonias. En los Estados Unidos, también se desarrollaron las ideas antisemitas, que cobraron su
máxima intensidad en 1929, como consecuencia de la crisis
económica.
En 1920, Henry Ford publicó El judío internacional. El
primer problema del mundo. Sin embargo, las noticias sobre la
persecución y el exterminio de los judíos europeos modificó
la percepción de la opinión pública estadounidense que, de
forma mayoritaria, expresó su solidaridad para con los judíos.
En la urss, por otras razones, el gobierno stalinista sospechaba que el internacionalismo de los judíos los convertía en
parte de los “pueblos potencialmente subversivos”, por lo que
reforzó los prejuicios antisemitas en tierras fuera de Europa
(incluso más allá de la penetración que el nazismo tuvo en
otros continentes). En los países árabes el odio a los judíos,
ligado al antisionismo, emergió a raíz de los conflictos políticos y territoriales ocasionados por el surgimiento del Estado
de Israel. Si bien el antisionismo es una ideología política,
a veces apela a elementos religiosos, y es esgrimida por los
movimientos extremistas islamistas de resistencia como Hamas (aunque no debe desdeñarse la existencia de pequeños
movimientos antisionistas israelíes, algunos religiosos y otros
laicos, desde la guerra de 1967, ni tampoco las expresiones
altisonantes de arabofobia e islamofobia en la derecha israelí).
Cabe destacar que el antisemitismo se reconoce en el
negacionismo, corriente historiográfica que pretende negar
la realidad histórica del Holocausto nazi (sería importante
pensar en estos términos también la negación de la Nakba
palestina por parte del oficialismo israelí). En la corriente
negacionista de la destrucción de los judíos europeos se inscribe Robert Faurisson, quien ha sido denunciado por Pierre
Vidal-Naquet por pretender que hay dos escuelas históricas
de igual validez, la “revisionista” que él integra, y la “exterminacionista”. El historiador Saul Friedländer (2004), quien
distingue entre antijudaísmo (hostilidad) y antisemitismo
(patología), considera que la persecución y el exterminio de
los judíos perpetrados por los nazis se explica no sólo por
factores culturales y sociales, sino también psicológicos. El
sociólogo Zygmunt Bauman (2007) considera que el nombre antisemitismo, al igual que su contraparte, el filosemitismo,
deben enmarcase como variantes del alosemitismo, esto es,
un fenómeno que consiste en acotar a los judíos como pueblo completamente distinto de los demás. Se trata de una
ambigüedad que reta al orden. Ubica este fenómeno con
características que difieren según la época y considera que
la posmodernidad hace que el lugar del Otro (allos) no sea
hoy ocupado exclusivamente por los judíos, sino que otros
grupos lo ocupan de manera más notoria.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
En su monumental Historia del antisemitismo, León Poliakov
(1980-1986) plantea una continuidad desde los orígenes del
odio religioso a los judíos por parte de los padres de la iglesia católica hasta el exterminio provocado por los nazis en
la Segunda Guerra Mundial. Por su parte, Hannah Arendt
en Los orígenes del totalitarismo (1999) se opone a esta continuidad y considera el carácter propiamente moderno del
antisemitismo político, que se vincula al terror como forma
de gobierno. Arendt tampoco está de acuerdo con la reducción del fenómeno antisemita a una situación de víctima
propiciatoria que se explicaría por una causa económica y, en
consecuencia, social. Según esta postura, la falta de asimilación de los judíos a la sociedad gentil facilitaría su utilización
como foco de atención para ocultar los verdaderos motivos de
las tensiones sociales. Por otra parte, la filósofa se sorprende
de que tantos historiadores judíos se apeguen a la idea de un
“eterno antisemitismo”, pues de ese modo no reparan en el
peligro que implica el hecho de plantear el odio antisemita
como elemento aglutinante y como factor de conservación
del pueblo judío (idea que el filósofo Jean Paul Sartre desarrolló en “Reflexiones sobre la cuestión judía”, texto en que
su crítica del antisemitismo reclama asumir responsabilidad
social y política por parte de la sociedad y de los legisladores franceses). La misma preocupación de Arendt acerca de
la hipótesis del antisemitismo como factor de conservación
del pueblo judío es planteada por Abraham Burg (2007)
(ex director de la agencia judía y de la organización sionista
mundial) quien en su libro Vencer a Hitler, dedicado a Arendt,
sostiene que el Holocausto nazi no puede seguir teniendo un
papel fundamental en toda la vida judía y del Estado de Israel.
Lejos de todo negacionismo e incluso del antisionismo,
Burg manifiesta su preocupación por un país cuya política
tiende a olvidar los principios morales que la inspiraron, velados por el tabú que constituye la amenaza de la repetición
del horror nazi, pero esta vez fuera de Europa. Adorno y
Horkheimer, en la Dialéctica de la Ilustración (2009), conciben
el antisemitismo como parte integral de las ambigüedades
propias de la modernidad ilustrada y lo definen como un
caso de falsa proyección, ya que proyecta lo más íntimo y
familiar como característica del enemigo y se expresa como
odio feroz a la diferencia. Según estos autores, el antisemitismo forma parte de un curioso fenómeno en la recepción,
ya que la burguesía, desde un lugar que se pretende exterior
a esa animadversión y que aspira a la ecuanimidad, plantea
la necesidad de culpabilizar también a la víctima, pese a que
al mismo tiempo reconozca el error de percepción por parte
del antisemita.
Antisemitismo
33
a
En la actualidad, pueden mencionarse dos grandes corrientes: por un lado, los que identifican el antisemitismo
con el antisionismo y con la denominada deslegitimación de
las políticas del Estado de Israel y, por otro, aquéllos que los
consideran como fenómenos diferenciados, asumiendo una
perspectiva que replantea la relación entre política y ética y
abriendo así un espacio a la crítica. Un exponente del primer
grupo es Pierre-André Taguieff (2003), quien asocia la “nueva
judeofobia” con los discursos antisionistas, los islamistas y los
propalestinos, que reemplazan al objeto de odio étnico por
el estado nacional judío. El autor asocia dos neologismos:
israelofobia y palestinofilia, considerando la incompatibilidad
de estar a favor del pueblo palestino y del israelí. El “nuevo
antisemitismo”, según Taguieff, utiliza el discurso antirracista
(antiimperialista y hostil a la globalización) con fines antijudíos (antisionistas). El autor descalifica a los judíos críticos
como “judíos antijudíos”. En las antípodas de esta definición
restringida a la insitucionalidad del judío, Paul Mendes-Flohr
(2007), inspirado en el pensamiento de Martin Buber, amplía
el horizonte, recordando la intersubjetividad como espacio
hospitalario de los diferentes que constituye un elemento
vital de cualquier institución.
En México, Judit Bokser (2001) retoma el argumento de
judeofobia de Taguieff, inscribiéndolo en una noción más abarcadora que comporta un antisemitismo unitario y de gran
alcance cuya singularidad se basa en la continuidad de las fundamentaciones religiosa, cultural y racial, y que por lo tanto
desbordan el mero racismo. Actualmente, Bokser aborda
esta cuestión tanto desde la judeofobia como desde la deslegitimación del Estado de Israel y del antisionismo, y lleva
adelante un rastreo y una clasificación de las publicaciones
mexicanas que pretenden ejercer alguna crítica a las situaciones bélicas concernientes al Estado de Israel. Cualquier
mención considerada imprudente de resonancias del exterminio judío en la actualidad es descalificada por esta corriente
como banalización del exterminio. De esta forma, se preserva la unicidad (no sólo la indiscutible singularidad) de este
acontecimiento, con el nombre bíblico de Shoah. Otra voz
afín que puede escucharse en Latinoamérica es la de Gustavo Perednik (2008), quien retoma el término judeofobia
de Taguieff y lo adosa al antisionismo al sostener que, en la
práctica, quien es antisionista resulta necesariamente judeofóbico, pues el antisionismo propone acciones que llevarían
a la muerte de millones de judíos.
En las antípodas de la corriente recién descrita, se encuentran varios intelectuales israelíes (considerados por aquéllos
como fenómenos de auto-odio). El primer caso, anteriormente mencionado, es el de Abraham Burg (2007) cuyo libro es
inquietante, entre otras cosas, por su trabajo fino de análisis
del discurso político israelí. En esa misma línea se inscribe
el libro de Idith Zertal, La nación y la muerte. La Shoah en
el discurso y la política de Israel. En Estados Unidos se conocen los trabajos de Gil Anidjar (2003), quien en The Jew, the
Arab, sigue el pensamiento filosófico de Jacques Derrida, a
partir del cual plantea elaborar, desde el reverso, la historia
a
34
Antisemitismo
del enemigo como inherente a Europa. Según este autor, el
antisemitismo se encuentra con estos dos descendientes de
Sem (también de Abraham), alternadamente, que ocupan
el lugar del paria (a propósito del epíteto musulmán que se
utilizaba para designar a los parias del campo de exterminio
nazi). Entre el judío y el árabe, según este pensador, se halla
lo mesiánico como condición para pensar en el vínculo entre
religión y política.
El historiador israelí Ilán Pappé, descalificado como un
caso más de auto-odio pese al reconocimiento académico
internacional del que gozan sus textos, también busca escribir la historia desde el reverso. En su libro La limpieza
étnica de Palestina aborda la memoria de la Nakba, que en
árabe significa ‘catástrofe’ y que comparte la fecha con lo
que en hebreo se llama “guerra de independencia”. Cabe
mencionar tanto a Noam Chomsky como a Judith Butler,
ambos académicos estadounidenses que, en tanto judíos,
critican la reducción del antisemitismo al servicio de los
intereses geopolíticos del Estado de Israel.
La filosofía ayuda a ampliar el horizonte de este difícil
debate actual. En su búsqueda de lo universal, siempre parte
de lo particular, pero debe mantenerse sensible a la singularidad. Jean François Lyotard en Heidegger y “los judíos”, no
se refiere a éstos como “el judaísmo” (una esencia) ni como
una nación particular, sino como la figura de alteridad que
obsesiona a Europa y su horizonte de pensamiento basado
en la identidad. Gustavo Perednik (2008) descalifica esta
definición como judeofobia encubierta. Asimismo desde la
filosofía, inspirado en Emmanuel Levinas y en Michel Henry, Alain David (2001) escribe, con un prefacio de Jacques
Derrida, un ensayo filosófico fenomenológico en torno al
reverso de los conceptos de racismo y antisemitismo. Al constatar que el activismo voluntarista no alcanza para combatir
el antisemitismo, el filósofo ofrece una contribución ética
desde la fenomenología que atañe a una exigencia de justicia incondicional, heredera de las reflexiones derridianas en
torno a un compromiso con “lo imposible”, como en el caso
de la hospitalidad sin condiciones. En otras palabras, la ética
heterónoma heredera de Levinas y Derrida permite pensar
una política en tanto arte de lo imposible.
En este marco, el antisemitismo —entendido en su sentido amplio como el odio al otro ser humano por causa de su
otredad— no se combate con buenas intenciones ni con un
estado de alerta permanente (que por supuesto son necesarios) sino con un respeto infinito por la alteridad.
Bibliografía
Adorno, Theodor y Max Horkheimer (2009), Dialéctica de la Ilustración, Madrid: Trotta.
Anidjar, Gil (2003), The Jew, the Arab. A History of the Enemy, Stanford, California: Stanford University Press.
_____(2008), Semites. Race, Religion, Literature, Stanford, California:
Stanford University Press.
“Anti-semitism” (2002-2011), en Jewish Encyclopedia. Disponible
en: <http://www.jewishencyclopedia.com/view.jsp?artid=1603&letter=A>.
Arendt, Hannah (1999), Los orígenes del totalitarismo, Madrid:
Taurus.
Bauman, Zygmunt (2007), “Alosemitismo: premoderno, moderno, posmoderno”, en Paul Mendes-Flohr, Yom Tov Assis
y Leonardo Senkman (eds.), Identidades judías, modernidad
y globalización, Buenos Aires: Centro Internacional para la
Enseñanza Universitaria de la Cultura Judía-Universidad
Hebrea de Jerusalén, Ediciones Lilmod, pp. 21-38.
Bobbio, Norberto, Nicola Mateucci y Gianfranco Pasquino
(2005), Diccionario de Política, México: Siglo xxi.
Bokser, Judit (2001), “El antisemitismo: recurrencias y cambios
históricos”, Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, año XVIL, núm. 182-183, pp. 101-132. Disponible
en: <http://www.miaulavirtual.com.mx/ciencias_sociales/
Revista_UNAM/RevistaUnamPDF/RCMPYS%20NUM182-183.pdf#page=101>.
_____ (2007), “El lugar cambiante de Israel en la comunidad judía
de México: centralidad y procesos de globalización”, en Paul
Mendes-Flohr, Yom Tov Assis y Leonardo Senkman (eds.),
Identidades judías, modernidad y globalización, Buenos Aires:
Centro Internacional para la Enseñanza Universitaria de la
Cultura Judía-Universidad Hebrea de Jerusalén, Ediciones
Lilmod, pp. 455-480.
Brauman, Rony y Eyal Sivan (2000), Elogio de la desobediencia,
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Buber, Martin (2009), Una tierra para dos pueblos, Paul Mendes-Flohr
(ed. y pról.), Silvana Rabinovich (trad.), Salamanca: Universidad Nacional Autónoma de México, Sígueme.
Burg, Abraham (2007), Lenatzeaj et Hitler [Vencer a Hitler], Tel
Aviv: Yodiot Aharonot, Hemed Books.
Butler, Judith, (2006), “La acusación de antisemitismo: Israel, los
judíos y el riesgo de la crítica pública”, en Vida precaria. El poder del duelo y la violencia, Buenos Aires: Paidós, pp. 133-161.
Chomsky, Noam y Ilán Pappé (2010), Gaza in Crisis. Reflections on
Israel’s War Against the Palestinians, London: Penguin Books
David, Alain (2001), Racisme et Antisémitisme. Essai de philosophie
sur l’envers des concepts, Paris : Ellipses.
Derrida, Jacques (1986), Schibboleth. Pour Paul Celan, Paris: Galilée
Derrida, Jacques y Jürgen Habermas (2004), Le “concept” du 11
septembre. Dialogues à New York (octobre-décembre 2001) avec
Giovanna Borradori, Paris: Galilée.
Friedländer, Saul (2004), ¿Por qué el Holocausto? Historia de una
psicosis colectiva, Barcelona: Gedisa.
Kaufman, Alejandro (1998), “Aproximaciones para una caracterización del antisemitismo de fin de siglo”, en Inés Izaguirre
(coord. y comp.), Violencia social y derechos humanos, Buenos
Aires: Eudeba. Disponible en: <http://www.iigg.fsoc.uba.ar/
conflictosocial/libros/violencia/violencia.pdf>.
Levinas, Emmanuel (1987), De otro modo que ser o más allá de la
esencia, Salamanca: Sígueme.
_____ (2002), Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
“Los Protocolos de los Sabios de Sion: cronología” (s. f.), en Enciclopedia del Holocausto. Disponible en: <http://www.ushmm.
org/wlc/es/article.php?ModuleId=10007422>.
Lyotard, Jean-François (1995), Heidegger y “los judíos”, Buenos
Aires: La Marca.
Martín Muñoz, Gema y Ramón Grosfoguel (2011), La islamofobia a debate. La genealogía del miedo al islam y la construcción
de los discursos antiislámicos, Madrid: Casa Árabe-Instituto
Internacional de Estudios Árabes y del Mundo Musulmán.
Mendes-Flohr, Paul (2007), “Prefacio”, en Paul Mendes-Flohr,
Yom Tov Assis y Leonardo Senkman (eds.), Identidades
judías, modernidad y globalización, Buenos Aires: Centro
Internacional para la Enseñanza Universitaria de la Cultura
Judía-Universidad Hebrea de Jerusalén, Ediciones Lilmod,
pp. 11-20.
Olender, Maurice (2005), Las lenguas del paraíso, Buenos Aires:
Fondo de Cultura Económica.
Pappé, Ilán (2008), La limpieza étnica de Palestina, Barcelona: Crítica.
Perednik, Gustavo (2008), “Lyotard y el peligro de las entelequias”, Revista Catoblepas. Revista crítica del presente, núm.
80, p. 5. Disponible en: <http://www.nodulo.org/ec/2008/
n080p05.htm>.
Pinsker, León, (1882) “Auto-Emancipation”, en Jewish Virtual Library. Disponible en: <http://www.jewishvirtuallibrary.org/
jsource/Zionism/pinsker.html>.
Poliakov, León (1980-1986), El antisemitismo, 5 vols., Barcelona:
Muchnik.
Said, Edward (2006), Freud y los no europeos, Barcelona: Global
Rythm Press.
Samuels Shimon, Mark Weitzman y Sergio Widder, eds. (2009),
Antisemitismo: el odio genérico. Ensayos en memoria de Simon
Wiesenthal, Buenos Aires: Lilmod.
Sartre, Jean Paul (2005), La cuestión judía, Barcelona: Seix Barral.
Taguieff, Pierre-André (2003), La nueva judeofobia, Barcelona:
Gedisa.
Traverso, Enzo (2013), La fin de la modernité juive. Histoire d’un
tournant conservateur, Paris: La Découverte.
Vidal Naquet, Pierre (1994), Los asesinos de la memoria, México:
Siglo xxi.
Zertal, Idith (2010), La nación y la muerte. La Shoah en el discurso y
la política de Israel, Madrid: Del Nuevo Extremo.
APROBACIÓN
PRESIDENCIAL
Ricardo Román Gómez Vilchis
Definición
La aprobación presidencial es definida como la evaluación
que los ciudadanos realizan, en un determinado momento,
sobre el desempeño del presidente y que muestra el apoyo y
respaldo político que el votante otorga al Ejecutivo en materia de políticas públicas. Los estudios que la han analizado
se centran en dos preguntas: 1) ¿en qué piensa la ciudadanía cuando aprueba o rechaza lo que hace el presidente?, y
2) ¿de qué le sirve la aprobación presidencial al Ejecutivo?
La primera pregunta se enfoca en las determinantes de la
aprobación presidencial, es decir, en su análisis como varia-
Aprobación presidencial
35
a
ble dependiente. La segunda busca examinar los efectos de
la aprobación presidencial, esto es, su estudio como variable
independiente. A continuación se describen y desarrollan
ambas perspectivas.
Historia, teoría y crítica
Los primeros estudios enfocados en el análisis de las determinantes de la aprobación presidencial se realizaron en
Estados Unidos durante los años setenta. Éstos retoman los
postulados de la literatura sobre el comportamiento político
del votante, es decir, de las escuelas de Columbia (Berelson et
al., 1954), Michigan (Campbell et al., 1960) y la de elecciones racionales (Downs, 1957). De tal forma, se asume que el
ciudadano aprueba al presidente cuando considera que éste
ha hecho un buen trabajo en materia de políticas públicas,
principalmente en el manejo de la economía, el desempleo
y la inflación. En principio, se encontró un efecto directo sobre la aprobación presidencial de las condiciones económicas,
los indicadores de la inflación y el desempleo. La lógica era
simple: al aumentar el desempleo o la inflación, el ciudadano
consideraba que el Ejecutivo no hacía un buen trabajo y lo
castigaba con una baja aprobación. En caso contrario, si el
desempleo o la inflación disminuían, la gente pensaba que
el presidente realizaba una buena labor; por lo que, se le recompensaba con una alta aprobación. Estos primeros estudios
asumen que las principales determinantes de la aprobación
presidencial son los indicadores objetivos de la economía y
que, a partir de ellos, se puede inferir que el ciudadano es
capaz de percibir cambios en el contexto económico, valorarlos y tomarlos en consideración para evaluar al presidente.
Las críticas a estos enfoques indicaban que era necesario “medir” de manera directa la percepción del ciudadano
sobre la economía, en vez de limitar el análisis a los efectos
que los indicadores económicos tenían en el votante cuando
éste juzgaba el trabajo del Ejecutivo. Si bien es cierto que el
debate comenzó a centrarse en cómo la percepción sobre la
economía afectaba la forma en que el ciudadano evaluaba al
presidente, las líneas de investigación fueron diversas. Algunos autores (Downs, 1957; Markus, 1988) enfatizaron que la
opinión del votante sobre el presidente dependía principalmente de cómo el ciudadano percibía su economía personal,
en otras palabras, qué tan bien le iba a su bolsillo (en inglés
a este enfoque se le conoce como pocketbook). En contraste,
otros investigadores (Clarke y Stewart, 1994; Kenski, 1977)
subrayaron que la apreciación de la ciudadanía sobre qué
tanto el Estado conserva la economía de la nación (visión
sociotropic en inglés) era la variable que tenía mayores efectos
sobre la aprobación presidencial. Asimismo, otros estudiosos
de este campo han centrado la discusión en la perspectiva
temporal de la que parte el ciudadano cuando juzga el trabajo
del presidente a partir de la economía. Para algunos (Fiorina,
1981; Fiorina et al., 2003), el votante piensa principalmente en el estado de la economía en los últimos meses cuando
aprueba o rechaza el trabajo del presidente, es decir, maneja
a
36
Aprobación presidencial
una visión retrospectiva (en inglés retrospective). Para otros
(Kinder y Kiewiet, 1979; MacKuen et al., 1992), el ciudadano
está concentrado en qué ocurrirá con el futuro de la economía cuando evalúa la labor del Ejecutivo; se utiliza una visión
prospectiva (prospective).
De tal forma, desde una visión economicista los análisis
de la aprobación presidencial pueden utilizar cuatro diferentes enfoques: pocket retrospective, pocket prospective, sociotropic
retrospective y sociotropic prospective. Otros especialistas en el
comportamiento político, si bien reconocen la importancia
de la economía como determinante clave de la opinión ciudadana sobre el presidente, ponen énfasis en que las variables
políticas y los atributos “personales” del Ejecutivo afectan la
aprobación presidencial. Estos trabajos han utilizado diversos
enfoques que subrayan, entre otros aspectos, la política exterior (Kernell, 1978), los escándalos (Ostrom y Simon, 1989),
la difusión de noticias a través de los medios de comunicación (Miller y Krosnick, 2000), el conocimiento político del
votante (Baum, 2005), la identificación y empatía que siente
el votante por el presidente (Thomas et al.,1984), los discursos presidenciales (Ragsdale, 1987), los viajes del Ejecutivo
(Ostrom y Simon, 1989), la relevancia de los temas de interés nacional en la opinión pública (Edwards et al.,1995), los
problemas políticos (Nadeau et al.,1999), las instituciones
políticas como el gobierno dividido (Nicholson et al., 2002),
por mencionar sólo algunos.
Desde el punto de vista metodológico, estos trabajos pueden concentrar su análisis en el nivel individual (la opinión del
ciudadano) o en el agregado (la evaluación de la nación en su
conjunto sobre el presidente). Recientemente, algunas investigaciones (Cohen, 2002; Cohen y Powell, 2005) han optado
por utilizar un punto intermedio: ni el nivel individual ni el
nacional, concentrando su atención en la evaluación que las
entidades federativas —los estados— hacen del Ejecutivo.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
Si bien es cierto que la gran mayoría de los análisis ya mencionados sobre la aprobación presidencial se han enfocado
en las llamadas democracias consolidadas, principalmente en
Estados Unidos, desde la política comparada, los esfuerzos
por comprender qué determina la aprobación presidencial en
otros contextos son cada vez más frecuentes. La evidencia
empírica muestra que en Perú (Arce, 2003), los ciudadanos
aprueban al Ejecutivo tomando en cuenta lo que éste ha
hecho en materia económica, pero también ponderan las
políticas públicas del presidente orientadas a terminar con
la guerrilla. En Brasil (Geddes y Zaller, 1989) los votantes
de menor conocimiento político y que han sido expuestos a
los medios son los más susceptibles a los mensajes del presidente. En Argentina y Venezuela, el impacto que tiene la
percepción sobre la economía en la aprobación presidencial
es afectado por el grado de institucionalización del sistema de
partidos (Gélineau, 2007). Uno de los primeros trabajos sobre
la aprobación presidencial en México muestra que la gente juzga la labor del presidente usando su identificación partidista
y sus percepciones sobre lo que el Ejecutivo hace para reducir
la corrupción (Davis y Langley, 1995).
A pesar de este descubrimiento, en México, la mayoría de las investigaciones se han centrado en el impacto
que las variables económicas, los indicadores objetivos y
las percepciones de la ciudadanía sobre la economía, tienen en la aprobación presidencial. Buendía (1996) sostiene
que el apoyo del votante hacia el presidente depende de la
variación de las condiciones objetivas de la economía, por
ejemplo, los niveles de la inflación y el desempleo. Dicho
estudio utiliza variables principalmente a nivel agregado. La
lógica es sencilla: si el desempleo o la inflación aumentan, la
gente se disgusta con el Ejecutivo y lo castiga con una baja
aprobación; si no ocurre así, y la economía resulta próspera, el ciudadano “premia” al presidente y aprueba su trabajo.
Villarreal (1999) muestra resultados similares a los de Buendía (1996), pero utiliza variables a nivel individual, como la
percepción del ciudadano. Agrega una variable clave en su
análisis, que estadísticamente resulta significativa: la opinión de la gente sobre el Tratado de Libre Comercio (tlc)
(Villarreal, 1999). Magaloni (2006) logra, en cierto modo,
conjuntar los resultados de Buendía (1996) y de Villarreal
(1999), ya que incluye en su investigación variables a nivel
agregado y a nivel individual. Confirma que la economía
tiene fuertes efectos cuando el ciudadano juzga la labor del
presidente. Otros estudios han explorado los efectos que la
aprobación presidencial tiene sobre la intención del voto en
México, entre otros: Domínguez y McCann (1995), Kaufman y Zuckermann (1998) y Moreno (2009). En general,
se argumenta que una alta aprobación influye para que los
ciudadanos voten por el partido del presidente.
Como se mencionó al principio, los estudios sobre la aprobación presidencial, además de discutir sus determinantes,
pueden también centrarse en la siguiente pregunta: ¿de qué le
sirve la aprobación presidencial al Ejecutivo? Desde esta perspectiva, el análisis se centra en los efectos de la aprobación
presidencial, es decir, en su funcionamiento como variable
independiente. Si bien es cierto que desde los años ochenta
se sabe que la aprobación presidencial afecta la preferencia
electoral —una alta aprobación del Ejecutivo hace que el ciudadano tienda a votar por el partido del presidente (Clarke y
Stewart, 1994; Fiorina, 1981; MacKuen et al., 1992) —, otro
tipo de investigaciones han tratado de “rastrear” si la aprobación presidencial tiene otros efectos, además de influir en el
voto. En específico, varios autores (Edwards, 1976; Pritchard,
1983; Rivers y Rose, 1985) se han preguntado si el hecho de
que el presidente cuente con el respaldo del votante, esto es,
con una alta aprobación, influye en las decisiones de los congresistas al evaluar una iniciativa que el Ejecutivo respalda.
En este debate, hay dos posiciones principales: la primera
sostiene que la aprobación presidencial le “sirve” al Ejecutivo
cuando envía o respalda una iniciativa que se discute en el
Congreso (Canes-Wrone y De Marchi, 2002; Edwards, 1976;
1989). Los legisladores utilizan la aprobación presidencial
como una señal de las preferencias de los ciudadanos en materia de políticas públicas. De tal forma, una alta aprobación
sugiere que el ciudadano apoya las políticas del Ejecutivo y
al presidente mismo, por lo que, para “avanzar” en su carrera
política, los congresistas tienden a votar a favor de la iniciativa
presidencial. De no existir una alta aprobación presidencial,
el legislador interpreta que la gente no apoya al presidente
ni a sus iniciativas; por lo tanto, los congresistas no votan en
favor de las iniciativas enviadas por el Ejecutivo. El segundo
enfoque (Bond y Fleisher, 1980; Cohen et al., 2000) cuestiona los efectos de la aprobación presidencial; señala que si
existen tales efectos, éstos deben ser marginales cuando el
Congreso evalúa las iniciativas del Ejecutivo. A continuación,
se presentan con mayor detalle ambos enfoques.
Uno de los primeros trabajos fue el de George Edwards
(1976), quien encuentra una fuerte correlación entre la aprobación presidencial y el apoyo legislativo para el presidente.
Este autor intenta depurar su análisis en otra investigación
(Edwards, 1989); al desagregar los resultados que obtuvo en
un principio halla que en la Cámara de Diputados la aprobación presidencial afecta el voto de los congresistas, pero
sus efectos son menores en el Senado. En este mismo estudio, Edwards (1989) descubre que la aprobación presidencial
tiene mayores efectos en los legisladores que pertenecen al
partido del presidente, que en los congresistas de la oposición.
Pritchard (1983) descubre resultados similares a los de
Edwards (1976), con un aporte principal: los efectos de la
aprobación presidencial en el comportamiento legislativo
son más evidentes en materia de política interior que de
política exterior. Siguiendo esta misma línea de investigación, Canes-Wrone y De Marchi (2002) realizan un
estudio pormenorizado sobre los efectos de la aprobación
presidencial en el comportamiento legislativo. Estos autores sostienen que los efectos de la aprobación presidencial
dependen de que la iniciativa promovida por el presidente sea “sobresaliente” y “compleja”. En el primer caso, un
legislador podrá ser influido por una alta aprobación presidencial sólo si la iniciativa apoyada por el presidente toca
un tema relevante para la opinión pública. De no ser así,
el congresista estará inmune a los efectos de la “popularidad” del Ejecutivo. En el segundo caso, el tema debe ser
lo suficientemente complejo, es decir, la ciudadanía debe
mostrar una opinión cambiante en torno a la temática que
compete a la iniciativa; de tal manera, si hay una alta aprobación presidencial, los legisladores podrán asumir que el
votante apoya la iniciativa del Ejecutivo y lo respalda, por
lo que el legislador dará un voto a favor en el Congreso.
Del otro lado del debate, un grupo de estudiosos sostiene
que los efectos de la aprobación presidencial son nulos o marginales. Bond y Fleisher (1980) encuentran que en sí misma
la aprobación presidencial no afecta el comportamiento legislativo, ya que sus efectos dependen de quien controla alguna
de las Cámaras. Si el partido del presidente tiene una amplia
mayoría en el Congreso, la aprobación presidencial posee
Aprobación presidencial
37
a
efectos positivos en el voto de los legisladores. Si la oposición
es mayoría, la aprobación presidencial posee efectos negativos
sobre el comportamiento de los legisladores, quienes —al
pertenecer a un partido distinto al del presidente— cuentan
con incentivos para frustrar los planes de un Ejecutivo que
resulta popular entre la ciudadanía. Cohen, Bond y Fleisher
(2000) sostienen que, si existen, los efectos de la aprobación
presidencial son de tipo indirecto, es decir, pueden influir en
el voto de los congresistas, pero sólo por medio de la identidad partidista. Los legisladores más vulnerables son entonces
aquéllos que pertenecen al partido del presidente.
Las investigaciones y hallazgos sobre la aprobación presidencial, sus determinantes y efectos, han concentrado sus
esfuerzos en el análisis de la figura presidencial en las democracias consolidadas, en específico de Estados Unidos.
Lo anterior contrasta con los estudios desde la perspectiva
de la política comparada, los cuales se reducen a esfuerzos
mínimos, como es el caso del estudio de la aprobación del
Ejecutivo en democracias emergentes. Todavía se desconoce
si la aprobación presidencial en estos países tiene las mismas
determinantes (indicadores objetivos de la economía y la percepción de la ciudadanía sobre el trabajo del presidente en
materia económica) que en las viejas democracias.
Puede suponerse que en contextos caracterizados por altos
índices de criminalidad y corrupción, como los de las nuevas
democracias, los indicadores económicos no son las mejores
variables para predecir la aprobación presidencial, y que los
temas políticos como el crimen y la corrupción guían la mente
del votante cuando evalúa al Ejecutivo. Por otro lado, las investigaciones sobre los efectos de la aprobación presidencial
en contextos distintos a los de las democracias consolidadas
son materialmente inexistentes. Hoy se desconoce si un fuerte y sólido respaldo al presidente puede constituir un factor
que incida para una eventual consolidación democrática en
naciones que han abandonado los regímenes autoritarios.
Bibliografía
Arce, Moises (2003), “Political Violence and Presidential Approval
in Peru”, The Journal of Politics, vol. 65, pp. 572-583.
Baum, Matthew (2005), “Talking the Vote”, American Journal of Political Science, vol. 49, núm. 2, pp. 213-234.
Berelson, Bernard R., Paul F. Laszarsfeld y William McPhee
(1954), Voting. A Study of Opinion Formation in a Presidential
Campaign, Chicago: University of Chicago Press.
Bond, Jon R. y Richard Fleisher (1980), “The Limits of Presidential
Popularity as a Source of Influence in the U.S. House”, Legislative Studies Quarterly, vol. 5, núm. 1, pp. 69-78.
Buendía, Jorge (1996), “Economic Reform, Public Opinion and
Presidential Approval in Mexico 1988-1993”, Comparative
Political Studies, vol. 29, núm. 5, pp. 566-591.
Campbell, Angus, Philip E. Converse, Warren E. Miller y Donald
Stokes (1960), The American Voter, New York: John Wiley.
Canes-Wrone, Brandice y Scott de Marchi (2002), “Presidential
Approval and Legislative Success”, The Journal of Politics, vol.
64, núm. 2, pp. 491-509.
a
38
Aprobación presidencial
Clarke, Harold y Marianne C. Stewart (1994), “Prospections,
Retrospections and Rationality. The ‘Bankers’ Model of Presidential Approval Reconsidered”, American Journal of Political
Science, vol. 38, núm. 4, pp. 1104-1123.
Cohen, Jeffrey E. (2002), “The Polls: Policy-Specific Presidential
Approval, Part 2”, Presidential Studies Quarterly, vol. 32, núm.
4, pp. 779-788.
Cohen, Jeffrey E., Jon R. Bond, Richard Fleisher y John A.
Hamman (2000), “State-Level Presidential Approval and
Senatorial Support”, Legislatives Studies Quarterly, vol. 25,
núm. 4, pp. 577-590.
Cohen, Jeffrey E. y Richard Powell (2005), “Building Public Support
from the Grassroots Up: The Impact of Presidential Travel on
State-Level Approval”, Presidential Studies Quarterly, vol. 35,
núm. 1, pp. 11-27.
Davis, Charles L. y Ronald E. Langley (1995), “Presidential Popularity in a Context of Economic Crisis and Political Change:
The Case of Mexico”, Studies in Comparative International
Development, vol. 30, núm. 3, pp. 24-48.
Domínguez, Jorge I. y James McCann (1995), “Shaping Mexico’s
Electoral Arena: The Construction of Partisan Cleavages in
the 1988 and 1991 National Elections”, The American Political
Science Review, vol. 89, núm. 1, pp. 34-48.
Downs, Anthony (1957), An Economic Theory of Democracy, New
York: Harper Collins.
Edwards, George (1976), “Presidential Influence in the Senate”, American Politics Quarterly, vol. 5, núm. 4, pp. 481-501.
_____ (1989), At the Margins, New Haven, London: Yale University Press.
Edwards, George, William Mitchell y Reed Welch (1995),
“Explaining Presidential Approval: The Significance of Issue Salience”, American Journal of Political Science, vol. 39,
pp. 108-134.
Fiorina, Morris P. (1981), Retrospective Voting in American National
Elections, New Haven: Yale University Press.
Fiorina, Morris P., Samuel Abrams y Jeremy Pope (2003), “The
2000 U.S. Presidential Election. Can Retrospective Voting Be
Saved?”, British Journal of Political Science, vol. 33, pp. 163-187.
Geddes, Barbara y John Zaller (1989), “Sources of Popular Support
for Authoritarian Regimes”, American Journal of Political Science, vol. 33, núm. 2, pp. 319-347.
Gélineau, François (2007), “Political Context and Economic Accountability: Evidence from Latin America”, Political Research
Quarterly, vol. 69, núm. 3, pp. 415-428.
Kaufman, Robert y Leo Zuckermann (1998), “Attitudes toward
Economic Reform in Mexico. The Role of Political Orientations”, The American of Political Science Review, vol. 92, núm.
2, pp. 359-375.
Kenski, Henry C. (1977), “Inflation and Presidential Popularity”, The
Public Opinion Quarterly, vol. 41, núm. 1, pp. 86-90.
Kernell, Samuel. (1978), “Explaining Presidential Popularity. How
Ad Hoc Theorizing, Misplaced Emphasis, and Insufficient
Care in Measuring One’s Variables Refuted Common Sense
and Led Conventional Wisdom Down the Path of Anomalies”, The American Political Science Review, vol. 72, núm.
2, pp. 506-522.
Kinder, Donald y Roderick Kiewiet (1979), “Economic Discontent
and Political Behavior”, American Journal of Political Science,
vol. 23, núm. 3, pp. 495-527.
MacKuen Michael, Robert S. Erikson y James Stimson (1992),
“Peasants or Bankers? The American Electorate and the U.S.
Economy”, The American Political Science Review, vol. 86, núm.
3, pp. 597-611.
Magaloni, Beatriz (2006), Voting for Autocracy, Cambridge: Cambridge University Press.
Markus, Gregory (1988), “The Impact of Personal and National Economic Conditions on the Presidential Vote”, American Journal
of Political Science, vol. 32, núm. 1, pp. 137-154.
Miller, Joanne y Jon Krosnick (2000), “The News Media Impact on
the Ingredients of Presidential Evaluations”, American Journal
of Political Science, vol. 44, núm. 2, pp. 301-315.
Moreno, Alejandro (2009), La decisión electoral. Votantes, partidos y
democracia en México, México: Miguel Ángel Porrúa.
Nadeau, Richard, Richard Niemi, David P. Fan y Timothy Amato
(1999), “Elite Economic Forecasts, Economic News, Mass
Economic Judgments, and Presidential Approval”, The Journal
of Politics, vol. 61, núm. 1, pp. 109-135.
Nicholson, Stephen, Gary M. Segura y Nathan D. Woods (2002),
“Presidential Approval and the Mixed Blessing of Divided
Government”, The Journal of Politics, vol. 64, núm. 3, pp.
701-720.
Pritchard, Anita (1983), “Presidents Do Influence Voting in the U.S.
Congress: New Definitions and Measurements”, Legislative
Studies Quarterly, vol. 8, núm. 4, pp. 691-711.
Ostrom, Charles y Dennis M. Simon (1989), “The Impact of Televised Speeches Foreign Travel on Presidential Approval”, The
Public Opinion Quarterly, vol. 53, núm. 1, pp. 58-82.
Ragsdale, Lyn (1987), “Presidential Speechmaking and the Public Audience 1987”, The Journal of Politics, vol. 49, núm. 3,
pp. 704-736.
Rivers, Douglas y Nancy L. Rose (1985), “Passing the President’s
Program: Public Opinion and Presidential Influence in Congress”, American Journal of Political Science, vol. 29, núm. 2,
pp. 183-196.
Thomas, Dan, Lee Sigelman y Larry Baas (1984), “Public Evaluations of the President: Policy, Partisan, and ‘Personal’
Determinants”, Political Psychology, vol. 5, núm. 4, pp. 531-542.
Villarreal, Andrés (1999), “Public Opinion of the Economy and
the President among Mexico City Residents: The Salinas
Sexenio”, Latin American Research Review, vol. 34, núm. 2,
pp. 132-151.
ASOCIACIONES
VOLUNTARIAS 1
Ricardo Tirado
Definición
La asociación voluntaria es un grupo de personas que, libre
y duraderamente, se coordina para el logro de un objetivo
común.
1 Parte de este artículo retoma el trabajo realizado por el autor
en Tirado, 2010.
Historia, teoría y crítica
La asociación para la intervención en los asuntos de interés
público es una figura social y política que surge con la Modernidad y las revoluciones liberales en el mundo occidental.
Su aparición está estrechamente ligada a las luchas por los
derechos de libre pensamiento, de expresión de las ideas, de
reunión y de manifestación pública. El de la libre asociación
es un derecho que se ganó contra los poderes constituidos
que se oponían a que los súbditos se asociaran con independencia de su autoridad para deliberar y acordar sobre lo que
les pareciera.
En efecto, tanto en Inglaterra como en Francia y Estados Unidos, surge y se expande a lo largo del siglo xviii una
esfera de lo público en la forma de logias secretas y francmasonería; de cafés y salones; de prensa, clubes de lectura y un
público lector; de sitios e instancias en que se conversaba y
se comunicaban opiniones e ideas sobre los más diversos
asuntos: artes, literatura, economía, política, etcétera (Habermas, 1981). Pero a esta expansión se opuso una parte
de los filósofos, teóricos e ideólogos liberales; por ejemplo,
Rousseau (2007: 39-40) sostuvo que entre el gobierno y los
ciudadanos no debía haber sociedades parciales que estorbaran la voluntad general del pueblo soberano. Tal vez por eso
la Constitución de Estados Unidos y la Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano no reconocieron el
derecho a la libre asociación. Y en el campo económico fue
muy drástica la hostilidad a las asociaciones de productores,
sobre todo de trabajadores. Smith, por ejemplo, sostuvo que
deberían prohibirse las asociaciones de quienes practican la
misma actividad económica (1976: 142). Pronto las leyes de
Inglaterra, Francia y Estados Unidos prohibieron las organizaciones de trabajadores. Sólo después de intensas luchas
a lo largo del siglo xix los trabajadores lograron el reconocimiento de su libertad por sindicalizarse.
De cualquier manera, después de las revoluciones estadounidense y francesa, las otras asociaciones voluntarias no
encontraron mayores obstáculos, y el derecho de libre asociación se hizo de fervientes defensores. El más destacado
de ellos fue Tocqueville (1984), quien durante su viaje por
Estados Unidos en la tercera década del siglo xix quedó
fascinado por la gran cantidad de asociaciones que los norteamericanos habían creado y por los grandes beneficios que
ese espíritu asociacionista había traído para la admirable democracia americana.
En suma, las luchas y revoluciones victoriosas y las elaboraciones teóricas de grandes autores clásicos influyeron
para que el derecho de las personas a constituir asociaciones
libres, permanentes e independientes de las autoridades gubernamentales y de otros poderes forme parte de la cultura
mundial y esté reconocido en las constituciones políticas de
prácticamente todos los Estados.
En esa brega, se forjaron los conceptos de organización
intermedia, asociación voluntaria y sociedad civil, y los de sus
relaciones con la civilización, la sociedad en general, la li-
Asociaciones voluntarias
39
a
bertad y la democracia, y el poder y el Estado. A ese acerbo
se han añadido recientemente nuevos conceptos, ideas y
teorías que se refieren a la opinión, el espacio, la esfera y la
deliberación públicos; las redes y los movimientos sociales; la
gobernanza; el tercer sector o sector voluntario, y los nuevos
y renovados arreglos grupales, como las organizaciones no
lucrativas y las no gubernamentales, los grupos ciudadanos y
las agrupaciones virtuales en internet. Hay además un gran
debate en las ciencias sociales, y más allá de ellas, sobre el
sentido y los alcances de la sociedad y esfera civiles; sobre
sus componentes y relaciones con el mercado y el Estado, y
sobre sus consecuencias y posibilidades para el futuro de la
civilización humana (Habermas, 1992; Cohen y Arato, 2000;
Alexander, 2006).
Aunque muchos autores aluden a las asociaciones voluntarias, la gran mayoría de ellos se refieren a las relaciones
entre la sociedad civil y las asociaciones, pero no existe, propiamente hablando, un corpus teórico, una “sociología de la
asociación”, como proponía Weber (1972), que centre su
atención específicamente en ella y la investigue como un
arreglo social con una dinámica propia.
Tal vez la primera aproximación sólida sea la distinción de
Tönnies entre comunidad y sociedad, que se basó en el criterio
de que en cada uno de estos arreglos o agrupamientos sociales
intervienen diferentes tipos de voluntad de los participantes
(Heberle, 1937), distinción afín a la de solidaridad mecánica
y solidaridad orgánica de Durkheim (1973), postulada en una
de sus obras clásicas poco tiempo después.
Retomando el trabajo de Tönnies, Weber distinguió entre
relaciones sociales “asociativas” y relaciones sociales “comunitarias”. Las comunitarias son aquéllas en que el sentido
de la acción social de los participantes está basado en un
sentimiento subjetivo, afectivo o tradicional, de pertenencia
colectiva. En cambio, en las asociativas, la acción se funda
en un acuerdo o compensación de intereses racionalmente
motivado, ya sea que el juicio racional se base en valores absolutos o en razones de conveniencia (1974, I: 33-35). Con
estos elementos, puede hablarse de arreglos asociativos que en
principio son racionales, intencionales y elegidos, y de arreglos comunitarios que son más bien “naturales”, adscriptivos
e involuntarios, y tradicionales o emotivos. Aunque ambos
son claramente distintos, entre ellos puede situarse una serie
de arreglos que van variando poco a poco y en algún punto intermedio se confunden. Retomando estos elementos,
considero que un buen criterio para distinguir entre tipos
de arreglos es el de la voluntad de participar en los arreglos,
la cual se manifiesta en la libertad de ingresar o de salir de
una agrupación, sea por vías de derecho o de hecho. Esto
último se refiere a situaciones en que, si bien no hay una norma que obliga a ingresar o permanecer en el arreglo, sí hay
consecuencias fácticas negativas de consideración que pueden compeler a estar en él a quienes en realidad no querían
ingresar o quedarse (Unir Hirschman, 1977). A ese criterio
añado el de la verticalidad u horizontalidad del gobierno en
cada arreglo, considerando que un gobierno es horizontal si
a
40
Asociaciones voluntarias
la autoridad emana y se sustenta en los participantes, y vertical cuando la autoridad es jerárquica o no depende de la
aceptación de los participantes.
De ese modo, podemos distinguir dos tipos polares de
agrupamientos o arreglos sociales: son éstos, por un lado,
los agrupamientos tradicionales en que son involuntarios el
ingreso y la permanencia y tienen gobiernos verticales, como
las tribus, las comunidades, las familias y las iglesias. Hay
arreglos en que se nace, y sólo lentamente se va tomando
clara conciencia de la pertenencia a ellos. Además, rige ahí
la autoridad vertical impositiva de los ancianos, los padres,
los pastores, los patriarcas, los jerarcas, los jefes, etcétera, y
no se sale fácilmente de ellos.
En el extremo opuesto, se encuentran los arreglos de
ingreso y salida voluntaria y gobierno horizontal, como las
redes de acción, los movimientos sociales y las asociaciones
voluntarias, arreglos en que los participantes han ingresado
porque así lo decidieron, y pueden desertar de ellas cuando
lo deseen, sin que esto les acarree mayores consecuencias; por
otro lado, sus dirigencias se sustentan en la aceptación de los
participantes. Un tipo de organización muy importante se
halla en medio de los dos antes analizados: la organización
de trabajo (empresa y agencia gubernamental) porque en ella
se entra y sale libremente, pero se tiene un gobierno vertical.
Ya en el campo mismo de las asociaciones, es necesaria otra
diferencia fundamental que se refiere al grado de complejidad
de las asociaciones. Hay asociaciones de alta complejidad que
se caracterizan porque sus miembros son muy autónomos
—debido a que cada socio controla muchos recursos (económicos, políticos, culturales, simbólicos, etcétera)— y su
ingreso y permanencia en las asociaciones son también muy
libres y voluntarios porque, como tienen muchas oportunidades de todo tipo, pueden también asumir los costos de estar
fuera. Todo esto incide en que las asociaciones que los afilian
son también muy autónomas respecto de otros actores del
entorno en que están insertas. En cambio, las asociaciones de
baja complejidad tienen miembros poco autónomos porque
cada uno de ellos controla pocos recursos. Lo anterior incide
en que los asociados tienen, en general, un margen de libertad menor para ingresar y salir de las asociaciones, pues sus
oportunidades de todo tipo son pocas y no quieren/pueden
cargar con las consecuencias de estar fuera. Todo lo anterior
repercute en que sus asociaciones sean menos autónomas. Lo
relevante de esta distinción es que la lógica de cada tipo de
asociación tendrá consecuencias en su desempeño, de modo
que sus formas de cohesión, de legitimación, de gobierno y
de dirigencia serán distintas (reda, 2009).
Hechas las prevenciones anteriores, se puede hacer el
análisis de las asociaciones, recurriendo a los conocimientos que han generado los estudios organizacionales, disciplina
que, con los ajustes necesarios, es útil para analizar a las
asociaciones. Esos estudios han desarrollado tres grandes
perspectivas analíticas:
1)
2)
3)
la racionalista-instrumentalista-utilitarista,
la realista-naturalista, y
la del sistema abierto o ecológica.
Cada una de ellas se centra en uno de los tres grandes
problemas típicos de las organizaciones y las asociaciones
voluntarias. Al abordar algunos de esos problemas, introduciré elementos analíticos muy útiles, que provienen de
otras fuentes.
La perspectiva racionalista centra su atención en las actividades que necesariamente tiene que realizar la asociación
para alcanzar sus fines. La intuición básica de este enfoque
es que la organización es, ante todo, un medio racional para
lograr los objetivos propuestos, un instrumento que debe estar construido y ser usado óptimamente para alcanzar esos
fines. Destacan en esta aproximación, cuyo modelo básico es
la empresa privada, la alta formalización de la organización
en estatutos y regulaciones que establecen con claridad cuáles
son los objetivos, la estructura y jerarquía de sus autoridades,
los medios para alcanzar sus metas (planes y programas de
trabajo) y los mecanismos de control que aseguren que los
participantes (quienes son vistos como subordinados sustituibles) cumplan sus tareas (Scott, 2003; Pfeffer, 1992).
Un supuesto que no se explicita suficientemente es que el
accionista-director de la empresa posee todo el control y la
autoridad de la organización y ésta tiene que plegarse a su
visión, sus intereses y su voluntad.
La afiliación a la asociación es voluntaria, pero esta voluntad no es ciega, pues se tiene una misión convenida y
explícita. Este objetivo constituye la razón misma de la existencia de la asociación: es ella en lo que los interesados se
han puesto de acuerdo, lo que los decide a afiliarse y a actuar
concertadamente para lograrlo. En ese sentido, sin duda, la
motivación y el impulso para alcanzar la meta declarada resulta un gran motor de la asociación, y las desviaciones que
impiden o retardan la acción para alcanzarlo van en gran
detrimento de ella, porque sin frutos, el interés y la moral
de los socios decaen. Por lo contrario, el avance de las metas
propuestas es un gran estímulo para la asociación y sus miembros, porque los éxitos refuerzan la motivación, la cohesión
y las capacidades para el desempeño futuro.
Como la acción para el logro del fin resulta difícil o costosa, la posibilidad de repartir el costo o el trabajo total entre
todos los participantes representa una opción racional para
facilitarla. Sin embargo, al mismo tiempo, la adhesión a la
asociación muestra que en su simiente hay un rasgo de solidaridad que se expresa en la disposición a actuar junto con
los otros miembros; a sumar la contribución propia a las que
aporten los demás, aunque no se sepa bien en qué proporciones y tiempos lo harán, y aunque no haya una garantía
de éxito, ni sea segura la obtención de una retribución por el
esfuerzo que se realizará. Por tanto, la decisión de ingresar
a la asociación entraña, de un lado, la decisión solidaria de
contribuir al esfuerzo común y, por otro, un cálculo racional
de que los otros podrían aportar algo que uno no puede. Se
trata de una expectativa de reciprocidad que incluye tanto altruismo como interés propio a largo plazo (Taylor, en
Putnam, 2003: 175).
Debe aquí considerarse el problema del free rider, según
el cual los individuos “racionales”, “autointeresados”, no cooperarán en la acción colectiva para la producción de bienes
públicos, pues se comportarán como polizones o “gorrones”
para maximizar sus beneficios, es decir, se beneficiarán de la
acción que otros realicen sin cubrir las aportaciones que les
corresponderían si todos participaran proporcionalmente en
su producción (Olson, 1971).
Como se está hablando aquí de las asociaciones voluntarias en las que ya se han inscrito los miembros voluntarios
dispuestos a cooperar, el problema del llamado polizón o gorrón no es directo, pero sí está presente, ya que, no obstante
haber ingresado a la asociación, los miembros pueden luego portarse como “gorrones” y no cooperar. Es, en cambio,
muy evidente este problema cuando existen personas que
no se afilian a las asociaciones y no contribuyen desde luego
a su acción, pero pueden, de todos modos, beneficiarse de
los bienes públicos que la asociación produzca, tal y como
sucede, por ejemplo, en una asociación de vecinos que, con
el trabajo de los socios, mejora la seguridad pública local.
Todo apunta a que en la medida en que un bien puede ser
consumido por cualquier individuo, independientemente
de que haya participado o no en su producción, será más
difícil que haya personas dispuestas a producirlos sin ser
recompensadas (Hechter, 1987).
Por otra parte, la decisión de ingresar a una asociación con
determinados objetivos supone que los fines de la asociación
no podrán modificarse, salvo que se reconstituya a fondo
la asociación y todos los miembros puedan reconsiderar el
seguir en ella. Al ingresar a la asociación, aunque los socios
coincidan en los objetivos de ésta, no renuncian a tener y
procurar otros fines e intereses y, por tanto, a mantener entre
ellos esas diferencias. Por eso, la asociación no puede demandar pertenencia y dedicación exclusiva a ella, y válidamente
se puede pertenecer simultáneamente a varias asociaciones,
cada una con sus propósitos diferentes. Además, el vínculo
entre el miembro y la asociación es también revocable en
cualquier momento; por ello, quienes disienten de lo que
hace su asociación sólo tendrán que liquidar su compromiso
y podrán salir de inmediato.
En la práctica se observa, sin embargo, que muchas asociaciones son desviadas hacia fines distintos de los suyos, y
los socios son usados para otros propósitos. Esto, como se
verá adelante, tiene que ver con las formas de participación
de los miembros en las asociaciones, que en algunos casos es
muy baja y deja hacer demasiado a sus dirigentes, con lo cual
las asociaciones empiezan a deslizarse hacia arreglos distintos
de la asociación voluntaria.
Como la asociación existe para realizar un objetivo conjugando los esfuerzos individuales de los miembros solidarios,
requiere de una instancia distinta del agregado de los socios
que coordine las acciones para alcanzar el fin. Esta instancia,
Asociaciones voluntarias
41
a
que puede ser mínima o grande, es el gobierno de la asociación, y es necesaria porque sin ella las acciones y los recursos
movilizados individualmente por el conjunto de los asociados
correrían un riesgo muy grande de dispersarse desordenada
e improductivamente.
Sin gobierno, la asociación podría quedar al garete, pues
no habría un custodio o encargado “natural” de ella. Debe
entonces construirse un gobierno y un orden social interno
que quedarán plasmados en reglas formales que tracen las
fronteras asociacionales, es decir, que determinen quién pertenece a la asociación y cómo se puede ingresar a ella; que
creen órganos de autoridad y fijen competencias, y que indiquen cómo se tomarán las decisiones más relevantes, qué
responsabilidades tiene cada quien y de qué modo se ejecutarán los acuerdos; que establezcan las previsiones sobre
transparencia de los procedimientos, sobre la rendición de
cuentas de lo que cada quien hace y del uso que da a los recursos que se le confían. Lo exhaustivo de la reglamentación
necesaria depende de las dimensiones de la entidad; no debe
ser excesiva, pero tampoco deficiente. Las reglas necesitan
cierto grado de formalidad, por lo que generalmente estarán
escritas y constituirán, de ese modo, el estatuto o constitución de la asociación. La falta de reglamentación suficiente
y explícita es generalmente signo de que la asociación adolece de precariedad.
De acuerdo con la perspectiva racionalista que consideramos, toda asociación deberá dar respuestas a las clásicas
preguntas: ¿dónde estamos?, ¿adónde vamos?, y ¿cómo hacemos para ir de aquí a allá? Es decir, requerirá de un plan
racional de acción para el logro de su misión. Pero esas decisiones, a diferencia de lo que sucede en las organizaciones
de trabajo, no pueden ser tomadas unilateralmente por quien
dirige una asociación voluntaria. En efecto, la organización de
trabajo tiene empleados que reciben órdenes, mientras que la
asociación tiene socios voluntarios que deben ser convencidos, de ahí que —a diferencia de la organización jerárquica,
en la que el director traza una estrategia y ordena su implementación— la asociación voluntaria tiene que propiciar la
comunicación, mitigar las tendencias centrífugas y alentar
la cohesión para construir el consenso y asegurar la cooperación de los miembros a fin de desplegar la acción colectiva.
Por eso, las reglas deberán promover la producción de
acuerdos, siguiendo un proceso que, en principio, deberá ser
más o menos así: las ideas, opiniones, opciones, intereses y
preferencias de los asociados son procesadas internamente,
desplegando ante todo influencia normativa, que es la capacidad de obtener una decisión por convencimiento entre
quienes son solidarios con un sistema colectivo (Warren,
2001). Para construir las decisiones colectivas, el gobierno
asociacional necesita estar sostenido por la base de sus asociados, es decir, debe ser legítimo. En la medida en que las
asociaciones son más complejas y los miembros más autónomos —es decir, en que controlan más recursos propios
(económicos, culturales, políticos, sociales, simbólicos)—, la
cohesión necesaria deberá basarse en la confianza (técnica,
a
42
Asociaciones voluntarias
normativa o estratégica), y en una mera dirigencia legal-racional eficaz y equitativa.2
En cambio, si los miembros de la asociación carecen de
recursos de todo tipo para lograr la cohesión, la dirigencia
deberá ir más allá de lo burocrático-racional y asumirse como
un liderazgo social. El liderazgo social se basa en la identidad de la asociación, que fortalece el sentido de pertenencia
y las interacciones solidarias entre los miembros, todo lo cual
potencia a la asociación para desplegar acción colectiva; en
otras palabras, un liderazgo en cuya acción se puedan reconocer los miembros y que, por una parte, pueda convocar a
la comunicación, la visualización del camino, el trazo de la
estrategia, la concertación de la acción y que invite al compromiso individual y puntual de los afiliados. Asimismo, debe
abocarse a evitar las rupturas, destrabar y aliviar las tensiones entre los socios y, cuando llegue el caso, colaborar para
resolver el conflicto.
Otra característica lógico-política de la asociación voluntaria, que se desprende de la libre afiliación de los socios es,
como se adelantó antes, la horizontalidad de la coordinación
o gobierno asociacional. Por ello, al considerar este aspecto
de la asociación, debe uno apartarse de la perspectiva racionalista de las organizaciones.
Puesto que los voluntarios libres que se agrupan en la
asociación lo hacen como individuos iguales, generan en el
interior de la asociación una especie de “ciudadanía asociacional” de la que resultan también derechos y obligaciones
originales, que son iguales para todos. La constitución de la
asociación por iguales logra que todos ellos, con el mismo
título, sean “los dueños” de la asociación, lo cual se traduce
en que el conjunto de las decisiones competen originalmente
a todos en los mismos términos, y que la coordinación o gobierno de la asociación sea un gobierno surgido del colectivo
paritario de los asociados.
El corolario de lo anterior es que en la asociación la autoridad emana del conjunto de todos los afiliados, de la base
o asamblea “soberana” de los miembros. Se trata de una “soberanía” relativa que posee, desde luego, los claros límites del
orden jurídico del entorno y de la legalidad asociacional misma.
Ningún socio tiene per se la obligación de responsabilizarse de la asociación, y nadie tiene tampoco el derecho
a hacerlo. Esto es, no existe en el arreglo una autoridad
predeterminada como el padre, el patriarca y otros jefes
de los arreglos comunitarios tradicionales, ni tampoco
existen los directores designados desde arriba, como en las
empresas y las agencias gubernamentales. Por lo tanto, en
la asociación la autoridad tiene que construirse internamente y depende de la base; es decir, la legitimidad de la
autoridad asociacional emana de los socios. De ese modo,
se puede sostener que, por sus características propias, la
asociación posee una vocación democrática, entendida
aquí la democracia solamente como una correspondencia
2 Sobre estas asociaciones de gran complejidad, véase Luna y
Velasco, 2010.
básica que une a la autoridad con la membresía y privilegia
el uso de las distintas formas de influencia o deliberación
y convencimiento entre los socios. Esta liga democrática
entre la ciudadanía y el gobierno asociacionales puede
concretarse en distintas formas de gobierno, siempre y
cuando la membresía constituya el sustento que asegure
legitimidad a los dirigentes.
Lo anterior significa que es propio de la asociación que
las conductas de los socios se generen por convencimiento y no por la emisión de órdenes, por intercambios o por
coacciones extralegales. Ante todo, debe convencerse a los
socios para que se asuman las obligaciones colectivas, como
pagar cuotas y el cumplimiento de las responsabilidades individuales aceptadas, por ejemplo: desempeñar comisiones
y realizar ciertos trabajos, rendir cuentas y, en su caso, acatar
las sanciones que, por haber incumplido, señale el ordenamiento legal asociacional.
En consonancia con todo lo mencionado, es práctica
común que los estatutos de las asociaciones establezcan un
régimen democrático de gobierno, basado en un órgano
principal: la asamblea de los socios, en la que cada persona
cuenta con un voto igual al de los demás.
El planteamiento es lógico-jurídico y político, pero la realidad social, como ha sido documentada en muchos estudios,
muestra que la participación de los miembros en la vida de
las asociaciones resulta muy diferenciada. Es muy frecuente
que, junto a pocas personas muy participantes, exista una
mayoría de miembros que tienen bajos niveles de participación y deja que un pequeño número de dirigentes tomen
las principales decisiones. Este fenómeno, sin embargo, no
elimina la lógica de la figura ni los derechos de los afiliados,
quienes permanecen latentes en una especie de reservorio de
derechos al que los miembros pueden recurrir en cualquier
momento para participar e interpelar a quienes dirigen unilateralmente la asociación.
Ahora bien, a partir de la igualdad original, en el espacio
y el orden social interno, el conjunto de los socios construye
consensualmente el gobierno asociacional, dividiendo el trabajo, repartiendo responsabilidades, creando competencias,
cargos y autoridades legítimas que participarán en el control
de los recursos asociacionales y en la toma de decisiones. En
este proceso de construcción social, las habilidades, talentos,
destrezas y, en general, los recursos de los diferentes miembros surtirán efectos. Tendencialmente, quienes tienen más
recursos se proyectarán hacia la dirección de la organización.
Si esos recursos que controlan los socios son exageradamente desiguales, muy probablemente la vida asociacional será
dominada por los más afluentes.
La idea básica de la perspectiva naturalista-realista se enfoca en la naturaleza eminentemente social de la organización,
y sostiene que la realidad genera una estructura y un orden
diferentes de la propuesta racional inscrita en la estructura y
en los fines definidos formalmente, ya que los participantes
tienen motivaciones diversas.
Frente a los postulados individualistas, voluntaristas y racionalistas del primer enfoque, esta aproximación reconoce
que el peso de la realidad social se impone a la organización
de manera conflictiva (Brunsson y Olsen, 1998). En otras
palabras, la organización (y esto vale para toda asociación) es
un arreglo social forjado por consensos y disensos, por conflictos y, en ese sentido, la coordinación de la organización se
topará con realidades que la constriñen y ante las que tendrá
que adaptarse, al grado tal que la estructura informal de relaciones entre los participantes puede ser más influyente en
su conducta real que la formal. De ahí surgirá un equilibrio
inestable entre las iniciativas de la coordinación y las de los
otros participantes: socios, empleados, militantes, miembros,
etcétera (Scott, 2003; Pfeffer, 1992). De ese modo, dicha
perspectiva se ocupa de los problemas de la cohesión y de las
diferencias y los conflictos consustanciales a la organización.
Vuelvo al punto de partida: el elemento central del
concepto de asociación voluntaria es que se trata de un
arreglo libre e igualitario, es decir, se constituye por personas que libremente deciden fundar una asociación o
afiliarse a ella porque desean actuar juntos y en ello se
reconocen como iguales.
Ya que la pertenencia a la asociación no es adscriptiva
ni obligada y sí elegida, sólo ingresarán y permanecerán en
la asociación quienes quieran hacerlo y mientras quieran
hacerlo. Lo propio de la asociación es una voluntad individual básicamente libre de adherirse o salir de ella. Por eso,
las verdaderas asociaciones no se “inventan”, sino que nacen
de la concurrencia activa de los interesados. Si la voluntad de
afiliación y participación es ficticia, si una parte importante
de los socios no está por voluntad propia o forma en realidad una masa pasiva, debe considerarse que la asociación es
débil o el arreglo realmente existente es de otro tipo, aunque a
veces logre grandes realizaciones, sea porque cuenta con muy
abundantes recursos económicos (o de otro tipo) o porque
tiene dirigentes excepcionales.
Sin embargo, como destaca el enfoque realista, muchas
veces la voluntad individual de afiliación no es tan pura, pues
suele empañarse por las presiones de otras personas para que
los individuos se inscriban, o por los ingresos que se deciden
colectivamente y hacen que la gente se afilie —o no abandone— al sentirse comprometida. Es también conocido que
el entusiasmo inicial mostrado al fundar las asociaciones o
ingresar a ellas, por muy diversas causas, disminuye luego y
sobreviene un desinterés que se refleja en baja participación,
abandono de los compromisos, ausentismo y, finalmente,
deserción.
Estas tendencias centrífugas propias de la asociación
tienen muy diversas causas, pero una, que sin duda cuenta
mucho, es la ausencia de realizaciones. Por ello, en las asociaciones de personas con menos recursos, en las que por lo
mismo es más difícil que se alcancen metas pronto, la baja
participación tiende a ser más alta. En contraste, en las asociaciones en que los miembros controlan muchos recursos,
es más probable que las agrupaciones avancen más rápido
Asociaciones voluntarias
43
a
en el logro de sus objetivos. Puede así afirmarse que hay una
relación tendencial muy directa entre las características personales de los afiliados y sus recursos, y la capacidad de acción
de las asociaciones, porque de algún modo las características
intrínsecas a los socios se trasladan de ellos a las agrupaciones. Algunas investigaciones han concluido que el factor que
más determina el compromiso cívico y la participación en
las asociaciones es el nivel educativo; esto es, a mayor capital
cultural, se dará mayor participación en las asociaciones (Bekkers, 2005). Dicho de otro modo, la capacidad de asociarse
eficazmente replica la capacidad de los miembros aislados.
Otra explicación de los distintos niveles de participación
es la relación individual que establecen los miembros con
la misma asociación y su fin declarado. Puede decirse que
el vínculo de cada asociado con la asociación es específico.
Cada socio se vincula a su manera, pues construye o percibe
su pertenencia y se involucra y conecta con la asociación de
modo diferente (Einarsson, 2008). Esto suele mostrarse en
el hecho de que los miembros no se entienden entre sí, no
contribuyen al objetivo en la misma forma, les interesan más
otras cosas que el fin declarado, etcétera.
Por otra parte, como la fundación de la asociación no es
un acto de autoridad ni un pacto entre desiguales jurídicos
(aunque no se haga del todo explícito), este tipo de arreglo
supone la libre decisión de contribuir, en los mismos términos
del fin acordado, con los otros que también quieren hacerlo
con carácter de socios iguales.
Es este principio de la voluntad libre e igualitaria el que
más determina la lógica de la figura, el más definitivo de su
orden social y su marco regulatorio, y del que se desprenden
las más importantes consecuencias. Una de ellas es que los
socios son, con su motivación, participación y decisión de
actuar, el principal resorte específico de la acción de la asociación. Si no existe verdadera membresía o ésta es accesoria
o prescindible, entonces la asociación es, en tanto tal, precaria o inexistente.
El colectivo de los socios es un conjunto unido, en principio, por la voluntad de alcanzar el objetivo común declarado
que los identifica. Pero aunque en derecho todos los miembros sean iguales, en la realidad social no ocurre lo mismo,
tanto por los recursos de que disponen como por las adscripciones, pertenencias y compromisos sociales que tienen y que
se expresan en sus distintas motivaciones. Vale recordar la
clasificación weberiana de las motivaciones de la acción social,
según la cual pueden diferenciarse, de modo no exhaustivo,
cuatro grandes rubros: la acción “racional con arreglo a fines”, que procura el logro de “fines propios racionalmente
sopesados y perseguidos”; “la acción racional con arreglo a
valores”, que está dirigida a la consecución de una idea; la
acción “afectiva”, en la que el proceder está bajo el imperio
de un estado emotivo o sentimental, y la acción “tradicional”,
que se lleva a cabo bajo el influjo de la costumbre y el hábito
(Weber, 1974, I: 20-21).
De este modo, aunque presumiblemente los afiliados
participan en la asociación para que se logren los fines decla-
a
44
Asociaciones voluntarias
rados, también persiguen otros objetivos que pueden poseer
algunas incompatibilidades con los explícitos, e incluso, en
el extremo, pueden ser opuestos. Es indudable que los diferentes individuos que integran la asociación, además de los
propósitos compatibles con ésta, tienen otros fines distintos
a los de ella, y esto también tiene consecuencias, en diferentes grados, en la misma asociación. Lo anterior manifiesta
algo que sostiene la perspectiva de análisis naturalista: en la
asociación, se manifestarán diferencias y ésta tenderá a dividirse; en parte, porque se introducen otros objetivos ajenos
o incompatibles con los declarados, o porque se entienden
de diversas maneras el objetivo común o los medios de acción para obtenerlo.
Dichas diferencias tienden a generar tensiones y conflictos en los que suelen formarse grupos, alineamientos y
coaliciones que intentan influir en los procesos de toma de
decisiones a favor de distintos intereses o preferencias. Una
cuestión central a este respecto es que si los miembros de la
asociación son muy distintos en los recursos que controlan y
sus pesos de poder son relativos, las relaciones que se establecerán entre ellos no serán de interdependencia ni más o
menos equilibradas, sino que quienes tienen muchos más
amplios recursos tenderán a ser más independientes, llenarán
espacios de poder más amplios y terminarán por imponerse
a los otros.3
En principio, las luchas por el control tienen dos componentes principales que generalmente se imbrican y articulan
entre sí: las disputas con un contenido que se explica sobre
todo por la confrontación entre distintas propuestas de política y las que se explican más bien por la procuración del
poder por el poder mismo.
En el primer caso de conflicto, las partes se reúnen en
coaliciones con distintas propuestas de gobierno y luchan
por modificar o consolidar la distribución del poder que
permite utilizar los recursos de la asociación para favorecer
determinados proyectos o preferencias.
En el segundo caso, se vuelven especialmente importantes
los otros motivos —no declarados— que tienen los miembros para participar en la asociación y que son diferentes del
logro de los fines asociacionales. Éstos pueden muchas veces
ser inocuos, pero en otras pueden producir consecuencias
graves para el desempeño asociacional. Así como el fin no
explicitado para algunos es “disfrutar de la vida asociativa”,
otros intentan obtener ventajas personales para ellos o para
un grupo. En relación con este fenómeno, se constata frecuentemente que grupos minoritarios se instalan y controlan
el poder en las asociaciones. Tan conocido es este problema,
que Michels (1996) postuló la “ley de hierro de la oligarquía”,
según la cual todas las organizaciones terminan por ser dominadas por minorías. Muchos estudios empíricos confirman
que, en efecto, en muchas asociaciones se han impuesto grupos que las controlan.
3 Investigaciones en ciertas organizaciones arrojaron este tipo
de resultados. Véase, por ejemplo: Tirado, 2006.
En los patrones de prácticas de interacción entre los asociados pueden aprehenderse los mecanismos mediante los cuales
se procesa la toma de las decisiones, pero a veces los asuntos
verdaderamente importantes discurren por otras vías. Por eso,
metodológicamente es relevante analizar las coyunturas en
que se tomarán decisiones muy importantes para el futuro de
las asociaciones, pues entonces se produce una intensificación
de las luchas entre las distintas coaliciones y personalidades
que se disputan en la asociación. En esas coyunturas críticas
suelen revelarse los mecanismos decisorios que en verdad
rigen en la asociación.
En la medida en que la asociación ha previsto reglas y
métodos de toma de decisiones, los conflictos y las luchas
tendrán cauces de resolución y podrán resolverse sin poner en peligro la estabilidad de la asociación. Un primer
modo de decidir puede llamarse “previo” porque en realidad
toma “decisiones” desprendiéndolas de supuestos, ambientes, creencias, ideologías, saberes y un sentido común tan
acendrado en quienes deciden, que ni siquiera perciben a las
decisiones como tales (así lo plantean Foucault y otros autores). Los asuntos ordinarios suelen resolverse por medio
del método “rutinario”, que decide los asuntos mediante la
aplicación “automática” de cánones, reglas y prácticas repetidas, y el modo “legal-racional” (o burocrático, en el sentido
weberiano), que resuelve aplicando la regla abstracta al caso
específico previsto, con una “lógica de lo apropiado” (March,
1997). No obstante, para tomar las decisiones más importantes, los procedimientos más recurrentes son los siguientes:
1)
2)
3)
El consenso activo, que genera decisiones a través de
la deliberación en debates que recurren a argumentos para convencer. Este modo puede también dar
lugar a resoluciones de los asuntos mediante negociaciones que componen los intereses en juego a
través de concesiones mutuas.
La votación, en la que cada socio emite un voto
enterado y gana la opción que obtiene la mayoría o
la totalidad de los votos. Debe resaltarse que éste y el
anterior son procesos que suponen la participación
activa de los afiliados a través de deliberaciones
para que se tomen decisiones legítimas en la
asociación, por medio de consensos activos, pactos
y votaciones. Son estos tres —usando la voz, diría
Hirschman (1977)— los procesos de decisión más
adecuados a la lógica de la asociación voluntaria,
sobre todo en asociaciones muy complejas,
porque se corresponden bien con la libre voluntad
igualitaria y la correspondencia democrática que
las legitima. Sin embargo, muchas veces funcionan
otros procesos de toma de decisiones en los que la
membresía participa menos activamente.
La dirigencia carismática. Por este medio, un líder carismático es el gran protagonista que toma a su arbitrio las decisiones de la asociación y los demás miembros lo apoyan con ardor (Weber, 1974, I: 193 ss.)
4)
5)
Él conduce y ellos lo siguen con entusiasmo. No hay
debate, ni voz, ni deliberación, pero hay apoyo activo.
El consenso pasivo o “autoridad delegada”. También
existe y opera de manera muy generalizada el proceso de toma de decisiones en el que los socios
dejan que una persona o un grupo decidan unilateralmente; es decir, aquí hay un mero consenso o
aceptación pasiva de los afiliados, quienes descargan en los dirigentes la responsabilidad de decidir
la vida asociacional. Hirschman (1977) observa que
cuando en las asociaciones se toman decisiones,
los disidentes y los inconformes que pierden optan generalmente por salir de ellas. Es lo que se ha
llamado coloquialmente “votar con los pies”. Antes
que usar la voz luchando en la asociación por un
cambio de gobierno, quienes no están de acuerdo
desertan. La sangría de socios puede matar a la asociación o reducirla al tamaño de un grupo inocuo,
pero la salida de los opositores puede también tener el efecto interno de compactar a la asociación
en torno a su dirigencia que, desembarazada de la
traba de los inconformes, podrá actuar con mayor
agilidad y contundencia. Y no por estas dirigencias
protagónicas se rompe necesariamente la correspondencia básica entre la autoridad y la membresía de la asociación voluntaria, pues la adhesión de
quienes permanecen, así sea pasiva, sigue siendo el
sustento legítimo. Incluso puede acrecentarse si los
dirigentes unilaterales son ahora más eficaces para
alcanzar los fines asociacionales. Es éste, por tanto,
un procedimiento válido y, de hecho, es un modo
muy común de operar y decidir en las asociaciones
voluntarias: un dirigente conduce y los miembros
pasivos lo dejan hacer.
El control por una oligarquía. En este caso, los dirigentes se han separado de los socios, controlan
la asociación y la usan para sus propios fines ante la
impotencia de los afiliados, que aunque eleven la voz
no pueden cambiar las cosas, tal como lo mostró
Michels (1996). Debe agregarse que los métodos
usados por los oligarcas no necesariamente implican el uso de la fuerza para prevalecer sobre la
gran mayoría, sino que pueden basarse en el uso de
recursos como la información y el conocimiento, a
través de la división del trabajo, las estructuras jerárquicas y la ocupación de los puestos claves por
expertos pagados que se hacen indispensables. Los
miembros no quieren a sus dirigentes, pero no pueden desplazarlos porque éstos los derrotan una y
otra vez. Se trata de un caso de negación del principio asociacional de legitimidad por aceptación del
gobierno por la base, y es de esperarse la deserción
de los socios o, quizá, la permanencia, porque, a pesar de todo, aprecian los beneficios que reciben y no
cuentan con alternativas. Esto es indicio de que la
Asociaciones voluntarias
45
a
6)
asociación no es ya voluntaria y de que se trata más
bien de una corporación u organización de afiliación constreñida.
El control autoritario. Para concluir esta parte sobre
la toma de decisiones, debe hacerse referencia a otro
método de decisión: el autoritario, a través del cual
un dirigente o grupo de dirigentes imponen coactivamente sus decisiones a una membresía que no las
comparte. Desde luego que aquí también se niega
la correspondencia entre gobierno y base. Sin duda,
un arreglo social de este tipo, sin legitimidad, pone
en cuestión que se trate realmente de una asociación voluntaria. De hecho, la permanencia de los
socios en una “asociación autoritaria” hace suponer
que se trata de una corporación, desde luego, autoritaria.
Estos cuatro últimos tipos de procesos de toma de decisiones suelen encontrarse más en las asociaciones de baja
complejidad, donde los socios que carecen de recursos están
dispuestos a soportar dirigencias que se apartan un tanto —y
a veces plenamente— de la correspondencia entre la base y
la dirigencia de las asociaciones voluntarias. Es decir, se trata
de dirigencias sin legitimidad.
La tercera perspectiva de análisis organizacional, la perspectiva del sistema abierto o ecológica se funda en la intuición
de que la organización está enraizada en un ambiente o entorno en que operan factores heterogéneos que la penetran,
influyen y arrastran. Considera a la organización como un sistema abierto en que operan coaliciones de participantes con
intereses cambiantes, enraizados en ambientes más amplios.
Esta visión es útil sobre todo para analizar cómo se articulan la agrupación, sus participantes y sus dirigentes en el
entorno social y en los distintos actores políticos y sociales; su
inserción en el conjunto de las instituciones; los efectos que
la inserción genera y la dinámica que ese entorno le imprime
a la agrupación; la construcción relacional de su identidad, la
efectividad social de su simbología, los límites de su autonomía y el componente extragrupal de sus procesos de toma de
decisiones, sus estrategias y sus acciones; y permite evaluar
cuestiones como el impacto, la relevancia y la pertinencia
sociales de la agrupación, así como su legitimidad externa.
Desde el punto de vista de la perspectiva teórica ecológica,
las asociaciones están penetradas por “factores externos” y la
vida asociacional está interferida por ellos. En otras palabras,
esos factores “externos” no lo son del todo, pues intervienen o
inciden en sus procesos internos, ya sea mediante agentes que
actúan en ellas o a través de procesos sociales que las atraviesan y arrastran, o a través de los vínculos que establecen con
otras organizaciones. Pero el entorno actúa también directa
y cotidianamente, a través, por ejemplo, de las actitudes, expectativas y motivaciones que portan los miembros al seno
de las asociaciones (Scott, 2003; Pfeffer, 1992). No obstante
todo ello, de la libre afiliación y la participación activa de
la membresía proviene otra característica importante de la
a
46
Asociaciones voluntarias
asociación: la autonomía. En su lógica social, la asociación
voluntaria debe erigirse como un espacio de decisión relativamente autónomo. Si no presenta las resistencias necesarias
a lo externo, desaparecerá.
Autonomía significa que hay autodeterminación o capacidad de tomar las propias decisiones y ponerlas en práctica,
lo cual implica distancia y separación respecto de otras entidades, aunque éstas, desde luego, no sean plenas y totales,
pero sí suficientes para que pueda deslindarse un espacio
apreciable de responsabilidad y agencia propios. Una extensión o una parte dependiente de otro centro de decisiones
no son real y efectivamente asociaciones autónomas, aunque
jurídicamente lo sean.
Por otro lado, la autonomía permite atribuir a la asociación una conducta propia, separada de la de sus afiliados y de
la de otras entidades. Por eso, la asociación tenderá a producir un punto de vista, una propuesta, un proyecto y hasta un
autointerés propio, que será distinto de los individuales de
sus miembros. Este “común denominador”, como lo llama
Greenwood (2000), implicará un posicionamiento institucional que contribuirá a dar a la asociación una identidad
propia que la distinguirá de otras entidades.
A la identidad propia se añade la personalidad jurídica,
ficción que da a ciertas entidades colectivas un trato similar
al de las personas y las habilita para constituirse en sujetos
de derechos y obligaciones, así como para contar con un
patrimonio propio. Más aun, les permite a las asociaciones
actuar por sus afiliados, representarlos y tener ellas mismas
representantes que expresen “su voluntad” y actúen en su
nombre. De todo esto se desprende que la asociación debe
luchar por su autonomía y cuidarla, midiendo bien el tipo
de compromisos que asume.
La identidad social de una asociación puede llegar a tener
una carga simbólica tan fuerte que, dadas las creencias y percepciones socialmente construidas, puede operar eficazmente
y a distancia, como si fuera una “fuerza mágica” (Bourdieu,
1997), y el vigor de esa identidad social alimenta el grado de
su autonomía. Una fuerte identidad es, por otra parte —sobre
todo en las asociaciones poco complejas de miembros que
controlan pocos recursos— una fuente de cohesión y de capacidad para generar liderazgos sociales capaces de articular
consensos y solidaridad entre los miembros.
Tanto la autonomía como la cohesión de la asociación
voluntaria le permitirán desempeñarse con solvencia en
medio del entorno, proveyéndola de recursos para desplegar
estrategias y acciones que la protejan de las tendencias negativas que afectan a su desempeño, y también le permitirán
aprovechar las ventajas que el mismo entorno le ofrece para
avanzar en sus objetivos, cuidando siempre que la asociación
no se destruya en esos intentos (reda, 2009).
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
El auge de los conceptos de sociedad civil, esfera pública, esfera civil y muchas otras ideas surgidas más o menos a partir
de la tercera ola democrática que multiplicó enormemente
el número de naciones democráticas, empezando con la
transición a la democracia que puso fin a las dictaduras y los
regímenes autoritarios del sur de Europa y de América Latina y el derrumbe del socialismo en Rusia y Europa oriental,
ha tenido varios correlatos en el campo de las asociaciones
voluntarias, a las que todos reconocen un lugar fundamental
en el seno de la sociedad y esfera civiles.
Por un lado, existe el crecimiento acelerado de muchas
agrupaciones voluntarias; muchas de ellas, ligadas a los
grandes movimientos sociales de los derechos civiles, el feminismo, de defensa del medio ambiente, etéctera. Junto
con éstas, destacan las conocidas como organizaciones no
gubernamentales, que en todo el mundo se han ocupado de
los más diversos problemas. En general, las asociaciones del
más diverso tipo se han constituido como un contrapoder
frente a las fuerzas del Estado y del mercado.
Por otro lado, surgió y maduró el concepto de capital social impulsado por teóricos de diversas escuelas (Bourdieu,
Coleman y Putnam) y entendido, de manera muy amplia y
general, como complejos de relaciones sociales en las que
anidan la confianza y las expectativas de reciprocidad.
Ligado a lo anterior, se ha desarrollado el llamado “neotocquevillianismo”, en el que destaca Putnam (2002) y sus
preocupaciones por el declive histórico del asociacionismo en
sociedades como la norteamericana y su propuesta de entender a las asociaciones como productoras “naturales” de capital
social. Se ha criticado a esta propuesta que, en el conjunto de
las asociaciones, deben diferenciarse las asociaciones vertidas sobre sí mismas (por ejemplo, un club de fiestas), que no
participan para nada en el debate cívico, político y social, de
las que podríamos llamar civiles o “cívicas”, que sí participan
comunicando activamente en la sociedad civil.4
A esas asociaciones que no participan en el debate público deben agregarse, en principio, las asociaciones del tercer
sector, cuyo objetivo es la producción de bienes y servicios a
través de organizaciones no lucrativas: empresas sociales, fundaciones, instituciones de asistencia, etcétera. En relación con
este sector, se ha planteado la llamada “responsabilidad social
empresarial” y la nueva filantropía empresarial que, en algunos casos, ha comprometido para ello cantidades colosales.
Otros debates y propuestas vinculados a las asociaciones
voluntarias se relacionan con lo que se ha llamado “el segundo
circuito de la ciudadanía”, asumiendo que en la sociedades
contemporáneas es indiscutible y necesaria la participación
de un conjunto de organizaciones que intervengan en todo
tipo de redes, incluidas las de gobernanza. A estas propuestas se han añadido consideraciones sobre el financiamiento
4 Véase: Alexander, 2006: 99 ss.
de esas organizaciones, con el supuesto de que no deben depender —para su financiamiento— de “la buena disposición”
de ciertos donantes, sino que deben construirse mecanismos
bien estructurados a través de los cuales, mediante procedimientos sujetos a la transparencia y la más estricta rendición
de cuentas, se les canalicen fondos públicos autorizados por
los ciudadanos mediante manifestaciones individuales de su
voluntad sobre el destino de una parte de los impuestos que
pagan. Lo anterior, desde luego, incluye un debate sobre las
modalidades y posibilidades de las organizaciones civiles y
su financiamiento, su régimen interno, y la transparencia y
rendición de cuentas.5
Bibliografía
Alexander, Jeffrey C. (2006), The Civil Sphere, Oxford: Oxford
University Press.
Arditi, Benjamín (2005), ¿Democracia post-liberal? El espacio político de las asociaciones, Barcelona: Anthropos, Universidad
Nacional Autónoma de México.
Bekkers, René (2005), “Participation in Voluntary Associations:
Relations with Resources, Personality, and Political Values”,
Political Psychology, vol. 26, núm. 3, pp. 439-454.
Bourdieu, Pierre (1997), Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción,
Barcelona: Anagrama.
Brunsson, Nils y Johan P. Olsen (1998), “Organization Theory:
Thirty Years of Dismantling, and Then...?”, en Brunsson y
Olsen (eds.), Organizing Organizations, Bergen: Fagbokforlaget, pp. 13-43.
Cohen, Jean y Andrew Arato (2000), Sociedad civil y teoría política,
México: Fondo de Cultura Económica.
Durkheim, Emilio (1973), De la división del trabajo social [1895],
Buenos Aires: Schapire Editor.
Einarsson, Torbjörn (2008), “Ownership and Control in Swedish
Federative Organizations —or a Member Is a Member Is a
Member?”, istr Eighth International Conference, Barcelona,
9-12 de julio. Disponible en: <http://www.studentcorner.eu/
pubs/senior/papers/senior2008_002.pdf>.
Greenwood, Justin (2000), “Are eu Business Associations Governable?”, European Integration Online Papers, vol. 4, núm. 3.
Habermas, Jürgen (1981), Historia y crítica de la opinión pública,
Barcelona: Gustavo Gili.
_____ (1992), Autonomy and Solidarity. Interviews with Jürgen Habermas, Peter Dews (ed.), London: Verso.
Heberle, Rudolph (1937), “The Sociology of Ferdinand Tönnies”,
American Sociological Review, vol. 2, núm. 1, pp. 9-25.
Hechter, Michael (1987), Principles of Group Solidarity, Berkeley:
University of California Press.
Hirschman, Albert O. (1977), Salida, voz y lealtad, México: Fondo
de Cultura Económica.
Luna, Matilde y José Luis Velasco (2010), “Mecanismos de toma
de decisiones y desempeño en sistemas asociativos complejos”, en Cristina Puga y Matilde Luna (coords.), Nuevas
perspectivas para el estudio de las asociaciones, México: Anthropos, Instituto de Investigaciones Sociales-Universidad
Nacional Autónoma de México, pp. 121-153.
5 Véase: Arditi, 2005
Asociaciones voluntarias
47
a
March, James G. (1997), “Understanding How Decisions Happen
in Organizations”, en Zur Shapira (ed.), Organizational
Decisions Making, Cambridge: Cambridge University Press,
pp. 9-34.
Michels, Robert (1996), Los partidos políticos [1911], 2 tomos, Buenos Aires: Amorrortu.
Montesquieu, Charles (1997), Del espíritu de las leyes [1748], México: Porrúa.
Olson, Mancur (1971), The Logic of Colective Action [1965], New
York: Schoken Books.
Pfeffer, Jefrey (1992), Organizaciones y teoría de las organizaciones,
México: Fondo de Cultura Económica.
Putnam, Robert D. (2002), Solo en la bolera: colapso y resurgimiento
de la comunidad norteamericana, Barcelona: Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores.
_____ (2003), El declive del capital social. Un estudio internacional
sobre la sociedad y el sentido comunitario, Barcelona: Galaxia
Gutenberg, Círculo de Lectores.
reda: Red de Estudios del Desempeño Asociativo, integrada por
Jorge Cadena, Carlos Chávez, Sara Gordon, Gloria Guadarrama, Matilde Luna, Alejandro Natal, Cristina Puga,
Ricardo Tirado y José L. Velasco (2009), “Modelo para el
análisis y evaluación del desempeño asociativo”, ponencia
presentada en el II Congreso Nacional de Ciencias Sociales,
Oaxaca, 20-23 octubre.
Rousseau, Jean-Jacques (2007), El contrato social [1762], Buenos
Aires: Alfa Epsilon.
Schmitter, Phillipe (1992), “Corporatismo (corporativismo)”,
en Matilde Luna y Ricardo Pozas Horcasitas (coords.),
Relaciones corporativas en un periodo de transición, México:
Instituto de Investigaciones Sociales-Universidad Nacional
Autónoma de México, pp. 3-26.
Scott, W. Richard (2003), Organizations. Rational, Natural, and
Open Systems, 5a ed., New Jersey: Upper Saddle River.
Smith, Adam (1976), Riqueza de las naciones, vol. 1, México: Cultura,
Ciencia y Tecnología al Alcance de Todos.
Tirado, Ricardo (2006), “El poder en las cámaras industriales de México”, Foro Internacional, vol. XLVI, núm. 2, abril-junio,
pp. 197-226.
_____ (2010), “De la asociación: características y problemas”, en
Cristina Puga y Matilde Luna (coords.), Nuevas perspectivas para el estudio de las asociaciones, México: Anthropos,
Instituto de Investigaciones Sociales-Universidad Nacional
Autónoma de México, pp. 15-40.
Tocqueville, Alexis (1984), La democracia en América [1835 y
1840], México: Fondo de Cultura Económica.
Warren, Mark E. (2001), Democracy and Association, Princeton:
Princeton University Press.
Weber, Max (1972), “Max Weber’s Proposal for Sociological
Study of Voluntary Associations” [1910], Everett C. Hughes (trad.), Nonprofit and Voluntary Sector Quarterly, núm.
1, pp. 20-23.
_____ (1974), Economía y sociedad, México: Fondo de Cultura
Económica.
AUTONOMÍA
Yolanda Angulo Parra
Definición
Ella pensaba que por fin iba a poner punto final a todas las traiciones, las vilezas y las apetencias sin cuento
que habían labrado su perdición. Ahora ya no odiaba
a nadie, una vaguedad como de crepúsculo se cernía
sobre todas sus ideas y el único ruido que escuchaba
entre todos los de la tierra era el intermitente gemido
de su pobre corazón, dulce e indistinto como el eco
postrero de una sinfonía que se va alejando (Flaubert,
1983: 376).
En Madame Bovary, personaje de la famosa novela de
Flaubert, encontramos el tema de la búsqueda de autonomía y libertad en un entorno signado por una sociedad
rígida, que condena la transgresión de las buenas costumbres y la moral. Si bien el personaje flaubertiano lucha por
romper las ataduras costumbristas, no se le puede otorgar
la cualidad de actuar autónomamente, porque su comportamiento no es producto de una reflexión crítica, sino de
impulsos incontrolados presuntamente motivados por la
rigidez de una forma de vida impuesta por la moral de su
tiempo y grupo social. Sin embargo, si para Milan Kundera Flaubert “descubrió la necedad” en la persistencia de
Emma de ser libre en el amor y, pese a la adversidad, nosotros podemos encontrar en ella —72 años después de que
Kant publicara la Fundamentación para la metafísica de las
costumbres— un atisbo de búsqueda de autonomía moral.
El concepto de autonomía aparece en la literatura y
se estudia en disciplinas como la filosofía, la psicología,
la pedagogía, la estética, la ciencia jurídica y la política,
así como en la práctica científica y legal.1 Atendiendo a su
etimología, la palabra proviene del griego autos (por uno
mismo) y nomos (norma o ley) e ilustra claramente su significado: alguien que se impone sus propias normas o leyes,
sin influencia externa. Así, en teoría jurídica, un Estado
es soberano cuando diseña e impone sus propias leyes, sin
presión de fuerzas extrañas, y una universidad es autónoma cuando se rige por sus propios reglamentos internos;
la filosofía logró autonomía cuando se deslindó de la religión. El desarrollo de la ciencia es autónomo si responde
a investigaciones y métodos libres de coacción de agentes
interesados, como gobiernos o empresas. La autonomía
1 En la cultura occidental, disciplinas que hoy son independientes formaban parte de la filosofía, pero con el paso del tiempo
fueron deslindándose de ella, aunque coinciden en entender la
autonomía como autogobierno del individuo capaz de tomar
decisiones libremente.
a
48
Autonomía
pedagógica se entiende por lo menos en dos sentidos: la
realización de planes de estudio y procedimientos de enseñanza-aprendizaje de cada institución educativa, libre
de presiones externas y, atendiendo a sus objetivos, como
señala Paulo Freire, educar para liberar y no para satisfacer
necesidades del mercado u otras instituciones. No obstante, la autonomía es relativa, pues resultaría prácticamente
imposible escapar del influjo de la sociedad, la política, el
mercado o desatender demandas populares que restringen
el grado de autonomía.
La filosofía, en su vertiente ética, reflexiona sobre las
decisiones y actos del sujeto, en torno al bien y el mal, lo
justo y lo injusto, de manera que la autonomía queda estrechamente vinculada con otras nociones éticas como razón,
voluntad, deber, libertad, responsabilidad, dignidad humana
y conciencia. El concepto opuesto al de autonomía es heteronomía, también proveniente del griego heteros (otro) y
nomos (norma o ley), lo cual significa que obedece a normas impuestas por otros. En algunas éticas, la separación
entre autonomía y heteronomía no queda tajantemente
escindida, pues se reconoce la imposibilidad de hacer abstracción de los usos, costumbres y demandas del entorno
social, aunque pasen por el tamiz de la reflexión filosófica.
En el lenguaje ordinario, se entiende como persona autónoma la que actúa por sí misma, en forma racional, sin
depender de otros, capaz de dar cuenta de sus actos y responsabilizarse de ellos frente a los demás. Esta concepción
no es ajena a la de la ética filosófica, aunque ésta desarrolla
discursos racionales, vocabularios específicos, producto del
estudio riguroso y profundo del ser humano, la sociedad,
la política y la historia, expresados en argumentos racionalmente fundamentados. Es indispensable señalar que
ni la autonomía en tanto concepto, ni el sujeto —individuo, Estado o institución— son abstracciones que pasan
en una continuidad y progreso histórico, experimentando
sólo cambios relativos. Desde una perspectiva genealógica,
basada principalmente en Nietzsche y Foucault, la hipótesis
de este artículo es que las categorías, conceptos y los mismos sujetos están inmersos en procesos históricos, políticos
y sociales con rupturas y discontinuidades. Tal enfoque
abandona la idea de un sujeto ahistórico que transita en el
tiempo sin que su “esencia humana” se modifique. En este
tenor, el concepto de autonomía se aborda desde una perspectiva filosófico-genealógica, tomando en consideración
vínculos con la política, la economía y la historia.
Historia, teoría y crítica
La autonomía, como concepto de la filosofía moral, estrictamente hablando, surgió en la Modernidad con Kant; sin
embargo, desde el enfoque genealógico-filosófico, dicha
noción emerge en un lugar y momento histórico específicos, producto de determinadas condiciones, esto es, ciertas
prácticas sociales, una conformación especial de relaciones
de poder, saberes emergentes y juegos de verdad.2 Por consiguiente, no existen significados únicos, universalmente
válidos, sino que todo concepto adquiere su sentido y función dependiendo de las condiciones sociales en donde se
expresa y usa. Analizaremos nuestro concepto en algunos
autores y épocas relevantes del mundo occidental.
En el siglo v a.C., Antígona —personaje de la tragedia de Sófocles que lleva el mismo nombre— se considera
precursora de un acto autónomo. En una querella por el
trono de Tebas, Polinices y Eteocles, ambos hermanos de
Antígona, murieron uno en manos del otro. Creonte, rey de
Tebas, declara a Polinices traidor a la patria y ordena que
no sea enterrado, pero Antígona, desafiando a la autoridad,
le otorga los honores fúnebres y sufre las consecuencias:
“Pero ahora Polinices, por recubrir tu cadáver, mira lo que
me gano […] pese a haberte dedicado los más altos honores
de acuerdo con tal ley, Creonte entendió que ese mi comportamiento constituía un delito y una osadía tremenda”
(Sófocles, 1988: 162).3
Posteriormente, sabemos por Platón que para Sócrates, sin existir formalmente el concepto de autonomía, el
autogobierno era una cualidad de los hombres libres, la
cual debían cultivar, especialmente quienes aspiraban a
un puesto en la política, pues para gobernar a los otros era
condición previa gobernarse a sí mismo: “al prescribirse
el conocimiento de ‘sí mismo’, lo que se nos ordena es el
conocimiento de nuestra alma” (1981: 131c-258). El conocimiento de la propia alma (psyche) no es un fin, sino un
medio para poder llevar a cabo el cuidado de sí o proceso
transformador del ser. Por tanto, la introspección es necesaria para hacerse cargo del alma, de su verdad (aletheia) y
de su pensamiento (phronesis) (Hadot, 2006: 97).
En la concepción aristotélica y las escuelas helenísticas,
la autarquía (del griego autos, sí mismo y arkéo, bastar), esto
es, ‘autosuficiencia’ o ‘bastarse a sí mismo’, es un bien al que
se debe aspirar y la vía para alcanzarlo es la no dependencia
del exterior, bastarse a sí mismo y alcanzar la felicidad. El
desapego de las cosas materiales conduce a la tranquilidad
del alma (ataraxia), la libertad, la felicidad (eudaimonia) y
la virtud (areté); tal es la situación del sabio. Sin embargo,
para Aristóteles sólo el Estado es autárquico, porque es el
único que puede bastarse a sí mismo. La tarea de la política consiste entonces en desarrollar la virtud en todos los
ciudadanos para que la felicidad sea posible en una polis
donde reine el bien y la justicia.
Corrientes filosóficas posteriores al socratismo perfilaron principios éticos de independencia moral e intelectual.
Las escuelas filosóficas de la época helenística y romana
(del iii a.C. al iii d.C.), como cínicos, escépticos, epicúreos y estoicos, se centraron en la vida interior —aún no
2 La genealogía a la que nos referimos está basada en la obra de
Michel Foucault.
3 Finalmente, Antígona se suicidó para evitar la sentencia de ser
enterrada viva.
Autonomía
49
a
considerada como autonomía— con tintes éticos y políticos, cuyo objetivo consistía en imponerse su propia ley
para lograr independencia de la polis pero sobre todo de
sí mismo, liberándose de pasiones, instintos y deseos mediante la práctica constante del autogobierno.
Para los estoicos, la filosofía no consistía en el estudio
de nociones abstractas, sino en el arte de vivir, el cultivo de
un estilo de vida y la transformación del ser para mejorar.
Escépticos y epicúreos buscaban la ataraxia, que se logra por
la meditación y la concentración. Fueron tal vez los cínicos
quienes llevaron la idea de autosuficiencia al extremo. Se
dice que Antístenes, filósofo fundador de la escuela cínica
(cinosarges), sostenía que el autocontrol era la base de la
virtud. Para ellos, la condición indispensable de libertad
era reducir sus necesidades al mínimo, con el fin de evitar
hasta donde fuera posible cualquier tipo de dependencia.
De ahí proviene la fama de Diógenes de Sinope —y supuestamente también el nombre de cínico—, apodado “el
perro” (kinicós) porque emulaba la vida de los perros callejeros, que sobreviven de desperdicios, lo cual significaba
para Diógenes un alto grado de libertad. En general, con
las variantes propias de cada filósofo, los cínicos se acercaban a la autosuficiencia mediante la constante práctica del
ejercicio físico y de la ascesis como preparación contra la
adversidad que produce el hambre, el frío y la pobreza, así
como de males que no dependen de uno mismo.
Aunque en la filosofía de la Antigüedad clásica se practicaba la introspección, la meditación y ciertos ejercicios
espirituales, no han emergido aún las condiciones para
afirmar que se trata de autonomía. Pese a las similitudes
conceptuales de distintas épocas, las investigaciones coinciden en señalar que en sentido estricto la autonomía es
producto de la Modernidad, ya que su emergencia se debe
a la confluencia de ciertas prácticas sociales y del proceso
histórico que lo posibilita.
En el siglo xvii se da una ruptura con la moralidad
medieval fundada en Dios; Montaigne abandona la idea
de la moral como obediencia, concibiéndola como condición de posibilidad de autogobierno y autocreación, y se
experimenta un cambio en la significación de los valores. Si
en la Edad Media los valores se consideraban universales,
fungiendo como principios para la toma de decisiones y
la acción, Max Weber señala que la Modernidad surge en
conjunción con la autonomía y la voluntad subjetiva, de
manera que son los individuos, a través de sus elecciones
y actos, quienes dotan de sentido a las cosas.
En virtud de que los valores tradicionales ya no se interpretan como independientes del sujeto, puesto que la
racionalidad instrumental moderna no toma en cuenta fines
ni valores, tal emancipación conlleva el peligro de desembocar en un decisionismo de la libre elección. Y aunque
la autonomía y la libertad posibilitan que el individuo sea
un creador de sentido y valores, sólo unos cuantos ilustrados podrán gozar de esa capacidad, lo cual se convierte
en un asunto elitista. Pero, afortunadamente, no todo es
a
50
Autonomía
pesimismo en Weber puesto que “la autonomía de la voluntad permite liberarse de la tradición y la aceptación del
hecho de que, en principio, la toma de decisiones se basa
en el compromiso con todos los valores” (Hall, 1994: 36).4
Las éticas autónomas modernas sientan como principio la voluntad de un sujeto racional que actúa conforme a
las leyes o normas que le dicta su conciencia; es un sujeto
moral reflexivo, creativo, siempre alerta, que toma decisiones atendiendo a la “buena voluntad”, como lo expresa
Kant. En pocas palabras, se da a sí mismo su ley moral. Se
podría suponer que una ética autónoma conduciría a un
relajamiento o anarquía moral en donde cada quien actuara
conforme a sus deseos, inclinaciones o instintos. Sin embargo, es lo contrario, pues el sujeto moral autónomo se ha
comprometido con su propia ley, producto de un proceso
deliberativo de buena fe, que toma en consideración a los
otros. Además —y ésta es la propuesta fuerte kantiana—
como todo el proceso se basa en la buena voluntad, en el
momento de tomar una decisión de naturaleza moral,
el sujeto debe preguntarse si estaría dispuesto a que su
acto se convirtiera en una máxima aplicable a todos los
seres humanos; es decir, si quisiera que todos actuaran de
la misma forma.
Kant llamó a este precepto “imperativo categórico”, que
reza: “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer
al mismo tiempo que se torne ley universal” (1983: 39); y
ofrece una segunda versión: “Obra como si la máxima de
tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal
de la naturaleza” (40). El querer es ahora más contundente,
pues se menciona la voluntad, es decir, una voluntad buena
porque obra por deber, no por gustos o inclinaciones individuales, y es fundamento de la autodeterminación. La
tercera versión dicta: “obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier
otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio” (45). Aquí aparece el tema de la
dignidad humana, que consiste en reconocer a cada individuo como un fin en sí mismo, con un valor intrínseco
absoluto y que por consiguiente nunca se le debe utilizar
como medio para propósitos personales. La autonomía
kantiana, como “principio supremo de la moralidad”, consiste entonces en que la voluntad se determine libremente.
Desde siglos antes de nuestra era, la famosa regla de
oro “no hagas a otros lo que no quieras que te hagan” ha
existido en muchas culturas, en el marco de religiones tan
diversas como el hinduismo, el budismo, el judaísmo, el
confucionismo y el cristianismo.5 En la época moderna,
Jeremy Bentham y John Stuart Mill sustentaron la regla de
4 Mi traducción del original en inglés.
5 Es preciso considerar que aquí se hace una generalización de
un tema mucho más complejo. Por ejemplo, existe controversia
en torno a si el Islam alberga la regla de oro; además, también
se deben tomar en cuenta las variables en la forma como se
sustenta y aplica. Para mayores referencias, véase: P.S.B., 2012.
oro, pero sería un error genealógico equiparar sus distintas
versiones con la filosofía moral de Kant, quien, por cierto,
la rechazó. En el primer caso se trata de un imperativo
hipotético, resultado de un cálculo de consecuencias. En
cambio, el imperativo categórico de Kant es de naturaleza
universal, se basa en la autonomía de la voluntad que a su
vez descansa en una ley universal, expresada por la razón
práctica, esto es, la libertad.
Una limitante de la regla de oro es que generalmente
se expresa en su versión negativa, que consiste en no dañar
a los demás, sin prescribir ninguna obligación, así como
su carácter emotivo, subjetivista y sentimentalista, versus
el intelectualista de Kant. Otra crítica a este mandato
señala que todos los seres humanos son diferentes, de tal
forma que lo que disgusta a uno puede no coincidir con
lo que a otro disgusta; así, se considera conveniente considerar la versión positiva, que indica: “trata a los demás
como desearías que te trataran a ti”. De cualquier forma,
la aplicación de esta norma surge más del deseo que de
la razón;6 por eso Freud critica la regla de oro en las religiones, cuyos principios se establecen apelando al amor y
no a la razón, como por ejemplo “ama a tu prójimo como
a ti mismo”, ya que el amor es un sentimiento que no se
puede forzar; con base en la razón es posible respetar y
ayudar al prójimo, pero no amarlo.
Si bien la concepción ética kantiana y la regla de oro
han prevalecido durante largo tiempo, es preciso abordar
otras vertientes que incluyen enfoques como el histórico,
el político y el económico, además del moral. Un ejemplo
relevante es el marxismo; aunque el uso literal del término autonomía sea poco frecuente en la literatura marxista
—especialmente en el propio Marx—, en forma implícita, tanto en su obra como en la de Engels, es un concepto
importante. El trabajo teórico de ambos filósofos tiene por
objeto la superación del capitalismo, sustentado en que las
fuerzas históricas, económicas y políticas lo harán posible.
En el contexto marxiano, la cuestión de la autonomía
está fuertemente ligada a la economía y la política, por lo
que es preciso distinguirlo del concepto de emancipación.
En la obra juvenil de Marx, la emancipación no será posible
en tanto la actividad vital del obrero —el trabajo— pertenezca a otro como trabajo enajenado: “Cuanto más se mate
el obrero a trabajar, más poderoso es el mundo ajeno, de
objetos creados por él en contra suya, más se empobrece
él mismo y su mundo interior, menos le pertenece éste a
él” (1982: 596).
En el sistema capitalista, la producción se desarrolla en
vínculos de dependencia de personas y cosas, ya que dicho
sistema “crea, por primera vez, y al mismo tiempo que la
universalidad de la enajenación del individuo frente a sí
mismo y a los demás, la universalidad y la multilateralidad
de sus relaciones y de sus habilidades” (1980: 89-90). El
6 Para una disertación más amplia sobre esta diferencia, véase
Alcoberro, s.f.
individuo y su trabajo vivo están subordinados a la producción, de manera que la única forma de liberarse es en
una sociedad comunista, puesto que “el libre cambio será
entre individuos asociados sobre la base de la apropiación
y control común de los medios de producción” (86). La
emancipación de la clase obrera conduce a la libertad del
trabajo vivo, es decir, del trabajador en su actividad vital,
quien al apropiarse del proceso de producción habrá logrado su autonomía.
Sin embargo, no se trata de un acto solipsista, sino de
un proyecto económico, político y social sustentado en
la abolición del capitalismo para dar pie al comunismo,
modo de producción superior que Marx denomina el reino de la libertad. La autonomía es un logro al que se llega
socialmente, en el proceso de trabajo, donde los sujetos establecen sus normas y logran la autodeterminación. En el
sentido de clase, la emancipación es condición de posibilidad del ejercicio de poder del proletariado, y la autonomía,
la capacidad de realización del obrero en su actividad vital.
El concepto clave para el proceso de emancipación es
el trabajo vivo que está subsumido al capital en el proceso
de producción, y al Estado y a las clases dominantes como
sujeto. Desde la perspectiva foucaultiana, se deduce que
—a diferencia de otros enfoques, como el kantiano— para
Marx, el objetivo es la constitución de una nueva forma de
subjetividad, una vez que el trabajo vivo haya pasado por
un proceso de subjetivación a través de la lucha emancipatoria en un nuevo modo de producción. La autonomía
tiene una función política importante, pues no sólo implica
al sujeto individual sino, como señala Rosa Luxemburgo,
se trata de una “autonomía de clase”, en el transcurso de
una autodeterminación progresiva (Modonesi, 2011: 3).
Arriesgando una generalización a partir de las diferentes corrientes, pero centrada en Marx, se podría decir
que para alcanzar la autonomía se requiere la consecución
de tres momentos: emancipación del trabajo vivo en el
proceso de producción capitalista; independencia del proletariado de la clase dominante (burguesía), y emergencia
de una nueva forma de subjetividad autónoma. Considerando lo anterior, la autonomía se inscribe en el marco
de la tríada saber, poder y sujeto: primero, el proletariado
tiene el saber específico del proceso de producción; segundo, la emancipación exige un ejercicio del poder sobre sí
mismo (autogobierno) y sobre los demás (gestión);7 por
último, del resultado dependerá la emergencia de una nueva forma de subjetividad autónoma. La discusión sobre la
autonomía presenta el doble aspecto de la “autonomía individual” marxista y de una “nueva forma de subjetividad”
de la clase trabajadora. Es individual porque el sujeto se
7 Esta perspectiva foucaultiana erradica la concepción habitual
del poder como cosa y negatividad para concebirlo como relaciones de poder, incluyendo su aspecto “positivo”, es decir,
que produce algo.
Autonomía
51
a
transforma a sí mismo, y social porque al mismo tiempo
implica una transformación social.
Dando un vuelco hacia un individualismo moral, es importante abordar la filosofía de Nietzsche, gran filósofo de
la libertad y, por tanto, de la autonomía. El famoso pasaje
de las tres transformaciones del espíritu en Así habló Zaratustra es importante para entender el proceso que lleva
a los hombres hacia la autonomía. Nietzsche ilustra la primera transformación con la figura del espíritu de carga; la
sumisión, que se arrodilla para recibirla, como si se tratara
de un camello, representa los valores cristianos impuestos
por la familia, la sociedad y las instituciones. La segunda
transformación la lleva a cabo el león que tira la carga porque quiere ser libre, peleando con el dragón que representa
los valores tradicionales, para efectuar el tránsito del “tú
debes” al “yo quiero”. Por último, la tercera transformación,
representada por el niño, ilustra el espíritu capaz de crear
nuevos valores, logrando el espíritu autónomo: “Inocencia es el niño y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una
rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí” (Nietzsche, 2000: 55). La rueda que
se mueve por sí misma es el espíritu libre, autónomo, la
voluntad capaz de deshacerse de la carga milenaria del
deber de una moral impuesta, para finalmente crear una
ética de la libertad.
No se puede pasar por alto el periodo existencialista cuya
principal temática gira en torno a la libertad. Ilustraremos
esta corriente con Jean Paul Sartre, quien trató el tema de
la autonomía tanto en su obra literaria como filosófica.8 El
existencialismo ateo9 de Sartre es una forma radical de concebir la autonomía. Partiendo de la premisa de que Dios no
existe, tampoco hay una esencia humana, de manera que
cada individuo debe crearla a lo largo de su vida. Sartre lo
resume en la famosa sentencia: “la existencia precede a la
esencia”. En esto consiste la radicalidad del sujeto autónomo,
en la plena libertad para dotarse a sí mismo de una esencia,
sin depender de un ser supremo que se la haya dotado. Por
tanto, “no hay determinismo, el hombre es libre, el hombre
es libertad” (1973: 27).
En sentido estricto, no existe una separación tajante entre autonomía y heteronomía. La autonomía no se reduce
a la auto-imposición de la ley moral independiente de
toda sujeción externa, sino que es la capacidad de vincu-
lar reflexivamente las normas heterónomas con decisiones
autónomas. La concepción kantiana de dotarse de una ley
moral universal deslindada del contexto histórico, político,
jurídico y social ha quedado un tanto rezagada.
Una forma interesante de abordar esta controversia es
la del filósofo norteamericano John D. Caputo, que ofrece
una alternativa a la disyuntiva autonomía/heteronomía introduciendo el término heterología, el cual significa lógica
de la diferencia. El modo heterológico “significa reconocer
las necesidades urgentes de los que son diferentes” (Caputo, 1993: 115), admitiendo y acudiendo al llamado de otro
en desgracia. Caputo critica la postura autónoma porque
corresponde a un modelo cognitivo, como si un soldado en
solitario se ufanara de acatar órdenes. Sin embargo, acudir
al llamado de la víctima de un desastre podría interpretarse como acto autónomo porque es la propia voluntad
la que se obliga.10
En una línea diferente, Foucault critica la noción de
sujeto epistemológico con una esencia inamovible que transita por la historia siempre igual y, por el contrario, sostiene
que el sujeto forma parte activa de la historia, transformándose en el devenir. Atendiendo a esa premisa, se requiere de
nuevas categorías para reconfigurar la noción de autonomía,
lo cual se está llevando a cabo volviendo la mirada al carácter práctico de la filosofía antigua. El proyecto consiste
en difundir lo que Foucault llama “estética de la existencia” y surge de la necesidad de enfrentar la problemática
que aqueja a las sociedades contemporáneas, agobiadas por
autoritarismos, corrupción y sujeción, y cuya solución se
vislumbra en la transformación del ser individual.
Aunque el trabajo de Foucault no tuvo intenciones de
que se llevara a la práctica, él mismo dio la pauta para ver
la filosofía como “caja de herramientas” destinadas a construir algo. A partir de ahí y de sus últimas publicaciones,
se vislumbra el proyecto de elaborar una ética centrada en
la idea de que cada uno es su propia obra de arte y debe
construirla de la mejor manera posible, una obra bella. No
obstante, si bien la constitución del propio ser es un trabajo autónomo, íntimo, está destinado al mejoramiento
político y social.
El Diálogo Alcibíades de Platón resulta pertinente para
el proyecto; en él se plantea la relación entre el arte de gobernar y el cuidado de sí. Alcibíades expresa a Sócrates su
intención de gobernar Atenas y éste responde que quien no
es capaz de autogobierno no puede gobernar a los demás,
instándolo a que primero se aboque al conocimiento de sí
mismo, para estar en condiciones de transformar su ser.11
8 A pesar del influjo que el existencialismo tuvo en una época,
hoy parece olvidado y, no obstante, ha marcado la subjetividad
occidental actual.
9 El existencialismo tuvo dos vertientes: el cristiano, entre cuyos
representantes están Søren Kierkegaard, Gabriel Marcel y Karl
Jaspers, y el ateo, signado por Jean Paul Sartre, Simmone de
Beauvoir y Albert Camus.
10 La obligación proviene de la naturaleza (estoicos), de la ley
divina (cristianismo), de la voluntad buena (Kant), del otro
(Levinas).
11 La inscripción en el templo de Apolo en Delfos rezaba “Conócete a ti mismo”, “cuida de ti” (Gnothi seauton, epimeleia
heautou). Relacionando ambas sentencias, Foucault describe
que para Platón, en las escuelas helenísticas y romanas, la
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
a
52
Autonomía
Así es que el sujeto debe adquirir el arte, la techné, para
saber gobernar a los demás. En otra línea, la filosofía práctica como consultoría filosófica ayuda individualmente a
personas que presentan problemas no patológicos, lo que
Lou Marinoff llama “mal-estares”1 (1983: 4), personas psicológicamente sanas que requieren ayuda para encontrar
sentido a la vida, resolver problemas morales, reconocer y
manejar emociones, liberarse de la dependencia de otros
para ser autónomos y otros similares.
En otra vertiente, se trata de enseñar lo que Pierre
Hadot llama “la filosofía como forma de vida” y Foucault,
“constitución del sujeto moral”. La autonomía consiste en
volver la mirada al interior, no para buscar la ley moral,
sino para encontrar la verdad del yo y modelar el ser. La
sabiduría antigua ayuda a la autoformación guiada por un
filósofo, con técnicas diseñadas para conducir el trabajo
de interiorización, conversión y transformación del sujeto.2 En suma, la autonomía contemporánea consistiría en
“promover nuevas formas de subjetividad que se enfrenten y opongan al tipo de individualidad que nos ha sido
impuesta durante muchos siglos” (Foucault, 1994: 31) y
estar preparados para resistir fenómenos de dominación
de cualquier tipo.
Bibliografía
Alcoberro, Ramón (s.f.), “¿Por qué el imperativo categórico de
Kant no es equivalente a la Regla de Oro?”, Filosofia i pensament. Disponible en: <http://www.alcoberro.info/planes/
kant34.html>.
Angulo Parra, Yolanda (2013), “La ética como florecimiento del
ser: un programa de therapeia filosófica”, en María del Rosario Lucero Muñoz, René Vásquez García, José Antonio
Mateos Castro (coords.), Miradas éticas a la sociedad contemporánea, Tlaxcala: Universidad Autónoma de Tlaxcala,
pp. 121-146.
Caputo, John (1993), Against Ethics, Bloomington: Indiana University Press.
Farrel, Martín (2014), La regla de oro del utilitarismo. Disponible
en: <www.palermo.edu/...Farrel-La-Regla-de-Oro>.
Flaubert, Gustave (1983), Madame Bovary, México: Origen,
Omgsa.
Foucault, Michel (1984), “La ética del cuidado de uno mismo
como práctica de la libetad”, entrevista realizada por Raúl
Fornet-Betancourt, Helmut Becker y Alfredo Gómez-Müprimera era la base de la segunda. No se puede constituir el
ser moral si no se conoce la verdad de uno mismo. De ahí la
importancia de la introspección.
1 “Mal-estar” es mi traducción de Dis-ease, en el original, concepto que se discute en la Parte 1 del libro (Marinoff, 2003:
3-24).
2 Una propuesta actual, que comienza a cobrar fuerza, consiste en
extraer de las enseñanzas de griegos y latinos de la Antigüedad
clásica elementos filosóficos para generar un discurso propio,
con el fin de que la filosofía cumpla un papel transformador.
Véase: Angulo Parra, 2013.
ller, en Fernando Álvarez-Uría (trad. y ed.), Hermenéutica del
sujeto, Madrid: La Piqueta, pp. 99-116.
_____ (1994), Hermenéutica del sujeto, Fernando Álvarez-Uría (trad.
y ed.), Madrid: La Piqueta.
_____ (2012), Hermenéutica del sujeto. Curso en el Collège de France
1981-1982, México: Fondo de Cultura Económica.
Hadot, Pierre (2006), Ejercicios espirituales y filosofía antigua, Madrid: Siruela.
_____ (1995), Philosophy as a Way of Life, Oxford: Blackwell.
Hall, David L. (1994), Richard Rorty. Prophet and Poet of the New
Pragmatism, New York: State University of New York Press.
Kant, Immanuel (1983), Fundamentación de la metafísica de las costumbres, México: Porrúa.
Kundera, Milan (1990), El arte de la novela, México: Vuelta.
Marinoff, Lou (1983), Therapy for the Sane, New York, London:
Bloomsbury.
Marx, Karl (1980), Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, México: Siglo xxi.
_____ (1982), “Manuscritos económico filosóficos de 1844”, en
Wenceslao Roces (trad.), Carlos Marx-Federico Engels, Obras
fundamentales. 1. Marx Escritos de juventud, México: Fondo
de Cultura Económica, pp. 555-668.
Modonesi, Massimo (2011), El concepto de autonomía en el marxismo contemporáneo. Disponible en: <www.xa.yimg.com/
kg/groups/20367438../name/autonomía+modonessi.doc>.
Nietzsche, Friedrich Wilhelm (2000), Así habló Zaratustra, Madrid: Alianza.
Platón (1981), “Alcibíades”, en Obras completas, Madrid: Aguilar,
pp. 238-262.
P.S.B (2012, 23 de agosto), “La regla de oro en las religiones” [web
blog post], Civitas Digital. Cuaderno de pensamiento. Disponible en: <https://civitasdigital.wordpress.com/2012/08/23/
la-regla-de-oro-en-las-religiones>.
Rorty, Richard (1993), Irony, Contingency and Solidarity, Cambridge: Cambridge University Press.
Sartre, Jean Paul (1973), El existencialismo es un humanismo, Buenos Aires: Sur.
Sófocles (1988) “Antígona”, en José Vara Donado (ed.), Tragedias
completas, México: Rei, pp. 127-175.
AUTORIDAD PÚBLICA
Daniel Sandoval Cervantes
Definición
La siguiente definición constituye una buena introducción
al concepto de autoridad pública:
[...] se reputa autoridad a aquel órgano de gobierno del
Estado que es susceptible jurídicamente de producir
una alteración, creación o extinción en una o varias
situaciones, concretas o abstractas, particulares o generales, públicas o privadas, que puedan presentarse
dentro del Estado, alteración, creación o extinción que
Autoridad pública
53
a
se lleva a cabo imperativamente, bien por una decisión aisladamente considerada, por la ejecución de esa
decisión, o bien por ambas conjunta o separadamente
(Burgoa, 1992:188).3
La anterior definición nos adentra en varios temas que
han sido clave para la concepción de autoridad pública a lo
largo de la época moderna, porque pone énfasis en la centralidad de la ley (el derecho estatal) para la determinación de las
características que debe tener un órgano para ser considerado
como autoridad pública, y porque, por otro lado, destaca una
de las características fundamentales del derecho desde los inicios de la Modernidad: la equiparación entre lo público y el
Estado. De manera que, según esta definición ampliamente
aceptada, no existe otra forma de delimitar la autoridad pública, si no es a través de la figura del derecho estatal.
A la primera definición podemos ahora agregar otra diametralmente opuesta: “[…] por ‘autoridades’ se entiende a aquellos
órganos estatales de facto o de jure, con facultades de decisión
o ejecución, cuyo ejercicio engendra la creación, modificación
o extinción de situaciones generales o particulares, de hecho o
jurídicas, o bien produce una alteración o afectación de ellas,
de manera imperativa, unilateral y coercitiva” (Burgoa, 1992:
191). Esta segunda definición es interesante pues, a diferencia
de la primera, establece dos criterios diferentes para identificar
qué es una autoridad pública. Por un lado, elimina el requisito fundamental de que para serlo, el individuo debe actuar en
nombre de un órgano que forma parte del Estado, de tal manera establece una disociación entre lo público y lo estatal. Por
otro lado, no constriñe el concepto de autoridad al campo de
las normas jurídicas, ya que permite considerar como autoridad
pública a aquellas personas que tengan un poder de hecho sobre
los demás, de tal manera que disocia el concepto de autoridad
pública de su construcción exclusivamente jurídica.
Historia, teoría y crítica
Cualquiera de las dos definiciones del concepto de autoridad
pública antes citadas pudo sólo surgir después de la aparición del Estado moderno. Esto no significa que en épocas
anteriores el derecho y la autoridad no hayan sido parte
fundamental de la vida social, sino que, simplemente, se concebían de una manera muy diferente. En la antigua Grecia,
por ejemplo, a pesar de que la vida pública y las leyes griegas
eran de fundamental importancia para la identidad misma de
los individuos, el concepto de autoridad pública no coincide
con las definiciones antecedentes, porque como los cargos
públicos eran rotativos y se ocupaban por sorteo (por ejemplo, en los tribunales), y como todo ciudadano podía y debía
participar en la asamblea (lo que no significa que fuera una
institución incluyente), el concepto de autoridad se refería
más bien a una autoridad común y la noción de publicidad
3 Cf. Fraga, 1968.
a
54
Autoridad pública
no era impersonal y abstracta como se indica en las definiciones ofrecidas al principio (Sabine, 2003).
También en la época romana —tanto en el Imperio,
como en la República— el concepto de autoridad pública se
percibió de manera similar a la señalada para la época de la
antigua Grecia: no había una distinción nítida entre lo público, entendido como una actividad de un sector especializado
y puesto fuera del sistema de producción, y lo privado. A
esto podemos añadir que, en dicha época, no existía el monopolio estatal del ejercicio de la violencia legítima y que la
producción normativa tenía su centro más importante en
la jurisprudencia, la cual era flexible y no estaba codificada
(Touchard, 1990; Correas, 2003).
Durante la Edad Media, por otra parte, se presentó el
problema de la pluralidad de jurisdicciones. Esto se debió,
por un lado, a la lucha entre la jurisdicción de los nobles y la
de la iglesia y, por otro, a la gran multiplicidad de jurisdicciones nobles, lo que, evidentemente, dificulta la identificación
de órganos que puedan ser interpretados como autoridades
públicas en el sentido plenamente moderno y estatal del
término, el cual implica una unidad claramente definida.
Además, durante el periodo medieval, la autoridad era determinada por el linaje y, al final del periodo, por la capacidad
económica de los individuos; no por normas jurídicas con
pretensión de distribuir los puestos de autoridad con base
en méritos y conocimientos individuales. No había contenidos plenamente codificados y estables de la competencia
de las autoridades, un requisito necesario para interpretar a
la autoridad pública como el ejercicio legal de poder. A todo
esto se suma que existía una distinción estamental para la
aplicación de los múltiples regímenes jurídicos (Bloch, 1958;
Ferrajoli, 2000).
Solamente con el advenimiento de la época moderna se
han podido consolidar las definiciones de autoridad pública
similares a las ofrecidas en el principio de este artículo. En
primer término, porque sólo con el paso de la Edad Media a
la Modernidad, con la consolidación de las monarquías absolutas nacionales y con el ascenso de la burguesía al poder
político-jurídico, ha podido surgir el concepto de Estado-nación y, a través de él, la unidad y la monopolización estatal de
la producción de normas jurídicas (Foucault, 2006; Weber,
2000; Luhmann, 1993).4
La monopolización es, sin duda, una de las condiciones
necesarias para que la noción de lo público, desde los inicios
de la Modernidad hasta nuestros días, sea equiparada con
la idea de derecho y de Estado, ya que da pie a una idea de
lo público que tiene más que ver con una generalidad abstracta y definida a través del Estado, que con la comunidad
y la participación activa de los individuos en su definición
y su actuar (Bourdieu, 2007). Únicamente después de que
este concepto de lo público fue socialmente reconocido, se
hizo posible el surgimiento del aparato burocrático, es decir,
de un grupo social especializado y separado de la produc4 Cf. Hart, 1998; Ferrajoli, 2000.
ción; encargado de crear y aplicar las normas jurídicas en
nombre de la generalidad (Correas, 2003; Bourdieu, 2007;
Weber, 2000). Sin duda, es gracias al surgimiento de este
aparato que ha cobrado fuerza la idea del control objetivo y
neutral del poder a través del derecho. Siguiendo esta línea
de argumentación, se ha reforzado también la idea de que
la autoridad pública proviene de su determinación a través
de la ley estatal, incluida, en la actualidad, en la constitución
(Aragón, 2002; Ferrajoli, 2000).
La teoría dominante sobre la noción de autoridad pública ha sido la que se deriva de la primera definición dada: la
autoridad pública como producto de los actos de un órgano
establecido jurídicamente y encargado de aplicar normas
legales. Para esta teoría, los individuos solamente son los
ejecutores de las competencias legales de los órganos que
representan y únicamente, en tanto que apliquen las disposiciones jurídicas, serían considerados como autoridad pública
(Kelsen, 2004).
En oposición a esta teoría, encontramos la que se deriva de la segunda definición de autoridad pública ofrecida en
la primera sección, la cual amplía la noción para incluir a
aquellos grupos o individuos que tienen el poder suficiente
para determinar la acción de otras personas, que estarían en
un estado de indefensión frente a las primeras (Vega, 2002).
Esta definición surge, precisamente, dentro del campo de la
protección jurisdiccional de los derechos fundamentales, con
el objetivo de incluir en ella acciones de individuos que, con
base en la primera definición, que es más restrictiva, no quedarían incluidos dentro del concepto de autoridad pública; por
ejemplo, en México, dentro de la Suprema Corte de Justicia
de la Nación en 1935, y en Colombia, cuyo caso es el más
importante y mejor definido. Por tanto, las violaciones contra
derechos fundamentales que se cometan no podrían ser directamente corregidas y anuladas por el Estado (Estrada, 2000).
Aunque esta última forma de concebir a la autoridad pública amplía y posibilita nuevos sectores para la protección
de los derechos fundamentales más allá de las violaciones y
actos cometidos por instancias estatales, procede en su contra una crítica que se basa en la apropiación del estado de la
definición de lo que es una autoridad pública.
Si bien se acepta que no solamente el Estado puede violar los derechos fundamentales —los sujetos con poder, de
hecho, también pueden ser responsables de estas violaciones—, la determinación de la violación, su alcance y la forma
de resarcir a las víctimas continúan siendo responsabilidad
estatal. Son las cortes y los tribunales constitucionales —con
base en los textos jurídicos y los desarrollos jurisprudenciales
que interpretan y utilizan para justificar sus decisiones— los
encargadas de definir los contenidos de los derechos fundamentales (Bourdieu, 2000; 2007).
Siguiendo cualquiera de las dos definiciones, las concepciones distintas de la autoridad pública que provienen de
formas comunitarias no estatales (por ejemplo, las que provienen de las comunidades indígenas) se encuentran excluidas
de una participación directa en la determinación de lo que
es una autoridad pública, sobre todo, en la determinación de
sus competencias y atribuciones (Correas, 2007; Wolkmer,
2006; Santos, 2009b).
No hay que olvidar que esta segunda definición de lo que
es una autoridad pública es válida únicamente dentro de sectores reducidos (bien por la materia específica en la que surge,
bien por el hecho de que solamente en algunos países se ha
aceptado su aplicación jurídica), de manera que la primera
definición, más estrecha, continúa siendo la que domina y se
aplica de forma más extendida.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
La línea de investigación más reciente y con perspectivas
de progreso más importantes (debido al poder subordinante
cada vez más importante en manos de sujetos no estatales,
como, por ejemplo, las empresas trasnacionales) opta por una
ampliación, más allá del Estado, de los sujetos que pueden
ser considerados como autoridad pública.
El desarrollo del concepto autoridad pública en la época
contemporánea sigue una lógica de continua expansión ya
que, desde hace algunas décadas, se ha aplicado a entidades, grupos e individuos que, aun no teniendo legalmente
ninguna competencia para aplicar normas jurídicas, son
considerados, para efecto de la protección jurisdiccional de
los derechos humanos, como autoridades públicas. El criterio
para tal atribución de autoridad pública a sujetos no estatales
se justifica argumentando que éstos se encuentran en una
posición de hecho tal que, en un sentido extralegal, tienen
el poder frente a otros individuos para obligarlos a realizar
alguna acción. Es posible observar que en esta relación hay
una posición de supraordinación entre ambos sujetos, que
deja a los subordinados sin medios de defensa, jurídicos o no,
que resulten efectivos. Por esta razón, la extensión de la protección jurídica en estos casos es vista como una necesidad,
extensión que implica, para ser aplicable jurídicamente, un
nuevo concepto de autoridad pública más amplio (Estrada,
2000; Vega, 2002).
Hay que tener en cuenta que estos últimos avances no
son actualmente aceptados por la mayoría de los Estados y
de los órdenes jurídicos: todavía impera la visión tradicional
moderna de que el poder solamente puede ser ejercido de
forma socialmente reconocida a través de las competencias
legales. Por tanto, aún nos encontramos frente a una lucha
entre dos maneras distintas, y con distintos efectos, de concebir a la autoridad pública. Esta nueva teoría amplía de
manera importante el concepto de autoridad pública y tiene
consecuencias de gran alcance en un campo tan importante
como en el de la protección de los derechos fundamentales.
Adoptando un concepto ampliado de autoridad pública se
pueden reconocer como violaciones a los derechos humanos
no solamente aquéllas cometidas por el Estado, sino también
aquéllas cometidas por quienes ejercen un poder de hecho,
contrario a lo que sucede si se sigue una teoría tradicional.
Autoridad pública
55
a
Esta ampliación de los sujetos que pueden ser considerados como autoridades públicas para efecto de la protección
de los derechos humanos no pone énfasis en una de las
cuestiones que, en tiempos más recientes, ha cobrado gran
importancia: la disociación entre lo jurídico y el Estado en
su concepción moderna (Estrada, 2000). Incluso cuando
se amplía el quién puede ser considerado como autoridad
pública, ello se hace con una finalidad restringida: la de ampliar la protección de los derechos humanos y, sobre todo, la
aplicabilidad de las garantías procesales (como el juicio de
amparo) a ámbitos en los cuales antes no resultaban ejercitables, que incluyan sectores no estatales. Esta ampliación
sigue subordinando la definición jurídica de lo que es autoridad pública a su definición estatal: el concepto ampliado
de autoridad pública ha surgido lentamente a través de las
resoluciones judiciales (principalmente de las cortes constitucionales, como la Suprema Corte de Justicia de la Nación),
siguiendo su desarrollo dentro de los cauces y las categorías
del derecho estatal (Correas, 2004).
Uno de los trabajos más interesantes y prometedores
es la reconceptualización de lo que es la autoridad pública:
ello implicaría un cuestionamiento extenso de la identificación entre lo jurídico y el Estado moderno, de manera que
se ponga a discusión la posibilidad de existencia de normas
jurídicas no producidas estatalmente (Correas, 2003 y 2007;
Wolkmer, 2006).
Sin duda, una reconceptualización como la que se propone se encontraría con mayor resistencia que la teoría jurídica
dominante, pues implica un cuestionamiento más profundo
y con efectos más generales que la simple ampliación del
concepto de autoridad pública para el efecto de la protección
jurisdiccional de los derechos humanos frente a particulares.
Esto conduce a una concepción de lo jurídico que va más
allá del derecho producido estatalmente, con lo cual cambiaría radicalmente la manera en que, hasta el día de hoy, se
define lo que es autoridad pública.
Los casos de pluralismo jurídico son un ejemplo de fenómenos actuales que nos llevan a afirmar esta posibilidad
de reconceptualización. En ellos, parte de la teoría jurídica
tradicional plantea que las autoridades comunitarias de los
pueblos indígenas tienen, con base en los sistemas normativos propios (y no los estatalmente determinados), el carácter
de persona de derecho público y, en este sentido, aplican una
nueva —y mucho más amplia— definición de autoridad pública en la que está implícita (al menos en parte) la discusión
de las autonomías originarias de las comunidades jurídicas
(Correas, 2007).
Una de las finalidades de esta discusión es que posibilita
una definición de la autoridad pública basada en los lazos comunitarios más que en la abstracción de la legalidad estatal.
Constituye una forma de acercar la definición y la identificación de lo que es una autoridad pública a la participación
de los individuos y a las prácticas sociales existentes (Santos,
2009a; 2009b; Wolkmer, 2006).
a
56
Autoridad pública
Bibliografía
Aragón, Manuel (2002), Constitución, democracia y control, México:
Instituto de Investigaciones Jurídicas-Universidad Nacional
Autónoma de México.
Bloch, Marc (1958), La sociedad feudal. Las clases y el gobierno de
los hombres, Eduardo Ripoll Perelló (trad.), México: Unión
Tipográfica Editorial Hispano Americana.
Bourdieu, Pierre (2000), Poder, derecho y clases sociales, Bilbao: Desclée de Brouwer.
_____ (2007), Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción, Thomas
Kauf (trad.), Barcelona: Anagrama.
Burgoa, Ignacio (1992), El juicio de amparo, México: Porrúa.
Correas, Oscar (2003), Acerca de los derechos humanos. Apuntes para
un ensayo, México: Universidad Nacional Autónoma de México, Ediciones Coyoacán.
_____ (2004), Teoría del derecho, México: Fontamara.
_____, coord. (2007), Derecho indígena mexicano, vol. I, México:
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y
Humanidades-Universidad Nacional Autónoma de México,
Ediciones Coyoacán.
Estrada, Alexei Julio (2000), La eficacia de los derechos fundamentales entre particulares, Colombia: Universidad de Externado
de Colombia.
Ferrajoli, Luigi (2000), Derecho y razón. Teoría del garantismo penal,
Perfecto Andrés Ibáñez (trad.), Madrid: Trotta.
Foucault, Michel (2006), Defender la sociedad. Curso en el College de
France (1975-1976), François Eswald, Alessandro Fontana,
Mauro Bertani (eds.), Horacio Pons (trad.), México: Fondo
de Cultura Económica.
Fraga, Gabino (1986), Derecho administrativo, México: Porrúa.
Hart, Herbert L. A. (1998), El concepto de derecho, Genaro R. Carrió
(trad.), Buenos Aires: Abdeledo-Perrot.
Kelsen, Hans (2004), Teoría general del Estado, Luis Legaz
Locambra (trad.), México: Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades-Universidad
Nacional Autónoma de México, Ediciones Coyoacán.
Luhmann, Niklas (1993), “La observación sociológica del derecho”,
Héctor Fix-Fierro (trad.), Crítica Jurídica. Revista Latinoamericana de Política, Filosofía y Derecho, núm. 12, pp. 73-108.
Sabine, George H. (2003), Historia de la teoría política, Vicente Herrero (trad.), México: Fondo de Cultura Económica.
Santos, Boaventura de Sousa (2009a), Sociología jurídica crítica.
Para un nuevo sentido común en el derecho, Madrid: Instituto
Latinoamericano de Servicios Legales, Trotta.
_____ (2009b), Una epistemología del Sur. La reinvención del conocimiento y la emancipación social, México: Consejo Latinoamericano
de Ciencias Sociales, Siglo xxi.
Suprema Corte de Justicia de la Nación (1935, 13 de septiembre),
“Autoridad, carácter de, para los efectos del amparo”, tesis
aislada, Segunda Sala, Quinta Época, Semanario Judicial de
la Federación, tomo XLV, p. 5033. Disponible en: <www.scjn.
gob.mx/ius2006/unatesislnktmp.asp?nius=335181&cpalprm=autoridad,para,efectos,de,amparo,&cfrprm=>.
Touchard, Jean (1990), Historia de las ideas políticas, J. Pradera
(trad.), México: Red Editorial Iberoamericana.
Vega, Pedro de (2002), “La eficacia frente a particulares de los Derechos Fundamentales (la problemática de la Drittwirkung der
Grundrechte)”, en Miguel Carbonell (coord.), Derechos fundamentales y Estado. Memoria del VII Congreso Iberoamericano
de Derecho Constitucional, México: Asociación Argentina de
Bb
Derecho Constitucional, Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.
Weber, Max (2002), Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, José Medina Echavarría (trad.), México: Fondo de
Cultura Económica.
Wolkmer, Antonio Carlos (2006), Pluralismo jurídico. Fundamentos de una nueva cultura del Derecho, David Sánchez Rubio
(trad.), Sevilla: Mad.
BIENESTAR
Mariano Rojas
Definición
El concepto de bienestar
Está en la condición humana el experimentar bienestar, así
como el experimentar malestar. El bienestar es una vivencia
humana, le acontece a seres humanos de carne y hueso en su
vida cotidiana. El bienestar le sucede a los sujetos y no a los
objetos; por ello, el bienestar es inherentemente subjetivo, ya
que no puede suceder sin la presencia del sujeto que lo vive.
Es por esta razón que no tiene sentido hablar de un bienestar objetivo, pues el bienestar no está en los objetos, sino en
la persona que lo experimenta (Rojas, 2007; Sumner, 1995).
Bienestar como fin último y motivación
El bienestar es un fin último, ya que se aspira a éste por sí
mismo y no como medio para obtener algo más. Por ejemplo,
no se aspira al bienestar para poder comprar una casa o para
tener un ascenso laboral, ni las personas aspiran al bienestar
para casarse. Por el contrario, las personas se casan porque con
ello esperan un mayor bienestar, y es por esta misma razón
que desean tener su casa propia y obtener un ascenso laboral.
Cualquier ascenso laboral y cualquier matrimonio se volverían poco atractivos para las personas si éstas creyeran que
con ello se daría una caída de su bienestar. De esta forma, el
bienestar define lo que son bienes y males para las personas.
El bienestar también motiva la acción humana. Las personas toman sus decisiones motivadas por la consecución de
un mayor bienestar; decisiones tan importantes como qué
carrera laboral seguir, cambiar o no de ciudad de residencia,
migrar al extranjero y con quién casarse se toman con base
en la expectativa de bienestar.
La procura del bienestar es el objetivo manifiesto de la
política pública, de la acción de organismos internacionales,
de los programas de las organizaciones no gubernamentales
e incluso de las ayudas de las instituciones de caridad. El
trabajo de muchos funcionarios, expertos y consultores tiene
por propósito final contribuir al bienestar de la población. La
contribución a un mayor bienestar es también el objetivo manifiesto de la gran mayoría de las industrias del sector privado,
desde la industria de la provisión de servicios de salud hasta
la industria de la moda y la cosmetología. Basta mirar la televisión para observar cómo las compañías privadas intentan
asociar la compra de un determinado producto al bienestar
de los niños, las madres, los padres y la población en general.
Conceptos y concepciones
La distinción entre conceptos y concepciones es importante
en el estudio del bienestar. El concepto hace referencia a un
término que es conocido pero que también es inherentemente
vago; por ejemplo, a términos tales como democracia, progreso
y bienestar. Por su parte, la concepción hace referencia a una
especificidad en la comprensión de un concepto: la democracia se puede definir como alternancia en el poder, separación
de poderes, elecciones generalizadas, referéndum y muchos
más. De igual forma, el concepto de bienestar podría tener
muchas concepciones, tales como acceso a ciertos servicios,
satisfacción de necesidades consideradas como básicas, plenitud humana y otras más.
Un mismo concepto puede tener varias acepciones; sin
embargo, el tema central en la definición de una noción específica de bienestar es su relevancia para los seres humanos.
Durante las últimas décadas ha adquirido preeminencia el
entendimiento de bienestar como vivencia. Así, el bienestar
deja de ser un constructo —sofisticado— de académicos,
funcionarios públicos y expertos nacionales e internacionales, para pasar a ser la vivencia cotidiana de bienestar que
tienen las personas. Desde esta perspectiva, el bienestar deja
de ser un tema ajeno a las personas, ya que son ellas quienes lo viven y lo conocen. Se vuelve innecesario —e incluso
riesgoso— el acudir a expertos para saber cuál es el bienestar
de las personas.
Historia, teoría y crítica
Dos grandes tradiciones dominaron por siglos la concepción
y estudio del bienestar: la tradición de imputación y la tradición de presunción del bienestar (Leite, 2007; Rojas, 2007;
2014). En los últimos años ha adquirido relevancia una nueva tradición que se acerca al bienestar como vivencia de los
seres humanos y que, por lo tanto, afirma que el bienestar le
sucede a los sujetos y no a los objetos. Esta tradición postula
que el bienestar es inherentemente subjetivo, pues no puede
acontecer sin la presencia del sujeto que lo vive, y por ello se
le conoce como la tradición del bienestar subjetivo, o bien,
del bienestar como vivencia.
Las tradiciones de imputación y presunción del bienestar
La tradición de la imputación parte de que es el experto
—por lo general un académico o comité de especialistas,
pero también una organización— quien define qué es la
buena vida y cuáles son sus atributos. Es con base en esta
definición y en los atributos —observables— que el experto imputa un bienestar a las personas (Nussbaum, 2011).
Tanto los filósofos como los moralistas basan su posición en
Bienestar
57
b
una argumentación convincente acerca de qué es la buena
vida y de cómo se obtiene (Collard, 2003). En el proceso de
imputar el bienestar de los demás, el experto está limitado
por aquellos atributos (posesiones y acciones de la persona)
que le son observables. Por ello, dentro de esta tradición, el
bienestar termina siendo definido como una lista de atributos
observables para un tercero. Un problema con este enfoque
es que se define el bienestar con base en su medición, en vez
de en su conceptualización.
Resulta interesante saber que muchos filósofos griegos
creían que la felicidad de una persona no podía ser evaluada mientras la persona estuviera viva, pues el capricho de
los dioses griegos era tal que cualquier situación de dicha
o sufrimiento podía revertirse en un instante (McMahon,
2006). Esta creencia dejaba fuera de cualquier posibilidad
el que la persona juzgara su vida. Por ello, esta tradición de
imputación sustenta la práctica de que sean otros quienes
terminen juzgando el bienestar de los demás. Esos otros basarán su juicio en su propia definición de bienestar y en lo
que pueden observar de los demás: lo que las personas poseen
(activos) o no poseen (carencias) y lo que hacen o dejan de
hacer (Sen, 1985; 1987).
Es dentro de esta tradición de imputación donde se
ubican los estudios de bienestar en los que un comité de expertos es nombrado para proponer los criterios que midan
el bienestar de las personas, y donde luego se clasifica a las
personas en grupos de alto, medio y bajo bienestar a partir de
la información que se observa. Este enfoque predomina en
los estudios de marginación, en los que no se consulta a las
personas sobre su propia evaluación de vida. De igual forma,
este enfoque ha predominado en los llamados regímenes de
bienestar, donde el énfasis se pone en el acceso de la población a un largo listado de servicios y coberturas.
La segunda tradición es la de presunción del bienestar. Se
basa en la propuesta de teorías disciplinarias que asocian el
bienestar a alguna variable clave de la disciplina; por ejemplo, la disciplina económica gira en torno a la explicación
de variables que miden el poder de compra o capacidad de
consumo de las personas. El ingreso —tanto personal como
nacional— adquiere una enorme relevancia para la disciplina
económica y, con ello, se tiende a asumir que la relación entre
el ingreso y el bienestar de las personas es muy cercana, al
punto que se llega a creer que el ingreso es la mejor variable
para estimar el bienestar de los seres humanos. Este sesgo
disciplinario no es exclusivo de la economía; por ejemplo,
la ciencia política tiende a centralizar su estudio en factores como el ejercicio del voto, la transparencia electoral y la
separación de poderes, incluso se llega a creer que éstas son
variables fundamentales para el bienestar de las personas. El
listado específico y la importancia de cada uno de los factores
depende más de la inclinación y énfasis disciplinario del experto, así como de sus valores y perspectiva. Por ejemplo, en el
estudio de la pobreza ha predominado una visión económica
que asume una relación muy cercana entre bienestar e ingreso
(Rojas, 2015). De igual forma, esta tradición es dominante
b
58
Bienestar
en el paradigma de progreso como crecimiento económico
y de desarrollo como alto ingreso per cápita (Rojas, 2009).
Tanto la tradición de imputación como la de presunción se basan en medir el bienestar de las personas a partir
de un juicio realizado por una tercera persona, con base en
variables que le son observables. Esto ha llevado a concebir
el bienestar como un listado de atributos —posesiones, carencias y acciones— y no como una vivencia de las personas.
El énfasis se ha puesto en la medición de objetos y no en
la medición de la experiencia de bienestar del sujeto. Se ha
llegado incluso a confundir el bienestar con sus potenciales
factores explicativos.
En consecuencia, dentro de estas tradiciones de presunción e imputación, el bienestar se ha medido en el mundo
de los objetos, lo cual resulta paradójico, pues el bienestar es
un asunto de seres vivos.
También en estas tradiciones de presunción e imputación
proliferan los listados de variables que se consideran como
factores constitutivos del bienestar; además, se corre el riesgo
de que este listado refleje más los intereses, valores y perspectivas de quien los propone que aquéllos de cuyo bienestar se
está hablando. Por ello, se ha dicho que estos listados reflejan
más el alma de quien hace el juicio que el bienestar de aquellas personas a las que el juicio hace referencia.
El bienestar como vivencia. Experiencias esenciales de bienestar
La tradición del bienestar como vivencia —también conocida como tradición de bienestar subjetivo— afirma que el
bienestar relevante para los sujetos es aquél que experimentan
todos los días y que, por ello, no les es ajeno. Es este bienestar como vivencia el que a las personas les resulta familiar;
es por ello que entienden y pueden conversar extensamente
acerca de su situación de bienestar y de si la están pasando
mal o bien, y en qué grado, pues está en la condición humana
experimentar bienestar y malestar.
A grandes rasgos, puede hablarse de cuatro tipos de experiencias esenciales de bienestar que los humanos pueden
vivir: primero, las experiencias sensoriales asociadas al dolor y
al placer. Está en la condición humana distinguirlos, e incluso
diferenciar intensidades. Los cinco sentidos —tacto, olfato,
gusto, vista, oído— juegan un papel fundamental para tener
estas experiencias de bienestar. En distinto grado, los olores,
sonidos, texturas, sabores y visiones pueden clasificarse como
placenteros o dolorosos. El placer contribuye al bienestar, y
el dolor, al malestar, por ello, a no ser que medien circunstancias especiales —como la existencia de consecuencias de
mediano y largo plazo— los seres humanos tienden a evitar
el dolor y a acercarse al placer.
Segundo, las experiencias afectivas asociadas a la vivencia de emociones y estados de ánimo. Una frase popular dice
que los seres humanos no son de piedra, que tienen corazón.
Las personas experimentan de manera cotidiana muchas
emociones y estados de ánimo, tales como preocupación,
tristeza, ansiedad, soledad, miedo, irritación, ira, angustia,
vergüenza, aburrimiento, envidia, depresión, amor, cariño,
aprecio, orgullo, entusiasmo, alegría, etcétera. Con no mucha
creatividad, los psicólogos han clasificado los afectos en positivos y negativos; puede hablarse en términos generales de
vivencias de gozo y de sufrimiento, las primeras contribuyen
al bienestar y las segundas, al malestar. A no ser que medie
alguna circunstancia especial, las personas buscan acercarse
a las experiencias de gozo y alejarse de las de sufrimiento.
Tercero, las experiencias evaluativas asociadas a la capacidad humana de plantearse metas y de juzgar el alcance de
las mismas. Las aspiraciones humanas pueden ser muchas
y pueden diferir sustancialmente tanto entre culturas como
dentro de un mismo país; sin embargo, indistintamente de
cuáles sean esas metas y aspiraciones, los seres humanos son
capaces de evaluar su desempeño en el alcance de sus propósitos y aspiraciones. Dependiendo de la importancia que
la persona asigne a las metas que se ha propuesto y del nivel
de realización o alcance de éstas, se viven, con distintos grados de intensidad, los logros y fracasos. En general, los logros
contribuyen al bienestar, mientras que los fracasos lo reducen.
Un cuarto tipo de experiencia, menos estudiada, es la
mística. La experiencia mística implica un estado de absorción o involucramiento total para la persona, quien alcanza
un estado de flujo que la energiza (Csíkszentmihályi, 1996).
Estas experiencias de bienestar son muy cercanas a los
seres humanos. Por ejemplo, cuando se camina con los hijos
en un parque de la ciudad pueden tenerse de manera simultánea muchas experiencias. Se puede experimentar placer
visual al contemplar árboles coloridos y lagos serenos, placer auditivo al escuchar el canto de los pájaros, el placer de
olfatear el agradable olor de los cipreses y de sentir en el
rostro el calor del sol del mediodía. De igual forma, al jugar
en el parque con los hijos puede haber sentimientos de amor
y de orgullo. Aún más, podría pensarse que las decisiones de
haber aceptado un trabajo en la ciudad y de haber comprado
una casa en un vecindario cercano al parque son correctas,
lo cual da una evaluación de logro importante de vida. En
general, todas estas experiencias afectivas, sensoriales y evaluativas contribuyen de manera favorable al bienestar, y es
bastante probable que contribuyan a que la persona esté a
gusto consigo misma, que esté satisfecha con su vida y que,
incluso, pueda afirmar que es feliz.
No obstante, el recorrido por el parque pudo haber sido
totalmente distinto. En ese recorrido la persona pudo haber
escuchado el ruido molesto de la música estridente que quiere
llamar su atención —y la de sus hijos— para venderle cosas
que no necesitan. La basura esparcida por todo el parque no
sólo es desagradable a la vista, sino que también huele mal y,
en el peor de los casos, puede ser una fuente de insalubridad
que al padre le hará pasar varias malas noches —debido al
desvelo, cansancio y preocupación que puede sufrir— atendiendo a sus hijos enfermos. Aún más, puede ser que durante
el recorrido se experimente miedo a consecuencia de la
desolación del lugar; exponerse a un robo a mano armada
contribuye a la angustia. La persona podría estar frustrada
y considerar que ha tomado la decisión incorrecta de vivir
en esa ciudad y de haber comprado una casa en la zona; podría incluso llegar a pensar que es una fracasada y que no le
está dando a sus hijos el tipo de vida que desea para ellos. En
general, todas estas experiencias contribuyen a que la persona
no esté a gusto consigo misma, que esté insatisfecha con su
vida y que afirme ser muy infeliz.
Como puede observarse, este tipo de experiencias las
tienen todas las personas, todos los días. Las experiencias
pueden ser muchísimas y se dan en todas las actividades: en
el trabajo, en el oficio religioso, en el hogar, en el metro, en
la clase de yoga. Se dan también entre semana y en los fines
de semana; cuando se está solo, rodeado de seres queridos, o
cuando se es parte de una multitud en un estadio de futbol.
Al final, son experiencias de bienestar que viven todos los
seres humanos en su vida cotidiana.
El bienestar como vivencia. La felicidad o satisfacción de vida
Los seres humanos tienen la capacidad de realizar una síntesis acerca de qué tan bien marcha su vida; esta síntesis se
resume en frases del tipo “estoy a gusto conmigo mismo”,
“estoy satisfecho con mi vida”, “mi vida marcha bien” y “soy
feliz”. Las experiencias esenciales de bienestar constituyen el
sustrato a partir del cual la síntesis es realizada por la persona
(Veenhoven, 2009; Rojas y Veenhoven, 2013).
En muchos casos, la síntesis se hace a partir de eventos
que generan experiencias que confluyen en su contribución
al bienestar; sin embargo, no pocas veces los eventos generan
experiencias en conflicto. Una persona puede estar a dieta
y tener una meta de peso para fin de año; no obstante, un
pastel de chocolate, alto en calorías, constituye una tentación
para su paladar. En este caso la experiencia sensorial entra
en conflicto con la experiencia evaluativa. Las circunstancias
donde se presentan conflictos en las experiencias esenciales
de bienestar no son pocas y cada persona actúa y aprecia su
vida con base en la importancia que da a cada uno de estos
tipos de experiencias.
La capacidad de realizar una síntesis de vida es fundamental para la acción humana, ya que es ésta la que permite
a las personas evaluar la conveniencia de opciones de vida,
repetir ciertas acciones y tomar decisiones.
El bienestar como vivencia. Su medición
Por mucho tiempo se creyó que la medición del bienestar
de las personas debía ser realizada por comités de expertos,
los cuales, se asumía, tenían no sólo el conocimiento sino
también la autoridad para juzgar el bienestar de las personas. Sin embargo, tal y como se ha argumentado, el bienestar
no es un constructo académico ni un concepto complicado
cuyo conocimiento es de difícil acceso para las personas. Por
el contrario, el bienestar —y el malestar— es una experiencia
cotidiana de las personas, por ello, no hay que explicarles si
tienen bienestar o no, y mucho menos llamar a expertos para
que les digan si lo están experimentando. Las personas viven el bienestar y por ello son la autoridad para juzgarlo. En
consecuencia, la mejor forma de conocer el bienestar de una
Bienestar
59
b
persona es mediante la pregunta directa. En efecto, si lo que
se quiere es saber cuál es el bienestar de la persona, lo correcto
es preguntar a quien lo experimenta.
Así, durante las últimas décadas ha adquirido relevancia
medir el bienestar a partir de la pregunta directa. Es común
preguntar acerca de la satisfacción de vida: “Tomando todo en
cuenta, ¿qué tan satisfecho está usted con su vida?”; así como
realizar otras preguntas para indagar sobre los estados afectivos, sensoriales y evaluativos de la persona. Dentro de este
enfoque, la labor del experto deja de ser el juzgar el bienestar
de las personas y pasa a ser el entenderlo.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
El bienestar puede ser conceptualizado de diversas maneras. Sin embargo, es importante distinguir entre aquellas
concepciones que son relevantes para las personas y aquéllas que sólo parecen relevantes para quienes las proponen.
Una queja frecuente de los representantes políticos es que
sus representados no muestran el mismo entusiasmo por los
indicadores de bienestar que aquel entusiasmo mostrado
por quienes proponen y construyen estos indicadores. En las
tradiciones de imputación y de presunción se corre el riesgo
de trabajar con constructos académicos que son elegantes y
sofisticados, que satisfacen propiedades matemáticas, pero
que son ajenos a la vivencia cotidiana de las personas. El
reconocimiento de que el bienestar relevante para las personas es aquél que éstas experimentan y de que las mediciones
de bienestar deben reflejar la experiencia de bienestar de las
personas constituye un cambio paradigmático en el estudio
del bienestar. Este cambio plantea nuevas preguntas y abre
nuevos retos de investigación y de acción pública.
Algunas de las preguntas que emergen son: ¿cómo medir
el bienestar que las personas experimentan?, ¿qué tan robusta
resulta ser la medición del bienestar a partir de las preguntas
realizadas?, ¿qué tipo de preguntas deben hacerse? Ya hay alguna investigación al respecto; por ejemplo, la oecd publicó
sus lineamientos para medir el bienestar subjetivo (oecd,
2013), la oficina de estadística del Reino Unido ya mide
el bienestar subjetivo y realizó una amplia investigación al
respecto. En América Latina ya se ha discutido al respecto
(Rojas y Martínez, 2012).
Algunas oficinas nacionales de estadística —incluyendo
la de México— ya realizan la medición de la vivencia de
bienestar. Ahora se dispone de una mayor información que
permitirá profundizar en el estudio del bienestar y de sus factores explicativos. La investigación pionera se realizó a partir
de bases de datos relativamente pequeñas y, en su gran mayoría, de corte transversal. Los hallazgos obtenidos apuntan a
que la satisfacción de vida y los estados afectivos y evaluativos
dependen fundamentalmente de las relaciones humanas —
en especial de las relaciones familiares—. Esto es, aquellas
personas que logran tener relaciones gratificantes de pareja,
con sus hijos y con sus padres tienen una alta probabilidad de
b
60
Bienestar
disfrutar de muchos estados afectivos positivos (gozo), pocos
estados afectivos negativos (sufrimiento) y procesos evaluativos favorables (logro); esto aumenta la posibilidad de que
estén satisfechos con su vida. Se ha encontrado que también
es importante disfrutar de buena salud, disponer de tiempo
libre y utilizarlo de manera gratificante, tener una ocupación
que no sólo genere ingreso sino que también satisfaga necesidades psicológicas de realización, competencia y amistad con
colegas y amigos, y no estar en una situación económica de
penuria que genere angustia y evaluación de fracaso (Rojas,
2006). Los factores de entorno también pueden ser importantes; por ejemplo, se ha encontrado que ser víctima de un
delito y sufrir maltrato por parte de seres queridos tiende a
reducir el bienestar experimentado.
La disponibilidad de una mayor información permitirá
profundizar en el estudio del bienestar experimentado por
las personas. Bases de datos de gran tamaño permitirán estudiar la situación y los factores relevantes para el bienestar
de distintos grupos etarios. Se sabe muy poco acerca del
bienestar de los niños y de cómo la escuela puede contribuir
a que disfruten un mayor bienestar en el presente, así como
qué tipo de pedagogías y educación contribuyen a que estos
niños tengan las destrezas y valores que coadyuven a una vida
adulta satisfactoria. También se sabe muy poco acerca de los
factores relevantes para el bienestar de la creciente población
de adultos mayores. Estudios culturales y transculturales darán más información acerca de la relación entre identidad,
cultura, valores y la experiencia de bienestar. De igual forma,
se hace necesario realizar una mayor investigación cualitativa para profundizar en la comprensión de los vínculos entre
diversos factores y el bienestar.
De especial relevancia es el replanteamiento de las
políticas públicas y programas sociales a la luz de esta reconsideración de lo que es el bienestar de las personas. El enfoque
de presunción del bienestar dio una gran importancia al
ingreso como un indicador, al punto de que el crecimiento
económico llegó a equipararse al concepto de progreso social. Dentro de este paradigma, la acción pública se enfocó a
lograr mayores tasas de crecimiento económico. Temas como
la productividad, la inversión, la competitividad y el capital
humano adquirieron una gran importancia. El enfoque de
imputación generó un interés por listados de acceso a bienes
y servicios, y la política pública se enfocó a alcanzar metas de
cobertura, como la de agua potable, acceso a internet, etcétera,
así como a atender los largos listados de carencias.
El bienestar como vivencia destaca la importancia de los
factores de habitabilidad en el entorno y de las habilidades
para desempeñarse en éste. La acción pública puede contribuir mediante la creación de un entorno habitable para las
personas, en donde destacan factores como parques y espacios
públicos que posibiliten no sólo la recreación sino también la
interacción social y el establecimiento de relaciones humanas
genuinas y duraderas. También puede contribuir mediante
una educación que no sólo dé habilidades para insertarse
en el proceso productivo sino, principalmente, habilidades
para llevar una vida satisfactoria; destacan las habilidades
y conocimiento que sirven para relacionarse con familiares,
amigos, colegas y conciudadanos (prácticas de convivencia),
así como para hacer un uso gratificante del tiempo libre y
desarrollar comportamientos que reduzcan la exposición a
problemas de salud. Dentro del paradigma de bienestar como
vivencia, todos estos factores son medios para el bienestar,
su pertinencia depende de su capacidad para impactar en la
experiencia de bienestar de las personas.
Durante los últimos años ha crecido el interés por replantearse la concepción de progreso, pasando de una concepción
de progreso como crecimiento económico a una de crecimiento como felicidad o bienestar (Rojas, 2011). Esta nueva
concepción permitirá hacer acciones públicas y privadas para
que el avance social no sólo se vea en los tableros de indicadores sociales sino, sobre todo, que la población realmente
lo experimente como un mayor bienestar.
Well-being and Quality of Life, New York, London: Springer, pp. 317-350.
Rojas, Mariano e Iván Martínez, coords. (2012), La medición,
investigación incorporación en política pública del bienestar subjetivo: América Latina. Reporte de la Comisión para el Estudio
y Promoción del Bienestar en América Latina, México: Foro
Consultivo Científico y Tecnológico.
Rojas, Mariano y Ruut Veenhoven (2013), “Contentment and
Affect in the Estimation of Happiness”, Social Indicators
Research, vol. 110, núm. 2, pp. 415-431.
Sen, Amartya (1985), Commodities and Capabilities, India: Oxford
University Press.
_____ (1987), On Ethics and Economics, Oxford: Blackwell.
Sumner, L.W. (1995), “The Subjectivity of Welfare”, Ethics, vol.
105, núm. 4, pp. 764-790.
Veenhoven, Ruut (2009) “How Do We Assess How Happy We
Are?, en Amitava Krishna Dutt y Benjamin Radcliff (eds.),
Happiness, Economics and Politics, Cheltenham, United Kingdom: Edward Elgar Publishers, pp. 45-69.
Bibliografía
Collard, David (2003), “Research on Well-Being: Some Advice
from Jeremy Bentham”, Philosophy of the Social Sciences, vol.
36, núm. 3, pp. 330-354.
Csíkszentmihályi, Mihaly (1996), Fluir: Una psicología de la felicidad, Barcelona: Kairós.
Leite Mota, Gabriel (2007), “Why Should Happiness Have a
Role in Welfare Economics? Happiness versus Orthodoxy and Capabilities”, FEP Working Papers, núm. 253.
Disponible en: <http://www.fep.up.pt/investigacao/workingpapers/07.11.22_wp253.pdf>.
McMahon, Darrin (2006), Una historia de la felicidad, Jesús Cuellar y Victoria E. Gordo del Rey (trads.), Madrid: Taurus.
Nussbaum, Martha C. (2011), Creating Capabilities: The Human
Development Approach, Cambridge, London: Harvard University Press.
oecd: Organisation for Economic Co-operation and Development
(2013), oecd Guidelines on Measuring Subjective Well-being,
oecd Publishing. Disponible en: <http://www.oecd-ilibrary.
org/economics/oecd-guidelines-on-measuring-subjective-well-being_9789264191655-en>.
Rojas, Mariano (2006), “Life Satisfaction and Satisfaction in
Domains of Life: Is it a Simple Relationship?”, Journal of
Happiness Studies, núm. 7, pp. 467-497.
_____ (2007), “The Complexity of Well-Being: A Life-Satisfaction Conception and a Domains-of-Life Approach”, en Ian
Gough y Allister McGregor (eds.), Researching Well-Being in
Developing Countries: From Theory to Research, Cambridge:
Cambridge University Press, pp. 259-280.
_____ (2009), “Consideraciones sobre el concepto de progreso”, en
M. Rojas (coord.), Midiendo el progreso de las sociedades: Reflexiones desde México, México: Foro Consultivo Científico
y Tecnológico, pp. 15-27.
_____, ed. (2011), La medición del progreso y del bienestar: Propuestas
desde América Latina, México: Foro Consultivo Científico
y Tecnológico.
_____ (2014), El estudio científico de la felicidad, México: Fondo de
Cultura Económica.
_____ (2015), “Poverty and People’s Well-being”, en W. Glatzer, V.
Moller, L. Camfield y M. Rojas (eds.), Global Handbook of
BULLYING
Nathalie Melina Portilla Hoffmann
Tizoc Fernando Sánchez Sánchez
La violencia, dentro o fuera de la escuela, ha sido abordada
desde numerosos enfoques: como un fenómeno dictado por
condiciones psicológicas y emocionales, como una expresión
de la influencia de factores sociales, como una conducta que
sienta sus bases en la condición animal humana, como construcción cultural o como forma de interrelacionarse. El que sea
un fenómeno tan atractivo para el estudio puede explicarse de
la siguiente manera: con el término violencia, más allá de las
especificidades en las definiciones, suelen agruparse las formas
de acción que, ya sea entre individuos o grupos sociales, llevan
a los seres humanos a destruirse unos a otros. La violencia es
el suicidio de la especie. Estudiarla y detenerla son esfuerzos
para demostrarnos que no estamos determinados por el homo
homini lupus.1 La escuela, al ser un espacio de formación cultural y eminentemente humana, es, sin duda, un terreno de
investigación e interés para entender e intervenir desde el
concepto de violencia.
El término bullying, que emana de los estudios sobre la
violencia, es hoy conocido por la mayoría de las personas que
tienen algún contacto con el medio educativo: estudiantes,
profesores, padres de familia, etcétera. Sin embargo, el uso de
éste resulta inexacto, al menos en el ámbito cotidiano. Bull-
1 “El hombre es el lobo del hombre”, frase célebre de Hobbes
que se puede encontrar en el Leviatán.
Bullying
61
b
ying es un anglicismo que en español se traduce como acoso
escolar. En este texto, ambos se usarán de manera indistinta.2
Definición
Antes de pasar a una definición, es importante anotar ciertos
puntos en que el lector deberá procurar no tropezar para entender cabalmente el término bullying: en primer lugar, la ya
mencionada incorporación de esta palabra al lenguaje popular
y el consiguiente desgaste en la precisión de su significado.
En segundo lugar, el hecho de que, como toda categoría de
análisis, requiere un acercamiento riguroso para decidir en
qué casos puede utilizarse como una herramienta científica y
no sólo como un elemento passe-partout del sentido común,
como sucede algunas veces. En tercer lugar, que como veremos más adelante, este constructo responde a una situación
específica, estudiada desde una postura puntual, por lo cual
posee alcances y limitaciones inherentes a su utilización.
Si se revisa la historia, se sabe que fue tras varios casos
de suicidios de estudiantes en Suecia cuando se empezó a
explicitar el problema del acoso escolar; por esto empezó
una preocupación por el fenómeno, que si bien no era nuevo,
sí se volvió tema de interés. Algunos académicos pudieron
responder ante tal coyuntura gracias a un trabajo previo. Al
volverse asunto público, recibió atención de los medios, del
gobierno y de sectores más amplios de la academia.
El Dr. Dan Olweus, investigador noruego, acuñó el término bullying durante su estudio del fenómeno. Tomó la
raíz bully, que alude al matón, al valentón o al abusón, y al
acto to bully, que implica intimidar o tiranizar, y creó así una
nueva categoría en el estudio de la violencia escolar (Monjas
y Avilés, 2006: 14). Según Olweus, “el fenómeno de acoso
escolar (bullying) se puede describir como”:
•
•
•
comportamiento agresivo o querer ‘hacer daño’ intencionadamente;
llevado a término de forma repetitiva e incluso fuera del horario escolar;
en una relación interpersonal que se caracteriza por
un desequilibrio real o superficial de poder o fuerza
(Olweus, s.f.: 2).
Hay autores que agregan otros elementos. El propio
Olweus, en publicaciones más recientes (2004), considera
un cuarto elemento en el que sugiere que los casos en que
la víctima provoca al agresor también son bullying. Monjas
2 El acoso escolar a veces se confunde con la violencia escolar o
violencia en la escuela. El bullying es sólo una forma de violencia en la escuela. Cabe advertir al lector que los términos
violencia en las escuelas y violencia escolar no son sinónimos. El
segundo describe la violencia estructural que ejerce la escuela
en tanto parte de un sistema sobre los miembros de la comunidad escolar. En este caso, ningún término se subordina al otro,
sino que refieren fenómenos simultáneos en el espacio escolar.
El bullying, en cambio, es un tipo de violencia en la escuela.
b
62
Bullying
y Avilés (2006) consideran que es requisito que los actos de
acoso sean desconocidos por los adultos para considerarlos
maltrato. Asimismo, puede afirmarse que existe consenso
sobre que en el bullying hay una intencionalidad agresiva que
se presenta de manera repetitiva, en el marco de relaciones
asimétricas.
Otros elementos fundamentales sobre el concepto de acoso escolar, según se considere quiénes y cómo se lleva a cabo
esta práctica de violencia en la escuela, son los actores; hay
tres participantes: el agredido, el agresor y los espectadores.
Sobre los agredidos, dice Olweus que “un alumno es
agredido y se convierte en víctima cuando está expuesto, de
forma repetida y durante un tiempo, a acciones negativas que
lleva a cabo otro alumno o varios de ellos” (2004: 25). Según
el mismo autor, por acción negativa se entiende incomodar,
herir o causar un daño de manera intencional. Suelen ser
muchachos con baja autoestima, introvertidos, ansiosos e
inseguros. Su cautela y tranquilidad son interpretadas como
signos de que no responderán a agresiones. Es también frecuente que estos niños tengan relaciones muy cercanas o de
sobreprotección con sus familias.
Los agresores, siguiendo aún a Olweus, pueden distinguirse en activos y pasivos. Los activos toman la iniciativa
en el acoso y tienden a ser belicosos no sólo con sus compañeros, sino en ocasiones también con los adultos. Suelen
ser también imperiosos, impulsivos y con una alta opinión
de sí mismos (Olweus, 2004; Harris, 2006).3 Los pasivos
participan en el acoso una vez que alguien ya lo ha iniciado
y pueden presentar rasgos tanto propios de los agresores
como de los agredidos; incluso, no es inusual que muchachos agredidos sean en ocasiones agresores. El bullying
guarda una consecuencia grave para los agresores, en tanto que hay una correlación entre la comisión de actos de
acoso en la infancia y de actos criminales en la juventud
y adultez, cuando los primeros no son atendidos (Harris y
Petrie, 2006; Viscardi, 2011). Aunque ello no quiera decir
que todo agresor es un potencial criminal, sí demuestra que
la desatención de estos comportamientos a largo plazo resulta nociva no sólo para la víctima. Una característica que
notó Olweus en sus investigaciones en escuelas noruegas
es que en los primeros niveles de la educación formal, los
agresores ganan popularidad entre sus compañeros, dinámica que se va invirtiendo con el paso de los años (2004).
Finalmente, los espectadores son testigos que pueden
variar en su reacción frente al acoso, reacción que puede
ensalzar y alentar al acosador, ya sea por una aceptación explícita de su actitud o, al contrario, por una falta de reacción
visible. Según Harris y Petrie (2006), estos últimos tienden
3 Olweus (2006) señala, ante la difundida noción de que los
agresores esconden una autoestima baja, que sus propios estudios y los de Pulkkinen y Tremblay (1992) no encuentran
evidencia al respecto. Hay, por otro lado, informes como los
de O’Moore y Kirkham (2001) que, con análisis elaborados a
partir de grandes muestras de población, reportan lo contrario.
No parece haber un consenso aún a este respecto.
a sentir empatía por la víctima, lo que los hace experimentar
sentimientos de tristeza o impotencia al no poder ayudar a
la víctima. A mediano plazo, los lleva a desensibilizarse ante
el acoso, ya que abre paso a su normalización.
Si bien las características presentadas por los individuos
que mencionamos suelen ser previas a las conductas de acoso, pueden también aparecer después y como consecuencia
de éste; es decir, un muchacho con rasgos de personalidad
distintos de los del agredido no está necesariamente a salvo
de ser agredido, aunque seguramente las desarrollaría después de serlo. Los rasgos individuales de personalidad no
garantizan que un estudiante se convierta en agresor, agredido o espectador. Esto depende de la respuesta, buena o
mala, que encuentren en el ambiente escolar de convivencia
y disciplina. Lo cierto es que, ya establecida una relación de
acoso, ésta acentúa los rasgos descritos y éstos, a su vez, fortalecen la relación.
Es necesario destacar que, como los elementos hasta aquí
presentados sugieren y como el mismo Olweus explica (2004:
25-26), la definición de bullying está construida para excluir
otros tipos de violencia que sean ocasionales y, según sus
propios términos, “no graves”. Sin embargo, puede expresarse
con diferentes esquemas, en que tanto las formas de agresión
como la frecuencia varían de acuerdo con las características
de agresores y agredidos.
Alcances y limitaciones
Es importante notar que, tanto por la razón que condujo
a visibilizar el acoso escolar como por los criterios de definición, el protagonismo recae en personas específicas y no
en estructuras sociales. Todo el peso se enfoca en el individuo; él es quien lo sufre; él es quien lo provoca; él es quien
lo presencia. Así nació el concepto y así es definido. En los
escritos que trabajan con el individuo, ya sea para reconocer
alguna situación de bullying, ya sea para investigar el mismo
fenómeno o para realizar programas de intervención, resalta
el uso de listas de características de los tres actores principales —el agresor, el agredido y el espectador—, elaboradas
con el fin de definirlos. Esto recuerda el uso de los listados
de síntomas que permiten identificar patologías; se reconoce,
entonces, una perspectiva clínica enfocada en el individuo.
El término bullying es muy específico como categoría de
análisis. Es importante reconocer esto porque de aquí derivan
tanto sus alcances como sus limitaciones. En efecto, a partir
de éste se pueden identificar y clasificar situaciones de acoso, así como pensar y diseñar intervenciones muy específicas
enfocadas en la responsabilidad y margen de acción de las
personas en un ambiente escolar limitado a las cuatro paredes
de una institución escolar, por ejemplo. Olweus no sólo teorizó y categorizó el fenómeno, sino que también realizó una
propuesta de programa de intervención en el que destacan
los principios siguientes para “la creación de un ambiente escolar —e idealmente también del hogar— caracterizado por:
•
•
•
•
cordialidad, interés positivo e implicación por parte
de los adultos;
límites firmes ante un comportamiento inaceptable;
una aplicación consistente de sanciones no punitivas y no físicas por comportamientos inaceptables o
violaciones de las reglas;
adultos que actúen con autoridad y como modelos
positivos” (s.f.: 10).
Desde esta perspectiva psicológica, todo recae en un adecuado manejo de situaciones interpersonales. Sin embargo,
a la par de una lectura encapsulada en espacios delimitados,
existen organizaciones e instituciones gubernamentales que
exponen el acoso escolar como un problema de índole social.
En caso de plantear el problema desde ahí, debería también
interpretarse a partir de sus componentes socioestructurales, lo que no siempre sucede, ya que el concepto mismo no
lo permite. Aquí se encuentran algunos límites para interpretar una realidad desde el concepto de bullying. Éste no
proporciona un sustento teórico para entender el problema
del acoso escolar desde un espectro más amplio. Por ejemplo, a partir de dicho concepto no podemos entender las
condiciones materiales, sociales y de justicia que llevan al
desarrollo de fenómenos de acoso escolar. Por lo mismo, no
puede entonces pensarse en una intervención de índole social, sino más bien en repeticiones de un mismo programa
de intervención educativa en espacios limitados.
Historia, teoría y crítica
La historia de la violencia escolar es reciente, al menos
tan reciente como la escuela que conocemos hoy, si bien
es cierto que se tiene conocimiento de actos violentos en
la escuela desde la antigua Mesopotamia y de los castigos
que allí se utilizaban (Galino, 1960). Es también cierto que
los conflictos estudiantiles se remontan, por lo menos, a las
confrontaciones de estudiantes con los pobladores o con el
ejército desde el siglo xiii (Bowen, 1985). Sin embargo, las
formas de violencia que dieron lugar al concepto de bullying,
así como al de otros enfoques sobre el tema, tienen raíces
que pueden trazarse con seguridad en la Modernidad, antes
de volverse demasiado difusas. El cambio fundamental que
traen los siglos xviii, xix y xx occidentales es la creación
de la propia escuela como hoy la conocemos, es decir, como
territorio encapsulado que busca, con sus propias verdades y
dinámicas, crear un espacio de excepción en la sociedad y que
sería escenario de los eventos violentos. Si bien antes hubo
instituciones educativas, fue a partir de las ideas ilustradas
que la escuela contemporánea conformó su formato escolar.4
4 La noción de formato escolar tiene sus antecedentes en otras
dos: cultura escolar ( Julia, 1995) y gramática escolar (Tyack y
Cuban, 2001). Referirse a cada una supone aludir a discusiones
y matices que se relacionan con la perspectiva y los propósitos
de cada autor. Sin embargo, se puede decir, de modo general,
Bullying
63
b
A continuación, se delinean brevemente sólo tres elementos propios de la escolaridad moderna, rescatados de Pineau
(1999), con ellos se pretende sentar las bases para explicar
cómo se conformó la violencia escolar como objeto de estudio. Primero, la escuela se volvió una institución pública, es
decir, a cargo del gobierno, que buscaba atender a los futuros
ciudadanos. El respaldo otorgado por el Estado garantizó la
legitimidad de las acciones emprendidas para reunir generaciones enteras bajo un mismo esquema de conocimientos
transmitidos intramuros, así se creó un espacio donde se pudiera desarrollar un tipo específico de violencia, con actores
y relaciones únicas, que, por surgir en un espacio de carácter
nacional, sería de interés público y social.
En segundo lugar, la legitimidad de las acciones se extendió necesariamente a la intención de intervenir sobre el
comportamiento de los estudiantes, de guiarlos no sólo hacia
ciertos conocimientos, sino también hacia ciertas nociones
morales. Con esta intención, se instituyó una escuela que
pretendía apartarse de la sociedad y que, mediante el confinamiento en las aulas, evitaba la permanencia de los niños en
entornos no controlados, que podrían permearlos de concepciones nocivas sobre el modo en que es correcto comportarse
con el prójimo. Aquí reencontramos ambos elementos: la
posibilidad de violencia escolar dada por el confinamiento
de grupos de niños y la importancia de estudiarla porque
irrumpe en un espacio que —se supone— carece de influencias indeseables. Ya que la escuela cumple con una función
social, exige una reflexión de los académicos sobre su rumbo
y sobre lo que sucede en ella.
En tercer lugar, se encuentra la necesidad de conocimiento
específico para orientar la operación de los establecimientos
escolares, que hizo surgir materias de estudio especializadas en
lo educativo, desde ramas específicas de la psicología, la sociología y la filosofía, hasta nuevas áreas de conocimiento, como la
pedagogía o la didáctica. La existencia de este tipo de campos
de conocimiento, junto con el respaldo estatal, permitieron
que existieran las condiciones cognitivas e institucionales para
reconocer, comenzar a estudiar y, posteriormente, intervenir
en las primeras etapas de la contemporánea violencia escolar.
Lo anterior sucedió en la década de 1970, con los estudios del
Dr. Olweus en Noruega.
Pero, ¿cuál era el contexto en que este concepto llegó a
México? Como ya se dijo, no es que el acoso escolar empeque las tres nociones se refieren a formas de organización del
tiempo y espacio escolar, las cuales incluyen prácticas, normas
y modos de relación de los sujetos, sedimentadas a lo largo de
la historia de la escuela y los procesos de escolarización, y han
definido a la escuela como la conocemos. De ese formato da
cuenta por ejemplo, la caracterización que hace Trilla (1985),
en la que la escuela: es una realidad colectiva; está ubicada en
un espacio específico; supone actuación en unos límites temporales determinados; define los roles de docente y discente;
predetermina y sistematiza contenidos; lleva a cabo una forma
de aprendizaje descontextualizado. Afirma Trilla que así es la
escuela en sí misma.
b
64
Bullying
zara a existir a partir de su conceptualización. En México ya
se presenciaban escenas de acoso escolar en las escuelas antes
de que pudieran ser nombradas. Sin embargo, su visibilización ha permitido reflexionar y construir ciertos modelos de
intervención. Hay que contextualizar el pensamiento y la
racionalidad de los siguientes argumentos; que un tema tal
como el acoso escolar provenga de un país como Noruega
se debe a que existe un contexto socioeconómico y cultural
que permitió su estudio. Enfocarse sobre una temática tan
específica, que no se basa en problemas más apremiantes, ya
sea de injusticia o desigualdad, es posible sólo cuando cuestiones más urgentes han sido ya solucionadas. Ciertamente,
en Noruega ya no había problemas con la masificación del
acceso y permanencia en la escuela; podía agregarse a la agenda un nuevo tema, que antes no era prioritario, para mejorar
las escuelas en el ámbito de la convivencia.
Desde este contexto, el trabajo sobre el acoso escolar
se hizo público y tuvo un amplio alcance, ya que permitió
que en otros países, como el nuestro, que aún no se habían
adentrado en el estudio del tema, pudieran comprender
parte de los acontecimientos violentos que sucedían en sus
recintos escolares. México, sin embargo, era aquejado por
otros problemas no resueltos: aún había que pensar en que
se matriculara el 100% de los niños y niñas, la permanencia
escolar era (y es) otro tema pendiente, al igual que la justicia y
la igualdad, puntos neurálgicos en la construcción del ámbito
educativo formal. El acoso escolar aparece, entonces, como
un tema “más sencillo” para ser abordado, en el sentido de
que —desde su definición— no implica una visión estructural del fenómeno educativo y, por lo tanto, las intervenciones
para evitarlo, tampoco; no obstante, no puede olvidarse que
el acoso escolar es un problema entre muchos otros.
Además de las tres condiciones necesarias que se presentaron al principio para identificar el acoso escolar, hay
numerosos conceptos entretejidos en torno a este constructo,
y sus relaciones pueden llegar a ser confusas. Abordaremos
algunos de los más relevantes, con la intención de establecer
sus límites y evitar confusiones.
Atendiendo al marco más general del acoso escolar, es
importante referirnos a la violencia en la escuela. Se trata
de un fenómeno más amplio que el bullying, que sólo es
una de las posibles formas de violencia escolar. En términos generales, la violencia en la escuela denota cualquier
acto de violencia que estalle dentro del recinto escolar o
en sus inmediaciones, y necesariamente tiene como protagonistas a los miembros de la comunidad escolar. Bullying
indica sólo los modos de violencia con las características
descritas en el apartado anterior: intencionalidad, constancia y desequilibrio de poder entre pares.
En el marco de la violencia en la escuela, aparece también
el conflicto. El conflicto no es bullying, aunque bullying sí es
conflicto. En el lenguaje coloquial, ambos términos podrían
parecer intercambiables. Incluso suele llamarse conflicto al
acto violento, a la pelea en que se involucran los escolares,
como en: “Señora directora, hubo un conflicto entre dos
alumnos de tercero; se golpearon en el patio”. En el léxico especializado, existe una diferencia. Los conflictos son
los desacuerdos producidos cuando se encuentran distintos
puntos de vista o criterios, y no implican necesariamente el
uso de la fuerza. Los conflictos son naturales en la convivencia humana y suceden también fuera de la escuela. Discutir
con un amigo sobre la ruta para llegar a una reunión es
un conflicto. Si el conflicto es solucionado por consenso y
con la ayuda de un mapa y del informe vial, puede afirmarse
que fue resuelto de manera pacífica y productiva. Sólo cuando
se recurre a la imposición forzosa de un punto de vista para
resolverlo, puede decirse que se ha llegado a la violencia; en
tanto que esta imposición supone obligar al otro a actuar
en contra de sus convicciones o de su voluntad, necesita ser
respaldada mediante la coacción, sea de la fuerza física o
por vías emocionales, verbales y psicológicas, lo que siempre
causa un daño.
Como se dijo anteriormente, el bullying se define como
una conducta que tiene la intención expresa de causar daño,
así que no depende necesariamente del surgimiento de un
conflicto. El acoso suele surgir sin ninguna provocación por
parte del agredido. A veces, incluso, puede premeditarse un
conflicto artificial para que el agresor lo use como excusa y
justifique su acoso sobre el agredido.
La categorización del acoso escolar, según sus formas,
atiende a los medios por los que el agresor ejecuta el acoso sobre el agredido. Grosso modo, pueden considerarse las
siguientes formas: las físicas, que son directas cuando se
agrede a la persona —como golpear— y son indirectas
cuando se dirigen a sus pertenencias —como robar, dañar o
esconder—; las verbales, que son directas cuando implican
insultar a la persona en su presencia o por medio de notas,
mensajes de texto o correos electrónicos dirigidos a ella, y
son indirectas cuando se recurre a la dispersión de rumores
sobre la persona; la social, que es la exclusión de la persona
de uno o más grupos.
Un estudiante puede ser víctima de una o más formas de
acoso al mismo tiempo. Todas las formas, físicas o no, causan
daños emocionales y psicológicos que pueden trasladarse a
otros ámbitos, como los grupos de interacción del niño o el
espacio cognitivo.
Las diferencias en cuanto a las características de las formas de acoso escolar son particularmente evidentes según el
género: la tendencia entre los chicos es estar más expuestos
al acoso físico directo, ejercido de manera abierta y explícita
ante el grupo, mientras que las chicas se hallan más expuestas al acoso verbal indirecto y al social. Los hombres son
también los principales agresores, tanto de otros hombres,
como de mujeres.
Ya que han quedado expuestas, de modo general, las
características del bullying, es importante insistir sobre un
punto mencionado al principio. Las limitaciones del término
y la perspectiva que lo origina no lo hacen problemático en
sí mismo, no obstante, es importante insistir en que se debe
diferenciar bien el uso que pueda hacerse de este término
en el discurso educativo de la definición que se establece a
partir del sentido común.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
En torno al estudio de la violencia en la escuela se han articulado tres grandes campos de investigación que toman como
objeto de estudio distintos elementos de esta violencia y que
difieren en sus métodos y construcciones teóricas y conceptuales. Hay, además, numerosas líneas de investigación que
específicamente pretenden identificar los vínculos entre la
violencia en la escuela y otros factores de los entornos social,
familiar o comunitario. Los campos generales de estudio son:
a)
b)
c)
Bullying. Concepto nacido en Noruega y con amplia difusión en México y en el resto del mundo;
se concentra en aspectos psicológicos de quienes se
involucran en situaciones de acoso escolar entre pares (Carrillo y Prieto, 2013).
Convivencia. Su investigación es particularmente
fuerte en España y Argentina desde la década de
1990; en México se comenzó a estudiar a partir de
la década del 2000. Según Furlán, analiza las relaciones entre pares o con adultos en el marco de
la escuela como espacio de encuentro. Este autor
considera a la convivencia como “la situación y al
mismo tiempo la vía para que se produzca el aprendizaje de valores en términos de acción” (2003:
249). Este tema suele vincularse a las teorías democráticas de la educación.
Disciplina e indisciplina. Campo escasamente visitado en México y en el ámbito internacional.
Tiende a enfocarse en la disciplina como la disposición para construir aprendizajes, y en la indisciplina como “episodios que dificultan el trabajo de
enseñanza” (249). Sus definiciones se traslapan con
las de convivencia y violencia en dos sentidos: por
un lado, hay casos en que las conductas disruptivas
de la enseñanza pueden ser también conductas de
violencia entre pares; por otro, para quienes consideran que la escuela no enseña sólo contenidos,
sino también moral en tanto formas de convivencia,
toda conducta violenta es una interrupción que va
en contra de los principios mismos de la enseñanza.
La mera existencia de estos campos constituye ya un
punto del debate contemporáneo, debido a que los últimos
dos mencionados están en construcción y sus límites pueden
ser difusos. Aunque poseen núcleos de proposiciones fundamentales, la cercanía entre sus objetos de estudio como
elementos comunes de la realidad de la violencia en la escuela coloca a los campos en un constante intercambio de
realidades y temas.
Bullying
65
b
Las líneas específicas de estudio pueden compartir algunos aspectos con los campos anteriores, pues suelen abordar
la relación entre la violencia en las escuelas y otros fenómenos
que, si bien no conciernen directamente al fenómeno de acoso
escolar, forman parte de la realidad social en que se desenvuelve este tipo de violencia en la escuela. Por esto, se presenta a
continuación una recopilación —no exhaustiva pero sí informativa— de los problemas que permitan aprehender más
aspectos de la realidad escolar:5
a)
b)
c)
Consumo de drogas. Se revisa la relación entre el consumo de drogas legales o ilegales y la comisión de
actos violentos cuando éstas se convierten en necesidades para los individuos. Se estudia a las drogas
como factor de violencia entre los miembros de
la comunidad, pero también se considera el hecho
de que el consumo de drogas es un aprendizaje que
puede suceder dentro del espacio escolar y que en sí
mismo representa una conducta de violencia autodirigida. Esta línea aborda uno de los problemas de
más veloz crecimiento en tanto que los jóvenes son
el principal grupo de consumo.
Narcotráfico. Tema emergente en México, no en
cuanto a su existencia, sino en cuanto a la reciente atención que le han dedicado los investigadores.
Esta línea indaga los modos en que la violencia y la
cultura originadas en los grupos de narcotraficantes
se desplazan a los espacios escolares. Según Benítez,
González e Izunza (2013), la violencia relacionada
con el narcotráfico posee tres vertientes que se relacionan con la escuela: las balaceras en entornos escolares; las extorsiones, secuestros y robos dirigidos
a docentes, y la exaltación por parte de los estudiantes de los símbolos del narcotráfico. El peligro de
la narcoviolencia radica fundamentalmente en este
último punto, en la medida en que promueve entre
los estudiantes la violencia como una forma de vida.
Exclusión. Esta línea muestra dos dimensiones superpuestas en la relación entre la violencia y la exclusión: por un lado, la exclusión como forma de
violencia entre los individuos; por otro, la exclusión
como forma de violencia del sistema. En ambos casos, la diversidad se identifica como el motivo de
exclusión. Para la violencia intersubjetiva, la diferencia representa el motivo que dispara la exclusión
de individuos específicos de los grupos conformados dentro de la escuela. La violencia sistémica
viene del no reconocimiento de la diferencia en la
planeación y estructuración del sistema educativo,
el monolingüismo en los programas de estudio,
las construcciones no aptas para distintos tipos de
cuerpo, la carencia de perspectiva de género o la
5 Las líneas aquí presentadas fueron recuperadas de Furlán, 2003;
2013.
b
66
Bullying
d)
e)
f )
g)
poca accesibilidad en lugares remotos, por ejemplificar brevemente. La consecuencia puede ser imposibilitar la permanencia en el sistema educativo a
sectores enteros de la sociedad.
Poder. Es una línea muy cercana al campo de Disciplina e indisciplina y al estudio de la didáctica.
Aborda las relaciones de poder desde perspectivas
predominantemente foucaultianas. Se estudia la estructuración de jerarquías y el uso de tecnologías
del control dentro de la estructura escolar. Una vertiente de esta línea se enfoca en cuestiones estructurales de violencia institucional.
Construcción de identidades. Entiende la identidad
no como un atributo aislado del sujeto, sino con
una dimensión colectiva, y busca los elementos que
permean tal dimensión en el entorno social. Esto es,
cómo la cultura en que se desarrollan los estudiantes le empuja a mantener relaciones de algún nivel
de violencia con sus pares. En esta línea se cuentan
estudios en las categorías de medios, diversidad y
género.
Propuestas de intervención. Recupera y sistematiza
información sobre el diseño, aplicación y resultados
de proyectos de intervención.
Políticas públicas. Analiza los proyectos de dependencias gubernamentales. En este rubro, confluyen proyectos de tres tipos: los educativos impulsados desde
el sector educación; los de seguridad escolar, desde el
sector de seguridad pública, y los promovidos desde
el sector salud.
Han quedado fuera de este listado algunas líneas de investigación, como las que conciernen a la convivencia por
medio de las nuevas tecnologías o las que tratan acerca de
los menores infractores, pero las expuestas son suficientes
para demostrar la complejidad del entramado de objetos de
estudio secundarios y, con ellos, la multifactorialidad propia
de la violencia en la escuela. Aunque el concepto y estudio
del bullying se limita a los factores más inmediatos al sujeto,
el fenómeno mantiene relaciones necesarias con su entorno
más amplio.
Consideraciones finales
De los muchos problemas que se vinculan a las situaciones
de acoso escolar, desde los de control del grupo hasta los de
daños psicológicos, el más grave probablemente sea que “en
realidad, afecta a nuestros principios democráticos fundamentales […] ¿Qué opinión sobre los valores sociales se formará un
estudiante que es objeto de las agresiones repetidas de otros
alumnos sin que los adultos intervengan? Lo mismo puede
preguntarse sobre los alumnos a quienes, durante periodos
prolongados de tiempo, se les permite que hostiguen a otros
[…]” (Olweus, 2004: 69). Desde esta perspectiva social, es
importante señalar un riesgo en la tipificación de la violencia
como propia de los individuos. La criminalización de los jó-
Cc
venes puede ser una respuesta fácil, y hasta lógica, al ignorar
el hecho de que responde a factores sociales que permean las
circunstancias personales y escolares. Permitir que sucedan
conductas de acoso, o bien resolverlas por vías inadecuadas,
genera por igual, entre los estudiantes, la normalización de
la violencia, que es la imposición de unos sobre otros para el
beneficio de los primeros. Ninguna sociedad que pretenda
atender el bienestar de sus miembros puede funcionar sobre
esa lógica. Permitir la naturalización de las violencias interpersonales en el aula es predisponer a los individuos para la
invisibilización de violencias sociales más amplias y graves,
con las que todos nos enfrentamos tarde o temprano, y que
pesan sobre todo egresado de las escuelas.
Bibliografía
Benítez Lourdes, Elda González y Patricia Izunza (2013), “Narcoviolencia en las escuelas”, en Alfredo Furlán y Terry Spitzer
(coords.), Convivencia, disciplina y violencia en las escuelas:
2002-2011, México: Consejo Mexicano de Investigación
Educativa, pp. 437-456.
Bowen, James (1985), Historia de la educación, Barcelona: Herder.
Carrillo José, José Jiménez y Ma. Teresa Prieto (2013), “Bullying,
violencia entre pares en las escuelas de México”, en Alfredo
Furlán y Terry Spitzer (coords.), Convivencia, disciplina y violencia en las escuelas: 2002-2011, México: Consejo Mexicano
de Investigación Educativa, pp. 223-260.
Furlán, Alfredo (2003), “Procesos y prácticas de disciplina y convivencia en la escuela. Los problemas de la indisciplina,
incivilidades y violencia. Introducción”, en Alfredo Furlán,
Juan Piña y Lya Sañudo (coords.), Acciones, actores y prácticas educativas, México: Consejo Mexicano de Investigación
Educativa, pp. 244-258.
_____ (2013), Convivencia, disciplina y violencia en las escuelas:
2002-2011, México: Consejo Mexicano de Investigación
Educativa.
Galino, María Ángeles (1960), Historia de la educación, Madrid:
Gredos.
Harris, Sandra y Garth Petrie (2006), El acoso en la escuela: los
agresores, las víctimas y los espectadores, Barcelona: Paidós.
Julia, Dominique (1995), “La cultura escolar como objetivo histórico”, en M. Menegus y E. González (coords.), Historia de las
universidades modernas en Hispanoamérica. Métodos y fuentes,
México: Centro de Estudios Sobre la Universidad-Universidad Nacional Autónoma de México,
Monjas, María Inés y José María Avilés (2006), Programa de sensibilización contra el maltrato entre iguales, Valladolid: Junta
de Castilla y León, Asociación castellano-leonesa para la
defensa de la infancia y la juventud. Disponible en: <http://
www.observatorioperu.com/libros%202010/diciembre/Sensibilizacion%20contra%20el%20maltrato.pdf>.
Olweus, Dan (2004), Conductas de acoso y amenaza entre escolares,
Madrid: Morata.
_____ (s.f.), Acoso escolar, “bullying”, en las escuelas: hechos e intervenciones, Bergen: Centro de investigación para la Promoción
de la Salud-Universidad de Bergen. Disponible en: <http://
www.acosomoral.org/pdf/Olweus.pdf>.
O’Moore, Mona y Colin Kirkham (2001), “Self-Esteem and Its
Relationship to Bullying Behavior”, Aggressive Behavior
Journal, núm. 27, pp. 269-283
Pineau, Pablo (1999), “Premisas básicas de la escolarización como
construcción moderna que construyó a la modernidad”, Revista de estudios del currículum, núm. 1, pp. 39-61.
Pulkkinen, L. y R. E. Tremblay (1992), “Patterns of Boy’s Social
Adjustment in Tow Cultures at Different Ages: A Longitudinal Perspective”, Internacional Journal of Behavioral
Development, núm. 15, pp. 527-553.
Trilla, Jaume (1985), Ensayos sobre la escuela. El espacio social y material de la escuela, Barcelona: Laertes.
Tyack, David y Larry Cuban (2001), “Por qué persiste la gramática
de la escolaridad”, en En busca de la utopía. Un siglo de reformas
en las escuelas públicas, México: Fondo de Cultura Económica.
Viscardi, Norma (2011), “Programa contra el acoso escolar en
Finlandia: un instrumento de prevención que valora el
respeto y la dignidad”, Construção psicopedagógica, núm.
18. Disponible en: <http://pepsic.bvsalud.org/scielo.
php?pid=S141569542011000100003&script=sci_arttext&tlng=en>.
CAMBIO CLIMÁTICO
Edit Antal
Definición
Desde las últimas décadas del siglo xx, el problema del cambio climático ha sido considerado como el asunto ambiental
más importante, amplio y complejo, que representa un enorme reto para la cooperación internacional.
El cambio climático como fenómeno natural consiste en
la modificación histórica del clima en una escala global. A
lo largo del siglo xx, los gases de efecto invernadero (gei)
han aumentado en la atmósfera al menos en 0.6 grados. De
acuerdo con el último informe del Panel Intergubernamental del Cambio Climático, la temperatura de la tierra y de la
superficie de los océanos se ha calentado en promedio 0.85
°C durante el periodo de 1880 a 2012 (ipcc, 2014).
Los océanos y las plantas, llamados sumideros, cumplen
la función de extraer los gases gei de la atmósfera, fenómeno
que se conoce como secuestro de carbón. Dado que la deforestación también ha avanzado tras la Revolución Industrial,
el secuestro de carbono ha disminuido notablemente.
Se trata de un fenómeno meteorológico extremadamente
complejo cuya evolución se atribuye a más de 200 variables.
La modificación climática obedece tanto a causas naturales
como humanas. La concepción del cambio climático como
un fenómeno político —un problema del medio ambiente—
surge precisamente con el reconocimiento por parte de la
comunidad científica de que las causas humanas —también
llamadas antropogénicas— muy probablemente desempe-
Cambio climático
67
c
ñan un papel importante en el calentamiento global que se
observó a lo largo del siglo pasado.
Las principales consecuencias del cambio climático son el
aumento del nivel de los mares, los cambios radicales en el patrón de la precipitación pluvial, importantes transformaciones
en la agricultura, el traslado de cultivos hacia los polos, modificaciones en la localización de las zonas donde se ubican
las enfermedades y la aparición de refugiados ambientales.
Dichos cambios del clima generan enormes consecuencias
económicas, sociales y políticas. Sin embargo, este texto sólo
se enfocará en el problema del cambio climático como un
objeto de estudio para las ciencias sociales y, en particular,
en su vínculo con las relaciones internacionales y con las
políticas públicas.
La importancia del cambio climático como asunto político en el ámbito global se deriva del hecho de que éste afecta
directamente la posibilidad de crecimiento de todas las áreas
de la economía. Además, plantea un problema muy complicado en el ámbito internacional: el de la justicia. ¿Cuáles son
los países que pueden crecer, en el futuro, y en qué grado?
La complejidad de la cooperación radica en que se trata de establecer un mecanismo en el ámbito mundial, que
podría definir el tipo de desarrollo y ponerles límites a los
niveles del crecimiento económico en el mundo. Las dificultades políticas aumentan aún más porque la solución para
el cambio climático debe ser necesariamente de naturaleza
global y de alcance a largo plazo. Estas características —ser
un problema global y a largo plazo— convierten a las políticas
de cooperación sobre el cambio climático en un asunto muy
complejo. Otro elemento importante en torno a la cooperación internacional sobre el cambio climático es lo relativo
a la capacidad diferenciada de los países para enfrentarse al
desafío ambiental.
Historia, teoría y crítica
El problema del cambio climático como fenómeno natural
empezó a estudiarse de forma sistemática y dirigida durante los años setenta, pero fue a finales de los ochenta cuando
se identificó el efecto invernadero causado por ciertos gases
—principalmente bióxido de carbono (co2), clorofluorocarbonos (cfc), metano (ch2) y óxido nitroso (n2o)—.
En 1987, el Informe Brundtland —llamado urgente al
mundo que, por primera vez, utiliza el concepto del desarrollo sustentable en el sentido de satisfacer las necesidades del
presente sin comprometer las necesidades de las futuras generaciones— dio un impulso definitivo al proceso de traducir
el problema ambiental del cambio climático en el lenguaje
propio de la política. Un año más tarde se creó, por iniciativa de las Naciones Unidas, el Panel Intergubernamental del
Cambio Climático.
En 1992, en Río de Janeiro, fue tratado en la Cumbre de
la Tierra, por primera vez en la historia, el asunto del medio ambiente con la participación de los mandatarios de los
principales países. En esta ocasión, los líderes de las naciones
c
68
Cambio climático
industrializadas se comprometieron a reducir las emisiones
de gei y a transferir recursos financieros y tecnológicos para
que los países en vías de desarrollo también puedan disminuir
la contaminación ambiental.
Entre otros asuntos ambientales de primera importancia,
en Río de Janeiro nació la Convención Marco de las Naciones
Unidas sobre Cambio Climático (cmnucc) con el fin de establecer un régimen multilateral de mitigación de emisiones
de los gei. Su objetivo principal es reducir las emisiones de
los gei, principalmente el bióxido de carbono, y, para ello, se
negoció un tratado conocido como Protocolo de Kioto (pk).
El mecanismo de reducción propuesto por el Protocolo
se basa en el principio de responsabilidades comunes, pero
diferenciadas, entre los países. Lo anterior implica aceptar
que las naciones desarrolladas son las principales responsables
por el cambio climático, dado que son las que, en el pasado, contaminaron el mundo al haber quemado demasiadas
energías de origen fósil, como el carbón, el petróleo y el gas.
La filosofía del Protocolo de Kioto es que los países
industrializados se hallan en condiciones de financiar las
nuevas tecnologías de energías limpias y renovables para
que los países en vías de desarrollo no repitan el proceso de
industrialización contaminante. Lo anterior implica que las
naciones desarrolladas asuman el compromiso de pagar los
costos de la descarbonización no solamente de sí mismas,
sino también, en parte, de los países en vías de desarrollo.
Dado que los Estado Unidos —el principal contaminador
y, en aquel momento, responsable por emitir una cuarta parte
de las emisiones de gei en el mundo— se muestra reticente a aceptar dicha filosofía, es el gran ausente en el tratado
mundial sobre el cambio climático. El Protocolo de Kioto se
firmó en 1997 y, en este mismo año, el senado de los Estados
Unidos aprobó una resolución que sostiene que Estados Unidos no puede firmar ningún tratado que dañe su economía y
que, además, no comprometa de la misma forma a los países
en vías de desarrollo. Como consecuencia, en 2001 Estados
Unidos se retiró del tratado, y cuando el protocolo finalmente
entró en vigor en 2005, la Unión Europa resultó ser el actor
principal que se hizo cargo de los compromisos internacionales sobre el cambio climático, asumiendo una posición de
liderazgo en el mundo en materia ambiental (Antal, 2004).
El Protocolo de Kioto —que establece las normas y obligaciones respecto de la reducción de las emisiones entre 2008
y 2012, fiel a la filosofía ya mencionada— establece que sólo
los 35 países más industrializados del mundo deben asumir
el compromiso de reducir en 5.2% las emisiones de gases de
efecto invernadero. Desde el punto de vista de la cooperación
ambiental en el ámbito internacional, una de las mayores novedades del pk es que introduce los llamados mecanismos
flexibles como instrumentos comerciales de reducción de las
emisiones de gases de efecto invernadero. Dichos mecanismos permiten reducir las emisiones no solamente de manera
directa, sino también indirecta; esto es, realizar proyectos de
reducción de las emisiones en otros países, con o sin compromiso, y acreditarlas como propias a través de un sistema de
certificación, así como crear un mercado de bonos de carbón,
una especie de permiso de contaminación mercantilizado.
Los mecanismos flexibles son de tres tipos: comercio de
emisiones, aplicaciones conjuntas y mecanismos del desarrollo limpio.
El comercio de emisiones permite la compraventa de certificados de emisiones; las aplicaciones conjuntas permiten,
bajo ciertas reglas, cumplir las obligaciones de reducción en
otro país, y los mecanismos del desarrollo limpio permiten
certificar reducciones de emisión mediante la realización de
proyectos de mitigación que transfieren tecnologías limpias
a los países en vías de desarrollo. La inclusión de estos tres
mecanismos en el pk ha generado discusión al confrontar dos
argumentos: por un lado, sus proponentes sostienen que, sin
estos mecanismos, el pago de los costos de la reducción no
sería realista y, por otro, sus críticos cuestionan la efectividad
ambiental de estos instrumentos.
De manera general, los puntos más contenciosos durante
la negociación del pk han sido el carácter comercial de los
permisos de contaminación, la equidad en relación con el
Norte-Sur y las instituciones a cargo de administrar y financiar los mecanismos flexibles.
A fin de cumplir sus obligaciones, la Unión Europea ha
decidido crear un mercado europeo de carbón que funciona
sobre la base de bonos repartidos entre los países miembros
de acuerdo con sus capacidades diferenciadas en cuanto al
nivel del desarrollo.
Desde 2005 —con la entrada en vigor del pk—, el asunto
del cambio climático ha recibido una fuerte retroalimentación: una serie de estudios científicos han confirmado la
dimensión del riesgo ambiental y económico de las consecuencias del calentamiento global del planeta.
El Informe Stern, trabajo esencialmente económico
publicado en 2006, ha desempeñado un papel vital para
demostrar que existe la necesidad de enfrentar el cambio climático con urgencia. Este informe sostiene que si el mundo
se dispone a hacer un esfuerzo ahora, el costo de la reducción
de emisiones podría representar el 1% del pib mundial, mientras que, en caso contrario, los sacrificios podrían implicar un
retroceso del 20% de la economía mundial.
El informe, junto con otros factores que abogan en favor
de la acción impostergable frente al cambio climático, ha
conducido a que el principal opositor del pk, Estados Unidos,
empiece a cambiar de visión sobre sus responsabilidades en
el asunto del cambio climático.
Desde principios de 2007, el presidente de los Estados
Unidos comenzó a aceptar la existencia del problema del
cambio climático, a pesar de la amplia difusión de argumentos científicos, generados en este país, que niegan el
factor antropocéntrico como causa del calentamiento global.
El cambio se ha reflejado en el hecho de que el presidente
George W. Bush presentó una estrategia alternativa al pk que
consiste en crear —y, desde luego, liderar— una alianza para
combatir el cambio climático con los países de Asia Pacífico.
Bajo presión de los líderes del mundo, a finales de 2007,
los Estados Unidos se comprometieron a participar en un
nuevo tratado para reducir emisiones de carbón que sustituye,
a partir de 2012, el Protocolo de Kioto. Este compromiso —a
pesar de no incluir límites duros en la reducción de las emisiones y de basarse principalmente en la siembra de árboles
que absorben el carbón— incluye medidas para preservar los
bosques tropicales y ayudar a los países pobres a adaptarse a
una economía más verde, y debe considerarse como un progreso en la postura de los Estados Unidos.
Por su parte, el gobierno de Obama ha colocado en el
centro de su propuesta presidencial el asunto del cambio
climático en estrecha relación con temas de primera importancia, como el problema de la seguridad energética y
el relativo atraso de los Estados Unidos en tecnologías de
energía renovable. Con ello, el asunto del cambio climático
ha empezado a adquirir una nueva dimensión que considera
el desarrollo tecnológico de energías renovables como una
las principales fuentes de grandes oportunidades de mercado en el futuro. Sin embargo, lo anterior de ninguna manera
implica que los cuerpos legislativos de los Estados Unidos —
sobre todo el Senado— estén de acuerdo en aprobar una ley
que ponga límites duros y precio a las emisiones del carbón.
Los intereses de la industria petrolera, carbonera y manufacturera, así como la agricultura, siguen siendo muy
poderosos, y la generación de una ley sobre cambio climático
no será fácil. Hasta que no se logre una ley de esta naturaleza, los Estados Unidos no estarán en condiciones de dar
un paso decisivo, ni en el plano nacional ni en el global, para
abatir los efectos del cambio climático. En Norteamérica,
en el nivel local, es decir, en los estados y en las grandes ciudades, ocurre la mayor actividad para reducir las emisiones
de los gei principalmente mediante la creación de redes de
mercados voluntarios de carbono. En este caso, en términos
ambientales, lo decisivo es asegurar que las ganancias obtenidas de la compraventa de los bonos de carbono se utilicen
para mejorar el medioambiente.
En el plano mundial, desde finales de 2009 comenzaron
las negociaciones sobre la segunda fase del Protocolo de
Kioto —el llamado Kioto II— con el fin de trazar las nuevas líneas de acción. Se espera que esta negociación defina
qué países tienen obligaciones de reducir emisiones de gei,
los mecanismos y las nuevas metas de la reducción. Se cree
que como mínimo los principales emisores de los países en
desarrollo —que pueden ser China, India, Brasil, Sudáfrica
y México— también tendrán que asumir compromisos, y
que las metas de reducción serán diferenciadas entre 80%
y 50% para 2050.
El punto de partida de las negociaciones actuales es que,
dado que la temperatura en 2012 —según un estudio de la
nasa— fue 0.6 °C mayor que la temperatura promedio de
mediados del siglo xx, si sigue la misma tendencia de incremento, para 2050 la temperatura sería del 3.7 °C. El objetivo
actual es evitar el aumento de la temperatura global de más
Cambio climático
69
c
de 2 °C y para ello se estima que es necesario reducir al menos 50% las emisiones de gei para 2050.
La cop 21, que se realizará en París en diciembre de 2015,
buscará un acuerdo vinculante que permita limitar el calentamiento global justamente a un nivel por debajo de 2 °C y que
se aplique para todos los países. Lo importante de esta reunión está en que con ella se da fin a la ronda de negociaciones
post Kioto y, por tanto, habrá de obtener el instrumento que
lo sustituya. Las expectativas no son muchas en el sentido de
alcanzar un acuerdo jurídicamente vinculante sobre objetivos
de reducción específicos. Es más realista esperar negociaciones basadas en acciones nacionales poco armonizadas en el
marco de un sistema de promesas de compromisos previstos
de un sistema de revisión y control poco claras. Se espera que
la vigencia de este nuevo acuerdo sea en 2030.
De allí se deriva que los principales retos ya no serán fijados en el ámbito global, sino mediante un acuerdo acerca de
las así llamadas contribuciones nacionales determinadas. La
diferencia entre los países, sobre todo los principales emisores,
ha sido persistente a lo largo de las negociaciones anteriores y
ésta no será la excepción. No parece haber consenso en torno
a la extensión y al alcance de las contribuciones nacionales
entre la Unión Europea y los Estados Unidos, Rusia, Japón,
Canadá y Nueva Zelanda. Otro punto de discordia gira en
torno a que los países en desarrollo agrupados en el g77+
China continúan sosteniendo que no aceptarán compromisos de reducción de emisiones a menos que cuenten con
financiación internacional para llevarlos a cabo.
Enfoques teóricos
Las corrientes de pensamiento más interesadas en el estudio de cambio climático han sido las de tendencia liberal, y,
particularmente, las relacionadas con el concepto de interdependencia compleja (Keohane y Nye, 1977).
Una de las teorías que más se ha utilizado para estudiar
el cambio climático es la teoría de regímenes internacionales, que surge durante los años ochenta y constituye uno
de los desarrollos conceptuales más significativos que, en el
marco del debate entre neorrealismo y neoliberalismo, tiene
lugar entre los académicos estadounidenses. La creación de
los regímenes internacionales ambientales, empezando con
el Protocolo de Montreal sobre ozono, siguiendo con el del
cambio climático, constituye una expresión concreta de la
interdependencia compleja.
El politólogo Stephen D. Krasner define el régimen internacional como un conjunto de principios, normas, reglas
y procedimientos en la toma de decisiones sobre un asunto
específico en que las expectativas de los actores convergen
(Krasner, 1983). Este concepto es novedoso para las relaciones internacionales, ya que, en cierto sentido, sustituye otros
instrumentos formales, como los organismos internacionales
y el derecho internacional. Al mismo tiempo, el concepto de
régimen internacional abre la puerta a la participación de actores no tradicionales en las relaciones internacionales, como
los no estatales, las empresas y las ong.
c
70
Cambio climático
Otros autores —Haggard, Simmons y Keohane, por
ejemplo— centran su atención en el estudio de las condiciones bajo las cuales nacen, se mantienen y cambian
los regímenes internacionales (Haggard y Simmons, 1987;
Keohane, 1982). Richard Little tiene una recopilación muy
útil para el estudio del concepto de régimen internacional
(Little, 1997).
Por su parte Peter Haas propone el concepto de las comunidades epistémicas para estudiar el papel que desempeñan el
conocimiento y las comunidades científicas en los regímenes.
Este autor se refiere al estudio de las redes de científicos o
expertos de reconocida competencia en un tema particular
que tenga relevancia para la política, con lo que toca el tema
muy importante de la traducción de un problema científico
en el lenguaje de la política (Haas, 1992).
Como ya se ha mencionado, uno de los temas más estudiados al que se ha aplicado la teoría de los regímenes
sin duda ha sido el medio ambiente, tanto para el caso del
ozono como para el del cambio climático, pero también de
biodiversidad. La investigación de estos temas ha contribuido
al enriquecimiento de la construcción teórica-conceptual.
Dos estudios que sobresalen en la aplicación de la teoría
del régimen internacional para el caso del cambio climático son el de Matthew Paterson —muy puntual en los datos
empíricos, el análisis, el proceso de toma de decisiones y las
líneas de negociación— y el de Oran Young, quien coloca el
régimen del cambio climático en el contexto de la gobernanza
global (Paterson, 1996; Young, 1996; 1997).
El concepto de gobernanza global ambiental también
ha sido muy desarrollado por otros enfoques desde la perspectiva de la sociedad civil, por ejemplo, en los trabajos de
Ronnie Lipschutz con Judith Mayer, y el de Margaret Keck
y Kathryn Sikking.
Desde un principio, la teoría de regímenes internacionales tuvo sus críticos. Por el lado realista, Susan Strange, por
ejemplo, cuestiona la voluntad de cooperar de los Estados y,
con ello, pone serios límites al alcance de esta teoría (Strange,
1982). Desde la perspectiva del estudio del medio ambiente, es muy relevante la discusión en torno a la voluntad y
capacidad de cooperación en el caso de los bienes globales
comunes. El texto de Garrett Hardin sobre la tragedia de los
comunes, que sostiene que los recursos compartidos serán
sobreexplotados, así como el libro de John Vogler sobre los
bienes globales en relación con el análisis de los regímenes
internacionales, son lecturas obligatorias para estudiar la
contaminación atmosférica en el caso del cambio climático
(Hardin, 1968; Vogler, 1996).
En español, Edit Antal ha estudiado a fondo el régimen
del cambio climático desde sus orígenes y, muy específicamente, la comparación de las posturas entre la Unión
Europea y los Estados Unidos desde un enfoque constructivista (Antal, 2004). En cuanto al enfoque de gobernanza,
vale la pena mencionar el número especial de la revista Norteamérica que publica una serie de estudios realizados en este
marco conceptual (Antal, 2012).
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
Tal vez la línea de investigación más importante sobre al
cambio climático como régimen internacional es la relativa
a la capacidad de cooperación en un ámbito multilateral y,
específicamente, en el caso de los Estados Unidos. El principal argumento de los Estados Unidos para no cooperar
con el Protocolo de Kioto es que los compromisos no son
válidos para todos: en primer lugar, para los principales contaminadores como China e India, pero también para otros
importantes contaminadores, como Brasil y México.
En este orden de ideas, la pregunta más importante sobre
el cambio climático es ¿quiénes tienen que cooperar y bajo
qué condiciones?, ¿qué reglas se deben fijar para después de
2012, cuando termine el protocolo de Kioto?
Los críticos, al hacer sus cuentas en montos de emisiones, afirman que, como China a lo largo de los años ya ha
rebasado en emisiones a los Estados Unidos, no es posible
que carezca de obligaciones de reducción. Lo que no toman
en cuenta es que la causa del cambio climático que hay que
combatir es el hombre a través de su actividad económica,
y, por tanto, que las emisiones han de ser medidas no por la
cantidad total sino por las emisiones per capita. De esta forma, China, por ejemplo, queda en el lugar 122, e India en el
lugar 164 en la lista de los principales emisores del mundo,
mientras que los Estados Unidos encabezan la lista tanto en
emisiones per capita como en suma histórica.
Existen algunas señales positivas del cambio de postura
en los Estados Unidos, aunque no está claro hasta dónde
pueden llegar. Desde el surgimiento del liderazgo demócrata
en el Senado y en el Congreso (2006), un elevado número
de iniciativas han sido presentadas sobre el cambio climático sin lograr hasta la fecha avances sustanciales en el ámbito
federal; sin embargo, en el local sí puede observarse adelantos: el estado de California, en septiembre de 2006, aprobó
la primera ley en las Américas, que impone un límite legal
a las emisiones de carbón y que tiene como objetivo reducir
en un 25% para 2020 los gases de efecto invernadero, y en un
80% para 2050. Se han impulsado iniciativas similares también en otros estados e incluso en una serie de municipios.
Otra línea de investigación es sobre el funcionamiento
de los mecanismos hasta ahora implementados por el pk. En
México, ha tenido una particular importancia la implementación exitosa de proyectos de Mecanismos del Desarrollo
Limpio. Existen dudas sobre la capacidad de los gobiernos
y las sociedades para realizar proyectos concebidos en términos del Banco Mundial que sean efectivos, tanto económica
como ambientalmente.
Asimismo, se investiga otra tendencia relacionada con la
tecnología que deberá utilizarse en el futuro a fin de sustituir
el petróleo, el gas y el carbón. Hay avances científicos casi en
todos los ámbitos de la energía renovable —carbón limpio;
energía nuclear, solar y eólica; hidrógeno y biocombustibles,
entre otros—. Sin embargo, aún no está claro cuál de estos
recursos energéticos podría reemplazar las energías de origen
fósil en un futuro en términos de costos y hasta qué punto.
Lo que sí está claro es que, para estimular la generación
de las nuevas tecnologías, se requiere un programa público
que contenga estímulos económicos, beneficios sociales y que
otorgue recursos. La línea de investigación sobre políticas
públicas en materia de ciencia y tecnología, así como de
regulación energética que cada país propone en función
de sus capacidades, recursos naturales y tecnológicos, responde precisamente a esta necesidad.
Ante el fracaso de avanzar el régimen internacional o la
gobernanza en el ámbito global, los enfoques no liberales y
a menudo relativos a la política comunitaria y local han ido
proliferando. Éstos suelen ser críticos al crecimiento económico y muchas veces se identifican con la corriente de la
justica ambiental, o más precisamente, climática.
En estos casos, en el centro del análisis, se encuentra el
hecho de que el cambio climático resulta un problema de
carácter global pero de naturaleza asimétrica en el sentido
de que no son los mismos quienes más gases de efecto invernadero (gei) emiten y quienes más sufren las consecuencias
de dichas emisiones acumuladas tanto histórica como geográficamente. De allí que aquí, además de la mitigación,
cobra gran relevancia el asunto de la adaptación e incluso
de la resiliencia y, con ello, la dimensión del Norte-Sur del
problema del cambio climático. Estos enfoques tienen en
común criticar la postura dominante de que, como el origen
del cambio climático está en una falla del mercado, la solución debe buscarse en la internalización del costo de carbón
en el precio de los productos y los servicios (Klein, 2015;
Hamilton, 2011; McKibben, 2007).
Las visiones críticas sobre el cambio climático tienen
como premisa un concepto no utilitario de la naturaleza, una
relación armónica entre hombre y medioambiente y rechazo a fenómenos inherentes del sistema capitalista, como el
consumismo y el crecimiento económico constante. Por lo
anterior, estos enfoques necesariamente plantean algún tipo
de límite al crecimiento económico y modelos de desarrollo distintos, en ocasiones inspirados en sistemas indígenas
y comunitarios.
Bibliografía
Antal, Edit (2004), Cambio climático: desacuerdo entre Estados Unidos
y Europa, México: Plaza y Valdés, Centro de Investigaciones
sobre América del Norte-Universidad Nacional Autónoma
de México.
_____ (2012), “El futuro del régimen del cambio climático y el papel
de América del Norte, una perspectiva histórica y analítica”,
Revista Norteamérica, número especial sobre Cambio Climático en América del Norte, vol. 7, pp. 5-33.
Antholis, William y Strobe Talbott (2007), “Tackling Trade and
Climate Change. Leadership on the Home Front of Foreign
Policy”, en Michael E. O’Hanlon (ed.), Opportunity 08, Washington: The Brookings Institution, pp. 63-79.
Cambio climático
71
c
Haas, Peter (1992), “Epistemic Communities and International
Policy Coordination”, International Organization, vol. 46,
núm. 1, pp. 1-35.
Haggard, Stephan y Beth A. Simmons (1987), “Theories of International Regimes”, International Organization, vol. 41,
núm. 3, pp. 491-517.
Hamilton, Clive (2011), Réquiem para una especie. Cambio climático: por qué nos resistimos a la verdad, Buenos Aires: Capital
Intelectual.
Hardin, Garrett (1968), “The Tragedy of the Commons”, Science,
vol. 162, núm. 3859, pp. 1243-1248.
Hovi, Jon, Tora Skodvin y Steinar Andresen (2003), “The Persistence of the Kyoto Protocol: Why Other annex i Countries
Move on Without the United States”, Global Environmental
Politics, vol. 3, núm. 4, pp. 1-23.
ipcc: Intergovernmental Panel on Climate Change (2014), Climate Change 2014. Synthesis Report. Summary for Policymakers.
Disponible en: <http://www.ipcc.ch/pdf/assessment-report/
ar5/syr/AR5_SYR_FINAL_SPM.pdf>.
Keck, Margaret E. y Kathryn Sikkink (1998), Activists beyond
Borders: Advocacy Network in International Politics, Ithaca:
Cornell University Press.
Keohane, Robert y Joseph S. Nye (1977), “Realismo e interdependencia compleja”, en Poder e interdependencia. La política
mundial en transición, Buenos Aires: Grupo Editor Latinoamericano, pp. 30-57.
Keohane Robert (1982), “The Demand for International Regimes”,
International Organization, vol. 36, núm. 2, pp. 325-355.
Klein, Naomi (2015), Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el
clima, Barcelona: Paidós.
Krasner, Stephen D. (1983), International Regimes, Ithaca: Cornell
University Press.
Little, Richard (1997), “International Regimes”, en John Baylis y
Steve Smith (eds.), The Globalization of World Politics, London: Oxford University Press, pp. 231-248.
Lipschutz, Ronnie D. y Judith Mayer (1996), Global Civil Society
and Global Environmental Governance, Albany: State University of New York Press.
McKibben, Bill (2007), Fight Global Warming Now: The Handbook
for Taking Action in Your Community, New York: Holt Paperbacks.
Paterson, Matthew (1996), The Global Warming and Global Politics,
London: Routledge.
Strange, Susan (1982), “Cave! Hic Dragones: A Critique of Regime Analysis”, Internacional Organization, vol. 36, núm. 2,
pp. 479-496.
Vogler, John (1996), The Global Commons. A Regime Analysis, London: Wiley.
Young, Oran, George J. Demko y Kilaparti Ramakrishna (1996),
Global Environmental Change and International Governance,
Hannover: University Press of New England.
Young, Oran (1997), Global Governance. Drawing Insights from the
Environmental Experience, Cambridge: Modern Institute of
Technology Press.
CAMBIO GLOBAL 1
Gilberto Giménez Montiel
Definición
En el campo de las ciencias sociales, hablar de cambio implica referirse a un conjunto de procesos por los que se pasa de
un estado determinado de la configuración de las relaciones
sociales, a otro nuevo y diferente. Estos procesos pueden clasificarse de diferentes maneras si se toma en cuenta variables
como la amplitud del cambio, su escala, su ritmo o velocidad,
su grado de radicalidad y su direccionalidad.
En nuestro caso, el calificativo global añade una precisión
referida a la amplitud y a la escala geográfica en que se visualiza los procesos de cambio: se trata de lo que suele llamarse
un “cambio societal” —abarcador de todas las dimensiones
de la vida social— observado a escala planetaria.
Para nuestros propósitos, resulta útil distinguir dos modalidades posibles del cambio así definido y calificado, según
el criterio de su mayor o menor grado de radicalidad: la
transformación y la mutación o ruptura (Ribeil, 1974: 142
ss.; Bajoit, 2003: 156 ss.). La transformación se entiende
como un proceso adaptativo y gradual que transcurre en la
continuidad, sin afectar significativamente la estructura de
un sistema. La mutación, en cambio, supone la alteración
cualitativa del sistema, es decir, el paso de una estructura a
otra (Giménez, 1977).
Historia, teoría y crítica
El cambio global ha interesado a las ciencias sociales desde
sus inicios. Los clásicos de la sociología lo concibieron como
un progresivo proceso de modernización de las sociedades,
perceptible en el largo plazo multisecular, y lo describieron
como el tránsito de lo simple a lo complejo, del mito a la ciencia
(Comte), de la comunidad tradicional a la sociedad contractual (Tönnies), de la sociedad tradicional a la sociedad racional
burocratizada (Max Weber), de la solidaridad por semejanza a la solidaridad por interdependencia (Durkheim), de las
sociedades precapitalistas a la sociedad capitalista burguesa
(Marx), de la costumbre a la ley y, en fin, del particularismo
al universalismo (Parsons) (Giménez, 1995).
De un modo más general, puede afirmarse que en un primer momento el cambio global ha sido explicado en términos
evolucionistas, siguiendo las huellas de autores de fines del
siglo xix, como Herbert Spencer, Lewis Henry Morgan y
Edward Burnett Taylor, entre otros. La evolución social se
entiende como un proceso de cambio que comporta una secuencia direccional.
1 Parte de este artículo retoma el trabajo realizado por el autor
en Giménez, 2005.
c
72
Cambio global
Las teorías evolucionistas fueron acremente criticadas y
entraron en receso durante las primeras décadas del siglo xx,
pero resurgieron con fuerza desde los años 1940 con autores
como Leslie White (1949), Julian Steward (1977), Gerhard
Lenski (1966; 2005) y, sobre todo, Talcott Parsons (1966;
1971), quien acuñó el concepto de universales evolutivos
(como la tecnología, por ejemplo) para explicar los sucesivos estadios de adaptación evolutiva de las sociedades y
mejorar sus niveles de eficiencia funcional. En la actualidad,
el evolucionismo cuenta con figuras muy relevantes, como
Stephen K. Sanderson y su “materialismo evolucionista”
(1991; 1999), y Jonathan Turner (1985; 1995), cuya teoría
apunta a los procesos de diferenciación social provocados en
última instancia por el crecimiento demográfico.
De modo general, los evolucionistas utilizan como marco
un esquema de grandes etapas en la evolución global, partiendo de los orígenes de la agricultura y terminando con el
ascenso de los Estados y la transición al capitalismo moderno
en sus diferentes fases.
En los años setenta, surge y se consolida lo que hoy
llamamos sociología histórica, ocupada precisamente del
cambio global entendido en una amplia perspectiva histórica,
y recuperando de este modo las preocupaciones iniciales de
la sociología clásica. Se trata de una verdadera “revolución
histórico-comparativa”, cuyos representantes más conspicuos fueron, entre otros, Perry Anderson (1974a; 1974b),
Michael Mann (1986; 1993) y Randall Collins (1999).2
Pero el autor más destacado en este campo fue, sin duda,
Immanuel Wallerstein (1983; 2003), quien elaboró un nuevo
y revolucionario paradigma en sociología histórica: la teoría
de los sistemas-mundo (world-systems analysis), o también,
economías-mundo. Esta teoría constituye ciertamente el antecedente más cercano de la teoría de la globalización.
El presupuesto básico de la teoría en cuestión es el de que
las sociedades del pasado y del presente no deben considerarse como entidades aisladas e independientes, sino como
insertas en amplias redes intersocietales que constituyen
precisamente lo que el autor denomina sistemas-mundo, jerárquicamente organizados. El autor postula que alrededor
de 1450 comenzó a formarse en Europa y en otros lugares
un sistema-mundo específicamente capitalista. Por lo tanto,
la Revolución Industrial del siglo xviii no marcó el inicio
del sistema-mundo capitalista, como opinan muchos autores,
ya que sólo representó una fase más de la lógica inherente
al desarrollo capitalista que comenzó a desplazar las formas
precapitalistas de vida social por lo menos dos siglos y medio antes.
El sistema-mundo capitalista o economía-mundo se fue
organizando jerárquicamente según el siguiente diseño: 1)
un centro constituido por países económica y políticamente
desarrollados; 2) una amplia periferia conformada por países
subordinados y explotados que proveen al centro mano de
obra barata, acceso a recursos importantes y materia prima
para la exportación; 3) una semiperiferia o zona intermediaria más integrada al centro, constituida por países a la vez
explotados y explotadores de la periferia.
Esta teoría es también evolucionista en el sentido de que
especifica la tendencia direccional de largo plazo en la historia
del sistema-mundo. Esta tendencia apunta, según el autor, a la
profundización y expansión siempre creciente del desarrollo
capitalista, como expresión de la lógica mercantilista —basada en el valor de cambio— en toda la economía, y aun en
las demás esferas de la vida social. Pero como todo ciclo de
larga duración, también el sistema-mundo capitalista llegará un día a su fin para dar paso a un nuevo sistema-mundo
dominado por el sistema socialista.3
Dos seguidores de esta corriente, Chase-Dunn y Hall
(1991), han tratado de fundamentar históricamente el sesgo
evolucionista de la teoría de Wallerstein, afirmando que por
milenios se han sucedido varios tipos de sistemas-mundo en
la historia de la humanidad, entre los cuales se pueden destacar tres tipos principales: sistemas-mundo de base étnica
(fundados en el parentesco), sistemas-mundo tributarios y
el sistema-mundo moderno. Los autores explican la transición de un tipo a otro en términos culturales y materialistas.
Su modelo puede esquematizarse aproximadamente del
siguiente modo: emigración à circunscripción territorial
à conflicto, formación de una jerarquía e intensificación
del proceso.
2 Los precursores fueron, entre otros, S.N. Eisenstadt (1963) y
Barrington Moore (1966).
3 Se encontrará una excelente y amplia introducción a la macrosociología de Wallerstein, en Aguirre, 2003.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
A partir de las dos últimas décadas, el cambio global ha
sido interpretado y procesado en forma generalizada a través
de un nuevo concepto: la globalización. Este nuevo término ha
ido cobrando popularidad creciente no sólo en el ámbito académico, sino también en el político, en los medios masivos de
comunicación y en el mundo de los negocios y la publicidad.
En la literatura académica, la globalización suele asociarse a la idea de interconexión e interdependencia crecientes,
cada vez más amplias y densas, entre países, regiones e instituciones estatales y no estatales a escala mundial. “Vivimos
en una sociedad de redes”, ha dicho Manuel Castells (1999,
vol. I, passim).
Ya que se trata de un concepto controvertido —como
veremos más adelante—, ofrecemos aquí una definición
operacional, de carácter más bien descriptivo, inspirada en
autores como Held (1999; 2000) y Scholte (2005). En esta
perspectiva, la globalización podría definirse como ‘un conjunto de procesos que conducen a la extensión, intensificación
e interpenetración crecientes de las relaciones económicas,
políticas y culturales —en forma de redes de interacción,
interconexión e integración— por encima de las fronteras
Cambio global
73
c
nacionales, regionales y continentales’. Este carácter transfronterizo, transnacional y transregional de la globalización
suele caracterizarse también como desterritorialización o
supraterritorialidad. Así, en una definición completamente
homologable a la precedente, Scholte entiende por globalización “el proceso de desterritorialización de sectores muy
importantes de las relaciones sociales” a escala mundial o, lo
que es lo mismo, “la multiplicación e intensificación de relaciones supraterritoriales” (2005: 46), es decir, de flujos, redes
y transacciones que desbordan los constreñimientos territoriales y la localización en espacios delimitados por fronteras.
La globalización implica, por lo tanto, la reconfiguración
del espacio y el fin del “territorialismo” entendido como un
“espacio macrosocial totalmente organizado en términos de
unidades tales como distritos, poblados, provincias, naciones
y regiones” (47).
La condición de posibilidad de la globalización así entendida ha sido la formación de una infraestructura global
constituida principalmente por las nuevas tecnologías de
comunicación e información de alta velocidad —telecomunicaciones electrónicas, internet, sistema satelital, cable,
etcétera— que permiten la operación de las redes globalizadas en la simultaneidad del tiempo real, mediante la supresión
o la reducción radical de las distancias. Es lo que suele llamarse “compresión del tiempo y del espacio” (Harvey, 1990),
que se usa para designar dos conceptos: 1) la aceleración de los
ritmos de vida ocasionada por las nuevas tecnologías como
las telecomunicaciones y los transportes aéreos continentales
e intercontinentales, los cuales han modificado la topología
de la comunicación humana; 2) la alteración que todo esto
ha acarreado a nuestra percepción del tiempo y del espacio
(Thrift, 2000: 21).
El resultado de este fenómeno ha sido la polarización
entre un mundo acelerado, el mundo de los sistemas flexibles
de producción y de refinadas pautas de consumo, y el mundo
lento de las comarcas rurales aisladas, de las regiones manufactureras en declinación, y de los barrios suburbanos social
y económicamente desfavorecidos.
Así entendida, la globalización es pluridimensional, y no
sólo económica, aunque muchos admiten que la dimensión
económico-financiera es el motor real del proceso en su conjunto (Mattelart, 2000: 76). Hemos de distinguir, entonces,
por lo menos tres dimensiones principales: la económica, la
política y la cultural (Waters, 1995).
La globalización económica se vincula con la expansión
de los espacios financieros mundiales y de las zonas de libre
comercio, con el intercambio global de bienes y servicios,
así como también con el rápido crecimiento y expansión
de las corporaciones multinacionales o transnacionales.
La integración económica global —cuestionada por algunos historiadores de la economía como Hirst y Thompson,
(1999)— se vuelve particularmente visible en la red mundial
de los llamados servicios avanzados a la producción (producer
services), que ha sido estudiada, mapeada e incluso medida
recientemente por algunos equipos de investigadores (Taylor,
c
74
Cambio global
2004). Según Saskia Sassen, estos servicios —que no debe
confundirse con los servicios al consumo— constituyen el
sector líder de la economía mundial. Se trata de servicios
altamente especializados, administrados por compañías presentes a través de sus filiales en todas las ciudades llamadas
“mundiales”, y que son subcontratadas por las corporaciones transnacionales, por ejemplo: servicios de contaduría,
de publicidad, de asistencia legal, de seguro, de consultoría
administrativa, etcétera, pero sobre todo servicios bancarios
y financieros. Cabe destacar particularmente este último
sector de servicios, ya que en su ámbito se ha formado una
especie de “economía electrónica” por la que los bancos, las
corporaciones, los administradores de fondos y los inversionistas individuales pueden desplazar enormes sumas de
dinero de un continente a otro con un click de ratón de una
computadora. A este respecto, Saskia Sassen (2007: 92) ha
hablado de una “financialización” de la economía, es decir,
del peso creciente de los criterios financieros en las transacciones económicas.
La globalización política se relaciona con el relativo
desbordamiento del Estado-nación por organizaciones supranacionales como las Naciones Unidas, las organizaciones
intergubernamentales y no gubernamentales (ong), el Fondo
Monetario Internacional (fmi), la Organización Mundial
de la Salud (oms), etcétera, a los que deben añadirse las numerosas reuniones anuales de funcionarios de alto nivel en
forma de “cumbres” y de congresos. La interacción compleja
entre estas instituciones supraestatales ha dado lugar a lo
que se llama gobernanza global, que se refiere a procesos de
coordinación política entre gobiernos, agencias intergubernamentales y agencias transnacionales (públicas o privadas)
para tomar decisiones de alcance mundial.
Lo que tenemos de nuevo en este nivel de la globalización
es una notable institucionalización de redes intergubernamentales y transnacionales de interacción política que se
expresa, entre otras cosas, a través de la multiplicación de
organizaciones formales, como la onu y Greenpeace, por
ejemplo, y otras más informales, como los contactos regulares entre funcionarios de los bancos centrales de los países
más poderosos del planeta o los carteles transnacionales de
tráfico de drogas. Hemos pasado entonces, según McGrew
(2000: 132), de un sistema “westfaliano” de Estados a una
notable internacionalización de los Estados y a la transnacionalización de la política. Lo anterior no significa, según
el mismo autor, el fin de la autonomía y de la soberanía del
Estado-nación, sino sólo su reconfiguración y redefinición,
en la medida en que en el futuro se hallarán imbricadas cada
vez más en un sistema multi-estratificado de gobernancia
global (142).
La globalización cultural suele entenderse, en primera instancia, como la difusión a escala mundial de un conjunto de
productos culturales que circulan a través de las redes electrónicas de comunicación y que son producidos, manufacturados
y distribuidos por un puñado de corporaciones mediáticas
radicadas habitualmente en los Estados Unidos, Europa y
Japón. Es lo que en los años 1960 se llamaba “cultura de
masa” y actualmente “culturas populares”, no en su acepción
clasista, sino en razón de la amplitud de su audiencia. Cabe
aquí toda la gama de los productos llamados recorded culture por algunos sociólogos norteamericanos (Crane, 1992),
es decir, la “cultura grabada” y por eso mismo reproducible,
exportable y archivada en periódicos, libros, magazines, discos, películas, videos y otros medios electrónicos. Desde el
punto de vista que nos ocupa, estos productos culturales han
entrado de lleno en la dinámica de la globalización, desde
el momento en que responden cabalmente al criterio de la
supraterritorialidad. En efecto, escapan a la lógica de la distancia y de las fronteras territoriales, y exhiben, en su mayor
parte, las características de la instantaneidad en tiempo real.
Esta manera de concebir la “cultura globalizada” ha derivado, por un lado, en el tema de la “aldea global” (McLuhan)
que hace posible la comunicación instantánea y sin barreras
entre todos los habitantes del planeta, y por otro, en el del
“imperialismo cultural”, que subraya la tendencia a la homogeneización de la cultura a escala mundial en detrimento de
las culturas particulares y en beneficio de los Estados Unidos
y de las naciones occidentales. Los temas de la “americanización” y de la “macdonaldización” del mundo son derivaciones
de la tesis anterior.
Pero este enfoque excesivamente mediático de la cultura,
que parece responder a la óptica de los comunicólogos, ignora
la persistencia de las culturas particulares —que, según algunos sociólogos, representan todavía la cultura de las nueve
décimas partes de la humanidad—, minimiza su capacidad
de resistencia y deja en la sombra sus múltiples formas de
interacción con las industrias culturales —coexistencia pacífica, conflicto, resistencia, compromiso, interpenetración,
etcétera— (Giménez, 2007: 245 ss.). Más aún, en virtud
de una especie de etnocentrismo urbano-mediático, tiende
a confundir toda la cultura con una sola de sus especies: la
que circula a través de los medios masivos de comunicación.
El panorama de la cultura en tiempos de globalización
es mucho más complejo. Lo que se puede afirmar con toda
certeza es que la globalización —montada como está en las
nuevas tecnologías de información y comunicación— ha
provocado en primera instancia la copresencia de todas las
culturas (incluidas, por supuesto, las particulares), pero no
de manera estática y pasiva, sino en interacción permanente
las unas con las otras (tesis del interculturalismo). Esta interacción, a su vez, ha provocado fenómenos contradictorios
y complejos como, por ejemplo, homogeneización tendencial, pero también resistencia y polarización entre mundos
culturales diferentes (Barber, 1995; Huntington, 1996); hibridización cultural (global mélange) (Pieterse, 2004), pero
también demarcación fundamentalista en defensa de supuestas purezas prístinas o de supuestas identidades amenazadas;
adicción generalizada a la cultura consumista mass-mediada,
pero también recepción diferenciada y resignificada de ésta
en contextos culturales locales (Thompson, 1995: 173 ss.);
actitudes cosmopolitas o “ecuménicas” frente a la pluralidad
cultural (multiculturalismo), pero también resurgencia de
neolocalismos y de nacionalismos inveterados.
En resumen, homogeneización tendencial, polarización,
recepción diferenciada de productos culturales masivos, hibridación intercultural: tal es el léxico básico que nos ayuda
a descifrar el panorama complejo de la cultura en tiempos
de globalización.
Un aspecto fundamental de la globalización es lo que
Saskia Sassen llama “subversión de las jerarquías escalares”
(2007: 14). Esto significa que ya resulta insostenible la jerarquía: local/nacional/global, implícitamente centrada en el
primado del Estado-nación, porque la globalización es un fenómeno multiescalar en la medida en que se halla incrustada
a la vez en lo local (“glocalización”) y en lo nacional-estatal. En efecto, por un lado, lo global se encarna en lo local,
puesto que las localidades pueden insertarse directamente
en redes transnacionales o supraterritoriales, sin pasar por la
mediación o la jurisdicción nacional, como es el caso de las
“ciudades mundiales”, y por otro, porque en lo global habita
también parcialmente lo nacional, en la medida en que ciertos territorios e instituciones tradicionalmente considerados
como “nacionales” participan también bajo algún aspecto en
la agenda de la globalización. Según Saskia Sassen, este fenómeno implica la “desnacionalización parcial” de algunos
componentes de lo nacional (los bancos centrales, por ejemplo), como resultado de la interacción entre lo nacional y lo
global (2007: 51).
En la escala global subnacional, se destacan particularmente las llamadas “ciudades mundiales”, nudos estratégicos
de las redes financieras globales y de las que tienen que ver
con los “servicios avanzados” a la producción (producer services).
Las ciudades mundiales o globales4 no se definen como tales
por sus atributos particulares, como su historia, su tamaño
o su población, sino por su interconexión con otras ciudades, y forman en conjunto una tupida red metropolitana de
cobertura global. Esta red opera —sobre todo en el ámbito
económico-financiero— por encima de las fronteras y de las
jurisdicciones nacionales (Friedman, 1986; Sassen, 2001; Johnston et al., 2000; Abrahamson, 2004; Taylor, 2004).
Estas ciudades son centros donde se aglomeran las
mayores compañías de servicios avanzados a la producción
(bancos, bufetes de abogados, compañías de seguro, empresas de publicidad, etcétera), juntamente con la corporaciones
transnacionales más importantes a las que prestan apoyo,
así como las organizaciones internacionales de envergadura mundial, las organizaciones mediáticas más poderosas e
influyentes, los servicios internacionales de información y las
industrias culturales. Peter Taylor (2004) y su grupo (gawc)
4 Saskia Sassen explica que prefiere hablar de global cities y no
de world cities, porque estas últimas pueden referirse también
a ciudades históricamente importantes, como las capitales de
los antiguos imperios, que en nuestros días pueden no formar
parte de la red de ciudades globales (2007: 24).
Cambio global
75
c
clasifican y jerarquizan las ciudades mundiales según su
grado de conectividad, tomando como patrón de medida la
conectividad de Londres, la ciudad más conectada del mundo. Según las primeras clasificaciones del gawc, en América
Latina ninguna de las ciudades consideradas mundiales alcanza la categoría α, que es la más alta; y sólo la Ciudad de
México y São Paulo alcanzan la categoría β.
Por lo demás, del examen de éstas y otras formas de clasificación de las ciudades mundiales, se desprende claramente
el predominio de la región Nord-atlántica como centro de
gravedad de la economía mundial.
Para concluir, cabe señalar todavía dos características
fundamentales de la globalización, que podemos sintetizar
en estas dos proposiciones: 1) la globalización tiene historia;
2) la globalización es un proceso desigual y polarizado que
genera ganadores y perdedores.
La globalización no constituye un fenómeno dramáticamente nuevo, como creen los globalistas radicales, sino en
todo caso la aceleración de tendencias preexistentes en fases
anteriores del desarrollo histórico mundial. Como señala
Jhonston et al., “[…] la globalización es más bien una continuación antes que una novedad, más bien algo que tiene
que ver con una ampliación de escala, antes que una nueva y
específica forma de globalidad” (2000: 8).
Esto significa que la globalización tiene una historia y
se ha realizado por ciclos, como ya lo habían anticipado los
analistas de los sistemas-mundo, como Wallerstein. Historiadores de la economía como Hirst y Thompson (1999) han
señalado incluso que en la belle époque, es decir, en el ciclo que
va de 1870 a 1914, la economía mundial estaba más integrada
todavía, bajo ciertos aspectos, que en la actualidad. Según una
expresión pintoresca de estos autores, los cables submarinos
eran en esa época “la Internet de la Reina Victoria”.
Esta tesis, que relativiza drásticamente la novedad de la
globalización, ha acabado por ser aceptada incluso por los
analistas del Banco Mundial, quienes hablan ahora de las
“oleadas sucesivas de globalización” (Collier y Dollar, 2002:
23 ss.).
Una característica central de la globalización es su carácter
polarizado y desigual; la consideración de esta característica es
fundamental para cualquier acercamiento crítico al fenómeno
que nos ocupa. En efecto, no todos estamos conectados por
internet, ni somos pasajeros frecuentes de las grandes líneas
aéreas intercontinentales. El mundo de la inmensa mayoría
sigue siendo el mundo lento de los todavía territorializados;
no el mundo hiperactivo y acelerado de los ejecutivos de negocios, de los funcionarios internacionales o de la “nueva clase
internacional de productores de servicios” de la que habla
Leslie Sklair (1991).
Lo que vemos es que sólo un pequeño porcentaje de la
población mundial forma parte de la network society de Castells (1999). Para comprobarlo, basta mencionar un indicador
estratégico: la “brecha digital” entre países, grupos étnicos y
géneros. En efecto, según una encuesta de la nua Internet
Surveys, en 2002 sólo el 10% de la población mundial te-
c
76
Cambio global
nía acceso a internet. Y mientras los europeos cuentan con
el 32% del total de usuarios en el mundo, América Latina
sólo cuenta con el 6%, y el Medio Oriente juntamente con
África, sólo con el 2%.5 Más aún, según un reporte de Zillah Einsenstein, “aproximadamente el 80% de la población
mundial carece todavía de acceso a la telecomunicación básica […]. Hay más líneas telefónicas en Manhattan que en
toda África subsahariana…” (2000: 212). Pero además “sólo
alrededor del 40% de la población mundial tiene acceso a la
electricidad” (212).
En cuanto a la “brecha económica”, un autor la sintetiza
lapidariamente así:
1.3 billones de personas, es decir, el 22% de la población mundial, viven por debajo de la línea de pobreza
[…]. Y como consecuencia de tan severa pobreza, 841
millones de personas (14%) se encuentran hoy subalimentadas; 880 millones (15%) no tienen acceso a los
servicios de salud; un billón (17%) carece de vivienda
adecuada; 1.3. billones (22%) carecen de agua potable; dos billones (33%) carecen de electricidad; y 2.6
billones (43%) carecen de instalaciones sanitarias en
sus hogares (Pogge, en Held, 2000: 164).
Entre nosotros, Manuel Garretón ha señalado con especial hincapié no solamente el carácter desigual de la
globalización, sino también su dinámica excluyente:
La exclusión fue un principio constitutivo de identidades y de actores sociales en la sociedad clásica
latinoamericana, en la medida en que fue asociada a
formas de explotación y dominación. El actual modelo socioeconómico de desarrollo, a base de fuerzas
transnacionales que operan en mercados globalizados,
aunque fragmentarios, redefine las formas de exclusión, sin eliminar las antiguas: hoy día la exclusión es
estar al margen, sobrar, como ocurre a nivel internacional con vastos países que, más que ser explotados,
parecen estar de más para el resto de la comunidad
mundial (Garretón, 1999: 10).
El concepto de globalización ha sido objeto de un intenso debate en el campo de las ciencias sociales en las dos
últimas décadas. Los protagonistas de este debate suelen
distribuirse en tres categorías: globalistas, tradicionalistas y
transformacionalistas (Held, 2005: 22 ss.; Scholte, 2005: 17
ss.; Giddens, 2001: 58 ss.).6
Los globalistas interpretan el cambio global de nuestro
tiempo en términos de una mutación radical y dramática. La
globalización sería un fenómeno real y tangible cuyos impactos se dejan sentir en todos los rincones del mundo. Las
5Véase, nua Internet Surveys, “How Many Online?”.
6 En lo que sigue glosamos libremente la exposición de Held en
el lugar citado.
interconexiones globales habrían vuelto irrelevantes las fronteras nacionales, y las culturas, las economías y las políticas
nacionales habrían sido subsumidas en las redes de los flujos
globales de bienes, capitales y servicios. En consecuencia, las
diferencias nacionales y la soberanía de los Estados se habrían
eclipsado irremediablemente para dar lugar a una economía
globalmente integrada y a una cultura globalmente homogénea. De este modo, habría surgido un nuevo orden global
cuyas reglas determinan lo que los países, las organizaciones
y la gente pueden hacer. Según esta perspectiva, la globalización constituye un proceso inevitable, frente al cual todo
intento de resistencia está condenado al fracaso.
Held introduce todavía una distinción entre globalistas
positivos, que enfatizan los beneficios de la globalización así
entendida —mejora del nivel y de la calidad de vida, mayor
libertad de elección en el consumo, mayor facilidad de comunicación y, por lo tanto, mayor posibilidad de entendimiento
entre los pueblos, etcétera—, y globalistas pesimistas que, en
contraste, enfatizan la dominación de los países del Norte
que son capaces de imponer su agenda al resto del mundo,
así como el lamentable debilitamiento de la soberanía y de
las identidades nacionales.
En el polo opuesto, los tradicionalistas afirman que la
globalización es “el gran mito de nuestro tiempo”, ya que no
existe evidencia alguna de que se haya producido un cambio
sistémico en las relaciones sociales a nivel global. Lo que estamos presenciando sería una simple continuación y progresión
de tendencias y vínculos internacionales ya observados desde
el siglo pasado en el campo económico, político y cultural.
Más aún, la economía mundial habría estado más integrada
todavía hacia fines del siglo xix que en la actualidad. Además,
hoy en día las relaciones económicas y políticas se desarrollan
más bien a escala regional y no global, como lo comprueba el
caso de la Unión Europea (tesis de la “triadización” EE.UU.,
Europa, Japón). En consecuencia, el Estado-nación estaría
lejos de haber perdido su autonomía y su soberanía para
maniobrar a favor de sus intereses y prioridades económicas.
Los transformacionalistas, por su parte, asumen una posición intermedia en este debate, e interpretan el cambio
global de nuestro tiempo en términos de transformación, en
el sentido definido más arriba, y no de mutación sistémica.
De acuerdo con esta posición, la globalización representa un
cambio real y significativo, pero sin la exageración hiperbólica de los globalistas ni el escepticismo injustificado de los
tradicionalistas.
No se puede subestimar las consecuencias de las interacciones globales contemporáneas, que son complejas,
diversificadas e imprevisibles, pero tampoco se puede admitir
que el curso de la globalización, tal como la conocemos hoy,
sea inevitable, irreversible e irresistible. El Estado-nación sigue siendo fuerte —si no es que más fuerte que nunca—, y
conserva todavía en gran parte su autonomía y considerables
márgenes de acción, pero es verdad que esa autonomía ha
sido acotada por formas de poderes transnacionales que no
son únicamente los que reflejan los intereses de las grandes
corporaciones, ni la necesidad imperiosa de competir en los
mercados globales. Dichos poderes resultan más bien de un
conjunto complejo de interconexiones a través de las cuales
el poder se ejerce, en su mayor parte, de modo indirecto.
Para corregir las formas indeseables del ejercicio de tales
poderes, los transformacionalistas postulan una mayor democratización de las instituciones globales y un sistema también
más democrático de gobernancia global.
Si bien ha sido aceptada por la mayor parte de los analistas
la definición de la globalización en términos de interconexiones e interdependencias crecientes a escala global, se le ha
reprochado muchas veces su carácter extremadamente general y abstracto, hasta el punto de que, en opinión de algunos
autores, no nos dice nada radicalmente nuevo en relación con
lo que ya sabíamos —desde el Manifiesto de Karl Marx— sobre la dinámica inconteniblemente expansiva y transnacional
del desarrollo capitalista (Alasuutari, 2000: 259-260).
Se le ha reprochado también el haber dejado en la sombra los fenómenos de localización de los procesos globales,
al enfatizar sólo la creciente interdependencia y la formación
de instituciones globales (Sassen, 2007: 3). Se requiere, por
lo tanto, mayor investigación empírica sobre las modalidades
concretas de inserción de los procesos globales en los espacios
locales y en los flancos de las instituciones nacionales (tesis
sasseniana de la “desnacionalización” parcial).7
Por lo demás, importa tener siempre presente que la definición citada sólo describe y compendia —bajo la etiqueta
del término-ómnibus globalización— dinámicas y tendencias
reales, pero a la vez diversas y heterogéneas, no necesariamente conectadas entre sí, las cuales difícilmente pueden
reducirse a un denominador común. Esto quiere decir que
hay que descartar por completo la idea de que la globalización implica una dinámica única, homogénea y lineal, capaz
de explicar todos los cambios que se producen o se han producido en diversas partes del mundo.
Por lo que toca al debate entre globalistas, tradicionalistas
y transformacionalistas, ha sido y sigue siendo extremadamente útil al conformarse como un amplio foro para
intercambiar puntos de vista sobre los grandes cambios de
nuestro tiempo por encima de las fronteras geográficas y
disciplinarias. Ha servido, además, para renovar las ciencias
sociales, elevando la escala de su objeto más allá de los espacios nacionales. En efecto, la discusión sobre globalización
cuestiona implícita o explícitamente dos presupuestos de
la sociología clásica: 1) el Estado-nación como contenedor
exclusivo de los procesos sociales; 2) todo lo que está dentro del territorio nacional es nacional. Por el contrario, para
la mayor parte de los analistas, los procesos atribuidos a la
7 Vale la pena notar que los teóricos latinoamericanos de la globalización, como Octavio Ianni (1996) y Renato Ortiz (1997),
tuvieron muy presente la concreción local de los fenómenos
globales. Para Ortiz, por ejemplo, la dimensión de la mundialización es un “proceso que atraviesa los planos nacionales y
locales, cruzando historias diferenciadas” (57-58).
Cambio global
77
c
globalización trascienden el marco nacional y en parte se
incrustan en los territorios y en las instituciones nacionales.
El debate en cuestión no debería conducirnos a tomar
partido por una de las posiciones con exclusión total de las
otras, como si se tratara de facciones políticas irreconciliables. La actitud más sensata es ponderar y tomar en serio los
argumentos esgrimidos por cada una de ellas, evaluando su
capacidad heurística, su coherencia lógica y su adecuación
empírica. Y esto por dos razones: 1) porque cada una de las
posiciones nos ofrece algo que aprender y puede ayudarnos a
iluminar diferentes aspectos del problema de cómo entender
las transformaciones globales en curso, y 2) porque las tres
posiciones referidas no son necesariamente contradictorias
entre sí, ya que a pesar de sus notorias diferencias, podrían
ser parcialmente complementarias. En efecto, todas comparten en el fondo un presupuesto común que Held explicita
del siguiente modo:
[...] la existencia de un cambio significativo en las relaciones entre las comunidades políticas. A saber, que
se ha ampliado considerablemente la interconexión
entre Estados y regiones, aunque con desiguales consecuencias para diferentes países y localidades; que
han surgido problemas transnacionales y transfronterizos, como los relacionados con la regulación del
comercio y de los flujos financieros, que se han vuelto
cada vez más apremiantes en el mundo entero; que
ha crecido exponencialmente el número y el papel de
las organizaciones intergubernamentales y no gubernamentales, así como de los movimientos sociales en
los asuntos regionales y globales; que los mecanismos
políticos e institucionales existentes, anclados en los
Estados naciones, se han vuelto insuficientes para
afrontar aisladamente los apremiantes desafíos de los
problemas globales y regionales como son los que se
centran, por ejemplo, en la pobreza y en la justicia
social (2000: 176-177).
Según el mismo autor, las diferencias provendrían de las
diversas interpretaciones de estos hechos, así como de las apreciaciones divergentes de sus implicaciones sociales y políticas
de fondo.
Debido a la complejidad y a la pluridimensionalidad de
su contenido, el concepto de globalización ha abierto innumerables avenidas para la investigación, dentro de un marco
obligadamente interdisciplinario o, mejor, transdisciplinario.
La línea de investigación más prometedora y más desarrollada en los últimos años ha sido, sin duda alguna, el
estudio de la red de ciudades mundiales. A este respecto, ha
sido determinante la contribución de Peter J. Taylor (2004)
y su grupo de investigación (gawc)8 en el Departamento de
8 Globalization and World Cities Research Group and Network.
Se trata de un grupo de investigación local, pero también de
un centro virtual (www.lboro.ac.uk/gawc) que concentra y
c
78
Cambio global
Geografía de la Universidad de Loughborough, Reino Unido,
en la medida en que fueron los primeros en dar un amplio
sustento empírico a las hipótesis iniciales de John Friedman
(1986), posteriormente desarrolladas por Manuel Castells
(1999) y Saskia Sassen (2001). En efecto, Taylor y su grupo
se adjudicaron tres logros estratégicos: 1) la primera recopilación masiva de datos empíricos relacionales9 para documentar
la conexión reticular entre ciudades; 2) la elaboración de
un ingenioso dispositivo estadístico-factorial para medir el
grado de conexión entre éstas; 3) el diseño de los primeros
cartogramas de la interconexión global que ilustran la “nueva
geografía” de la globalización.
En México, esta línea de investigación, que ha revolucionado los estudios urbanos, ha tenido poco eco. Pero cabe
señalar dos excepciones importantes: 1) los estudios seminales del austríaco Cristof Parnreiter (1998; 2002) —exalumno
del urbanista Sergio Tamayo en la uam-Iztapalapa y de Saskia Sassen en la Universidad de Chicago— sobre la Ciudad
de México como ciudad mundial; 2) el reciente trabajo de
Margarita Pérez Negrete (2008) sobre el mismo tema, pero
desde una perspectiva más latinoamericana y, sorprendentemente, no en el marco de la teoría de la globalización, sino
en el del sistema-mundo de Wallerstein.
Hay que señalar que esta línea de investigación puede
desdoblarse, a su vez, en múltiples sublíneas que permiten
estudiar bajo otra luz, por ejemplo, fenómenos como la polarización urbana, la informalidad y el multiculturalismo
urbano.
Se pueden señalar todavía otras muchas líneas de investigación en curso, siguiendo las diferentes dimensiones de la
globalización. Por ejemplo, en la dimensión cultural, una de
las agendas de investigación más interesantes es el estudio
de las diferentes modalidades de interacción entre los flujos
culturales mediáticos y las culturas particulares (Lull, 2006:
44-58). En la dimensión política, una agenda de investigación
muy interesante es la referida al estudio de la “gobernanza
global”, o de la “transnacionalización de la política”, en expresión de Antony McGrew (2000), y su impacto sobre la
autonomía y la soberanía de los Estados —tesis de la “era de
gobernanza post-soberana” (Scholte, 1997: 72)—.
En la dimensión económica, muchos autores coinciden en
la necesidad de una mayor investigación empírica sobre los
cambios en la naturaleza y forma de los mercados financieros globales —tesis de la “financialización” de la economía—,
como contrapeso al pesimismo de los historiadores de la economía, como Hirst y Thompson (1999), sobre la realidad y
coordina la interacción entre investigadores comprometidos
en esta línea de investigación en el mundo entero. En tanto
centro virtual, el gawc ofrece una página electrónica de fácil
acceso: gawc Research Bulletins.
9 Como observa Taylor, existe abundante información sobre
las relaciones entre el Reino Unido y Francia, pero muy poca
información sobre las relaciones entre Londres y París.
la novedad de una “economía global más integrada” desde el
punto de vista de la producción y del comercio.
En esta misma dimensión, existe ya una abundante literatura sobre los cambios inducidos por la globalización en
el mundo del trabajo. Los temas del “pos-fordismo” y de la
“japonización”, juntamente con los de la “flexibilización” y
“precarización” del trabajo, han sido abordados frecuentemente por los economistas que analizan los mercados del
trabajo (Cohen y Kennedy, 2000: 60-77).
En fin, en el plano de lo que hemos llamado infraestructura global, se han multiplicado en nuestros días las
investigaciones sobre las nuevas tecnologías de información
y comunicación (Freedman, 2006: 275), y muy particularmente de internet, que ha generado espacios digitales de
acceso público y de acceso privado, vinculados estos últimos
con usos financieros y transnacionales. Se puede hablar ya de
una incipiente “sociología de los espacios digitales globales”
(Sassen, 2007: 232).
Por último, queremos destacar por su particular relevancia la agenda de investigación propuesta por Saskia Sassen a
la sociología en su reciente libro A Sociology of Globalization
(2007). Partiendo de la tesis de que lo global —trátese de
una institución, de un proceso, de una práctica discursiva o
de un imaginario— simultáneamente trasciende el marco
exclusivo de los Estados naciones y en parte se incrusta en
los territorios e instituciones nacionales, Sassen propone estudiar los fenómenos globales localizados dentro de los Estados
nacionales con los métodos tradicionales de la sociología. De
aquí derivan las siguientes líneas posibles de investigación:
1)
2)
3)
4)
El estudio de la “incipiente desnacionalización de
componentes específicos de las instituciones nacionales” que participan cada vez más en la agenda de
la globalización, como los bancos centrales (cada
vez menos dependientes de las autoridades estatales y más volcados a los mercados del capital global)
y los ministerios de finanzas (como la Secretaría de
Hacienda, en México) (36, 51). El presupuesto subyacente es el papel y la participación creciente del
Estado en el desarrollo de una economía global y,
en menor medida, de otras formas de globalización
(48).
El estudio de las ciudades mundiales (línea de investigación examinada más arriba).
El estudio de las migraciones internacionales, en la
medida en que éstas —bajo algunos aspectos— dependen parcialmente de procesos globales. En este
rubro, Saskia Sassen propone superar la explicación
tradicional de las migraciones en términos de “factores de expulsión y de atracción” (130 ss.).
El estudio de las nuevas clases globales emergentes, que incluye no sólo a la nueva élite de los altos
ejecutivos y de los profesionales transnacionales,
sino también a la nueva clase que surge de la proliferación de redes transnacionales de funcionarios
5)
6)
gubernamentales (redes de expertos, de autoridades judiciales, de funcionarios de inmigración, de
oficiales de policía, etcétera) y a la clase emergente de trabajadores y activistas de escasos recursos,
desfavorecidos por el sistema, en la que se incluyen
también sectores claves de la sociedad civil global,
redes diaspóricas y comunidades transnacionales de
inmigrantes (164 ss.).
El estudio de los actores locales (no estatales), individuales y colectivos, que participan activamente en
los foros de política global valiéndose de las nuevas
tecnologías de información y comunicación, como
internet (activismo electrónico). Aquí se incluye los
movimientos ecologistas, los altermundistas, el movimiento zapatista y las numerosas organizaciones
no gubernamentales (ong).
El estudio de las redes digitales, particularmente de
las que dan soporte a lo que Saskia Sassen llama
“subeconomía interconectada” (networked subeconomy), en buena parte digitalizada y ampliamente
orientada a los mercados globales, que opera desde
diferentes partes del mundo (226 ss.).
Como puede apreciarse, la simple enumeración de los
puntos incluidos en esta amplia agenda de investigación
propuesta por Saskia Sassen manifiesta la profunda renovación que la problemática de la globalización ha provocado
no sólo en el campo de la sociología, sino también en el de
las ciencias sociales consideradas en su conjunto.
Bibliografía
Abrahamson, Mark (2004), Global Cities, New York, Oxford:
Oxford University Press.
Aguirre Rojas, Carlos Antonio (2003), Immanuel Wallerstein. Crítica del sistema capitalista, México: Era.
Alasuutari, Pertti (2000), “Globalization and the Nation-State:
An Appraisal of the Discussion”, Acta Sociológica, vol. 43,
núm. 3, pp. 259-269.
Anderson, Perry (1974a), Passages from Antiquity to Feudalism,
London: Humanities Press. [Traducción al español: (1990)
Transiciones de la antigüedad al feudalismo, Madrid: Siglo xxi].
_____ (1974b), Lineages of the Absolutist State, London: New Left
Books. [Traducción al español: (1979), El Estado absolutista,
Madrid: Siglo xxi].
Bajoit, Guy (2003), Le changement social, Paris: Armand Colin.
[Traducción al español: (2008), El cambio social, Madrid:
Siglo xxi].
Barber, Benjamin R. (1995), Jihad vs. Mcworld: How Globalism
and Tribalism Are Re-Shaping the World, New York: Random House.
Boyns, David E. y Jonathan Turner (2006), “The Return of Grand
Theory”, en Jonathan H. Turner (ed.), Handbook of Sociological
Theory, New York: Springer, pp. 353-378.
Castells, Manuel (1999), La era de la información: economía, sociedad y cultura, en Manuel Castells, La sociedad red, vol. I,
México: Siglo xxi.
Cambio global
79
c
Chase-Dunn, Christopher y Thomas D. Hall, eds. (1991), Core/
Periphery Relations in Precapitalist Worlds, Boulder, Colorado: Westview Press.
Cohen, Robin y Paul Kennedy (2000), Global Sociology, New York:
New York University Press.
Collier, Paul y David Dollar, eds. (2002), Globalization, Growth
and Poverty: Building an Inclusive World Economy (World Bank
Policy Research Reports), New York: World Bank, Oxford
University Press.
Collins, Randall (1999), Macro-History: Essays in Sociology of the
Long Run, Stanford: Stanford University Press.
Crane, Diana (1992), The Production of Culture. Media and Urban
Arts, California: Sage Publications.
Eisenstadt, Shmuel Noah (1963), The Political System of Empires,
New York, London: Free Press of Glencoe. [Traducción al
español: (1966), Los sistemas políticos de los imperios, Madrid:
Revista de Occidente].
Eisenstein, Zillah (2000), “Cyber Inequities”, en John Beynon y
David Dunkerley (eds.), Globalization: The Reader, London:
Anthlone Press, pp. 212-213.
Freedman, Des (2006), “Internet Transformations”, en James
Curran y David Morley (eds.), Media and Cultural Theory,
London, New York: Routledge, pp. 275-290.
Friedman, John (1986), “The World City Hypothesis”, Development
and Change, vol.17, pp. 69-83.
Garretón, Manuel Antonio (1999), América Latina: un espacio cultural en el mundo globalizado, Bogotá: Convenio Andrés Bello.
Giddens, Anthony (2001), Sociology, 4a ed., Cambridge: Polity
Press, Blackwell.
Giménez, Gilberto (1995), “Modernización, cultura e identidad
social”, Espiral, Estudios sobre Estado y Sociedad, vol. I, núm.
2, enero-abril, pp. 35-55.
_____ (1997), “Materiales para una teoría de las identidades sociales”, Frontera norte, vol. 9, núm. 18, julio-diciembre, pp. 9-28.
_____ (2005), “Cultura, identidad y metropolitanismo global”, Revista Mexicana de Sociología, vol. 67, núm. 3, julio-septiembre,
pp. 483-521.
_____ (2007), Estudios sobre la cultura y las identidades sociales, México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Instituto
Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente.
Harvey, David (1990), The Condition of Postmodernity: An Inquiry
into the Conditions of Cultural Change, Oxford: Blackwell.
[Traducción al español: (1998), Condición de la posmodernidad, Buenos Aires: Amorrortu].
Held, David, ed. (2000), A Globalizing World? Culture, Economics,
Politics, London, New York: Routledge.
Held, David, Anthony G. McGrew, David Goldblatt y Jonathan
Perraton (1999), Global Transformations: Politics, Economics
and Culture, Cambridge: Polity Press.
Hirst, Paul y Grahame Thompson (1999), Globalization in Question, Cambridge: Polity Press.
Huntington, Samuel Phillips (1996), The Clash of Civilizations
and the Remaking of World Order, New York: Sinmon and
Schuster.
Ianni, Octavio (1996), Teorías de la globalización, México: Siglo xxi.
Johnston, Ronald John, Peter J. Taylor y Michael J. Watts (2002),
Geographies of Global Change, Oxford: Blackwell.
Lenski, Gerhard (1966), Power and Privilege: A Theory of Social Stratification, New York: McGraw-Hill.
_____ (2005), Ecological-Evolutionary Theory: Principle and Applications, Boulder, Colorado: Paradigm Publishers.
c
80
Cambio global
Lull, James (2006), “The Push and Pull of Global Culture”, en James
Curran y David Morley (eds.), Media and Cultural Theory,
London, New York: Routledge, pp. 44-58.
Mann, Michael (1986), The Sources of Social Power: A History of
Power from the Beginning to AD 1760, vol. 1, Cambridge:
Cambridge University Press.
_____ (1993), The Sources of Social Power: The Rise of Classes and
Nation States, 1760-1914, vol. 2, Cambridge: Cambridge
University Press.
Mattelart, Armand (2000), Networking the World, 1794-2000,
Minneapolis, Minnesota: University of Minnesota Press.
McGrew, Anthony (2000), “Power Shift: From National Government to Global Governance?”, en David Held (ed.), A
Globalizing World? Culture, Economics, Politics, London, New
York: Routledge, pp. 127-167.
McLuhan, Marshall y Bruce R. Powers (2002), La aldea global,
México: Gedisa.
Moore, Barrington (1966), Social Origins of Dictatorship and Democracy: Lord and Peasant in the Making of the Modern World,
Boston, Massachusetts: Beacon Press. [Traducción al español: Los orígenes sociales de la dictadura y de la democracia,
Barcelona: Península].
nua Internet Surveys (s.f.), “How Many Online?”. Disponible en:
<http//www.nua.ie/surveys/how_many_online/index.html>.
Ortiz, Renato (1997), Mundialización y cultura, Buenos Aires:
Alianza.
Parnreiter, Christof (1998), “La Ciudad de México: ¿una ciudad
global?”, Anuario de Espacios Urbanos, México: Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, pp. 21-52.
_____ (2002), “The Making of a Global City”, en Saskia Sassen
(ed.), Global Networks, Linked Cities, New York, London:
Routledge, pp. 145-182.
Parsons, Talcott (1966), Societies. Evolutionary and Comparative
Perspectives, Englewood Cliff, New Jersey: Prentice-Hall.
[Traducción al español: (1974), La sociedad. Perspectivas
evolutivas y comparativas, México: Trillas].
_____ (1971), The System of Modern Societies, Englewood Cliff, New
Jersey: Prentice-Hall. [Traducción al español: (1974), El sistema de las sociedades modernas, México: Trillas].
Pérez Negrete, Margarita (2008), La Ciudad de México en la red
mundial, México: Universidad Iberoamericana.
Pieterse, Jan Nederveen (2004), Globalization and Culture, Lanham, Maryland: Rowman and Littlefield Publishers.
Ribeil, Georges (1974), Tensions et Mutations Sociales, Paris: Presses
Universitaires de France.
Sanderson, Stephen K. (1991), “The Evolution of Societies and
World-Systems”, en Christopher Chase Dunn y Thomas D.
Hall (eds.), Core/Periphery Relations in Precapitalist Worlds,
Boulder, Colorado: Westview Press, pp. 167-192.
_____ (1999), Social Transformations: A General Theory of Historical
Development, edición actualizada, Lanham, Maryland: Rowman and Littlefield.
Sassen, Saskia (2001), The Global City: New York, London, Tokio,
Princeton, New Jersey: Princeton University Press.
_____ (2007), A Sociology of Globalization, New York, London: W.W.
Norton and Company.
Scholte, Jan Aart (1997), “The Globalization of World Politics”,
en John Baylis y Steve Smith (eds.), The Globalization of
World Politics, Oxford: Oxford University Press, pp. 13-34.
_____ (2005), Globalization. A Critical Introduction, New York: St.
Martin’s Press.
Sklair, Leslie (1991), Sociology of the Global System, Baltimore: Johns
Hopkins University Press.
Steward, Julian (1955), Theory of Cultural Change: The Methodology
of Mutilinear Evolution, Urbana: University of Illinois Press.
_____ (1977), Essays on Social Transformation, Urbana: University
of Illinois Press.
Taylor, Peter James (2004), World City Network. A Global Urban
Analysis, London, New York: Routledge.
Thompson, John. B. (1995), The Media and Modernity, Stanford,
California: Stanford University Press.
Thrift, Nigel (2000), “A Hyperactive World”, en R. J. Johnston,
Peter J. Taylor y Michael J. Watts (eds.), Geographies of Global Change, Oxford: Blackwell, pp. 29-42.
Turner, Jonathan H. (1985), Herbert Spencer. A Renewed Appreciation, Beverly Hills, California: Sage.
_____ (1995), Macrodynamics: Toward a Theory of Human Populations, New Brunswick, New Jersey: Rutgers University Press.
Wallerstein, Immanuel (1983), Dinámica de la crisis global, México: Siglo xxi.
_____ (2003), El moderno sistema mundial, tomos I, II, III, México: Siglo xxi.
Waters, Malcolm (1995), Globalization, London: Routledge.
White, Leslie (1949), The Science of Culture: A Study of Man and
Civilization, New York: Grove Press. [Traducción al español: (1964), La ciencia de la cultura, Buenos Aires: Paidós].
CAMBIO POLÍTICO
Laura Hernández Arteaga
Definición
El concepto de cambio político es central en la reflexión de la
actual teoría política y social; sin embargo, no sólo ha sido
objeto de estudio de nuestros contemporáneos. Aristóteles,
al referirse a la vida de la polis y a la organización política,
reflexionaba sobre el “cambio” de los regímenes, ya fuera por
una degeneración de sus principios o por causas diversas.
Distinguió entre los cambios que conciernen al régimen al
desplazar una forma por otra —el cambio de una democracia por una oligarquía, por ejemplo—, el que sucede cuando
la forma política es la misma y sólo se le agregan funciones,
y cuando sólo cambia alguna parte del régimen, como una
magistratura. Estas consideraciones están magistralmente
expuestas en su famosa teoría de las revoluciones, en el libro
V de la Política.1
1 De frente a la pregunta de cuáles son los modos de destrucción
y cuáles los medios de conservación de los regímenes, y sobre
las causas naturales que originan estos cambios, Aristóteles
responde que la “causa de que existan varios regímenes es que
toda ciudad tiene un número grande de partes” y que a veces
Más allá de las diferencias epocales que median entre las
consideraciones del estagirita y los problemas y complejidad
del cambio político en las sociedades en que estamos insertos
hoy en día, entre gobiernos de los hombres y gobiernos de
las leyes, lo cierto es que desde la Antigüedad las ciencias
de la sociedad se han entregado a la tarea de teorizar sobre
el cambio en general y sobre el cambio político en particular.
Este concepto se aborda desde la distinción cambio/estabilidad. El énfasis que los estudiosos le han puesto a uno
de los dos lados de tal distinción da paso a la construcción de
una propuesta teórica sobre la estabilidad, por un lado, y sobre
el cambio, por otro.
El cambio político implica una variación en la forma del
sistema político, ya sea que se conciba de manera más omniabarcadora, desde una perspectiva sistémica o estructural,
o focalizada a cambios institucionales, estructurales o conductuales específicos. En la construcción de los argumentos
sobre estas consideraciones, están presentes las distintas
interpretaciones y enfoques sobre el cambio político. Ello,
posiblemente, da cuenta de la dificultad para encontrar en
la ciencia política o en sociología política una teoría general
del cambio político. De entrada, existen dos grandes perspectivas sobre el cambio: una gradualista y otra radical o
revolucionaria.
Este trabajo versará sobre una noción de cambio político de tipo gradualista. Gradualismo no es inmovilismo. Los
recientes desarrollos del concepto en cuestión han manifestado que se trata de un gran dinamismo y de convergencias
temáticas.
Leonardo Morlino ha realizado un esfuerzo de teorización relevante en esta materia; define cambio político como
“cualquier transformación que acontezca en el sistema político y/o en sus componentes” (comunidad política —ideologías
y creencias, partidos, sindicatos, corporaciones y élites políticas—, régimen político —instituciones y autoridades
políticas, normas, ideologías y valores— y autoridad). El
cambio, agrega, se deduce de la comparación entre un estado precedente y otro sucesivo del sistema o de sus partes
(1985: 47).
En su propia tipología, los cambios pueden ser continuos
o discontinuos. Para ello hay un umbral de transformación
mediante el cual un cambio continuo se convierte en discontinuo, y uno pacífico, en violento.
Historia, teoría y crítica
Posterior a la Segunda Guerra Mundial, la ciencia política
norteamericana destinó sus esfuerzos intelectuales al estudio sobre el desarrollo y cambio político en el contexto de
la emergencia de Estados soberanos que exigían respuestas
ante problemas sociales tan diversos, además de enfrentar a
la forma de organización política que les cohesionaría como
participan en el gobierno todos y en otras, menos (Aristóteles, 2000: 180).
Cambio político
81
c
Estados propiamente dichos. La mayoría de los países en
procesos de descolonización adoptaron como sistema de
gobierno la democracia liberal en un entorno de conflictividad social y económica. En este marco, se exigía encontrar
herramientas que coadyuvaran a minar los factores de desestabilización. En palabras de Gabriel Almond, la academia
de esos años enfrentaba “el reto de predecir en qué forma
aquellas nuevas naciones en vías de desarrollo accederían a
la modernidad” (Almond, 1999: 299).
En este sentido, emerge una serie de teorías cuya focalización es la promoción de políticas de modernización
en sociedades tradicionales —del “Tercer Mundo”— y de
la democracia como su forma de organización política. En
1954, se crea el Social Science Research Council’s Committee on
Comparative Politics bajo el liderazgo de Gabriel Almond,
cuyo objetivo era promover investigaciones comparadas sobre países occidentales y países en vías de desarrollo. En este
marco, se publicó una serie de trabajos ya clásicos, como el
estudio de Gabriel Almond y Sidney Verba, The Civic Culture, The Political Man, de Seymour M. Lipset o Political
Order in Changing Societies, de Samuel Huntington (Martí
I Puig, 2001: 102).
En opinión del propio iniciador de esta serie de trabajos, la iniciativa “nació de la convicción de que el desarrollo
en el Tercer Mundo exigía no solamente una miscelánea de
políticas económicas, sino también instituciones políticas
capaces de movilizar y actualizar recursos materiales y humanos” (Almond, 1999: 301).
La teoría de la modernización sostiene que, apenas una
sociedad alcanza un cierto nivel de desarrollo, están garantizadas las condiciones para promover la democracia
y garantizar su estabilidad y permanencia; los niveles más
altos de educación, alfabetización y urbanización se hallan
relacionados con el desarrollo económico, lo cual beneficia
las prácticas democráticas.
Almond toma para su análisis el concepto de sistema
político formulado por David Easton y considera que los
conceptos de sistema y función interactúan, por lo que le permiten plantear una teoría del desarrollo político como teoría
empírica; toma variables como los patrones de socialización,
cambio en la contratación en los cargos políticos, en el funcionamiento de los grupos de interés, los partidos políticos
y los medios de comunicación. Desde su perspectiva, una
teoría del desarrollo político o de la modernización política
debe también dar cuenta de los procesos mediante los cuales
los líderes toman decisiones y resuelven problemas. Para su
estudio, considera las condiciones ambientales que limitan
las opciones disponibles (1969: 455). Por su parte, David E.
Apter ha afirmado que la mejor prueba para un sistema político es su capacidad de fomentar el desarrollo económico
(Pasquino, 1970: 297).
Seymour Martín Lipset es otro exponente de esta perspectiva de análisis. En “Algunos requisitos sociales de la
democracia: desarrollo económico y legitimidad política”, publicado originalmente en 1959, vincula a la democracia con el
c
82
Cambio político
desarrollo socioeconómico. En su opinión, una mayor riqueza
y educación sirven a la democracia, pues reducen el influjo de
ideologías extremistas en los estratos más bajos (1992: 83).
La teoría de la cultura política, por su parte, sostiene que
un cierto número de creencias y de normas compartidas por
una sociedad es fundamental para el surgimiento y desarrollo
de la democracia. En su The Civic Culture (1963), Almond
y Verba plantean que la modernización económica y social
requiere la difusión y arraigo de valores; correlacionan una
determinada cultura política con una estructura política
específica. Por ejemplo, una cultura política parroquial corresponde a una estructura tradicional descentralizada, donde no
existen las funciones e instituciones específicamente políticas.
La cultura política de sujeción o subordinación corresponde
a una estructura autoritaria y centralizada, y se refiere sobre
todo a los aspectos administrativos y a una actitud pasiva del
ciudadano. Por el contrario, una cultura política de participación corresponde a una cultura política democrática. La
congruencia entre estas dos categorías garantiza, a decir de
los autores, la estabilidad del sistema político.2
Cabe subrayar la ambición holística de estos desarrollos
teóricos; sus pretensiones explicativas están hermanadas con
la propuesta weberiana y parsoniana.
A decir de Josep Colomer, una de las deficiencias centrales
del enfoque estructuralista de las teorías de la modernización
—entre las que está la del desarrollo político y la cultura cívica— es el empleo de una noción premoderna de causalidad,
en la que la génesis se identifica con la función, de modo que
las llamadas precondiciones de la democracia son consideradas
causa de su estabilidad (1994: 245).
Con el propósito de dar un giro a las interpretaciones
causalistas de la modernización, Dankwart A. Rustow, en
“Transition to Democracy: Toward a Dinamic Model”,
publicado en 1970 en Comparative Politics, se formuló dos
preguntas en relación con la democracia: ¿cuáles son las
condiciones que hacen posible la democracia? y ¿cuáles son
las que la hacen florecer? En su opinión, se han dado tres
respuestas al respecto. La primera fue vertida por Seymour
Martin Lipset, quien relaciona “a la democracia estable con
ciertas precondiciones económicas y sociales”; otra explicación es la ofrecida por el enfoque cultural que se focaliza en
la idea de que los ciudadanos “deben poseer ciertas actitudes psicológicas o creencias comunes”, en ciertos “principios
fundamentales o sobre los procedimientos de las reglas del
2 Almond y Verba desarrollan una investigación comparativa sobre el comportamiento político de cinco países: Gran Bretaña,
Estados Unidos, Alemania, Italia y México. Las principales
críticas a esta perspectiva le reclaman su relativo determinismo metodológico, pues desde su perspectiva la socialización
política genera actitudes políticas que, a su vez, originan comportamientos políticos y fundamentan la estructura política
(Almond, 1999: 202), con lo cual se están eludiendo las interacciones sociales, la perspectiva sobre las instituciones y cómo
se originan las situaciones en que se despliegan los comportamientos (ver: Badie y Hermet, 1993: 37).
juego”, y la tercera “se centra en los rasgos de la estructura
política y social” (Rustow, 1992: 151-152).
De frente a estos planteamientos, considera que toda
construcción de una teoría sobre la transición a la democracia debe considerar, metodológicamente hablando, la
distinción entre la función y la génesis. Para ello, Rustow
se propone “derivar un modelo tipo ideal de la transición a
través de un examen detallado de dos o tres casos empíricos
que puedan contrastarse a través de su aplicación al resto”
(161). Dicho modelo consta de cuatro fases: las condiciones
iniciales del país, la fase preparatoria, la de las decisiones y
la de habituación. Considera como una condición inicial y
determinante la unidad nacional, pues “la democracia es un
sistema de gobierno en manos de mayorías temporales. Para
que los gobernantes y las políticas puedan cambiar con libertad,
las fronteras deben perdurar, la composición de la ciudadanía debe ser continua” (165). Este criterio de distinción, a
su vez, le permite desmarcarse de las teorías que vinculan
economía y democracia. “Señalar la unidad nacional como la
única condición previa implica que no es necesario un nivel
mínimo de desarrollo económico o de diferenciación social
como prerrequisito para la democracia” (166).
Lo que él denomina un modelo dinámico de la transición
hacia la democracia, considera las siguientes proposiciones:
1)
2)
3)
4)
5)
6)
7)
8)
9)
Los factores que mantienen a una democracia estable pueden no ser los que la llevaron a existir: las
explicaciones sobre la democracia deben hacer una
distinción entre función y génesis.
La correlación no es lo mismo que la causación: una
teoría genética debe concentrarse en este último aspecto.
No todos los eslabones causales van de los factores
sociales y económicos a los políticos.
No todos los eslabones causales van de las creencias
y actitudes a las acciones.
La génesis de la democracia puede no ser geográficamente uniforme: puede haber muchos caminos
hacia la democracia.
La génesis de la democracia no tiene que ser temporalmente uniforme: diversos factores pueden resultar cruciales durante fases sucesivas.
La génesis de la democracia no necesita ser socialmente uniforme: incluso en el mismo lugar y tiempo, las actitudes que la promueven pueden no ser las
mismas para los políticos que para los ciudadanos
comunes.
Los datos empíricos que apoyen a una teoría genética deben cubrir, para cualquier país dado, un periodo que vaya desde justo antes hasta justo después
del advenimiento de una democracia.
Con el objeto de examinar la lógica de la transformación al interior de los sistemas políticos, podemos dejar a un lado (hacer abstracción de) los países
en donde el ímpetu mayor proviene del exterior.
Se puede derivar un modelo tipo ideal de la transición a través de un examen detallado de dos o tres
casos empíricos que pueden contrastarse a través de
su aplicación al resto (160-161).
Entretanto, en América Latina surgió una perspectiva
crítica a la visión de la modernización de las sociedades no
desarrolladas. La teoría del desarrollo expuesta por la Comisión Económica para América Latina (cepal) problematizó
acerca del impacto negativo de los procesos de crecimiento
económico en los regímenes políticos de los países subdesarrollados. El enfoque estructuralista cepalino demuestra
que mayor integración económica de un país en el mercado
internacional no necesariamente conlleva modernización
ni democratización y, menos aún, desarrollo. En contraste,
preconizó la industrialización mediante sustitución de importaciones y una modernización de la economía a través de
una intervención activa del Estado y del despliegue de una
política proteccionista.
En una versión más radical de esta visión, con influencias del marxismo, el análisis se desplaza a las condiciones
históricas y estructurales que caracterizan la inserción de
las economías regionales en la economía mundial. La así
llamada teoría de la dependencia, expuesta por Fernando
Henrique Cardoso y Enzo Faletto, en Dependencia y desarrollo en América Latina: Ensayo de interpretación sociológica,
publicado originalmente en 1969, explica las desigualdades
estructurales. Entre estas economías se da un “intercambio
desigual” que explica la riqueza en los países ricos y la pobreza
en los pobres. Los autores conciben a la dependencia como
relacionada “directamente con las condiciones de existencia
y funcionamiento del sistema económico y del sistema político, mostrando las vinculaciones entre ambos niveles en lo
que se refiere al plano interno de los países como al externo”
(1983: 24). Entre otros autores de esta corriente, figuran André Gunder Frank, Osvaldo Sunkel y Theotonio dos Santos,
Peter Evans y Ruy Mauro Marini. Este último señaló, como
objetivo de sus trabajos, la elaboración de una teoría marxista
de la dependencia.
Una variedad en esta constelación es el estudio de Guillermo O’Donnell acerca del autoritarismo democrático. Este
autor sostuvo que son “los propios procesos de industrialización los que tendían a producir regímenes autoritarios,
como instrumentos para hacer frente a los levantamientos
populares que aquellas mismas transformaciones económicas
suscitaban” (Colomer, 1994: 245).
Los procesos de democratización experimentan una ola
expansiva desde mediados de los años setenta. América Latina también se vio inmersa en este proceso que se inició en
España, Portugal y Grecia. Como producto de este hecho,
surgió una serie de reflexiones sobre el avance de la democracia liberal. Para algunos autores, la extensión de la democracia
se ha visto precedida, a su vez, por breves periodos de regresión autoritarios. John Makroff apunta que “lo que define a
una oleada democrática o antidemocrática es que durante
un cierto trecho histórico-temporal las transformaciones de
10)
Cambio político
83
c
los gobiernos son, de forma preponderante, de una forma u
otra” (1996: 18).
Precisamente, en el marco de lo que se conoce como la
tercera ola democratizadora, Huntington realiza un estudio
sobre el desarrollo político del mundo desde finales del siglo
xx. Observa la transición de regímenes no democráticos a
democráticos de los años setenta a los noventa y los visualiza como parte de una ola de democratizaciones. Según este
autor, una ola de democratización es un conjunto de transiciones de un régimen no democrático a otro de carácter
democrático, cuya manifestación se da en un cierto periodo
de tiempo; en este marco pueden darse casos de procesos liberalizadores o de parcial democratización (1994: 26).
Como se puede apreciar, la discusión sobre el cambio
político se desliza a la dimensión del régimen político. Para
decirlo con Leonardo Morlino, puede cambiar el régimen
sin que cambien la comunidad política y las autoridades. El
cambio de régimen precede o sigue a cambios en la comunidad política. Pueden cambiar los valores, las creencias y las
ideologías vigentes en la comunidad política; los líderes o los
grupos activos e incluso la influencia de los grupos políticos
activos; las distintas estructuras intermedias, como los partidos, sindicatos y otras organizaciones (1985: 84).
En esta lógica conceptual puede insertarse el análisis de
la teoría de las transiciones a la democracia.
A finales de los años setenta, bajo los auspicios de la Latin American Program del Woodrow Wilson International
Center for Scholars, se organizó en Washington un seminario sobre “salidas del autoritarismo”. A mediados de los
años ochenta se publicó el libro Transitions from Authoritarian Rule: Tentative Conclusions about Uncertain Democracies,
editado por Guillermo O’Donnell y Phillipe C. Schmitter
(1986). Para estos autores, los tres procesos que identifican a
la transición son la liberalización del régimen autoritario, la
democratización política y la democratización social. Ciertamente, durante el proceso de transición que abarca las etapas
ya referidas, puede observarse la emergencia de diversos actores e intereses, cuyos cursos de acción tienen impacto en la
forma que adquiere la democratización propiamente dicha,
tanto en la configuración de las instituciones de la democracia
como en el desarrollo mismo de la consolidación democrática.
O’Donnell, Schmitter y Whitehead definen la transición como el intervalo entre un régimen político y otro. Sus
límites son el momento del inicio de la disolución de un
régimen autoritario y el de instauración de alguna forma de
democracia, de un nuevo retroceso autoritario o de un cambio revolucionario. Los autores distinguen entre la primera
fase de la transición, denominada “liberalizadora” del viejo
régimen autoritario, y la segunda, “democratizadora”, sea bajo
la dirección de la élite o mediante elecciones fundacionales.
De tal modo, la liberalización es el proceso de redefinición
y ampliación de ciertos derechos que protegen a individuos
y grupos sociales ante los actos arbitrarios o ilegales cometidos por el Estado. En cambio, la democratización consiste
en generar y extender al conjunto de la sociedad la condición
c
84
Cambio político
de ciudadanía, es decir, el derecho a la igualdad de oportunidades (1986).
El signo de que una transición del autoritarismo ha comenzado es cuando los propios líderes autoritarios empiezan
a modificar sus propias reglas del juego en tanto proveen más
garantías en los derechos políticos, individuales y grupales.
Durante el proceso de transición, las reglas del juego no sólo
no están definidas, sino que están en cambio continuo; se da
una lucha entre los actores políticos por redefinirlas en búsqueda de beneficios inmediatos y futuros.
En el cuarto volumen de la serie mencionada, subtitulado “Conclusiones tentativas sobre las democracias inciertas”,
Guillermo O’Donnell y Philippe Schmitter señalan la relevancia del estudio de los procesos de transición en varios
países porque este enfoque comparativo les permitió colegir
que en los procesos transicionales de un régimen a otro resulta difícil si no es que “casi imposible especificar ex ante
qué clases, sectores, instituciones y otros grupos adoptarán
determinados roles, optarán por tales o cuales cuestiones o
apoyarán una determinada alternativa” (1986: 17).
La teoría de las transiciones visualiza el cambio político.
En su investigación, se acentúa el papel de los actores políticos que propician y encabezan el cambio, así como en el
proceso a partir del cual ellos mismos confeccionan las nuevas reglas de juego.3 Esta perspectiva estratégica ha resultado
productiva por los aportes metodológicos de las teorías de la
agencia y del nuevo institucionalismo.
Las primeras “aportan herramientas que complementan el programa de investigación de la elección racional
en tanto que otorga una notable autonomía a los actores
políticos presentes en la arena política. Precisamente por
ello se otorga gran importancia al fenómeno del liderazgo”
(Martí I Puig, 2001: 117).
La teoría neoinsitucionalista, por su parte, también se
ha convertido en un recurso teórico interpretativo para la
explicación del cambio político, en especial del cambio institucional. Desde esta óptica, las instituciones son reglas del
juego político que determinan quiénes son portadores de
derechos políticos, los actores que compiten por el poder
político y los incentivos o inhibiciones que las instituciones
fomentan y que impactan en la decisión de los actores.
Desde esta perspectiva teórica, las instituciones cambian
porque para algunos las variables “contingentes” ocasionan
“accidentes” o factores no previstos; para otros autores, el
cambio evolutivo es la razón principal de las reformas, y otros
más consideran las innovaciones en el marco legal e institucional como resultado de un diseño intencional por parte
de los actores estratégicos en busca de óptimos beneficios.
Las distintas corrientes4 que convergen en esta escuela
coinciden en que las reformas en las instituciones son un
3 Una lectura que resume a la vez que critica esta teoría puede
consultarse en Prud’Homme y Puchet, 1989.
4 Entre ellas, figuran: el neoinstitucionalismo normativo, cuyos
autores representativos son James G. March y Johan P. Ol-
proceso gradual, el así llamado cambio incremental. En suma,
el cambio institucional conlleva el entrelazamiento de las
interacciones, producto de la relación entre instituciones y
organizaciones que han sido creadas por la evolución política,
en un horizonte de estructuras de incentivos proporcionada
por las instituciones (Parra, 2005: 54-55).5
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
Las perspectivas de investigación sobre cambio político se
han imbuido de una u otra manera del espíritu de la época,
es decir, de sociedades cada vez más complejas que requieren
—para su autoconocimiento— la convergencia de saberes y
de ámbitos de especialización. En ese sentido, en la literatura especializada se encuentran estudios que abren derroteros
de investigación en los que confluyen la ciencia política, la
sociología, la antropología y la economía.
La bibliografía sobre el tema da cuenta de la relevancia
que ha tenido el estudio sobre las transiciones en los análisis
sobre el cambio político. Puede observarse un desplazamiento
al estudio sobre los problemas relacionados con la consolidación de las democracias y la calidad de éstas. En dicho
contexto, se han puesto en la mesa de discusión temas que
parecían superados. Tal es el caso de la relación entre economía y democracia, expuesta líneas arriba en el contexto de la
teoría del desarrollo político; el papel de las instituciones, su
naturaleza, características y contribución al proceso de democratización; el de las organizaciones no gubernamentales en
el cambio de actitudes y construcción democrática, así como
sen; el de la rational choice, con autores como Elinor Ostrom,
Kenneth Shepsle y William Niskanen; el neoinstitucionalismo histórico, donde se ubican autores como Theda Skocpol;
también puede ubicarse este enfoque interpretativo en la teoría
de la organización, con autores como John W. Meyer, Brian
Rowan y Lynn G. Zucker. Véase: Peters, 2003.
5 “En coherencia con el supuesto metodológico de individualismo y con fundamentos tomados de la microeconomía,
las interacciones decisivas pueden ser más apropiadamente
modeladas mediante el uso de las herramientas analíticas proporcionadas por la teoría de juegos, incluyendo aspectos como
amenazas y promesas, pactos fundamentados en la carencia de
información y la asunción de riesgos y garantías para el futuro.
En numerosas aportaciones, este instrumental teórico, que se
ocupa sobre todo de elecciones y estrategias, se ha mostrado
ya muy adecuado para analizar procesos que se caracterizan
por una gran incertidumbre de los actores acerca del futuro, un
predominio de comportamientos estratégicos y significativos
problemas de estabilidad del resultado. Éste es particularmente el caso de la fase entre la liberalización, que permite la
definición de posiciones y la identificación de los actores, y las
primeras elecciones libres, que suelen establecer una relación
de fuerzas más precisa y tienden a trasladar la interacción de
los grupos al interior de las instituciones estatales” (Colomer,
1994: 251).
el papel de la izquierda en los procesos democráticos y en la
construcción de una nueva agenda pública.
Estos temas muestran que el estudio del cambio político
se abre a una perspectiva multidimensional y cada vez más
compleja, por lo cual requiere la suma de esfuerzos intelectuales para su abordaje y reflexión.
De hecho, la bibliografía muestra cómo la teoría del desarrollo político ha aprendido de sus limitaciones y se ha alejado
de esa visión que la etiquetó como una perspectiva que entendía el desarrollo como un proceso teleológico aplicado en un
contexto de descolonización (Hagopian, 2000: 880). La razón
central para rechazar cualquier visión teleológica es que no hay
leyes de hierro del desarrollo político, pues la sociedad política
es contradictoria y desigual. Asimismo, los sistemas políticos
se desarrollan en ritmos y direcciones diferenciadas.
En las nuevas circunstancias, la teoría del desarrollo político debe considerar en sus análisis la creciente pluralidad y
complejidad de las sociedades contemporáneas e incorporar
la representación de intereses, la diversidad cultural y los derechos humanos, es decir, debe atender a la interacción entre
instituciones y ciudadanos, entre Estado y sociedad, y entre lo
regional, lo nacional y lo supranacional (905-906).
En esta línea de relación entre democracia y economía,
Jordan Gans-Morse y Simeon Nichter (2008) muestran el
impacto que tuvo la reforma económica liberalizadora —impulsada en los años ochenta y noventa en América Latina—6
en la democratización de estos países. Afirman que aquellos
países que aplicaron reformas económicas de ese carácter
experimentaron, en el corto plazo, un deterioro temporal
en la democracia debido a los efectos de desestabilización
social por la aplicación de políticas restrictivas; no obstante,
en el largo plazo estas políticas reforzaron las instituciones
democráticas.
De igual manera, otros estudios sobre la democratización
han destacado el papel de las élites políticas y los pactos en
la transición a la democracia. En opinión de Zhang Baohui
(1994), se ha puesto escasa atención en las condiciones institucionales para determinar el éxito del pacto y las decisiones
entre las élites. Con base en el estudio de los casos de Brasil, España, la Unión Soviética y China, el autor demuestra
que sólo ciertos tipos de regímenes autoritarios tienen la
posibilidad histórica de seguir una transición pactada; en
especial, los regímenes corporativos resultan con mayores
ventajas, debido al control de ciertas instituciones políticas
y estructuras sociales.
También existe literatura sobre el capital social, el grado de confianza de la sociedad entre sus instituciones y
ciudadanía, el desarrollo de asociacionismo y cooperación
6 La sistematización de datos y su análisis se orientó a los siguientes países: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia,
Costa Rica, República Dominicana, Ecuador, El Salvador,
Guatemala, Honduras, México, Paraguay, Perú, Uruguay y
Venezuela.
Cambio político
85
c
interpersonal, la desafección ciudadana y el debilitamiento
del alineamiento partidario.
Por ejemplo, Peter Ho (2007) estudia el surgimiento de
movimientos sociales en la China semiautoritaria. Desde una
perspectiva de la acción colectiva, analiza el impacto del movimiento ambientalista en el proceso de empoderamiento del
movimiento social en una situación claramente paradójica,
ya que persiste un régimen semiautoritario.
De igual forma, la izquierda en los países de reciente
democratización ha tenido que adaptarse a ese entorno de
cambio político. En América Latina y países del Este asiático,7 la izquierda ha aprovechado la liberalización política y
económica para que el Estado provea los bienes públicos, y
se ha sumado como un actor más en el juego democrático,
abandonando su concepción marxista radical. De tal forma,
se ha erigido en la defensora de la asignación democrática
de bienes públicos. Resulta interesante observar cómo en el
proceso de deliberación democrática, la oposición de izquierda ha sustituido la lucha ideológica radical y ha incorporado
en su agenda de política pública temas como el medio ambiente, la corrupción, la igualdad de género y demás causas
progresistas que en la década de los sesenta hubieran sido
impensables (Wong, 2004: 1225).
Larry Diamond y Leonardo Morlino (2004), por su parte,
ponen sobre el tintero un tema de relevancia y actualidad:
cómo garantizar la calidad de las democracias, sobre todo en
contextos sociales y económicos diferenciados. Una democracia de calidad se caracteriza por el ejercicio pleno de las
libertades de expresión y tránsito, la vigencia del Estado de
derecho, una rendición de cuentas vertical y horizontal, la
igualdad, pero también la participación y competencia políticas, la transparencia y la efectividad de la representación.
Con base en las encuestas sobre la calidad de la democracia, los autores afirman que el actual desencanto hacia la
democracia se refiere a los procedimientos y al desempeño
de las instituciones, pero también a una mayor información
sobre los errores del gobierno, sobre todo por las altas expectativas que el ciudadano tiene respecto de la democracia, en
materia de rendición de cuentas, transparencia y vigencia del
Estado de derecho. Los autores sugieren que si los ciudadanos
se movilizan con eficacia para lograr concretar estas aspiraciones, se podrá alcanzar una democracia de mayor calidad
(Diamond y Morlino, 2004: 30-31).
Shin Doh y Jhee Byong-Kuen (2005) analizan los resultados de encuestas nacionales sobre los primeros diez años
de democracia en Corea del Sur y observan que, si bien ha
habido un desplazamiento hacia una ideología de izquierda
motivada por el ejercicio de las libertades democrático-liberales, sus valores políticos conservan el legado de prácticas
autoritarias. Por ello, la democratización del pensamiento y
de las actitudes políticas es de mayor aliento en el tiempo que
las instituciones políticas propiamente dichas.
7 En el estudio, se centra en los siguientes países: Taiwán, Corea
del Sur, Brasil y Chile.
c
86
Cambio político
Como puede apreciarse, varias son las perspectivas que
han enriquecido el estudio sobre el cambio político. Antes
de concluir, cabe agregar que la teoría de sistemas sociales
cuenta con todos los recursos teóricos para abrir una línea
de investigación sobre el cambio político en las sociedades
complejas. Si bien se trata de una teoría ambiciosa y con
un alto nivel de abstracción, o precisamente por ello, ofrece
todo un andamiaje conceptual para analizar a la sociedad y
la política latinoamericanas y sus transformaciones en contextos históricos de mayor alcance. De hecho, en la literatura
sobre el tema hay ya trabajos que analizan la especificidad
de América Latina mediante la teoría de la diferenciación
por funciones (Mascareño, 2000; 2003; 2009; Millán, 2002;
2008; Neves, 1996; 2001; Hernández, 2009).
Bibliografía
Almond, Gabriel (1969), “Political Development: Analytical and
Normative Perspectives”, Comparative Political Studies, vol.
1, núm. 4, pp. 447-469.
_____ (1999), Una disciplina segmentada. Escuelas y corrientes en las
ciencias políticas, México: Fondo de Cultura Económica.
Aristóteles (2000), Política, Madrid: Gredos.
Badie, Bertrand y Guy Hermet (1993), Política comparada, México:
Fondo de Cultura Económica.
Baohui, Zhang (1994), “Corporatism, Totalitarianism and Transitions to Democracy”, Comparative Political Studies, vol. 27,
núm. 1, abril, pp. 108-136.
Cardoso, Fernando Henrique y Enzo Faletto (1983), Dependencia
y desarrollo en América Latina, 18a ed., México: Siglo xxi.
Colomer, Josep (1994), “Teorías de la transición”, Revista de Estudios Políticos (nueva época), núm. 86, octubre-diciembre,
pp. 243-253.
Diamond, Larry y Leonardo Morlino (2004), “Quality of Democracy: An Overview”, Journal of Democracy, vol. 15, núm. 4,
octubre, pp. 20-31.
Doh Chull, Shin y Jhee Byong-Kuen (2005), “How Does Democratic Regime Change Affect Mass Political Ideology?
A Case Study of South Korea in Comparative Perspective”, International Political Science Review, vol. 26, núm. 4,
pp. 381–396.
Gans-Morse, Jordan y Simeon Nichter (2008), “Economic
Reforms and Democracy: Evidence of a J-Curve in Latin
America”, Comparative Political Studies, vol. 41, núm. 10,
pp. 1398-1426.
Hagopian, Frances (2000), “Political Development Revisited”,
Comparative Politics Studies, vol. 33, núm. 6/7, agosto-septiembre, pp. 880-911.
Hernández Arteaga, Laura (2009), “Un programa de investigación para estudiar América Latina desde la teoría de
los sistemas sociales”, en Judit Bokser, Felipe Pozo y Gilda
Waldman (coords.), Pensar la globalización, la democracia y
la diversidad, México: Universidad Nacional Autónoma de
México, pp. 89-116.
Ho, Peter (2007), “Embedded Activism and Political Change in
Semiauthoritarian Context”, China Information, Centre
for Development Studies, University of Groningen, vol. 21,
núm. 2, pp. 187-209.
Huntington, Samuel (1994), La tercera ola, Madrid: Paidós.
Lipset, Seymour Martin (1992), “Algunos requisitos sociales de la
democracia: desarrollo económico y legitimidad política”,
en Albert Batlle (ed.), Diez textos básicos de Ciencia Política,
Barcelona: Ariel, pp. 113-150.
Markoff, John (1996), Olas de democracia. Movimientos sociales y
cambio político, Madrid: Tecnos.
Martí I Puig, Salvador (2001), “¿Y después de las transiciones
qué? Un balance y análisis de las teorías de cambio político”, Revista Estudios Políticos, Madrid, núm. 13, pp. 101-124.
Mascareño, Aldo (2000), “Diferenciación funcional en América
Latina: los contornos de una sociedad concéntrica y los dilemas de su transformación”, Persona y Sociedad, vol. XIV,
núm. 1, pp. 187-207.
_____ (2003), “Teoría de sistemas en América Latina. Conceptos fundamentales para la descripción de una diferenciación
funcional concéntrica”, Revista Persona y Sociedad, vol. XVII,
núm. 2, agosto.
_____ (2009), “Acción y estructura en América Latina. De la matriz
sociopolítica a la diferenciación funcional”, Persona y Sociedad,
vol. XXIII, núm. 2, pp. 65-89.
Millán, René (2002), “México en cambio, diferenciación, coordinación social, contingencia”, Estudios Sociológicos, vol. XX,
núm. 58, pp. 47-65.
_____ (2008), Complejidad social y nuevo orden en la sociedad mexicana, México: Universidad Nacional Autónoma de México,
Miguel Ángel Porrúa.
Morlino, Leonardo (1985), Cómo cambian los regímenes políticos,
Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
Neves, Marcelo (1996), “De la autopoiesis a la alopoiesis del derecho”, Revista Doxa, núm. 19, pp. 403–420.
_____ (2001), “Justicia y diferencia en una sociedad compleja”, Revista Doxa, núm. 24, pp. 349-377.
O’Donnel, Guillermo y Philippe Schmittter (1986), Transitions
from Authoritarian Rule: Tentative Conclusions about Uncertain Democracies, Baltimore: Johns Hopkins Press.
Parra, José F. (2005), “Liberalismo: nuevo institucionalismo y cambio político”, Política y Cultura, núm. 24, otoño, pp. 31-61.
Pasquino, Gianfranco (1970), “The Politics of Modernization: An
Appraisal of David Apter’s Contributions”, Comparative
Political Studies, núm. 3, pp. 297-232.
Peters, Guy B. (2003), El nuevo institucionalismo. La teoría institucional en Ciencia Política, Barcelona: Gedisa.
Prud’Homme, Jean-François y Martín Puchet Anyul (1989),
“Enfoques de la transición a la democracia en América Latina. Revisión polémica y analítica de alguna bibliografía”,
Revista Mexicana de Sociología, vol. 51, núm. 4, octubre-diciembre, pp. 263-278.
Rustow, Dankwart Alexander (1992), “Transiciones a la democracia.
Hacia un modelo dinámico”, en Mauricio Merino (coord.),
Cambio político y gobernabilidad, México: Colegio Nacional
de Ciencias Políticas y Administración Pública, Consejo
Nacional de Ciencia y Tecnología, pp. 151- 178.
Wong, Joseph (2004), “Democratization and the Left. Comparing
East Asia and Latin America”, Comparative Political Studies,
vol. 37, núm. 10, diciembre, pp. 1213-1237.
CAPITAL SOCIAL Y
COOPERACIÓN
René Millán
Definición
El capital social ha sido uno de los conceptos más importantes de las últimas décadas. La utilidad analítica del concepto
radica en el papel que juega en la conformación de condiciones que facilitan la cooperación voluntaria para la atención
de asuntos o problemas comunes (administrar un condominio, democratizar una institución o una sociedad, mantener
una cooperativa, una asociación o realizar una empresa).
Para entender su relación con las formas de cooperación
social conviene tener presente el supuesto, muy arraigado
en la teoría de la elección racional (rational choice), de que
es inconveniente colaborar con otros porque es posible incrementar la utilidad propia dada la disposición de ciertos
bienes (por ejemplo, al no pagar impuestos y usar de todos
modos el “bien” calle) o al protegerse ante la posibilidad de
que nadie coopere en asuntos de beneficio común. Frente a
ese supuesto, la perspectiva del capital social pregunta: si es
irracional cooperar, ¿por qué los individuos emprenden acciones colectivas para atender problemas comunes según se
constata todos los días?
El problema de la inconveniencia de la cooperación, sostenida por la teoría de la elección racional, se ejemplifica con
claridad en dos modelos analíticos: el dilema del prisionero
y la tragedia de los bienes comunes. A partir de ellos también
es factible mostrar el vínculo íntimo entre capital social y
cooperación.
En el conocido dilema del prisionero, dos cómplices de un
delito se mantienen separados y se le ofrece a cada uno que
si delata a su compañero, tendrá una reducción sustantiva de
la pena. Se configura así una matriz de pagos o costos: si los
dos cooperan entre sí, tendrán una bonificación de un año
porque no podrán ser fácilmente incriminados; si ambos se
delatan, alcanzarán un año de pena más; si uno delata y el otro
no, el primero logrará una bonificación de dos años pero el
segundo, al cargar con toda la responsabilidad, acumulará dos
años adicionales de castigo. Como no pueden coordinar sus
acciones y carecen de información sobre el comportamiento
mutuo, lo más razonable es no cooperar, independientemente
de lo que el otro haga, porque así se obtendrá el mayor beneficio (Hardin, 1991).
La racionalidad de esa estrategia no cooperativa puede ser
modificada al menos bajo dos condiciones. En primer lugar,
si el vínculo entre ambos prisioneros estuviese mediado por
una institución (la mafia, la familia, el ejército), seguramente el costo de la deserción se incrementaría y los incentivos
para la colaboración, también. En segundo lugar, el dilema
Capital social y cooperación
87
c
del prisionero es un “juego de una sola movida”. Si el juego
se repitiera y los actores se comunicaran, ellos incrementarían su información sobre el mutuo comportamiento y, poco
a poco, se iría anticipando la posibilidad de la cooperación
como la mejor opción. Para que la colaboración se estableciera
de modo más o menos persistente (a lo largo de los distintos
interrogatorios), se requeriría la generación de confianza entre
los implicados en el dilema, ya que de ese modo se facilitaría
calcular la actuación del otro. La confianza es, precisamente,
uno de los componentes más importantes del capital social.
En la tragedia de los bienes comunes, dos pastores comparten un mismo terreno para alimentar a sus ovejas. Dos
tipos de estrategias se presentan de inmediato. En una, ambos buscan maximizar su utilidad, por lo que tratan de que
sus ovejas consuman el mayor pasto posible. En esa lógica,
la extinción definitiva del bien común (common-pool resources), es decir, el pasto, será el resultado más seguro. En la otra
estrategia, se puede acordar un número de horas o áreas para
pastar, pero si ninguno está seguro de que se cumplirá con
el pacto, el resultado será seguramente el mismo que el de
la primera estrategia.
La tragedia también es factible de modificarse. El Estado puede obligar a los actores a que asuman una actitud
de colaboración para beneficio de ambos y del propio bien
mediante determinadas prescripciones o normas. La intervención reduciría la incertidumbre sobre el uso del bien. Sin
embargo, la regulación externa impone determinados costos
para garantizar su cumplimiento; por ejemplo, para supervisar
quién incumple y aplicar las sanciones que correspondan. Si
la regulación no considera la interacción entre pastores, será
más gravosa y menos eficiente. Si la cooperación es forzada,
y no voluntaria, cuando muchos individuos participan del
usufructo de un bien común —como en la sociedad— los
costos para garantizar los acuerdos se elevan y, en consecuencia, se incrementan también los costos de las transacciones a
las que dan lugar. Si se requiriese un policía por ciudadano a
fin de cumplir con las disposiciones de tráfico, el costo podría
superar el beneficio. Además, como después de cierta escala
no es posible ni conveniente un monitoreo así de amplio, se
incrementa el free rider —por ejemplo, el inquilino que no
paga cuotas de mantenimiento, que no coopera con los otros,
pero que goza de los beneficios comunes—. La expansión del
free rider desequilibra el balance entre pagos y beneficios y genera una serie de incentivos que reducen las posibilidades de
una estrategia colaborativa. En cambio, si existiese confianza
entre los pastores y a partir de ella se construyeran reglas o
normas recíprocas para el usufructo del bien, se incrementarían las posibilidades de generar una cooperación voluntaria
y sostenida. La confianza y las normas de reciprocidad son
los elementos más relevantes del capital social.
Aunque no es su intención, los modelos del prisionero y
de la tragedia de los comunes nos dan luz sobre una cuestión
vital para el capital social. A través de esos modelos se aprecia
cómo el problema de la cooperación plantea también la cuestión de las condiciones que pueden facilitarla voluntariamente, sin
c
88
Capital social y cooperación
una solución hobbesiana capaz de modular coercitivamente
—y sin importar sus costos— todas las conductas (North,
1993), pues se requieren otros elementos más allá o adicionales a la intervención del Estado. Una estrategia cooperativa se
estimula si se cuenta con un contexto institucional que facilita
la resolución de conflictos de forma voluntaria; también si
está presente un ambiente social que favorece la confianza y
normas de reciprocidad entre las personas; del mismo modo,
si con base en ese ambiente se construye voluntariamente un
conjunto de reglas prácticas para operar y sostener la colaboración. Con ella, se reducirían el peso de implementación y
vigilancia de acuerdos y los costos de las transacciones, por
ejemplo, en el cumplimiento de acuerdos o contratos (North,
1993). Así ocurre, normalmente, en redes de amigos o cívicas,
es decir, si hubiese capital social.
Instituciones, reglas, redes y, sobre todo, confianza y normas de reciprocidad constituyen los elementos constitutivos
del capital social. No hay, sin embargo, una definición única del
término, ya que cada autor acentúa ciertos elementos. No obstante, existe un aspecto común: el capital social es un grupo
agregado de factores que incentivan la cooperación voluntaria,
que promueven la conformación de estructuras de interacción
o de estrategias cooperativas. Facilita, en ese sentido, coordinar
acciones con los otros para atender problemas comunes. Es
por eso que la confianza y las normas de reciprocidad constituyen su principal elemento, pues adelantan una estructura
de expectativas de comportamiento mutuo, predecible y calculable. Para operar, la confianza necesita confirmarse en las
distintas “movidas” de una interacción. Si no se confirma, la
confianza decrece o desaparece.
El capital social, entonces, no equivale a la agrupación
de individuos o a una organización de cualquier tipo; no es
participación, tampoco es cualquier tipo de cooperación. Es
posible estar afiliado y participar de manera obligatoria: porque se es empleado o miembro del ejército. El capital social
no tiene un estatuto mágico: no es suficiente para enfrentar cualquier problema de acción colectiva o para resolver
conflictos adicionales que pueden presentarse en la conformación de trayectos cooperativos. No debe presuponerse que
suple la importancia de ciertas instituciones, como el Estado,
en la promoción de la cooperación que una sociedad requiere. Sin embargo, hay que admitir que esas instituciones solas,
o por sí mismas, tampoco son suficientes para garantizar esa
cooperación. Es prudente considerar una relación compleja:
determinados contextos institucionales pueden reforzar al capital social y, al mismo tiempo, la fortaleza de éste robustecer
dichos contextos.
Historia, teoría y crítica
Algunos autores atribuyen a Hanifan (1920) las primeras
referencias intuitivas al concepto. Para él, la buena voluntad,
el compañerismo y la empatía son factores que mejoran la calidad de grupos y comunidades. Sin embargo, el concepto
no evolucionó consecutivamente y quedó más o menos en el
olvido. En todo caso, han sido sobre todo Coleman, Putnam
y Ostrom quienes lo han refinado y lo impulsaron a partir
de finales de los ochenta del pasado siglo. Son ellos los que
principalmente han configurado el cuadro de discusión sobre
el capital social, si bien existen otros importantes desarrollos
(Fukuyama, 2001; Lin, 2001; Bourdieu, 1983).
Además, prevalece una variedad de posiciones que, sin
embargo, pueden agruparse gruesamente en dos espacios
conceptuales: el que considera al capital social básicamente
como el acceso personal a redes que reportan beneficios individuales (Bourdieu, 1983; Lin, 2001) y cuyos efectos sobre
el resto de la sociedad pueden ser negativos (Portes, 1996).
Este espacio considera que el capital social tiene un “lado
oscuro”. En cambio, el otro lo entiende —como vimos—
como un factor ligado a colaboraciones colectivas con un
efecto previsiblemente positivo en las posibilidades de resolución de problemas de acción colectiva y en la formación y
mantenimiento de bienes públicos o comunes. Tendría, en
este caso, un “lado virtuoso”. A la primera posición, Ostrom
(2003) la denomina minimalista; a la segunda, expansionista.
Por ese carácter, los expansionistas trazan un horizonte de
análisis que posibilita un tratamiento más coherente de los
niveles analíticos micro, medio y macro. En la relación de
estos tres niveles, la dificultad es de orden conceptual antes
que metodológica.
James S. Coleman (1990) es un típico caso de análisis
intermedio. Su interés fue vincular las estrategias individuales, de acuerdo con la elección racional, con la posibilidad
de que, bajo determinadas estructuras de interacciones, se
generasen beneficios colectivos. Para él, el capital social es
un recurso para la acción conjunta que se orienta a atender
metas comunes y tienen un papel central en la posible articulación entre acción individual —conforme a parámetros
de la elección racional— y las estructuras sociales. Textualmente, dice: “La concepción de capital social como recurso
para la acción es una manera de introducir estructura social
en el paradigma de la acción racional” (1988: 95). Bajo esta
consideración, cooperar sería entonces racional. Coleman
piensa al capital social a partir de un delicado equilibrio
entre su cualidad de bien público (porque es un recurso para
la cooperación y su resultado es positivo para la mayoría) y
su generación conforme a intercambios de cierta utilidad
individual. Con ese propósito, distingue conceptualmente
entre la estructura de la interacción y la acción individual (y su
intención de maximizar).
Cuando un grupo de amigos acuerda reparar sus casas
por turnos, ocurre una cooperación y un intercambio que
beneficia a todos. Si se asume que se intercambia sólo trabajo
(como un bien privado), no se entendería dónde está el beneficio: si, con la cuota de trabajo aportado individualmente,
cada quien podría arreglar su propia casa sin más inconvenientes, o si la aportación excediese ese requerimiento, no
sería racional colaborar. Lo que ocurre, según Coleman, es
que se intercambia un bien privado (trabajo) por el derecho
de control sobre las acciones (Millán y Gordon, 2004): el dueño
de cada casa coordina las acciones para repararla. Se produce así, entre los amigos, una estructura de interacción (e
intercambio) que genera capital social, que permite alcanzar
metas de beneficio general y rendimientos individuales indiscutibles porque con una cuota de trabajo individual menor,
la colaboración en grupo ofrece los resultados esperados. Si
entre los amigos no existiese confianza en que se actuara recíprocamente, de manera que el primero que logra reparar su
casa con la ayuda de los otros continuara colaborando hasta
concluir todas, la cooperación no sería posible. Eso es capital social. Si ese capital no existe, la cooperación tiene menos
posibilidades de verificarse.
Es importante notar que en el ejemplo anterior se intercambian trabajo y derechos de control de acciones pero no
capital social. Éste permanece como una dimensión que
facilita ese intercambio precisamente porque es un atributo
de la estructura de la interacción misma. Por esa naturaleza,
no puede ser intercambiado y no es propiedad de quien se
beneficia de él. El capital social no se aloja en los individuos,
es inherente a la estructura de relación entre las personas, al
tipo de vínculos que ellos sostienen. En este sentido, cuando
existe, como las calles, es un bien público y, por consiguiente,
se obtienen beneficios de él sin poseerlo de forma privada.
Hay varias formas que fortalecen aquella estructura en
términos de capital social. Entre otras, se pueden señalar
(Millán y Gordon, 2004):
a)
b)
c)
d)
Normas. En especial, normas que regulan y distribuyen derechos que se incrustan en la estructura
de relaciones, por ejemplo, tratos recíprocos como
sujetos de derechos políticos.
Obligaciones y expectativas. La reciprocidad de expectativas, asumidas en la interacción como obligatorias, da certeza a la posibilidad de intercambio
(“trabajo hoy en tu casa y tú mañana en la mía”).
Relaciones de autoridad. Ésas se instituyen cuando
se ceden voluntariamente derechos de control sobre
determinadas acciones.
Clausura de relaciones. La clausura se representa
como una estructura de relaciones en la que, a diferencia de las lineales, todos los individuos que participan tienen contacto entre sí. De ese modo se fijan
determinadas obligaciones en todas las interacciones, como ocurre entre una red de amigos, porque
quien no las cumpla está mayormente expuesto a
ser sancionado.
Para Coleman, muchas formas de capital social se crean
—y también se destruyen— como un “subproducto” de otras
actividades, algunas de las cuales se traslapan.
Putnam (1994; 2002) es quien más ha influido en el
debate del capital social y se ha vuelto un referente para su
discusión y crítica. Gran parte de su éxito se debe a las conclusiones (polémicas) que extrajo de algunos de sus trabajos:
el compromiso cívico es la variable más consistente para en-
Capital social y cooperación
89
c
tender el desempeño institucional democrático; del mismo
modo, el capital social lo es para explicar dicho compromiso.
El capital social adquirió así una dimensión clave en la vida
cívico-política de las sociedades y en sus posibilidades de desarrollo. Para Putnam, los vínculos entre las personas de una
comunidad y la forma en que se organizan tienen un valor
indiscutible porque su calidad influye en la productividad
social para atender problemas colectivos. El capital social es,
entonces, un activo almacenado en la calidad de las relaciones entre individuos, de sus vínculos. Esa calidad se distingue
por ciertas características como la confianza, las normas de
reciprocidad y su organización: redes.
La confianza y las normas de reciprocidad son los factores que más coadyuvan a la cooperación. La confianza
estabiliza vínculos porque permite cálculos sobre los otros
y, en la medida en que opera, sólo si esos cálculos se cumplen repetidamente. Éstos dan información sobre con quién
se interactúa, de ahí que se conforme como una estructura
relacional en la que los participantes tienen claridad sobre
los incentivos que los motivan. La confianza en los demás
es esencial para determinar la decisión de colaborar o no. Y
como dimensión social tiene dos fuentes: la reciprocidad generalizada y las redes de participación civil. A diferencia de la
reciprocidad específica que se basa en intercambios inmediatos y de valor equivalente (un favor por otro o estrategia Tit
for tat), la generalizada reposa en la expectativa compartida
de que el beneficio que hoy se otorga será devuelto en el futuro y no necesariamente por la persona que fue beneficiada
en el intercambio original; por ejemplo, cuando yo respeto el
lugar de alguien en la fila y dos días después alguien respeta
el mío. Las comunidades que imponen esas reglas acotan los
comportamientos oportunistas (y al free rider) y resuelven
mejor problemas de acción colectiva, como cuando alguien
no coopera para seguir los criterios de asignación de un
bien (la asignación de un boleto, el uso de un recurso o el
ejercicio de un derecho).
La formación de la reciprocidad está asociada a densas
redes de intercambio social. Densidad significa frecuencia de
contactos, éstos generan información sobre los otros. Si se
espera que la confianza no sea traicionada, es más probable
que la cooperación fluya. Además de densas, las redes deben
ser horizontales, y no verticales para que se promueva la reciprocidad. Son las redes de compromiso cívico (asociaciones
de vecinos, cooperativas, clubes deportivos) las que cumplen
con esas dos condiciones. Según Putnam, ellas condensan el
éxito de colaboraciones anteriores, entrenan a la gente en la
coordinación de acciones para atender asuntos públicos o
comunes y son fuente esencial de capital social. Las redes
verticales, en cambio, no promueven la confianza ni la reciprocidad; la información es menos confiable y controlada.
Las redes clientelares, por ejemplo, por más densas que sean,
sostienen intercambios y obligaciones mutuas pero asimétricas. Aunque resuelven problemas de acción colectiva, las
redes verticales socaban las bases de una colaboración voluntaria —que es posible sólo por los vínculos de confianza
c
90
Capital social y cooperación
y reciprocidad que la mantienen—. Las redes verticales (y
clientelares) no son capital social.
Además de densas y horizontales, las redes deben mantener cierto tipo de lazos sociales, o vínculos, para formar
capital social. La familia —y grupos semejantes— puede
actuar coordinadamente porque mantiene lazos fuertes. Esos
lazos agregan individuos homogéneos en grupos, pequeños
y horizontales, que encapsulan la cooperación dentro de esas
redes. Las redes de compromiso cívico, al regirse por lazos
débiles, enlazan a miembros de distintos grupos de manera
que se refuerzan las posibilidades de una colaboración más
amplia. A diferencia de las fuertes, las débiles (Granovetter,
1999) amplían los horizontes de intercambio y comunicación
de una comunidad. Una estructura social basada exclusivamente en redes densas —horizontales pero con lazos
fuertes— promueve una sociedad segmentada, restringe la
conectividad social y circunscribe, en esas redes, la capacidad
de resolver problemas de acción colectiva. En suma, merma
la capacidad de cooperación social amplia. El tipo de lazo en
que se basa el capital social influye notablemente en la amplitud de las posibilidades de cooperación de una sociedad, en
su conectividad interna y en la intensidad de su compromiso
cívico. Densidad, horizontalidad y lazos débiles distinguen a las
redes de compromiso cívico como capital social.
Ha sido E. Ostrom (2000; 2005) quien, hoy, ha refinado
más la dimensión teórica del capital social. Lo considera una
pieza clave en la construcción de una teoría de segunda generación de la relación entre elección racional y acción colectiva.
Rechaza tanto la imposibilidad de la cooperación como un
a priori conceptual como el hecho de que se subestimen los
fuertes dilemas que se enfrentan al actuar conjuntamente.
Admite que hay varios tipos de individuos (no sólo egoístas,
como la teoría de la elección racional postula) que tienen
motivaciones diversas y desarrollan estrategias múltiples para
enfrentar dilemas de acción colectiva o cooperación.
Para Ostrom, un dilema es una situación donde hay un
interés común que está en tensión o en conflicto con el interés individual de los que participan en esa situación. Sostener
acciones coordinadas en el tiempo presupone, también, encontrar un equilibrio entre esos dos extremos. Resolver ese
problema es la tarea clave y primera de cualquier acción colectiva porque si no se resuelve no habrá acción conjunta. El
capital social es, para Ostrom, todo aquello que acreciente
las habilidades para tal fin. En particular se identifican tres
formas: confianza y normas de reciprocidad, redes de participación cívica y reglas o instituciones formales e informales.
La confianza preestructura una oportunidad para que
quienes interactúan puedan obtener un beneficio; es un requisito para que se agilice un buen número de transacciones (por
ejemplo, dos conocidos acuerdan un trato comercial). Como
en Putnam, la confianza es incentivada en redes densas de
carácter cívico: aunque las interacciones entre dos individuos
no sean repetidas, la presencia de otros miembros y la información que fluye elevarán las posibilidades de que ambos se
comporten confiablemente, incluso si se mueven por moti-
vaciones egoístas, pues, de otro modo, reducirían sus posibles
transacciones futuras con cualquier miembro de la red a la
que pertenecen. En otros términos, la red (cívica) conforma
un ambiente que equilibra el interés individual, incluso por
motivaciones utilitarias de largo término, de manera que la
confiabilidad y la reciprocidad para cooperar se hacen posibles. En este sentido, la reciprocidad es una norma moral
que preconfigura un patrón de intercambio social: quien es
recíproco es confiable. En una sociedad donde la reciprocidad está afirmada como una norma social y, por tanto, como
un patrón que regula cierto tipo de interacciones, funciona
—en términos de teoría de juegos— como un marco que da
certeza y produce un equilibrio más o menos eficiente ante
una situación conformada como un dilema por la falta de
información entre los participantes. Así, por ejemplo, es más
fácil cooperar (para una transacción, para generar un acuerdo,
para compartir un taxi) con extraños.
El aspecto más importante y original de la perspectiva de Ostrom es el papel de las reglas o instituciones en la
formación de capital social. Es innegable que un conjunto
de normas que institucionalizan un sistema político pueden
inhibir o estimular la disposición ciudadana a atender voluntariamente sus problemas de acción colectiva (en un barrio,
por ejemplo). De ahí la relevancia de las reglas formales. No
obstante, es imposible —por su nivel general— que esas
reglas contengan todos los elementos para atender todas
las situaciones particulares que se definen por un dilema
de cooperación (como ocurre cuando se administran bienes
comunes, por ejemplo, en una cooperativa). Por ello, los individuos tienden a construir reglas prácticas (o working rules)
para saber cómo conducirse. Si no contravienen el orden jurídico formal, tanto su elaboración como el empeño en ellas
es una forma de capital social clave: facilitan la cooperación
y su mantenimiento.
Para producir reglas prácticas hay que resolver, antes, otro
dilema de acción colectiva: las reglas de discusión y acuerdo
para su elaboración. En ese sentido, el tipo de reglas que anteceden a las que están en construcción expresan determinados
patrones de autoridad, justicia y reciprocidad que pueden ser,
o no, convenientes para el nuevo momento. Las normas articulan varias áreas o niveles de actividad —desde lo cotidiano
hasta problemas constitucionales— y, en consecuencia, las
pautas de confianza y reciprocidad dependerán también de
normas más generales. Las reglas y su construcción, en ese
sentido, pueden generar o destruir capital social. Dos factores adicionales modulan la eficacia para resolver problemas
colectivos, más allá de ese capital: el tipo de bien en torno
al cual se interactúa y la experiencia, el “saber cómo”, de los
participantes que desean cambiar las reglas o estructuras de
interacción para resolver más apropiadamente los problemas
de cooperación que se presentan. Finalmente, del conjunto de
este cuadro conceptual se desprende, con claridad, que el capital social se asienta en normas de reciprocidad compartidas,
confianza, reglas de uso y saberes comunes.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
Puntualmente, las principales críticas hacia el capital social
se resumen en los siguientes puntos. No todas son acertadas pero permiten adelantar unas áreas de interés para la
investigación.
a)
b)
c)
d)
Ciertas perspectivas aseguran que el concepto de
capital social es muy ambiguo pues se compone
de diversos elementos y su objeto analítico es impreciso. Sin embargo, como vimos, es delimitable y
su objeto son las posibilidades de cooperación. Lo
realmente interesante es avanzar, aún más, en lógicas de operacionalización del concepto y en un
registro más amplio de sus formas.
El capital social, se asegura, tiene un “lado oscuro”: la mafia y otros grupos tienen capital social y
le imponen efectos negativos a la sociedad mientras
logran beneficios propios. En general, se acepta que
todo capital (físico, económico) tiene efectos negativos: la formación de una empresa puede destruir
un bosque o contaminar un río. Para el capital social
esos efectos tienen más probabilidad de verificarse
si las redes no cumplen con las características de
compromiso cívico, reciprocidad, confianza, lazos débiles; y si no hay, como quiere Ostrom, un
marco institucional que lo fomente o incentive. En
ese sentido, un área de investigación importante es
definir qué tipo de condiciones sociales favorecen
vínculos o interacciones que estén regidas por el
conjunto o la mayoría de los componentes del capital social.
Comúnmente se asegura que hay redes con mucho capital social y otras con poco, lo cual favorece
la desigualdad. Esta crítica, de hecho, se basa en la
distribución del capital social, no en su importancia
o utilidad. El capital humano (educación) tampoco
está bien distribuido pero su importancia es incuestionable. Es importante buscar formas institucionales y sociales para el incremento del capital social
como bien público o determinar qué circunstancias
lo pueden disminuir. Es decir, es necesario investigar
qué factores favorecen —como diría Coleman— una
subinversión en él.
La investigación empírica no encuentra siempre la
vinculación postulada (Putnam) entre redes voluntarias y confianza, reciprocidad y compromiso cívico. Ciertamente, esa relación no se verifica siempre
ni con la misma intensidad. Al parecer, varía según
la estructura de redes, los contextos institucionales y
culturales, en el sentido de Ostrom. La exploración
de qué asociaciones voluntarias (clubs, voluntariado, partidos, ong) propician realmente la formación
de capital social y una educación cívica constituye
Capital social y cooperación
91
c
e)
hoy el tema de un gran número de investigaciones.
Ese interés contrasta con la escasa investigación en
América Latina.
El capital social no es una condición suficiente para
garantizar el éxito de la cooperación. Esto es absolutamente cierto. Tanto como el hecho de que no
pretende serlo. Como hemos indicado, es sólo un
factor (notablemente importante) que preconfigura condiciones favorables para las posibilidades de
cooperación. Indagar cómo lo hace en contextos
específicos es de vital importancia.
El conjunto de líneas de investigación que hemos indicado arriba, como resultado de las críticas al capital social
es susceptible de sintetizarse y, al mismo tiempo, es posible
ampliarlo con otros temas que se desprenden de campos de
interés en distintas áreas y que han desarrollado ya un buen
número de investigaciones. Entre esos temas destacan:
a)
b)
c)
d)
e)
c
92
Se requiere investigación empírica para comprobar
si los fundamentos y asociaciones conceptuales que
el capital social postula se verifican y en qué grado
y en qué contextos.
Es importante realizar investigación comparada
para verificar si ciertos tipos de sistemas políticos e
instituciones amplían el capital social y elevan sus
efectos en la cooperación. Por ejemplo, analizar si el
tipo de sistemas políticos y de cultura cívica entre
ciudadanos o partidos, así como las estrategias de
colaboración entre ellos, o no, tienen relación con
formas de capital social o son dimensiones totalmente independientes.
Se precisa investigación empírica y comparada para
entender el papel que juega —según un buen número de autores— el capital social en desarrollo
económico o comunitario. De particular importancia es el análisis de las instituciones y factores culturales que promueven o inhiben esa vinculación.
Es importante investigar si el capital social —como
se ha sostenido— eleva la eficiencia de políticas públicas (salud, pobreza, infraestructura) porque abre
espacios de colaboración entre autoridades y usuarios y una construcción conjunta de políticas. Es de
vital importancia indagar cuáles componentes del
capital social actúan en el éxito o fracaso de esas
políticas.
Es necesario investigar cómo interviene el capital social en el mantenimiento de bienes comunes
(cooperativas, sistemas de riego). Ésta es una de las
ramas más explorada. De particular interés es la indagación de la relación entre tipos de bien (madereros, pesqueros) y capital social, así como su papel
con la configuración de reglas prácticas que regulan
las interacciones en torno al bien común de que se
trate.
Capital social y cooperación
f )
g)
h)
Es preciso investigar si el capital social eleva la capacidad de una comunidad para afrontar problemas
de desarrollo local y determinar si su papel es importante o no en la consecución de proyectos conjuntos.
Es impostergable investigar comparadamente diversos tipos de redes sociales para explicar si los
intercambios, soportes a individuos y formas de
colaboración que en ellas se dan dependen o no del
tipo de capital social. Igualmente es interesante y
prioritario indagar de manera empírica si el tipo de
redes se vincula con una mayor conectividad o con
una menor segmentación social según formas de
capital social.
Se precisa investigar el bienestar subjetivo para
identificar si el capital social, especialmente bajo su
forma de incremento de relacionales entre individuos, incrementa la satisfacción con la vida.
Bibliografía
Bourdieu, Pierre (1983), “Forms of Capital”, en John G. Richardson (comp.), Handbook of Theory and Research for the Sociology
of Education, New York: Greenwood Press, pp. 241-258.
Brehm, John y Wendy Rahn (1997), “Individual-Level Evidence
for the Causes and Consequences of Social Capital”, American Journal of Political Science, vol. 41, núm. 3, pp. 999-1023.
Coleman, James S. (1987), “Norms as Social Capital”, en G. Radnitzky y P. Bernholz (eds.), Economic Imperialism: The Economic
Approach Applied Outside the Field of Economics, New York:
Paragon House.
_____ (1988), “Social Capital in the Creation of Human Capital”,
American Journal of Sociology, vol. 94 (supl. Organizations
and Institutions: Sociological and Economic Approaches to the
Analysis of Social Structure), pp. S95-S120.
_____ (1990), Foundations of Social Theory, Cambridge, Massachusetts, London: The Belknap Press of Harvard University Press.
Cook, Karen S., ed. (2001), Trust in Society, New York: Russell Sage
Foundation.
Dasgupta, Partha e Ismail Serageldin (eds.) (2000), Social Capital:
A Multifaceted Perspective, Washington: The World Bank.
Durston, John (1999), “Construyendo capital social comunitario”,
Revista de la CEPAL, núm. 69, pp. 103-118.
Fukuyama, Francis (1995), Trust: The Social Virtues and Creation of
Prosperity, London: Hamish Hamilton.
_____ (2001), “Social Capital, Civil Society and Development”,
Third World Quarterly, vol. 22, núm. 1, pp. 7-20.
Grootaert, Christiaan (1999), Social Capital, Household Welfare
and Poverty in Indonesia, Local Level Institutions Working
Paper, núm. 6, Washington: The World Bank.
Hanifan, L. (1920), The Community Center, Boston: Silver, Burdett
and Company.
Hardin, Russell (1991), “La acción colectiva y el dilema del prisionero” (1982), en Josep Colomer (comp.), Lecturas de teoría
política positiva, Madrid: Instituto de Estudios Fiscales, pp.
81-114.
Knight, Jack (2001), “Trust, Norms, and the Rule of Law”, en Karen Cook (ed.), Trust in Society, Nueva York: Russell Sage
Foundation, pp. 354-373.
Lin, Nan (2001), “Building a Network Theory of Social Capital”,
en Nan Lin, Karen Cook y Ronald S. Burt (eds.), Social
Capital. Theory and Research, New Jersey: Transaction Publishers, pp. 3-29.
Lin, Nan, Karen Cook y Ronald S. Burt (2001), Social Capital: A
Theory of Social Structure and Action, New York: Cambridge
University Press.
Lowndes, Vivien y David Wilson (2001), “Social Capital and Local
Governance: Exploring the Institutional Design Variable”,
Political Studies, vol. 49, núm. 4, pp. 629-647.
Millán, René y Sara Gordon (2004), “Capital Social: una lectura
de tres perspectivas clásicas”, Revista Mexicana de Sociología,
núm. 4, pp. 711-747.
North, Douglass (1993), Instituciones, cambio institucional y desempeño económico, México: Fondo de Cultura Económica.
Ostrom, Elinor y T. K. Ahn (2003), “Una perspectiva del capital
social desde las ciencias sociales: capital social y acción colectiva”, Revista Mexicana de Sociología, núm. 1, pp. 155-233.
Ostrom, Elinor (2000), El gobierno de los bienes comunes, México: Fondo de Cultura Económica, Centro Regional de
Investigaciones Multidisciplinarias-Universidad Nacional
Autónoma de México.
_____ (2005), Understanding Institutional Diversity, Princeton: Princeton University Press.
Portes, Alejandro y Patricia Landolt (1996), “The Downside of
Social Capital”, The American Prospect, núm. 26, pp. 18-21.
Portes, Alejandro (1998), “Social Capital: Its Origins and Applications in Modern Sociology”, Annual Review of Sociology,
vol. 24, pp. 1-24.
Putnam, Robert D. (1994), Para que la democracia funcione: Las tradiciones cívicas en la Italia moderna, Caracas: Galac.
_____ (2002), Solo en la bolera, Barcelona: Galaxia Gutenberg.
Putnam, Robert D. y Kristin A. Goss (2002), “Introduction”, en
Robert D. Putnam (ed.), Democracies in Flux. The Evolution
of Social Capital in Contemporary Society, New York: Oxford
University Press, pp. 3-20.
Stolle, Dietlind y Jane Lewis (2002), “The Concept of Social
Capital”, en B. Hobson, J. Lewis y B. Siim (comps.), Key
Concepts in Gender and European Social Politics, Cheltenham:
Edward Elgar Press.
Woolcock, Michael (2001), “The Place of Social Capital in Understanding Social and Economic Outcomes”, Isuma Canadian
Journal of Policy Research, vol. 2, núm. 1, pp. 11-17.
Woolcock, Michael y Deepa Narayan (2000), “Social Capital:
Implications for Development Theory, Research and Policy”, The World Bank Observer, vol. 15, núm. 2, pp. 225-249.
World Bank (1996), Social Capital: A Report from a Working Group to
the Task Force on Social Policy, Washington: The World Bank.
CIUDADANÍA
Lucía Álvarez Enríquez
Definición
El de ciudadanía es un concepto polisémico, pluridimensional
y complejo, respecto al cual existen diversas connotaciones de
acuerdo con el momento histórico y la realidad político-social a la que remite; por lo tanto, no es una noción unívoca y
ahistórica, sino que se ha construido a largo de los siglos, y
sus contenidos han sido modificados de acuerdo con la evolución de la propia vida en sociedad, con las características
de las comunidades políticas existentes y con la complejidad
y diversidad de estas comunidades políticas. Por esto, resulta
necesario situar y comprender la evolución de este concepto,
y asumir que, en la actualidad, éste no admite un sólo contenido y no se atiene a una única circunstancia, sino a varias
a la vez; de aquí que probablemente hoy resulte más pertinente hablar de ciudadanías, en plural, que de una noción
que lo abarque todo.
Considerando lo anterior, se puede decir, sin embargo,
que, en sus diversas variantes, la ciudadanía alude sustancialmente a la pertenencia de los individuos y los grupos sociales
a una comunidad política. Pero existen muchas maneras de
concebir la ciudadanía, pues esta definición depende en buena medida del tipo de sociedad y de comunidad política a
la cual se pertenezca. La ciudadanía ha sido entendida, por
ejemplo, como la “cualidad y derecho de ciudadano” y como
“un conjunto de ciudadanos de un pueblo o nación” (rae,
2014: “Ciudadanía”); también se ha referido a la condición
de “natural o vecino de una ciudad”, y a la del “habitante de las
ciudades antiguas o de los Estados modernos, como sujeto de
derechos políticos” (rae, 2014: “Ciudadano”). En otros ámbitos, el nacional y el de la ciudad, la ciudadanía se refiere al
estatus de “ser ciudadano” y a la membresía a una comunidad en donde los ciudadanos son también responsables ante
ésta. En la tradición inglesa, la noción original de ciudadanía, citizenship, y en la tradición francesa, la de citoyenneté,
fueron referidas por los juristas al asunto de la pertenencia,
emparentada ésta con la nacionalidad, y a una condición que
identifica el estatus del ciudadano vinculado al reconocimiento de derechos y obligaciones. De este modo, la noción
original de ciudadanía guarda una relación directa con dos
dimensiones: como vínculo entre personas que tienen algo en
común, sea esto una actividad, un gobierno o una posesión,
y como pertenencia de los individuos a un lugar (ciudad), o
a una comunidad política (Estado, nación).
En términos generales, la ciudadanía trata de una
condición que remite por principio, como se reconoce comúnmente, a derechos y obligaciones, a la plena competencia
de los individuos ante su comunidad, a la existencia de reglas
compartidas y observadas (los principios de la res publica) y a
Ciudadanía
93
c
la vigencia de la igualdad de los individuos ante la ley. Pero
el asunto de fondo de la ciudadanía es el de la inclusión,
y la relación inclusión/exclusión es uno de sus referentes
fundamentales. Quiénes forman parte y quiénes no, es un
tema central que acota y dimensiona la noción. El “nosotros” establece los alcances y los límites de la comunidad; el
“los otros”, la distinción con respecto a otras comunidades y
otras ciudadanías. La pertenencia y la plena competencia de
los individuos se registra y verifica en la capacidad inclusiva
que ofrecen la comunidad, el Estado, el régimen político; en
la capacidad de integrar a los diferentes, así como de distribuir beneficios, de compartir atribuciones, de construir en
común; y se verifica también en la capacidad de los individuos para asumir las exigencias de la vida pública. Refiere a
prácticas y condiciones que, en la doble dirección de dar y
recibir, promueven y afirman idealmente una inclusión integral, que trasciende los contornos de la exclusiva igualdad
individual ante la ley.
En esta perspectiva, el concepto de ciudadanía pone el
acento también en una doble condición, una de orden jurídico-formal y otra de carácter activo-participativo. En el primer
caso, se exalta la condición legal de los individuos ante la ley
y, en el segundo, se remite a un ideal político igualitario; esto
se traduce, por una parte, en el reconocimiento de un estatus,
a través de la ya mencionada relación de pertenencia de los
individuos a una determinada comunidad política, relación
asegurada en términos jurídicos; y, por otra, en la identificación de una práctica política y social, en el ejercicio de
una participación activa de los individuos en la vida pública.
La primera condición refiere al vínculo jurídico que liga
al individuo con el Estado del que es miembro, y se trata, por
tanto, de una condición que le otorga el derecho de tomar
parte en las decisiones mediante el voto, así como la posibilidad de ser votado para su participación en cargos públicos,
es decir, le concede al individuo la capacidad de ejercer los
hoy reconocidos derechos políticos. Ésta es una dimensión
en la que el concepto de ciudadanía se equipara con el de
nacionalidad, y se llega a emplear incluso como sinónimo,
distinguiendo claramente a los que son ciudadanos de los
que no lo son dado que el ejercicio de estos derechos sólo
compete a los ciudadanos, situación que no siempre ocurre
con otro tipo de derechos, como los cívicos, los sociales y los
culturales, que son reconocidos también por algunos Estados
para los extranjeros.
La segunda condición alude a la parte activa de la ciudadanía que involucra la participación de los individuos y los
grupos sociales en los procesos de carácter político y social,
más allá del ejercicio del voto y de la intervención en cargos
públicos; esto es, en las prácticas de la llamada democracia
participativa. Tales prácticas involucran distintos aspectos
referidos a la creación de las condiciones para hacer efectivos los derechos ciudadanos y para hacer valer también
el carácter protagónico de los individuos como miembros
plenamente competentes ante su comunidad política. Esto
supone, por una parte, la existencia de espacios y prácticas
c
94
Ciudadanía
reglamentadas de participación que posibiliten la intervención de los ciudadanos en los asuntos públicos: políticas
públicas, gestión social, agenda social, contraloría ciudadana,
vigencia de derechos, etcétera. Y, por otra, poner de relieve
la aspiración inherente al concepto de ciudadanía, de generar la igualdad de condiciones entre los distintos miembros
de la comunidad para el ejercicio de sus derechos, de modo
que éstos no sean desconocidos o desvirtuados por situaciones de desventaja o vulnerabilidad, y de evitar entonces
la exclusión política, económica, social y cultural. En este
último sentido, más recientemente, la ciudadanía ha sido
definida también de manera extensa como la lucha de los
individuos y los actores por la reducción de las exclusiones
(San Juan, 2003), y como “conjunto de prácticas (jurídicas,
políticas, económicas y culturales) que definen a toda persona como miembro competente de su sociedad, y que son
consecuencia del flujo de recursos de personas y grupos sociales de dicha sociedad” (Turner, 1993a: 2). Esta definición:
[…] enfatiza la idea de práctica en orden a evitar una
definición netamente jurídica de ciudadanía como
una mera colección de derechos y obligaciones [...]
sitúa el concepto adecuadamente en torno a la desigualdad, diferencias de poder y clase social, porque
la ciudadanía está inevitablemente ligada con el problema de la inequitativa distribución de recursos en
la sociedad (2-3).
De este modo, la ciudadanía ha sido referida a diversas
condiciones y ha sido objeto de diversas acepciones. Se le
ha concebido, señala Charles Tilly (1996), como categoría,
que refiere a un conjunto de actores agrupados por un criterio común; como vínculo, en tanto relación en la que los
participantes de una comunidad comparten experiencias de
memoria, derechos, obligaciones, responsabilidades y concepciones de vida; como identidad, que se construye como
resultado de experiencias políticas o vivenciales en común,
o como un rol, que refiere a distintos vínculos asignados o
referidos a un actor particular.
Historia, teoría y crítica
El concepto de ciudadanía tiene una larga historia en la tradición occidental, que se reconoce en una doble raíz: la griega
y la latina. Es de corte más bien político, en el primer caso, y
de carácter más jurídico, en el segundo. De ella han emanado diversas escuelas y tendencias teórico-políticas que hasta
nuestros días se expresan en las dos principales tradiciones
vigentes: la liberal y la republicana.
La ciudadanía, entendida como una relación política, es
decir, como vínculo entre el individuo y la comunidad política
de pertenencia, es una idea presente tanto en los griegos como
en los latinos; sin embargo, existen diferencias sustantivas
entre ambas concepciones pues el carácter del vínculo y sus
implicaciones en la vida política fueron y son hasta hoy, en
las tradiciones derivadas, muy distintos. Los griegos ponen
el énfasis en la participación directa de los ciudadanos en la
vida política, mientras que los romanos formulan la participación mediante la representación.
En la concepción griega, los individuos, en tanto parte dinámica de la comunidad política, debían participar de
manera activa y propositiva en su seno; no se podía ser ciudadano sin ocuparse de las cuestiones públicas y sin invertir
tiempo y dedicación en los asuntos del bien común, el cual
era parte de la construcción ciudadana y a él se dedicaban
importantes esfuerzos. La vida privada ocupaba un plano secundario y la vida pública era la parte constitutiva de la polis.
Entre los atenienses, la mejor vía para atender los asuntos
públicos era mediante la deliberación, el debate abierto y
el intercambio de ideas y posiciones en el ágora, que era el
centro de la vida pública.
En la cultura griega la ciudadanía estuvo muy ligada también a la virtud; el ciudadano no era sólo un individuo activo
y participativo, sino también un ser virtuoso, consciente, preocupado por la comunidad, por el bienestar de los otros y por la
construcción del bien común; de ahí que únicamente se podía
ser virtuoso si se tomaba parte en la política y se participaba
en el ámbito público. Lo político significaba, igualmente, que
todos los problemas y los asuntos públicos se trataban por
medio de la palabra y de la persuasión; la fuerza y la violencia, así como las modalidades despóticas, eran consideradas
formas prepolíticas que sólo se empleaban al margen de la
polis, en el hogar o en el seno de la familia (Arendt, 2001).
Para Aristóteles, “sólo el hombre entre los animales tiene
lógos” (palabra) (1986: 24) y por eso puede, mediante ésta,
manifestar lo justo y lo injusto, lo conveniente y lo perjudicial.
Para él, el ciudadano poseía una doble categoría: distinguía
al “ciudadano en sentido absoluto” de los “ciudadanos degradados o desterrados”; el primero era el que tenía el derecho
de participar en el poder deliberativo o judicial de la ciudad,
y el que por ello estaba exento de “los trabajos necesarios de
la vida” (116); en tanto que los otros eran ciudadanos con
restricciones, que tenían a su cargo la realización de todos los
trabajos relacionados con la provisión de los bienes materiales necesarios para la vida, ya fuesen tareas de producción o
de distribución. De ahí que el término ciudadano en estricto
sentido quedaba reservado a “quien tiene parte en los honores públicos” (117), y la ciudad era concebida por él como
“el cuerpo de ciudadanos capaz de llevar una existencia autosuficiente” (109).
Otro aspecto relevante sobre la ciudadanía en la tradición griega lo constituye la creación de la ciudad-Estado,
que significó la institucionalización de la vida pública frente
a las formas naturales de organización, como el hogar (oikia)
y la familia; y con ésta, la concreción del reconocimiento de
la capacidad del hombre, exaltada por los griegos, de organizarse políticamente. En este reconocimiento subyacía la
consideración, apuntada por Aristóteles, en relación con
que el ser ciudadano significaba también el ser gobernante y
súbdito a la vez; esto quiere decir que el ciudadano tomaba
parte en los asuntos públicos en una doble dimensión: en la
deliberación de los asuntos de la polis, como autoridad, y en el
reconocimiento de la necesidad de obedecer y observar las resoluciones establecidas previamente por otros. En esto radica
lo sustantivo de la noción aristotélica; en que los ciudadanos
participan y toman decisiones, pero también están obligados a respetar y obedecer las limitaciones que les impone el
gobierno, dado que han sido ellos mismos quienes han participado en el establecimiento de ese gobierno y de esas leyes.
Los alcances de esta noción han sido relevantes y han
trascendido hasta nuestros días; sin embargo, vale la pena
señalar también al menos dos de las principales críticas que
se le han hecho. Éstas se refirieren al carácter restringido de
la misma, al considerar dentro de esta condición únicamente
a los varones, adultos e hijos de padre y madre atenienses; es
decir, estaba reservada a las personas que gozaban de cierto
estatus y representaba una situación virtual de privilegio, de
la que estaban excluidas las mujeres, los niños, los extranjeros
y los esclavos. Esto hacía de la ciudadanía una noción que en
última instancia poseía un carácter fuertemente excluyente.
La otra consideración crítica que dificulta su vigencia en
la actualidad, se refiere a la circunstancia de que la democracia directa que emana de ella es una modalidad posible
únicamente en comunidades reducidas, donde las prácticas
pueden llevarse a cabo cara a cara en ejercicios de asamblea,
lo cual escapa a las condiciones de masividad de las sociedades contemporáneas.
La tradición romana avanza en un sentido distinto de
la ateniense, y radica principalmente en que ser ciudadano
en Roma significaba actuar bajo la ley y, por lo tanto, ser
protegido por la misma a lo largo y ancho del territorio del
Imperio; significaba también ser miembro de una comunidad que compartía la ley y que podía identificarse, o no, con
una comunidad territorial (Cortina, 2003). La ciudadanía
se convierte, en el Imperio romano, en un estatuto jurídico
en el que se reconocen y demandan ciertos derechos y no
existe una exigencia manifiesta de cumplir con obligaciones
respecto a la ciudad. De este modo hay un tránsito del zóon
politikón de Aristóteles al homo legalis romano; del ciudadano
participativo de los griegos al ciudadano protegido y representado de los latinos.
La extensión adquirida por el Imperio romano hasta
diversos y lejanos pueblos conquistados, sin duda, contribuyó a que la noción y circunstancia de ciudadano en esta
cultura se circunscribiera a un reconocimiento jurídico y a
una protección legal. Este reconocimiento se daba mediante
tratados y decretos, y no era necesario haber nacido en sus
dominios para obtenerlo y tampoco gozar de propiedades o
de cierta fortuna. El concepto de ciudadano se fundaba en el
derecho de actuar dentro del sistema jurídico y de la ley, en
donde participaban todos los habitantes de Roma, incluidas
las mujeres. Los habitantes de los pueblos conquistados se
convertían en ciudadanos del Imperio, por lo cual se dio una
integración masiva que se reconocía en términos jurídicos
pero que operaba también en términos socioeconómicos. La
Ciudadanía
95
c
capacidad de inclusión de la ciudadanía romana funcionó de
forma semejante a como opera el concepto de nacionalidad,
es decir, mediante la incorporación de todos los habitantes
en un marco legal común.
Bajo el Imperio romano, la calidad de ciudadano era
otorgada por la clase gobernante, así como los privilegios
emanados de ésta, que eran a su vez un medio a través del cual
los gobernantes mantenían el control sobre sus gobernados
y obtenían de éstos el apoyo hacia el Imperio. Mediante este
mecanismo se estableció en Roma una jerarquía timocrática
(basada en función de la propiedad), en donde los ciudadanos eran clasificados de acuerdo con jerarquías de órdenes y
clases. Esta jerarquía se estructuró teniendo en la cima a los
ciudadanos de primera clase, los patricios, que eran, como se
sabe, la clase gobernante; y en la base social a los plebeyos,
que gozaban de derechos restringidos, económicos y legales.
Los plebeyos podían mejorar su condición y aumentar sus
privilegios con su participación en las guerras en defensa del
Imperio. Después de ellos estaban los esclavos, excluidos de
todo reconocimiento ciudadano y de todo privilegio.
La ciudadanía no estaba basada en un contenido político
participativo, sino en un vínculo jurídico que implicaba el sometimiento al derecho romano y a sus leyes; de ahí que esta
noción se despojó en buena medida de su contenido político
y activo y adquirió un carácter más bien pasivo y legal. El
ciudadano romano, a diferencia del griego, no tenía noción
de sus derechos individuales y no gozaba de plena libertad;
estaba más bien regulado, dirigido y protegido por la ley. No
obstante, en la legislación romana se dieron las bases para el
reconocimiento de los derechos políticos (recuperados más
adelante por la Ilustración), derivados de la instauración del
sistema de elecciones con el que operó posteriormente la República: el derecho a votar (ius sufragii) y a ser votado para los
cargos públicos (ius honorum). Aquí se erigen los principios
del liberalismo y del sistema de representación.
Estos principios fueron recuperados en los siglos xvii y
xviii en los albores de la sociedad capitalista y al calor de las
revoluciones inglesa, norteamericana y francesa. Fue la época de la expansión de la tradición iusnaturalista, en la que
se clamaba por la construcción de una modalidad de Estado
capaz de defender y proteger la vida, la integridad y la propiedad de sus miembros; de ella emergió el Estado nacional
moderno, en el seno del cual toma forma la concepción liberal de ciudadanía que conocemos hasta nuestros días. En el
Estado moderno, los ciudadanos son los miembros de pleno
derecho, es decir, los que forman parte de este Estado porque
adquieren la nacionalidad, entendida como el estatuto legal
por medio del cual una persona afirma su pertenencia a un
Estado determinado. La adscripción a éste se daba por dos
vías: la residencia (ius soli) y el nacimiento (ius sanguinis), y
esta adscripción significaba la obtención de la ciudadanía
legal, sustentada en la nacionalidad, que otorgaba derechos
y beneficios al ciudadano a cambio de la aceptación del sometimiento de éste a la coacción del Estado.
c
96
Ciudadanía
El concepto liberal moderno de ciudadanía tuvo su origen en las ideas de la Ilustración francesa, que tuvieron como
punto de partida la defensa de la emancipación y libertad del
individuo, y la crítica a la concentración del poder, los abusos
y la corrupción del régimen monárquico. Defendían la idea
de un Estado regido por leyes y no por decisiones arbitrarias,
y cuestionaban profundamente la condición del súbdito, en
tanto sujeto oprimido por las condiciones de la monarquía
y sometido a la voluntad del monarca. En contraposición al
súbdito, exaltaban la concepción del ciudadano como individuo sujeto de derechos y capaz de tomar decisiones en el
marco de las leyes del Estado.
La construcción de la legalidad constituía para ellos una
meta universal, que debía establecer las condiciones de la convivencia del Estado y los derechos ciudadanos, y debía también
ser igual para todos los miembros de éste. Los principios de
libertad e igualdad adquirían sentido y vigencia únicamente
en el marco de las leyes. Voltaire consideraba que la libertad se
alcanzaba cuando se dependía únicamente de las leyes, y para
Montesquieu tal libertad se conseguía mediante el conocimiento que los individuos tuvieran de la legislación; por otra
parte, las leyes protegían los derechos ciudadanos, los cuales
eran la condición para hacer posible la libertad de los individuos. En cuanto a la igualdad, ésta era identificada en distintos
planos por los ilustrados; para Montesquieu, la igualdad se
situaba básicamente en el ámbito de la legalidad, donde las
leyes eran iguales para todos; en tanto que para Rousseau, la
igualdad se expresaba en el derecho de todos los ciudadanos
a la propiedad. Para este último, el derecho de cada individuo
sobre su tierra se relaciona directamente con el propio trabajo; hacer producir la tierra es el medio para poseerla, pero
este derecho está supeditado al derecho de toda la comunidad
sobre el territorio. En El contrato social, Rousseau planteó la
posibilidad de una distribución y una organización comunal
de la tierra en la que el interés de la comunidad estuviera por
encima del interés individual.
Los principios de libertad e igualdad de la Ilustración
fueron la base para la redacción de la Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano, emanada de la Revolución francesa de 1789, en donde se asienta, en al artículo
4º, que: “La libertad consiste en poder hacer todo lo que no
daña al otro” (ddhc). La libertad manifiesta coincide aquí
con la igualdad implícita reconocida en el hecho de que el
“no dañar al otro” significa que todos, sin distinciones, poseen
los mismos derechos. Se establecen también los derechos
de ciudadanía, entendidos como la igualdad ante la ley y la
ratificación de los “derechos naturales” de libertad, de propiedad y de seguridad por parte del Estado. Sin embargo,
pese a su sentido de inclusión, la idea del ciudadano que
emergió de la Revolución francesa reconoció al menos tres
exclusiones: la de los extranjeros, la de los no propietarios y
la de las mujeres; esto dio lugar a una diferenciación y a una
desigualdad en la condición del ciudadano en Francia, al reconocerse ciudadanos activos (los propietarios) con derecho
al voto, y ciudadanos pasivos, sin acceso a este derecho. Así la
propiedad se convirtió en una condición indispensable de la
ciudadanía liberal plena. La ausencia de esta condición implicó el reconocimiento únicamente de los derechos civiles
para todos y excluyó a los desposeídos y a las mujeres de los
derechos políticos, con lo que el principio de igualdad quedó
restringido a una parte de la población adulta.
En sintonía con esta tradición liberal, tenemos ya en el siglo
xx los aportes del inglés Thomas Humphrey Marshall, quien
se ha convertido en uno de los referentes obligados de la concepción de ciudadanía. En su conocida obra Citizenship and
Social Class, concibe la ciudadanía básicamente como la posesión de derechos, aunque desde una perspectiva amplia que lo
coloca, junto a Rawls y Dworkin, dentro del liberalismo igualitario, promotor de la justicia distributiva y de las políticas de
bienestar social. Marshall fue un defensor de la vida civilizada
y entendía por esto, fundamentalmente, “el ser admitido como
parte de la herencia social, lo cual implica la completa aceptación como miembro pleno de derechos de una sociedad, esto
es, como ciudadano” (1965: 76). Su concepción lleva implícito
el reconocimiento de una verdadera igualdad en la condición
ciudadana que subyace tras la desigualdad económica y social,
real característica de la sociedad de clases. Su definición tiene
que ver básicamente con el tipo de vínculo que define la membresía de un individuo con su comunidad; la ciudadanía es así,
“un estatus conferido a los miembros de pleno derecho de una
comunidad. Todos los que poseen este estatus son iguales con
respecto a los derechos y deberes, a través de los cuales, éste es
conferido” (92).
Para Marshall, la ciudadanía es una condición que se
desarrolló en perspectiva histórica y que adquirió en el siglo
veinte una triple dimensión, al ser constituida por tres componentes sustantivos acuñados a lo largo de tres siglos: el civil
(derechos civiles, siglo xviii), el político (derechos políticos,
siglo xix) y el social (derechos sociales, siglo xx). Cada una
de estas dimensiones estaba acompañada de la creación de
las instituciones encargadas de hacerlos valer. La dimensión
civil está constituida por los derechos indispensables para el
pleno reconocimiento y el ejercicio de la libertad individual:
la libertad de expresión, de pensamiento, de profesar el culto
religioso de elección, así como el derecho de propiedad, el de
establecer contratos y el derecho a la justicia. Las instituciones
directamente vinculadas al ejercicio de estos derechos son los
tribunales de justicia. La dimensión política comprende el derecho de los individuos a tomar parte en el ejercicio del poder
político, a votar y a ser votado, sea esto “como miembro de
un cuerpo investido de autoridad política, o como elector
de sus miembros” (79). Las instituciones correspondientes
son “el parlamento y las juntas del gobierno local” (79). Y la
dimensión social, la más extensa, se refiere a un abanico muy
amplio que comprende desde “el derecho a la seguridad y a
un mínimo de bienestar económico” (79), hasta el derecho de
“compartir plenamente la herencia social y vivir la vida de un
ser civilizado conforme a los estándares predominantes en la
sociedad. Las instituciones relacionadas son, en este caso, el
sistema educacional y el de servicios sociales” (79). De acuer-
do con la concepción de Marshall, cada individuo debe ser
tratado como un miembro de pleno derecho de una sociedad
de iguales, y la mejor forma de asegurar la pertenencia de los
individuos a su comunidad consiste en otorgar un número
creciente de derechos de ciudadanía (Kymlicka y Norman,
1994). De este modo, es a través de los derechos expandidos
que la ciudadanía adquiere pleno sentido.
Dentro de la tradición liberal, la concepción de Marshall
abre el espectro a una ciudadanía más plena, que supera con
mucho a la ciudadanía civil y política; sin embargo, desde las
tradiciones marxistas y conservadoras ha sido cuestionada
por el hecho de no incluir en esta perspectiva a los derechos
económicos y culturales, así como al derecho de participación
activa en los asuntos públicos, indispensables para el ejercicio
de una condición realmente plena de ciudadanía. Igualmente, el concepto de Marshall ha sido objeto de otras críticas
relevantes, como es la ausencia de una explicación política y
social acerca de cómo se da el proceso de expansión de derechos en la sociedad de clases y en el marco de la tensión
permanente entre capitalismo y democracia. Este autor ubica
esta expansión a través de la asignación progresiva de derechos mediante la política del Estado de bienestar, pero no
considera el papel de las clases y de los movimientos sociales
en este proceso. De la misma manera, en su visión no resulta
claro el papel de la ciudadanía ante el modo de vida capitalista; falta precisión con respecto a si la ciudadanía contradice
al capitalismo al suponer la redistribución de la riqueza sobre la base de la necesidad; si la ciudadanía únicamente es
una tensión permanente ante el capitalismo atemperando el
impacto del mercado, o bien, si la ciudadanía contribuye a
apoyar al capitalismo al inhibir las contradicciones mediante
la integración de la clase trabajadora al sistema, a través del
Estado de bienestar (Turner, 2001).
En una perspectiva semejante se encuentra la visión de
Rawls (1996), quien parte de la idea de que la justicia tiene
primacía sobre el bien y, por tanto, los derechos individuales no pueden sacrificarse por el bien común; asimismo, los
principios de justicia que establecen esos derechos no pueden
ser impuestos por ninguna concepción particular de la vida
buena. Para este autor, el Estado es neutral ante las distintas
concepciones de vida de los ciudadanos, y éstos deben guiarse
en su vida cotidiana por los principios de justicia y establecer
una clara diferencia entre los asuntos privados y los públicos.
De aquí que el ser ciudadano signifique “adoptar una cierta
perspectiva de justicia frente al mundo y gobernar el propio
comportamiento de acuerdo a los principios derivados de
ella” (Miller, 1997: 75). Consiste además “en verse a sí mismo como uno entre muchos individuos libres e iguales y en
reconocer que la sociedad política a la que pertenece tiene
que ser gobernada por principios aceptados por todos” (75).
Así, el ciudadano es el que suscribe un conjunto de principios
mediante los cuales rige su vida cotidiana, y es quien reconoce
a los otros como agentes morales, libres e iguales, racionales
y razonables (Rawls, 1996). En abierta diferenciación con
los republicanos, Rawls no considera importante que existan
Ciudadanía
97
c
ciudadanos participativos; esta cualidad sólo es relevante en
la medida en que contribuya a proteger los derechos y las
libertades básicas de las personas.
En contraposición con el liberalismo distributivo y con el
Estado de bienestar, surgió también en la segunda mitad del
siglo xx otra tendencia dentro de esta tradición, reconocida
como liberalismo libertario (o la nueva derecha), de la que
forman parte autores como Hayek, Nozick, Fullinwinder y
Mead. Entre éstos existe la visión de que la ciudadanía, más
que estar sustentada en los derechos, debe estar orientada a
fortalecer sus obligaciones, principalmente en la esfera privada. Los individuos son los principales responsables de su
bienestar y del de su familia, y deben por ello tomar un papel
activo para llevar a la práctica sus deberes sociales. Para esta
tendencia, la ciudadanía consiste básicamente en el derecho
a tener o asumir responsabilidades y obligaciones; y es necesario fomentar en los ciudadanos, además de los derechos,
la responsabilidad de ganarse la vida, la autosuficiencia y una
ética del trabajo. Ésta es una visión emparentada directamente con el régimen neoliberal.
En una perspectiva muy distinta a las anteriores se ubican
los autores republicanos, que constituyen toda una tradición
proveniente de la cultura griega y, en particular, de la escuela aristotélica. Actualmente existen al menos dos tendencias
claramente diferenciadas: la del republicanismo liberal y
la del republicanismo cívico o comunitarista. La primera
sostiene que la participación y el compromiso ciudadano
poseen un carácter instrumental en la medida en que colocan a los ciudadanos en la posición de defender sus derechos
y de contener la corrupción de los gobiernos; estas ideas se
sustentan en pensadores clásicos como Maquiavelo, Tocqueville, Jefferson y Harrington, y que han sido recuperadas más
recientemente por autores como Skinner, Pettit y Sunstein.
La segunda tendencia es la que se deriva más claramente del
pensamiento aristotélico, destacando que la participación
política y las virtudes cívicas son un valor en sí mismas y representan auténticas cualidades ciudadanas que es importante
exaltar, al igual que las identidades comunitarias. En esta
tendencia destacan autores como Arendt, Sandel y Taylor.
La característica sustantiva de esta tradición consiste
en poner de relieve al ciudadano como alguien más que un
simple elector, como un participante activo y responsable
que, mediante su participación, ejerce sus derechos al mismo
tiempo que sus obligaciones y compromisos con la sociedad
de la que forma parte. La participación política es entendida
por esta corriente como la intervención de los individuos en
la res publica, esto es, en las distintas tareas de orden público que atañen a los cargos, las políticas y la organización de
la sociedad. Los republicanos consideran que las elecciones
son necesarias, pero no suficientes, y que los ciudadanos deben participar en el control de los procesos electorales y en
la vigilancia de los representantes, para lo cual deben acudir
a otras modalidades de hacer política como lo son las asambleas, los referendos, las consultas públicas, la deliberación
y la movilización. De este modo, se defiende una idea fuer-
c
98
Ciudadanía
te de la democracia y una concepción activa de ciudadano,
que reconoce a la ciudadanía más como una práctica y un
ejercicio que como un mero estatus pasivo; el ciudadano no
es únicamente un receptor de derechos sino un ejecutor,
promotor y defensor de los mismos. Estos planteamientos
suponen la existencia de un nuevo modelo de democracia,
una democracia participativa, sustentada en la deliberación,
la intervención y el vínculo estrecho entre la ciudadanía, la
esfera pública y las decisiones políticas.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
Más recientemente las dos tradiciones clásicas sobre ciudadanía han sido recuperadas por diversos autores, en versiones
complejas, que responden a las características de las sociedades contemporáneas. Por una parte, tenemos a O’ Donnell,
emparentado con Marshall pero con un énfasis republicanista, que defiende la idea de ciudadanía integral y considera que
para que los ciudadanos puedan tener acceso a los derechos
elementales, cívicos y políticos, es indispensable que cuenten
con un mínimo de condiciones económicas y sociales —los
derechos sociales— para que puedan ejercer su capacidad de
agencia, esto es, su cualidad de participación en las decisiones de la vida pública (2004). De este modo, es defensor de
la ciudadanía integral, en relación a la cual advierte que “los
individuos tienen derecho a al menos un conjunto básico
de derechos y capacidades (sociales, civiles y políticos) para
funcionamientos que son consistentes con, y consecuentemente facilitadores de, su agencia” (2004: 45). Por otra parte,
este autor se sitúa en el centro del debate sobre ciudadanía
pasiva y activa al considerar que ésta, en realidad, posee una
naturaleza combinada; por una parte es activa, en relación a
los derechos políticos y al régimen democrático, y por otra
es pasiva, en relación a que es adscriptiva y otorgada desde
el Estado, como nacionalidad. En una perspectiva distinta se
encuentra Turner (citado al inicio de este texto), más cercano
al republicanismo, quien pone de relieve el aspecto participativo de la ciudadanía al destacar la participación política
y las obligaciones del ciudadano con la comunidad; pero la
participación a la que él alude es toda aquella que tiene que
ver con la vida de la comunidad, no únicamente la inscrita
en el ámbito político, de ahí que se trate de una participación
integral, relacionada con el conjunto de relaciones entre la
ciudadanía y la sociedad, entendidas éstas como un todo. En
este sentido, la ciudadanía, para Turner,
[...] tiene que ver con derechos y obligaciones, por un
lado frente al Estado, y, por otro, su responsabilidad
frente y para con la comunidad. Esta noción incluye
un conjunto de prácticas que constituyen a los individuos como miembros competentes de su comunidad,
expresando un paquete de prácticas sociales, legales,
políticas y culturales. Por otra parte, estas prácticas lo
constituyen más que definen al ciudadano, que con
el tiempo llegan a institucionalizarse como arreglos
sociales normativos que determinan la membresía a
la comunidad (1993a: 3).
El enfoque de este autor resulta importante y sugerente
porque, al poner el acento en las prácticas sociales, reconoce
que la ciudadanía puede ser generadora de solidaridad, pero
también de conflictos al crear expectativas sobre la distribución que no se cumplen y al propiciar prácticas sociales
—movimientos— que luchan por acceder a los recursos. De
aquí surge el cuestionamiento acerca de si existe una sola
forma de ciudadanía o formas diversas ubicadas en contextos históricos y sociales distintos. Turner admite, incluso, que
las diversas formas de ciudadanía pueden generarse desde
arriba o desde abajo y ser activas o pasivas, o desarrollarse
en el espacio público o en el privado (1993a: 8-9), con lo
cual la diversidad se amplía. Él reconoce también que en las
sociedades contemporáneas han surgido distintas formas de
ciudadanía que han evolucionado bajo diferentes circunstancias de modernización política y social. Con estas precisiones
abre un espectro amplio de indagación sobre la multidimensionalidad de la ciudadanía.
Otra vertiente interesante es la que propone Chantal
Mouffe, reconocida promotora de la democracia radical y
defensora de la tradición republicana. Esta autora sitúa la
problemática de la ciudadanía en el terreno de lo político y
en el marco de la comunidad política, entendida ésta como
un modo de asociación política que, aunque no postule
la existencia de un bien común sustancial, sí reconoce la
existencia de un “vínculo ético que crea un lazo entre los
participantes de la asociación” (Mouffe, 1999: 96). De esto
deriva una idea de ciudadanía entendida sustancialmente
como “la identidad política que se crea a través de la identificación con la respublica” (101), es decir, ya no se trata
de un estatus legal sino de un tipo de identidad. “Es una
identidad política común de personas que podrían comprometerse con muchas empresas diferentes de finalidad y
que mantengan distintas concepciones del bien, pero que
en la busca de sus satisfacciones y en la promoción de sus
acciones aceptan el sometimiento a las reglas que prescribe
la respublica” (101). Y enfatiza la naturaleza del vínculo: “Lo
que los mantiene unidos es su reconocimiento común de
un conjunto de valores ético-políticos” (101). Esto consiste
en un principio de articulación que afecta a las diferentes
posiciones subjetivas del agente social, pero reconociendo
la existencia de una pluralidad de lealtades específicas y el
respeto también a la libertad individual. Lo relevante de
esta visión está en el reconocimiento de las diferencias que
integran la comunidad, individuos y comunidades diversas
y en su adscripción, desde la diversidad, de intereses e identidades particulares a la comunidad política. Para Mouffe lo
importante radica en que “se tomen en cuenta las diferentes
relaciones sociales y las distintas posiciones subjetivas que
son pertinentes: género, clase, raza, etnicidad, orientación
sexual, etcétera” (103).
Finalmente, otro autor contemporáneo significativo es,
sin duda, Will Kymlicka, quien, partiendo del reconocimiento del fenómeno de la diversidad cultural existente en
las sociedades contemporáneas, ha distinguido dos tipos de
Estados multiculturales: los “Estados multinacionales”, en
lo que la diversidad cultural surge de la incorporación de
culturas que anteriormente poseían gobierno propio y estaban concentradas territorialmente en un Estado mayor,
y los “Estados poliétnicos”, en los que la diversidad cultural
proviene de la inmigración individual y familiar (Kymlicka,
1996). El autor advierte que tales circunstancias han sido
generadoras de formas de violencia y discriminaciones interétnicas e interculturales, y que es necesario por tanto admitir
la existencia de una ciudadanía diferenciada “cuando en una
sociedad se reconocen los derechos diferenciados en función
del grupo, en donde los miembros de determinados grupos
se incorporan a la comunidad política no sólo en calidad de
individuos, sino también a través del grupo, y sus derechos
dependen, en parte, de su propia pertenencia al grupo” (240).
Esta reflexión da lugar a la identificación de tres conjuntos
de derechos que constituyen la ciudadanía diferenciada:
derechos de autogobierno, derechos poliétnicos y derechos
especiales de representación. Con esto, el aporte de Kymlicka
aborda una de las principales problemáticas de las sociedades
contemporáneas: la multiculturalidad, y pone el énfasis en la
reflexión sobre uno de los principales retos para el reconocimiento de las ciudadanías actuales.
Bibliografía
Aristóteles (1986), Política, Madrid: Alianza.
Arendt, Hanna (2001), La condición humana, Barcelona: Paidós.
Cortina, Adela (2003), Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de
la ciudadanía, Madrid: Alianza.
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (s.f.), en Wikipedia. Disponible en: <http://es.wikipedia.
org/wiki/Declaraci%C3%B3n_Universal_de_los_Derechos_Humanos>.
rae: Real Academia española (2014), “Ciudadanía”, Diccionario
de la lengua española, 23a ed. Disponible en: <http://lema.
rae.es/drae/?val=ciudadan%C3%ADa>.
_____ (2014), “Ciudadano”, Diccionario de la lengua española, 23a
ed. Disponible en: <http://lema.rae.es/drae/?val=ciudadan%C3%ADa>.
Jelin, Elizabeth (1993), “¿Cómo construir ciudadanía? Una visión
desde abajo”, European Review of Latin America and Caribbean Studies, núm. 55, pp. 21-37.
Kymlicka, Will (2004), Ciudadanía multicultural [1996], Barcelona: Paidós.
Kymlicka, Will y Wayne Norman (1994), “Return of the Citizenship: A Survey of Recent Work on Citizenship Theory”,
Ethics, núm. 104, pp. 257-289.
Marshall, Thomas Humphrey (1965), Class, Citizenship and Social
Development, New York: Doubleday and Company.
Marshall, Thomas Humphrey y Tom Bottomore (1998), Ciudadanía y clase social, Madrid: Alianza.
Mead, Lawrence (1986), Beyond Entitlement: The Social Obligations
of Citizenship, New York: The Free Press.
Ciudadanía
99
c
Miller, David (1997), “Ciudadanía y pluralismo”, Ágora, núm.
7, pp. 73-98.
Mouffe, Chantal (1999), El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radical, Barcelona: Paidós.
Nozick, Robert (1990), Anarquía, Estado y Utopía, Buenos Aires:
Fondo de Cultura Económica.
O’ Donnell, Guillermo (2003), Democracia, desarrollo humano y
ciudadanía. Reflexiones sobre la calidad de la democracia en
América Latina, Rosario, Argentina: Homosapiens Politeia.
_____ (2004), “Notas sobre la democracia en América Latina”, en
La democracia en América Latina. Hacia una democracia de
ciudadanos y ciudadanas. El debate conceptual sobre la democracia, Buenos Aires: Programa de las Naciones Unidas para el
Desarrollo, pp. 11-82.
Pettit, Philip (1999), Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y
el gobierno, Barcelona: Paidós.
Przeworski, Adam (1988), “El Estado y el ciudadano”, Política y
gobierno, vol. 5, núm. 2, pp. 341-379.
Rawls, John (1996), Liberalismo político, México: Fondo de Cultura Económica.
San Juan, Carlos (2003), La ciudadanía como instrumento para el
análisis [mimeo], México.
Sandel, Michael, ed. (1984), Liberalism and its Critics, New York:
New York University Press.
Skinner, Quentin (1990), “La idea de libertad negativa: perspectivas
filosóficas e históricas”, en Richard Rorty, J. B. Schneewind y
Quentin Skinner (comps.), Filosofía de la historia: ensayos de
historiografía de la filosofía, Barcelona: Paidós, pp. 227-259.
Taylor, Charles (1990), “Modes of Civil Society”, Public Culture,
núm. 1, pp. 95-118.
_____ (2003), Multiculturalismo y la “política del reconocimiento”, Sevilla: Fondo de Cultura Económica.
Tilly, Charles (1996), “Citizenship, Identity and Social History”,
en Charles Tilly (ed.), Citizenship, Identity and Social History,
New York, Cambridge: Cambridge University Press (International Review of Social History Supplements), pp. 1-17.
Turner, Bryan (1993a), “Contemporary Problems in the Theory of
Citizenship”, en Citizenship and Social Theory, London: Sage
Publications, pp. 1-18.
_____, ed. (1993b), Citizenship and Social Theory, London: Sage
Publications.
_____ (2001), “The Erosion of Citizenship”, The British Journal of
Sociology, vol. 52, núm. 2, pp. 189-210.
Von Hayek, Friedrich A. (1961), Los fundamentos de la libertad, Valencia: Fomento de Cultura.
c
100
Ciudadanía liberal
CIUDADANÍA LIBERAL
Ana Luisa Guerrero Guerrero
Definición
El concepto ciudadanía liberal está compuesto por dos nociones conceptuales: una idea sustantiva —ciudadanía—,
y otra que la adjetiva, otorgándole un carácter específico y
determinante —liberal—. La primera surge y se constituye
a través de la adscripción del individuo a una comunidad,
ya sea por haber nacido en ella (ius solis) o por mantener lazos de ascendencia y de consanguinidad con sus miembros
(ius sanguinis), con lo que adquiere el estatus de ciudadano
y el reconocimiento de su membresía; tal condición de ciudadanía conlleva una dimensión jurídica que reconoce sus
deberes y derechos. De esta forma, la ciudadanía se encuentra
regulada por los distintos códigos jurídicos de los diferentes
Estados-nación. Ahora bien, con relación al adjetivo liberal,
su referente teórico está delimitado por el liberalismo, que
es un término que lejos de significar una sola teoría política
y filosófica, amén de una económica, supone una serie de valores que no pueden ser enlistados de manera total sin que se
contribuya a su mayor ambigüedad y confusión.
Por ello, sin pretender agotar los sentidos del concepto
mismo, podemos entender a la ciudadanía liberal como una
condición civil y política del individuo que el Estado protege,
el cual se comprende con ciertas funciones que no traspasan
los derechos de sus ciudadanos, por ejemplo, sus libertades
de opinión, consciencia, culto, expresión, tránsito, acceso a
tribunales de justicia, proyecto de felicidad, seguridad y propiedad, así como a sus derechos políticos.
Se puede decir, por lo tanto, que la ciudadanía liberal
remite a la relación del individuo, poseedor de derechos inalienables, con el poder establecido llamado Estado-nación.
De ahí que la ciudadanía liberal se distinga también de otros
conceptos de ciudadanía occidentales y modernos, por ejemplo, del correspondiente a la ciudadanía social que se inscribe
en un modelo de Estado intervencionista y planificador que,
a diferencia del liberal, participa activamente en la puesta en
marcha de los derechos que no podrían ser objeto de políticas públicas sin su injerencia como los derechos al trabajo,
la salud, la educación y la vivienda, los cuales requieren más
presencia del Estado y no podrían llevarse a cabo mediante la intromisión mínima que presupone el modelo liberal.
La ciudadanía liberal tiene que ver tanto con la concepción de una forma de vida enmarcada por las libertades
individuales, como también con las libertades y derechos
que protegen la vida política, es decir, con los derechos del
ciudadano a ser elegido para ocupar funciones de gobierno y
representar a sus conciudadanos, o bien, el derecho de elegir
libremente a sus representantes.
Históricamente, la ciudadanía liberal se diferencia de
la ciudadanía perteneciente a otros momentos históricos
porque sus orígenes son modernos, situados en un contorno social que favorece la práctica política que tanto en la
Grecia clásica como en la etapa perteneciente al republicanismo renacentista no se observó, pues en tales ciudadanías
la participación en asuntos públicos se ejerció desde el interés colectivo y no en consideración de los intereses de los
individuos, como es el caso de la ciudadanía liberal. En este
tipo de ciudadanía, los derechos políticos coexisten con la
dimensión de los derechos del individuo a una vida o ámbito
privado protegido y respaldado por la fuerza del Estado. Por
eso se dice que a los teóricos de la tradición —como Platón,
Aristóteles o Santo Tomás— les resultaría inconcebible la
valoración positiva de la separación de la vida pública del
ciudadano para cultivar ese espacio en el que tiene lugar la
realización personal, sin que por ello su calidad de ciudadanía se pierda o se vea descalificada.
La ciudadanía liberal presenta una tensión entre la vida
pública y la privada, a pesar de que las prácticas políticas
protejan la libertad personal y sus derechos específicos, pues
el antagonismo, la pluralidad y el conflicto son parte de ella.
Para sintetizar lo dicho anteriormente, la ciudadanía liberal forma la identidad colectiva fincada en el “nosotros”, en
cuanto conjunto de ciudadanos de una nación, y que son los
sujetos tutelados por el Estado moderno, mínimo o liberal, el
cual administra política y jurídicamente el territorio en el que
se desarrolla el “nosotros” como una nación y cuya estructura favorece el imaginario de una misma trayectoria histórica
a favor de la unión de ciudadanos, en una comunidad, que
comparten una nacionalidad.
El Estado moderno y liberal tiene la obligación de asegurar el disfrute del ámbito privado en tanto libertades y
derechos del individuo, puesto que lo privado se convierte
en el lugar legalmente blindado de las intromisiones de los
demás ciudadanos y del Estado mismo.
Historia, teoría y crítica
Para comprender el aspecto histórico de la ciudadanía liberal,
es necesario y pertinente acudir al pensamiento filosófico de
John Locke,1 figura central de la tradición liberal, ya que su
perspectiva nos permite ubicar la ciudadanía liberal como
aquella proveniente de un contrato a través del cual se inaugura la sociedad civil y política. En consecuencia, el Estado
se compromete a asegurarle a su ciudadano la libertad en
la persecución de sus fines. La pertenencia a la comunidad
civil y política como efecto de un contrato, se traduce en la
formación del bien público que significa proporcionar el dis-
1 John Locke es considerado el padre del liberalismo político y
ético, pero nunca empleó el término de liberalismo ni tampoco
el de ciudadanía liberal. El liberalismo es un término empleado
en el siglo xix.
frute seguro de sus derechos naturales a la libertad, igualdad
y propiedades de los contratantes.
El concepto de ciudadanía liberal tiene una relación estrecha con la concepción individualista de los derechos de
propiedad que sirvió de sustento, a su vez, a la aparición y
fortalecimiento del Estado liberal o mínimo capitalista. Sin
embargo, esta afirmación tiene que ser matizada, ya que los
procesos sociales que condujeron a relaciones políticas modernas en las que la ciudadanía liberal aparece, no fueron
idénticos ni se originaron del mismo modo, así como tampoco se obtuvieron los mismos resultados en todos los países
en los que surgió dicha forma de organización.
La presencia de un individuo dueño de una vida privada, protegida y reivindicada desde la vida pública como un
ámbito de realización humana, revela rasgos existenciales
propios de la ciudadanía liberal que, por supuesto, dejan ver
la peculiaridad del espacio de las relaciones sociales y políticas
en donde la vida privada es un derecho inalienable. Se puede
decir que el liberalismo ético-político tiene un sustrato económico ya que, en su conjunto, el liberalismo es una postura
filosófica que proviene de la acción de una nueva clase social
que transformó a los hombres pertenecientes a estamentos
jerárquicos diferenciados como terratenientes, eclesiásticos,
campesinos, artesanos, guerreros y aristócratas, etcétera, en
asalariados, banqueros, comerciantes e industriales.
Acudiendo nuevamente a Locke para ilustrar la nueva
concepción de la propiedad que utiliza el liberalismo, él expone en su obra que ella descansa en una idea de Dios: “Él
es quien ha dado la Tierra a los hijos de los hombres”, a la
humanidad en común, aunque la persona humana no forma
parte de lo común pues cada hombre tiene la propiedad de
su persona (1952: 16). Por ende, lo que el individuo, mediante su esfuerzo y trabajo, se apropie es siempre legítimo.
Es importante enfatizar que para comprender el papel de la
ciudadanía liberal, hay que señalar que el individuo tiene que
ser protegido por un poder que institucionalice su igualdad
para la libertad. Locke, al tener en mente tal cosa, propuso la
división del poder de la siguiente manera: legislativo, ejecutivo y federativo. Él pensó que con esta división los derechos
del individuo no podrían ser transgredidos y el poder estaría
a favor de la comunidad de individuos, y no de los intereses
particulares de los gobernantes.
El proceso histórico europeo en el que se gestó la ciudadanía liberal vino a centrar la riqueza como una posesión
individual y a considerar su acumulación como un bien moral.
Al Estado, por otro lado, no le adjudica el derecho de intervenir en las propiedades de sus ciudadanos; por esta razón,
a la propiedad se le interpretó como el elemento nuclear de
la posición ético-política del individuo en la comunidad.
El barón de Montesquieu admiró el pensamiento político
de Locke y prosiguió su idea de la división de poderes en su
propia obra, con la intención de proteger la dimensión de los
derechos individuales, como por ejemplo: la libertad de hacer lo que la ley permite. Desde aquí, la ciudadanía liberal es
perfilada con mayor claridad dentro del marco de la ley y de
Ciudadanía liberal
101
c
la estructura jurídico-política. Concepciones filosóficas que
serán incorporadas en el lema revolucionario francés: “todos
los hombres son iguales y libres ante la ley”.
Por otro lado, para reforzar la perspectiva histórica del
concepto de ciudadanía liberal, su aparición va aparejada al
fenómeno político que comprende a la humanidad repartida
en naciones; concepción que obvia ciertas implicaciones que
tienen que ser esclarecidas, pues el Estado-nación no nació
del sublime propósito humano del concepto de dignidad, que
se empleó en su justificación filosófica, sino de fuerzas ciegas
fuera de control, y no se basó en principios perfectamente
definidos, sino que fue originado por determinados cambios económicos y sociales que ocurrieron en Europa entre
los siglos xiii y xvi, como bien lo han señalado especialistas
como Richard Crossman.
Es pertinente, en este momento, señalar que el Estado
moderno ha tenido distintas fases: en sus inicios en Europa no fue liberal, es decir, no nació así. La nueva economía
que modificó las prácticas medievales —como las prácticas
gremiales que no perseguían el interés económico por sí mismo— sufrió procesos que fueron entendiendo la riqueza con
distintos significados hasta que es sometida al servicio del
poder despótico centralizado, el cual cobijó el nacimiento de
nuevas relaciones económicas y sociales llamadas burguesas.
Es decir, el Estado centralizado y absoluto tuvo lugar en el
momento en que se dieron prácticas económicas diferentes
a las del régimen aristocrático que se identificaron con los
intereses del soberano y de su exclusiva administración. Por
medio de las luchas burguesas se lograron fracturar y trastocar
los cimientos del poder absoluto, al mismo tiempo que dividieron republicana y constitucionalmente el poder, lo que
no se convirtió en un compromiso con un bien común por
parte de estos revolucionarios. Esta situación se dio porque
el liberalismo no es sinónimo ni de un poder democrático ni
tampoco de uno igualitario, ya que no tiene la vocación de
incluir en sus intereses el bienestar común, sino solamente la
defensa de la igualdad para la libertad. Por todo lo anterior, el
Estado que lo “administra todo”, se convirtió en opositor de
los intereses de esta nueva clase social, llevándole a crear un
Estado concebido para administrar lo menos posible; así, el
ciudadano defensor de este ente político se emancipó de las
reglamentaciones estatales que se opusieron a sus prácticas
de laissez faire, laissez passer (dejar hacer, dejar pasar), y que
se convirtieron en la base de la vertiente liberal.
Harold Laski afirmó que la ética del capitalismo se resume
en dar cuenta de los momentos que condujeron al poseedor
de los instrumentos de producción, hasta su emancipación de
toda obediencia a las reglas que coartan la explotación cabal
de quienes no los poseen (1994: 22-23).
Como ya se señaló anteriormente, la carga ideológica de la
ciudadanía liberal tiene que ver con la existencia de un poder
que no se excede ante los derechos individuales. Además, la
ciudadanía liberal que detenta derechos civiles se contempla
a sí misma complementaria de los derechos políticos que, en
conjunto, son los derechos humanos individuales o la primera
c
102
Ciudadanía liberal
generación de derechos. Asimismo, la idea de dignidad que
se utiliza en el liberalismo es una nueva concepción ética en
el pensamiento occidental, ya que anteriormente la dignidad
estaba dada por el lugar de nacimiento: si acaso éste era un
lugar superior, a la persona se le calificaba como digna; en su
defecto, si era inferior se le valoraba como indigna, o bien,
según las actividades valiosas que desempeñara se le distinguía llamándole digno. Una de las grandes aportaciones de
Kant al pensamiento liberal es su concepto de dignidad como
intrínseca al individuo, que no se adquiere por el lugar o por
las obras: para Kant, el individuo es un fin en sí mismo, no
tiene precio, es miembro de una comunidad donde todos son
fines y no medios. En la Fundamentación de la metafísica de
las costumbres dice que la dignidad es aquello que constituye
la condición para que algo sea fin en sí mismo, porque sólo
por ella es posible ser miembro legislador en el reino de los
fines (1999: 438.7-439.4). El individuo o ciudadano es libre
al obedecer la ley, pues contribuyó en su creación, siendo de
este modo obediente y libre al mismo tiempo (aquí se oyen
los ecos de Rousseau y de su concepción de la voluntad general). La filosofía liberal tiene en Kant al gran defensor del
sentido moderno de dignidad que va más allá de todo poder,
pero que ha sido cuestionado como una idea abstracta que en
la realidad sólo funciona para un grupo de humanos, aspecto
que también se puede ilustrar con la idea de ciudadano activo
y pasivo que el mismo Kant estableció en su obra.
El liberalismo percibe a la ciudadanía no sólo desde una
base económica y una forma jurídica que la protege, sino también, y esto es muy importante, desde una dimensión moral
que se interpreta como bienestar o con la palabra inglesa
Welfare State. Esta idea reúne a autores distintos como Benjamin Constant, Wilhelm Humboldt y Adam Smith, para
quienes la libertad es un valor moral personal, que hace del
individuo un ser moral, creador de principios, de autonomía
y que es autolegislador.
El bienestar del individuo no tiene que ver con la idea
de que se apruebe la retirada del ciudadano al disfrute de
sus bienes como la actitud de un individuo apático, pues en
Kant los bienes provienen de su actividad y de la competencia; es por esto que el espacio privado es valorado desde los
esfuerzos del trabajo que produce bienes. Esta justificación
kantiana de la competencia que desarrolla este individuo no
contempla que al mismo tiempo se justifica el deterioro de
otro individuo que es vencido por la “laboriosidad de aquél”.
Es en este punto donde podemos mencionar nuevamente
las diferencias entre los valores de igualdad y libertad, puesto que para un liberal la igualdad no significa el desarrollo
de la comunidad, o la igualdad económica, etcétera, sino la
posibilidad de la libertad para todos.
En el siglo xix, encontramos que hay una evolución del
liberalismo que ya no va a fundamentar su apoyo del Estado
mínimo y de la ciudadanía liberal apelando a la existencia
de derechos naturales. El utilitarismo de Jeremy Bentham
sostuvo una concepción del Estado no intervencionista, pero
no fue un autor iusnaturalista; es más, argumentó lo absurdo
que es afirmar que hay derechos previos a la sociedad. Con
este autor, la felicidad se entiende como la ausencia de dolor
y en ella sustenta su teoría del utilitarismo, que es la filosofía
ética que acompañó al liberalismo en la defensa del poder
limitado. Esta misma filosofía va a ser desarrollada por otro
gran filósofo, John S. Mill, quien se ocupó de los parámetros
para justificar la protección de la vida privada y la vida pública. El individuo, según Mill, es el único que puede ser juez
de su vida personal, de su propia condición física y espiritual.
Por otro lado, en el mismo siglo también se presenta la
influencia del libro de Alexis de Tocqueville, La democracia
en América, en el que dio cuenta de la situación social y política de la democracia en Estados Unidos que, a diferencia
de Francia, no tiene un pasado que le obstaculice su tránsito
a la igualdad y a la democracia. Sin embargo, Tocqueville
denunció el peligro para la libertad que se suscita del exceso
de igualdad, ya que para él en Estados Unidos se favorecía
la servidumbre, es decir, lo opuesto a la libertad.
Las opiniones de Tocqueville significan una fuerte crítica a la democracia opuesta a la libertad del individuo, ya
que el ciudadano que solamente persigue la igualdad sobre
todas las cosas obtiene igualdad de condiciones, como es el
caso del ciudadano norteamericano, que luego se dedica a sus
propios intereses económicos en detrimento de los intereses
públicos, lo que en lugar de fomentar una forma de gobierno
libre contribuye a propiciar la llegada al poder de un tirano,
o bien la tiranía de las mayorías, o un poder centralizado, todas ellas formas de poder de las que el ciudadano no se dará
cuenta hasta que lo empiecen a oprimir. En La democracia en
América dice: “He querido poner en claro los peligros que la
igualdad hace correr a la independencia humana, porque creo
firmemente que son los más imprevistos” (1957: 641), y en
otro lugar sostiene: “la igualdad aísla y debilita a los hombres
[…] la igualdad quita a cada individuo el apoyo de sus vecinos” (638). La solución y el remedio para esta situación, según
Tocqueville, no se encuentran fuera de la esfera liberal o de la
ciudadanía liberal, sino dentro de ella, en sus derechos, es decir,
en el derecho de conciencia, de creencia y de opinión, que, al ser
ejercidos en la libertad de prensa, se puede activar la participación en la vida pública, y afirma: “la prensa es, por excelencia,
el instrumento democrático de la libertad” (638). Su enorme
aportación, desde este horizonte de preocupaciones, se define
en que previene de la despolitización como fenómeno de una
ciudadanía que se transforma en desinterés y pierde con ello
la posibilidad de incidir en la vida pública; además, también
puso en la mesa la discusión sobre las posibles alianzas entre
libertad y democracia.
A partir de esta revisión conceptual histórico-filosófica
de la ciudadanía liberal, se abordarán algunos de los ejes que
dan pauta a pensar el significado de ella, pues la propiedad
de la que se hizo alusión en el liberalismo del que hemos hablado, se ha desplazado para darle paso a los monopolios y a
una nueva derecha conocida como neoliberalismo. De esto
nos ocuparemos en el apartado siguiente.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
El socialismo como proyecto político antitético al liberalismo,
y sus implicaciones para la ciudadanía liberal, no es un tema
que vayamos a desarrollar aquí, ni las posibles relaciones de la
democracia tanto con el socialismo como con el liberalismo,
tampoco del liberalismo igualitario o de la socialdemocracia.
Pero sí se hará mención de la ciudadanía liberal desde lo que
se ha llamado nueva derecha, es decir, abordaremos las tendencias y debates actuales sobre la ciudadanía liberal desde
algunos datos del llamado neoliberalismo. Con esta consideración, un asunto de interés para la ciudadanía liberal es
que la concepción de la propiedad de la que Locke se ocupó,
se ha transformado por las consecuencias de la revolución
industrial y por la presencia de los monopolios surgidos en
la última parte del siglo xix.
Centrándonos en el siglo xx y xxi, en el neoliberalismo, la
perspectiva económica tiene preeminencia sobre el enfoque
ético-político, pero no por ello deja de haber una teorización
desde este ámbito que representa una defensa de ciertas libertades, y que vienen a proponerse como independientes
de ese estrato económico, aunque a ciencia cierta no pueden
ser comprendidas y analizadas sin considerar ese sustrato
económico. En el neoliberalismo, la ciudadanía liberal del
liberalismo clásico se desdibuja al mismo tiempo que el Estado-nación también sufre cambios al interior y al exterior,
pues ya no tiene el poder para la creación de normatividad
y de políticas en beneficio de los intereses del ciudadano liberal ya descrito, sino que ahora las empresas trasnacionales
le hacen sombra.
Un autor mexicano, José Luis Orozco, analiza el entorno
del liberalismo en el siglo xx y xxi y ofrece pistas para ubicar
el tema de la ciudadanía liberal y del liberalismo. Apelando a
las palabras de Dewey, Orozco señala que la tragedia del primer liberalismo aparece cuando el problema de la organización
social era urgente y que los liberales no pudieron aportar a su
solución nada que no fuera la concepción de que la inteligencia
es una posesión individual. Se prepara una nueva organización
del capitalismo para afrontar el déficit del liberalismo y, todavía,
el poder económico se convierte en otro poder frente al Estado
con más eficiencia. A su vez, la corporación, dice el autor, se
convierte en una formación dominante de organización social
que desplaza al Estado. En consecuencia, “la propiedad de la
riqueza sin control apreciable y el control de la riqueza sin
propiedad apreciable parecen ser el resultado lógico del desarrollo corporativo” (1995: 61). Frente a esta condición, ¿qué
puede decirse de la ciudadanía liberal?, ¿se puede mantener la
vida privada y la ciudadanía liberal como los elementos de un
individuo dueño de sí mismo, autónomo y autolegislador? Las
líneas de reflexión que sugieren estas interrogantes nos conducen a pensar sobre el sujeto liberal —del que se ha dicho que
ha muerto—, así como sobre la incomprensión de la política
desde los símbolos que anteriormente la definieron. Asimismo, se necesita reflexionar acerca de la ausencia de proyectos
Ciudadanía liberal
103
c
políticos revolucionarios que incorporen a las masas y que, a
su vez, provocan manifestaciones de “indignados” que surgen
como consecuencia de la exclusión en la que el gobierno ha
dejado a millones de jóvenes. Las crisis son constantes y diversas, de ahí que la realidad virtual sea más próxima a la vida
privada. Existe, además, un gran déficit político que ha dejado
el lugar a las transnacionales para que ellas se ocupen de los
derechos de los individuos, con lo cual los derechos humanos
no cuentan con la fuerza del Estado —pues ésta está fuera
de él en las reglas del mercado— y, por si fuera poco, con la
presencia del narcotráfico y el crimen organizado, fuerzas tan
poderosas como las trasnacionales.
Por lo anterior, es necesario que se vuelva a reflexionar
sobre el sujeto de la ciudadanía, pues sin la reivindicación
de la política como la actividad civilizadora por excelencia,
no hay posibilidades del antagonismo tan relevante para la
defensa de proyectos políticos. El asunto es que también hay
una contribución genuina, que proviene de centros culturales
como las comunidades de pueblos originarios que, siendo discriminados e insuficientemente protegidos en sus derechos
culturales, luchan por mantenerse, por defender sus formas
de ser y de vivir. Tal vez habría que volver a ellas y no sólo a
la conformación de regionalismos neoliberales como la Unión
Europea. A partir de las contribuciones de las comunidades
pequeñas podríamos aprender el valor y la decisión de que
existen otras formas de pensar y de vivir la ciudadanía.
Bibliografía
Anderson, Matthew S. (2000), La Europa del siglo xviii (1713-1789),
México: Fondo de Cultura Económica.
Anderson, Benedict (2007), Comunidades imaginadas. Reflexiones
sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México: Fondo
de Cultura Económica.
Béjar, Helena (1988), El ámbito íntimo. Privacidad, individualismo
y modernidad, México: Alianza Universidad.
Berlin, Isaiah (2004), La traición de la libertad. Seis enemigos de la
libertad humana, México: Fondo de Cultura Económica.
Bobbio, Norberto (1993), Igualdad y libertad, Barcelona: Paidós
Ibérica.
Constant, Benjamin (2002), Sobre la libertad en los antiguos y en los
modernos, Madrid: Tecnos.
Crossman, Richard H. S. (2006), Biografía del Estado moderno, México: Fondo de Cultura Económica.
Dahl, Robert (1993), La democracia y sus críticos, Barcelona: Paidós.
Dahrendorf, Ralf (2005), En busca de un nuevo orden. Una política
de la libertad para el siglo xxi Barcelona: Paidós.
Dworkin, Ronald (2001), La comunidad liberal, Bogotá: Siglo del
Hombre.
Franklin, Benjamin (1964), El libro del hombre de bien, Madrid:
Espasa-Calpe.
Fuentes Navarro, Daniel (2008), Derecho internacional, nacionalidad y protección de la persona en el extranjero, México: Cámara
de Diputados LX Legislatura, Miguel Ángel Porrúa.
Guerrero, Ana Luisa (2002), Filosofía política y derechos humanos,
México: Dirección General de Publicaciones y Fomento
Editorial-Universidad Nacional Autónoma de México.
c
104
Civilización
_____ (2011), Hacia una hermenéutica intercultural de los derechos
humanos, México: Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe-Universidad Nacional Autónoma
de México.
Held, David (1992), Modelos de democracia, México: Alianza.
Jardin, André (1998), Historia del liberalismo político, México: Fondo
de Cultura Económica.
Kant, Immanuel (1999), Fundamentación de la Metafísica de las
Costumbres, Barcelona: Ariel filosofía [ed. bilingüe: alemán-español}.
Laski, Harold (1994), El liberalismo europeo, México: Fondo de
Cultura Económica.
Locke, John (1952), The Second Treatise of Government, Indianapolis,
New York: Bobbs-Merrill.
Mill, John Stuart (1978), On Liberty, Indiana: Hackett Publishing.
Montesquieu (2000), Del espíritu de las leyes, México: Gernika.
Orozco, José Luis (1995), Sobre el orden liberal del mundo, México:
Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe-Universidad Nacional Autónoma de México, Miguel
Ángel Porrúa.
_____ (2010), La odisea pragmática, México: Fontamara.
Orozco, José Luis y Ana Luisa Guerrero, comps. (1997),
Pragmatismo y globalismo, México: Dirección General de
Publicaciones y Fomento Editorial-Universidad Nacional
Autónoma de México, Fontamara.
Skinner, Quentin (2004), La libertad antes del liberalismo, México: Taurus.
_____ (2003), El nacimiento del Estado, Buenos Aires: Editorial
Gorla.
Tocqueville, Alexis de (1957), La democracia en América, México:
Fondo de Cultura Económica.
Villegas, Abelardo et al. (1995), Laberintos del liberalismo, México:
Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe-Universidad Nacional Autónoma de México, Miguel
Ángel Porrúa.
CIVILIZACIÓN
Julio Horta
Definición
Desde una perspectiva pragmática, el significante civilización
se vincula en las sociedades modernas con las nociones unidad
social y conciencia colectiva: el uso de este concepto manifiesta
y constituye la conciencia del ciudadano que se sabe civilizado
en el espacio del “imaginario social” de Occidente. Desde la
perspectiva de Cornelius Castoriadis (1988), este imaginario
determina la creación de valores, creencias, normas… que
cada sociedad plantea para “autocrear” los límites institucionales de su propio mundo (lo posible, lo real).
En este sentido, el concepto civilización, dentro del imaginario social moderno, se vincula con la idea de progreso
frente al devenir general de la humanidad, y en esta dirección
se revela el conjunto de rasgos propios que determinan la
identidad histórica de un pueblo. Esta connotación permite
considerar la civilización como el pináculo del curso de desarrollo racional alcanzado progresivamente por una sociedad
y que, en virtud de esto, se opone de manera determinante a
condiciones históricas anteriores (propias o ajenas). La valoración positiva hacia la racionalización de la estructura del
Estado moderno manifiesta la conciencia de una colectividad
que se sabe a sí misma civilizada, en razón de que ha llegado
a un alto grado de su propia realización.
Precisamente, este sentido nos remite a los contenidos que
subyacen en la génesis de la voz inglesa civilization (derivado
de las voces antiguas civilize y civilized), en cuya tendencia
inicial se aludía al carácter de ‘procedimiento’, pero que más
tarde, y como consecuencia ante el influjo del término francés civilisation, adquiere una orientación particular hacia las
formas más altas de la vida de un pueblo. En el esbozo del
concepto construido por Émile Benveniste (2004), se retoman las conversaciones de Boswell con el doctor Johnson,
registradas en el New English Dictionary, donde se reconoce
la diferencia entre el término civility, relacionado con ‘civilidad’, ‘cortesía’, y la noción civilization, vinculado a ‘contrario
de barbarie’. De ahí que la religión, la ciencia, la técnica, el
arte, como estructuras de organización social, se consideren
señales claras del más elevado desarrollo en la formación civilizada de lo humano.
Siguiendo con esta perspectiva, el vocablo francés civilisation (proveniente de civiliser y civilicé) nos arroja hacia
aspectos diferentes del concepto: por un lado, estrechamente
vinculado con las nociones sociedad, usos, obligaciones, decencia,
conducta…, se aborda su significado como práctica judicial
depositada en el hecho de volver civil un proceso criminal.
Por otro, y relacionado con el pensamiento reformista de la
nobleza campesina, se asocia como parte del planteamiento
teológico que el conde de Mirabeau utiliza para considerar
la institución religiosa como freno de las pasiones y primer
resorte de la civilización. Empero, Mirabeau establece una
clara posición crítica, en tanto que considera que la civilización se encuentra estrechamente vinculada con la virtud:
no sólo es la dulcificación de las costumbres, la cortesía y los
conocimientos de las buenas maneras, no sólo es la forma de
la urbanidad, sino que debe tener el contenido de la virtud
(Elias, 1987: 85).
En todo caso, este rasgo formativo del término circunscribe su función social hacia la idea de “proceso”, cuyo resultado
se manifiesta en la conciencia de “ser civilizado”. De acuerdo con Norbert Elias, la civilización como proceso tiene la
función específica de expresar la “autoconciencia” que Occidente tiene de sí mismo, de ahí que se edifique una creencia
determinante en la sociedad occidental, que se justifica en
el aparente estado de avanzada evolución respecto de los
periodos sociales anteriores, o bien frente al estadio de las
sociedades contemporáneas “más primitivas” (57).
La autoconciencia, como resultado del proceso civilizatorio, es la condición que posibilita la expansión de los
límites fronterizos y la integración de los diferentes pueblos
bajo la denominación racional de “ser civilizados”. Esta generalización de las diversas sociedades es el producto latente
de la expansión capitalista, y en ello se evidencia el carácter
transformador de la civilización: la regulación coactiva de
comportamientos específicos, que condiciona y sublima las
pulsiones generadas en la vida social; es la manifestación
de la fuerza episódica de un proceso de transformación que
construye el devenir mismo de un pueblo, afirmado en el paulatino cambio en los modos y costumbres de cada sociedad.
Siguiendo la línea de este ejercicio de reflexión, podemos
acotar además que el proceso de transformación histórica
de una sociedad no ocurre de manera aislada, sino más bien
en el contexto del necesario vínculo transnacional entre las
sociedades. La unidad moral de las diferentes civilizaciones
en una única “sociedad cosmopolita” (utopía), o bien la creciente desintegración moral de sociedades aisladas por efecto
del totalitarismo (distopía), son ideas que nos muestran que
el vínculo transnacional es una condición necesaria para el
desarrollo de una civilización. Por ello, puede afirmarse que,
en su realidad histórica, toda civilización se constituye por el
reconocimiento de lo que, en sí misma, no es: una dialéctica
que supone al otro (por diferencia y distancia, no civilizado)
como fundamento del juicio de conciencia depositado en
saberse civilizado.
Finalmente, esta última consideración nos permite llegar
a un concepto antropológico de civilización: a saber, como
resultado de un proceso acumulativo de intercambios simbólicos, tecnológicos y económicos, gracias a lo cual es posible
afirmar que “ninguna cultura se encuentra sola; siempre viene
dada en coalición con otras culturas, lo que permite construir
series acumulativas” (Lévi-Strauss, 2012: 92). En consecuencia, una civilización está conformada por la necesaria
coexistencia histórica de las diferentes sociedades, en donde los límites de lo propio-original y lo ajeno se desdibujan
progresivamente, ya que asisten a permanentes “coaliciones”
y choques que reestructuran los núcleos culturales que les
otorgan consistencia.
Ahora bien, en las líneas subsiguientes se trabajará en
esta revisión temática en dos sentidos: por un lado, se mostrará, desde un punto de vista filosófico, el vínculo estrecho
entre civilización, cultura y progreso, para exponer de manera
problemática las implicaciones ontológicas del término civilización; por otro, se mostrará que dicho concepto, a nivel
epistemológico, refiere en lo social una realidad semiótica
compleja en que la identidad de una sociedad está determinada por sistemas sígnicos.
Historia, teoría y crítica
El vocablo francés civilisation es, al parecer, la referencia
más antigua que se tiene del término civilización, acuñado
por el conde de Mirabeau en 1756 en su manuscrito L’ami
des hommes ou Traité de la population, y utilizado de nueva
cuenta en su texto inconcluso L’ami des hommes ou Traité de
Civilización
105
c
la civilisation (Benveniste, 2004: 211). Si bien el estudio del
léxico presentado por Benveniste no resulta exhaustivo ni
determinante, en cambio nos ofrece caminos posibles para
interpretar el nacimiento de la palabra y su relación con la
noción alemana cultura.
En cuanto al término inglés civilization, las direcciones
expuestas en Problemas de lingüística general I no alcanzan
para vislumbrar una correspondencia precisa de la voz inglesa
con la francesa. Los contenidos conceptuales de la lengua inglesa anteriores a Boswell (1772), para quien civilización es lo
contrario de barbarie, declaran el sentido de la palabra como
un estado de progreso y avance, de gradual refinamiento de
las artes y sujeción a las disposiciones de gobierno (Benveniste, 2004: 214). Esta dirección del pensamiento anglosajón
encontraría terreno fértil en los principios liberales del economista escocés Adam Smith en cuya obra, An Inquiry into
the Nature and Causes of Wealth of Nations (1776), considera
favorable el desarrollo de la técnica y la ciencia armamentista,
necesarias para la preservación y consecuente extensión de la
civilización (Benveniste, 2004: 215). Así pues, la civilización
en la historia de la humanidad, como señalamiento contrario
al estado de barbarie, sería uno de los temas en la filosofía
de la historia, con especial acento en la crítica realizada por
el pensamiento alemán ilustrado.
Si partimos ahora del estudio de Norbert Elias (1987),
el término civilización, considerado prima facie como manifestación de una conciencia de lo nacional, resulta entonces
familiar en los ámbitos francés e inglés, pero el concepto con
el cual el alemán se interpreta a sí mismo es cultura. Dentro
de esta distinción, civilización designa hechos políticos, religiosos, económicos… que determinan la “conducta” de los
individuos y atenúa las diferencias entre los pueblos como
parte de un proceso racional. En cambio, para el alemán
cultura determina una posición estática que alude a realizaciones concretas, artísticas y espirituales, a la manera de
productos culturales que tienen significado en el contexto
de su propia realidad social. De ahí se desprende una distinción importante: en el pensamiento alemán, las sociedades
se distinguen por su manifestación espiritual, es decir, por
los productos culturales y estéticos que expresan la moral del
espíritu de un pueblo.
Sin embargo, considerando la sociogénesis del concepto,
la distinción entre ambas nociones se cimienta sobre una
base común. Ambos conceptos (civilización y cultura) son el
resultado del proceso de “autoconciencia” que acontece en los
sujetos-ciudadanos dentro del espacio de lo nacional, pero
que tiende hacia la universalización de sus modos de actuar
y sus costumbres. Desde esta perspectiva, para Elias no resulta de importancia la diversidad de formas implicadas en
esta autoconciencia —ya sea el alemán que hable con orgullo de su cultura, al igual que el inglés y francés que piensan
también con orgullo su civilización—; en todo caso, ambas
posturas consideran como algo completamente normal el
hecho de que éste es el modo en que el mundo social ha de
considerarse como una totalidad.
c
106
Civilización
Precisamente, en la teoría de la civilización los términos autoconciencia y proceso implican necesariamente
su concreción en el devenir histórico como entidades fenomenológicas que se materializan empíricamente en el
desarrollo de los pueblos. La identificación de la historia
como el ámbito de realización de lo humano ha sido motivo de reflexión filosófica, en tanto proceso dirigido hacia
la autoconciencia de la humanidad y su consecuente unificación. En términos de Mattelart (2000), esta unificación
de lo humano sería una suerte de “utopía planetaria” que
busca en la integración de las sociedades una paz universal.
En este sentido, la filosofía de la historia, en su indagación
fenomenológica acerca del devenir del hombre, desarrolla
los medios interpretativos que permiten la comprensión y
unidad de lo humano, en la diversidad de acontecimientos
que conforman el horizonte de su historia.
Durante la Ilustración, en el contexto de aparición de los
conceptos civilización y cultura, los estudios de filosofía vincularían el desenvolvimiento histórico del hombre dentro del
sentido universal de progreso. En razón de esto, en el siglo
xviii la postura teleológica del idealismo alemán aportaría
un pensamiento integrador —metafísico— de los diferentes periodos de la humanidad: a diferencia de las corrientes
anteriores de pensamiento, la postura fenomenológica no
negaba el valor epistemológico del periodo medieval, y buscó
definirlo como una etapa que contribuyó significativamente
al desarrollo racional humano. En esta dirección, el idealismo
alemán se esforzó por construir una teoría universal del hecho
histórico, caracterizando sus realidades sociales particulares
a través de leyes, principios y relaciones propias.
Desde esta perspectiva, la distinción entre civilización y
cultura en el pensamiento de Kant resulta próxima a la consideración crítica de Mirabeau acerca de la civilisation como
las buenas formas y costumbres que enmascaran la virtud;
para el filósofo alemán, la idea de moralidad pertenece a la
cultura. Sin embargo, la civilización sólo muestra un parecido externo con lo moral, pues el uso que se hace de esta idea
(moralidad) en la civilización se reduce sólo al cultivo de lo
aparente, a la forma del pundonor y a las buenas costumbres
externas, es decir, a los protocolos, buenos modales y maneras.
Para Kant, el fin primordial en el decurso de la historia del
hombre es constituir “seres moralizados universales”, en plena
libertad, pero capaces de trascender las particularidades de
las costumbres. El planteamiento kantiano es determinante:
el fin del proceso civilizatorio consiste en la realización de
aquello que constituye la especificidad de lo humano, a saber,
la cualidad de ser racional. En este sentido, Kant considera
que la Naturaleza funciona de manera orgánica, es decir, que
dispone de mecanismos, fines y medios para desarrollar en
cada especie el fin que le es propio. En el caso del hombre,
para llegar al más alto grado de racionalidad, el “plan de la
Naturaleza” consiste (como suprema causa) en establecer una
sociedad que administre y piense en el derecho general, no
en lo particular. En esta dirección, una sociedad justa y libre
es condición necesaria para el desenvolvimiento del estado
racional del hombre.
El proceso de civilización queda circunscrito entonces al
progreso orgánico de la naturaleza, es decir, al desarrollo de
los fines dispuestos para cada especie. En el caso del hombre, para alcanzar el más alto grado de racionalidad —y por
ende llegar al más alto grado de moralidad y civilidad— la
naturaleza ha dispuesto de la “insociable sociabilidad” como
el medio para lograr el pleno desarrollo de las disposiciones
humanas, y así conducir por grados al hombre hacia el nivel
más alto de humanidad (Kant, 2004: 57).
Este último desarrollo encamina al ser humano hacia
la sociabilidad, por efecto necesario de la insoportable libertad indeterminada, hasta llegar posteriormente hacia la
sociabilidad universal de la especie dentro de una “sociedad
cosmopolita”. La realización histórica del hombre, en la que
no se puede suponer ningún “propósito racional” en su curso contradictorio, se piensa entonces en sentido teleológico,
dada una causa natural que dirige los actos la formación de
un Estado, cuyo grado de civilización permite el desenvolvimiento pleno de las disposiciones naturales en la especie
humana (Horta, 2008: 90).
En otra dirección, la interpretación de la filosofía hegeliana
ha sido terreno fértil para la formulación de diversas críticas
cuyo sustento parece negar, en principio, el sentido dialéctico
hacia la conciencia que una civilización tiene de sí misma. En
el ámbito de la filosofía de la historia, el esquema explicativo de
Hegel plantea un punto coyuntural: el desarrollo teleológico del
espíritu de un pueblo implica el carácter determinante de progreso, en el que el espíritu absoluto como “resultado” conlleva un
proceso determinado por un fin absoluto, a saber, la formación
de un pueblo civilizado.
Al hablar de la historia de un pueblo, Hegel pone énfasis
en que el movimiento dialéctico de la conciencia de sí (del
autosaber) no plantea un fin (final) como el término de un
comienzo; en todo caso, es un desarrollo histórico cíclico
en continuo movimiento, una espiral ascendente en la cual
el proceso de realización y reconocimiento de la conciencia
de una civilización está en constante superación. En consecuencia, espíritu de un pueblo, como absoluto, no significa
enajenación, sino la pura realización, donde el individuo
particular se desarrolla en el proceso dialéctico del espíritu
general de su pueblo. En este ámbito, la “formación” y “realización” del individuo son momentos necesarios del devenir,
pues el espíritu, en cuanto totalidad real, es la unidad de la
intersubjetividad en que la autoconciencia del yo (sujeto) se
logra a través del momento en que se supera y reconoce a sí
mismo en el ser otro o lo otro (dentro de una sociedad y frente
a otra sociedad), como reconocimiento mutuo entre los individuos. Y es precisamente este momento la condición misma
para la realización de la libertad dentro de una civilización.
En el proceso histórico de reconocimiento de sí mismo
como pueblo se revela de manera particular en las instituciones que conforman una civilización. Por ello, “en cada una
de las etapas en que se manifiesta el espíritu, se constituye
asimismo el espíritu particular de un pueblo, como autoconciencia de su verdad y su esencia; y cuya forma, bajo la
cual produce todo cuanto existe, es su cultura misma” (Horta, 2008: 92), de ahí que la filosofía hegeliana nos permite
reafirmar que la idea de progreso, asociada a la noción de
civilización, nos refiere un proceso histórico donde el reconocimiento y negación del otro es una condición necesaria
para la conciencia de saberse civilizado.
En relación con este particular modo de concebir el progreso de una civilización, para Hegel, en Lecciones sobre la
filosofía de la historia universal, “la idea especulativa muestra
cómo lo particular está contenido en lo universal” (Hegel,
1980: 255). De hecho, desde el momento en que los pueblos
son una forma particular, su existencia es una determinación
particular de su esencia espiritual. Por ello, “lo que es en sí
mismo existe de modo natural: así el niño es hombre en sí,
y siendo niño, es hombre natural, que sólo posee las disposiciones para ser, en sí y por sí mismo, hombre libre” (255).
Este planteamiento permite hacer una descripción fenomenológica acerca del devenir interno en la conformación
de una civilización. El proceso de autoconciencia del espíritu racional de una sociedad tiene lugar en el escenario de la
historia, es decir, deviene históricamente en la realización y
superación concreta de sí mismo (en su ser particular-histórico como sociedad, pueblo, civilización), donde se vislumbran
las formas particulares del espíritu racional (su concepto de
sí mismo) y su consecuente desarrollo. Es decir, la síntesis
dialéctica es devenir, pues es la unidad del ser y el no ser en un
proceso de autodesarrollo que deviene activamente en la historia (Horta, 2008: 92). Se realiza entonces el progreso como
la continuidad del espíritu de una cultura, una civilización, un
pueblo… en la comprensión de sus propias particularidades,
como “el alma que dirige los acontecimientos”, los individuos;
“el guía de los pueblos” (Hegel, 1980: 252).
Si seguimos esta línea de reflexión, podremos comprender
las nociones civilización y cultura como parte del proceso de
construcción de la idea del hombre dentro de la sociedad:
no como representaciones individuales, sino en un sentido
de colectividad e intersubjetividad (Horta, 2011: 40). Si
bien la historia es el ámbito en que se manifiesta y realiza
una sociedad, la idea del “devenir absoluto”, como desarrollo
racional necesario —pero involuntario y alienante—, permite justificar la noción de civilización como el pináculo de la
racionalización y moralización del ser humano.
En esta dirección, el término civilización adquiere un
carácter determinista: describe el progreso histórico de una
sociedad, independiente de la voluntad y deseos de los individuos que constituyen a esa misma sociedad. A partir de
este punto, los filósofos posteriores buscarían cuestionar la
marcha absolutista de la historia hacia la constitución de una
civilización. En este sentido, Nietzsche comienza su crítica
hacia la Modernidad con una postura “pesimista” que se extiende hacia todos los ámbitos que conforman la cultura y
su consecuente idea de civilización. Esta filosofía es, en realidad, un cuestionamiento acerca de la condición “ilusoria”
Civilización
107
c
de los elementos culturales que articulan y dan forma a la
civilización moderna, a saber, la ciencia, la ética, la estética y
la religión (1959: 145).
Desde de esta perspectiva, la civilización es una idea mediadora, que distancia al hombre moderno de la fuerza vital
que constituye el verdadero valor de la vida, a saber, la voluntad de los individuos. En cambio, la civilización moderna
ha ocultado tras su velo la realidad de la cosa, la verdad del
mundo que constituye el impulso volitivo. Así pues, Nietzsche encuentra ciertos “servicios” que los estudios históricos
le pueden brindar a la vida, pues de acuerdo con sus propios
fines, fuerzas y necesidades, cada civilización tiene necesidad
de un cierto conocimiento del pasado (1959: 110). Bajo este
supuesto, lo útil tiene sentido sólo si se fundamenta sobre
el terreno de lo vial; en otras palabras, de aquello que es útil
para la vida cotidiana de las personas, pueblos y civilizaciones.
Frente al idealismo y su carácter instrumental de la historia, Nietzsche resulta contundente en su crítica, pues advierte
invariablemente de los peligros de la alienación y negación
de lo humano que la historia universal trae consigo. Por ello,
“consideraciones como éstas han habituado a los alemanes
a hablar de un proceso universal y justificar su propia época
viendo en ella el resultado necesario de este proceso universal. Consideraciones como éstas han destronado a los otros
poderes intelectuales, el arte y la religión, para poner en su
puesto a la Historia” (Nietzsche, 1959: 145).
La crítica nietzscheana parte de un hecho histórico, que
tiene implicaciones ontológicas en lo fáctico: de hecho, el
devenir absoluto implica necesariamente la destrucción de
la “fuerza vital” (voluntad) de los individuos, generando en
ellos una posición de escepticismo frente a su propia voluntad.
Pero quizá la consecuencia más grave que advierte Nietzsche
en la civilización moderna es el estado de cinismo que genera, pues en esta circunstancia los individuos pierden interés
hacia sí mismos y hacia los demás, lesionando con ello al ser
íntimo que conforma la propia individualidad, propiciando
un detrimento de la personalidad y la fuerza de decisión.
En un esfuerzo por superar esta inclinación de la historia, la
crítica nietzscheana busca edificar el advenimiento de una
nueva concepción de cultura y civilización. Desde una posición diferente, plantea una misión vital para la civilización:
trabajar en aras de la realización propia del hombre, para
ayudar a esta naturaleza a liberarse de sí misma a través de
la manifestación concreta del filósofo, el artista y el santo.
La consecuencia es clara: el individuo debe utilizar la fuerza
vital vertida en sus deseos y aspiraciones, y a través de ellos
elevarse a un estadio superior.
Como puede intuirse, la postura filosófica de Nietzsche
lleva hacia una consideración negativa de civilización. Esta
postura negativa parte de una dirección contraria a los planteamientos de la filosofía moderna; a saber, no considera la
construcción de la civilización como un proceso histórico de
progreso hacia un estado de racionalidad; más bien, como un
devenir que ha tenido como resultado la negación de lo humano y la constitución de la irracionalidad como fundamento
c
108
Civilización
de la vida social. Esta posición crítica puede abordarse desde
dos posiciones que han conformado el fundamento de la visión crítica del siglo xx hacia los procesos de racionalización
que acontecieron en siglos anteriores.
Por un lado, para Nietzsche el devenir de la historia, y
su consecuente negación del individuo, dirige el proceso civilización hacia la regresión en un “estado de barbarie”, con
lo cual puede afirmarse, en esta dirección, que la civilización
moderna no es propiamente algo vivo, en tanto que no propicia la generación de una vida en sociedad que permita el
desarrollo y la madurez de la voluntad de los individuos que
la constituyen. En este sentido, la cultura queda reducida a “lo
culto”, es decir, a un conocimiento de la cultura, que en todo
caso es una idea intelectualizada de cultura, sin llegar ni a su
comprensión ni a su vivencia. Para explicar este sentido negativo y contradictorio de la civilización y la cultura, Nietzsche
parte de suponer que el origen del estado de barbarie está en
la antinomia entre “ser íntimo” frente al “ser externo”. En el
ámbito histórico, este carácter antinómico del devenir tiene
como resultado una escisión ontológica, en la que el hombre
no asiste a una cultura que le sea propia, al tiempo que es
negado como individuo por esa misma cultura.
Esta contradicción ontológica imposibilita a los individuos a tomar las riendas de su vida, pues una vez construida
esta contradicción en el terreno de lo social, la forma aparece
como una convención, un disfraz y una simulación, mientras
que el contenido, incapaz de hacerse manifiesto en lo externo,
podría llegar a volatilizarse. En todo caso, esta contradicción,
nacida de la ilusión y de lo ausente, es la manifestación patente del abismo cultural en las sociedades modernas: escisión
edificante que distancia la civilización (objeto externo que
construye el mundo) del ser íntimo (sujeto que vive y hace
su civilización). Por supuesto, para Nietzsche el individuo
debe emerger como sujeto libre, capaz de salir del abismo
de la civilización moderna y comenzar a edificar su propio
destino. De este modo, resulta necesario que el
[...] impulso oscuro sea remplazado por la voluntad
constante, emanada de las relaciones puras y desinteresadas de aquellos individuos culturales liberados,
críticos y liberadores; pues sólo la indispensable felicidad en la tierra hace necesaria la existencia de una
cultura, de una civilización: pero sólo si ésta es entendida como la unidad del estilo artístico en todas las
manifestaciones vitales de un pueblo (1959: 113–114).
La crítica filosófica hacia la Modernidad está encaminada a mostrar la insuficiencia de la razón para lograr la
unidad social y la constitución plena de la moralidad. En
esta dirección, para Nietzsche resulta necesario despertar la
“fuerza plástica” de una civilización, es decir, un proceso estético en que la cultura misma obligue el nacimiento de una
fuerza vital presente, capaz de liberar a los individuos de la
pesantez del proceso civilizatorio moderno y su consecuente contradicción. Este punto específico de la crítica hacia la
condición de una civilización moderna no ha sido exclusivo
de la filosofía vitalista.
La otra vertiente que condicionó una visión crítica hacia
el proceso de civilización moderna tiene como fundamento la
filosofía de la cultura de la Escuela de Frankfurt. Desde esta
perspectiva, la crítica filosófica parte del concepto dialéctica
negativa, con el que se describe el proceso de la civilización
como una dialéctica escindida, en la que el progreso tiene como
consecuencias la instrumentalización de la razón, el reposicionamiento del arte y la fe en los límites epistemológicos. Para
la Escuela de Frankfurt, la consecuencia de la civilización moderna es clara: la instrumentalización de la razón tiene como
efecto fortalecer el proceso de producción y consecuentemente
la alienación ideológica de los sujetos. En este sentido, la civilización busca formar sujetos que se circunscriban a su función
como trabajadores, instrumentalizando sus modos de vivir y
pensar e impidiendo su crecimiento como “hombres de cultura”.
La crítica esbozada por T. Adorno y M. Horkheimer
busca resaltar las contradicciones que subyacen en los planteamientos filosóficos que afirman el carácter apodíctico de
la razón moderna y el espíritu científico. Las filosofías de la
historia, a la manera de Kant y Hegel, buscan ensalzar la dialéctica histórica como un proceso necesario de realización,
en el que una civilización se desarrolla progresivamente
hasta llegar al más alto grado de racionalidad y, por ende,
de moralidad. Sin embargo, para los filósofos críticos de
Frankfurt, los hechos históricos muestran evidentes contrafácticos que permiten pensar que, en realidad, el progreso
histórico que planteaba la filosofía moderna no ha devenido
en la libertad de la razón.
En esta dirección, una dialéctica negativa implica un momento de desarrollo que, con esta misma idea de proceso
histórico, llega a un callejón sin salida: surge como inevitablemente un proceso histórico incompleto en que el espíritu
de una civilización alcanza un progreso parcial y, por lo tanto,
irracional. De este progreso histórico escindido surge una
clara paradoja: la razón moderna produce, inevitablemente,
la irracionalidad del pensamiento. Como consecuencia, la
ciencia implica en su propio progreso la instrumentalización de la razón.
Por tanto, colocar el arte y la fe en los límites del conocimiento ha sido, para los críticos de la Escuela de Frankfurt, la
apuesta por un retorno hacia lo perdido, por la construcción
del sentido primigenio y la salvación de la oscuridad acaecida por la contradicción analítica en el lenguaje moderno.
Retomando a Schelling: “el arte comienza ahí donde el saber
abandona al hombre”, pues el arte es “el modelo de la ciencia,
y donde está el arte, allí debe llegar aún la ciencia” (Adorno,
2006: 73). Sin embargo, ahí donde las formas y usos de un
lenguaje existen a la par de la edificación de la civilización,
no siempre se da una coexistencia armoniosa y enriquecedora
entre sus hablantes; por ello, aparecen procesos político-sociales de imposición y dominio que unifican e integran el
orden del mundo civilizado.
Pero en el ejercicio de la imposición para dar unidad a
lo civilizado, se evidencia una paradoja de las sociedades
modernas: la fe, como instrumento de dominio, ha llevado
a los hombres a la más alta irracionalidad, conduciendo a la
humanidad por entero hacia un estado de “barbarie”, cada
vez más desarrollado en su artificialidad. Aún en el conocimiento más elevado se contiene la conciencia de la distancia
que existe frente a la verdad, una distancia construida por la
naturaleza analítica del lenguaje moderno, la antinomia en
la cultura y la civilización.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
Si bien la reflexión filosófica de la historia nos ha permitido
describir los atributos que constituyen (de manera problemática) la noción de civilización, el estudio de los objetos y
ámbitos que por “extensión”1 están circunscritos dentro del
concepto nos lleva a proponer puntos de vista teórico-metodológicos que permitan el estudio de las civilizaciones. En
este apartado, se expondrán dos líneas de investigación, a saber, sociológicas y semióticas, cuyos estudios han permitido
nuevas maneras de comprender los procesos sociales implicados en la constitución de una civilización.
En la línea del sociólogo Norbert Elias, un concepto,
en tanto símbolo, es una “síntesis progresiva” de sentidos y
significados que se acumulan en los signos a través de un
proceso histórico. La síntesis progresiva, en su manifestación lingual, se materializa en la realidad significativa de un
término que resulta cristalino en su uso dentro de su propio
contexto social y que expresa la conciencia que una sociedad
tiene de sí misma.
El estudio sociológico del proceso civilizatorio implica
un sentido problemático: el carácter integrador de la noción
civilización supone la reducción y designación de diversos
hechos sociales bajo un concepto. Si bien el símbolo es una
síntesis histórica progresiva, en todo caso está circunscrita
al uso dentro de un contexto social específico, de suerte que
palabras como la francesa e inglesa civilización o la alemana
cultura tienden a delimitar un espacio específico que resulta
integrador y excluyente, pues si bien son designaciones transparentes en el uso interno de la sociedad a la que pertenecen,
1 Vale la pena hacer una acotación de índole semiótica al margen de este texto: la relación de un concepto con sus atributos
predicables corresponde a lo que se denomina intensión o
significado del término (civilización = progreso, proceso, desarrollo histórico...); en cambio, la relación de dicho término
con el conjunto de objetos que designa, se denomina relación
de extensión (las sociedades, culturas, comunidades, sujetos…
que se designan como civilizadas). Por ello, este trabajo se elaboró en dos sentidos: primero ofrece un significado del término
civilización, y define sus atributos dentro de la filosofía de la
historia; luego, en el presente apartado, se busca mostrar las
herramientas teórico-metodológicas que permiten el estudio
de los objetos implicados en la noción civilización.
Civilización
109
c
todo lo que comprenden, su forma de representar una parte
del mundo, la naturalidad con que delimitan ciertos ámbitos
y excluyen otros, asimismo resultan difícilmente comprensibles para quien no forma parte de las sociedades en cuestión.
Pero en un sentido positivo, para el estudio del “proceso”
histórico, los conceptos civilización y cultura son categorías de
análisis necesarias con las que se caracterizan la interrelación
entre los cambios en la constitución de una sociedad y los
cambios en el comportamiento de los individuos y grupos
de esa sociedad. Por ello, en tanto categorías, permiten establecer explicaciones hipotéticas iniciales para el estudio del
fenómeno social en su carácter histórico, pues en todo caso,
la indagación sociológica no reflexiona sobre el concepto
mismo, sino sobre el objeto que éste refiere, a la manera de un
“bosquejo” inicial que debe nutrirse progresivamente de los
estudios concretos (histórico-sociales).
Desde la reflexión marxista contemporánea, Bolívar
Echeverría considera una perspectiva problemática diferente: civilización es un “sujeto sustancializado” (junto con otros
términos como nación, Occidente, Oriente…), que dirige y
conforma una identidad capitalista en ciertas sociedades, pero
cuyo carácter generalizante corrompe la condición dialéctica
de la cultura, a saber, el acontecer de una forma singular de
lo humano en una circunstancia histórica específica (2000).
Para superar las determinantes de estos sujetos, se alude a
la noción de ethos histórico como categoría para interpretar
una cultura específica en el espacio de su propia historicidad,
y desde ahí, se puede llegar a sobrepasar el conflicto de la
diversidad asumida dentro de sujetos históricos sustancializados. No obstante, para establecer los criterios pertinentes
a través de los cuales caracterizar este ethos, resulta necesario
antes construir el marco conceptual sobre el cual se pueda
pensar esta noción.
En principio, hay que definir el concepto mismo de cultura, el cual, de acuerdo con Bolívar Echeverría, se define
como el cultivo de lo singular, la edificación de una forma
de humanidad inmersa en una circunstancia histórica determinada (2000: 161). En otras palabras, es la vida misma en
tanto uso o habla particular del código universal la que define
lo humano. Este uso mismo alude al núcleo donde acontece
la formación de aquello que en el interior se delimita como
lo humano, la construcción formal de la “mismidad” que implica el conflicto entre los diferentes comportamientos que
integran un momento histórico en la cultura.
Atendiendo a estas consideraciones, el ethos histórico es
un comportamiento social estructural en que se repite a lo
largo del tiempo la misma intención que guía la constitución de las distintas formas de lo humano. En este sentido,
el ethos histórico puede ser entendido como principio de organización en la vida social y de la construcción del mundo.
Así pues, la Modernidad establece una determinada forma
de ethos histórico, en cuanto que introduce una problemática
particular en el trabajo dialéctico que la propia cultura lleva
a cabo sobre la identidad social. Allí, el ethos moderno busca
c
110
Civilización
neutralizar el conflicto y viabilizar la transformación que la
misma modernidad obliga.
En la Modernidad, el comportamiento cotidiano implica
asumirse en el hecho capitalista, en el cual el modo de ser
de la vida práctica entra en una contradicción: el conflicto
entre la vida social, en tanto proceso de trabajo y disfrute
referido a valores de uso, y la reproducción de la riqueza, en
tanto proceso de acumulación del capital. En este esquema,
hay diferentes maneras de naturalizar el hecho capitalista
en el seno de la sociedad moderna, lo cual nos lleva a considerar diferentes ethos históricos (social-natural, espíritu de
empresa, clásico…).
Se pude llegar a concebir la cultura como “una historia
de acontecimientos concretos de actividad cultural, singularizados libremente, sobre un plano de diferenciación abierto,
ajeno a todo” intento de determinismo (Echeverría, 2000:
166). En este espacio, el ethos centra su atención en el motivo de un acontecimiento de larga duración, en las diferentes
maneras en que tal motivo es asumido en el comportamiento
cotidiano de una sociedad, y con ello el concepto de ethos histórico permite reflexionar en una realidad histórica concreta
acerca de la actividad cultural específica. Y en esta dirección,
no recurre a las determinaciones de un “sujeto sustancializado”, pues la noción de ethos busca conformar lo singular de
lo humano que está dentro de una cultura.
Ahora bien, desde un punto de vista semiótico, este mismo autor considera que una civilización se conforma por
medio de un proceso de “mestizaje cultural”, en el que las
diferentes civilizaciones se constituyen por la interacción e
influencia recíproca de las unas con las otras (20). En este
sentido, el mestizaje tiene como fundamento la expansión
de un proyecto de civilización: el proyecto eurocentrista que
desde el descubrimiento de América ha generado nuevos
espacios de interacción entre culturas que en principio resultaban ajenas.
Pero leído en clave semiótica, este proceso histórico de civilización puede entenderse como necesaria interacción entre
culturas, cuyo resultado consiste en la imposición de códigos,
o bien, de sistemas de lenguaje. En estos códigos se cifran los
símbolos que determinan el modo de comprender el mundo
que, en lo peculiar de cada cultura, resulta de la imposición e
interacción con los códigos externos que conforman a otras
civilizaciones. Desde esta perspectiva, “las subcodificaciones
o configuraciones singulares y concretas del código de lo
humano no parecen tener otra manera de coexistir entre sí
que no sea la de devorarse las unas a las otras; la de golpear
destructivamente en el centro de la simbolización constitutiva
de la que tienen enfrente y apropiarse en sí, sometiéndose a
sí mismas a una alteración esencial” (52).
La dinámica de estas configuraciones particulares que
cada sociedad edifica constituye los límites de lo propio de
una civilización, pero siempre incluyendo lo ajeno: aquello
que caracteriza a otras sociedades. En este sentido, el “cerco
cognitivo” que planteaba Castoriadis para delimitar los límites de lo que puede ser conocido y conocible dentro de un
imaginario social resulta indistinguible. Desde la postura de
Echeverría, cada civilización o cultura enfrenta un proceso
histórico de mestizaje cultural, lingüístico, religioso… en el
que las fronteras que delimitan lo propio-ajeno tienden a
asimilarse mutuamente.
Por ello, el intérprete-traductor de una civilización crea
necesariamente una situación comunicativa en la que se establece un nuevo código intermedio; en otras palabras, el
código edificado para esta específica situación comunicativa contiene las estructuras de las civilizaciones que están en
contacto y, por tanto, los textos-traducciones que se generan
dentro de esta situación serán nuevos. Así, dentro de una situación comunicativa que dispone un intercambio simbólico
entre al menos dos civilizaciones, “ser intérprete no consiste
solamente en ser un traductor bifásico, de ida y vuelta entre
dos lenguas, desentendido de la reacción meta lingüística que
su trabajo despierta en los interlocutores. Consiste en ser el
mediador de un entendimiento entre dos hablas singulares,
el constructor de un texto común para ambas” (21).
Finalmente, desde la perspectiva de la semiótica de la
cultura, Yuri Lotman propone un aparato teórico-metodológico que permita describir con mayor claridad el proceso
de asimilación o mestizaje entre culturas (1996). Para ello,
utiliza el término “semiósfera”, como constructo teórico2 que
permite describir los procesos sociales de configuración de
una cultura. En esta dirección, la postura lotmaniana resulta
importante, pues permite entender las transformaciones internas y externas que constituyen el núcleo de una cultura: por
ello, una semiósfera debe entenderse, en primera instancia,
como el espacio delimitado por fronteras de conocimiento,
dentro de las cuales se codifica el sentido de la realidad social,
pero que, al mismo tiempo, permite en el interior generar
nuevos sentidos, asimilando la información que viene de más
allá de esos límites fronterizos.
En la descripción teórica de Lotman, la semiósfera tiene
una función determinante: es la condición necesaria para la
generación de vínculos comunicativos. Estos vínculos tienen
como fundamento las relaciones de sentido que surgen y se
solidifican dentro de la semiósfera. Sin embargo, desde esta
perspectiva, el “sentido” no es un resultado específico; es en
todo caso un proceso dinámico (“semiosis”) que consiste en la
codificación permanente de productos culturales. En razón
de lo anterior, la semiósfera es el ámbito donde se realizan
las relaciones comunicativas y, por tanto, el lugar donde se
construye el conocimiento; es, en palabras del autor, “una
determinada esfera que posee los rasgo distintivos que se atribuyen a un espacio. Sólo dentro de éste (espacio) es posible la
comunicación y la producción de nueva información. […] es
2 Y se habla de constructo, pues en realidad el autor trata de ser
cuidadoso al no proponer “categorías”. La posición del autor,
proveniente de la Escuela de Tartú, no es plantear categorías
que cosifiquen y determinen la realidad social por estudiar, sino
más bien constructos teóricos que permitan describir situaciones y relaciones entre elementos sociales.
el espacio semiótico fuera del cual es imposible la existencia
de la semiosis” (Lotman, 1996: 33).
Los productos culturales en permanente y dinámica
codificación son lo que llama Lotman “textos”, a saber, un
conjunto de elementos significativos (signos, símbolos…),
relacionados entre sí, que se encuentra codificado en al menos
dos sistemas de lenguaje o códigos. En otras palabras, es un
conjunto sígnico codificado en al menos dos lenguajes, que
forman parte de la estructura misma de la semiósfera. Los
textos se producen dentro de la semiósfera, pero no necesariamente contienen sólo la información inherente a esa esfera.
El choque entre civilizaciones produce un intercambio de información que, desde la frontera semiósica, pasa a constituirse
como parte de un texto en el interior de una civilización. En
este proceso de codificación de la información externa, Lotman refiere una “fuerza centrípeta” que en el interior de la
semiósfera genera procesos dinámicos de codificación de
textos que van desde la frontera semiósica hacia el centro.
Pero, en sentido inverso, hay “fuerzas centrífugas” que buscan
distanciar, decodificar los textos del centro hacia la frontera.
Lotman denomina a este proceso de codificación interna
“ley centro-periferia”, y constituye una descripción teórica de
la dinámica semiótica que acontece en el espacio de una civilización o cultura. La identidad de una civilización o cultura
depende del modo en que se construyen los sentidos y que
determinan sus propios límites de conocimiento. Por ello,
para establecer la dinámica de estos límites, el autor plantea la noción de “frontera” como espacio teórico hipotético
desde el cual se pueden describir las fases de asimilación de
la información externa proveniente de otras civilizaciones.
Un componente esencial de la frontera semiósica es la
noción de “agente traductor” y su función como “filtro-traductor”. Este agente es aquél que establece un espacio de
interacción con al menos dos semiósferas: es un vínculo capaz
de filtrar y hacer comprensible la traducción de una semiósfera externa hacia la que le es propia. En esta descripción,
el agente traductor es condición necesaria para la creación
de nuevos sentidos y, en consecuencia, resulta indispensable
para el progreso de una civilización. En términos teóricos,
la frontera no es un espacio empírico, sino una abstracción
que refiere los límites cognoscitivos de una cultura; por ello,
“puesto que el espacio de la semiósfera tiene carácter abstracto, no debemos imaginar la frontera de ésta mediante los
recursos de la imaginación concreta […] la frontera semiótica
es la suma de los traductores filtros bilingües, pasando a través
de los cuales un texto se traduce a otro lenguaje (o lenguajes)
que se halla fuera de la semiósfera dada” (Lotman, 1996: 24).
En todo caso, mirar el proceso de constitución de una
civilización tiene un valor epistemológico importante: nos
muestra que la posición de un investigador como observador de la cultura implica realizar una labor de interpretación
y traducción de sentidos ajenos, en un proceso dentro del
cual se busca establecer analogías en razón de los códigos o
sistemas de significación que constituyen su propia realidad
social. Esta afirmación no sólo relativiza las pretensiones de
Civilización
111
c
conocimiento verdadero del científico social, sino que además
nos muestra los límites epistemológicos y ontológicos de lo
que podemos conocer. En palabras de Lévi-Strauss, “las otras
culturas nos resultan estacionarias, no necesariamente porque
lo sean, sino porque su línea de desarrollo no significa nada
para nosotros, o no tiene sentido, [pues] no es ajustable a los
términos del sistema de referencia —códigos— que nosotros
utilizamos” (2012: 67).
CLASES SOCIALES
Bibliografía
Existen pocos conceptos en las ciencias sociales tan intensamente debatidos como el de clase social. Para la sociología, el
debate en torno a la naturaleza y determinación de las clases sociales se inscribe, a grandes rasgos, en un intento por
explicar y comprender los sistemas de desigualdad social de
las sociedades modernas en su historia, su funcionamiento,
sus dinámicas, sus conflictos y sus contradicciones.
Más allá de esta preocupación general, los distintos usos y
acepciones del concepto implican diferentes apuestas teóricas
por ordenar la realidad y, por lo tanto, tienen implicaciones y
llevan a conclusiones muy distintas. Examinaremos a continuación algunas de las distintas conceptualizaciones que han
destacado en el debate, haciendo alusión a distintas tradiciones o corrientes de la disciplina sociológica.
Adorno, Theodor y Max Horkheimer (2006), Dialéctica de la
Ilustración 8a ed., Juan José Sánchez (trad.), Madrid: Trotta.
Benveniste, Émile (2004), “Léxico y cultura”, en Problemas de
lingüística general 23a ed., 2 tomos, Juan Almela (trad.),
México: Siglo xxi.
Castoriadis, Cornelius (1988), Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Barcelona: Gedisa.
Echeverría, Bolívar (2000), La modernidad de lo barroco, México: Era.
Elias, Norbert (1987), El proceso de la civilización, Ramón García
(trad.), México: Fondo de Cultura Económica.
_____ (2000) Teoría del símbolo: ensayo de antropología cultural, José
Manuel Álvarez (trad.), Barcelona: Península.
Granja, Duce María (2009), Cosmopolitismo, México: Anthropos,
Universidad Autónoma Metropolitana-Iztalapa.
Horta, Julio (2008), “Teoría filosófica de la historia: rudimentos para
el estudio del fenómeno comunicativo”, Andamios, México,
vol. 4, núm. 8, junio, pp. 81-109.
_____ (2011), “La exclusión de lo propio: consideraciones sobre la
cultura moderna”, en Maribel Rosas, Javier Tobar y Alberto
Zárate (eds.), Territorios del saber. Arte y patrimonio cultural.
Inequidades y exclusiones, Popayan, Colombia: Universidad
del Cauca, pp. 19-40.
Hegel, Friedrich (2004), La fenomenología del espíritu, Wenceslao
Roces (trad.), México: Fondo de Cultura Económica.
_____ (1980), Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, José
Gaos (trad.), Madrid: Tecnos.
Kant, Emmanuel (1984), Crítica de la Razón Pura 3a ed., Pedro
Ribas (pról.), Madrid: Alfaguara.
_____ (2004), Filosofía de la Historia, México: Fondo de Cultura
Económica.
Lévi-strauss, Claude (2012), Razón y Cultura, Sofía Bengoa (trad.),
Madrid: Cátedra.
Lotman, Yuri. (1996), Semiósfera i. Semiótica de la cultura y el texto,
Desiderio Navarro (trad.), Madrid: Cátedra, Presses Universitaires de France.
_____ (1999), Explosión y cultura, Delfina Muschietti (trad.), Barcelona: Gedisa.
Mattelart, Armand (2000), Historia de la utopía planetaria. De la
ciudad profética a la sociedad global2a ed., Gilles Multigner
(trad.), Barcelona: Paidós.
Nietzsche, Friedrich (1959), Consideraciones Intempestivas. De la
utilidad y los inconvenientes de los estudios históricos para la vida,
3a ed., Buenos Aires: Aguilar.
_____ (1985), “Sobre la verdad y la mentira en un sentido extramoral”, en Obras Inmortales, 4 tomos, Barcelona: Teorema.
c
112
Clases sociales
Massimo Modonesi
María Vignau
Definición
Historia, teoría y crítica
Lo primero que se debe enfatizar al discutir el concepto de
clase social en la tradición marxista es que éste, a diferencia
de otras corrientes de pensamiento social que mencionaremos más adelante, no refiere a una ubicación jerárquica, de
forma de estratificación, de categorización o de clasificación
de los individuos de una sociedad; para el marxismo, la clase
social es una categoría central para explicar la estructura y la
dinámica social, está inserta en un análisis global, con referentes históricos, económicos y sociales, y refiere una relación
social (relación de explotación y dominación). Aunado a ello,
el marxismo asume a la lucha de clases como el motor de la
historia pues, a través del antagonismo clasista, se desarrollan
las contradicciones de la estructura económica capitalista y
se transforma la sociedad.
A pesar de la indiscutible centralidad de la categoría, existe amplia ambigüedad en su uso. Ello es evidente en la vasta
producción y desarrollo posterior a Marx que los teóricos y
militantes marxistas realizaron en sus intentos por esclarecer
el concepto y en la polémica que se ha generado entre las corrientes que conforman la tradición marxista contemporánea.
Podemos rastrear el origen de dicha ambigüedad en los
propios escritos de Marx en donde se refiere a las clases sociales en la estructura económica (como la expresión de la
contradicción capital/trabajo), cuando, en otras ocasiones,
pareciera no admitir la existencia de las clases plenamente
constituidas más que en la lucha política organizada. Estas
distintas condiciones o situaciones de clase pueden ordenarse
en torno a la distinción establecida por Marx en la Miseria
de la Filosofía entre clase en sí y clase para sí, lo que Poulant-
zas llama una “escisión teórica de una doble situación de
clase” (1998: 66).
Para Marx, la clase en sí se refiere a la ubicación estructural
de los individuos en su relación con los medios de producción en la dinámica de la estructura económica, siendo por
lo tanto la existencia objetiva y reconocible de la clase que
expresa la contradicción capital/trabajo y que está en relación con la propiedad que los sujetos tienen de los medios
de producción y el lugar que les corresponde en las relaciones
sociales de producción. Por su parte, la clase para sí se refiere
a la existencia política, subjetiva e incluso ideológica de la
clase. Es la clase que posee conciencia de clase (asumiendo
y actuando en función de sus intereses de clase) como el
ingrediente que configura su disposición y su capacidad de
lucha de clases (Marx, 2006).
Para examinar los debates en el marxismo contemporáneo
en torno al concepto de clase social se mantendrá la distinción de clase en sí y clase para sí, ilustrando las preguntas y
desarrollos que han existido en cada frente.
Clase en sí
Como ya se mencionó, la clase en sí se refiere a la existencia
estructural, objetivamente reconocible, concreta y material;
clase constituida, de acuerdo con Marx, en función de la propiedad de los medios de producción y su colocación en las
relaciones de producción correspondientes. En este sentido,
Marx distinguió dos clases principales: la burguesía, como los
propietarios de los medios de producción, y el proletariado,
como los que se ven obligados a vender su fuerza de trabajo.
Sin embargo, hay que notar que incluso en esta primera definición marxista empírica de las clases, Marx se movió entre
una definición teórica y abstracta, en donde tendencialmente
el sistema capitalista giraba en torno a dos clases y su conflicto, y una aproximación más empírica, histórico concreta,
en la cual aparecían otras clases —como el campesinado, los
terratenientes o fracciones de clases—.
Esta primera distinción, realizada a mediados del siglo
xix, ha sido particularmente discutida desde los años setenta cuando, en medio de transformaciones estructurales que
implicaron una relativa desindustrialización en los países
del capitalismo avanzado y la expansión de los mercados
financieros, pareció invertirse la tendencia hacia la polarización entre dos clases donde una “es dueña de los medios de
producción” y otra “vende su fuerza de trabajo”. En efecto, el
desplazamiento de los procesos productivos manufactureros
hacia la periferia, en un contexto en donde a la proletarización en sí no correspondían automáticamente los procesos
de subjetivación clasistas, obligó a un debate sobre la validez
del concepto. En este sentido, preguntas tales como ¿cuáles
son las formas de existencia real de las clases en la actualidad?, ¿qué tanta diversificación puede tolerar la polarización
abstracta capital/trabajo?, o, en otros términos, ¿quién es el
obrero, el trabajador y el patrón del siglo xxi?, siguen pendientes y son objeto de debate actual.
Ante esta problemática, muchos marxistas han buscado
dar solución a la definición empírica de las clases sin abandonar aquello que caracteriza al análisis marxista de las clases,
esto es, la primacía de las relaciones de producción, la contradicción capital/trabajo y la existencia de la lucha de clases.
Son muchos y muy variados los desarrollos que ha habido
en años recientes en esta veta, por lo que hacer un recuento
de todos ellos sería imposible en este momento. Sin embargo, es posible ejemplificar esta producción reciente con dos
propuestas teóricas antitéticas; en tanto la primera defiende la vigencia del concepto de clase trabajadora, la segunda
pretende superarla.
Ricardo Antunes, destacado sociólogo brasileño, en su
libro Los sentidos del trabajo (2005), reconoce la problemática
socioeconómica anteriormente mencionada y, en una búsqueda de otorgar validez contemporánea al concepto marxista de
clase trabajadora, la reconceptualiza para enfatizar su sentido
actual como clase-que-vive-del-trabajo, incluyendo en este
concepto amplio a la totalidad del trabajo colectivo asalariado,
a formas de trabajo que son productoras de plusvalía aunque
no sean directamente manuales, al proletariado rural, a los
trabajos part time y a los trabajadores de la economía informal. De igual forma, como toda noción de clase, esta versión
abierta e incluyente se define también en función de lo que
excluye: “a los gestores del capital, a los que viven de la especulación e intereses y a aquellos altos funcionarios que detentan
la función del control en el proceso de trabajo, valorización y
reproducción del capital” (94).
Por otro lado, la propuesta de Negri y Hardt ejemplifica
el abandono de la noción de clase, no sólo por su desdibujamiento en el capitalismo posindustrial, sino porque la clase
ya no es considerada como agente de transformación. En su
lugar, los autores proponen el concepto de multitud, una entidad social que surge del trabajo inmaterial y cognoscitivo y
creativo, plural y múltiple que se compone de singularidades
y que actúa partiendo de lo común (2004: 127-130).
Clase para sí
Como se mencionó anteriormente, la clase para sí se refiere
a la existencia política, subjetiva y consciente de la clase; aunado a ello, la noción hace referencia a la acción consciente
en función de los intereses de clase. Sobra decir que, para el
marxismo, la temática de la clase para sí es fundamental por
su carga y connotación política y por la dimensión estratégica que tiene tanto en el andamiaje teórico marxista como
en la acción militante.
Es también importante mencionar que, para esta corriente de pensamiento, la existencia de la clase para sí hace
referencia implícitamente a la lucha de clases; es decir, a pesar de los debates que existen en el marxismo alrededor de
esta temática, la certeza de la existencia de la lucha de clases
o de conflicto y antagonismo de las clases es irreductible en
los análisis marxistas.
Los debates y discusiones en torno a la clase para sí tienen
que ver con su surgimiento, en otras palabras, con la respuesta
Clases sociales
113
c
a la pregunta ¿cómo se pasa de la clase en sí a la clase para sí ?
Si la clase para sí es la existencia consciente y subjetiva de la
clase (a diferencia de su existencia meramente objetiva en el
plano de la producción material), las discusiones en torno a
ella bien podrían ser los debates en torno al surgimiento de la
conciencia de clase. Es importante mencionar que la conciencia se refiere al pasaje de la existencia material de la clase al
reconocimiento de intereses de clase y las formas de acción
que de ello se desprenden.
Al igual que con la noción de clase en sí, son muchos los
trabajos (y las polémicas) que se han generado en torno al
problema del surgimiento de la clase para sí. Siendo imposible revisarlos todos aquí, mencionaremos brevemente tres
autores fundamentales: Rosa Luxemburgo, Lenin y Antonio Gramsci.
Para Rosa Luxemburgo (2003), si bien la conciencia es un
estado que implica conocimiento y racionalidad, su raíz y su
nacimiento tiene que rastrearse en formas de espontaneidad,
a través de las experiencias colectivas de luchas y de confrontación clasista. En este sentido, la concepción de la marxista
polaca refiere a una conciencia que se gesta al interior del
movimiento obrero, al calor de sus prácticas. Es importante
resaltar esto porque, más allá de la influencia relativa de la
obra de Luxemburgo, la perspectiva más influyente al interior
del marxismo propone que la conciencia de clase es llevada al
proletariado desde afuera, por el partido, por la fracción más
politizada y por medio del conocimiento del marxismo como
clave de comprensión de la existencia de clase a contrapelo
de su ocultamiento por la ideología burguesa. Después de
Kautsky, Lenin y Gramsci son dos autores que, con aproximaciones algo diferentes, argumentan la exterioridad de la
conciencia. Lenin (1981) habla del partido de vanguardia
como aquél que porta y cataliza la conciencia de las masas
proletarias mientras que Gramsci (2000), sin abandonar la
idea de partito, insiste en el papel central que ocuparían los
intelectuales orgánicos como agentes de construcción ideológica y de formación y politización de las clases.
En esta veta, preguntas como ¿de dónde viene la conciencia de clase?, y ¿cómo se constituyen los sujetos? son algunos
de los cuestionamientos que quedan pendientes y sobre los
cuales existe mucha discusión y desarrollo contemporáneo.
La clase como proceso
Finalmente, es importante mencionar que no sólo existen
problemas con las conceptualizaciones y operacionalizaciones de la clase en sí y la clase para sí sino que su presentación
como condiciones o situaciones escindidas y duales representa
un problema que se ha reproducido en muchos trabajos de
la tradición marxista: en algunos momentos de la reflexión
marxista se ha definido a la clase sólo en términos de su
determinación económica o su determinación estructural,
mientras que en otras ocasiones la clase sólo se ha reconocido
en cuanto su existencia política y consciente.
En este sentido, y para terminar el esbozo de los debates
en la tradición marxista en torno al concepto de clase social,
c
114
Clases sociales
es importante rescatar la concepción de Edward Palmer
Thompson por la innovación que representa su propuesta
y por el logrado intento de evitar el dualismo antes mencionado. El historiador marxista inglés, en su trabajo La
formación de la clase obrera en Inglaterra (1989), reconoce que
las relaciones de producción tienen consecuencias objetivas
fundamentales al distribuir a los individuos en situaciones
de clase, siendo éste el inicio y no el final de la formación de
clase: los individuos experimentan esas condiciones objetivas
y, a través de esa experiencia, identifican intereses de clase,
pensando y actuando de forma clasista (esto es, en otras
palabras, la “disposición a actuar como clase”). La clase es
entonces algo dinámico, un proceso y una relación. Siguiendo esta argumentación, las personas “se comportan y valoran
de manera clasista incluso antes, y como condición, de que
haya formaciones ‘maduras’ de clase con sus instituciones y
valores conscientemente definidos” (Wood, 2000: 98). Para
Thompson, entonces, la conciencia de clase debe entenderse
también como un proceso histórico que se forma cuando se
experimentan las situaciones de clase y las presiones objetivas —tales como la explotación y los conflictos de intereses
de clase—.
Además de la marxista, que adopta el concepto de clase
como un pilar teórico, existen otras corrientes de pensamiento
sociológico que utilizan esta noción.
La tradición estructural-funcionalista y los “teóricos de la estratificación”
Esta tradición está usualmente relacionada con la sociología
norteamericana parsoniana, cuya influencia fue determinante
en el desarrollo de la sociología durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Para diversos autores de
esta tradición, el concepto de clase social es equiparado con
el de estrato social, que hace referencia a un ordenamiento jerárquico de la población de una sociedad. El trabajo
más representativo de esta corriente es el realizado por los
sociólogos norteamericanos Davis y Moore, Algunos fundamentos de la estratificación (1945). En él, se argumenta que
las estratificaciones son universales y se basan en la distribución desigual de derechos y obligaciones en una sociedad
de acuerdo a ciertos criterios cualitativos y cuantitativos
—el sistema de estratificación dependerá de los criterios
que se utilicen—. Bajo este esquema y conceptualización, la
desigualdad es funcionalmente necesaria para mantener el
sistema social, en otras palabras, las clases no son antagónicas
y se sustentan mutuamente por conexiones funcionales; así,
la principal implicación de esta concepción de clase social es
que la desigualdad se justifica a partir de la noción de igualdad
de oportunidades del liberalismo económico.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
Los intentos por definir a las clases sociales también han incluido esfuerzos por establecerlas empíricamente a partir de
agregados estadísticos que categorizan a los individuos de una
sociedad en distintos grupos —los criterios utilizados para
crear estos esquemas son muy variados; son utilizados por
ejemplo ingresos, consumo, ocupación, etcétera—. Dentro de
este grupo encontramos a autores como Goldthorpe y Wright
—quien busca construir un esquema de clases ocupacional
marxista—. Es importante mencionar que esta definición y
concepción de las clases sociales es usualmente descriptiva
y busca ser una clasificación o categorización de individuos.
Otras conceptualizaciones: Weber, Dahrendorf, Giddens y Bourdieu
Max Weber conceptualiza a las clases sociales en relación
con las oportunidades de vida, dando importancia decisiva
a la propiedad en el análisis de clase. De acuerdo con Weber,
“el término clase se refiere a cualquier grupo de individuos
basado en la misma situación de clase [donde] las categorías
básicas de toda situación de clase son propiedad y carencia
de propiedad” (2000: 242). En este sentido, Weber tiene una
concepción pluralista de las clases que son negativa o positivamente privilegiadas por lo que respecta a la propiedad y
a la adquisición.
Dahrendorf, uno de los representantes de los llamados
“teóricos del conflicto”, presenta en su trabajo Las clases sociales y su conflicto en la sociedad industrial (1959) una concepción
muy distinta de las clases sociales: para este autor, más que
posesión o no posesión de propiedad, la clase debe definirse
a partir de la posesión o exclusión de autoridad. Por tanto,
existe una distribución diferencial del poder y la autoridad,
convirtiéndose ésta en el factor de definición de la clase social.
En su trabajo La estructura de clases en las sociedades avanzadas (1973), Anthony Giddens parte de una crítica a la
sobredeterminación estructural en sociología a favor de la estructuración activa de las relaciones de clase. Para este autor,
una clase social “se refiere a un conjunto de formas de estructuración basadas en niveles comúnmente compartidos de
capacidad de mercado” (1973: 121). En este sentido, existen
tres capacidades de mercado importantes: la posesión de la
propiedad de los medios de producción, la posesión de cualificaciones educativas o técnicas y la posesión de fuerza de
trabajo manual. Así, la estructuración de clase representa el
modo a través del cual las disparidades en la capacidad de
mercado se convierten en realidades sociales y, por lo tanto,
condicionan o tienen influencia en la conducta social del individuo. La existencia de estructuración de clases presupone
siempre un reconocimiento de clase e implica así la existencia de
diferentes “culturas” de clase dentro de una sociedad. Giddens
afirma entonces que, “en tanto que la clase es un fenómeno
estructurado, existirá la tendencia a un reconocimiento común y a aceptar unas actitudes y creencias similares, ligadas a
un estilo de vida común, entre los miembros de la clase” (126).
La conceptualización de las clases sociales del sociólogo francés Pierre Bourdieu, abordada, en su mayoría, en La
distinción (1979), no está dada únicamente a partir de una
relación económica (ya sea de producción, ingresos, ocupa-
ción, etcétera), sino de las relaciones sociales en general, en
otras palabras, tienen una naturaleza diversa y socialmente
construida. Al identificar cuatro formas de capital —económico, cultural, social y simbólico—, Bourdieu argumenta
que éstas proporcionan o despojan a los agentes en su lucha
por las posiciones en el espacio social; como consecuencia,
las clases individuales desarrollan y ocupan un habitus similar. En otras palabras, al ocuparse de los procesos activos de
formación de clase y de diferenciación social, Bourdieu utiliza
el concepto de clase social para identificar a aquellos grupos
sociales que se distinguen por sus condiciones de existencia y sus
respectivas disposiciones; las condiciones de existencia están
dadas tanto por el capital económico —que refiere el nivel de
recursos materiales— como por el capital cultural —adquirido
principalmente a través de la educación—.
Una reflexión final sobre la actualidad e importancia del análisis de clase
Si bien en las últimas décadas la noción de clase social parece
haber perdido peso e importancia explicativa en las ciencias
sociales, ello no debe ser atribuido sólo a un problema teórico o a la ambigüedad antes mencionada —que por otra
parte, como quisimos señalar, opera como apertura y por lo
tanto enriquece el alcance del concepto—. Razones políticas
ligadas a una crisis política del marxismo dogmático vinculado al mundo del llamado socialismo real y, su contraparte,
la proliferación de perspectivas teóricas que exaltan nociones liberales como la de ciudadano, operan en contra de la
reflexión sociológica en torno a las clases sociales sostenida
históricamente por el marxismo crítico.
Al mismo tiempo, a nuestro parecer, el concepto de clase ya no como paradigma preestablecido sino como campo
y marco de hipótesis sigue ofreciendo una entrada fecunda
al análisis de las profundas contradicciones y desigualdades
presentes en nuestras sociedades. Además, en un terreno
que rebasa lo descriptivo, siendo la noción de clase social
profundamente crítica, permite rescatar aquella vertiente
sociológica que concentra sus esfuerzos en poner en evidencia las contradicciones, las perversiones y las miserias
que se ocultan detrás de las apariencias de las sociedades
capitalistas contemporáneas. Por último, aun cuando en el
terreno subjetivo es donde el desdibujamiento de la eficacia
explicativa e interpretativa de la noción de clase parece ser
más real, es innegable que, del lado de los grupos dominantes,
operan poderosos factores de cohesión y de identidad a nivel
cultural como político y, del lado de los grupos subalternos,
aún en medio de una relativa dispersión y fragmentación se
dan, esporádicamente o con persistencia según el momento
y el lugar, procesos de agregación y de acción colectiva que
pueden y deben leerse en clave clasista.
Bibliografía
Antunes, Ricardo (2005), Los sentidos del trabajo, Buenos Aires:
Herramienta.
Clases sociales
115
c
Bordieu, Pierre (1988), La distinción. Criterio y bases sociales del
gusto, Madrid: Taurus.
Borja, Jordi (1971), “La confusión sociológica sobre las clases sociales”, en Norman Birnbaum et al. (eds.), Las clases sociales en la
sociedad capitalista avanzada, Barcelona: Península, pp. 5-14.
Bottomore, T.B. (1973), Las clases en la sociedad moderna, Buenos
Aires: La Pléyade.
Crompton Rosemary (1993), Clase y estratificación. Una introducción
a los debates actuales, Madrid: Tecnos.
Daherendorf, Ralf (1967), Class and Class Conflict in Industrial
Society, California: Stanford University Press.
Davis Kingsley y Wilbert Moore (1974), “Algunos fundamentos
de la estratificación social”, en Claudio Stern (comp.), La
desigualdad social, tomo I, México: Sepsetentas, núm. 147,
pp. 95-115.
Giddens, Anthony (1973), La estructura de clases en las sociedades
avanzadas, Madrid: Alianza.
Gramsci, Antonio (2000), Cuadernos de la cárcel 6 tomos, México:
Era, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
Hardt, Michael y Antonio Negri (2004), Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio, Barcelona: Debate.
Lenin, Vladimir Ilich (1981), “Qué hacer”, en Obras completas, tomo
6, Moscú: Progreso.
Luxemburgo, Rosa (2003), Huelga de masas, partido y sindicato,
Madrid: Fundación Federico Engels.
Marx, Karl (2006), El capital. Crítica de la economía política, México:
Fondo de Cultura Económica.
Poulantzas, Nicos (1983), “Introducción”, en Las clases sociales en
el capitalismo actual, México: Siglo xxi, pp. 12-35.
_____ (1998), “Política y clases sociales”, en Poder político y clases
sociales en el Estado capitalista, México: Siglo xxi, pp. 60-116.
Stavenhagen, Rodolfo (1971), “Clases sociales y estratificación”,
en Las clases sociales en la sociedad capitalista avanzada, Barcelona: Península, pp.169-189.
Thompson, Edward Palmer (1989), La formación de la clase obrera
en Inglaterra, Barcelona: Crítica.
Vericat, José (1990), “Clases sociales”, en Diccionario de terminología científico-social. Aproximación crítica, Madrid: Universidad
Complutense de Madrid.
Weber, Max (2000), Economía y sociedad, México: Fondo de Cultura Económica.
Wolpe, H. (1971), “Estructura de clases y desigualdad social. Principios teóricos del análisis de la estratificación social”, en
Norman Birnbaum et al. (eds.), Las clases sociales en la sociedad capitalista avanzada, Barcelona: Península, pp. 137-167.
Wood, Ellen Meiksins (1983), “El concepto de clase en E.P. Thompson”, Cuadernos políticos, núm. 36, abril-junio, pp. 87-105.
_____ (2000), “La clase como proceso y como relación”, en Democracia contra capitalismo, México: Siglo xxi, pp. 90-126.
Wright, Erik Olin (1985), Classes, London: Verso Books.
_____ (1990), The Debate on Classes, London: Verso Books.
_____ (1997), Class Counts: Comparative Studies in Class Analysis,
Cambridge: Cambridge University Press.
_____ (2005), “Social Class”, en George Ritzer (ed.), Encyclopedia
of Social Theory, California: Sage Publications, pp. 718-725.
c
116
Clientelismo
CLIENTELISMO
Patricia Escandón Bolaños
Definición
Es difícil proponer una explicación unívoca y precisa del
concepto clientelismo. Esto obedece a la variedad de interpretaciones que antropólogos, sociólogos, politólogos e incluso
historiadores han hecho sobre tal fenómeno desde mediados
del siglo xx a la fecha. Sin embargo, en términos generales,
puede afirmarse que el clientelismo es una relación que vincula a un individuo de jerarquía política o socioeconómica
superior, a quien se denomina patrón, con otro u otros que,
respecto de él, mantienen una posición subalterna, a quienes se suele llamar clientes o clientela. Tal vínculo asimétrico
e instrumental entre ambas partes supone un intercambio
recíproco de apoyo, lealtad, asistencia y recursos, entre otras
cosas. Es decir, en función de su estatus preeminente y de su
influencia —que le permiten el acceso o la disposición de bienes públicos, materiales o inmateriales—, el patrón está en
posibilidad de distribuirlos o canalizarlos, y a veces sólo de
prometerlos, de manera selectiva, entre su clientela, a cambio
del respaldo y los servicios que ésta pueda prestarle para llevar
a cabo sus objetivos o proyectos particulares, habitualmente
de orden político.
Aunque tradicionalmente se ha aseverado que el clientelismo es un sistema de relaciones sociopolíticas característico
de sociedades básicas o prioritariamente rurales (como las de
Europa del Sur, Medio Oriente y América Latina), hoy se
acepta de manera más general que su presencia se registra
prácticamente en todo el mundo, aun cuando tal aserto no
esté exento de controversias y discusiones respecto de si las
prácticas clientelares constituyen un ingrediente legítimo o
legitimado del contexto institucional entre las sociedades
más tradicionales, tales como las arriba citadas, y como un
fenómeno informal del ámbito institucional en sociedades industrializadas y democráticas (Estados Unidos y otros países).
Historia, teoría y crítica
Desde la aparición de la palabra y la figura en la antigua
Roma, el cliente o cliens era el romano, o el extranjero, que se
ponía voluntariamente bajo la protección de un hombre de
rango superior al suyo: el patronus. Cliente y patrón quedaban
entonces ligados por una serie de obligaciones: el cliente debía a su patrón fidelidad política y sostén incondicional para
sus planes y actividades; a cambio, el patrón debía protegerlo,
brindarle asesoría legal, facilitarle la resolución de problemas
prácticos y ayudarlo moral o económicamente. En la sociedad romana —profundamente jerarquizada y dividida entre
patricios y plebeyos—, los clientes desempeñaban un papel
importantísimo para la vida política. A mayor dimensión de
la clientela, mayor poder y prestigio alcanzaban los clanes
nobles y los pater familias que los encabezaban; de ahí que
éstos se enorgullecieran de tener bajo su tutela a grandes
cantidades de clientes. No fue raro el caso en que un pueblo,
incluso una ciudad completa, dependió de un patronus. La
expansión imperial de Roma difundió en otras comunidades
mediterráneas la cultura y las instituciones latinas, entre ellas
la institución clientelar. En el caso particular de España, este
hecho es perceptible en la legislación medieval de las Siete
partidas, de Alfonso X, el Sabio, texto de derecho común y
fundamento de la legislación castellana. En la cuarta partida
se incluyen las regulaciones para la familia, dirigida por la autoridad absoluta del padre. También se incluyen las relativas
al vínculo existente entre los que “crían” —esto es, los padres
o señores— y sus “criados” o dependientes; luego aparecen las
que hay entre señores y vasallos y, finalmente, las que existen
entre los amigos de hombres ricos y poderosos. De su lectura,
se concluye que lo que hizo la ley alfonsina a este particular
no fue inventar novedades, sino únicamente reglamentar para
sus territorios la naturaleza de unas relaciones preexistentes,
que venían de muy atrás.
Sin embargo, mientras que la relación de vasallaje suponía
un rito y un juramento que la Corona validaba formalmente y cuyo rompimiento por parte del vasallo equivalía a la
comisión de un delito (felonía), la del poderoso señor y su
clientela (o conjunto de “criados”, es decir, personas que se
habían formado en su casa y bajo su amparo, o el de sus
amigos) era una liga estrictamente privada, personal, por lo
que, aun reconocida como lícita, quedaba fuera del control y
de la sanción gubernamentales. El señor o patrón y sus criados, amigos o clientes mantenían una relación asimétrica,
en función de la jerarquía de uno y otros, y compartían una
serie de obligaciones que quedaban hasta cierto punto bajo
el control discrecional del señor. Ya en la era moderna, más
de un tratadista político español formuló los principios de
la relación clientelar en términos que aludían a un vínculo
“natural”, sancionado por Dios, quien fungía como primer
y gran patrón de la humanidad, a la que había creado. A semejanza suya, los monarcas sólo podían labrarse reputación
de grandeza y poder a partir de la confección de “criaturas”
propias que le sirviesen, siguiesen y respetasen, es decir, de la
creación de una casta nobiliaria. Sucesivamente, los nobles y
grandes señores debían hacer otro tanto, favoreciendo a personas que se constituyesen en criados y servidores y que, a
cambio, podrían recibir de sus patrones gracias y beneficios.
A este respecto, conviene tener presentes ciertas premisas acerca de la constitución social y política de esa época.
Primera, que si la sociedad se concebía como un conjunto
dispar en que era indispensable una organización jerárquica,
la armonía social no requería de igualdad entre sus miembros. Segunda, que la administración debía ser mediatizada
y no central, pues entre la cabeza, que era el monarca, y los
súbditos que formaban la sociedad debía haber forzosamente
instancias de poder intermedias, correas de transmisión que
hicieran efectivo el ejercicio del poder.
Desde que la Corona castellana estableciera en el Nuevo
Mundo su soberanía, los conquistadores, colonos y oficiales
reales que en oleadas sucesivas arribaron a sus costas tenían
perfectamente internalizados estos esquemas con los que modelaron su visión del mundo y su vida en comunidad. Entre
ellos, señaladamente, existía la convicción de que para hacer
fortuna y carrera, aparte de los méritos personales, resultaba
decisivo el patrocinio de un poderoso señor, es decir, la relación clientelar. Que la presunción era cierta lo demuestran las
prácticas de los virreyes y otros funcionarios en la distribución
de oficios públicos y beneficios materiales (encomiendas y
mercedes) que habitualmente recaían en sus allegados y servidores. Por otro lado, reiterativamente y a partir del último
cuarto del siglo xvi, la legislación indiana prohibió a los magistrados de ultramar, así como a sus hijos, que contrajeran
matrimonio en las jurisdicciones de su asignación.
En un medio en que los vínculos de parentesco (biológicos o rituales) tenían una fuerza determinante y servían
de base para la confección de poderosas redes políticas y
económicas, las leyes trataban de impedir que los oficiales establecieran lazos familiares que sesgaban o torcían el
recto cumplimiento de sus funciones. Empero, tal política
aislacionista no fue ni medianamente exitosa, pues los emparentamientos entre la alta burocracia peninsular y las élites
criollas fueron muy comunes, y con ellos la constitución de
nuevos grupos clientelares.
El periodo de dominación española modeló en Hispanoamérica una sociedad basada en una relación de poder
entre los distintos cuerpos y estratos sociales y en la consideración prioritaria del orden jerárquico, la autoridad, el
prestigio y el honor. Por otra parte, si no puede hablarse con
propiedad de una “debilidad” de las instituciones centrales de
control, sí habrá que conceder que el ejercicio de la soberanía
metropolitana dependía y gravitaba en torno a un sistema
de pactos, pesos y contrapesos que, si bien resultó altamente
funcional para el mantenimiento de los vínculos de lealtad
entre las comunidades coloniales, también propició la atomización de las relaciones de poder en los espacios regionales y
locales. Con ello, igualmente favoreció la propagación de las
relaciones clientelares a diferentes esferas y ámbitos sociales.
En los distritos, las oligarquías terratenientes y mercantiles no sólo disponían de un amplísimo potencial económico,
sino que además se habían adueñado —generacional y casi
patrimonialmente— de los oficios e instituciones municipales, lo que les confería poder político, de modo tal que su
posición preeminente les permitía disponer de una numerosa
clientela e igualmente negociar sus posiciones e intereses con
la autoridad central. En el seno de estos grupos de cultura
política jerárquico-patriarcal se fue gestando la figura del
cacique u “hombre fuerte”, característica del mundo iberoamericano.
En el siglo xviii, las llamadas reformas borbónicas intentaron, en el plano político, reordenar, profesionalizar y
moralizar la administración colonial, así como debilitar o
socavar el poder de individuos o corporaciones que pudiesen
Clientelismo
117
c
oponerse a la “racionalización” de los nuevos lineamientos. En
el orden gubernamental, se optó por un funcionariado y un
cuerpo de burócratas de carrera cuya selección y promoción
se determinó —al menos en teoría— por criterios meritocráticos y no por la condición de nacimiento; lo anterior iba
en detrimento, sobre todo, de los viejos patriciados locales.
Cabe señalar que, en este sentido, ciertamente se afectaron
intereses de grupos y clientelas tradicionales, sin que en el
fondo se erradicasen las antiguas prácticas, toda vez que los
nuevos administradores y sectores favorecidos construyeron
sus propias redes clientelares. Más bien puede afirmarse que
hubo relevo de personas e instituciones, pero no cambios
sustanciales en las modalidades de relación sociopolítica o en
los mecanismos de acceso al poder y los recursos.
Las guerras de independencia, la desintegración del antiguo Imperio español y el posterior surgimiento de Estados
nacionales en el siglo xix tampoco fueron acontecimientos
que modificaran de raíz las cosas, aunque sin duda les confirieron un cariz distinto. La novedad estribó en la aparición de
nuevas estructuras políticas y en los mecanismos de selección
de los cuadros dirigentes de las flamantes repúblicas: con presidentes y congresos o parlamentos elegidos por votación, se
presenció el desarrollo de relaciones clientelares en el seno de
los partidos políticos y de la burocracia estatal. El referente e
indicador de la lealtad y el compromiso, la moneda de cambio en la relación patrón-cliente fue, en adelante, el sufragio.
Con todo, la debilidad institucional de los nuevos Estados aún permitió la coexistencia de estas vertientes con
las formas más antiguas del clientelismo autoritario. En el
ámbito rural, particularmente en la unidad productiva conocida como “hacienda” o “estancia”, los hombres fuertes,
los grandes propietarios, hacían valer su poder económico y
político, tanto al determinar selectivamente qué integrantes
de sus propias clientelas tendrían acceso a la tierra y a otros
medios de subsistencia y beneficios, como al decidir en qué
sentido orientarían su voto para la elección de candidatos a
puestos de elección locales, distritales o nacionales.
En el decurso posterior de la historia de América Latina,
la del siglo xx y la del incipiente siglo xxi, tanto los regímenes autoritarios como los democráticos han echado mano
indiscriminadamente de las relaciones clientelares como
mecanismos eficaces para fincar, extender o conservar su
base social de apoyo por la vía comicial. Adicionalmente, la
opción por formas de economía mixta, es decir, la participación directa de los Estados en los procesos productivos, en la
creación y apropiación de empresas, ha favorecido igualmente
la expansión del clientelismo a través de la concesión de cargos públicos y del sostenimiento de una burocracia creciente,
pero no profesionalizada y de bajos ingresos.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
Como objeto de estudio académico para las ciencias sociales, el tema del clientelismo tiene poco más de sesenta
c
118
Clientelismo
años. Aunque los sociólogos funcionalistas empezaron por
destacar la relación de mutuo beneficio entre partes para el
sostenimiento del equilibrio social, fueron los antropólogos
quienes abrieron camino con los estudios realizados durante
los años cincuenta y sesenta del siglo xx entre las sociedades rurales del Mediterráneo (Andalucía, Grecia e Italia) y
América Latina (sobre todo México). Su enfoque definió la
relación patrón-cliente como un contrato “diádico”, es decir,
como un vínculo que, voluntariamente, ligaba a un individuo dotado de poder, dinero y prestigio con otro que carecía
de ellos. El patrón utilizaba su posición privilegiada para
proteger o beneficiar a su cliente que, a cambio, prestaba
servicios a su patrón.
Cuanto más se profundizaba en el análisis, más necesario fue tomar en cuenta que las sociedades rurales, objeto
de tales estudios, no constituían entidades cerradas y que,
en consecuencia, era indispensable ampliar las perspectivas
hacia sus relaciones con ámbitos más amplios y con otros
protagonistas. Ahí se apreció la importancia de la figura o el
concepto del intermediario (broker), sujeto que interconectaba
a patrones y clientes, que los representaba indistintamente y
que, a cambio, recibía beneficios personales. El crecimiento
del influjo del Estado en las comunidades rurales determinaba su surgimiento en escena y el relieve de su papel. Así,
en la medida en que en las sociedades contemporáneas la
injerencia estatal no amengua sino que, por el contrario, se
fortalece prácticamente en todos los espacios, el peso de la
actuación de los intermediarios o mediadores de la relación
clientelar sigue siendo considerable y aún tiende a aumentar.
Las principales objeciones a la formulación de este modelo provinieron, entre los años sesenta y setenta, de la
antropología marxista, que señaló que las relaciones clientelares así definidas no eran sino una tergiversación de un
modo de explotación del medio rural. Según este punto de
vista, los intercambios clientelares no resultaban significativos
frente a la coerción que ejercía el patrón sobre su clientela,
mediante el mercado de trabajo. El patronazgo no era un
tipo de relación, sino una forma de opresión y una ideología al servicio de la clase dominante, y era posible por una
“debilidad” en la conciencia de clase y porque constituía la
única forma en que las “clases desposeídas” podían acceder a
los bienes y servicios del Estado.
Desde el último tercio del siglo xx a la fecha, la sociología
y la ciencia política han dado un giro y una mayor apertura a
las interpretaciones que le precedieron. En principio, ya no
apuntan a la existencia de la relación patrón-cliente como
un fenómeno derivado del subdesarrollo o de la estructura
de clases, ni —como se dijo antes— asumen que sea un rasgo privativo de las sociedades rurales tradicionales, sino que
las consideran variantes de conducta presentes en la mayoría de las comunidades del mundo. En función de que este
tipo de relaciones tiene que ver con aspectos fundamentales
de la estructuración y regulación del orden social, se presenta como una materia de estudio mucho más compleja, que
rebasa los estrechos marcos de los enfoques disciplinarios y
que debe ser abordada desde un punto de vista integral. Esta
perspectiva —junto con los aspectos quizá más tangibles
de los centros neurálgicos de control y las periferias, de la
influencia política, de la organización de los mercados y de
las perspectivas vitales de los individuos— debe considerar
igualmente una interacción o imbricación con los códigos
axiológicos, las formas culturales y las creencias de las sociedades. De ahí que hoy se haya hecho bastante hincapié en
los estudios comparativos y multidisciplinarios.
Finalmente, y puesto en términos llanos, la cuestión es de
muy amplio espectro, pues se trata de dilucidar quién, cómo y
dónde dispone del poder y de los recursos, así como de esclarecer mediante qué mecanismos los distribuye selectivamente
entre quienes carecen o aspiran a ellos. Aun cuando también
se concede la pervivencia de las relaciones clientelares autoritarias, no son éstas las que reciben mayor atención por parte
de los especialistas. Actualmente, y sobre todo a partir de la
difusión en escala planetaria de los regímenes democráticos,
lo que se prioriza es el estudio del clientelismo electoral o de
las llamadas democracias clientelares. Empero, el consenso entre los expertos es que no se trata de un asunto que se limite
meramente a la cuestión del voto en periodos electorales y
tampoco es una cuestión que pueda expresarse —con cierta
ingenuidad— en términos de “manipulación política” de unas
masas inertes y receptivas.
El planteamiento se dirige preferentemente al estudio de
la conformación y mantenimiento más o menos permanente de bases de apoyo para los partidos o sus candidatos y de
la participación conscientemente asumida de sus clientelas
en los procesos. En este sentido, la figura de los mediadores
o brokers ha captado mayor atención, dado que ellos son el
medio de materialización del vínculo entre los patrones y las
clientelas; son el contacto personal, directo, cotidiano y visible
entre los dos protagonistas de la relación. Para los círculos
superiores, la funcionalidad y utilidad del mediador está en
relación directa con su capacidad para penetrar y persuadir a
los grupos subalternos de integrarse a una clientela, en tanto
que para estos últimos, la legitimidad y el poder del intermediario se hallan determinados por su aptitud para mantener
el flujo continuo y selectivo de beneficios (bienes, servicios,
participación en programas o políticas sociales, etcétera).
Por otro lado, entre las interpretaciones académicas contemporáneas sobre el clientelismo que gozan de mayor
aceptación, se encuentran las que parten del supuesto de que
la incertidumbre política y social, y la estrechez económica
en el subcontinente latinoamericano, así como la naturaleza
transitoria de la interacción social y de las oportunidades de
mejoría en el nivel de vida son causa de que la gente busque
continuamente medios que les proporcionen una seguridad
institucional y personal. Esto no se consigue mediante compromisos identitarios “de clase”, es decir, entre aquéllos que se
ubican en estatus socioeconómicos similares (vínculos horizontales), sino que se apela, en forma fragmentada y puntual,
al establecimiento de lazos verticales y desiguales con los
estratos superiores, que son los que pueden garantizar —así
sea de modo contingente— la seguridad y los beneficios que
se persiguen. Una relación clientelar se establece siempre y
cuando los agentes superiores (patrón o mediadores) puedan
asegurar la movilidad de recursos, y siempre y cuando haya un
contacto social continuo y fluido con la potencial clientela.
No obstante, como tampoco puede garantizarse la estabilidad o permanencia en las jerarquías ni, consecuentemente,
su poder para canalizar de modo indefinido los beneficios a
los sectores dependientes, la incertidumbre permea por igual
a todos los estratos sociales y los estimula a constituir incesantemente relaciones clientelares que les permitan mejorar
o mantener sus posiciones en el entramado social y político,
de ahí también que los cambios sociales no necesariamente
socaven la existencia del clientelismo.
Bibliografía
Auyero, Javier, comp. (1997), ¿Favores por votos? Estudios sobre el
clientelismo político contemporáneo, Buenos Aires: Losada.
Clapham, Christopher, ed. (1982), Private Patronage and Public
Power: Political Clientelism in the Modern State, New York:
St. Martin’s Press.
González Alcantud, José Antonio (1997), El clientelismo político:
perspectiva socioantropológica, Barcelona: Anthropos.
Graziano, Luigi (1976), “A Conceptual Framework for the Study
of Clientelistic Behavior”, European Journal of Political Research, Ernest Gellner y John Waterbury (eds.), vol. 4, núm.
2, pp. 149-165.
Kitschelt, Herbert y Steven I. Wilkinson, eds. (2007), Patrons,
Clients and Policies: Patterns of Democratic Accountability
and Political Competition, Cambridge: Cambridge University Press.
Machado Araóz, Horacio (2007), Economía política del clientelismo:
democracia y capitalismo en los márgenes, Córdoba, Argentina: Encuentro.
Piattoni, Simona (2001), Clientelism, Interests and Democratic
Representation: The European Experience in Historical and
Comparative Perspective, Cambridge: Cambridge University Press.
Roniger, Luis (1990), Hierarchy and Trust in Modern Mexico and
Brazil, New York: Praeger.
Roniger, Luis y Aynes Günes-Ayata, eds. (1994), Democracy,
Clientelism and Civil Society, Boulder, Colorado: Lynne
Rienner Publishers.
Roniger, Luis y Samuel N. Eisenstadt, eds. (1984), Patrons, Clients
and Friends. Interpersonal Relations and the Structure of Trust
in Society (Themes in the Social Sciences), Cambridge: Cambridge University Press.
Schmidt, Steffen W., J. C. Scott, C. Lande y L. Guasti, eds. (1977),
Friends, Followers and Factions: A Reader in Political Clientelism, Berkeley: University of California Press.
Schrötter, Barbara (2010), “Clientelismo político ¿existe el fantasma y cómo se viste?”, Revista mexicana de sociología, vol.
72, núm. 1, enero-marzo, pp. 141-175.
Strickon, Arnold y Sidney M. Greenfield, eds. (1972), Structure
and Process in Latin America: Patronage, Clientage and Power
Systems, Albuquerque: University of New Mexico Press.
Torres, Pablo José (2008), De políticos, punteros y clientes: reflexiones
sobre el clientelismo político, Buenos Aires: Espacio.
Clientelismo
119
c
Trotta, Miguel E. V. (2003), La metamorfosis del clientelismo político: contribución para el análisis institucional, Buenos Aires:
Espacio.
COHESIÓN SOCIAL
Germán Pérez Fernández del Castillo
Definición
Uno de los temas que mayor interés ha despertado en América Latina y Europa (tanto entre académicos como entre
los tomadores de decisiones) es el de la cohesión social. Aun
cuando el concepto ha sido tratado desde las apariciones
tempranas de la sociología (con Emile Durkheim a la cabeza), éste ha cobrado un nuevo auge a partir de la unificación
europea y del debate sobre la desigualdad en América Latina. Para la Unión Europea, lo relevante del tema radica en la
necesidad de acercar a los ciudadanos europeos entre ellos y
en crear una suerte de identidad supranacional, sin suprimir
los nacionalismos ni los regionalismos propios de cada país.
En el caso de América Latina (considerada la región más
desigual del mundo), la cohesión social es importante, ya
que resulta necesario crear mecanismos para acotar la brecha
entre ricos y pobres puesto que las políticas económicas no
siempre bastan para lograr una redistribución más justa de
la riqueza. Ante esta realidad, algunos gobiernos de América Latina han puesto en marcha políticas de fomento a la
cohesión social, en aras de resarcir los daños provocados por
la mala distribución de la riqueza.
Pero vayamos por partes. En un plano más sustancial
y general, el concepto de cohesión social es importante porque nos ayuda a comprender si el contrato que sustenta a
una sociedad es satisfactorio y eficiente para la población
(referenciada en sus símbolos, identidades, instituciones y
recompensas económicas). En función de la cohesión social,
el Estado utiliza e instrumenta mecanismos a través de sus
instituciones, con el fin de amortiguar la atomización social
derivada de la modificación de las formas simbólicas y reales
en el intercambio social, institucional y económico, producidas
por la globalización —que se expresa, entre otros fenómenos,
en la pérdida de relaciones densas (familia, amigos), en exclusión y en desigualdad—, pero también da cuenta de la
eficiencia institucional en ámbitos clave de todo contrato
social, como la elección de nuestras autoridades (legitimidad
de origen) y la procuración e impartición de justicia. Esto
es, la mayor o menor igualdad e inclusión social, legitimidad de autoridades, procuración e impartición de justicia e
intensidad de redes sociales densas tendrá como resultado
una mayor o menor cohesión social. En cada uno de estos
c
120
Cohesión social
rubros intervienen instituciones estatales y, desde luego, la
interacción de la sociedad misma.
La cohesión social, como parece obvio, no da cuenta solamente de la relación del Estado con la sociedad. El estado que
guarda la cohesión social describe las relaciones horizontales
en su dinámica cultural y económica en dimensiones como
confianza-desconfianza, participación-aislamiento, certidumbre-incertidumbre, entre otras. Sin embargo, ese estar
de la sociedad es afectado de manera inevitable por políticas públicas como las de índole laboral o social, por lo que
el estatus de lo social se ve afectado de modo determinante
por las acciones u omisiones del Estado, por la eficiencia o
ineficiencia de sus instituciones. De esta manera, “[…] la cohesión social incorpora tanto la dimensión estructural como
la subjetiva, y puede entenderse como la dialéctica entre mecanismos instituidos de inclusión/exclusión sociales y las respuestas,
percepciones y disposiciones de la ciudadanía frente al modo en
que ellos operan” (Hopenhayn, 2006: 39).
La cohesión social puede manifestarse en forma de algún
comportamiento particular o en valoraciones concretas que
pueden ser positivas o negativas. En el primer caso, se observa un mejoramiento en la confianza en las instituciones;
tiene un sentido de pertenencia que se expresa a través de
la participación; alimenta el sentido de un espacio público
fortalecido desde la perspectiva democrática y robustece la
creencia de que sus esfuerzos son recompensados y reconocidos socialmente. La “gente” obtiene seguridad subjetiva
al verse rodeada de relaciones de confianza y solidaridad
que, según los estudios de Norbert Lechner (1990), forman
parte esencial de la estrategias de salida de eventuales crisis,
sean éstas de índole emocional, económica o jurídica (un
argumento similar ha sido propuesto por Robert Putnam,
aunque para este sociólogo norteamericano es el capital social el principal repertorio de medios no materiales que le
permite a la gente afrontar sus crisis). Asimismo, la seguridad
objetiva se relaciona estrechamente con el reconocimiento de
espacios —públicos y privados— como vivibles, disfrutables
y utilizables, sin temor a la delincuencia, pero en todo caso,
con la confianza de que si alguien viola la ley en mi perjuicio,
existe un aparato institucional que me protege y que hará
justicia. La procuración e impartición de justicia es de vital
importancia para la cohesión social porque toca los fundamentos mismos de todo Estado liberal, así sea entendido el
Estado en su mínima expresión, como la organización que
detenta la obligación de velar por la vida y la propiedad de
sus ciudadanos.
A través de la cohesión social, se puede replantear los
términos del contrato social con vistas, por un lado, al mejoramiento de la responsabilidad cívica, que genera respeto
por las normas y confianza entre los individuos y en las instituciones; por otro, a la inclusión y eficacia institucional para
fomentar la equidad, el bienestar y la protección. Para lograr
tal propósito, la sola idea de cohesión social debe derivar en
políticas persuasivas que detonen una voluntad movilizada
por parte de la sociedad. La cohesión es, pues, a la vez fin y
medio de las acciones institucionales en búsqueda de condiciones mínimas de bienestar:
Como fin, provee contenido y sustancia a las políticas
sociales, por cuanto éstas apuntan, en sus resultados
como en su proceso de gestión y aplicación, a reforzar
tanto la mayor inclusión de los excluidos como mayor
presencia de éstos en la política pública. […] sociedades más cohesionadas [entendiendo cohesión social
como medio] proveen un mejor marco institucional
para el crecimiento económico, fortalecen la gobernabilidad democrática y operan como factor de atracción
de inversiones al presentar un ambiente de confianza
y reglas claras (Hopenhayn, 2006: 40).
El conjunto formado por la desigualdad (expresada en
un aumento de la brecha económica y la mala distribución
del ingreso), la legitimidad deteriorada de las autoridades
y el desmantelamiento de un espacio público sólido minan
la construcción social de la vida pública y orillan a que la
sociedad, como conjunto, se fracture, produciendo un individualismo extremo en función del miedo al “otro” y de la
desconfianza en las instituciones, especialmente en aquéllas
encargadas de la seguridad.
Estudiar el concepto de cohesión social responde a la necesidad de conformar una sociedad capaz de interrelacionarse
consigo misma de forma pacífica y legítima en un contexto
extremadamente complejo, plural y multicultural, diverso y
desigual, como lo es el de la mayoría de las sociedades contemporáneas. La globalización, aunada a las reformas de los
años ochenta orientadas al mercado, mostraron “[...] que el
cambio social hace languidecer los vínculos comunitarios y
otras formas de sociabilidad que alimentan la confianza y el
sentido de pertenencia” (Peña, 2010: 7). Estas condiciones
de desintegración posteriormente fueron el principal motivo de preocupación de los hacedores de políticas y de las
agencias internacionales durante las últimas décadas.
Para definir el concepto de cohesión social, se busca, a la
par de una construcción con validez teórica, una definición
capaz de apelar a la voluntad y de movilizar las acciones
sociales. En el caso de las ciencias sociales, el carácter performativo de su lenguaje hace que la descripción del fenómeno
contribuya a su propia formación.
La cohesión social evoca a las redes sociales densas (familia y amigos), consistentes en el entramado de referentes
que fortalecen la confianza y solidaridad de los ciudadanos
en sus vecinos y familias. Hablar de redes sociales densas
es hablar del patrimonio simbólico de una comunidad que
fortalece el manejo de normas, redes y lazos de confianza.
Asimismo, refuerza la idea de lo colectivo como pertenencia
derivada de la reciprocidad en el trato. Son redes que dotan
de estrategias de salida de crisis (económicas, sociales, jurídicas o emocionales), solidaridad, protección y civilidad a las
relaciones sociales y grupales.
Es necesario entender la cohesión social no como una
variable aislada, sino a partir de la conjunción de diferentes
teorías y enfoques analíticos. Tres son los que nos ofrecen
explicaciones extensivas de este concepto:
1)
2)
Explicaciones económicas y de entorno social. Según
esta concepción desarrollada por Robert Putnam y
sustentada en el neoinstitucionalismo, el desarrollo
económico y la cohesión social forman un círculo
virtuoso en la medida en que uno y otro se condicionan en un juego que no es de suma cero. A mayor equidad, inclusión e institucionalidad, habrá
mayor capital social, humano y mayor desarrollo
económico. Por su parte, el desarrollo económico
presenta mejores oportunidades de integración social, menor pobreza, mayor democracia y mejores
instituciones. Esta perspectiva —hay que decirlo— tiene el problema de fundamentarse en una
abstracción normativa y utilitaria que redunda en la
imposibilidad de ofrecer una distinción clara entre
redes negativas y positivas; por ejemplo, entre la delincuencia organizada y aquellas redes socialmente
productivas. Lo anterior, porque en su construcción
prevalecen criterios utilitarios de rendimiento económico, lo que lógicamente las hace indiferenciables.
Explicaciones enfocadas en el sistema político. La cohesión social aumenta si los resultados de las políticas socialmente esperadas a través del discurso,
de las promesas y de los planes de gobierno cumplen con las expectativas de los ciudadanos; es decir,
si las instituciones públicas son eficientes, justas,
honestas, imparciales y predecibles. Este enfoque,
aunque muy poderoso, tiene el problema de imaginar un mundo global predecible, cuando la realidad
nos indica todo lo contrario. La crisis desatada en
un país, con frecuencia echa por tierra los planes
de desarrollo de otros situados a muchos miles de
kilómetros. Lo que sucede en China, Europa, Japón
o Estados Unidos no solamente tiene influencia
decisiva sobre estos países, sino que arrastra tras de
sí al resto del mundo. La crisis de 2008, por ejemplo, al afectar a los Estados Unidos, redundó en el
fracaso de los planes económicos en la mayoría de
los países de América Latina. Esto es, la eficiencia
institucional de un Estado, por ejemplo, en términos económicos o de seguridad, frecuentemente no
depende de los Estados mismos, sino del contexto
internacional en que se desarrollan. Lo anterior expresa de una manera plástica los claros límites a la
soberanía y con ello al desplante institucional eficiente, sobre todo de los países emergentes. Esto
describe los límites objetivos de un análisis institucionalista que no observa las limitantes derivadas
de la interconexión global.
Cohesión social
121
c
3)
Explicaciones enfocadas en el individuo. Se fundamentan en el debilitamiento de la cohesión social,
relacionado con el desencanto, la individualización, la desconfianza, el menor grado de interés en
la política y en los medios de información, y en la
disminución de las redes sociales densas. Esta concepción, fundamentalmente culturalista, intenta
(no siempre con éxito) relacionar la subjetividad
vulnerada con fenómenos institucionales como la
ausencia de Estado, las políticas públicas erróneas
y algunos fenómenos relacionados con la globalización (por ejemplo, la percepción de que el mundo es
convulso y colabora en el sentimiento de fragilidad
e inseguridad). Aquí el problema radica en la dificultad tanto de la medición como de la clarificación
causal de los sentimientos y la variedad de hechos
que los causan, desde la familia y los amigos, hasta
lejanos conflictos percibidos a través de los medios.
Cada uno de estos enfoques hace hincapié en lo económico, lo político o lo subjetivo, por lo que todos tratan sólo
partes del problema. Por el contrario, la cohesión social debe
ser entendida como un universo complejo cuyos elementos
se interrelacionan y condicionan permanentemente. Las tres
dimensiones planteadas arriba podrían ser tratadas mediante
cinco categorías: redes sociales densas, legitimidad electoral,
justicia, equidad e inclusión, que, en su conjunto, engloban
el concepto de cohesión social.
La legitimidad–no legitimidad de autoridades nos remite
a lo subjetivo y a lo económico, aunque primordialmente a lo
político. De igual forma, la inclusión o la desigualdad contienen elementos tanto subjetivos como políticos o económicos.
Por otra parte, cada una de las cinco categorías cuenta con
instrumentos analíticos para medir el grado de cohesión social en una comunidad. Todo ello resulta importante porque
la cohesión es la única forma de conocer el estado que guarda la eficacia y la vigencia del contrato social; esto es, de la
gobernanza y la gobernabilidad.
La legitimidad electoral es importante al hablar de cohesión social, pues expresa la vigencia y fortaleza del vínculo de
legitimidad entre las instituciones políticas y los ciudadanos
dentro del Estado. Al tener elecciones creíbles y justas se da
una mejor relación entre los dos actores claves de la cohesión:
el Estado y la sociedad. Sin la necesaria legitimidad de las
autoridades, se rompen las bases mínimas de la democracia,
del contrato y de la cohesión social. La falta de legitimidad
democrática de autoridades produce movilizaciones, desobediencia civil, distanciamiento entre quienes defienden
y quienes atacan al gobierno. Ello deja poco margen a una
mínima cohesión social, sobre todo si se toma en consideración la amenaza que implica la crisis de representatividad
que aqueja a las democracias contemporáneas.
Uno de los productos directos de la legitimidad electoral
se refleja en el sistema de justicia. En el contexto de un Estado
de derecho, la cohesión social se nutre de un contrato social
c
122
Cohesión social
que promueve un sistema de impartición y procuración de
justicia eficiente. La cohesión aumenta si los resultados de las
políticas implementadas cumplen con las expectativas de los
ciudadanos; es decir, si las instituciones públicas están basadas
“[...] en la promoción y protección de todos los derechos humanos, como también en la no-discriminación, la tolerancia,
el respeto por la diversidad, la igualdad de oportunidades, la
solidaridad, la seguridad, y la participación de todos, incluyendo a los grupos y personas en situación de desventaja y
vulnerabilidad” (Hopenhayn, 2006: 38), y si, además, son
eficientes, justas, honestas, imparciales y predecibles.
La equidad es una de las categorías principales de la cohesión social. No es posible hablar de cohesión en una sociedad
desigual en extremo y, además, excluyente. Una sociedad con
alto grado de cohesión es aquella donde sus integrantes saben
que no existen distinciones excesivas entre ellos respecto de
su papel dentro de la dinámica social, pues se les da a los individuos reconocimiento y retribución por su participación
en la vida social. Ello redunda en que el individuo reproduzca
un alto grado de confianza en el sistema social, en sus valores,
principios y elementos de identidad que éste le proporciona
a través del sistema educativo y de las redes sociales densas,
como la familia y los amigos.
Por último, para poder hablar de equidad es necesario
referirse a la inclusión no sólo en el sentido formal, sino también en el material; es decir, ya sea a través de la inserción de
los grupos vulnerables dentro de una comunidad, o a través
de políticas públicas —no solamente asistencialistas— que
consideren su papel como de vital importancia en el tejido
social. Para ello, es esencial la existencia de espacios públicos que ofrezcan oportunidades laborales, de socialización,
de construcción de redes sociales densas y de convivencia,
espacios que fortalezcan los lazos entre individuos y generen
la cercanía que estimule la cohesión y asegure la vigencia del
contrato social.
Historia, teoría y crítica
Se ha reiterado que la cohesión social se halla estrechamente unida al contrato social. Desde Hobbes, el contrato social
—opuesto al estado de naturaleza— fue ideado como un
arreglo mediante el cual el individuo cedería parte de su soberanía, de su libertad, en función de su seguridad. Esto es:
en el estado de naturaleza, el hombre es libre de disponer de
las propiedades y de la vida misma del otro. Por el contrario,
en el estado civil, bajo un contrato social, todos renuncian a
la libertad total y se someten a normas que la limitan. De ese
momento en adelante, yo no podré matar a nadie, pero nadie
me podrá matar a mí. De igual manera, yo deberé controlar
mi ambición sobre los bienes ajenos, sabiendo que el otro
hará lo mismo. Se trata de un contrato por la seguridad, en
un inicio y como mínimo, sobre la propiedad y la vida, cuyo
garante es el Estado.
Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos una gran
multitud, por pactos mutuos, realizados entre sí, ha sido
instituida por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y los medios de todos, como lo
juzgue oportuno, para asegurar la paz y defensa común
(Hobbes, 1984: 181).
Rousseau modifica sustantivamente el fundamento del
contrato social. Si para Hobbes el resultado del contrato es
la cesión de la soberanía al gobernante, Rousseau inaugura
el tema de la representación política. El contrato social se
amplía a un sinnúmero de actividades humanas. A diferencia de Hobbes, para Rousseau la soberanía ya no radica en
el monarca, sino en el pueblo, por lo que éste podrá modificar los términos del contrato cuando así lo desea. Aquí cabe
destacar dos elementos. El primero es que las instituciones
del Estado deben funcionar correcta y eficientemente; de
otra manera, la delegación de soberanía hecha por el pueblo
deja de tener sentido. La obligación primordial del Estado
radica justamente en proteger no sólo las propiedades y la
vida, sino todo el conjunto que expresa la “voluntad general”, que no siempre coincide con la voluntad de todos, pero
que en términos de representación supera la diferencia en el
momento de la elección. En todo caso, para este autor queda claro que un Estado que no cumple con esa obligación es
un Estado que propicia la ruptura del pacto social, porque
obliga a la defensa propia e invita a la venganza. Entonces
se rompe con el Estado de derecho y florece la impunidad y
la violencia. El segundo elemento que se destaca es la clara
relación entre el buen funcionamiento del contrato social y
la cohesión social.
El buen funcionamiento de un contrato social trae consigo cohesión porque da certidumbre a nuestras transacciones,
implica reciprocidad, confianza y, desde luego, la deliberación
pública sobre la base de un sentido mínimo de comunidad,
y busca cómo mejorar los elementos de nuestra vida social.
Se cuenta con legitimidad de autoridades, con una razonablemente buena impartición y procuración de justicia, con
redes sociales densas y con inclusión y equidad en las relaciones sociales.
El contrato social, según los contractualistas clásicos, se
rompe cuando las instituciones del Estado no funcionan adecuadamente y, por consiguiente, cuando deja de prevalecer la
norma. Para éstos “una sociedad cohesionada es una sociedad
que, sobre la base de ciertas regularidades, presenta las características normativas de ser bien ordenada” (Peña, 2010: 43).
Sin embargo, hay autores para quienes no es necesariamente
la ineficiencia institucional la que puede dar por resultado la
ruptura de la normatividad y la falta de cohesión social. Me
refiero al estructuralismo francés en general y al concepto de
anomia de Emile Durkheim en particular.
La complejidad de las labores en el interior de una sociedad genera una creciente especialización y la consecuente
premisa de que no todos sus miembros pueden hacerse cargo
de todas las tareas. Por una parte, la existencia de posiciones
definidas dentro de una estructura da pie a conferir a los
agentes sociales cierto margen de maniobra individual para
llevar a cabo sus acciones; sin embargo, por otra parte, el que
no todos puedan encargarse de todo implica que unos dependan de otros en tanto que el producto de su trabajo —y, sobre
todo, la función que cumplen dentro de la estructura— sea
indispensable para la conservación de ese todo:
Cuanto más solidarios son los miembros de una sociedad, más relaciones diversas sostienen, bien unos
con otros, bien con el grupo colectivamente tomado,
pues, si sus encuentros fueran escasos, no dependerían
unos de otros más que de una manera intermitente y
débil […] el número de esas relaciones es necesariamente proporcional al de las reglas jurídicas que las
determinan […] la vida social, allí donde existe de una
manera permanente, tiende inevitablemente a tomar
una forma definida y a organizarse, y el derecho no es
otra cosa que esa organización” (Durkheim, 2007: 74).
Toda sociedad está compuesta por distintos estratos; en
cada uno existen ciertos referentes que nos hablan de la normatividad. Un obrero, dentro de ese preciso estrato, posee
límites hacia arriba y hacia abajo; hacia abajo, él sentirá que
su trabajo no es justamente compensado; pero si sus límites
se rompieran hacia arriba, tampoco sería bien visto por los
demás obreros. De esta manera, al igual que con los extremos
en los ingresos, se guarda una normatividad social que abarca
muchas dimensiones, como la cultural, la política, la cívica, la
familiar y con sus amistades. Cuando las cosas funcionan así,
podría decirse que no hay anomia; cada quien desempeña su
papel porque hay previsibilidad y confianza en las acciones
propias y de los propios. En suma: “no puede haber sociedad —decía Durkheim— si no hay una afirmación constante
de los sentimientos colectivos y de las ideas colectivas que
hacen su unidad y personalidad” (Lechner, 1990: 126-127).
Pongamos como ejemplo algunos Estados democráticos
consolidados (como fueron los países de Europa occidental
hasta los años ochenta). En esos sistemas, cada quién desempeñó su papel y podría prever los resultados de su actuar.
Ello, porque en general las condiciones económicas, sociales y
políticas eran controlables por los gobiernos y por la sociedad
en sus distintos ámbitos. Se contaba con mecanismos institucionales de seguridad social y estabilidad en el empleo, y este
último era “para toda la vida”. Si bien había poca movilidad
social y urbana, los papeles y el estatus social se otorgaban
en el barrio, la familia o el empleo, en mayor o menor medida, de acuerdo con su rendimiento social, pero siempre en el
interior de una estructura social más bien cerrada.
Con el advenimiento de la globalización, se rompen las
estructuras de valoración y la normatividad misma, y se impone al mercado como único elemento estabilizador de lo
social. Pero al perderse las estructuras y las formas de valoración social, que daban como premio estima y estatus, el único
Cohesión social
123
c
valor que permanece es el éxito económico. El panorama se
abre. Nacen cuantiosas fortunas en unos años y otras se desvanecen en pocas semanas. La solidaridad es sustituida por la
competencia y los referentes se pierden. Políticamente, se le
sigue responsabilizando al Estado de estos desajustes, pero en
realidad la globalización es un fenómeno que ningún Estado,
ninguna industria, ningún banco puede controlar. La globalización, a grandes rasgos, significa ausencia de Estado mundial.
Más concretamente: “sociedad mundial sin Estado mundial y
sin gobierno mundial. Estamos asistiendo a la difusión de un
capitalismo globalmente desorganizado, donde no existe ningún poder hegemónico ni ningún régimen internacional, ya
de tipo económico, ya político” (Beck, 1999: 32).
Sus efectos son devastadores para las formas de interrelación vigentes hasta hace apenas treinta años. Este descontrol
es estructural y difícilmente habrá políticas de Estado que
puedan modificar sus dinámicas. El concepto de anomia de
Durkheim justamente da cuenta de la ruptura de valoraciones, referentes, normatividades de cada una de las diversas
estructuras sociales, que dejan a la deriva al individuo normal
y por ello atentan contra la cohesión social y contra el contrato social mismo. En palabras de Durkheim:
La anomia [...] procede de que, en ciertos puntos de
la sociedad hay falta de fuerzas colectivas, es decir,
de grupos constituidos para reglamentar la vida social. Resulta, pues, en parte, de ese mismo estado de
disgregación de donde proviene también la corriente
egoísta. Sólo que esta misma causa produce diferentes
efectos, según que su punto de incidencia actúe sobre
las funciones activas y prácticas o sobre las funciones representativas. Exalta y exaspera a las primeras,
desorienta y desconcierta a las segundas (1928: 429).
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
Resulta particularmente apremiante el análisis detallado de
las nuevas condiciones de la cohesión social dentro del Estado. En la medida en que las dinámicas de la globalización
ponen en jaque la base espacial característica de la estatalidad
moderna y plantean retos que sólo es posible atender eficazmente actuando de manera conjunta con otros Estados (por
ejemplo, con la delincuencia organizada), se plantea la necesidad de reconceptualizar al contrato sobre el cual se funda.
Lo anterior fuerza a un ejercicio necesario y simultáneo de
redefinición del estado social y sus políticas de cohesión.
La geometría de la globalización, tal cual es concebida
en la actualidad, supone condiciones de exclusión social e
inequidad para el sector que concentra a los diferentes tipos
de población vulnerable, condiciones cuyas repercusiones están caracterizadas por la fractura del edificio social. Surgen
abismos entre los países postindustriales y los que están en
vías de desarrollo, así como entre los grupos sociales en el
interior de cada país.
c
124
Cohesión social
De igual forma, con la globalización se socavan elementos fundamentales para la estabilidad de una nación, como
la confianza entre los ciudadanos, a partir de la difusión de
“[...]un imaginario o representación negativa respecto del
funcionamiento de la sociedad, de los poderes y de quienes
lo detentan” (Machinea, 2006: 12), de los términos en los que
es entendido y observado el contrato social, la esfera de las
redes sociales densas, las oportunidades de inclusión social
y la eficiencia en la impartición de justicia.
Gran parte de las relaciones sociales del mundo actual se
caracteriza por la prevalencia de un individualismo exacerbado y, por consiguiente, de la anteposición de una clase de
egoísmo como plataforma de oportunidad para alcanzar el
beneficio personal:
La gente que vive de un proyecto a otro, la gente
cuyo sistema de vida está parcelado en una sucesión
de proyectos de breve duración, no tiene tiempo para
difundir descontentos que cristalicen en una puja por
un mundo mejor […]. Esta gente deseará un aquí y
ahora diferente para cada cual en lugar de pensar seriamente en un futuro mejor para todos. En el esfuerzo
cotidiano sólo dirigido a mantenerse a flote, no hay ni
tiempo ni espacio para vislumbrar la “sociedad buena”
(Bauman, 2005: 79).
En parte se trata de la reacción inmediata del individuo
ante una sociedad fracturada que difícilmente aspira a un
mayor grado de cohesión, pero es también un fenómeno producido por la ausencia de un Estado suficientemente fuerte
—además de responsable— que articule, coordine, opere y
accione políticas públicas encaminadas a recomponer el tejido
social, actualmente roto por diferentes crisis.
De forma reiterativa se han señalado carencias que afectan
componentes importantes de la cohesión social. En Europa, por ejemplo, se pone énfasis en la inclusión-exclusión
social y en el mantenimiento de redes sociales densas. Se ha
construido la idea de cohesión social para la Unión Europea
como parte de un discurso evocativo–normativo que busca
reforzar los valores de solidaridad y equidad. De esta manera:
El objetivo de la cohesión social implica una reconciliación de un sistema de organización basado en
las fuerzas de mercado, libertad de oportunidad y de
emprendimiento, con un compromiso con los valores
de solidaridad y apoyo mutuo, lo cual asegura acceso
abierto a los beneficios y a proveer protección para
todos los miembros de la sociedad (Peña, 2010: 26).
En el proceso de formación de una “nación europea” con
lenguajes, razas, culturas, religiones y tradiciones diferentes, la
inclusión es una conditio sine qua non para la cohesión social,
y esta última es condición también para lograr un sentido
de pertenencia. Ni lógica ni políticamente puede hablarse
de cohesión social en un país donde la sociedad se segmenta
geográfica, urbanística, política, económica y culturalmente.
Por su parte, América Latina ha producido realidades
situadas al margen de lo razonable en varias vertientes de
la cohesión social. En la región, la exclusión social aún se
manifiesta en la forma más primitiva: a través del racismo y
la segregación abierta hacia amplias capas de la población,
como los pueblos originarios o los negros. También se observa
exclusión social contra los grupos vulnerables y minoritarios,
como la población en situación de pobreza, los homosexuales
o las personas con capacidades diferentes:
No existe en América Latina esa cohesión social e
ideología igualitaria que Tocqueville descubrió en la
base de la democracia norteamericana. […] en ausencia de un referente colectivo por medio del cual
la sociedad puede reconocerse a ‘sí misma’ en tanto
orden colectivo, la diversidad social no logra ser asumida como pluralidad, sino que es vivida como una
desintegración cada vez más insoportable (Lechner,
1990: 92).
En ese sentido, la pobreza característica de la región latinoamericana, que alcanza un 40% de la población (Cecchini
y Uthoff, 2007: 14), no propicia un sentido de pertenencia
ni solidaridad, ni otorga sentido de justicia. Por el contrario, da cuenta de una sociedad atomizada, extremadamente
individualista, en que se violenta un principio sustantivo de
toda doctrina liberal: la igualdad de oportunidades como
fundamento de su categoría central, la competencia. Todo
ello, sin un Estado capaz de nivelar las oportunidades (educación, salud, entre otras), sin lo cual ningún país podría
saldar mínimamente ese problema. Pero además, para el caso
específico de algunos países latinoamericanos, la ausencia
de procuración e impartición de justicia eficiente ha tenido
efectos devastadores en la cultura del respeto a la norma. Los
resultados no son menores. El cálculo costo–beneficio se inclina favorablemente hacia la corrupción, la violación de la
norma, aun las cívicas, y hacia la impunidad.
Entre las respuestas a esta problemática, el Programa de
las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud) y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (cepal)
han ampliado el concepto de cohesión social con elementos
que dan cuenta de la solidaridad y el valor de las relaciones
sociales que incluyen la confianza y la ayuda mutua. Las ideas
de inclusión y exclusión social están acompañadas de las de
igualdad y desigualdad social, que abarcan lo referente a la
pobreza, el empleo y la redistribución de la riqueza (Machinea, 2006: 10-11).
Hay dos respuestas principales a la cuestión de cuál debe
ser la estrategia para enfrentar las fisuras en el edificio social
y en el contrato en que se sostiene, así como el actor que
las promueva a partir de políticas más completas y eficaces.
Mientras que algunas posturas dan prioridad al “regreso”
del Estado como principal agente de la cohesión social,
otras apuntan a la capacidad de los actores subestatales y a
las políticas “de abajo hacia arriba” como factores clave que
conferirán cercanía suficiente para reconstituir el tejido social.
Es necesario hacer hincapié en la introducción de una
tercera perspectiva, que ha sido hasta ahora poco tratada
académicamente: la opción de la articulación multinivel
de perspectivas, actores y estrategias, de entre los cuales
deberán manejarse con particular atención los propios del
ámbito global —del cual emanan las condiciones que llaman a replantearse el significado mismo de las nociones
con que pretende integrarse el estudio del contrato y la cohesión sociales—.
Tanto en una como en otra perspectiva, es imperiosa la
necesidad de adoptar un nuevo pacto social que permita
replantear la protección sobre una base de derechos universalmente reconocidos. Así, “Un pacto social centrado en la
protección representa [...] la culminación de un acuerdo en
el que los derechos sociales se consideran como horizonte
normativo y las desigualdades y restricciones presupuestarias
como limitaciones que es necesario enfrentar” (Hopenhayn,
2006: 41).
Finalmente, la cohesión social —en términos analíticos y
teóricos, pero también políticos— seguirá siendo importante,
ya que acoge los elementos del contrato social, nos indica su
estado, nos devela sus problemas y puede indicar el camino. El arreglo social conforma el entramado sociopolítico y
económico sobre el cual se ha asentado el Estado moderno
desde que lo conocemos. En eso radica su importancia presente y futura.
Bibliografía
Bauman, Zygmunt (1999), La globalización. Consecuencias humanas,
México: Fondo de Cultura Económica.
_____ (2001), En busca de la política, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
_____ (2003), Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil,
Madrid: Siglo xxi.
_____ (2005), Identidad, Buenos Aires: Losada.
Beck, Ulrich (1999), ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo,
respuestas a la globalización, Buenos Aires: Paidós.
Caracciolo Basco, Mercedes y María del Pilar Foti Laxalde
(2003), Economía solidaria y capital social: Contribuciones al
desarrollo local, Buenos Aires: Paidós.
Cecchini, Simone y Andras Uthoff (2007), Reducción de la pobreza, tendencias demográficas, familias y mercado de trabajo en
América Latina, Santiago de Chile: Comisión Económica
para América Latina-Agencia Española de Cooperación
Internacional.
cepal: Comisión Económica para América Latina (2007), Cohesión
social. Inclusión y sentido de pertenencia en América Latina y
el Caribe, Santiago de Chile: Organización de las Naciones Unidas.
Durkheim, Emile (1928), El suicidio. Estudio de sociología, Madrid:
Editorial Reus.
_____ (2007), La división del trabajo social, México: Colofón.
González Ulloa, Pablo (2008), “Del individualismo a la individualización”, en Germán Pérez Fernández del Castillo y
Cohesión social
125
c
Juan Carlos León y Ramírez (eds.), El léxico de la política en
la globalización. Nuevas realidades, viejos referentes, México:
Porrúa, pp. 277-308.
Hobbes, Thomas (1984), Leviatán, México: Fondo de Cultura
Económica.
Hopenhayn, Martín (2006), “Cohesión social: una perspectiva en
proceso de elaboración”, en Ana Sojo y Andras Uthoff (eds.),
Cohesión social en América Latina y el Caribe: una revisión
perentoria de algunas de sus dimensiones, Santiago de Chile:
Comisión Económica para América Latina, Organización
de las Naciones Unidas, pp. 37-47.
Huntington, Samuel y M. Crozier (1975), The Crisis of Democracy,
New York: New York University Press.
Inglehart, Ronald (1990), Culture Shift in Advanced Industrial Society, Princeton: Princeton University Press.
Lechner, Norbert (1990), Los patios interiores de la democracia.
Subjetividad y Política, Santiago de Chile: Fondo de Cultura Económica (Sección de Obras de Política y Derecho).
Lipovetsky, Gilles (2003), Metamorfosis de la cultura liberal. Ética,
medios de comunicación, empresa, Barcelona: Anagrama.
Locke, John (2002), Segundo ensayo sobre el gobierno civil: un ensayo
acerca del verdadero origen, alcance y finalidad del gobierno civil,
Buenos Aires: Losada.
Luhmann, Niklas (1996), Confianza, Barcelona: Anthropos.
Machinea, José Luis (2006), “Discurso Inaugural”, en Ana Sojo y
Andras Uthoff (eds.), Cohesión social en América Latina y el
Caribe: una revisión perentoria de algunas de sus dimensiones,
Santiago de Chile: Comisión Económica para América Latina, Organización de las Naciones Unidas, pp. 9-11.
Mouffe, Chantal (2003), La paradoja democrática, Barcelona: Gedisa.
Peña, Carlos (2010), El concepto de cohesión social, México: Ediciones Coyoacán.
Pérez Fernández del Castillo, Germán (2006), “Democracia
y gobernabilidad en la semiglobalización”, en León y Ramírez, Juan Carlos y Salvador Mora (coords.), Ciudadanía,
democracia y políticas públicas, México: Facultad de Ciencias
Políticas y Sociales-Universidad Nacional Autónoma de
México, pp. 75-96.
_____ (2008), Modernización y desencanto. Los efectos de la modernización mexicana en la subjetividad y la gobernabilidad,
México: Porrúa.
Sennett, Richard (2000), La corrosión del carácter: las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Barcelona:
Anagrama.
Sojo, Ana y Andras Uthoff, eds. (2007), Cohesión social en América Latina y el Caribe: una revisión perentoria de algunas de
sus dimensiones, Santiago de Chile: Comisión Económica
para América Latina y el Caribe, Organización de las Naciones Unidas.
Strange, Susan (2003), La retirada del Estado: la difusión del poder
en la economía mundial, Barcelona: Icaria, Intermón Oxfam.
undp: United Nations Development Programme (2009), Community
Security and Social Cohesion. Towards a undp Approach, Geneva: United Nations Development Programme.
Zolo, Danilo (1994a), Democracia y complejidad. Un enfoque realista,
Buenos Aires: Nueva visión.
_____ (1994b), La democracia difícil, México: Alianza.
c
126
Competencia electoral
COMPETENCIA
ELECTORAL
Rosa María Mirón Lince
Definición
La competencia electoral está intrínsecamente ligada a la
concepción y el desarrollo de la democracia moderna. Bajo
una clara articulación de carácter liberal, dicho concepto apela a la capacidad, libertad y ejercicio de elección ciudadana
para designar a la autoridad política mediante la emisión del
sufragio. En este sentido, la competencia electoral presupone una serie de condiciones político-sociales que hacen de
la dinámica institucional y procedimental, una conjugación
sustantiva que enarbola los principios de igualdad, libertad,
pluralidad y tolerancia. A su vez, se reconoce la existencia
de distintas fuerzas y posiciones políticas que luchan entre
sí para ejercer el poder desde las instituciones del sistema.
Con base en ello, el presupuesto fundamental de los regímenes democráticos competitivos radica en un sistema
político que dé cabida a distintas organizaciones partidistas,
garantizando en todo momento su derecho a participar en
los procesos electivos de representantes. Un régimen es electoralmente competitivo cuando, más allá de la celebración de
elecciones periódicas, éstas se caracterizan por la presencia
plural de actores políticos, cada uno de ellos, con posibilidades reales de ser votados y electos para desempeñar un cargo
de representación popular.
De igual forma, la capacidad de alternancia o permanencia de una fuerza en el poder recae directamente en el
ejercicio libre de la voluntad ciudadana a través del voto. La
competencia electoral cumple, entonces, con tres funciones
clave: una, de orden procedimental; otra, de orden sistémico; la última, de carácter sustantivo. La primera función se
refiere al papel que la competencia electoral juega como
mecanismo e instrumento básico, a partir del cual se constituye de manera legal, legítima y democrática el poder en
una sociedad; las elecciones son un requisito preeminente
para la construcción de canales institucionales que definan
la contienda entre distintos proyectos políticos y garanticen
tanto el triunfo de la fuerza favorecida por la voluntad de la
mayoría, como el respeto y tolerancia a una oposición que,
pese a no haber sido electa, conserva sus posibilidades de
interlocución y participación política.
La segunda función confiere a la competencia electoral la
cualidad de potenciar la legitimación del sistema político y el
ejercicio de gobierno de un partido o coalición de partidos. De
igual forma, es un referente de confianza en partidos o figuras partidistas a través del sufragio, y la rotación de élites
que los marcos competitivos incentivan. La competencia
electoral se concibe así como el mecanismo directo con
que un electorado reforma, modifica y construye las instituciones políticas de acuerdo con sus preferencias, valores
y visiones de carácter cívico.
La competitividad de un régimen democrático permite
asumir que el engranaje institucional de un país es capaz
de resolver problemas mediante la toma de decisiones, con
participación de los ciudadanos, para favorecer la determinación de soluciones. Ello implica, a su vez, que la competencia
se traduzca en la posibilidad de un sistema político para
canalizar y dirimir conflictos mediante procedimientos institucionales, pacíficos y apegados a la ley, sin atentar contra
la pluralidad política, social e ideológica; de esta forma se
consigue un equilibrio en el poder que permite la convivencia de fuerzas políticas, tanto en el terreno del ejercicio
gubernamental, como en el de la oposición institucionalizada.
La tercera y última función de la competencia electoral
consiste en materializar los principios, normas y valores que
sustentan la orientación democrática de un sistema y un régimen político. El juego de reglas de la democracia se expresa
en buena medida por la exaltación del principio esencial de
libre elección, y a su vez por los atributos de igualdad, respeto a la diferencia, tolerancia, equidad, participación, diálogo,
entre muchos otros preceptos y prácticas que caracterizan
de manera general los procedimientos, mecanismos y lineamientos electorales en un contexto específico.
Estas tres funciones permiten asumir la competencia
electoral como un requisito de interacción política en regímenes democráticos, que de forma directa tiene una relación
de amplio impacto con dos variables: el sistema electoral y
el sistema de partidos. Con el sistema electoral, porque los
criterios técnicos y la integración de principios de mayoría
relativa o de representación proporcional permiten delimitar
ciertos parámetros de competencia que inciden en la manera como se constituye la autoridad legítima y legalmente
electa. Con el sistema de partidos, porque la base partidista
refleja, además del criterio numérico e ideológico, el abanico de posibilidades que hace de un régimen un esquema
auténticamente competitivo, con alternativas políticas reales
a disposición de las preferencias y voluntades manifestadas
por el electorado.
Dada esta correlación, los sistemas se caracterizan de dos
maneras generales: por una parte, sistemas no competitivos,
que pueden configurarse bajo la modalidad de un partido
único (como la ex Unión Soviética) o de un partido hegemónico (como México durante buena parte del siglo xx).
Por otra, sistemas competitivos, que pueden contemplar una
competencia limitada (como los regímenes bipartidistas en
Estados Unidos y Gran Bretaña), sistemas de pluralismo
moderado (como en Alemania) o bien sistemas atomizados
(como en Ecuador).
Finalmente, la competencia electoral, además de los cauces institucionales y los arreglos procedimentales que suscita,
tiene una expresión de carácter cívico-social que está relacionada directamente con la concepción y práctica del voto.
En sociedades electoralmente competitivas el sufragio es
estratégico, por cuanto los procesos y contiendas de elección
constituyen el mecanismo primordial para la designación de
representantes. De manera generalmente aceptada, en contextos de alta competencia electoral, el voto de los ciudadanos
se construye con base en un criterio de racionalidad individual, en el cual prevalece la libertad para decidir por quién
votar, en función de un cálculo personal y del conocimiento
de información vasta y oportuna acerca de los candidatos y
sus plataformas partidistas.
En ese sentido, la competencia electoral en un contexto
específico se fortalece si el votante recibe los incentivos adecuados que le permitan orientar sus preferencias de forma
cada vez más razonada, apegada a la satisfacción de sus necesidades y al balance efectivo de propuestas y programas por
parte de los candidatos a puestos de elección popular. Así, la
competencia electoral se entiende como una condición tácita
de desahogo democrático y funcional, a partir de la cual los
procesos de selección implican una gama plural de actores
políticos, quienes poseen una oportunidad real de acceder al
poder mediante la voluntad del electorado expresada en la
práctica del voto libre.
Historia, teoría y crítica
La democracia, tal como se conoce en nuestros días, es un
innegable producto de la Modernidad. Su sistema de reglas
y sus arreglos institucionales han evolucionado conforme la
historia ha dado testimonio de la consolidación de los proyectos de Estado-nación modernos. El siglo xx se caracterizó
por hacer de los regímenes democráticos una tendencia en la
hechura política conforme el liberalismo predominó en las
visiones gubernamentales de los diferentes contextos occidentales. La preocupación por la competencia electoral
adquirió relevancia a la par que instituciones, partidos políticos, conjuntos de normas y ciudadanos se involucraron
de manera cada vez más compleja para definir esquemas de
lucha por el poder.
De acuerdo con autores clásicos de la ciencia política como
Arend Lijphart (1977; 1995) o Samuel P. Huntington (1991),
la historia moderna de los regímenes políticos democráticos
podría ser delimitada en cinco episodios: primera ola extensa
de democratización de 1828 a 1926; primera ola de retroceso
democrático de 1922 a 1942; segunda ola breve de democratización de 1943 a 1962; segunda ola de retroceso de 1958 a
1975; tercera y última ola de democratización de 1974 hasta
nuestros días. Semejante lógica pendular en el desarrollo político
de los regímenes a nivel mundial demuestra precisamente que
la dinámica transformativa del concepto y las condiciones de la
competencia política han atravesado por momentos de serios
replanteamientos, caracterizados por la polaridad siempre latente
entre el autoritarismo y la tendencia liberal.
En todos los ciclos históricos en que la democracia padeció declives, la ausencia de procesos abiertos y competitivos
de elección, sumada a la escasa legitimidad del poder, fue
decisiva para identificar aquellas sociedades altamente ver-
Competencia electoral
127
c
ticales, con prácticas de violencia sustentadas en el ejercicio
desmedido de la autoridad. Por tal motivo, la competencia
electoral adquirió mayor preponderancia en el léxico político
y social; a su vez, las prácticas vinculadas al funcionamiento del sistema político comenzaron a advertir la presencia o
ausencia de mecanismos democráticos que privilegiaran o redujeran la capacidad de distintas instancias de carácter cívico
o partidista para, en primer lugar, garantizar la legitimidad de
una autoridad política y, en segundo, permitir que se recogiera
la voluntad popular y la pluralidad ideológica como atributos
primarios de las sociedades abiertas modernas.
En este sentido, las primeras consideraciones formales
sobre la noción del concepto de competencia electoral comenzaron a dilucidarse a partir de los esquemas de distinciones
entre regímenes autoritarios y democráticos, definiendo las
condiciones de lucha institucional por el poder y la verdadera
presencia competitiva de diversas fuerzas políticas, como características esenciales de cualquier régimen que se asumiera
como una democracia. Por ello, autores de la tradición procedimental y comparada como Joseph A. Schumpeter (1942),
Anthony Downs (1957), Robert Dahl (1966; 1967b; 1971),
Arend Lijphart (1977; 1984), Alain Rouquié, Guy Hermet
y Juan Linz (1978), así como Adam Przeworski (1995), por
mencionar tan sólo algunos, describieron a la democracia
como un régimen en el cual la competencia partidista, por
obtener el favor de la voluntad popular, jugaba un papel
imprescindible destacando las bondades de un marco competitivo en materia de legitimidad, resolución de conflictos
políticos por la vía pacífica e involucramiento de la ciudadanía
en el diseño y funcionamiento de las instituciones.
Las elecciones como el procedimiento marco de cualquier democracia comenzaron a ser objeto de precisiones
conceptuales y hasta de indicadores metodológicos con el
fin de determinar el conjunto de condiciones prácticas que
definían a un régimen como democrático y abierto. Así, luego
de atravesar las distinciones entre lo autoritario y lo democrático, la competencia electoral empezó a ser discutida como
un elemento más de los que caracterizaban contextos políticos y sociales en circunstancias de transición democrática.
Es decir, la competencia electoral se convirtió en un aspecto
preponderante y dinámico dentro de los gobiernos que sí
contaban con mecanismos institucionales que incorporaban
una participación activa de la ciudadanía, y en los cuales, más
allá de la hegemonía de un partido, se reconocía la presencia
de una oposición, con voz y margen de maniobra frente a la
fuerza política que encabezaba el gobierno respectivo.
En los trabajos de Guillermo O’Donnell y Philippe Schmitter (1986), el concepto de liberalización precisamente
señala aquellas medidas transformativas a partir de las cuales un régimen aspirante a ser democrático abría de manera
gradual sus campos de competencia electoral y los marcos de
inclusión y reconocimiento de la oposición en canales ya institucionalizados. Para estudiosos de la transición como Juan
José Linz y Alfred Stepan (1996) era importante demostrar
que los países en vías de ser democráticos estaban siendo
c
128
Competencia electoral
objeto de procesos electorales crecientemente competidos,
en los que los opositores adquirían de forma paulatina posibilidades cada vez más reales de acceder a las posiciones de
ejercicio del poder político. Según lo anterior, la transición
democrática atravesaba necesariamente por importantes
cambios en el sistema electoral, en el sistema de partidos y
en las prácticas mismas del ejercicio del voto.
Al respecto del sistema electoral, el fortalecimiento de la
competencia suscitó reformas escalonadas que, por un lado,
forjaron garantías institucionales para el reconocimiento de
la oposición y el respeto a la decisión de la mayoría; y, por
otro, establecieron procedimientos institucionales para dar
pie a procesos legítimos y efectivos mediante los cuales se
pudieran llevar elecciones limpias e imparciales, que brindaran certidumbre tanto de los resultados como de la contienda
en sí misma.
Dichas transformaciones, para el caso sobresaliente de
América Latina y algunos países de Europa del Este, implicaron la creación de plataformas y organismos institucionales
cuyas funciones fueron la planeación no sólo de las contiendas, sino también de todos aquellos aspectos relacionados
con la administración electoral, tales como la delimitación
de circunscripciones, el diseño y cumplimiento de códigos y
reglamentos en la materia, así como la creación de registros
y concentrados de datos que permitieran identificar al grueso
del electorado de forma más oportuna.
Una vez que la competencia electoral fue señalada como
condición primordial para la democratización, resultó claro
que las preocupaciones teóricas se desplazaron hacia otro
plano de reflexiones. Ante la dificultad de determinar el
punto culminante de los periodos de transición democrática
en sociedades en vías de apertura y liberalización, las categorías de análisis apuntaron entonces hacia el establecimiento
de un debate acerca de las características esenciales que definen la calidad de un régimen democrático. La naturaleza
de las preguntas de investigación fue entonces claramente
reorientada; se preocupan no sólo por la ausencia o existencia de procesos abiertos de participación para la elección
de la autoridad por parte de la ciudadanía; sino también por
la presencia de instituciones suficientemente sólidas para
garantizar certidumbre a los individuos acerca de la valía y
reconocimiento de sus preferencias expresadas por medio
del sufragio. De esta manera, la competencia electoral pasó
de ser considerada un elemento de transformación política,
a una propiedad del buen funcionamiento de cada sistema
político democrático.
Autores como David Altman y Aníbal Pérez-Liñán
(2002), Guillermo O’Donnell (2004), Philippe Schmitter
(2006), Leonardo Morlino (2003; Diamond y Morlino,
2005) y Larry Diamond (2005) han considerado la competitividad electoral como un proceso multidimensional que
relaciona diversos factores de desahogo sistémico y que implica algo más que un factor de legitimidad. Desde esa óptica,
la celebración de elecciones con un alto grado de participación del electorado y de las fuerzas políticas constituidas en
cuerpos partidistas se traduce en un mecanismo indirecto de
evaluación de políticas públicas, a partir del cual no sólo se
expresan preferencias de los votantes, sino también sus percepciones acerca del funcionamiento e impacto de la toma de
decisiones de la clase política que encabeza el régimen. Este
significado de la competencia implica, entonces, un mayor
grado de complejidad al permitir contextualizarla en una discusión acerca de la democracia y sus vetas de consolidación,
incorporando al debate otras categorías con relación entre
la ciudadanía y el gobierno.
En una primera consideración, como sugiere O’Donnell (1997), los regímenes competitivos implican el tránsito de
“ciudadanos súbditos” a “ciudadanos activos”, haciendo de éstos no sólo electores con capacidad de ejercer plenamente
el voto, sino de juzgar y analizar las condiciones generales
de funcionamiento en las tareas de gobierno de uno o más
partidos. En un segundo momento, el cambio cualitativo a
nivel de la ciudadanía se traduce en transformaciones de los
propios flujos políticos del sistema, enriqueciendo los canales,
las formas, los objetivos y el sentido de la competencia en sí
misma, más allá de la simple contienda electoral.
Bajo esa lógica, es claro que la discusión sobre el concepto
general de competencia electoral no ha sido agotada, porque
las propias características de un régimen democrático no
se asumen como circunstancias estáticas y permanentes. A
la altura de los imparables cambios sociales, la categoría de
competencia electoral está destinada a considerarse en un
debate que incorpora cada vez más factores, en virtud de la
complejidad que acompaña el funcionamiento de las reglas
y procedimientos democráticos.
Tan sólo para el caso mexicano, vale la pena insistir en la
importancia que ha jugado la competencia electoral como
categoría de análisis y circunstancia del devenir político. Sin
duda, a lo largo del siglo xx, explorar los alcances del régimen
en el terreno de lo electoralmente competitivo fue clave, pues
las condiciones de desarrollo del sistema de partido hegemónico en México relegaron el juego electoral a un terreno
meramente ritual, sin posibilidades reales de alternancia y,
mucho menos, con oportunidades para disentir a través del
sufragio. Así, las preocupaciones por la competencia comenzaron a expresarse conforme el grado de legitimidad del
régimen priista entró en decadencia. Lo más destacado de
ello es que, frente al descontento social manifestado, a finales de la década de los cincuenta y durante la década de los
sesenta, al país le siguieron una serie de reformas políticas y
rediseños institucionales orientados a hacer de la competencia
electoral un mecanismo de desahogo de presiones sociales
y de incorporación de las distintas fuerzas políticas ante la
hegemonía del pri.
Una vez resuelta la incorporación de procesos electorales competitivos, México requirió garantizar certidumbre y
apego a la legalidad para sus contiendas en la medida que
dichas transformaciones sociales y las nuevas preferencias
de los electores comenzaron a reflejarse en los resultados de
los comicios. En consecuencia, nuestro país no sólo tuvo que
atravesar por las adecuadas medidas de reforzamiento institucional, sino que también debió crear los canales adecuados
para garantizar el desahogo y persistencia de escenarios
competitivos. La primera acción al respecto fue constituir
un Instituto Federal Electoral, autónomo y compuesto por
ciudadanos, así como la gradual inclusión de un Tribunal
Electoral crecientemente protagónico.
Más allá de la alternancia suscitada en años recientes, en
los distintos órdenes y posiciones de gobierno, lo relevante
de nuestro caso reside en la caracterización de la competencia electoral como una condición sine qua non del arraigo
democrático y de la apertura social. Así, para las discusiones
generales sobre democracia, la competencia electoral tiene
que ser considerada como una categoría que no únicamente
sirve para definir las cualidades de un régimen que privilegia la pluralidad, la participación y el cambio social por la
vía institucional, sino como un atributo que define las prácticas sociales en un entorno democrático y que funciona
para contextualizar de una manera más amplia un conjunto
de elementos dinámicos que dan forma a las interacciones
políticas entre actores. Con ello se reitera en la historia, la
teoría y la crítica que las condiciones de competencia reflejan, por mucho, las circunstancias de funcionamiento de la
democracia a la que aspiran los distintos contextos modernos.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
Para insistir en la importancia del concepto de competencia electoral, como categoría de análisis y circunstancia de los
devenires políticos, actualmente el debate se concentra en el
mantenimiento y concreción de los regímenes democráticos.
Vinculados a una discusión sobre la calidad de la democracia,
los temas que rondan las investigaciones recientes se refieren
a la condición dinámica de la competencia, a la fortaleza o
debilidad institucional de las plataformas que dan garantías
sobre la contención del poder, y a los elementos de justicia
que permiten un acuerdo entre las partes implicadas sobre
los resultados finales de la contienda.
Durante los últimos diez años, ha sido claro que los grados de confianza en la democracia dependen directamente
de los resultados obtenidos por la competencia por el poder,
mismos que van desde la manera en cómo los ciudadanos
califican a sus gobiernos, hasta la forma en que los electores
asumen las condiciones de desahogo durante los procesos
electivos de la autoridad. De acuerdo con lo anterior, existen tres grandes temas a tratar en las recientes discusiones.
El primero de ellos, vinculado directamente a la práctica
del voto, consiste en las formas utilizadas por los electores
para construir sus decisiones y el impacto que el entramado
institucional tiene sobre dicho proceso. En la medida que
haya condiciones institucionales adecuadas para garantizar
el buen término de las contiendas electorales, se fomentará la confianza en el voto ciudadano. En ese sentido, lo que
interesa diagnosticar es la fortaleza que algunos regímenes
Competencia electoral
129
c
democráticos mantienen frente a la dinámica plural que tiene
lugar en sus contextos sociopolíticos. Al respecto, destacan
estudios como el de Gary Cox (2004), acerca del peso institucional sobre la proyección, planeación y ejercicio del voto,
o los trabajos de Mark Franklin, Cees van der Eijk, Diana
Evans y Michael Fotos (2004) sobre la relación entre contextos de competencia y volatilidad del voto.
Un segundo tema sin duda tiene que ver con las condiciones mismas de la competencia y el papel de los competidores.
Estas investigaciones están más centradas en las condiciones
estructurales de la propia dinámica de interacción entre la
variedad de actores políticos y su anclaje institucional. Sobre este tópico existe una gran variedad de estudios que van
desde la perspectiva comparada hasta la visión institucionalista o sociológica del fenómeno. Algunos ejemplos de este
rubro son los estudios de Judith Bara y Albert Weale (2006),
acerca de la correlación entre la democracia y el sistema de
partidos a nivel de la competencia; los trabajos de Peter Mair,
Wolfgang Muller y Fritz Plasser (2004), quienes analizan
la vinculación entre el sistema de partidos y los procesos de
cambio a nivel electoral.
Finalmente, un tercer tema presente en la discusión
actual tiene que ver con las plataformas institucionales
encargadas de la justicia electoral; adjudicando a tales
instancias el papel de recurso estratégico de decisión en
escenarios o contextos de alta competencia. En esta área
se incluyen tanto la ingeniería constitucional y legal para
garantizar el desahogo de las contiendas, como el peso de
los tribunales electorales y otros órganos colegiados que
aseguran la valía y efectividad del sufragio emitido por
la ciudadanía. Algunas aportaciones por destacar son los
textos de Matthew Streb (2004) y de Louis Massicotte,
André Blais y Antoine Yoshinaka (2004) al respecto del
diseño institucional y la procuración de justicia en materia electoral.
Así, el debate actual se encuentra bastante ligado a las
preocupaciones que aquejan a las democracias modernas.
Se espera un tratamiento dinámico para el concepto de
competencia electoral, tan cambiante como las circunstancias
prácticas de su ocurrencia en los distintos contextos que se
precien de ser o aspirar a una democracia funcional, plural y
participativa como reflejo de las sociedades abiertas en que
se encuadra. Por ser la competencia electoral un componente
central de la vida democrática, es que el concepto seguirá vigente por largo tiempo en el léxico socio-político de nuestras
disciplinas sociales y nuestra cotidianeidad.
Bibliografía
Aguirre, Pedro (1997), Sistemas políticos, partidos y elecciones: estudios
comparados, México: Nuevo Horizonte.
Alcántara Sáez, Manuel (1999), Sistemas políticos de América
Latina: México, América Central y el Caribe, vol. II, Madrid:
Tecnos.
Altman, David y Aníbal Pérez-Liñán (2002), “Assessing the
Quality of Democracy: Freedom, Competitiveness, and Par-
c
130
Competencia electoral
ticipation in 18 Latin American Countries”, Democratization,
vol. 9, núm. 2, pp. 85-100.
Aranda, Rafael (2004), Poliarquías urbanas: Competencia electoral en
las ciudades y zonas metropolitanas de México, México: Instituto Federal Electoral, Porrúa, LIX Legislatura.
Bara, Judith y Albert Weale (2006), Political Democracy and Party Competition: Essays in Honour of Ian Budge, London:
Routledge.
Buendía, Jorge (2000), Estabilidad política, aversión al riesgo y
competencia electoral en transiciones a la democracia, México:
Centro de Investigación y Docencia Económica.
Cazarín, A., coord. (2005), Gobiernos locales, competencia electoral y
alternancia en Tlaxcala, 1991-2001, México: Colegio de Tlaxcala, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.
Cox, Gary W. (1997), Making Votes Count: Strategic Coordination
in the World’s Electoral Systems, New York: Cambridge University Press.
_____ (2004), La coordinación estratégica de los sistemas electorales del
mundo: hacer que los votos cuenten, Barcelona: Gedisa.
Dahl, Robert Alan (1966), Political Oppositions in Western Democracies, New Haven: Yale University Press.
_____ (1967a), Pluralist Democracy in the United States: Conflict and
Consent, Chicago: Rand McNally.
_____ (1967b), A Preface to Democratic Theory, Chicago: University
of Chicago Press.
_____ (1971), Polyarchy; Participation and Opposition, New Haven:
Yale University Press.
Diamond, Larry y Leonardo Morlino (2005), Assessing the Quality
of Democracy, Baltimore: Johns Hopkins University Press.
Downs, Anthony (1957), An Economic Theory of Democracy, New
York: Harper and Row.
Duverger, Maurice (1988), Los partidos políticos, México: Fondo
de Cultura Económica.
Fernández de la Mora, G. (1977), La partidocracia, Madrid: Instituto de Estudios Políticos.
Franklin, Mark, Cees van der Eijk, Diana Evans et al. (2004),
Voter Turnout and the Dynamics of Electoral Competition in
Established Democracies since 1945, Cambridge: Cambridge
University Press.
García, Juan Ignacio, Cecilio Ortiz Blanco y Luis Camilo
(1994), Análisis del sistema electoral mexicano: informe de un
grupo de expertos, México: Organización de las Naciones
Unidas.
González, Juan de Dios (1997), Epistemología política del sistema
electoral mexicano, 1824-1996, México: Universidad Autónoma Metropolitana.
González López, Gemi José (2004), El sistema electoral mexicano:
bases constitucionales y consecuencias en el sistema de partidos
políticos, México: Porrúa.
Gordillo Guillén, Oscar, Alma Isunza Bisuet y Rosana Santiago García (2008), “Mecanismos de competencia electoral.
Un análisis micro-sociológico en Chiapas”, Revista Casa
del Tiempo, núm. 8, México: Universidad Autónoma Metropolitana.
Gunther, Richard y Larry Diamond (2001), Political Parties and
Democracy, Baltimore: Johns Hopkins University Press.
Huntington, Samuel P. (1991), The Third Wave: Democratization in
the Late Twentieth Century, Oklahoma, London: University
of Oklahoma Press.
Ibarra del Cueto, Fernando (2005), Instituciones políticas, competencia electoral y desempeño de gobierno: un estudio comparado de
152 municipios urbanos de México, México: Instituto Electoral
del Distrito Federal.
Lijphart, Arend (1977), Democracy in Plural Societies: A Comparative
Exploration, New Haven: Yale University Press.
_____ (1984), Democracies: Patterns of Majoritarian y Consensus Government in Twenty-One Countries, New Haven, London:
Yale University Press.
_____ (1995), Electoral Systems and Party Systems: A Study of Twenty-Seven Democracies, 1945-1990, Oxford: Oxford University
Press.
Linz, Juan y Alfred Stepan, eds. (1978), The Breakdown of Democratic Regimes, Baltimore: The Johns Hopkins University Press.
_____ (1996), Problems of Democratic Transition and Consolidation:
Southern Europe, South America and Post-Communist Europe,
Baltimore, London: The Johns Hopkins University Press.
Mair, Peter, W. Muller y F. Plasser (2004), Political Parties and
Electoral Change: Party Responses to Electoral Markets, London: Sage.
Martínez, E. (2005), Nuevo sistema de partidos políticos y reforma
electoral, México: Cámara de Diputados, lix Legislatura.
Massicotte, Louis, André Blais y Antoine Yoshinaka (2004),
Establishing the Rules of the Game: Election Laws in Democracies, Toronto: Toronto University Press.
Morlino, Leonardo (2003), Democracias y democratizaciones, México:
Comisión Episcopal para la Pastoral de la Comunicación.
Nohlen, Dieter (1981), Sistemas electorales en el mundo, Madrid:
Centro de Estudios Constitucionales.
_____ (1986), Sistemas electorales y representación política en Latinoamérica, Madrid: Fundación Friedrich Ebert-Instituto de
Cooperación Iberoamericana.
_____ (1994), Sistemas electorales y partidos políticos, México: Fondo
de Cultura Económica.
_____ (1999), Sistema de gobierno, sistema electoral y sistema de partidos
políticos: opciones institucionales a la luz del enfoque histórico-empírico, México: Tribunal Electoral del Poder Judicial
de la Federación, Instituto Federal Electoral.
Núñez Jiménez, Arturo (1991), El nuevo sistema electoral mexicano,
México: Fondo de Cultura Económica.
Ocampo, Rigoberto (2007), Institucionalización de la democracia:
legitimidad, racionalidad y competencia electoral, México: Publicaciones Cruz.
O’Donnell, Guillermo (1973), Modernization and Bureaucratic-Authoritarianism: Studies in South American Politics, Berkeley:
University of California, Institute of International Studies.
_____ (1997), Contrapuntos. Ensayos escogidos sobre autoritarismo y
democratización, Buenos Aires: Paidós.
_____ (2004), “Human Development, Human Rights and Democracy”, en O’Donnell, G., J. Vargas y O. Iazzetta, The Quality of
Democracy. Theory and Applications, Notre Dame: University
of Notre Dame Press.
O’Donnell, Guillermo y Philippe Schmitter (1986), Transitions
from Authoritarian Rule: Tentative Conclusions about Uncertain Democracies, Baltimore: Johns Hopkins University Press.
Panebianco, Angelo (1990), Modelos de partido: Organización y poder
en los partidos políticos, Madrid: Alianza.
Pérez, Gabriela (2002), Social Programs and Electoral Competition:
The Political Economy of the Mexican National Fund for Social
Enterprises, 1992-2000, México: Centro de investigación y
Docencia Económica.
Przeworski, Adam (1995), Democracia y mercado, México: Fondo
de Cultura Económica.
Rouquié, Alain, Guy Hermet y Juan Linz (1978), Elections without
Choice, New York: John Wiley.
Sartori, Giovanni (1999), Partidos y sistemas de partidos. Marco para
un análisis, Madrid: Alianza.
Schmitter, Philippe (2006), The Future of Democracy in Europe:
Trends, Analyses and Reforms, Strasbourg: Council of Europe Publishing.
Schumpeter, Joseph (1942), Capitalism, Socialism and Democracy,
New York: Harper.
Sirvent, Carlos, coord. (2002), Partidos políticos y procesos electorales en México, México: Universidad Nacional Autónoma de
México, Porrúa.
Streb, Matthew (2004), Law and Election Politics: The Rules of the
Game, Boulder: Lynne Rienner Publishers.
Valdés, Leonardo (1996), Sistemas electorales y de partidos, México:
Instituto Federal Electoral.
Vallés, Josép (1997), Sistemas electorales y gobierno representativo,
Barcelona: Ariel.
Ware, Alan (2004), Partidos políticos y sistemas de partidos, Madrid:
Ediciones Istmo.
COMPORTAMIENTO
CÍVICO
Rosa María Mirón Lince
Definición
Al concentrarse en el estudio de las formas políticas que se
suscitan en la sociedad, uno de los aspectos de mayor preponderancia y complejidad es, sin duda, la dimensión subjetiva
que sirve de umbral y sustento a las prácticas vinculadas al
ejercicio del poder. Como todo producto de manufactura
humana y social, la política conjuga la ocurrencia de conductas, hábitos, el enarbolado de valores y la exaltación de
principios, ideologías, orientaciones morales y aspiraciones
vinculadas a nociones difusas y variadas sobre lo que constituye el bienestar público.
En ese sentido, el comportamiento cívico sirve como un
concepto de análisis y connotación de un conjunto de dimensiones conductuales, prácticas y morales a partir de las
cuales se manifiestan las actitudes de la ciudadanía frente a los
fenómenos políticos y sociales que ocurren en sus contextos.
Hablar de comportamiento cívico va más allá de las
conductas del votante, pues este concepto considera otras
variables como la participación, la concreción de una ciudadanía activa, la cultura de la legalidad, la pluralidad o la
homogeneidad social, los umbrales de tolerancia e inclusión,
así como la cooperación entre actores políticos y sociales, las
actitudes frente a la autoridad y muchos otros valores, normas,
acciones y procesos que caracterizan los hábitos, prácticas y
Comportamiento cívico
131
c
costumbres de los ciudadanos frente al ejercicio y constitución del poder público en sociedad.
Según lo anterior, la acepción cívica del comportamiento
social puede entenderse desde tres distintas perspectivas vinculadas al tratamiento de lo político. La primera, de carácter
conductual, está directamente relacionada con las actitudes y
predisposiciones que los individuos y los cuerpos colectivos
tienen frente a las prácticas instituidas del poder público.
Desde esta óptica, el comportamiento cívico se asume como
una categoría con tratamiento psicosocial a partir de la cual
es posible determinar las formas, hábitos, costumbres y reacciones de los ciudadanos frente a determinados estímulos
que se presentan en la esfera política de la sociedad. Así, es
posible entender los repertorios conductuales de la ciudadanía ante determinadas configuraciones estructurales del
sistema político, que inciden en los niveles de confianza y
aceptación de normas, procedimientos y formas de la autoridad. De acuerdo con esta visión del comportamiento cívico,
la idea primordial gira en torno a patrones de socialización
que establecen ciertos códigos y actitudes difundidos y generalizados por las instituciones de mayor arraigo.
Desde una segunda perspectiva, se puede concebir al
comportamiento cívico como un producto del cambio social,
partiendo de la premisa que sostiene que las modificaciones
en las conductas, actitudes y formas de interpretación de la
política por parte de la ciudadanía van de la mano de las
transformaciones que persisten en el sistema político. Según
esto, el comportamiento cívico se explicaría entonces por
cambios sustanciales en la cultura y la subjetividad social de
los individuos y los cuerpos colectivos, que se acompasan con
grandes reconfiguraciones en el plano institucional, normativo y procedimental de un régimen. Bajo esa consideración,
el comportamiento cívico podría entonces jugar un doble
papel: como detonador, por una parte, y, por la otra, como
resultado del cambio político y social.
Finalmente, desde una tercera perspectiva el comportamiento cívico puede ser entendido como un proceso
institucional que, con base en los lineamientos básicos de
las teorías de las organizaciones, implica el asentamiento
de procedimientos, normas, patrones, valores, mecanismos
y plataformas de socialización política. En esta perspectiva, la relevancia se enfoca en aquellos factores del diseño
institucional que impactan sobre las preferencias y orientaciones que dan forma a las prácticas de los ciudadanos y
de quienes ejercen el poder.
El comportamiento cívico permite, así, centrarse en tres
elementos clave de las expresiones políticas en sociedad. Un
primer aspecto reside precisamente en el conjunto de valores y arreglos subjetivos que suscita la emisión del sufragio
que, debido a su importancia en las democracias modernas,
adquiere el papel de canal primordial de participación ciudadana y es el nexo primigenio entre gobernantes y gobernados.
Por considerarse el voto una expresión ciudadana, éste conlleva la pertenencia a adscripciones ideológicas, identitarias,
sectoriales, religiosas y de muchos otros tipos que recogen los
c
132
Comportamiento cívico
partidos políticos como campos de representación. Dichas
divisiones sociales a menudo se suelen denominar en el léxico de la ciencia política como clivajes (Rae y Taylor, 1969;
Zuckerman, 1978; Ferrara, 2005), y constituyen indicadores
categóricos acerca de las actitudes que expresan los grupos
de participación política en la sociedad.
Un segundo elemento se refiere al concepto de ciudadanía
y se relaciona con las prácticas y las formas de participación
de los individuos en un contexto político específico. En ese
sentido, el involucramiento cívico cobra un amplio número de formas más allá del voto, recogiendo como procesos
participativos otros canales a partir de los cuales los individuos ejercen sus derechos y cumplen las obligaciones que les
otorga su pertenencia a la comunidad política y social. La
ciudadanía entonces hace referencia a un conglomerado de
actitudes, orientaciones y conductas con las que se refuerza
el lazo existente entre individuo y sociedad.
Como tercer elemento, se encuentra el conjunto de hábitos y patrones promovidos desde el ámbito institucional, y
que tiene que ver con el reforzamiento de conductas desde
las organizaciones del sistema político. En esta lógica, adquiere gran relevancia el significado y la práctica diaria de los
códigos y reglas que nutren el funcionamiento de las instituciones, como puede ser para el caso de los partidos políticos
su democracia interna, sus métodos de toma de decisiones y
deliberación y cualquier otro procedimiento que implique la
asimilación de determinadas conductas, actitudes y costumbres por parte de los actores involucrados. De ahí que hablar
de comportamiento cívico consista en identificar de manera
clara a las instituciones de mayor peso en un contexto social
y los esquemas de valores, propósitos y visiones que desde el
seno de éstas prevalecen en el arraigo cotidiano de los individuos en la esfera política.
Por todo lo anterior, el comportamiento cívico puede
definirse de manera general como el conjunto de valores,
actitudes, hábitos, percepciones, concepciones y prácticas que
orientan las interacciones de los individuos en todos aquellos asuntos relacionados con la administración, ejercicio y
constitución del poder político.
Historia, teoría y crítica
La preocupación acerca de las dimensiones subjetivas implicadas en las percepciones de los individuos frente a los
fenómenos políticos, ha recorrido una larga trayectoria de
conceptos que van desde categorías como la personalidad
política, la conciencia colectiva o el imaginario social. Sin
embargo, los esfuerzos más consolidados para tratar de comprender las actitudes y valores que permean el actuar político
de los individuos y los grupos colectivos, comienzan con las
investigaciones acerca del concepto de cultura política.
Las nociones y trabajos sobre esta categoría fueron el
resultado de una inquietud latente que se manifestó en la
ciencia política y en la sociología durante los tiempos de
guerra y posguerra mundial, cuando las actitudes mostradas
por la ciudadanía jugaban parte importante en la toma de
posición de la sociedad frente a los fenómenos contemporáneos. Para autores como Gabriel A. Almond y Sidney Verba
(1963) el principal resultado de los conflictos que atajaron al
mundo durante la primera mitad del siglo xx fue sin duda
un cambio en la cultura global, que desde el hemisferio occidental se tradujo de manera inevitable en una aceptación
cada vez más creciente de la democracia, sus prácticas, procedimientos, reglas y preceptos políticos. Siendo congruentes
con ello, dichos investigadores definieron la cultura cívica
como un conjunto de valores, concepciones y actitudes hacia lo político en función de las tensiones siempre presentes
entre tradición y modernización.
Bajo esa lógica, Almond y Verba adujeron que “la cultura cívica y el sistema político abierto fueron los grandes
y problemáticos dones del mundo occidental” (1992: 175),
ya que transformaron sociedades y arrasaron con culturas
de corte tradicional. Para estos autores, el cambio cualitativo en las actitudes y orientaciones de los individuos hacia
el ámbito político residía en su capacidad para racionalizar
progresivamente sus posiciones ante los fenómenos relacionados con el poder y la sociedad.
Según el grado de racionalización y el fundamento primordial que nutre y sustenta las orientaciones frente a lo
político, Almond y Verba (1963), identificaron tres grandes
tipos de cultura política. El primero de ellos fue la cultura
política de corte parroquial, caracterizada por el constante
desconocimiento de algún vínculo relevante entre los individuos y las tareas de gobierno. En contextos donde prevalece
esta visión, generalmente los individuos no se asumen como
ciudadanos activos y desconocen su capacidad para incidir
en el desahogo de lo político. Para los autores, este tipo de
concepciones se ubica en un extremo marcado por el arraigo tradicionalista, en el que la integración política y social
no se ha racionalizado por medio de la institucionalización
de preceptos y costumbres, sino que predomina un juicio
desinformado, desvinculado y desinteresado del ámbito de
lo público.
El segundo esquema típico que identificaron fue la cultura
política súbdita o subordinada, en la cual los miembros de la
comunidad política son capaces de identificar someramente
los elementos integradores del sistema político, pero se conciben a sí mismos como individuos pasivos y a disposición
de un gobierno cuyos procesos políticos no requieren de una
participación activa. En contextos con este tipo de orientaciones, prevalece una ciudadanía aislada de los procesos de toma
de decisiones, de manera que su incidencia en la política es
de bajo impacto y de una trascendencia acotada.
El tercer tipo fue la cultura política participativa, en donde
la ciudadanía, además de identificar los elementos integradores del sistema político, muestra una voluntad y un interés
por involucrarse en la toma de decisiones y en la estructuración de los procedimientos, reglas y códigos que permiten el
funcionamiento del ámbito público e institucional.
Para estos autores, una cultura política que favorece el
surgimiento y permanencia de la democracia posee las cualidades de orientar las actitudes de la población, basándose
de manera sistemática y coherente en acervos de información que permiten evaluar el desempeño gubernamental. No
obstante —dados los choques entre la tradición y modernización—, una cultura que permite el florecimiento estable
de las democracias se caracteriza por ser esencialmente
participativa, sin denostar los complementos de actitudes
tradicionales o subordinadas, dando lugar a una “cultura
cívica” en la que existe un entramado ciudadano capaz de
discernir sobre lo político y reconocer el peso de los hábitos arraigados y el proceder de las camarillas gobernantes.
Sin duda, los aportes de Almond y Verba causaron un
gran revuelo tanto por el alcance de sus conceptos, como por
lo tajante de sus distinciones entre lo tradicional y lo moderno. Como consecuencia de esto, los aportes posteriores
harían un gran eco del manejo categorial, pero problematizando de manera más compleja el peso de la cultura, las
actitudes y las prácticas frente a la evolución y preservación
de los regímenes políticos.
Con ese antecedente, a finales de los años ochenta, Ronald
Inglehart redefinió a la cultura cívica como “un síndrome
coherente de satisfacción personal, de satisfacción política,
de confianza interpersonal y de apoyo al orden social existente” (1988b: 1203). A partir de tal consideración, Inglehart
intentó hacer de la categoría de cultura cívica una nomenclatura que, al estilo weberiano, se traducía en un ascetismo
secular, a través del que se enarbolaban valores democráticos
y de lealtad al régimen político, pero que de manera sobresaliente se traducían en estabilidad en los distintos campos
de la sociedad.
Así, el principal aporte de Inglehart consistió en ampliar
la noción de cultura cívica para situarla como algo más que
un factor de incentivo para las democracias; es decir, como un
componente esencial de sociedades que tienden al orden y la
integración funcional de la sociedad.
A partir de ahí fue que Robert Putnam (1993) amplió la
idea sobre lo cultural y el peso de las dimensiones subjetivas,
con el fin de enfatizar los comportamientos, actitudes y prácticas de corte participativo que incidían en la generación de
confianza social y en la articulación de una noción compartida
de bien común (civicness). La civilidad —o comportamiento
cívico— se asumió a partir de los estudios de Putnam como
el ingrediente esencial de toda expresión de capital social.
Influenciado por el análisis de Putnam, Francis Fukuyama
(1995) respaldó la idea de comprender a los agregados sociales como el producto de un fuerte incentivo a la confianza,
la prevalencia de las normas que regulan la convivencia, la
extensión de redes de asociacionismo cívico, la vigencia de
valores y principios de carácter social, así como su incidencia en el desempeño político o económico del entramado
institucional.
El giro registrado con Inglehart y que tuvo eco en Putnam
y Fukuyama consistió en establecer que el comportamien-
Comportamiento cívico
133
c
to cívico y su acepción como cultura política, cultura cívica
o civilidad, permitía asumir una dimensión significativa de
arreglo de valores y prácticas por medio de la cual los ciudadanos —y los grupos sociales a que se agregan— legitiman,
respaldan, validan y establecen frenos, reglas y procedimientos en torno a la administración del poder público.
Al considerar estos puntos, las aportaciones más recientes ubican a lo conductual y lo cultural como dos factores
de amplia influencia sobre el desempeño institucional de los
regímenes democráticos modernos.1 Partiendo de la premisa generalizada de que la democracia es el régimen que más
privilegia a la participación ciudadana y al equilibrio del
poder, las investigaciones de última generación resaltan el
papel toral del comportamiento cívico como un factor que
favorece una mayor calidad de la democracia y más controles
en sociedades crecientemente complejas.2
Para Dieter Nohlen (2007), precisamente en las democracias cada vez más estables y prevalecientes, es necesario
identificar una cultura política que en lo particular incentive
un comportamiento cívico nutrido por la confianza, el rechazo a las prácticas no confiables, la tolerancia y el respeto por
las formas y hábitos ajenos, así como por la capacidad de la
élite para hacer compromisos y lograr consensos.
No muy distantes del argumento de Nohlen, Robert
Jackman y Ross Miller (2004) vuelven a subrayar el peso
del papel estructurante de las instituciones para que, antes de la definición de normas y procedimientos, sea desde
los canales institucionales de la sociedad que se orienten los
intereses, conflictos, visiones y capacidades de la ciudadanía
para el diseño y desahogo de lo político. Para estos investigadores, el comportamiento cívico se convierte en un enclave
de fomento a la virtud cívica, el crecimiento y el desarrollo
técnico, científico y económico, y a la creciente y consagrada
democratización.
Después del recorrido anterior, entendemos que si bien
la preponderancia del comportamiento cívico se ha demostrado con el peso de la conducta, la cultura y las prácticas
para el desarrollo político, aún es necesario establecer líneas
programáticas de investigación que sean capaces de ofrecer
otras visiones sobre las múltiples aristas que influyen en las
orientaciones y costumbres políticas de los individuos.
1 Para indagar más sobre el tema, véase: Jacqueline Peschard,
1995 y Cerdas, 2002.
2 “Esa constitución ordenada de un cuerpo cívico, puede ser
entendida desde las aportaciones de autores contemporáneos
como Robert F. Putnam, John Booth y Patricia Bayer, quienes
a través de una perspectiva socio–política y cultural conciben al
capital político como un conjunto de redes sociales que enarbolan intereses comunes y referentes de confianza respecto del
sistema político. En clave democrática, esa conformación de
entramados sociales complejos que agregan intereses y transfieren confianza al sistema, detonan una participación creciente
que opera como un circuito periférico y sinérgico de la incidencia partidista e institucional” (Mirón y Urbina, 2011: 44).
c
134
Comportamiento cívico
Así como las dimensiones objetivas del sistema político ocupan parte importante de los debates de las ciencias
sociales, resulta imprescindible comprender que el comportamiento cívico es un reflejo y a su vez un factor que incide
sobre la fortaleza o debilidad institucional de los agregados
políticos y sociales que dan sentido a los proyectos de cualquier comunidad política. Por eso, el comportamiento cívico
debe ser asumido como una categoría que requiere de mayor
sistematización en su estudio y, al mismo tiempo, de un renovado tratamiento para cubrir la gama de dimensiones que
le dan forma y significado.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
Actualmente, existen tres grandes vetas por las cuales se ha
conducido el debate sobre el comportamiento cívico y el
aporte práctico y cultural que éste conlleva.
Como herederos de la tradición racionalista e interpretativa de la ciencia política y la sociología se pueden situar, en
primer lugar, aquellos trabajos que han resaltado de manera
peculiar el papel de las decisiones y la carga de incentivos
para favorecer ciertas actitudes y prácticas en el comportamiento cívico. Sin descuidar la serie de controles que emanan
desde el entramado institucional, este tipo de trabajos ha
hecho énfasis en la capacidad del individuo para que, con
base en determinados estímulos y restricciones, responda y
se habitúe a los procedimientos ocurrentes en los flujos del
sistema político.
Entre los esfuerzos más loables de reciente publicación
están los aportes de Alvin Rabushka y Kenneth Shepsle
(2009), quienes han discutido la creciente complejidad de los
contextos sociales democráticos, así como la inestabilidad y
la pluralidad que persisten al interior de sistemas que se conducen a la luz de dicho régimen. Bajo estas consideraciones,
los autores indican que el comportamiento cívico se vuelve
cada vez más heterogéneo y multidimensional, por lo que el
conflicto y las respuestas frente al desacuerdo se vuelven cada
vez más habituales al interior del tejido social.
En ese sentido, para Rabushka y Shepsle no es sorprendente que las formas de participación se vuelvan cada vez
más contenciosas —y por momentos antisistémicas— si se
considera el alto grado de frustración e inconformidad que
deben afrontar sociedades con un fuerte componente multiétnico y diverso.
Desde una segunda óptica de la investigación, se encuentran aquellas reflexiones que intentan determinar el peso de
las instituciones, sus normas, reglas, códigos y prácticas con
que los individuos, aislados o en colectivo, refuerzan ciertos
hábitos que fortalecen o debilitan el buen funcionamiento
del sistema político. Así, bajo una fuerte influencia del nuevo
institucionalismo, estos trabajos ubican al complejo institucional como un entorno que coarta el poder de decisión de
los actores y al mismo tiempo posibilita la toma de decisiones. De esta manera, el comportamiento cívico se encuentra
fuertemente influenciado por el diseño institucional y adquiere un matiz sociológico que advierte del papel instituyente
de las plataformas de autoridad y administración del poder.
Algunos buenos ejemplos de esa vertiente de análisis son
los trabajos de Cliff Zukin, Scott Keeter, Molly Andolina,
Krista Jenkins y Michael Delli (2006), así como el estudio
de John Gastil y Peter Levine (2005). Los primeros hacen
una exploración del caso estadounidense acerca de las nuevas
formas de participación política y los elementos de la vida
cívica que impactan considerablemente en el comportamiento y las actitudes de la ciudadanía frente al desempeño
gubernamental. Entre otros aspectos Zukin, Keeter, Andolina, Jenkins y Delli, analizan la agregación de ciudadanos a
organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, que
demuestran que uno de los indicadores más importantes del
comportamiento cívico es el compromiso de los individuos.
Por su parte, Gastil y Levine, junto con otros autores,
analizan las bondades de una democracia deliberativa con el
objetivo de explorar nuevas vetas en el compromiso cívico, y
las formas de comportamiento, participación e interlocución
configuradas al interior del sistema y sus canales institucionales. Algunas de las reflexiones más sobresalientes consisten
en subrayar que aunque la cultura política y el comportamiento cívico son asuntos añejos, éstos se han transformado
de manera vertiginosa con los cambios acelerados sucedidos
durante el final del siglo xx y principio del xxi.
Es de subrayarse que en este tipo de enfoques centrados
en lo institucional, uno de los temas que ha cobrado mayor
relevancia es el de las conductas negativas que impactan desfavorablemente en la confianza de los ciudadanos y de las
instituciones. A raíz de tal inquietud, surgieron textos que
se enfocan en los vicios que en algunas regiones se han arraigado a la estructura del comportamiento cívico. Entre ellos,
destacan los estudios de Michael Johnston (2006) acerca de
los conflictos que suscita la falta de control y equilibrio en la
distribución del poder y otros recursos, así como las aportaciones de Charles Blake y Stephen Morris (2009), sobre el
problema que representa la corrupción para las democracias
frágiles de América Latina.
Como tercera perspectiva en el debate contemporáneo, se
encuentran aquellas reflexiones que hallan en el concepto de
ciudadanía la clave del comportamiento cívico, y que implica
consolidar el papel de los individuos en los asuntos relevantes de la comunidad política a la que pertenecen. Desde la
vertiente comparada, sobresalen los más recientes aportes de
Van Deth, Westholm y Montero (2007), quienes realizan
un análisis en perspectiva de las democracias europeas y la
evolución que ha tenido la ciudadanía en la consolidación
de una relación más cercana y participativa con las instancias de gobierno.
Desde otra visión, destaca el trabajo de John Schwarzmantel (2007) sobre la ciudadanía y la identidad, donde
dirige una severa crítica a las democracias contemporáneas al
considerarlas regímenes con un alto nivel de fragmentación
que incide en la apatía y el desinterés de los ciudadanos. Para
Schwarzmantel, la consolidación democrática depende de estimular un comportamiento cívico ordenado a partir del que
los ciudadanos puedan acoplarse a un esquema de identidades plurales y de plataformas descentralizadas que permitan
que las mayorías y las minorías tengan capacidad de opinión
y cambio en las decisiones relevantes del ámbito público.
Dentro de esa misma discusión del concepto de ciudadanía, también hay perspectivas como las de José María
Maravall y Adam Przeworski (2003), quienes a partir del
diseño legal e institucional, ubican los procesos más preponderantes para capacitar a los ciudadanos de las herramientas
necesarias para interferir en el ámbito político de cualquier
sociedad.
Finalmente, además de esas tres ópticas de gran relieve en
la discusión, también es necesario subrayar la inquietud de
algunos investigadores por formular enfoques holísticos que
recojan elementos de exploración que van desde el análisis
institucional, el peso de la cultura, los escenarios prevalecientes de conflicto y falta de cooperación, hasta la importancia
de las ideologías y las formas de participación social.
Sin duda, uno de los más recientes e interesantes ejercicios de este tipo es el realizado por Oliv Woshinsky (2009),
que hace un repaso sobre el peso de la cultura en el comportamiento cívico y las actitudes políticas de los individuos,
situándolas en arreglos institucionales complejos que favorecen o acotan el abanico de decisiones de los ciudadanos.
En ese sentido, no sólo se detiene en el rescate de categorías
como la ideología, la personalidad, el liderazgo, las normas y
los códigos en la conducta de quienes se desempeñan como
gobernantes y quienes se asumen como gobernados; además,
sostiene la tesis de un cambio radical en las posturas políticas arraigadas en la sociedad como resultado de la transición
hacia un escenario post-industrial.
Es así como las preocupaciones sobre el concepto de
comportamiento cívico y las prácticas que dichas orientaciones y actitudes suscitan siguen siendo un tema persistente
en el debate contemporáneo. Sin duda, la discusión sobre
dicha categoría se ubica en un debate mucho más profundo
y general sobre las sociedades actuales y la democracia que
prevalece, con el objetivo de detectar los mecanismos exitosos
o fallidos mediante los cuales los ciudadanos pueden adquirir
un mayor protagonismo y aportar más insumos para el buen
funcionamiento del sistema político.
Lo que queda pendiente en la materia es, precisamente,
ofrecer respuestas que permitan —además de proponer caracterizaciones generales— plantear diagnósticos particulares
sobre las regiones y países que hoy afrontan la consolidación
de sus esquemas democráticos y la necesidad imperante de
reforzar una ciudadanía cuyo comportamiento cívico pueda
impulsar el fortalecimiento institucional y el desarrollo de
procedimientos políticos de gran trascendencia y efectividad.
Comportamiento cívico
135
c
Bibliografía
Aguilar, Héctor (2008), La invención de México: historia y cultura
política de México 1810-1910, México: Planeta.
Almond, Gabriel y Sidney Verba (1963), The Civic Culture: Political
Attitudes and Democracy in Five Nations, Princeton: Princeton University Press.
_____ (1992), “La cultura política”, en Albert Batlle Rubio (coord.),
Diez textos básicos sobre cultura política, pp. 171-201.
_____ (1995), The Civic Culture: Prehistory, Retrospect and Prospect,
California: University of California.
Alonso, Jorge (1994), Cultura política y educación cívica, México:
Porrúa.
Balibar, Etienne (2005), Identidades y civilidad: para una cultura
política global, Madrid: Gedisa.
Barzilai, Gad (2003), Communities and Law: Politics and Cultures
of Legal Identities, Michigan: University of Michigan Press.
Blake, Charles y Stephen Morris (2009), Corruption and Democracy
in Latin America, Pittsburgh: University of Pittsburgh Press.
Calderón, Antonio, Willem Assies y Ton Salman (2002), Ciudadanía, cultura política y reforma del Estado en América Latina,
México: El Colegio de Michoacán, Instituto Federal Electoral.
Connaughton, Brian, coord. (2003), Poder y legitimidad en México
en el siglo xix: Instituciones y Cultura Política, México: Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, Consejo
Nacional de Ciencia y Tecnología, Porrúa.
Cerdas, Rodolfo (2002), Cultura política y democracia, San José,
Costa Rica: Instituto Interamericano de Derechos Humanos.
Disponible en: <https://www.iidh.ed.cr/multic/UserFiles/
Biblioteca/IIDH/2_2010/AspecTeoMetodologico/Material_Educativo/Cultura.pdf>.
Crespo, José (2007), Cultura política y consolidación democrática
(1997-2006), México: Centro de Investigación y Docencia
Económicas.
Durand, Víctor (2004), Ciudadanía y cultura política: México, 19932001, México: Siglo xxi.
Fernández, Anna (2003), Cultura política y jóvenes en el umbral del
nuevo milenio, México: Instituto Mexicano de la Juventud.
Ferrara, Federico (2005), What We Really Know: Institution,
Cleavages and the Number of Parties. Disponible en: <www.
iq.harvard.edu/NewsEvents/Seminars-WShops/PEW>.
Forte, Riccardo y Natalia Silva, eds. (2006), Cultura política en
América: variaciones regionales y temporales, México: Universidad Autónoma Metropolitana.
Fukuyama, Francis (1995), Trust: Social Virtues and Creation of Prosperity, New York: Free Press.
García, Jorge (2004), El malestar de la democracia en México: elecciones, cultura política, instituciones y nuevo autoritarismo,
México: Plaza y Valdés.
Gastil, John y Peter Levine (2005), The Deliberative Democracy
Handbook: Strategies for Effective Civic Engagement in the
Twenty First Century, San Francisco: Wiley Editions.
Gibbins, John (1989), Contemporary Political Culture, Politics in a
Postmodern Age, London: Sage Publications.
González, Marco (2006), Pensando la política: representación social y
cultura política en jóvenes mexicanos, México: Plaza y Valdés.
Inglehart, Ronald (1988a), Cultural Shift in Advanced Industrial
Society, Princeton: Princeton University Press.
c
136
Comportamiento cívico
_____ (1988b), “The Renaissance of Political Culture”, American Political Science Review, vol. 82, núm. 4, diciembre, pp.
1203-1230.
Jackman, Robert y Ross Miller (2004), Before Norms. Institutions
and Civic Culture, Michigan: The University of Michigan
Press.
Johnston, Michael (2006), Syndrome of Corruption: Wealth, Power
and Democracy, Cambridge: Cambridge University Press.
Krotz, Esteban (1985), “Hacia la cuarta dimensión de la cultura
política”, Iztapalapa, año 6, núm. 12-13, pp. 121-127.
_____, coord. (1996), El estudio de la cultura política en México: perspectivas disciplinarias y actores políticos, México: Consejo
Nacional para la Cultura y las Artes, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social.
Laitin, David (1986), Hegemony and Culture, Chicago: The University of Chicago Press.
Maravall, José y Adam Przeworski (2003), Democracy and the
Rule of Law, New York: Cambridge University Press.
Mirón Lince, Rosa María y Gustavo Adolfo Urbina Cortés
(2011), “Ciudadanía, capital político y calidad democrática:
escenarios de bancarrota política en México”, Estudios políticos, núm. 22, enero-abril, pp. 41-63. Disponible en: <http://
www.scielo.org.mx/pdf/ep/n22/n22a4.pdf>.
Nohlen, Dieter (2007), Instituciones y cultura política, México: Instituto de Investigaciones Jurídicas-Universidad Nacional
Autónoma de México.
Palacios, Mariano (1997), Cultura política, México: Fundación
Colosio.
Pescador, Fernando (1995), Cultura política: élite gobernante y procesos electorales en México, 1977-1994; estudio de caso, México:
Universidad Iberoamericana.
Peschard, Jacqueline (1995), La cultura política democrática, México: Instituto Federal Electoral (Cuaderno de divulgación
de la cultura democrática). Disponible en: <http://www.
ine.mx/documentos/DECEYEC/la_cultura_politica_democratica.htm#4 >.
_____, coord. (1996), Cultura política, México: Colegio Nacional
de Ciencias Políticas y Administración Pública, Instituto
Federal Electoral, Universidad Autónoma Metropolitana.
Putnam, Robert (1993), Making Democracy Work: Civic Traditions in
Modern Italy, Princeton: Princeton University Press.
Rabushka, Alvin y Kenneth Shepsle (2009), Politics in Plural Societies: A Theory of Democratic Instability, London: Longman
Classic Editions.
Rae, Douglas y Michel Taylor (1969), “An Analysis of Cross-Cutting Between Political Cleavages”, Comparative Politics, vol.
1, núm. 4, pp. 534-547.
Santos, Boaventura de Sousa (2005), El milenio huérfano: ensayos
para una nueva cultura política, Madrid: Trotta.
Schwarzmantel, John (2007), Citizenship and Identity: Towards a
New Republic, New York: Routledge.
Van Deth, Jan W., José Ramón Montero y Anders Westholm,
eds. (2007), Citizenship and Involvement in European Democracies: A Comparative Analysis, New York: Routledge.
Vargas, Pablo (2002), “Las élites locales y su cultura política en la
consolidación democrática”, Nueva antropología, vol. XVIII,
núm. 60-61, pp. 127-144.
Welch, Stephen (1993), The Concept of Political Culture, New York:
St. Martin’s Press.
Woshinsky, Oliv (2009), Explaining Politics: Culture, Institutions
and Political Behavior, New York: Routledge.
Zuckerman, Alan (1978), “Political Cleavage: A Conceptual and
Theoretical Analysis”, British Journal of Political Science, vol.
5, núm. 2, pp. 231-248.
Zukin, Cliff, Scott Keeter, Molly Andolina, Krista Jenkins y
Michael Delli Carpini (2006), A New Engagement? Political Participation, Civic Life, and Changing in American
Citizen [edición Kindle], New York: Oxford University Press.
COMUNICACIÓN Y
CULTURA
Delia Crovi Druetta
Definición
Cada vez es más frecuente que actividades de cultura y comunicación se realicen en el marco de acuerdos de cooperación
locales, regionales o internacionales, en los cuales intervienen actores provenientes tanto del sector público como del
privado. A nuestro juicio, este tipo de acuerdos va más allá
de la búsqueda de recursos financieros que permitan hacer
realidad ciertos proyectos, para ubicarse en el proceso general
de globalización de la cultura y la comunicación, así como en
el juego que se establece entre lo local y lo global. Estas múltiples contribuciones enriquecen las expresiones culturales y
científicas haciéndolas más plurales y diversas, al tiempo que
las enmarcan dentro de ciertos parámetros.
El propósito de estas reflexiones es analizar la cooperación
en materia de cultura y comunicación (ccc a partir de ahora),
a fin de dar cuenta de un proceso que está cambiando ciertas
pautas de la producción cultural y comunicativa. Para ello,
en primer lugar, definimos de manera general este tipo de
acciones, delimitando los actores que regularmente intervienen y las actividades relevantes que involucran. Aportamos
asimismo, algunos elementos históricos que permiten revisar
el tema desde una perspectiva crítica. Finalmente, identificamos sectores emergentes que están transformando la ccc,
cuya visualización permite advertir la orientación del debate
actual sobre el tema.
¿Qué entendemos por cooperación en cultura y comunicación? Identificamos el concepto de cooperación con la
ayuda mutua y de manera específica, ayuda mutua para el
desarrollo, en cuyo caso los actores realizan juntos una determinada labor. Estas actividades históricamente han sido
parte de la política exterior de los países, dando cabida a acciones de solidaridad, interdependencia, desarrollo comercial,
y promoviendo la integración de una red internacional de
actores cuyo fin es compartir acciones y objetivos (Fundación Eroski, 2005).
Conviene aclarar aquí que cuando nos referimos al desarrollo lo hacemos partiendo del Informe 2004 del Programa
de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud), Libertad
cultural en el mundo diverso de hoy, que otorga una dimensión
humana al desarrollo al vincularlo con una cooperación planificada a partir de la diversidad cultural. Se trata sobre todo
de “ampliar las opciones de la gente, es decir, permitir que las
personas elijan el tipo de vida que quieren llevar, pero también
de brindarles tanto las herramientas como las oportunidades
para que puedan tomar tal decisión” (2004: V). Este informe
puntualiza que “la libertad cultural consiste en ampliar las
opciones y no en preservar valores o prácticas como un fin
en sí mismo” (4). Tal noción de desarrollo referida a la cultura la diversifica y permite la emergencia de nuevos actores
culturales, fomentando con ello la inclusión, una práctica
que los Estados no siempre llevan a cabo ya sea por falta de
recursos o de interés (Barbero, 2007). En un mundo cada
vez más plural y diverso esta inclusión debe ser evidente en
la cooperación desde abajo, es decir, desde el mundo de los
ciudadanos, generoso en expresiones culturales que desbordan las instancias de mediación tradicionales.
Conviene precisar que, ante el amplio tratamiento que ha
recibido el concepto cultura en el marco de estas reflexiones,
retomamos el acuñado por la unesco en 1982, que expresa
que se la puede considerar como “el conjunto de los rasgos
distintivos, tanto espirituales como materiales, intelectuales
y afectivos, que caracterizan una sociedad o grupo social” (1).
Esta definición de cultura abarca “las artes y las letras”, pero
también “los modos de vida, los derechos fundamentales
al ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las
creencias” (Bustamante, 2007: 21).
Del mismo modo, conviene aclarar que cuando hablamos de comunicación, excedemos el ámbito definido por los
medios masivos de comunicación, para entender a este concepto como un intercambio simbólico que puede ser ejercido
con o sin mediaciones tecnológicas. Tal conceptualización
amplía el horizonte del término ubicándolo más allá de las
industrias culturales tradicionales (prensa, radio, televisión,
cinematografía y música), al considerar también los procesos
comunicativos cara a cara o los que se establecen mediante
recursos digitales.
A partir de este contexto, consideramos que la ccc debe
ser entendida como “un proceso de ida y vuelta en el que los
participantes toman el acuerdo de cooperar para resolver un
determinado problema y, al hacerlo, satisfacen los objetivos
que cada uno de ellos se ha propuesto previamente” (aecid,
2012). Al respecto Marta Porto explica que toda cooperación
internacional “se basa en la creencia de un ethos común que
permite dialogar a partir de singularidades y particularismos” (2007: 87). Así entendida, la cooperación se identifica
con la noción de diálogo propuesta por Paulo Freire “como
el encuentro de los hombres mediatizados por el mundo,
para pronunciarlo” (2005: 107). Freire atribuye a la palabra
la posibilidad de los hombres para transformar el mundo,
por lo cual el diálogo representa el camino para ganar significado como seres humanos. Es por ello que, desde esta
perspectiva, el diálogo constituye una demanda existencial,
Comunicación y cultura
137
c
ya que por su intermedio es posible compartir la reflexión
y la acción de los sujetos que buscan transformar el mundo
humanizándolo. Freire rechaza que un ser humano deposite
en otro sus ideas como algo acabado, valorando en cambio
la posibilidad de dialogar e intercambiar ideas. Marta Porto
agrega que si mediante un ethos común es posible hacer algo
juntos y descubrir “otras formas de crear, pensar y estar en el
mundo”, el primer reto de la ccc es comprender los “imaginarios contemporáneos” y actuar para evitar asimetrías que
niegan el concepto universalista de la cultura (2007: 87), algo
que Freire había advertido años antes en su visión humanista
de la noción de diálogo.
Ayuda mutua para el desarrollo humano, diálogo, pluralidad, igualdad de oportunidades y un ethos compartido,
emergen como principios rectores de la ccc. Pero para llegar
a esta delimitación fue necesario que la cooperación experimentara importantes transformaciones, sobre todo a partir
de los procesos de globalización cultural. Desde entonces
numerosas acciones se realizan entre actores privados y de
la sociedad civil, con lo cual se relega al Estado que paulatinamente va compartiendo con otros protagonistas de la
cooperación su tradicional hegemonía en esta materia. Esto
indica que en el debate actual sobre ccc no puede obviarse
la intervención de estos sectores emergentes, sobre todo en
áreas como investigación, becas artísticas y culturales, concursos y premiaciones, entre otros, en los que se visualiza una
marcada tendencia a mercantilizar los productos culturales.
Historia, teoría y crítica
La ausencia de datos precisos sobre la ccc impide trazar una
línea clara de su evolución histórica; sin embargo, es posible
afirmar que ha existido de manera informal y a veces coyuntural, desde los inicios de México como país independiente.
Es a mediados del siglo xix cuando el país registra algunos
acuerdos formales para realizar este tipo de acciones. Así,
la cooperación puede ser casi tan antigua como se quiera
interpretar el fenómeno, pero, en materia de cultura y comunicación, existen dos elementos concretos que la sitúan en el
tiempo. El primero es el surgimiento en diferentes países de
instancias administrativas (secretarías, ministerios, departamentos) encargadas de la cultura y, por lo tanto, de plantearse
como meta elaborar y mantener una política pública referida
a esos asuntos. El segundo se refiere a las políticas de comunicación, mucho más jóvenes aún, ya que fueron enunciadas de
manera explícita primero en los trabajos referidos al Nuevo
Orden Informativo Internacional, nomic, y luego a finales
de los años setenta en el Informe MacBride, Un solo mundo,
voces múltiples (1980).
Las políticas públicas para la comunicación comenzaron
a ser una preocupación para América Latina y otros países
del entonces llamado Tercer Mundo en los años setenta. A la
sazón se inició la búsqueda de un Nuevo Orden Informativo Internacional, conocido como nomic, cuyo propósito fue
buscar equidad, un equilibrio mayor en la producción y, sobre
c
138
Comunicación y cultura
todo, en la circulación de contenidos, así como dar al Tercer
Mundo un papel más activo en términos de información.
Estos trabajos tuvieron como corolario el Informe MacBride Un solo mundo voces múltiples. Comunicación e información
en nuestro tiempo (1980), resultado de las discusiones de la
Comisión Internacional sobre problemas de la Comunicación, presidida por el irlandés Sean MacBride (premio Nobel
y premio Lenin de la paz). Dos latinoamericanos, Gabriel
García Márquez (colombiano) y Juan Somavia (chileno),
participaron en los trabajos. Una amplia consulta sobre el
tema a organizaciones, instituciones y personas físicas, dio
como resultado respuestas y propuestas diversas que fueron
analizadas y discutidas por los miembros de la Comisión, las
que se recopilaron en el ya mencionado informe MacBride.
La pluralidad de participaciones plasmadas en la letra
del informe lo convirtió en un documento ambicioso para
los tiempos en que fue concebido. Al mismo tiempo, una
creciente tendencia a la concentración mediática y al tratamiento mercantil de los contenidos, llevó a posponer las
acciones propuestas por el Informe MacBride. Lo realizado
fue poco, no tuvo continuidad, y la perspectiva desde la cual
se concretaron algunas de las propuestas no respetó el espíritu de la comisión, por lo que se traicionó la intención del
nomic1 y se dejaron truncos los objetivos de impulsar políticas de comunicación. En este documento se plantea con toda
claridad, y por primera vez, la necesidad de contar con políticas
de comunicación.2
Veinte años más tarde, cuando organismos internacionales
(Banco Mundial, ocde, unesco, entre otros) plantean nuevamente la articulación racional y dinámica de los medios con
el desarrollo, lo hacen a partir del consenso de Washington
y denominan a la propuesta “Sociedad de la información”.
A pesar de revitalizar el papel de la información en las sociedades del fines del siglo xx, estos cambios3 no condujeron
tampoco a proponer políticas de comunicación o políticas
culturales que incluyan a la comunicación, esto no obstante
que Cuilenburg y McQuail (2003) afirman que el periodo
1 Vale la pena recordar que la propuesta de esta Comisión Internacional de Comunicación acerca de los principales problemas
del área se realizó mirando hacia el Tercer Mundo y sus carencias. No obstante, y a pesar de las advertencias formuladas
entonces por el informe MacBride, esos serían también los
años de arranque de las políticas neoliberales en la región. Si
bien el trabajo advierte sobre las posibles consecuencias de las
llamadas nuevas tecnologías de información y su proceso de
convergencia en red, lejos estaba de predecir lo que ocurriría
tres décadas después, cuando asistimos a tendencias concentradoras que van en sentido inverso a la búsqueda de equidad
que planteaba Un solo mundo, voces múltiples.
2 El tema ya había sido presentado por unesco en Costa Rica
a finales de los setenta.
3 Para la comunicación como para otras áreas, los cambios incentivados por las políticas neoliberales pasan por tres ejes:
flexibilización, liberalización y competitividad a nivel mundial.
actual se caracteriza por la búsqueda de un nuevo paradigma
en torno a ese tipo de políticas.
Respecto a las políticas públicas referidas a la cultura, cabe
mencionar que es apenas en las últimas cinco o seis décadas
cuando algunos Estados crearon las instancias administrativas necesarias para atender el tema. Sin embargo, el hecho
de que haya estas estructuras administrativas no se traduce de
manera directa en la existencia de políticas públicas de cultura
explícitas. Y es todavía más difícil encontrar que esas políticas
comprendan a la comunicación, cuyo desarrollo industrial se
encuentra primordialmente en manos privadas.
Para México, aunque el tema es muy reciente, no se le
resta relevancia: el 2 de octubre de 2008, la Cámara de Diputados aprobó por unanimidad las reformas a los artículos 4 y
73 de la Constitución Política, las cuales se hicieron oficiales
el 30 de abril de 2009. Los cambios tuvieron el propósito de
“incorporar el derecho al acceso a la cultura y su libre ejercicio”, así como “adicionar al artículo 73 constitucional la
facultad del Congreso para legislar en materia de derecho
de autor y otras figuras de la propiedad intelectual” (Diario
Oficial de la Federación, 2009: 2). Estas reformas enfatizan la
necesidad de lograr una vinculación entre los sectores público,
privado y social y los tres niveles de gobierno en materia de
políticas culturales, así como el derecho al acceso a la cultura en los servicios que presta el Estado. Precisan, asimismo,
que el país reconoce constitucionalmente el respeto a los
derechos culturales como garantías individuales y establecen
la responsabilidad del Estado para promover y proteger su
difusión y desarrollo.
Sin embargo, esta importante resolución no hace referencia explícita a la comunicación en ninguna de sus
dimensiones. Las reformas introducidas se anclan todavía
en el la fase del acceso, dejando un vacío en términos de
producción cultural y de la formación y protección de los
creadores, temas de especial relevancia en la actualidad
frente a la fuerte emergencia de las llamadas industrias
creativas que optan por el copyright desdeñando el concepto
de derechos de autor. Tal ausencia reafirma la perspectiva
dominante: a pesar de que aún sobreviven algunos medios
públicos, la comunicación mediática pertenece mayoritariamente al sector privado, comportándose como un negocio
que se desenvuelve fuera del texto de la constitución mexicana. En este contexto, sobrevive el reto aún no alcanzado de
conseguir que la comunicación forme parte de las políticas
culturales y que se posicione en las esferas gubernamentales, colocando a los mensajes mediáticos más allá de un
valor económico o político, al tiempo que se rescaten los
procesos comunicativos digitales y los no mediados tecnológicamente.
La falta de políticas públicas explícitas en materia de
comunicación y cultura, sumada a una creciente mercantilización del sector, colocan a la cooperación en una situación
que en ocasiones sigue lineamientos y normas claras (como
en los acuerdos bilaterales entre países), pero en otras está
condenada por los intereses de las industrias culturales que
suelen contraponerse a expresiones creativas independientes
(como ocurre en la industria de la música, por ejemplo). Los
juegos geopolíticos también inciden en esta tarea que debería
ser dialógica y horizontal, ya que los países con mayor desarrollo orientan el sentido de la cooperación hacia aquellas
áreas que les pueden ser más favorables. Ejemplo de esto es
el caso del cine, actividad cultural que ha sido de las más
favorecidas de manera sistemática, mediante acuerdos de cooperación, pero en la cual se han apoyado más los procesos de
distribución, que las producciones locales y regionales (Crovi,
2009). Algo similar ocurre en la cooperación orientada por
los países desarrollados hacia sus antiguas colonias (Europa
respecto de África, por ejemplo), donde conservan intereses
económicos que suelen determinar también las acciones de
cooperación cultural.
A pesar de la ausencia de una línea clara en la evolución de
la ccc, hay dos rasgos que definen su devenir: a) el paso de los
acuerdos bilaterales a los multilaterales y b) el multiculturalismo.
De los acuerdos bilaterales a los multilaterales
En el marco que hemos trazado se advierte que la ccc en su
evolución histórica ha pasado de un proceso bilateral, generalmente entre dos naciones (años setenta y ochenta), a uno
multilateral con la participación de actores diversos cuya meta
es lograr reciprocidad y co-responsabilidad.
Vale la pena recordar que la ccc ha estado supeditada,
repetidamente, a propuestas coyunturales o impulsos individuales o de grupos. En este contexto sorprende, sin embargo,
que a pesar de un camino fortuito sus actividades hayan
mantenido una coherencia que va más allá de lo esperado:
demuestran una marcada protección “hacia la cultura clásica
o hacia campos legitimados socialmente (como es el caso del
cine, por ejemplo), prestando escasa atención a otras industrias culturales y mucho menos a los medios de comunicación”
(Bustamante, 2007: 31). Sin duda esta orientación responde
al grado y modo de aproximación al tema, el cual difiere según los actores que intervienen e informan.
Estas limitaciones históricas para repensar de manera amplia la cooperación cultura-comunicación se ven en cambio
compensadas por circunstancias claramente favorables. Por
un lado, en los últimos años, se está asistiendo a una importante revitalización de la conciencia internacional sobre la
centralidad de la cultura para el desarrollo, tanto en el orden
económico como en el social, con hitos importantes como la
Convención para la diversidad, de la unesco (35).
Los países y los actores que actualmente intervienen en
actividades de cooperación adquieren compromisos y trabajan para conseguir metas comunes, eliminando así la noción
de una parte donante y otra que recibe. Esta ecuación se
establecía del siguiente modo: el donante era el más rico o
desarrollado, y el depositario de la cooperación el más pobre
y menos desarrollado económicamente, aunque no por ello
con menor riqueza cultural. Hoy día actores gubernamentales privados y organizaciones de la sociedad civil intervienen
en ccc tanto a nivel internacional (mediante acuerdos que
Comunicación y cultura
139
c
suelen enfocarse en lo comercial) como nacional o regional.
Emergen también nuevos actores privados de diversa índole,
como fundaciones, bancos o empresas.
El lado obscuro de este multilateralismo cultural se aprecia en la mercantilización de los productos, en especial en
el ámbito de las llamadas industrias creativas. Estos nuevos
tipos de “industrias” están siendo vendidos (en especial a los
más jóvenes) como espacios de libertad, informales, dentro
del ámbito de las corporaciones de la cultura. En ellos, los
creadores deben desarrollar un papel activo que les lleva a
empoderarse y responsabilizarse por su propia situación, lo
que convierte la propuesta en una suerte de libertad vigilada.
En una sociedad digitalizada en mayor o menor grado, que
desplaza una nueva dimensión espacio-temporal sin límites,
las industrias creativas se ofrecen como alternativa a horarios fijos y espacios reglamentados para trabajar o estudiar,
promoviendo una falsa visión emancipadora. Los correlatos
de este tipo de industrias se plasman en la subcontratación,
la precarización del trabajo, el individualismo y la exigencia
de reconvertirse mediante la generación constante de nuevos y creativos proyectos capaces de producir ganancias en
el corto tiempo.
Sobre esta situación, Gerald Raunig (2007) apunta que los
individuos creativos son empujados a un ámbito específico de
libertad y de independencia que implica un gobierno de sí mismos, en el cual son “abandonados”. De este modo, la libertad
se convierte en una “norma déspota”, en tanto que la “precarización del trabajo” se transforma en una regla laboral. Si bien
se logra la meta de diluir fronteras entre el tiempo de trabajo
y el tiempo libre, también desaparecen los límites que separan
el empleo del desempleo, con lo que se instituye una situación
de precariedad cuyos ámbitos se extienden más allá del trabajo
para abarcar la vida entera.
Este ambiente se ha vuelto propicio para generar acciones de cooperación en materia de cultura y comunicación, no
obstante sus resultados son, por lo menos, ambiguos. Es indudable que los creadores se movilizan para encontrar caminos
que permitan salida social y económica a sus producciones
identificando en la cooperación un aliado, pero es también
incuestionable que los consorcios industriales de la cultura
se aprovechan de esta situación de precariedad para profundizar la perspectiva comercial de los productos culturales.
Hacia el multiculturalismo
Otro de los atajos que ha tomado la cultura para ser objeto
de acciones de cooperación es pasar de expresiones legitimadas y aceptadas como tales, a otras plurales que conforman
lo que hoy denominamos multiculturalismo. Este escenario
permite vislumbrar a la cooperación horizontal como uno de
los cauces de resistencia para hacer frente a los grupos trasnacionales que, dentro del sistema mundial, buscan acaparar
los recursos culturales y comunicativos.
El reconocimiento de la centralidad de la cultura como
factor de desarrollo integral del ser humano constituye un
signo positivo de cambio que conduce al reconocimiento de
c
140
Comunicación y cultura
las industrias culturales y de las creativas como instrumentos
fundamentales de la producción cultural. Al mismo tiempo,
este signo positivo valora el potencial de los medios de comunicación como vehículos fundamentales para la difusión
y los posiciona más allá de una simple plataforma para mercancías simbólicas.
En sus circunstancias actuales, la ccc está en condiciones de diversificar los temas que son objeto de este tipo de
acciones, ya que a partir de los procesos de globalización sus
intereses se diversificaron. Hoy día abarcan todas las fases
de la producción: creación, distribución y consumo, repercutiendo de manera diferente en cada una de ellas. Cine,
televisión, industria de la música, espectáculos en vivo, industria editorial, derechos de autor (autores y compositores,
autores y escritores), son áreas que en la actualidad son motivo de cooperación.
La apertura hacia una nueva concepción multicultural de
la ccc debe, no obstante, ser reforzada mediante la generación de indicadores que permitan conocer sistemáticamente
su impacto, no para medirla exclusivamente en términos
económicos, sino para crear información que alimente las
políticas públicas en esta materia y, entre otras cosas, abonen
el terreno para una necesaria profesionalización de la cooperación cultural. Esta profesionalización evitará el carácter
volátil e inestable que la ccc ha manifestado en materia de
objetivos, campos involucrados o instrumentos institucionales puestos a su servicio.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
Debido a su variedad de manifestaciones, la cooperación en
materia de cultura y comunicación tiene amplias posibilidades de llevar a cabo acciones horizontales que revitalicen el
sector como factor fundamental para el desarrollo humano.
El paso de este tipo de intercambios desde una perspectiva
bilateral hacia una multilateral, permite ahora pensar en la
emergencia de nuevos actores (como el sector privado y las
organizaciones no gubernamentales) y también de nuevos
niveles de cooperación. No obstante, en las actuales circunstancias —modelo neoliberal que induce a un progresivo y
sostenido adelgazamiento del Estado, concepción mercantil
de la cultura y la comunicación, políticas públicas ausentes
o erráticas, situaciones agravadas por una profunda crisis
económica— surgen señales de alerta que es preciso atender.
En el debate actual en torno a la ccc, destacan algunos temas y preocupaciones: en lo inmediato, y como producto de la
actual crisis económica, es necesario reflexionar en torno a una
posible disminución del flujo de recursos destinados a la ccc; en
lo mediato, pensar al menos en cuatro cuestiones: la necesidad
de contar con indicadores que sean producto de la evaluación
sistemática de las acciones de ccc realizadas; las migraciones
físicas y digitales como factor de cambio en la cooperación cultural; la diversificación de actores y productos que intervienen
en acciones de ccc, y debatir una necesaria profesionalización
de la cooperación.
Emergencia y reconfiguración de las regiones en tiempos de crisis
Respecto a una posible disminución de recursos, producto
de la actual crisis económica, es importante dejar sentado
que las acciones de cooperación requerirán de mayor creatividad para sortear los inconvenientes que acarrea una menor
disposición a apoyarlas, como casi siempre ocurre con la
cultura en tiempos de dificultades financieras. Cuestionar
las decisiones que no respondan a parámetros estrictamente
culturales y comunicativos y sobre todo proponer acciones
que renueven la mirada y los actores de la cooperación, deberá ser un ejercicio permanente para defender los espacios
ganados y abrir nuevos.
Sabemos que, en mayor o menor grado, la crisis económica iniciada a finales de la primera década del siglo xxi afecta a
los países que integran ese imaginario espacial y cultural que
denominamos países en desarrollo, o en otros tiempos Tercer
Mundo, por lo que como producto de una posible escasez
de recursos, surgen alertas de diversa índole. Entre ellas, es
necesario pensar en una inminente re-jerarquización de regiones cuyo factor determinante no es la cultura, los idiomas
o la historia compartida, sino los acuerdos comerciales y las
áreas de interés económico que cada país establece a partir de
negociaciones y tratados. De esta situación surge la necesidad de enfocar el análisis del tema en el renovado papel que
cumplen las regiones, así como en una nueva jerarquización
de las mismas siguiendo parámetros económicos.
Ante esta reconfiguración, algunas de las naciones latinoamericanas podrían estar amenazadas por un reordenamiento
de intereses regionales en los que las acciones de cooperación
mirarían más hacia otros países —África o países del Este—
que hacia Latinoamérica. En este contexto, y tomando en
cuenta que la ccc suele estar ligada a intercambios económicos, países con menores recursos naturales o de otra índole,
capitalizables para los países centrales, representarían un
interés menor frente a los que sí los tienen, prescindiendo
siempre de la calidad o capacidad de su producción cultural. En este contexto, es imprescindible que se lleven a cabo
acciones tendientes a visibilizar las necesidades que tienen
los países menos favorecidos en materia de cooperación en
cultura-comunicación.
La crisis nos coloca frente a un riesgo real o inminente de
concebir a las regiones, prioritariamente, como lugares de inversión y espacios para la colonización cultural. Esta relación
de dependencia, histórica para algunos países (por ejemplo,
la distribución de cine y televisión norteamericana en América Latina, con especial énfasis en el caso mexicano por su
vecindad), tomó forma y contenido aún al margen de la letra
de los tratados comerciales, cuya materialización inició en
la última década del siglo xx. Mediante estos acuerdos los
países signatarios se comprometieron a realizar intercambios
comerciales de todo tipo que prontamente condicionaron a
los flujos culturales. Este clientelismo comercial no sólo restó
margen a la ccc, sino que a veces más que impulsarla la encerró en normas restrictivas que impidieron ampliar el abanico
de posibilidades hacia otras naciones, otros actores y, en fin,
hacia una verdadera mirada multilateral y multicultural de la
cooperación. La crisis económica puede agudizar tal clientelismo, fortaleciendo la idea de que las regiones son mercados
culturales en los cuales, entre otros, están los productos que
son objeto de acciones de cooperación.
Cabe mencionar, sin embargo, que los acuerdos comerciales desfavorables para un desarrollo horizontal y dialógico
oficial de la ccc, han propiciado al margen de esos pactos un
descubrimiento y reconocimiento cultural entre pares que
permitió mover el, a veces, pesado engranaje de la cooperación. Tal fue el caso de México y Canadá ante el Tratado
de Libre Comercio de América del Norte, tlc, cuya letra
evita normar los intercambios culturales, pero que de manera paralela e informal promovió numerosas acciones de
cooperación para la producción de bienes y servicios culturales-comunicativos protagonizados por promotores o
creadores de ambos países.
Evaluar y consolidar la cooperación
En el debate internacional es menester posicionar la reflexión
en torno al camino azaroso seguido hasta ahora por la ccc,
a fin de recuperar la necesidad de evaluar lo ya realizado y
detectar prioridades. Crear una estrategia para la elaboración sistemática de informes económicos y sobre el impacto
social de la cooperación, organizados por países y regiones,
permitiría contar con información longitudinal para tomar
decisiones y trabajar prospectivamente, abarcando incluso
las rezagadas o inexistentes políticas públicas de cultura y
comunicación.
La transparencia en este tipo de actividades surge como
una necesidad fundamental para todo tipo de actores, en especial entre aquéllos que han sido beneficiarios de los apoyos
(las ong, por ejemplo, acerca de las cuales escasean datos de
inversiones y resultados). Es también fundamental rescatar
la experiencia que han acumulado los países y regiones que
han sido interlocutores de cooperación, a fin de identificar
aciertos y corregir errores.
Como afirma Paul Tolila, la cultura y las cifras no son
los enemigos que frecuentemente se mencionan, son sólo
un “aspecto más del vasto problema del conocimiento de los
fenómenos culturales” (2003: 2). Indica que si somos capaces
de plantear buenas preguntas a los fenómenos culturales, obtendremos buenas cifras, y si a estos datos duros formulamos
buenas preguntas, se introducirán nuevas hipótesis.
Migraciones físicas y digitales, estímulo para la multiculturalidad
La redefinición de los términos de la cooperación entre
regiones requiere también profundizar el debate en torno
a un tema por demás importante: las migraciones físicas
y digitales. La digitalización nos ha colocado ante un proceso de cambio en materia de soportes, medios, formas de
almacenamiento del conjunto de productos culturales que
Comunicación y cultura
141
c
compartimos, lo que incide no sólo en su proceso de producción, sino también en su distribución y consumo.
Como resultado de la globalización económica y de la
crisis actual, las migraciones físicas representan uno de los
problemas más urgentes por atender. Grandes grupos humanos se movilizan entre países y regiones y, como sabemos,
algunas personas se trasladan siguiendo los parámetros legales
pero muchos lo hacen como ilegales. Este tránsito trasfronterizo de personas y, con ellas, de expresiones culturales,
ha conducido a ampliar la visión del mundo, a acrecentar
los intercambios culturales aún al margen de los tratados y
acuerdos internacionales; pero también ha levantado vallas,
impulsando acciones y programas que buscan detener o controlar los crecientes flujos migratorios ilegales, alimentados
casi siempre por esa misma visión ampliada y enriquecida
del mundo. En esta circularidad que lleva a millones de individuos a moverse tras la utopía de un mundo mejor, los
ricos intercambios comunicativos y de expresiones culturales
o son sujeto de programas de integración o sufren el embate de las acciones legales para detener un movimiento que
el propio modelo político-económico neoliberal alimentó
desde sus inicios.
Las acciones de cooperación, sobre todo aquellas que se
realizan entre regiones y ciudades con una perspectiva de
horizontalidad, se revelan como un vehículo idóneo para
despertar y alimentar el respeto hacia el otro con todo lo que
ello implica en términos culturales. Pueden, así, verse como
facilitadores del sentido de multiculturalidad que debe estar
presente en la cooperación.
Nuevos actores y nuevos productos para la cooperación
La diversificación de los productos que son objeto de acciones
de cooperación es otro de los ejes por repensar. Es preciso
revisar a fondo experiencias exitosas de ccc para valorarlas
y extrapolar su solvencia hacia otros productos de consumo
extendido a nivel social (como la televisión, contenidos para
internet, radio, festivales musicales, el patrimonio nacional,
entre otros). En los últimos años concursos, muestras y premiaciones de diferentes expresiones artísticas y culturales
han demostrado su idoneidad como espacios para fomentar,
sobre todo, los procesos de distribución y consumo. Mecanismos similares tal vez puedan aplicarse a otros productos,
hasta ahora encasillados en rígidas instancias gubernamentales o manipulados por los intereses del sector privado, que
impiden promover acciones de cooperación multilaterales
e internacionales (como en el caso de la televisión privada,
por ejemplo).
La búsqueda de acciones regionales y locales de cooperación nos coloca en la tesitura de promover la participación
de nuevos actores políticos y sociales. Las instancias tradicionales de fomento a la cooperación han jugado un papel
importante y también han sido adecuadas para determinados
momentos históricos, pero, dadas las condiciones actuales, es
necesario buscar su renovación, al mismo tiempo de procurar
la apertura de otras donde impere el concepto de gobernanza
c
142
Comunicación y cultura
entendido de manera general como la participación de los
sectores gubernamental, privado y de la sociedad civil. La
participación de nuevos actores fortalece la ya planteada necesidad de buscar mecanismos de evaluación de las acciones
de cooperación, tanto en sus resultados como en los mecanismos de decisión y responsabilidades de quienes las impulsan.
Profesionalizar la cooperación
La figura de la cooperación en materia de cultura y comunicación, como ya quedó expresado, ha tenido hasta ahora
un camino incierto, plagado de buenas intenciones y poca
continuidad. Ante la coyuntura actual en la que emergen
nuevos actores e instancias de cooperación, así como nuevos
mecanismos para lograrla y abarcar también a novedosos
productos culturales, es necesario pensar en una profesionalización de esta actividad. La propia figura del cooperante
para algunos países equivale a una suerte de voluntariado con
más buenas intenciones que capacitación para ejercer in situ
la labor horizontal de la cooperación.
Toda evaluación de ccc deberá tomar en cuenta esta necesaria profesionalización de los actores de la cooperación,
tanto por parte de quien se ubica en las instancias de decisión de los proyectos y programas, como de quien la ejerce
de manera directa y empírica. Éste es, sin duda, un tema de
debate que permitirá ir eliminando inequidades, ineficiencias
y, en algunos casos, el dispendio o aplicaciones poco adecuadas de los recursos materiales para la cooperación, que son
de por sí escasos.
En la emergencia de nuevos actores de la ccc es necesario
acentuar el debate en torno a las condiciones de participación
del sector privado. Es común que fundaciones de grandes
consorcios industriales, comerciales o financieros, apoyen el
desarrollo cultural mediante becas, incentivos a la investigación y creación artística, ediciones, espectáculos, entre otras
acciones. Estas contribuciones, sin embargo, deben ser discutidas bajo el ya enunciado concepto de gobernanza para
impedir que sea el sector privado el que incida de manera
preponderante en el establecimiento de una agenda cultural
y comunicativa que favorezca sus propios intereses y desvíe la atención de las necesidades detectadas en materia de
cooperación.
El concepto de cooperación se encamina hacia el fortalecimiento de la corresponsabilidad, la horizontalidad, el diálogo
multinivel, es decir, entre distintos sectores locales, regionales
o internacionales. Al mismo tiempo, el debate actual pone
el acento en la multiculturalidad, por lo que el compromiso
que asuman los nuevos actores de la ccc debe estar abierto a
novedosas expresiones provenientes de culturas y realidades
diferentes, a fin de incentivar la creatividad y no el surgimiento de mercados de consumidores.
En el contexto que hemos planteado, es importante cerrar estas reflexiones llamando nuevamente la atención sobre
un tema que, por ser fundamental para la ccc, es necesario
seguir debatiendo: el derecho de autor frente a la figura del
copyright. Rescatar la dimensión inalienable de la producción
artística, científica, cultural y comunicativa planteada por el
derecho de autor, no sólo representa una defensa de los creadores y promotores culturales, sino que constituye un recurso
poderoso ante el embate del sector privado en el dominio de
las industrias culturales y creativas.
Bibliografía
aecid: Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (2012). Disponible en: <http://www.aecid.es/ES>.
Barbero, Martín (2007), “Cultura y comunicación: una relación
imprescindible. La comunicación y la cultura en la cooperación para el desarrollo”, en Enrique Bustamante (ed.), La
cooperación cultura-comunicación en Iberoamérica, Madrid:
Agencia Española de Cooperación Internacional para el
Desarrollo, pp. 41-61.
Bustamante, Enrique (2007), “La urgente revisión de la cooperación iberoamericana en cultura-comunicación”, en La
cooperación cultura-comunicación en Iberoamérica, Madrid:
Agencia Española de Cooperación Internacional para el
Desarrollo, pp. 31-37.
Crovi Druetta, Delia (2009), “México”, en Luis Albornoz (coord.),
Cultura y comunicación. Estado y prospectiva de la cooperación
española con el resto de Iberoamérica, 1997-2007, Madrid:
Fundación Alternativas-Agencia Española de Cooperación
Internacional para el Desarrollo, pp. 81-94.
Cuilenburg, Jan Vann y Denis McQuail (2003), “Media Policy
Paradigm Shifts. Towards a New Communications Policy Paradigm”, European Journal of Commnication, vol. 18,
núm. 2, pp. 181-207. Disponible en: <http://ejc.sagepub.
com/cgi/content/abstract/18/2/181>.
Diario Oficial de la Federación (2009, 30 de abril), “Decreto por el
que se adiciona un párrafo noveno al artículo 4o.; se reforma
la fracción XXV y se adiciona una fracción XXIX-Ñ al artículo 73 de la Constitución Política de los Estados Unidos
Mexicanos”, primera sección, Secretaría de Gobernación,
p. 2. Disponible en: <http://www.dof.gob.mx/nota_detalle.
php?codigo=5089046&fecha=30/04/2009>.
Freire, Paulo (2005), La pedagogía del oprimido, 2a. ed., México:
Siglo xxi.
Fundación Eroski (2005), La cooperación internacional. Es uno de
los principales instrumentos con los que cuentan los estados para
el desarrollo de los países más pobres. Disponible en: <http://
www.consumer.es/web/es/solidaridad/derechos_humanos/2005/05/16/141992.php>.
MacBride, Sean (1980), Un solo mundo, voces múltiples. Comunicación e información en nuestro tiempo, México: United Nations
Educational, Scientific and Cultural Organization, Fondo de
Cultura Económica.
pnud: Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (2004),
Informe sobre Desarrollo Humano 2004: la libertad cultural en
el mundo diverso de hoy, Madrid: Ediciones Mundi-Prensa. Disponible en: <http://hdr.undp.org/sites/default/files/
hdr_2004_es.pdf>.
Porto, Marta (2007), “Nuevos imaginarios y antiguas asimetrías:
los desafíos de la cooperación internacional cultura-comunicación”, en Enrique Bustamante (ed.), La cooperación
cultura-comunicación en Iberoamérica, Madrid: Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo,
pp. 87-96.
Raunig, Gerald (2007), La industria creativa como engaño de masas.
Disponible en: <http://transform.eipcp.net/transversal/0207/raunig/es>.
Tolila, Paul (2003), “Estadísticas, economía e indicadores culturales. El ejemplo francés y los avances europeos”, ponencia
presentada en el Seminario Internacional sobre indicadores
culturales: su contribución al estudio de la economía y la cultura,
México. Disponible en: <http://sic.conaculta.gob.mx/documentos/816.pdf>.
unesco: Organización de las Naciones Unidad para la Educación,
la Ciencia y la Cultura (1982), Declaración de México sobre las
políticas culturales. Conferencia mundial sobre las políticas culturales, México, 26 julio-6 de agosto. Disponible en: <http://
portal.unesco.org/culture/es/files/35197/11919413801mexico_sp.pdf/mexico_sp.pdf>.
COMUNIDAD
INTERNACIONAL 1
José Luis Valdés Ugalde
Definición
La familiaridad y frecuencia con que se hace referencia a la
comunidad internacional en resoluciones, convenciones y discursos de jefes de Estado, de representantes de organizaciones
internacionales y de diversos analistas, oculta la ambigüedad
e imprecisión que el término entraña. Son escasas las definiciones del término en los diccionarios especializados y
libros de referencia sobre política y derecho internacional.
De esta manera, las dudas sobre la existencia o fracaso de
la comunidad internacional aparecen como legítimas ante la
imposibilidad de delimitar la personalidad jurídica, estructura,
capacidad de ejercicio de derechos y obligaciones, y la autoridad de la llamada comunidad internacional.
En todo caso, el término comunidad internacional se refiere a aquella comunidad que integra a todos los sujetos que
operan en el ámbito internacional (Diccionario Lid, 2005:
“Comunidad internacional”). Se entiende también —afirma Marco Monroy— como el conjunto de entes colectivos
que se relacionan entre sí por medio de normas de Derecho
Internacional Público (Marcano, 2005: 10). Se utiliza para
designar a los interesados, participantes o miembros de organismos, acuerdos o cualquier otro tipo de figura colectiva
1 Este trabajo fue concluido durante mi estancia sabática en el
Lateinamerika–Institut, de la Freie Universität-Berlin (laifu), para la cual gocé del apoyo de la dgapa-unam y del
conacyt, a quienes expreso mi agradecimiento. Contacto:
[email protected] y [email protected].
Comunidad internacional
143
c
de carácter supranacional. También se le define como la base
sobre la que opera el derecho internacional.
Se trata de una comunidad que afirma la existencia de
intereses y valores comunes a todos los pueblos civilizados.
Andrés Serra Rojas establece que la comunidad jurídica internacional es el conjunto de unidades soberanas constituidas
en Estados de derecho que se relacionan entre sí en planos
de igualdad (1998: “Comunidad jurídica internacional”). Se
concibe también como “el efecto neto de múltiples esfuerzos
coincidentes de personas y naciones alrededor del mundo
basados en la voluntad de cooperar entre ellos y asistirse
mutuamente en los esfuerzos por lograr el bien común. Es
una perspectiva, una ideología secular” (McGhee, 1992: 37).
A esto se le añade la diversidad de términos creados para
referirse a diferentes características de este conjunto de entes: comunidad internacional, sociedad internacional, sociedad
mundial y sistema internacional. Dado que el término comunidad es usado en ocasiones de manera intercambiable por
el de sociedad entre los diferentes enfoques teóricos de las
relaciones internacionales, es necesario recurrir a las bases
sociológicas que la explican para comprender la esencia de
esta terminología.
Historia, teoría y crítica
El sociólogo Ferninand Tönnies (1979) distingue entre comunidad (Gemeinschaft) y sociedad (Gesellschaft); la primera
enfocada en la identificación entre sus miembros y en el
sentimiento de pertenencia (we-feeling), y la segunda, en
patrones de interacción estructurada a través de normas y
reglas compartidas. Para Tönnies, comunidad es una entidad caracterizada por una conexión y unidad orgánica de la
voluntad de los individuos que la conforman. El elemento
distintivo es justamente el sentimiento de pertenencia y el
hecho de que sus miembros comparten actitudes fundamentales. Como entidad, la sobrevivencia de la comunidad
resulta más importante que los individuos que la constituyen.
Por otro lado, Gesellschaft (sociedad) es interpretada como
una esfera menos íntima, donde sus miembros coexisten, mas
no se encuentran profundamente conectados ni se identifican
por alguna actitud compartida. En esta esfera de convivencia,
predomina el intercambio racional y económico de intereses
estratégicos, contratos y leyes. De esta manera, la sociedad
no resulta más importante para sus miembros que el interés
propio de los individuos que la conforman. Una diferencia
importante entre ambos términos es que en la comunidad,
las normas generalmente emanan de la concordia; en cambio,
en la sociedad emanan de la convención. Así, Gesellschaft o
sociedad, representa de manera amplia la forma racional-contractual de organizar a la humanidad que ha sido dominante
desde el inicio de la Modernidad.
Max Weber afirma que todas las relaciones sociales tienen elementos tanto de las relaciones asociativas como de
c
144
Comunidad internacional
las relaciones comunales.2 La diferencia entre ambas radica
en que la relación social será comunal (Vergemeinschaftung)
si las acciones sociales involucradas se basan en un sentimiento subjetivo de las partes involucradas, ya sea afectivo o
tradicional, mientras que una relación social será considerada
asociativa (Vergesellschaftung) si las acciones sociales se basan
en ajustes de intereses o acuerdos racionalmente motivados,
sea la base del juicio racional, sean los valores absolutos o las
razones de conveniencia.
Modesto Seara Vázquez, en su definición de comunidad
internacional, anota la diferencia sociológica entre comunidad y sociedad:
El sentido genérico que se concede a esta expresión
para designar a la organización mundial de Estados se
precisa con una connotación específica, la asociación
real y orgánica de los miembros de un medio social,
lo que constituiría típicamente una comunidad, definida por una participación altruista y solidaria, frente
a una asociación inorgánica y egoísta en donde sus
miembros se hallan contrapuestos constituyendo una
sociedad. La comunidad aparece así como una forma
perfecta e ideal frente a la estructura imperfecta de
Estados y organizaciones internacionales que forman
una sociedad (en Gómez-Robledo y Witker, 2001:
“Comunidad internacional”).
Barry Buzan menciona que, en la práctica, Gesellschaft
encaja de manera más cómoda en el ámbito de lo internacional en tanto que sociedad trata esencialmente de acuerdos
que conciernen cierta conducta esperada (normas, reglas,
instituciones); en cambio, comunidad implica una identidad
común que no existe a escala global (2004: 110).
Para confirmar la existencia de una comunidad internacional, es necesario que existan ciertos intereses comunes a
todos sus miembros, además de un cuerpo de valores, principios y procedimientos que les sean comunes. Sobre esto, Kofi
Annan —en un intento no de definir a la comunidad internacional, sino de probar que no es una ficción ni una frase para
vestir las resoluciones de Naciones Unidas— argumenta que
el elemento que mantiene unida a la comunidad internacional es, en términos generales, la visión e interés común de un
mundo mejor para todas las personas, tal como lo establece,
por ejemplo, la carta de San Francisco (Annan, 2002: 30-31).
La escuela clásica inglesa3 propone sociedad internacional como
uno de los tres conceptos básicos de su enfoque, a saber, sistema
internacional, sociedad internacional y sociedad mundial. Identifica
estos tres conceptos con las tres tradiciones de la teoría de relaciones internacionales: la realista (Hobbes), la racionalista
2 Max Weber consideraba las nociones de sociedad y comunidad
como procesos más que como entidades. Véase Swedberg y
Agevall, 2005: 11-12, 43-44.
3 Ubicada en el ala tradicionalista del debate sobre teoría de
relaciones internacionales, frente a la propuesta conductista.
(Grocio) y la revolucionaria/universalista (Kant), respectivamente (Bull, 1977: 26). Mientras que los realistas enfatizan
y se concentran en el aspecto de anarquía internacional, los
racionalistas se enfocan en el diálogo e interacción internacional, y los revolucionario/evolucionistas en la unidad
moral de la sociedad internacional. Según esta escuela de
las relaciones internacionales, comunidad internacional sugiere solidaridad y cohesión y los elementos que considera
necesarios para configurarla son interdependencia, interacción, valores comunes e instituciones. En el extremo opuesto,
anarquía internacional sugiere desorden y caos, y supone un
permanente estado de guerra entre los Estados. Así, sociedad
internacional concibe a las relaciones internacionales hasta
cierto punto ordenadas, sujetas a restricciones mutuas, que
emanan de un cierto interés compartido en la coexistencia
(Stern, 2000). La tradición grociana, de la que se desprende el
término de sociedad internacional, sugiere que —a diferencia
de los hobbesianos— los Estados no están involucrados en
una simple lucha permanente, sino limitados en sus conflictos por reglas e instituciones comunes, y en contraste con los
kantianos, acepta la premisa de que son los Estados la realidad principal de la política internacional (Bull, 1977: 26).
La sociedad internacional se refiere a la institucionalización
de intereses compartidos e identidad entre Estados, y pone en
el centro de la teoría de las relaciones internacionales el mantenimiento de normas, reglas e instituciones. Barry Buzan
reconoce la definición anterior como una sociedad interestatal (2004: XVII). Para Geofrey Stern, el término es empleado
en general para referirse a la red de relaciones internacionales
razonables y racionales, ordenadas y predecibles, a pesar de
la ausencia de un gobierno global o de un sentido global de
solidaridad. Hedley Bull se refiere a la sociedad internacional
como un grupo de Estados (más generalmente, un grupo de
comunidades políticas independientes) que no conforman
propiamente un sistema en el sentido de que la conducta de
cada miembro es necesariamente un factor de cálculo para los
otros, sino que también han establecido un diálogo y reglas e
instituciones comunes consensuadas, y reconocen su interés
común para el mantenimiento de esos arreglos (Bull y Watson,
en Albert et al., 2000: 7).
Algunos proponentes de la escuela clásica inglesa han elaborado contribuciones importantes en cuanto a la distinción
entre comunidad y sociedad. Martin Wight (1978), pionero
de la Escuela Clásica Inglesa, establece que un sistema de
Estados no podría formarse sin cierto grado de unidad cultural entre sus miembros. Esta afirmación refuerza la esencia
sociológica de la comunidad como base de la formación identitaria de la comunidad internacional. Bull (1977) sostiene a
su vez que la existencia de la sociedad recae en la presencia
de mecanismos racionales y reglas de coexistencia que limitan
el uso de la fuerza, proveen las bases para dotar de santidad
a los contratos y generar los acuerdos para la asignación de
derechos de propiedad.
Por su parte, Bruce Cronin sostiene que la comunidad
requiere cierto grado de cohesión de grupo y un sentido
compartido de su carácter unitario. Afirma que existe una
pluralidad de comunidades internacionales definidas como
colectividades de actores políticos regionales que mantienen relaciones formales y continuas entre ellos en materia
internacional sobre la base de normas políticas y de procedimientos —todo lo cual orienta el término hacia la noción
de sociedad— (Buzan, 2004: 113).
Chris Brown hace una distinción aguda entre sociedad,
comunidad y sistema (2000: 92-94). Brown sostiene que el
sistema existe en tanto que las reglas y regularidades existen en el mundo, las cuales son producto únicamente de la
interacción de las fuerzas y están desprovistas de todo contenido normativo. Es importante señalar que el término
sistema mundial es asociado con la tradición neomarxista y
con teóricos de la dependencia como Immanuel Wallerstein,
quien ha señalado que las fuerzas que predominan en el sistema mundial son fuerzas socio-políticas-económicas, cuyos
componentes son Estados y clases. El realismo estructural o
neorrealismo es un enfoque ciertamente influyente respecto
de la idea de un sistema mundial, en tanto que entiende el
orden como producto únicamente del balance y el equilibrio
de poder (92-94).
En este marco, el término comunidad se sitúa en el lado
opuesto del concepto de sistema, en razón de que entraña
la idea de que cualquier orden existente en una comunidad
se fundamenta normativamente, basado en relaciones que
constituyen una red de demandas, derechos y obligaciones
mutuas que vinculan a las personas de forma cualitativamente diferente a las fuerzas impersonales que crean un sistema.
En este sentido, la noción de comunidad sugiere la idea de
intereses comunes o, por lo menos, exige una identidad común emergente. La noción de comunidad a escala mundial
implica, entonces, una creencia cosmopolita en la unidad de
la humanidad que pudiera encontrar expresión en las estructuras de un gobierno mundial. Los elementos centrales que
conciernen al concepto de comunidad son la unidad basada en
nociones de empatía, resistencia ante fuerzas e ideas sociales
—que dividen lealtades y debilitan el sentido de humanidad— y un rechazo a ver el orden como algo que emerge
simplemente de la interacción entre fuerzas.
Brown sitúa el término de sociedad precisamente entre los
términos sistema y comunidad. La sociedad carece de la unidad
afectiva de comunidad y es una forma de asociación basada en un sistema normativo que emerge de las necesidades
de cooperación social, pero que no requiere necesariamente
compromiso alguno para el logro de proyectos, intereses o
identidad común, más allá de lo que requiere para la coexistencia pacífica entre Estados. Asimismo, este autor sostiene
que mientras que la sociedad internacional se limita a una
“sociedad de Estados”, la comunidad internacional incluye,
además de los Estados, otros actores como los individuos,
todo lo cual lleva a discutir la estructura de la sociedad y la
comunidad internacionales.
De acuerdo con la escuela inglesa, sólo los Estados son
miembros de la sociedad internacional. Los actores no estata-
Comunidad internacional
145
c
les no son considerados por la escuela inglesa como miembros
de la sociedad internacional a la par que los Estados, ya que
estos actores se hallan subordinados a los Estados en tanto
que no pueden actuar de manera totalmente independiente
( Jackson y Sorensen, 2003: 142).
Wight sugiere que la sociedad internacional o “Sociedad
de Estados” posee cuatro peculiaridades que la diferencian de
cualquier otra sociedad, a saber: a) que es una sociedad única
compuesta primaria e inmediatamente de otras sociedades
más organizadas, llamadas Estados; b) que el número de sus
miembros es reducido; c) que los miembros de esta sociedad
son más heterogéneos que los miembros de las sociedades primarias (seres humanos individuales), dado que la disparidad en
cuanto a tamaño, recursos, población, ideales culturales y arreglos sociales son mayores y la heterogeneidad, más acentuada
por el reducido número de miembros, y d) que los miembros
de la sociedad internacional son, en general, inmortales (1978:
106-107). Asimismo, define a las instituciones que mantienen
a la sociedad internacional: diplomacia, alianzas, garantías,
guerra y neutralidad.
La evidencia más esencial de que la sociedad internacional existe es la existencia misma del derecho internacional.
En línea con este argumento, Wight ratifica la suposición
de que la sociedad internacional está formada por Estados
al afirmar que los sujetos del derecho internacional son únicamente Estados y no individuos y, por lo tanto, la sociedad
internacional es la suma de todos aquéllos que poseen personalidad internacional. Tal afirmación puede corresponder
a la concepción clásica del derecho internacional. No obstante, desde que el monopolio del Estado como sujeto por
excelencia de derecho internacional terminó, la doctrina ha
incluido una amplia y variada gama de sujetos además de los
Estados. Por lo tanto, si la sociedad internacional es la suma
de todos aquéllos que poseen personalidad internacional, la
interpretación del término se acercaría más a la noción de
sociedad mundial.
Para algunas corrientes de las relaciones internacionales,
sistema, comunidad y sociedad son etapas evolutivas de un
mismo entorno. En la tradición sociológica de Tönnies, la
comunidad es un estado superior a las relaciones racionales
y superficiales que se dan en la Modernidad. En este mismo
tenor, los solidaristas sugieren que el sentido de comunidad, como afinidad normativa, emergerá de la práctica de la
sociedad. Por el contrario, comunidad en el sentido de una
cultura compartida, según Wight, precede al desarrollo de
una sociedad internacional. Se identifica así al sistema internacional, la sociedad internacional y la sociedad mundial
como etapas acumulativas, y a la sociedad mundial como la
forma social más desarrollada del sistema mundial.
Desde el enfoque constructivista, Alexander Wendt sugiere que toda interacción social involucra la reproducción
de los intereses e identidades de los agentes involucrados;
por lo tanto, todas las estructuras sociales representadas por
Hobbes, Locke y Kant están ligadas a la identidad y son, consecuentemente, especies de comunidad. En todo caso, para
c
146
Comunidad internacional
Wendt la diferencia fundamental entre sociedad y comunidad se basa en el debate sobre la forma y profundidad de la
socialización (Buzan, 2004: 115-116). Brown, por su parte,
no sugiere una progresión entre los términos, pero menciona
un debate sobre la deseabilidad de la sociedad y la comunidad. Generalmente se acepta que una verdadera comunidad
mundial es una versión inalcanzable de orden internacional,
mientras que la sociedad internacional es percibida de dos
formas principalmente: como una opción alcanzable para
mantener la naturaleza pluralista del mundo moderno o
como una versión incompleta e insatisfactoria de un orden
internacional ideal.
Referente obligado en el estudio comparado del concepto de comunidad internacional es el análisis propuesto
por Goldsworthy Lowes Dickinson, desde el cual nace el
cuestionamiento de la existencia de una sociedad internacional como resultado de la existencia de la anarquía
internacional (Bull, 1977: 46). De acuerdo con este enfoque, como consecuencia del estado de anarquía, los
Estados no pueden formar ningún tipo de sociedad, ya que
no están subordinados a una autoridad común.
Bull descubre debilidades importantes en este argumento
validando como resultado la existencia de la sociedad internacional, a pesar de la carencia de un gobierno internacional,
aunque acepta que existe un relativo estado de guerra en el
sistema internacional moderno. En primer lugar, Bull comenta que el sistema internacional moderno no es igual al estado
natural hobbesiano respecto de los siguientes aspectos: a) la
ausencia de un gobierno mundial no implica necesariamente un obstáculo para la industria y el comercio y, de hecho,
no es incompatible con la interdependencia económica internacional, y b) en las relaciones internacionales modernas,
aun a pesar de la ausencia de un gobierno universal, existen
nociones de lo correcto e incorrecto, de la justicia y la injusticia, incluida la noción de propiedad. En segundo lugar, Bull
establece que un gobierno mundial no sería en ningún caso el
único mecanismo de orden en un Estado moderno: el interés
recíproco, el sentido de comunidad o la voluntad general, el
hábito o la inercia tienen un peso importante en el mantenimiento del orden. De acuerdo con el estado de naturaleza
de Locke, aun careciendo de una autoridad central capaz de
interpretar y hacer valer la ley, los miembros individuales de
la sociedad pueden, ellos mismos, juzgar y hacerla cumplir.
Finalmente, Bull argumenta que la anarquía entre Estados es
tolerable en un grado mayor al que sostienen los individuos
en sociedades primarias. Comparativamente, los Estados
son menos vulnerables a la destrucción que los individuos.
Son aislados los casos en que los Estados se han extinguido.
Además de que los Estados no son igualmente vulnerables
entre ellos como sí lo son los individuos.
La diferenciación previa entre sociedades primarias (constituidas por individuos) y de segundo orden (constituidas
por Estados) es también un elemento de debate. Algunos
internacionalistas —de tendencia revolucionario/universalista— rechazan la idea de “sociedades de segundo orden”
sobre el argumento de que toda sociedad se conforma por
seres humanos individuales; desechan como consecuencia
cualquier concepto de sociedad internacional y aceptan únicamente la idea de sociedad mundial ( Jackson y Sørensen,
2003: 150-151).
En el proceso de globalización y ante el surgimiento de
actores no estatales protagonistas en el orden internacional,
se ha utilizado el término sociedad mundial, que la escuela
clásica inglesa ha conceptualizado como aquélla compuesta
de individuos, organizaciones no estatales y, en todo caso, de
la población global como el punto central de los arreglos e
identidades societales globales, con lo que trasciende el sistema de Estados como núcleo central de análisis de la teoría
de las relaciones internacionales. En este sentido, la sociedad
mundial va más allá del Estado, hacia estadios decididamente más cosmopolitas respecto de cómo la humanidad está o
debería estar organizada.
Existen principalmente dos maneras de utilizar el término. Hedley Bull lo identifica como una idea especializada
para capturar la dimensión no estatal del orden social de la
humanidad. Por otro lado, el enfoque sociológico usa este
concepto en un intento de capturar la dimensión macro de
la organización social humana en su totalidad (Buzan, 2004).
En el enfoque sociológico (Shaw, Luard, Burton, Luhman,
World Society Research Group), el término sociedad mundial
se acerca más al uso que la escuela inglesa le da al término
sistema mundial. Buzan considera ambos conceptos como
complementarios al afirmar que la sociedad internacional
provee de un marco político sin el cual la sociedad mundial
enfrentaría todos los peligros de la anarquía primigenia, y que,
a su vez, la sociedad mundial provee una base de Gemein­
schaft sin la cual la sociedad internacional se estancaría en un
nivel básico (Buzan, 2004: 351). Ya sea sociedad, comunidad
o sistema internacional, los proponentes de la escuela clásica
inglesa afirman que el objeto de estudio son las condiciones
del orden social internacional presente y posible en el marco
de la anarquía internacional (Evans y Newnham, 1998: 276).
Aun entre teóricos de las relaciones internacionales, del
derecho internacional y de la sociología internacional, el
debate sobre los términos comunidad internacional, sociedad
internacional y sociedad mundial no se ha agotado. Quedan
algunas cuestiones por resolver, como el hecho de que el término comunidad se refiera al aspecto interno de la estructura
(en el sentido de la identificación entre sus miembros y el
sentido universal de identidad), lo que resulta problemático
porque implica la existencia de otro, un ambiente exterior
contra el cual se define y delinea su identidad; así, ¿son acaso
las organizaciones terroristas o los Estados fallidos los que
constituyen este ambiente exterior de intereses opuestos?
Por otro lado, la generalización del sistema de valores occidentales y, en un momento, propios del mundo cristiano,
cuestiona también la amplitud del término y la posición de
otras tradiciones en la estructura referida.
A partir del derecho internacional, Simma y Paulus establecen la noción de que una comunidad legal internacional
(Völkerrechtsgemeinschaft) (1998: 266-277) existe a partir del
supuesto de que este derecho obliga a los sujetos implicados
confirmando, por un lado, la existencia de una “comunidad
de Estados” (ubi societas, ubi jus), y por otro, proporcionando
la estructura normativa necesaria para una comunidad (ubi
jus, ubi societas).
Santi Romano (1963) argumenta que el derecho internacional es concebido por la existencia misma de una comunidad
de Estados, que necesariamente implica un sistema legal que
la constituya y la gobierne. Rolando Quadri (1988), aunque
con un enfoque propio del realismo, desarrolla el carácter bidimensional de los Estados, en el que, por un lado, actúan como
entidades individuales en una dimensión horizontal e igualitaria (uti singuli), mientras que por otro, en una dimensión
vertical. Cada Estado individual se encuentra bajo presión de
la voluntad colectiva del resto, todo lo cual nos muestra a los
Estados actuando uti universo. Así como valida la existencia de
la comunidad internacional, igualmente invalida la existencia
del derecho internacional, dada la calidad superiorem non recognoscentes de los Estados y como resultado de la inexistencia
de una autoridad capaz de hacerlo valer. Únicamente los Estados más poderosos son capaces de proyectar a la comunidad
internacional.
Focarelli destaca un hecho fundamental al reconocer que,
por más útiles que sean las diferencias de términos para identificar el grado de interacción entre actores internacionales,
las distinciones son difícilmente aplicables al investigar el
significado legal último de la interacción entre Estados, razón
por la cual el término de comunidad internacional es aplicable
simplemente para Estados en su conjunto (2007: 51-70).
Se ha cuestionado si la comunidad internacional tiene
personalidad jurídica, si se trata de una ficción jurídica o si
únicamente son sujetos de derecho internacional los elementos políticos que la constituyen. En el estado actual del
derecho internacional, se dice que la comunidad internacional
no es sino un “sujeto menor del derecho”. Sujeto menor por
su limitada capacidad de ejercicio directo de sus derechos y
obligaciones (pouvoir de juissance) y porque necesita ser reconocida en la forma de un sujeto de derecho internacional
para legitimarse jurídicamente; es decir, en el Estado actual
del derecho internacional, la comunidad internacional necesita erigirse en la forma de una organización internacional
(Quoc, Daillier y Pellet, 1999: 400). Sin embargo, la noción
de comunidad internacional como sujeto del derecho internacional ha mostrado capacidad de autorizar la reglamentación
de intereses colectivos que no son cubiertos por la jurisdicción de los Estados o de las organizaciones internacionales.
El concepto de comunidad internacional de Estados en su
conjunto es una expresión que se ha encontrado en un gran
número de provisiones legales y decisiones judiciales. Por
ejemplo, en la Convención de Viena sobre el Derecho de los
Tratados, el artículo 53 se refiere a la “Comunidad internacional de Estados en su conjunto” para definir el principio
de ius cogens, y también en el estatuto de la Corte Penal
Internacional. De hecho, “Comunidad internacional de Es-
Comunidad internacional
147
c
tados en su conjunto” es más frecuentemente encontrado en
provisiones legales y decisiones relativas al jus cogens y obligaciones erga omnes.4
En esta estructura normativa, la Carta de Naciones
Unidas ha sido interpretada como la constitución de la Comunidad internacional (Verdross y Simma, 1976), aunque en
este caso, la noción de constitución no es justamente la que
espera imponer una forma específica de gobierno sobre todas
las naciones, sino que sólo intenta mantener la estabilidad y
preservar el orden internacional en el que los derechos básicos
e intereses de los individuos y sus comunidades sean tomados
en cuenta, y los conflictos sean arreglados de manera pacífica
(Fassbender, 1998).
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
Bull revisa la evolución de la sociedad internacional partiendo
de lo que estima como su primera conformación: la sociedad
internacional cristiana (1977: 27). Esta sociedad internacional estuvo vigente en los siglos xvi, xvii y xviii. Los valores
que sostenían esta sociedad son cristianos y regían el derecho
natural como paradigma legal. No existe una guía clara sobre
quiénes eran los miembros que la constituían (los individuos
como portadores últimos de derechos y obligaciones): las reglas de coexistencia se basaban en la noción de una sociedad
universal. Tampoco se definía el cuerpo de instituciones que
podían derivar en la cooperación entre Estados.
En una segunda configuración, surge la Sociedad Internacional Europea como una suerte de asociación internacional
por excelencia (33). Emerge cuando los vestigios de la cristiandad occidental desaparecen de la teoría y de la práctica,
cuando el Estado se articula en su totalidad y un cuerpo de
prácticas interestatales se acumula para su estudio. En esta
época, el derecho natural da paso al derecho positivo y aparece
un sentido de diferenciación cultural de enorme significado.
Las entidades no europeas eran admitidas siempre y cuando
cumplieran los estándares de civilización establecidos por
los europeos. En este momento, la sociedad internacional
se constituye en sociedad de Estados o naciones. El cuerpo
de reglas consuetudinarias y la ley de tratados acumulada
representaba la guía de lo que se debía hacer. En esta sociedad, se liberaron de los supuestos universalistas y solidaristas
para reconocer las características de la sociedad anárquica.
El derecho de las naciones remplaza al derecho natural (derecho entre naciones, mas no común a todas las naciones).
La transición se completa cuando el derecho de las naciones se traduce en derecho internacional (término acuñado
por Jeremy Bentham en 1789). Los teóricos de este tiempo
reconocieron la soberanía como regla básica de coexistencia
y desarrollaron principios como la no intervención, la regla
4 Reglas imperativas del derecho internacional, aplicables a todos
los sujetos, respectivamente.
c
148
Comunidad internacional
de equidad entre Estados y los derechos de los Estados en
sus jurisdicciones domésticas.
Para algunos, la firma de los tratados de Westfalia en 1648
es el punto de referencia más preciso del surgimiento de un
nuevo sistema internacional. Geoffrey Stern menciona que
por ende es también el punto de referencia del surgimiento
de la sociedad internacional moderna, en tanto que marca el
inicio del sistema de Estados europeos. La Paz de Westfalia introdujo como características fundamentales del nuevo
sistema internacional el principio de la soberanía del Estado,
la igualdad entre Estados y la no intervención, así como la
promesa de apego al derecho internacional entendido como
un cuerpo de reglas no impuestas, sino establecidas entre los
Estados soberanos (self-enforced body of rules). La diplomacia
como instrumento para minimizar el desorden internacional y el balance de poder para impedir la dominación de un
bloque de países completan, por último, el esquema (Stern,
2000: 84).
Woodrow Wilson, en su discurso de 1914, propone la
construcción no de un balance sino de una comunidad de
poder, lo que para muchos es, de hecho, la inauguración del
nuevo orden internacional. En el siglo xx, la sociedad internacional deja de considerarse únicamente europea para ser
considerada mundial (Bull, 1977: 38). Si bien durante los
siglos xviii y xix el positivismo se constituyó en la fuente
de las normas de la conducta internacional, en el siglo xx se
tiende a un regreso a los principios del derecho natural. Se
ha prestado menos atención a la cooperación entre Estados
y más a los principios que pretenden establecer la manera
en que se deberían comportar. En el siglo pasado reaparecen
los supuestos universalistas o solidaristas en el marco mismo
en que las reglas de coexistencia están formuladas. Existe un
énfasis en la idea de una sociedad internacional reformada
o mejorada. Bull argumenta que en el siglo xx se ha desarrollado un rechazo por las organizaciones internacionales y
el balance de poder, una denigración de la diplomacia y una
tendencia a remplazarla por una mera administración internacional, y el regreso a confundir el derecho internacional
con un sistema normativo.
En general, pueden identificarse tres momentos claves
para la evolución del sistema internacional y, por ende, de la
comunidad/sociedad internacional: con la Paz de Westfalia,
la sociedad internacional toma una dimensión diferente post
Guerras Napoleónicas; Versalles la confirma y amplía, mientras que se completa en 1945, con la creación de Naciones
Unidas. Aún es tema de discusión la supuesta transformación
de la sociedad internacional; sin embargo, diversos autores5
afirman que, a pesar de los cambios importantes desde la paz
de Westfalia, éstos no prevén el surgimiento en 1945 de toda
una nueva sociedad internacional (Stern, 2000: 84-85). Y esta
sociedad internacional se halla, en pleno siglo xxi, en el marco
de una crisis de su conformación política y conceptualización
5 Véase: Morgenthau, 1967; Khanna, 2009; Ikenberry, 2011;
Wohlforth, 1999 y Kissinger, 2014.
teórica y ante la enorme necesidad de reformularse y reconstituirse. Todo lo anterior es hoy un gran tema de debate y de
investigación en la materia.
Bibliografía
Albert, Mathias, Lothar Brock y Klaus Dieter Wolf (2000),
Civilizing World Politics: Society and Community Beyond the
State, Maryland: Rowman and Litlefield.
Annan, Kofi (2002), “Problems without Passports”, Foreign Policy,
núm. 132, pp. 30-31.
Brown, Chris (2000), “The English School: International Theory
and International Society”, en Mathias Albert, Lothar Brock
y Klaus Dieter Wolf (eds.), Civilizing World Politics: Society
and Community Beyond the State, Lanham: Rowman and
Litlefield, pp. 91-102.
Bull, Hedley (1977), The Anarchical Society: A Study of Order in World
Politics, New York: Columbia University Press.
Bull, Hedley y Adam Watson, eds. (1984), The Expansion of International Society, Oxford: Oxford University Press.
Buzan, Barry (2004), From International to World Society? English
School Theory and the Social Structure of Globalisation, Cambridge: Cambridge University Press.
Diccionario Lid de diplomacia y relaciones internacionales (2005), Madrid: Lid Editorial Empresarial.
Evans, Graham y Jeffrey Newnham (1998), The Penguin Dictionary
of International Relations, London: Penguin Books.
Fassbender, Bardo (1998), “The United Nations Charter as Constitution of the International Community”, Columbia Journal
of Transnational Law, núm. 36, pp. 559-620.
Focarelli (2007), “On the Concept of ‘International Community
as a Whole’ in International Law”, Journal of International
Cooperation Studies, vol. 14, núm. 3, pp. 51-70.
Gómez-Robledo Verduzco, Alonso y Jorge Witker, coords.
(2001), “Comunidad internacional”, en Diccionario de Derecho Internacional, México: Universidad Nacional Autónoma
de México, Porrúa.
Griffiths, Martin y Terry O’Callaghan (2004), International
Relations: The Key Concepts, New York: Routledge.
Ikenberry, G. John (2011), Liberal Leviathan. The Origins, Crisis
and Transformations of the American World Order, Princeton,
Oxford: Princeton University Press.
Jackson, Robert y Georg Sørensen (2003), Introduction to International Relations: Theories and Approaches, 2a. ed., New York:
Oxford University Press.
Khanna, Parag (2009), The Second World. Empires and Influence in
the New Global Order, New York: Penguin Books.
Kissinger, Henry (2014), World Order, New York: Penguin Books.
McGhee, George (1992), International Community: A Goal for a New
World Order, Boston: University Press of America.
Marcano Salazar, Luis Manuel (2005), Fundamentos de Derecho
Internacional Público: introducción al estudio de la historia de
las instituciones del Derecho Internacional Público y su impacto en las relaciones internacionales, Caracas: Los libros de El
Nacional.
Morgenthau, Hans (1967), Politics among Nations. The Struggle for
Power and Peace, New York: Knopf.
Quadri, Rolando (1988), Scritti giuridici i diritto internazionale pubblico, Milano: Milano-Dott. A. Giuffrè Editore.
Quoc Dinh, Nguyen, Patrick Daillier y Alain Pellet (1999),
Doit international public, 6a. ed., Paris: Librairie Générale
de Droit et de Jurisprudence.
Romano, Santi (1963), El ordenamiento jurídico, 2a. ed., Sebastián
Martin-Retortillo y Lorenzo Martín-Retortillo (trads.),
Madrid: Instituto de Estudios Políticos.
Serra Rojas, Andrés (1998), “Comunidad jurídica internacional”,
en Diccionario de Ciencia Política, México: Facultad de Derecho-Universidad Nacional Autónoma de México, Fondo
de Cultura Económica.
Simma, Bruno y Andreas L. Paulus (1998), “The ‘International
Community’: Facing the Challenge of Globalization”, European Journal of International Law, vol. 9, núm. 2, pp. 266-277.
Stern, Geoffrey (2000), The Structure of International Society: An
Introduction to the Study of International Relations, 2a. ed.,
Londres: Continuum.
Swedberg, Richard y Ola Agevall (2005), The Max Weber Dictionary: Key Words and Central Concepts, Stanford: Stanford
University Press.
Tönnies, Ferninand (1979), Gemeinschaft und Gesellschaft, Darm­
stadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, libro 1, §1.
[Traducción al inglés: (2002), Community and Civil Society,
Margaret Hollis y Jose Harris (trads.), Cambridge: Cam­
bridge University Press].
Verdross, Alfred y Bruno Simma (1976), Universelles Volkerrecht:
Theorie und Praxis, Berlin: Duncker and Humblot.
Wight, Martin (1978), Power Politics, London: Leicester University
Press, Royal Institute of International Affairs.
Wohlforth, William C. (1999), “The Stability of a Unipolar
World,” International Security, vol. 24, núm. 1, pp 5-41.
CONFIANZA
Pier Paolo Portinaro
Definición
Por confianza debe entenderse la relación social fundada
en un diagnóstico realista de la contingencia en el mundo,
así como en la convicción de que entre los actores existe un
interés solidario en neutralizar esa contingencia —esto es,
una relación caracterizada por la convicción de ego de que
el comportamiento de alter responderá a sus expectativas—.
La relación de confianza implica, en todo momento, una
inversión en un futuro incierto.
Todas las definiciones se refieren a un dato antropológico
originario, de acuerdo con el cual el hombre actúa en situaciones para las cuales no dispone de suficiente información,
ni —menos aún— de certezas acerca de la conducta de los
demás actores sociales.
Adoptando una terminología sociológica más rigurosa, la
confianza puede definirse como “la expectativa de experiencias con valor positivo para el actor, concebida en condiciones
de incertidumbre, más en presencia de una carga cognitiva
Confianza
149
c
y/o emocional dotada de características que permiten superar
el umbral de la mera esperanza” (Mutti, 1994: 80).
Aunque en el léxico cotidiano es frecuente la superposición entre confianza y esperanza (como cuando se utiliza la
expresión “tengo confianza en que...”), es oportuno distinguir
a la confianza, entendida como una disposición orientada hacia la conducta de otros actores sociales, de la esperanza, que
es una espera positiva de un evento cualquiera.
La confianza es, ante todo, un recurso socio-moral y un
bien común, que no puede producirse artificialmente, sino
que se genera mediante un proceso evolutivo; es, por tanto,
un resultado acumulativo —involuntario, al menos en parte—
de acciones orientadas hacia algo distinto (Donolo, 2009:
5). Sin embargo, al igual que es un recurso escaso, también
es un bien precario, y en esta última calidad se encuentra en
riesgo permanente.
Por otra parte, la confianza es un potenciador de la socialización, ya que activa una espiral virtuosa en la cual las
relaciones sociales se intensifican. La espera de la cooperación
de los demás y de su respuesta a las expectativas del sujeto es
reforzada por una disposición psíquica específica: la apertura
hacia el mundo humano, que es lo opuesto de la misantropía.
De las situaciones de inseguridad extrema derivan los
momentos de creatividad social más intensa y las revoluciones tecnológicas, políticas y culturales. Así, el lento y gradual
progreso evolutivo de las instituciones depende de la acumulación del capital de confianza.
La confianza adopta múltiples aspectos: la confianza en sí
mismo, que es condición para la autoestima, la confianza en
los demás (interpersonal), y la confianza en las instituciones
(sistémica). El apego del niño a su madre es, en la ontogénesis
de la personalidad, el espacio en el cual se forma su confianza
hacia el mundo; esto es, la creencia en la disponibilidad del
otro para satisfacer las expectativas propias. Sin embargo, en
el transcurrir de la socialización, el individuo experimenta el
hecho de que esa confianza sólo puede justificarse en el marco
de un sistema de prestaciones mutuas. Para la formación de
una personalidad abierta y cooperativa, es esencial que —aun
externamente respecto de las relaciones parentales— el individuo tenga experiencia de conductas altruistas. En efecto,
como ya constataron los filósofos morales del siglo xvi, en
la economía de las relaciones humanas el altruismo es un
importante generador de confianza.
Los estudiosos de psicología social se han preguntado, en
diversas ocasiones, si —y en qué medida— la confianza en sí
misma favorece la existencia de otras formas de confianza, y
si la confianza en los círculos próximos (la familia y las amistades) es un vehículo o un obstáculo para el desarrollo de la
confianza en las instituciones.
Eric Erikson, en Identity: Youth and Crisis (New York,
1968), definió como confianza básica la relación que se establece entre la confianza en sí mismo y la confianza en los
otros. La confianza personal es la expectación de la sinceridad
y de la confiabilidad del Otro: aquél que confía en el Otro
espera que éste no trastorne la comunicación con fines estra-
c
150
Confianza
tégicos. Aun sin adoptar el léxico habermasiano del mundo
de la vida (Lebenswelt), puede sostenerse con facilidad que la
confianza es un recurso fundamental en el actuar comunicativo (de cualquier acción dirigida al entendimiento).
Por otra parte, la confianza en las instituciones se sitúa en
un escalón sucesivo de la escala evolutiva respecto de la confianza en el círculo cercano, y también deriva de un conjunto
de expectativas formuladas en condiciones de incertidumbre
y dotadas de una connotación positiva para el actor social.
La confianza sistémica es una expectativa general sobre la
persistencia y la estabilidad del mundo social y la validez de
las reglas que gobiernan sus interacciones.
El criterio que permite distinguir entre la confianza
interpersonal y la institucional es la presencia o la ausencia
de elección entre diferentes alternativas: si, por una parte,
en la relación interpersonal estoy en la posibilidad de elegir en cuáles individuos concretos confiar —a qué personas
otorgar mi confianza—, la relación con las instituciones
presenta, en cambio, una naturaleza asimétrica y un carácter de obligatoriedad. No puedo evitar enviar a mis hijos a
la escuela, ni dejar de hacer uso del sistema de salud o de
justicia (Sciolla, 2009).
La confianza y la responsabilidad son conceptos íntimamente relacionados, pues todas las formas de confianza tienen
en común su relación con las modalidades de comportamiento que calificamos como responsables. Tenemos confianza
en nosotros mismos en la medida en que nos consideramos
sujetos con actuación responsable y con la capacidad de
cumplir con los compromisos y las promesas. Análogamente,
tenemos confianza en los demás, no tanto por su calidad de
personas dotadas de poder, sino por sus cualidades morales
que las hacen confiables. La confianza en las instituciones
también está vinculada a la expectativa de que éstas actúen
con base en el principio de responsabilidad —entendido
como fundamento de una ética que no sólo obliga hacia el
“prójimo”, sino también hacia las generaciones venideras, de
acuerdo con la definición de Hans Jonas—.
De igual importancia es el nexo que se establece entre
confianza y solidaridad. Esta última, entendida como disponibilidad de los individuos para prestarse ayuda recíproca, es
una precondición de la confianza, del mismo modo en que
ésta se constituye a su vez como un recurso fundamental para
la realización de actos solidarios. Retomando una distinción
formulada con especial precisión por Kurt Bayertz y M. Baumann (2002), la confianza se encuentra en los cimientos tanto
de la “solidaridad comunitaria” —que nace a partir de una
pertenencia común— como de la “solidaridad en la lucha”,
que se pone en marcha en el intercambio de ayuda material
y simbólica entre aquéllos que luchan por la realización de
sus derechos. En efecto, para emprender una acción común
de lucha, es necesario que se establezca un alto grado de
confianza entre los “combatientes”.
La confianza no sólo depende de la performance de las
instituciones y de la manera en que es percibida por sus
usuarios, sino también de factores culturales, en gran medida,
independientes de su funcionamiento efectivo (Cavalli, 2009:
31). Por una parte, la confianza puede basarse en las relaciones de vecindad, parentesco o comunidad de raíces culturales;
por la otra, las culturas económicas y políticas presentes en
la sociedad ejercen una influencia notable en el incremento
o debilitamiento de las relaciones de confianza en su interior.
La instauración de relaciones de confianza tiene como
supuesto una tasa moderada de transformación, como sucede en las sociedades tradicionalistas. Cuando se verifica una
aceleración en el cambio, esas relaciones, aunque no pierden
relevancia, son sometidas a estrés.
En las sociedades modernas, y especialmente en el caso
de los sistemas tecnológicos complejos, se comienza a hablar de confiabilidad. En esta última, el componente objetivo
tiene la primacía sobre el subjetivo, que suponía contar con
las cualidades de la persona, las cuales debían conocerse y
haberse puesto a prueba (la relación de vecindad y la costumbre de los encuentros en los mercados o en ocasión de
rituales religiosos, por ejemplo, que en las sociedades tradicionales son condiciones previas para la instauración de
la relación de confianza).
Historia, teoría y crítica
A partir de la teoría aristotélica de la philia (amistad), una
entera tradición de pensamiento se ha dedicado a la reflexión
sobre las relaciones de confianza que constituyen el tejido
social. Los vínculos personales basados en la confianza son
un elemento fundamental en todas las sociedades donde
prevalecen las relaciones de tipo clientelar: el feudalismo
occidental ofrece un ejemplo sobresaliente de sistema sociopolítico fundado en relaciones de confianza. Por otra
parte, en el mundo entero —como lo evidenciaron algunos
clásicos de la sociología como Max Weber, Vilfredo Pareto
y Gaetano Mosca— se afianzaron aglomeraciones políticas
comparables con los reinos feudales de la Europa medieval.
El mercado de las sociedades modernas también genera
confianza (de los clientes ante sus proveedores, de los acreedores hacia sus deudores, etcétera), como —desde Adam
Smith— lo reconocieron los clásicos de la economía política. Lo anterior se da bajo la condición de que todo esté
debidamente regulado y, por lo tanto, de que se encuentre
en condiciones de incentivar un comportamiento virtuoso
(o correcto: el respeto de los acuerdos contractuales) de los
proveedores de bienes y servicios. Desde el nacimiento de la
economía política, los científicos sociales mostraron, además,
que el mercado funciona como acumulador de información
dispersa (en la obra de Friedrich August von Hayek se encuentra una síntesis de esta argumentación, al igual que en
otros autores de la escuela austriaca de economía); sin embargo, mostraron también que el mercado necesita a su vez
la confianza recíproca entre sus actores.
El elemento estabilizador de las asociaciones humanas
consiste en la observancia de los mutuos acuerdos. El contractualismo moderno puede concebirse como una teoría general
de las instituciones basada en la confianza. En John Locke,
de especial modo, el concepto de trust se convierte en un elemento central de la teoría política: en él se apoyan las ideas
de representación y el concepto de gobierno representativo.
En la temporada clásica de la democracia representativa
parlamentaria, los representantes eran elegidos sobre la base
de la confianza personal, ligada a sus redes de relaciones sociales y a su notoriedad. El representante parlamentario es
un fiduciario supervisado. Además, desde ese entonces en el
pensamiento de Locke se encuentra la distinción entre confidence y trust, a saber: entre una sencilla disposición anímica
y una estrategia consciente.
El contractualismo sólo es una de las muchas líneas de
pensamiento que han contribuido al análisis teórico de la
confianza, ya que no tiene inferior relevancia la escuela que
investigó la formación de las convenciones desde una perspectiva evolucionista, y cuyo mayor exponente fue David
Hume.
La sociología, por otra parte, desde su estación clásica,
se ha planteado interrogantes acerca de la confianza como
recurso socio-moral. Esta disciplina basa su planteamiento
científico en la crítica del paradigma contractualista, pues
afirma que no se trata sólo de explicar la génesis de la confianza desde las reglas contractuales, sino de explicar la génesis
de las reglas contractuales a partir de relaciones preexistentes de
confianza. Esta última se relaciona con lo que Durkheim llamó
los supuestos precontractuales del contrato.
Los aspectos alrededor de los cuales los estudios sociológicos se han concentrado de especial manera son la
interiorización de los valores, la solidaridad colectiva en
calidad de sentimiento del “nosotros” (conciencia nacional,
conciencia de clase) y los intercambios en reciprocidad.
En la Edad Moderna, el primer sociólogo que se ocupó
explícitamente de la confianza fue Georg Simmel, en su Filosofía del dinero (1900), en que la relación entre la confianza
como recurso social y la génesis de las instituciones capitalistas es indagada acuciosamente. Simmel muestra que la
confianza se constituyó en el factor decisivo para posibilitar
el tránsito de la moneda dotada de valor intrínseco al papel
moneda, que tiene un valor puramente simbólico, lo cual, a
su vez, hizo posible el nacimiento del crédito y las actividades bancarias.
En el capítulo dedicado al secreto, de su obra Sociología
(1908), Simmel volvió sobre el mismo tema desde una perspectiva más general, en la cual reflexionó sobre los procesos
decisionales bajo condiciones de ignorancia relativa. Planteó
que las relaciones de confianza se instauran cuando los actores sociales se encuentran en una situación caracterizada
por fuertes limitaciones cognitivas. Para él, la confianza es un
puente que permite superar el abismo entre el conocimiento
y la ignorancia: “Quien conoce completamente no tiene necesidad de confiar, y quien nada sabe no puede, sensatamente,
confiar” (1998: 299).
Sigue siendo Simmel el autor de la distinción entre
la confianza basada en el reconocimiento de las cualida-
Confianza
151
c
des personales y la confiabilidad, que postula la existencia
de instituciones que garantizan una objetivación de los
comportamientos con características que redimensionan
significativamente el papel de la conciencia personal (sin
que ésta desaparezca nunca por completo). La certeza moral
subroga el déficit de conocimientos. Sin embargo, el nivel de
conocimiento personal requerido por las relaciones de confianza varía junto con la naturaleza de estas últimas:
El comerciante que le vende cereales —o petróleo—
a otro, sólo necesita saber si éste es solvente por el
importe correspondiente; pero, desde el momento en
que acepta a otro como socio, no sólo debe conocer su
situación patrimonial y algunas de sus cualidades de
tipo general, sino también examinar su personalidad
profundamente; debe conocer su honorabilidad, su
tolerabilidad, su temperamento audaz o tímido, y en
este conocimiento recíproco no sólo se basa el inicio
de la relación, sino toda su continuación, las acciones
cotidianas y comunes y la división de las funciones de
los asociados (300).
Simmel también ilustra el carácter especial de la confianza
interpersonal que es propia de las sociedades secretas: éstas
son “una educación muy eficaz del vínculo personal entre
hombres” , en virtud de su “capacidad de saber callar”.
El concepto de confianza ha visto acrecentada ulteriormente su propia centralidad en las ciencias sociales del
siglo xx: en su análisis contribuyeron diversas líneas de
pensamiento, desde las que privilegiaron las interacciones
simbólicas, hasta las que se concentraron en los estudios
comunitarios, y hasta las teorías sistémicas mismas. En el
planteamiento de Niklas Luhmann, autor de una importante obra sobre este tema, el acto de confianza, una vez
iniciado, pone en marcha un mecanismo de reducción de
la incertidumbre y de la complejidad social.
Tampoco han faltado en la producción escrita los análisis
dirigidos a echar luz sobre el papel de las creencias religiosas
en la generación de la confianza interpersonal e institucional: aun recientemente se ha identificado a la confianza en
la ley como sustituto de la confianza en la Verdad revelada
(Supiot, 2005). Por otra parte, históricamente las iglesias
operaron poderosamente como colectores y redistribuidores
de la confianza en las instituciones.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
La economía guarda relaciones complejas con la confianza,
y su déficit —hoy presente en numerosos sectores de la vida
social— involucra a la economía de manera no unívoca. En
las sociedades tradicionales, el comercio llamado “equitativo y solidario” seguramente es un generador importante
de confianza: en el intercambio no coercitivo y social, en
el cual es difícil la medición y comparación de los objetos
c
152
Confianza
intercambiados, evidentemente las relaciones de confianza
desempeñan un papel esencial. Esto mismo sigue siendo
decisivo en las formaciones sociales híbridas, a saber: las sociedades tradicionales arrolladas por un tumultuoso proceso
de modernización. El conjunto de la teoría de la economía
informal atribuye a la confianza una función de “cemento
social”, de factor integrativo.
Por su parte, las ideologías de autogobierno de la sociedad
apuestan a la intensificación de las relaciones de confianza,
pues identifican en la abstracción jurídica un mal, o por lo
menos un instrumento de hegemonía, incompatible con una
democratización auténtica.
La confianza no sólo es un recurso para la economía informal, sino también, en general, para toda forma de acción
económica. En efecto, la actuación económica del mercado se
funda en la mutua confianza, en la honestidad de los sujetos
que intercambian entre ellos bienes y servicios.
En la base de la conducta empresarial, también se encuentra una fuerte inversión de confianza: en la capacidad
de innovación del empresario, en la calidad productiva de los
trabajadores, en los mecanismos de distribución del mercado, en la tendencia del consumidor a premiar la calidad de
los productos.
La confianza, asimismo, desempeña un papel esencial en
la regulación de las relaciones entre la economía productiva
y el crédito. En este aspecto, la historia del capitalismo es la
historia de redes cada vez más extensas y sofisticadas de relaciones de confianza.
Por último, el recurso socio-moral de la confianza es importante también al imponer disciplina en la competencia:
en ella, un buen nivel tiene el efecto de promover conductas
correctas y respetuosas de las exigencias del consumidor, y
por lo tanto, se constituye en un generador de confianza en
el interior del sistema de mercado.
Los operadores, al igual que los analistas, concuerdan
unánimemente en considerar que en la economía capitalista el verdadero fundamento del poder privado se encuentra
en la red de relaciones de confianza en el ámbito financiero.
Así es como la actividad de colocación de los capitales se
sitúa en el interior de una red de relaciones de confianza
basadas, en primera instancia, en el parentesco y en procesos
de socialización compartidos y, en segunda instancia, en las
pertenencias culturales en común (étnicas, religiosas, políticas). Sólo es a partir de la base de estos sentimientos de
confiabilidad recíproca que se hace posible recibir crédito y
tomar decisiones arriesgadas (Pizzorno, 2007: 322).
A partir de estas consideraciones, el problema que se plantea
actualmente para las ciencias sociales es la valoración de la medida en la cual la globalización y la financiarización de la economía,
que tuvieron lugar durante las últimas décadas, contribuyeron
a la transformación de dichas redes de relaciones de confianza.
Es incontrovertible que la privatización de muchos servicios
que proveen bienes públicos y la explosión de los tráficos especulativos como consecuencia de la nueva dirección económica
iniciada en los países del hemisferio norte durante los últimos
veinticinco años del siglo xx, hayan generado un sentimiento
de desconfianza entre las ciudadanías. Sin embargo, en este momento no es claro aún el modo en que todo esto incide en la
dimensión transnacional, es decir, en lo que podríamos llamar
capital social planetario.
El concepto de confianza constituye el fundamento sobre
el cual está construida la teoría del capital social, que se ha
convertido en una de las más socorridas por los sociólogos en
su análisis de las sociedades postindustriales y postmaterialistas. La existencia de las relaciones de confianza ofrece pruebas
de la existencia, en una situación o realidad determinada, de
un capital social de solidaridad, es decir, de vínculos sólidos
entre los miembros de un grupo, lo cual hace previsible su
actuación solidaria. La comunidad supone una gran cantidad
de capital social de confianza, una densidad de las relaciones
y de las redes basadas en la confianza (Leonardis, 2009: 128).
Alessandro Pizzorno, en su análisis del capital social,
distingue entre la confianza interna, en el caso de dos individuos que pertenecen al mismo grupo y actúan de acuerdo
con obligaciones de solidaridad interiorizadas, y confianza
externa, en el caso en que los individuos pertenezcan a grupos
distintos pero cohesionados, por lo cual cada uno sabe que la
integración del otro en el interior de su grupo de pertenencia garantiza su confiabilidad, pues lo expone a un sistema
de sanciones positivas o negativas y de premios o castigos
(2007: 207-8).
Otro asunto que ha sido repetidamente objeto de análisis
científico es la relación entre confianza y sistemas jurídicos.
De especial manera, en tiempos recientes, la literatura aborda
el planteamiento del trade off entre la confianza y el derecho,
de acuerdo con el cual la creciente juridificación de la sociedad supliría el agotamiento del recurso de la confianza, al
sustituir las relaciones personales por una confiabilidad universal de los ordenamientos normativos impersonales, basada
en garantías reivindicables legalmente. En otras palabras, en
el pasado operaban relaciones de confianza interpersonales
que ahora son sustituidas por obligaciones normativas.
Sin embargo, las cosas no son tan sencillas como parecen:
efectivamente, se observa con razón que no sólo sucede que
el derecho suple a la falta de confianza, pues el derecho, a su
vez, requiere de confianza (Leonardis, 2009: 125). En efecto,
los ordenamientos normativos y las obligaciones jurídicas se
basan —si aspiran a convertirse en derecho vivo y a tener una
puesta en acto real— en relaciones de confianza, tanto en las
instituciones como en las personas que las representan. Esto
nos conduce al último segmento de la presente reflexión.
Las patologías de la política contemporánea volvieron
a colocar el problema de la confianza en el centro de la reflexión sociológica: el recurrir crecientemente a la litigation
para combatir las malpractices de las administraciones es un
indicio del menoscabo de la confianza hacia las instituciones.
Nos remitimos con cada vez mayor frecuencia al derecho, debido a que ha sido mermada la confianza en otras instancias
de supervisión sobre lo correcto de las conductas y el respeto
de los acuerdos —se trata de instancias morales, de deontología profesional y de reputación (2009: 122).
Por otra parte, las sociedades contemporáneas no sólo
sufren una crisis generalizada de confianza, sino que son
atravesadas por una necesidad creciente de este mismo bien
público, lo cual puede imputarse a las transformaciones experimentadas por los ordenamientos económicos del mundo
globalizado y a la demanda de una nueva índole de confianza: aquélla que confía cada vez menos en los valores de la
tradición y en las atribuciones adscriptivas y cada vez más,
en el reconocimiento y la consideración hacia el otro (Mutti,
1998a: 533-534).
En el escenario de las democracias contemporáneas, crecientemente empobrecidas de recursos solidarios a causa de
los miedos ocasionados por la globalización, las patologías
parecen prevalecer. Efectivamente, en sociedades complejas,
sobreinstitucionalizadas, caracterizadas por altos niveles de
movilidad y despersonalización, es inevitable que la relación
de confianza interpersonal, en términos generales, retroceda.
A la vez, se mantiene sin alteraciones e incluso se refuerza
en los circuitos clientelares (con gran ventaja de los políticos,
que privilegian el voto de intercambio, o llegan a practicar y
a favorecer la corrupción).
De esta situación se deriva el colapso de la confianza hacia las instituciones, lo cual, a su vez, origina una reacción de
repersonalización autoritaria del vínculo entre el electorado y
aquéllos que logran presentarse —haciendo uso en ocasiones
de una retórica antipolítica— como jefes carismáticos innovadores. En ese momento, nace una modalidad específica de
confianza política, que es característica de las dictaduras y
también de los regímenes populistas: se trata de la fe acrítica
e incondicional en un líder.
Una gran parte de la reflexión acerca de la crisis de
autoridad en las sociedades contemporáneas examina el
debilitamiento de la confianza en las relaciones entre actores sociales. La crisis de autoridad, la crisis educativa y la
crisis de confianza guardan un nexo especialmente estrecho.
La escuela es, en efecto, el lugar donde cada individuo forma y pone a prueba las propias capacidades y, por lo tanto,
construye —o deja de hacerlo— la confianza en sí mismo.
Además, el conjunto de las experiencias obtenidas y el bagaje
de conocimientos acumulados en la escuela encontrarán una
proyección en las otras instituciones sociales y en el mismo
sistema institucional, por lo cual es evidente que la crisis de
los sistemas educativos y de las instituciones escolares tiene
repercusiones negativas en la gestación del capital social y de
un clima de mutua confianza entre los actores en el interior
de una sociedad plural (Cavalli, 2009: 22).
En lo concerniente a la crisis de confianza en su sentido
estricto, es necesario distinguir entre sus diferentes manifestaciones. La crisis de confianza en las asambleas legislativas
es, principalmente, una crisis de representatividad, lo cual
implica la convicción de que la representación del interés
general se debilita frente al reforzamiento de la de intereses individuales, lo cual reintroduce subrepticiamente el
Confianza
153
c
mandato imperativo. En cambio, la crisis de confianza hacia el ejecutivo es esencialmente una crisis del principio de
competencia: se duda de la capacidad de los gobiernos para
enfrentar imperativamente problemas complejos y, por tanto,
de la eficacia de las soluciones propuestas. La deslegitimación del poder judicial, ya que es el tercero por encima de
las partes (el “guardián de la palabra dada”), es buscada sistemáticamente por los gobiernos populistas; es un aspecto
igual de grave que la crisis de legitimidad de las instituciones
contemporáneas; también constituye, fundamentalmente, una
crisis de la confianza en la imparcialidad y la neutralidad de
un poder, que algunos políticos manipuladores del consenso
consideran un adversario peligroso.
Pizzorno, Alessandro (2007), Il velo della diversità. Studi su razionalità e riconoscimento, Milano: Feltrinelli.
Putnam, Robert, Robert Leonardi y Raffaella Y. Nanetti (1993),
Making Democracy Work, Princeton, New Jersy: Princeton
University Press.
Resta, Eligio (2009), Le regole della fiducia, Bari, Roma: Laterza.
Rosanvallon, Pierre (2006), La contre-démocratie. La politique à
l’age de la défiance, Paris: Seuil.
Sciolla, Loredana (2009), “Fiducia e relazioni politiche”, Parolechiave, núm. 42, pp. 53-70.
Simmel, Georg (1998), Sociologia [1908], Torino: Edizione di Comunità.
Sugden, Robert (2005), The Economics of Rights, Cooperation and
Welfare, New York: Palgrave Macmillan.
Supiot, Alain (2005), Homo juridicus, Paris: Seuil.
Bibliografía
Bachmann, R. y A. Zaheer, eds. (2006), Handbook of Trust Research,
Northampton: Edward Elgar Publishing.
Bayertz, K. y M. Baurmann (2002), L’interesse e il dono. Questioni di solidarietà, P. P. Portinaro (coord.), Torino: Edizione
di Comunità.
Berggren, N. y H. Jordahl (2006), “Free to Trust: Economic
Freedom and Social Capital”, Kyklos, núm. 59, pp. 141-169.
Castel, Robert (2009), La montée des incertitudes: travail, protections,
statut de l’individu, Paris: Éditions du Seuil.
Cavalli, Alessandro (2009), “La fiducia in ambito educativo”, Parolechiave, núm. 42, pp. 21-34.
Donolo, Carlo (2001), Disordine, Roma: Donzelli.
_____ (2009), “Fiducia: un bene comune”, Parolechiave, núm. 42,
pp. 1-19.
Eisenstadt, S. N. y Luis Roniger (1984), Patrons, Clients and
Friends: Interpersonal Relations and the Structure of Trust in
Society, Cambridge: Cambdrige University Press.
Elster, Jon (1989), The Cement of Society: A Study of Social Order,
Cambridge: Cambridge University Press.
Erikson, Erik (1968), Identity: Youth and Crisis, New York: W.W.
Norton Company.
Fukuyama, Francis (1995), Trust: The Social Virtues and the Creation
of Prosperity, New York: Free Press.
Gambetta, Diego (1989), Strategie della fiducia. Indagini sulla razionalità della cooperazione, Torino: Einaudi.
_____ (2000), Trust: Making and Breaking Cooperative Relations,
Oxford: Oxford University Press.
Leonardis, Ota de (2009), “Appunti su fiducia e diritto. Tra giuridificazione e diritto informale”, Parolechiave, núm. 42, pp.
121-132.
Luhmann, Niklas (1979), Trust and Power, New York: Jon Wiley
and Sons.
Mitzal, Barbara A. (1996), Trust in Modern Societies, Cambridge:
Jon Wiley and Sons.
Mutti, A. (1994), “Fiducia”, Enciclopedia delle Scienze Sociali, vol.
IV, Roma, pp. 79-87.
_____ (1998a), Capitale sociale e sviluppo, Bologna: Il Mulino.
_____ (1998b), “I diffusori della fiducia”, Rassegna italiana di sociologia, núm. 39, pp. 533-549.
Ostrom, E. y J. Walker, eds. (2003), Trust and Reciprocity. Interdisciplinary Lessons from Experimental Research, London:
Russell Sage Foundation.
COOPERACIÓN
INTERNACIONAL 1
Roberto Peña Guerrero
Definición
Existe cierta ortodoxia en el ámbito de la academia, en la docencia y en la investigación, particularmente al inicio de un
curso, cátedra o seminario, o del estudio de un tema de investigación: la de las precisiones conceptuales, necesidad que
se convierte en un elemento básico que debe de cubrir todo
arranque de análisis serio. Es decir, los profesores e investigadores tienen la obligación de definir los conceptos básicos
de los objetos de estudio que van a abordar, por lo que deben
explicar qué van a entender por los términos centrales que
integran el aparato conceptual correspondiente, ya que es a
través del manejo correcto de este último lo que nos permite
conocer, explicar y aprender de la manera más objetiva un
fenómeno o proceso de la naturaleza o de la sociedad.
En congruencia con esta ortodoxia, nos vemos obliga­dos a
precisar de entrada, en una primera aproximación, las dos
palabras que integran el concepto que identifica nuestro objeto de estudio: cooperación e internacional. Ambas palabras,
por separado, conforman conceptos por sí mismos, que han
evolucionado y han sido cuestionados en el tiempo, aunque
el segundo es el que más observaciones y críticas ha sufrido. Pero esto no es un atributo único de dichos conceptos.
Hay que reconocer que, a través de la historia, ha sido común
que muchas palabras, cuyas raíces etimológicas no tienen relación alguna con las cosas, objetos, o realidades que llegan
a identificar, logren arraigarse en los vocabularios debido
a transferencias o extensiones semánticas de una realidad
1 Parte de este trabajo se publicó en Peña Guerrero, 2013.
c
154
Cooperación internacional
a otras que parecen cercanas (o que sirve como referentes
metafóricos). Lo que conduce a su uso común y continuo, a
que en la propia costumbre se arraiguen tales palabras. De
tal forma, existen palabras que, aunque su utilización conlleve una imprecisión terminológica para aplicarse a ciertos
fenómenos, su uso recurrente en la práctica las arraiga en el
vocabulario común y se incorporan como parte del lenguaje
cotidiano, al grado de que muchas son integradas a los aparatos conceptuales de las mismas ciencias. Por ejemplo, en
el caso del concepto que nos ocupa —el de cooperación internacional— su utilización y aplicación indiscriminada a toda
relación pacífica entre Estados, y sus respectivas sociedades,
ha provocado confusiones al punto de tergiversar su sentido y, por lo tanto, la pérdida de su especificidad. Éste es el
caso que veremos más adelante, sobre el empleo recurrente
de los términos cooperación para el desarrollo o de ayuda oficial al desarrollo como sinónimos del concepto de cooperación
internacional.
Empezaremos con la palabra cooperación, que proviene de
dos raíces del latín: opero, are; operor, -ari: ‘obrar, trabajar, hacer’, y de cum: ‘con, juntamente’, ‘obrar juntamente, colaborar’;
es decir, ‘obrar juntamente con otro’. Así, la cooperación es
un fenómeno de interacción social, que implica la acción
conjunta de dos o más actores para la consecución de objetivos comunes. De ahí que contemple la concertación y la
realización de acciones de, por lo menos, dos participantes,
ya sean individuos, comunidades, instituciones, provincias,
estados, regiones de un país o varios países, Estados u organismos internacionales, con objetivos compartidos y en busca
de un beneficio para las partes involucradas (Soria, 1999: 13).
Respecto a la palabra internacional, ésta fue acuñada por Jeremy Bentham, quien la utilizó por primera vez hacia 1780
para designar las relaciones entre Estados soberanos. De
hecho, se considera que el propio Bentham no pudo percibir el amplio sentido que se le iba a dar a dicho término en
el tiempo, a pesar de todas las ambigüedades que rodean a
la palabra internacional, la cual está anclada al concepto de
nación (Cuadra, 1986: 59-60). Éste es buen ejemplo de lo que
señalábamos más arriba sobre aquellas palabras imprecisas
que en la práctica se incorporan como parte del lenguaje
cotidiano y son integradas a los aparatos conceptuales de las
mismas ciencias. Tal integración obliga a los académicos a
darle contenido preciso a dichas palabras, por lo que, en el
caso que nos ocupa, se ha definido el término internacional
como aquellas relaciones sociales fundamentales (económicas, políticas, militares, culturales, etcétera) que trascienden
las fronteras estatales y se articulan en el ámbito exógeno
desconcentrado que conforma la sociedad internacional
(Peña, 2001: 183).
De acuerdo con la teoría general del concepto, el procedimiento metodológico para tener mayor precisión y alcanzar
una definición integral de los términos que utilizamos para
identificar las “cosas” y los fenómenos es el del análisis de las
dos esferas que todo concepto contempla: la intensión y la
extensión. La primera se refiere a las variables o elementos
que conforman las características sustantivas que, en su conjunto, determinan la especificidad y cualidad de la cosa (objeto
o fenómeno), que la hacen única y diferente a todas las demás
cosas. Por su parte, la extensión del concepto nos remite sólo
a aquellas realidades o cosas a las que se puede aplicar dicho
término, en tanto que tales realidades reúnen el conjunto
de elementos que determinan la especificidad del concepto
mismo. A partir de este marco, procederemos al ejercicio de
la precisión conceptual del término cooperación internacional.
Las variables o elementos que integran la intensión del
concepto cooperación internacional son:
1)
2)
3)
4)
5)
6)
7)
Carácter internacional de los actores. Si bien esta variable es la más evidente en términos fenomenológicos, es la distintiva de esta forma de cooperación,
ya que sólo pueden participar actores o sujetos reconocidos por su estatus de internacional. Además,
se deben tomar en cuenta los diferentes tipos de actores internacionales que intervienen en cada caso;
es decir, si participan solamente Estados o también
organizaciones intergubernamentales y no gubernamentales.
Fenómenos transnacionales. Existe una diversidad de
campos en los que se puede dar la cooperación internacional, pero estos campos están referidos a fenómenos o problemas que trascienden a los Estados,
porque su naturaleza es transnacional y convocan a
los actores internacionales para que de manera colectiva se les dé atención o solución.
Acuerdo expreso o tácito. Todo proceso de cooperación internacional requiere de la existencia de
acuerdos de facto o de iure sobre los compromisos
que cada una de las partes asume, así como las reglas de comportamiento o las acciones por realizar,
para el logro de los objetivos comunes.
Voluntad propia de las partes. Los actores internacionales participan en todo esquema de cooperación por decisión propia, ya que no pueden ser
obligados por nadie. Es decir, las partes participan
por voluntad propia, en la medida en que comparten la preocupación o los intereses por atender o
contribuir a resolver determinado problema.
Acción colectiva. Todas las partes o actores involucrados conciertan acciones para que, de manera
coordinada, cumplan con lo que les corresponde, de
conformidad con los compromisos asumidos. De
ahí que la acción colectiva se sustente en el mutuo
entendimiento entre todos los participantes.
Objetivos comunes. Las partes cooperantes tienen y
comparten los mismos objetivos, aunque los beneficios obtenidos, al alcanzar dichos objetivos, varíen
en función de los intereses particulares de cada una
de las partes.
Satisfacción de intereses. Esta variable se desprende
de la anterior, en tanto que el logro de los obje-
Cooperación internacional
155
c
8)
tivos comunes genera la satisfacción de intereses,
pero estos últimos pueden ser diferentes entre los
actores, en función de los beneficios que cada uno
obtenga; es decir, puede existir la expectativa de una
de las partes de que la actuación seguida por la(s)
otra(s) parte(s), en el orden de lograr los objetivos,
le ayuda a satisfacer sus propios intereses.
Reciprocidad. En el marco de los derechos y obligaciones que se asumen en todo acuerdo de cooperación internacional, se deben de cumplir ciertos requisitos de reciprocidad, en el marco de los
compromisos que cada una de las partes asume, con
el fin de alcanzar los objetivos. En este sentido, la
reciprocidad estará en función, por un lado, de los
compromisos específicos que cada una de las partes
acepte para la consecución de los objetivos y, por
otro, de la distribución de los beneficios que se obtengan, que no necesariamente tienen que ser de la
misma especie o género. Aquí cabe el principio quid
pro quo en su esencia literal, en tanto que ambas
partes se comprometen a dar algo a cambio de algo,
aunque no sea de la misma especie. Es decir, es una
reciprocidad que no está sujeta, necesariamente, a
la aportación de recursos y obtención de beneficios
cuantitativos y mensurables de 50% por cada parte. De tal forma, se percibe a la reciprocidad en su
esencia cualitativa, no cuantitativa.
La interconexión entre estas ocho variables hace posible
el fenómeno que se ha conceptualizado como cooperación
internacional. Si falta una de ellas, el fenómeno ya no corresponde al concepto y no se puede hablar de cooperación
internacional como tal. Aquí nos enfrentamos con el aspecto
de la extensión del concepto, ya que de acuerdo con la intensión, sólo se puede aplicar cabalmente a aquellas realidades
en las que se presente el conjunto de las variables o elementos de la intensión.
Por lo tanto, el reto académico es formular una definición
basada en las ocho variables que integran la intensión del
concepto. Con base en ello, nuestra propuesta de definición
es la siguiente: cooperación internacional es todo proceso de
relación entre dos o más actores internacionales que deciden
de manera voluntaria concertar un acuerdo, expreso o tácito, en el que se establecen ciertos requisitos de reciprocidad
para realizar acciones colectivas que coadyuven al logro de
objetivos comunes, circunscritos a la atención o solución de
fenómenos o problemas transnacionales, con lo que se obtienen beneficios compartidos y la satisfacción de intereses
de cada actor participante.
Como toda definición, la propuesta anterior es una hipótesis que está sujeta a comprobación, pero tiene la ventaja
de que se sustenta en las variables detectadas en la intensión
del concepto, lo que nos permite tener una base sólida para la
extensión del mismo y su aplicación correcta a aquellas realidades que son identificadas como procesos de cooperación
c
156
Cooperación internacional
internacional. De ahí que este concepto debe reflejar condiciones de existencia, las cuales obviamente no pueden ser
las mismas para que se les apliquen a otros conceptos como
colaboración, ayuda o asistencia internacional, como si fueran
sinónimos de cooperación internacional.
Sin embargo, en el caso del concepto cooperación internacional, existe el peligro permanente de utilizarlo de manera
laxa, flexible o genérica, al extenderlo a fenómenos que sólo
cubren algunas de las variables que hemos detallado en la
intensión del concepto. Esto se debe más a un uso político
del término, con el que cualquier relación pacífica entre los
Estados suele estimarse como “cooperación”. Además, en el
marco de relaciones pacíficas, se recurre a la noción como
un recurso axiológico o valorativo cuyo campo de aplicación
es amplísimo, en virtud de que se pueden presentar y promover procesos de cooperación en todos los ámbitos de las
relaciones internacionales (social, económico, político, militar, cultural, judicial, etcétera). Ello ha provocado que con
frecuencia se utilice el término cooperación internacional para
tipificar toda actividad de transferencias de recursos, bienes
o servicios que un actor internacional le otorga a otro en
condiciones concesionales. De ahí que se emplee como sinónimo de ayuda o asistencia internacional. El problema de
la extensión del concepto se va a proyectar en las diferentes
definiciones que se han difundido sobre la cooperación internacional, tanto en los ámbitos académicos como políticos.
Historia, teoría y crítica
La cooperación internacional es un fenómeno social tan
antiguo como el reconocimiento formal entre comunidades
políticas diferentes, que institucionalizan sus relaciones a
partir de acuerdos o tratados que, además de dar constancia
del reconocimiento mutuo, recogen el objetivo o la intención
de un interés compartido por lograr beneficios recíprocos
sobre aquellos asuntos que motivan el acercamiento, la negociación y, finalmente, la cooperación para hacerles frente
y buscar resolverlos.
Se tiene registrado en Mesopotamia, hacia el año 3010
a. C., el tratado internacional más antiguo, entre las ciudades de Lagash y de Umma, sobre delimitación fronteriza
(descrito en una estela). Se reconoce como el primer tratado (por contar con los archivos) el concluido hacia el año
2500 a. C. entre el rey de Ebla y el rey de Asiria, en el que
se establecen relaciones de amistad y de comercio, y se fijan
sanciones para aquellos súbditos que cometan delitos (Truyol y Serra, 1998: 19).
Cabe aclarar que no todos los tratados internacionales son
producto de la cooperación, ya que muchos son imposiciones
de Estados fuertes sobre Estados débiles —conocidos como
tratados leoninos—, muchos de ellos producto, por un lado,
del reconocimiento de nuevos Estados que logran su independencia política a partir de un proceso de descolonización
y, por otro, del desenlace de un conflicto bélico, en el que el
Estado vencedor impone sus condiciones en un tratado al
Estado vencido. México es un buen ejemplo de país que ha
sufrido a lo largo de su historia independiente la imposición
de tratados leoninos.
Como en el caso de los tratados, no se puede generalizar
el concepto de cooperación internacional a todas las formas
de interacción pacífica, no conflictiva, entre los actores internacionales.
Por otro lado, se tiene registrado como antecedente de
la cooperación que conduce a las organizaciones internacionales, el fenómeno de las ligas de las ciudades griegas:
las anfictionías —de carácter religioso—, constituidas para
proteger en común y asegurar el acceso pacífico a los santuarios, y las simmaquías (de carácter político), constituidas
en una especie de “confederación” para atender en común
diversas cuestiones (25).
En el transcurso del desarrollo histórico, las relaciones
internacionales de cooperación van a adquirir una nueva
dimensión con el surgimiento del Estado soberano o Estado-nación, en el contexto europeo de fines del siglo xv
y principios del xvi. Desde entonces se va consolidando la
cooperación entre los Estados, de manera especial en el siglo
xvii, a partir de los tratados de Westfalia, aunque se mantiene
el esquema exclusivo de la cooperación bilateral. Será hasta
1815 cuando se promueva el primer tratado multilateral, que
se concreta en el Acta final del Congreso de Viena, donde
las potencias vencedoras de las Guerras Napoleónicas establecen el sistema de conferencias internacionales que, si bien
al principio convocaban sólo a los Estados europeos, para
finales del siglo xix ya desbordaban a Europa, como son las
Conferencias de Paz de la Haya de 1899 y 1907.
De hecho, la cooperación como un fenómeno socio-histórico de alcance mundial permanente aparece en el transcurso
del siglo xix, en el marco de la creación de las primeras organizaciones internacionales intergubernamentales promovidas
en Europa, en respuesta a la dinámica de las necesidades impuestas por la interacción social, económica, política, militar
y cultural entre los Estados soberanos. De ahí que, en una
primera aproximación, afirmamos que la manifestación más
clara de concreción histórica de la cooperación internacional
contemporánea se patentiza con la ampliación de los acuerdos
bilaterales interestatales a los tratados multilaterales que dan
vida a las organizaciones internacionales intergubernamentales, las cuales pretenden regular y normar las interacciones
arriba mencionadas.
La transformación y dinámica de cambio que ha experimentado la sociedad internacional en los dos últimos siglos
ha provocado un incremento sustantivo de las actividades
entre los Estados. Esto ha sido producto, en gran medida,
de la revolución científico-tecnológica que ha impulsado el
desarrollo de los medios de transporte y de las comunicaciones, con la consiguiente intensificación de los intercambios
de todo tipo y, consecuentemente, la aparición de necesidades colectivas y de procesos de transnacionalización que los
Estados de manera individual son incapaces de satisfacer. De
ahí que la participación de los Estados en dichos procesos, así
como la atención de las nuevas necesidades y la solución de
muchos problemas nacionales, ha demandado, forzosamente,
la cooperación entre los Estados.
El siglo xix fue testigo del incremento de un número importante de aspectos de la vida cotidiana —como el tráfico
postal, el telégrafo, el ferrocarril, la navegación fluvial, el comercio, etcétera—, que al operar y funcionar más allá de las
fronteras, exigían una acción concertada entre los Estados,
donde la técnica tradicional del acuerdo bilateral resultaba
insuficiente. Además, después de las Guerras Napoleónicas
en Europa, se fue afirmando progresivamente una serie de
intereses colectivos frente a problemas mundiales como la paz
y el desarrollo, cuya satisfacción desbordaba las posibilidades
de un solo Estado (Díez de Velasco, 2006: 37-39).
Frente al incremento de las transacciones y los consecuentes imperativos de solidaridad, los Estados se vieron
impelidos a cooperar. Con el objetivo de estimular y promover
relaciones de cooperación, y ante la ausencia de instituciones
internacionales, los Estados utilizaron, en un primer momento, los recursos propios de una sociedad internacional cuya
estructura se sustentaba en la yuxtaposición de sujetos soberanos; por lo que se recurrió a la celebración de conferencias
internacionales y la adopción de tratados multilaterales. Pero
pronto se demostró la insuficiencia de estos esquemas para
coordinar y gestionar una cooperación permanente, que se
hacía cada vez más necesaria. Ello condujo a los Estados a la
creación de mecanismos institucionalizados de cooperación
permanente y voluntaria, lo que dio vida a unos entes independientes dotados de voluntad propia, destinados a alcanzar
los objetivos colectivos. Surgen así en la escena internacional
las primeras organizaciones internacionales gubernamentales (oig), cuya presencia y proliferación constituye una de las
características más sobresalientes de las relaciones internacionales contemporáneas (37-39).
Con la creación de las organizaciones internacionales de
alcance universal —la Sociedad de Naciones (1919) que más
adelante será sustituida por la Organización de las Naciones
Unidas (1945), a la que se le añadió toda una constelación
de oig especializadas—, la cooperación internacional se va a
institucionalizar como objetivo permanente de las relaciones
pacíficas entre los Estados.
Asimismo, el desarrollo y dinámica de las relaciones internacionales han favorecido cambios en la estructura de la
sociedad internacional, lo que ha promovido el paso de una
cooperación exclusivamente interestatal —intergubernamental— hacia nuevos esquemas donde empezaron a participar
otros actores internacionales que han surgido en el tiempo y
han logrado posesionarse, respondiendo a nuevas exigencias
y necesidades de la vida internacional. Entre estos nuevos
actores destacan las empresas transnacionales (et) y las organizaciones no gubernamentales (ong).
En la actualidad existe consenso sobre el criterio de clasificación de las diferentes modalidades o tipos de cooperación
internacional, de acuerdo con las áreas o ámbitos, el número
y naturaleza de los actores participantes y el nivel de desa-
Cooperación internacional
157
c
rrollo económico relativo de los Estados. Cabe destacar que
la clasificación de las modalidades de cooperación tiene una
función explicativa, ya que en la realidad éstas operan de
manera articulada y siempre se entrecruzan algunas de ellas.
Las modalidades son las siguientes:2
•
•
•
•
Áreas o ámbitos que abarca la cooperación. Como se ha
señalado, se pueden presentar y promover procesos
de cooperación en todos los ámbitos de las relaciones internacionales —social, económico, político,
militar, ambiental, cultural, judicial, etcétera—. Asimismo, la amplitud del ámbito nos permite distinguir si la cooperación es de carácter general o sectorial. Además, existe la interacción entre las áreas de
cooperación, que, al combinarse, construyen formas
más complejas de colaboración.
El número de actores participantes. La cooperación
puede ser bilateral o multilateral. Aquí cabe señalar que existen procesos y fenómenos globales, que
demandan la intervención y cooperación de todos
los actores internacionales, como son los casos de
las pandemias y el calentamiento del planeta, entre
muchos otros.
La naturaleza de los actores. La cooperación puede
ser de carácter: a) interestatal, en la que sólo participan Estados; b) inter-organizaciones internacionales gubernamentales, promovida entre organizaciones intergubernamentales; c) transnacional, que se
da entre actores no estatales o privados, como entre
empresas transnacionales o entre organizaciones no
gubernamentales, y d) mixta o combinada, que se
presenta cuando participan actores internacionales
de diferente naturaleza.
El nivel de desarrollo económico relativo de los Estados.
La cooperación puede darse de manera horizontal y vertical. La primera se presenta entre países
con un grado de desarrollo económico similar; es
decir, entre países desarrollados o entre países subdesarrollados, lo que se conoce como cooperación
Norte-Norte y cooperación Sur-Sur. Se estima que
estos esquemas son más equitativos, en términos
de que los compromisos se asumen de manera más
igualitaria. La cooperación vertical se da entre países de diferente grado de desarrollo económico; o
sea, entre países desarrollados y subdesarrollados, lo
que se conoce como cooperación Norte-Sur.
Consideramos que entre las modalidades de cooperación,
la del nivel de desarrollo económico relativo de los Estados
es la más compleja, ya que contextualiza la cooperación en la
estructura jerárquica y, por ende, desigual e inequitativa que ha
2 Se toman como base de esta clasificación las realizadas por Rafael Calduch Cervera y Ernesto Soria Morales. Cf. Calduch,
1991: 90-91; Soria, 1999: 14-15.
c
158
Cooperación internacional
caracterizado a la sociedad internacional contemporánea. En
esta estructura jerárquica, la cooperación vertical es la que más
polémica y debates ha generado, en torno al tema del desarrollo, ya que la relación asimétrica entre países ricos y pobres se
ha manejado en términos de transferencia de recursos de los
primeros hacia los segundos, de acuerdo con un esquema que
se ha institucionalizado entre Estados oferentes o donadores,
que son los que otorgan los recursos, y Estados demandantes
o receptores, que son los que reciben los recursos. Este esquema es el que se cuestiona como fenómeno de cooperación, ya
que en esencia se trata de un fenómeno de ayuda, asistencia
o donación, pero no de una relación de cooperación en términos ortodoxos.
Ahora bien, en el caso de cooperación internacional, en
términos ortodoxos, que se lleva a cabo entre actores desiguales, a pesar de ser una relación asimétrica, las acciones que
realiza cada una de las partes deben generar beneficios para
todos los participantes, a diferencia de lo que sucede cuando
se trata de esquemas de ayuda o asistencia, en que los beneficios directos se reflejan únicamente en la parte receptora. De
hecho, en una cooperación internacional asimétrica los beneficios pueden ser diferenciados entre los actores, de acuerdo
con la satisfacción de intereses específicos o particulares que
cada uno busca con el logro del objetivo común.
Aquí cabe la reflexión sobre la existencia de beneficios
activos y reactivos en el marco de la cooperación internacional entre actores desiguales, que si bien se ha enfocado más
a esquemas de ayuda y asistencia internacional entre donadores y receptores (Soria, 1999: 16), consideramos que es de
utilidad en todo modelo de cooperación vertical.
Se entiende por beneficios activos el logro de objetivos
que un país alcanza a partir de la canalización de los apoyos
otorgados por otro(s) país(es) u organismo(s) internacional(es). Por su parte, los beneficios reactivos son la utilidad
(intereses satisfechos) que obtiene(n) el(los) país(es) u organismo(s) internacional(es) que otorgó(aron) los apoyos. Hay
muchos ejemplos de procesos de cooperación internacional
que hacen evidentes los beneficios activos y reactivos, pero
en particular destacan los proceso de prevención de conflictos, gestión de crisis y construcción de paz, que promueve la
onu en el marco de las misiones de mantenimiento de la paz.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
El concepto de cooperación internacional adquiere su carta
de naturalización en el léxico diplomático con la creación de
la Sociedad de Naciones en 1919, donde se empezó a utilizar
el término para describir un modo de convivencia pacífica
entre los Estados. Posteriormente, se institucionalizó el concepto en la Carta de San Francisco de 1945, por la que se
creó la Organización de las Naciones Unidas (onu); en ella
se establece que uno de los objetivos de la onu es “realizar
la cooperación internacional en la solución de problemas
internacionales de carácter económico, social, cultural o
humanitario, y en el desarrollo y estímulo del respeto a los
derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o
religión” (onu, 2012).
El estudio teórico de la cooperación internacional ha
ocupado un lugar secundario en las ciencias sociales, debido en gran medida a que el desarrollo epistemológico en la
disciplina de relaciones internacionales se ha centrado fundamentalmente en el tema del conflicto y la guerra (Calduch,
1991: 88). Adicionalmente, en el ámbito académico, las definiciones sobre la cooperación internacional van a variar en
función de dos tendencias: la que busca el rigor científico
en torno a la teoría general del concepto, con la cual nos
identificamos, pero que, consideramos, ha tenido resultados
poco satisfactorios, y la que busca responder al fenómeno
de la ayuda internacional al desarrollo, la cual ha sido considerada como un tipo de cooperación que otorgan los países
ricos a los países pobres, y que ha ocupado el lugar principal
en los debates políticos y académicos a nivel internacional,
pero que en esencia no cumple con la intensión del concepto.
Si bien existen diccionarios y enciclopedias especializadas
en relaciones internacionales, sólo una de ellas incluye una
definición genérica del fenómeno que nos ocupa; la Enciclopedia Mundial de Relaciones Internacionales y Naciones Unidas,
la cual señala que la cooperación internacional es “todo tipo
de relaciones internacionales cuya finalidad son las ventajas
mutuas; objeto de tratados internacionales, por ejemplo sobre
cooperación cultural o científico-tecnológica” (Osmańczyk,
1976: “Cooperación Internacional”).
Sin embargo, en la Enciclopedia internacional de ciencias
sociales nos encontramos con una definición sociológica,
más amplia, de cooperación, propuesta por Nisbet, donde
no se hace referencia explícita a lo internacional, pero puede
extenderse a este ámbito. Se entiende por cooperación “al
comportamiento de varios sujetos que obran en colaboración
para alcanzar un objetivo, comportamiento que entraña un
interés común o la esperanza de una recompensa”. Agrega:
“La cooperación, en sus niveles intelectuales más altos, implica tanto reciprocidad de intención como actuación conjunta,
e incluso llega a ser un fin en sí misma. Su campo de aplicación es ilimitado; la practican grupos tan pequeños como la
pareja o tan amplios como las uniones de Estados soberanos”
(Nisbet, 1979: “Cooperación”).
En el marco de estas definiciones genéricas, se encuentra
la que nos brinda Ernesto Soria Morales, de la cual tomamos
partes sustantivas en el primer apartado de este estudio, cuando se hizo referencia a las raíces etimológicas de la palabra
cooperación,3 pero vale la pena recuperarla textualmente:
[…] la cooperación significa la acción conjunta de
dos o más partes para la consecución de objetivos
comunes. En ese sentido, implica la concertación y la
realización de acciones de por lo menos dos partici3 Cf. página 141 de este texto.
pantes, ya sean individuos, comunidades, instituciones,
provincias, estados, regiones de un país o varios países,
países u organismos internacionales, con objetivos
comunes y en busca de un beneficio relativo para los
mismos (1999: 13).
En esta línea de propuestas de definición por parte de in­
ter­nacionalistas o académicos de la disciplina de relaciones
internacionales, nos encontramos que son pocos los autores
que proponen una definición que no esté inclinada o sesgada
hacia la ayuda o asistencia internacional. Uno de ellos es Rafael Calduch, para quien la cooperación internacional es “toda
relación entre actores internacionales orientada a la mutua
satisfacción de intereses o demandas, mediante la utilización
complementaria de sus respectivos poderes en el desarrollo de
actuaciones coordinadas y/o solidarias” (1991: 88). Además,
precisa que esta cooperación “se desarrolla en el seno de la
sociedad internacional” (88).
Una definición de cooperación internacional que hace
referencia al desarrollo, pero no en términos asistencialistas
o de simple ayuda, es la que nos brinda la Secretaría de Relaciones Exteriores de México:
Conjunto de acciones que derivan de los flujos de
intercambio que se producen entre sociedades nacionales diferenciadas en la búsqueda de beneficios
compartidos en los ámbitos del desarrollo económico y el bienestar social, o bien, que se desprenden
de las actividades que realizan tanto los organismos
internacionales que integra el Sistema de las Naciones Unidas como aquellos de carácter regional,
intergubernamentales o no gubernamentales, en cumplimiento de intereses internacionales particularmente
definidos. La cooperación internacional así descrita se
entiende como la movilización de recursos financieros, humanos, técnicos y tecnológicos para promover
el desarrollo internacional (sre, 2010).
Como se ha señalado, existe la tendencia a utilizar el
concepto de cooperación internacional como sinónimo de
ayuda o asistencia que otorga un país rico o un organismo
internacional a un país pobre, a través de la transferencia de
recursos, bienes o servicios, etcétera, en condiciones concesionales. Por lo tanto, la cooperación se plantea en términos
de una parte que otorga (oferente) y otra que recibe (receptor). Esto se debe a que se ha asociado la palabra cooperación
con la ayuda para el desarrollo, lo que ha dado lugar al término cooperación internacional para el desarrollo, que si bien
ha construido su propia especificidad en el discurso político
y académico, tergiversa la propia esencia de la intensión del
concepto cooperación internacional.
De hecho, como señala Alfonso Dubois, el término cooperación internacional para el desarrollo no tiene una definición
única, válida para todo tiempo y lugar, ya que se ha ido cargando y descargando de contenidos a lo largo del tiempo, de
Cooperación internacional
159
c
conformidad al sentido de corresponsabilidad de los países
ricos con la situación de otros pueblos. Cabe recordar que
este fenómeno surge después de la Segunda Guerra Mundial, como consecuencia del despertar de la preocupación
por el desarrollo de los países, pero desde su origen quedó
marcada por dos hechos: la existencia de la Guerra Fría, que
fue decisiva para que Estados Unidos y la Unión Soviética
transfirieran recursos para terceros países con el objetivo de
atraerlos hacia su esfera de influencia, y el comportamiento
de los países europeos, en los que su pasado colonial tuvo
un gran peso a la hora de impulsar sus políticas oficiales de
cooperación (Dubois, 2000a).
Dentro de esta línea han proliferado las definiciones de
cooperación internacional que, implícitamente, se refieren
de manera genérica a las políticas de ayuda o asistenciales.
Por ejemplo, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde) considera que “la cooperación
internacional es un ejercicio cooperativo de asociación entre
donantes y beneficiarios, en donde los países en desarrollo
tienen la responsabilidad de su propio desarrollo y la ayuda
no puede ser más que un elemento subsidiario y complementario de sus propios intereses” (ocde, 1995).
Por su parte, Maite Serrano Oñate establece, en el Diccionario Crítico de Ciencias Sociales, una definición que hace
explícito lo que se debe entender por ayuda oficial al desarrollo (aod):
Formalmente, la Cooperación Internacional se define
como el conjunto de acciones llevadas a cabo por los
países industrializados que, implicando transferencia
de recursos a los países del Sur, contribuye a su desarrollo. Se considera aod las aportaciones de recursos
a los llamados países en desarrollo, procedentes de
fondos públicos (ya sea directamente —ayuda bilateral— o a través de organismos multilaterales —ayuda
multilateral—) que tengan como finalidad la contribución al desarrollo de los países receptores y que sean
otorgados en concepto de donaciones o préstamos
en condiciones ventajosas. La Cooperación Internacional se articula pues en torno a la transferencia de
capital en diversas modalidades. Por un lado, aquellas
operaciones de préstamos realizadas en condiciones
de mercado, que no se contabilizan como aod, y por
otra las realizadas en forma de donación o préstamo
con carácter concesional, contabilizadas como aod.
Ambas, procedentes del capital público, se complementan con el capital privado tanto de empresas con
carácter lucrativo, como de organizaciones privadas
sin ánimo de lucro (ong) (2009: “Cooperación internacional para el desarrollo”).
En esta línea de definiciones que se inclinan por identificar la cooperación internacional con la transferencia de
recursos en apoyo a los países pobres o en vías de desarrollo, Alfonso Dubois propone una definición centrada en
c
160
Cooperación internacional
la diferencia que existe entre la cooperación bilateral y la
multilateral:
La cooperación bilateral es aquella en la que los gobiernos donantes canalizan sus fondos de cooperación
al desarrollo directamente hacia los receptores, sean
éstos los gobiernos de los países receptores u otras organizaciones. La cooperación multilateral es aquélla
en la que los gobiernos remiten dichos fondos a las
organizaciones multilaterales para que éstas los utilicen en la financiación de sus propias actividades, de
modo que la gestión queda en manos de las instituciones públicas internacionales y no de los gobiernos
donantes (2000a).
Una definición que pretende sintetizar el recurso de utilizar como sinónimos del concepto de cooperación internacional
los términos cooperación para el desarrollo o ayuda oficial al
desarrollo es la que propone la Agencia Peruana de Cooperación Internacional:
La Cooperación para el Desarrollo o Ayuda Oficial al
Desarrollo o Cooperación Internacional se entiende
como un conjunto de actuaciones y herramientas de
carácter internacional orientadas a movilizar recursos
e intercambiar experiencias entre los países desarrollados y los países en vías de desarrollo para alcanzar
metas comunes estipuladas en la agenda mundial y
basadas en criterios de solidaridad, equidad, eficacia,
sostenibilidad, corresponsabilidad e interés mutuo.
Se agrega:
La Cooperación Internacional busca el aumento permanente y la sostenibilidad de los niveles de desarrollo
social, económico, político y cultural de los países en
vías de desarrollo, mediante la erradicación de la pobreza, el fin de la exclusión social tanto en educación
como en salud, la lucha contra las enfermedades infecciosas y la conservación del medio ambiente (2007).
La última definición que vamos a presentar en este apartado se centra explícitamente en la cooperación para el
desarrollo; ésta se debe entender como ‘el conjunto de acciones, proyectos, programas o convenios establecidos por dos o
más actores internacionales, que se diferencian entre oferente(s) y receptor(es), con la finalidad de promover el progreso,
fortalecer la capacidad de desarrollo económico y contribuir
a elevar el nivel de vida de la población de la parte receptora,
coadyuvando a la solución de problemas específicos, como
la extrema pobreza, analfabetismo, insalubridad, deterioro
del medio ambiente, etcétera. Al mismo tiempo, esta cooperación debe generar beneficios para la parte oferente, en
el sentido de la satisfacción de determinados intereses, como
mejores condiciones de mercado del país receptor para el co-
mercio e inversiones del país oferente o apoyos políticos en
las negociaciones multilaterales en los foros internacionales
(Soria, 1999: 17).
No se puede ignorar que los términos cooperación para el
desarrollo y ayuda oficial al desarrollo han sido incorporados y, obviamente, aceptados en el lenguaje político-diplomático y,
consecuentemente, en el académico; además, son utilizados
en textos, documento oficiales, acuerdos y tratados, tanto por
los Estados como por los organismos internacionales, amparados en el marco de la “cooperación internacional” o de un
“tipo o forma de cooperación”. Sin embargo, son términos
que no cumplen con la intensión del concepto de cooperación
y, por lo tanto, tergiversan y generan confusión al forzar la
extensión del propio concepto a realidades que no le corresponden. Esto último se hace evidente cuando se aborda el
carácter de la ayuda de los países donantes u oferentes y las
formas de condicionalidad de dicha ayuda, a la cual se tienen
que someter los países receptores.
En este sentido, cabe precisar que la concepción de la
cooperación al desarrollo, dominada por los países donantes,
no se caracteriza por la igualdad y la colaboración mutua,
sino que ha sido entendida como una iniciativa voluntaria
y generosa y no como una situación de obligación hacia los
países receptores. La idea de donación implica la no obligatoriedad y establece una relación desigual de subordinación
e inferioridad por parte de quien recibe la ayuda, al que no se
le concede derecho alguno a reclamar, y sólo le queda esperar
lo que el donante decida dar, cuándo y cómo. La carencia de
una cooperación real entre los países donantes y receptores
adquiere todo su significado en la existencia y funcionamiento de diversas formas de condicionalidad de la ayuda (Dubois,
2000b). Cabe recordar que la cooperación internacional para
al desarrollo siempre ha ido acompañada de algún tipo de
condicionalidad, tanto en el periodo de la Guerra Fría como
en la actualidad (Prado, 2005: 25-33). En la década de los
ochenta del siglo pasado fue una condicionalidad de carácter
económico, ya que obligaba a los países receptores a promover
programas de ajuste estructural para implantar las políticas
neoliberales, de apertura de las economías, desregulación y
privatización. Cuando esto se cumplió, se pasó a la condicionalidad de carácter política, que se centra en la defensa
de la democracia representativa y el respeto de los derechos
humanos, que supuestamente son condiciones básicas para
el desarrollo económico (Pi, 2000: 84).
El caso de la Unión Europea (ue) es particularmente
ilustrativo, tanto por ser el principal oferente de ayuda al
desarrollo del mundo, como por establecer oficialmente la
condicionalidad política dentro de los principios que rigen su
política exterior. La ue ha asumido la condicionalidad política
para vincularse formalmente, a través de acuerdos, sólo con
Estados cuyos sistemas políticos sean democráticos representativos. Pero para llevar a la práctica esta condicionalidad,
ha impulsado la llamada “cláusula democrática”, la cual se ha
ido incluyendo de manera progresiva en los acuerdos con los
terceros países y, en sus diferentes versiones, permite apoyar
acciones positivas de la democracia y los derechos humanos,
así como sancionar, incluso con la suspensión de los acuerdos, cuando las acciones de un gobierno vayan en contra de
los preceptos indicados (Moreno, 1996: 6).
En la resolución del Consejo Europeo del 28 de noviembre de 1991, se establece que
[...] la Comunidad y sus Estados miembros harán
constar de forma explícita la consideración de los derechos humanos como un elemento de sus relaciones
exteriores con los países en desarrollo; se incluirán
cláusulas democráticas en materia de derechos humanos en sus futuros acuerdos de cooperación. Se
celebrarán debates periódicos sobre derechos humanos y democracia, dentro del marco de la ayuda al
desarrollo, con el objetivo de lograr mejoras (Sotillo,
2006: 115).
La resolución agrega que
[...] en caso de violaciones graves y persistentes de
los derechos humanos o de interrupción seria de los
procesos democráticos, la comunidad y sus Estados
miembros estudiarán respuestas adecuadas a la luz
de las circunstancias, guiados por criterios objetivos
y equitativos, poniéndose en prácticas medidas que
pueden llegar, en caso necesario, hasta la suspensión de
la cooperación con los Estados de que se trate (115).
A la cláusula democrática se le ha otorgado, en su aplicabilidad, la función de condicionar la ayuda desde un enfoque
positivo, aumentando la ayuda, o de un enfoque negativo,
suspendiendo la ayuda. La perspectiva positiva se promoverá en aquellos países en los que se ha producido una mejoría
en el ámbito de los avances democráticos y el respeto a los
derechos humanos. La instrumentalización de la cláusula
en el caso concreto de las relaciones de la Unión Europea
con América Latina y Asia, se formalizó en el Reglamento
443/92 del Consejo, del 25 de febrero de 1992, donde se establecen las bases de la cooperación de la Comunidad Europea
con los países de las dos áreas geográficas. El Reglamento
es muy claro en cuanto a la condicionalidad política, ya que
contiene en su preámbulo la afirmación de que el Consejo
Europeo ha solicitado que mediante la inclusión de cláusulas
relativas a los derechos humanos en acuerdos económicos y
de cooperación con terceros países la Comunidad y sus Estados miembros sigan fomentando activamente el respeto a
los derechos humanos y la participación sin discriminación
de todos los individuos o grupos en la sociedad (Reglamento 443/92: 1).
En su artículo 1, el Reglamento establece que, en el
contexto de la cooperación, “la Comunidad otorgará una
importancia primordial al respeto de los derechos humanos,
al respaldo de los procesos de democratización, así como a
la buena gestión pública eficaz y equitativa” (1). Expuesta así
Cooperación internacional
161
c
la cláusula, prosigue en el artículo 2 a explicitar los enfoques
positivo y negativo de la misma. En relación con el primero,
se afirma que “Conscientes de que el respeto y el ejercicio
efectivo de los derechos y libertades fundamentales de las
personas y de los principios democráticos son requisitos previos de un desarrollo económico y social real y verdadero, la
Comunidad aportará una mayor ayuda a los países más firmemente comprometidos en la defensa de estos principios” (2).
Respecto al enfoque negativo, se señala: “De producirse
violaciones fundamentales y persistentes de los derechos humanos y de los principios democráticos, la Comunidad podría
modificar y hasta suspender la cooperación con los Estados
de que se trate, limitando su ayuda a las solas acciones que
beneficien a los grupos de población necesitados” (2). Adicionalmente, cuando se hace la referencia a la ayuda financiera y
técnica, en el artículo 5 se destaca que “una parte de la ayuda
deberá asignarse a proyectos concretos relativos a la democratización, a la buena gestión pública y justa y los derechos
humanos” (2). Y por último, en el artículo 6 se comenta que
en el caso de los países relativamente más avanzados, la ayuda
se extenderá, entre otros ámbitos y casos específicos, a los de
democratización y derechos humanos (3).
Según Almudena Moreno, el enfoque positivo de la
cláusula democrática considera: acciones de consolidación
del Estado de derecho (apoyo a las reformas de carácter
institucional, fortalecimiento de la independencia del poder judicial, mejoras del sistema penitenciario, promoción
de la buena gestión pública); acciones de apoyo al proceso de
transición democrática (operaciones electorales mediante el
envío de observadores, compra de material para las elecciones, elaboración de códigos electorales, censo de electores,
dentro del respeto del principio de neutralidad política),
y acciones encaminadas a fortalecer el papel de las ong y
otras instituciones para garantizar el carácter pluralista de
la sociedad civil.
Por su parte, el enfoque negativo de la cláusula puede conducir a tomar medidas de sanción que deberían estar sujetas
a cada circunstancia. Atendiendo a una escala de graduación,
éstas pueden ser: modificación del contenido de los programas de cooperación o de los canales utilizados; la reducción de
los programas de cooperación cultural, científica y técnica; el
aplazamiento de la comisión mixta; la suspensión de los contactos bilaterales al más alto nivel; el aplazamiento de nuevos
proyectos; embargos comerciales; la suspensión de ventas de
armas e interrupción de la cooperación militar, y la suspensión
de la cooperación (Moreno, 1996: 7-8).
En resumen, el tema de la condicionalidad, en el marco
de la política de “cooperación internacional para el desarrollo”
que promueve la Unión Europea, se ha debatido de manera
permanente, ya que “no pasa de ser un instrumento de acción exterior puesta en manos de los múltiples intereses que
la inspiran”. Para evitarlo, como señala José Ángel Sotillo, la
condicionalidad debería cumplir dos requisitos esenciales: que
no se aplique el doble rasero en virtud de los intereses que la
comunidad o alguno(s) Estado(s) miembros(s) pueda(n) tener
c
162
Cooperación internacional
con respecto a determinado país o región, y que la promoción
de los derechos humanos y de las libertades fundamentales
no implique sólo que, por ejemplo, determinados países dejen
de aparecer en los informes de Amnistía Internacional, sino
que vaya ligada a una participación real de los ciudadanos en
la vida pública y una justa distribución de los recursos (Sotillo, 1994: 70).4
Conclusiones
Todas las definiciones expuestas en el apartado anterior, aun
considerando las que se inclinan hacia una perspectiva asistencialista y no propiamente de cooperación internacional,
no contemplan la totalidad de las variables o elementos que
conforman la intensión del concepto que nos ocupa; es decir,
ninguna definición llena los requisitos básicos que, de acuerdo con la interacción y sustancia de las variables, permitan
una comprensión y descripción cabal del fenómeno de la
cooperación internacional. En este sentido, todas las definiciones expuestas están incompletas, aun las que provienen
del ámbito de la academia, pero principalmente aquéllas que
pretenden ajustarse o responder a iniciativas políticas de quien
las formula, ya sea que se originen o provengan de países desarrollados, de países en vías de desarrollo o de cualquier otro
actor internacional.
Por último, hay que recordar que la determinación del concepto cooperación internacional, como cualquier concepto con
rigor científico, se produce y se logra en conjugación con todos
los conceptos que tienen cabida en los juicios que contiene su
definición. Es decir, la determinación del concepto implica un
proceso cognoscitivo en el cual los propios juicios que hacen
posible su existencia están conformados por otros conceptos;
cada uno de los cuales desempeña simultáneamente la función
de determinante de los otros, al mismo tiempo que el concepto cooperación internacional está determinado por ellos mismos
(Gortari, 1979: 91-92).
Bibliografía
Acharya, Amitav y Alastair Iain Johnston, eds. (2007), Crafting
Cooperation: Regional International Institutions in Comparative Perspective, Cambridge: Cambridge University Press.
Agencia Peruana de Cooperación Internacional (2007), “Cooperación internacional”. Disponible en: <http://www.apci.gob.
pe/contenido_concepto.php?ID=251>.
Calduch Cervera, Rafael (1991), Relaciones internacionales, Madrid: Ciencias Sociales.
Cuadra Moreno, Héctor (1986), “Las relaciones internacionales
y las ciencias sociales”, estudio preliminar en J. W. Burton,
Teoría general de las relaciones internacionales, traducción e introducción de Héctor Cuadra Moreno, México: Universidad
Nacional Autónoma de México, pp. 37-62.
Díez de Velasco, Manuel (2006), Las organizaciones internacionales, Madrid: Tecnos.
Dubois, Alfonso (2000a), “Cooperación bilateral/multilateral”,
en Karlos Pérez de Armiño (dir.), Diccionario de acción
4 Véase también López y Sotillo, 1995.
humanitaria y cooperación al desarrollo, Bilbao: Icaria, Hegoa. Disponible en: <http://dicc.hegoa.efaber.net/listar/
mostrar/41>.
_____ (2000b), “Cooperación para el desarrollo”, en Karlos Pérez de
Armiño (dir.), Diccionario de acción humanitaria y cooperación
al desarrollo, Bilbao: Icaria, Hegoa. Disponible en: <http://
dicc.hegoa.efaber.net/listar/mostrar/41>.
Edwards, Michael (2004), Future Positive: International Co-operation in the 21st Century, London: Earthscan Publications Ltd.
Genest, Marc A. (2003), Conflict and Cooperation: Evolving Theories
of International Relations, California: Wadsworth Publishing.
Gortari, Eli de (1979), Introducción a la lógica dialéctica, México:
Grijalbo.
Hahnel, Robin (2005), Economic Justice and Democracy: From Competition to Cooperation (Pathways through the Twenty-First
Century), New York: Routledge.
Kaul, Inge, Isabelle Grunberg y Marc A. Stern, eds. (1999), Global
Public Goods: International Cooperation in the 21st Century,
New York: Oxford University Press.
López Méndez, Irene y José Ángel Sotillo Lorenzo (1995),
“¿Sirve la condicionalidad para promover el respeto de los
derechos humanos?”, Tiempo de Paz, núm. 37-38, pp: 23-33.
Moreno Fernández, Almudena (1996), “La cláusula democrática
en la acción exterior de la Unión Europea”, Avances de Investigación, núm. 2, Madrid: Instituto Universitario de Desarrollo
y Cooperación-Universidad Complutense de Madrid.
Nisbet, Robert Alexander (1979), “Cooperación”, en Enciclopedia
internacional de las ciencias sociales, vol. 3, Madrid: Aguilar.
onu: Organización de las Naciones Unidas (2012), Carta de las Naciones Unidas. Disponible en: <http://www.un.org/spanish/
aboutun/charter.htm#Cap1>.
ocde: Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos
(1995), Principios del CAD para una ayuda eficaz. Manual de
ayuda al desarrollo, Madrid: Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos.
Osmańczyk, Edmund Jan (1976), Enciclopedia mundial de relaciones internacionales y Naciones Unidas, México: Fondo de
Cultura Económica.
Peña Guerrero, Roberto (2001), “Interdisciplinariedad y cientificidad en relaciones internacionales”, en Ileana Cid Capetillo
(comp.), Lecturas básicas para introducción al estudio de Relaciones Internacionales, México: Facultad de Ciencias Políticas
y Sociales-Universidad Nacional Autónoma de México.
_____ (2013), El estado como actor internacional: evolución y cambios
(tesis para obtener el título de doctor), Madrid: Universidad
Complutense de Madrid. Disponible en: <http://eprints.
ucm.es/23390/1/T34849.pdf>.
Pi, Montserrat (2000), “Los derechos humanos en la acción exterior
de la Unión Europea”, en Esther Barbe (coord.), Política exterior europea, Barcelona: Ariel, pp. 83-106.
Prado Lallande, Juan Pablo (2006), La condicionalidad política de
la cooperación al desarrollo: las sanciones a la ayuda internacional
(tesis para obtener el título de doctor), Madrid: Universidad
Complutense de Madrid.
Reglamento 443/92: “Reglamento 443/92 del Consejo, de 25 febrero de 1992, relativo a la ayuda financiera y técnica y a la
cooperación económica con los países en vías de desarrollo
de América Latina y Asia”, Diario Oficial de las Comunidades
Europeas, Bruselas.
sre: Secretaría de Relaciones Exteriores de México (2010), “Cooperación Internacional”. Disponible en: <http://dgctc.sre.gob.
mx/html/coop_int_mex.html>.
Serrano Oñate, Maite (2009), “Cooperación internacional para
el desarrollo”, en Román Reyes (dir.), Diccionario crítico de
ciencias sociales, tomos 1-4, Madrid, México: Plaza y Valdés.
Disponible en: <http://www.ucm.es/info/eurotheo/diccionario/C/cooperacion_desarrollo.htm>.
Soria Morales, Ernesto (1999), La cooperación internacional para
el desarrollo y la política mexicana en la materia: evolución y
perspectivas (tesis para obtener el título de licenciado en
Relaciones Internacionales), México: Facultad de Ciencias Políticas y Sociales-Universidad Nacional Autónoma
de México.
Sotillo Lorenzo, José Ángel (1994), “Cooperación para el desarrollo y derechos humanos en la Unión Europea”, Tiempo de
Paz, núm. 31, pp. 60-72.
_____ (2006), Un lugar en el mundo. La política de desarrollo de la
Unión Europea, Madrid: Catarata.
Truyol y Serra, Antonio (1998), Historia del Derecho Internacional
Público, Madrid: Tecnos.
COOPERACIÓN Y
TECNOLOGÍAS DE LA
INFORMACIÓN Y LA
COMUNICACIÓN
Gabriel Pérez Salazar
Definición
Las tecnologías de la información y la comunicación (en
adelante, tic) comprenden un amplio y heterogéneo conjunto de dispositivos, dados por elementos tanto culturales,
como físicos (hardware) y programáticos (software), los cuales
posibilitan la realización de actos comunicativos e informacionales que consisten fundamentalmente en la transmisión
de información entre los actores participantes. Estas tecnologías pueden dar lugar a diversas formas de relación entre los
participantes, que pueden ir desde configuraciones altamente
jerárquicas y verticales, como en el caso de medios unidireccionales como la televisión y la radio, hasta modelos con
niveles de interacción potencialmente altos, como Internet.
De acuerdo con la época en que estas tecnologías han
sido desarrolladas, es posible hablar de tic tradicionales,
entre las que se encuentran dispositivos tan antiguos como
la escritura, así como los principales medios masivos de comunicación —cine, radio, video, televisión, etcétera—. Estas
tic tradicionales lo son en tanto, efectivamente, permitan la
generación de flujos de información que van de los emisores
Cooperación y tecnologías de la información y la comunicación
163
c
a los receptores, aunque habitualmente hay pocas posibilidades de interacción en sentido contrario.
Por otro lado, las llamadas nuevas1 tic, entre las que
destaca Internet, se caracterizan por posibilitar, técnica y
socialmente, vías de relación multidireccionales entre los
participantes en los actos comunicativos e informacionales
que tienen lugar dentro de ellas. En este conjunto de tecnologías, dadas las posibilidades de acción de sus usuarios, se
habla de sujetos que cuentan con el potencial de participar
activamente en la construcción de muchos de los mensajes y
de los sentidos que se derivan de los actos comunicativos en
los que participen. Son precisamente estas posibilidades de
interacción las que permiten hablar de procesos de cooperación mediados por tales tecnologías. Nos referiremos a éstos,
de manera específica, en los siguientes apartados.
Historia, teoría y crítica
La relación entre cooperación y las nuevas tecnologías de
la información y la comunicación tiene un origen que supone contactos e intersecciones particularmente estrechas
y relevantes entre diversos campos del conocimiento, especialmente en lo que atañe al desarrollo de una de sus
aplicaciones más emblemáticas: Internet. En 1958, en respuesta al lanzamiento del satélite Sputnik, el Departamento
de Defensa de Estados Unidos establece la Agencia de
Proyectos de Investigación Avanzados (arpa, por sus siglas
en inglés). Su objetivo central era el desarrollo de tecnologías que permitieran a este país recuperar el liderazgo de
la innovación en la carrera que se había iniciado contra la
Unión Soviética en el contexto de la Guerra Fría. Durante
esta época, las computadoras eran escasas y costosas, por lo
que se buscaban estrategias que optimizaran su uso. Uno
de los proyectos desarrollados en este sentido pretendía la
construcción de una red informática que permitiera dividir
una tarea compleja en porciones más pequeñas, de manera
que su solución se diera a partir de la colaboración entre
diversos centros de cómputo. El resultado de esta iniciativa
fue la red arpanet, antecedente directo del actual Internet.
La cooperación entre diversos investigadores y espacios
académicos sentó las bases de la operación técnica de Internet y sus protocolos de intercambio de información, dando
lugar a la red de estructura abierta que actualmente conocemos. La World Wide Web (www), entorno hipertextual de
Internet, fue desarrollada a inicios de la década de 1990 por
1 Enfatizamos este adjetivo en función de su absoluta relatividad. ¿Pueden tecnologías como Internet seguir siendo llamadas
de esta forma, luego de que sus primeros antecedentes han
cumplido más de 40 años? Quizá la novedad radica en su comparación con las tic tradicionales: la tv, con cerca de 60 años
a cuesta, la radio y el cine con alrededor de 100, o la escritura,
con al menos 5 mil años de haber sido desarrollada.
c
164
Tim Berners-Lee en el cern2, justamente a partir del mismo
propósito: establecer un sistema —en este caso, a partir del
hipertexto— que facilitara la colaboración entre los investigadores de este centro.
Dado el carácter académico con que muchas de las tecnologías que posibilitan la operación de Internet fueron
desarrolladas, es posible hablar de diversos grados de cooperación y colaboración entre sus creadores, que forman parte
indisoluble de la cultura de Internet, y que actualmente se ven
reflejados en áreas como el software libre y la construcción
colectiva de contenidos disponibles en los entornos virtuales.
Desde una perspectiva teórica, la cooperación y las tic,
como objeto de estudio, han dado lugar a diversas aproximaciones conceptuales relativamente recientes. Entre ellas,
destaca una forma colaborativa de relación que se conoce
como inteligencia colectiva. Esta noción se refiere a que es posible la construcción de conocimientos de manera conjunta,
si un grupo de personas deciden, de forma libre y voluntaria,
aportar sus saberes subjetivos y cooperar para este fin. Uno de
los principios fundamentales de la inteligencia colectiva es la
idea de que nadie lo sabe todo, pero que una persona puede
poseer un conocimiento, al menos parcial, sobre un asunto
específico. De esta forma, la inteligencia colectiva estará dada
por la suma y depuración grupal de las aportaciones hechas,
con un beneficio evidente para la comunidad de participantes: lograr la construcción de un conocimiento compartido
que supere el que podría obtenerse de manera individual.
Es importante señalar que estos modelos de cooperación
no necesariamente requieren de las tic para ocurrir, aunque,
dados los mecanismos de interacción que tales tecnologías
posibilitan, se convierten en facilitadoras dentro de la construcción de la inteligencia colectiva. Desde esta perspectiva,
las tic pueden ser concebidas como herramientas que permiten flujos de información, que a su vez posibilitan estructuras
sociotécnicas abiertas y cooperativas. La colaboración entre
diversos sectores puede convertirse así en un modelo de generación de conocimiento y de riqueza, en el que un grupo
de trabajo puede formarse para el logro de un objetivo específico, con la posibilidad de reagruparse posteriormente
en una nueva configuración para una tarea distinta. En este
planteamiento general, las tic constituyen una infraestructura tecnológica altamente flexible que permite interacciones
entre los participantes, que son a la vez generadores y usuarios de este cúmulo de información en constante circulación.
Como es posible observar, destaca la idea de que estas
tecnologías se constituyen en dispositivos mediadores, en
facilitadoras, si acaso, pero nunca en el elemento primordial
a partir del cual la colaboración tenga lugar. No obstante
esta visión que ubica a las tic en una dimensión subordinada a lo social, en aproximaciones optimistas en torno a la
Sociedad de la Información pueden reconocerse tendencias
tecnodeterministas que parecen sugerir que esta relación es
2 Consejo Europeo para la Investigación Nuclear, por sus siglas
en francés.
Cooperación y tecnologías de la información y la comunicación
prácticamente a la inversa, con la cooperación surgiendo
casi espontáneamente a partir de la introducción de las tic.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
El asunto de la cooperación y las nuevas tecnologías ha sido
trabajado de forma muy intensa a partir de diversas disciplinas y líneas de investigación, entre las que destacan los
sistemas de cómputo distribuido, el software libre, las redes
de transferencia de archivos entre usuarios3 y la construcción
colectiva de contenidos, entre otras. Tales son los campos de
investigación que revisaremos brevemente a continuación.
Sistemas de cómputo distribuidos
En el desarrollo inicial de Internet, anticipamos que un sector
de las ciencias de la informática se ha dedicado al estudio y
desarrollo de lo que se conoce como sistemas de cómputo
distribuido.4 Como ya hemos explicado, este modelo se basa
en el procesamiento paralelo de tareas repartidas entre un
conjunto de computadoras independientes.
Una estrategia específica empleada para la construcción
de estos sistemas entre el común de los usuarios tiene que
ver con el uso de salvapantallas5 para llevar a cabo complejas
tareas, por ejemplo, el proyecto Search for Extraterrestrial
Intelligence (seti) que ha dado lugar al sistema conocido
como seti@home, en el que los usuarios descargan de forma
voluntaria un pequeño programa que aprovecha los periodos
de inactividad de las computadoras personales para analizar las señales recibidas por el radiotelescopio instalado en
Arecibo, Puerto Rico, en busca de patrones que puedan dar
indicios sobre la existencia de vida inteligente extraterrestre.
De este modo, se consigue un poder de cómputo comparable al de una supercomputadora por una ínfima parte de su
costo. Programas similares existen para el análisis epidemiológico de la malaria6 y el modelamiento de proteínas a nivel
molecular,7 entre otros.
Es importante señalar que no todos los sistemas de cómputo distribuido operan a partir de aplicaciones de salvapantallas,
pues hay algunos en los que este trabajo colaborativo tiene
3 Conocidas como redes P2P (peer-to-peer).
4 En inglés, esto se conoce como grid computing.
5 Screensaver computing, en el original. Un salvapantallas es una
pequeña aplicación que se ejecuta luego de un periodo de
inactividad en una computadora personal, y que tiene como
propósito evitar la formación de patrones persistentes en las
pantallas de estos equipos, a consecuencia de una imagen estática.
6 Proyecto desarrollado por The Swiss Tropical Institute (www.
malariacontrol.net).
7 Iniciativa administrada por el Barcelona Biomedical Research
Park y que incluso es capaz de aprovechar las posibilidades de
acceso a Internet de la plataforma de juegos PlayStation 3 para
ejecutarse.
lugar en sistemas dedicados. La peculiaridad de los sistemas
de salvapantallas radica en que son iniciativas que promueven
la cooperación entre un grupo heterogéneo de participantes,
muchos de ellos usuarios comunes y corrientes, que pueden
no estar involucrados directamente con los resultados que el
proceso distribuido arroje en un momento dado, lo cual da
cuenta de un nivel de cooperación que tiene lugar, que podría
incluso ser calificado como un beneficio sumamente abstracto
para tales participantes.
Software libre
Este modelo de desarrollo de software se basa en la participación voluntaria de programadores que aportan sus habilidades
y tiempo para la elaboración de sistemas informáticos complejos. Los participantes cooperan a distintos niveles en la
programación, depuración y prueba de sistemas, que rivalizan
con aplicaciones elaboradas de forma comercial. Ejemplos
de este tipo de desarrollos se pueden observar en sistemas
operativos como Linux8 y una gran cantidad de aplicaciones capaces de ejecutarse incluso en sistemas propietarios
como Windows, y entre los que destacan la suite ofimática
OpenOffice,9 el sistema de edición de imágenes gimp10 y el
navegador Mozilla/Firefox. El software libre representa una
estrategia para el desarrollo de aplicaciones informáticas en la
que la comunidad de participantes se beneficia a consecuencia
de acciones que son provechosas tanto para los desarrolladores en lo individual, como para el grupo en su conjunto.
Redes de transferencia de archivos entre usuarios
Basadas en sistemas descentralizados, estas redes permiten
que usuarios de Internet compartan y transfieran entre sí
documentos de todo tipo. Napster, software empleado mayormente para intercambiar archivos de audio,11 fue una de
las primeras aplicaciones de este tipo que alcanzó gran notoriedad a inicios del presente siglo12 y que, en la actualidad,
8 Linux es un sistema operativo gratuito que puede funcionar
en computadoras personales, como alternativa a Windows de
Microsoft. Fue desarrollado inicialmente por Linus Torvalds, al
combinar elementos de GNU (proyecto liderado por el creador
del concepto de software libre Richard Stallman) y enriquecido
con las aportaciones de miles de programadores voluntarios de
todo el mundo.
9 Disponible gratuitamente en www.openoffice.org, ofrece
aplicaciones como procesador de palabras, hoja electrónica de
cálculo, generador de presentaciones y otros elementos que
generan archivos compatibles con Office de Microsoft.
10 Alternativa, libre de costo, al popular sistema de edición de
imágenes Photoshop. Disponible en www.gimp.org.
11 Estos archivos de audio usualmente eran comprimidos en formato mp3 para optimizar el ancho de banda.
12 Dado que el sistema era empleado para intercambiar música
que en su mayor parte tenía derechos reservados, fue objeto
de una demanda que llevó a su cierre en 2001. El caso fue ampliamente cubierto por los medios noticiosos tradicionales.
Cooperación y tecnologías de la información y la comunicación
165
c
presenta una serie de desarrollos posteriores, entre los que
destacan las aplicaciones conocidas como torrents.13
En estos entornos, la cooperación se manifiesta de varias
maneras. La operación de estos sistemas permite que cualquier archivo que haya sido señalado como de acceso público
pueda ser descargado por cualquier otro nodo conectado a
una red de esta naturaleza. Esto conduce a que los usuarios
coloquen contenidos accesibles a otros usuarios, a pesar de
que esto conduzca a que las descargas realizadas por ellos
demoren más tiempo (a consecuencia del mayor uso del ancho de banda disponible). Mantener accesibles los archivos
descargados durante un tiempo razonable es otra estrategia
de cooperación que es posible observar en este tipo de redes,
particularmente en aquéllas del tipo torrent. De esta forma,
el total de archivos disponibles para descarga en un momento dado es igual a la suma de los archivos que cada usuario
pone a disposición de los demás. Evidentemente, mientras
más usuarios haya, la cantidad total de contenidos accesibles
tiende a ser mayor, lo cual habla de uno de los criterios de éxito de estos sistemas: el tamaño de la comunidad participante.
Dada la tendencia al egoísmo presente en muchas interacciones sociales, se han desarrollado diversos dispositivos,
de índole tanto técnica como social, para motivar la cooperación en estas redes de intercambio de archivos. Algunas de
las estrategias más destacadas en este sentido tienen que ver
con sistemas que califican la reputación de los contribuyentes, el desarrollo de administradores de flujo de transferencia
que privilegian a aquellos participantes con el mayor número de archivos disponibles con la mayor velocidad posible y
la inclusión de sistemas automatizados que dan prioridad a
las descargas hechas por quienes, a su vez, han permitido un
mayor número de descargas de sus computadoras personales.
Construcción colectiva de contenidos
Los protocolos de comunicación abierta de Internet, así como
el uso de recursos hipertextuales, permiten en la actualidad
la construcción colectiva de contenidos en línea; en muchos
casos, actualizan con ello el planteamiento de la inteligencia
colectiva que ya hemos mencionado. Una aplicación empleada con este fin y que es ampliamente utilizada por usuarios
de todo el mundo, son los wikis,14 con la Wikipedia como
su exponente más destacado.
En esta enciclopedia de libre acceso, cada artículo es
construido por voluntarios que aportan su conocimiento en
13 En estos sistemas, un archivo informático es dividido en una
gran cantidad de fragmentos más pequeños (conocidos como
seeds), que son puestos a la disposición de los usuarios a partir de computadoras conectadas a la red y que ejecutan una
aplicación que administra y posibilita la reconstrucción del
documento original en cualquier nodo.
14 Explicado en términos muy sencillos, un wiki es una aplicación
que permite editar una página disponible en la www, construida
bajo este sistema, sin necesidad de conocimientos profundos en
programación, de manera que un conjunto de usuarios trabajen
sobre un mismo documento de manera conjunta.
c
166
torno al tema en cuestión, sin recibir pago alguno por ello.
Estos artículos son revisados y corregidos por la misma comunidad de usuarios que, en este caso, alcanzan plenamente
el grado de lecto-escritores. A pesar de que cualquier usuario
puede participar en su construcción y edición, es importante
señalar que en este caso la cooperación está sujeta a diversos
mecanismos de control, que tienen el propósito de contribuir a la conservación, precisión y crecimiento de esta obra.
A pesar de que los wikis son una de las herramientas de
trabajo colaborativo en línea más conocidas, es posible observar otras aplicaciones, conocidas como computer-supported
cooperative work, entre las que es posible mencionar el sistema
NetMeeting de Microsoft y NotePub.15
Debate contemporáneo
En relación con los procesos de cooperación mediados por las
tic, destacan dos asuntos a los que creemos que es pertinente referirnos: las motivaciones para cooperar y los retos que
enfrenta la cooperación mediada por las nuevas tecnologías
de la información y la comunicación.
En referencia a la tendencia al egoísmo que hemos mencionado previamente, cabe preguntarse cómo es posible que
la cooperación ocurra efectivamente en estos entornos. Las
motivaciones que los usuarios tienen para colaborar, cooperar y participar están relacionadas con distintas variables,
entre las que destacan las normas y valores de las comunidades en las que estos procesos tienen lugar. La cooperación
es un valor intrínseco a ciertas comunidades de usuarios de
Internet, especialmente entre quienes participan en el desarrollo de software libre, donde el estatus se mide a partir de
las contribuciones hechas y es posible hablar de estructuras
meritocráticas.
Este reconocimiento público implica que la cooperación
puede contribuir a la construcción de una reputación, un
capital simbólico, que posteriormente puede expresarse en
aspectos como el reconocimiento de pares y la conversión a
otro tipo de capitales. Existe también una serie de elementos
culturales que favorecen la cooperación en estos contextos,
como el compromiso personal que puede ser asumido hacia
el modelo del software libre, la libertad de elección que se deriva del desarrollo de aplicaciones distintas a las que ofrece el
software propietario, el grado de pertenencia a la comunidad,
el sentido de trascendencia que se genera al hacer pública una
aportación personal, entre otros.
Al darse esta cooperación, se presenta un fenómeno que
puede caracterizarse como “altruismo involuntario” y que consiste en que las aportaciones hechas por una persona benefician
a la comunidad entera, sin importar si ésta era su intención en
primer lugar. Si bien en muchos entornos virtuales la lógica
de la cooperación pareciera ser el “dar para recibir”, ésta es
una condición que no se cumple en todos los casos.
15 Sistema que permite la publicación y edición colaborativa de
notas en línea (www.notepub.com).
Cooperación y tecnologías de la información y la comunicación
De cualquier manera, el interés personal puede dar lugar
también a la cooperación, sobre todo a partir de un sentido
lúdico. Algunas de las personas que colaboran en línea lo hacen porque disfrutan haciéndolo; por ejemplo, programadores
a los que les gusta lo que hacen, y que refuerzan la idea de
que cooperar tiene que ver con hacer lo que puede aportar
un beneficio para el individuo, pero también para el grupo.
Como es posible observar, la cooperación en línea es
motivada por una compleja mezcla de aspectos que responden tanto a intereses propios, como al altruismo. Se trata de
acciones que, de una manera o de otra, suelen redundar en
beneficios más o menos inmediatos y tangibles para quienes
colaboran (y por ende, para las comunidades a las que pertenecen). Sin embargo la cooperación en los espacios virtuales
enfrenta serios retos que han sido señalados de manera crítica
y entre los que destacan:
Oportunismo. Los sistemas de colaboración en línea, de
forma casi inevitable, dan lugar a personas que toman sin
aportar.16 En los sistemas de intercambio de archivos entre
usuarios (P2P), se habla incluso de su colapso cuando sólo
unos pocos contribuyen y la mayoría se limita a tomar lo
que pueda mientras pueda. Esto sugiere que el éxito de un
sistema de cooperación en línea no depende únicamente del
tamaño de la comunidad, sino, como ha sido señalado reiteradamente, de cuántos de sus miembros efectivamente hacen
aportaciones, así como de la calidad de las mismas; lo cual se
relaciona con otros aspectos como el llamado capital social.
Falta de consenso. Tanto en las comunidades de software
libre como en sistemas de construcción colectiva de contenidos, se ha observado que el consenso no siempre prevalece
entre quienes participan. No todos los programadores pueden
estar de acuerdo en un algoritmo en particular, ni siempre se
tienen las mismas ideas en relación con el contenido de un
artículo de la Wikipedia. En la medida en que se construyan mecanismos que medien y concilien estas diferencias, la
cooperación podrá mantenerse.
Vandalismo. Las estructuras abiertas que subyacen en los
sistemas cooperativos mediados por las nuevas tecnologías
de la información y la comunicación, en ocasiones, pueden
dar pie a la aparición de actos vandálicos. En la Wikipedia
es relativamente frecuente la edición malintencionada de sus
contenidos, que se expresa en la inclusión de datos falsos,
sesgos comerciales, y posturas racistas e intolerantes, entre
otros problemas.
Bibliografía
Andrade, Nazareno et al. (2005), “Influences in Cooperation in
BitTorrent Communities”, 2005 acm sigcomm Workshop on
Economics of Peer-to-Peer Systems, pp. 111-115. Disponible en:
<http://portal.acm.org/citation.cfm?id=1080192.1080198>.
Axelrod, Robert (2006), The Evolution of Cooperation [1984], Cambridge: Basic Books.
Baldwin, Carliss Y. y Kim B. Clark (2003), The Architecture of Cooperation: How Code Architecture Mitigates Freer Riding in the
Open Source Development Model, Harvard Bussiness School.
Disponible en: < http://citeseerx.ist.psu.edu/viewdoc/
download;jsessionid=77D98A78C280706225A189DDFFF1E2B1?doi=10.1.1.145.3251&rep=rep1&type=pdf>.
Bonaccorsi, Andrea y Cristina Rossi (2003), “Altruistic Individuals, Selfish Firms? The Structure of Motivation in
Open Source Software”, Social Science Research Network.
Disponible en: < http://papers.ssrn.com/sol3/papers.
cfm?abstract_id=433620>.
Bourdieu, Pierre (2005), The Social Structures of Economy, Malden:
Polity Press.
Bretzke, Helen y Julita Vassileva (2003), “Motivating Cooperation on Peer to Peer Networks”, Lecture Notes in Computer
Science, vol. 2702, pp. 218-227. Disponible en: <http://www.
springerlink.com/index/rxxqfyrcgu0n09wg.pdf>.
Elliott, Margaret S. y Walt Scacchi (2004), “Free Software
Development: Cooperation and Conflict in a Virtual Organization Culture”, en Stefan Koch (ed.), Free/Open Source
Software Development, Hershey: Idea, pp. 152-173.
Hales, Davis (2004), “From Selfish Nodes to Cooperative Networks-Emergent Link-based Incentives in Peer-to-Peer
Networks”, conferencia presentada en Fourth International Conference on Peer-to-Peer Computing, pp. 151-158.
Disponible en: <http://ieeexplore.ieee.org/stamp/stamp.
jsp?tp=&isnumber=&arnumber=1334942>.
Khan, Javed I. (2005), “Emerging Era of Cooperative Empowerment: Grid, Peer-to-Peer, and Community Computing”,
conferencia presentada en First International Conference
on Information and Communication Technologies, pp. 45-51.
Disponible en: <http://ieeexplore.ieee.org/stamp/stamp.jsp?tp=&isnumber=&arnumber=1598542>.
Kollock, Peter (1999), “The Economies of Online Cooperation:
Gifts and Public Goods in Cyberspace”, en Marc Smith y
Peter Kollock (eds.), Communities in Cyberspace, London:
Routledge, pp. 219-240.
Lai, Kevin et al. (2003), “Incentives for Cooperation in Peer-to-Peer
Networks”, Workshop on Economics of Peer-to-Peer Systems.
Disponible en: <http://citeseerx.ist.psu.edu/viewdoc/download?doi=10.1.1.14.1949&rep=rep1&type=pdf>.
Lévy, Pierre (1997), Collective Intelligence, Cambridge: Perseus
Books.
Lillibridge, Mark et al. (2003), “A Cooperative Internet Backup
Scheme”, conferencia presentada en usenix Annual Technical
Conference, pp. 29-42. Disponible en: <http://www.usenix.
org/events/usenix03/tech/full_papers/full_papers/lillibridge/lillibridge.pdf>.
Oliva, Alexandre (2006), “A Beautiful Mind Meets Free Software:
Game Theory, Competition and Cooperation”, Exacta, vol.
4, número especial, Centro Universitario Nove de Julho
(Uninove), São Paulo, Brasil, pp. 25-30.
16 El término usado en el original es el de free riding.
Cooperación y tecnologías de la información y la comunicación
167
c
CULTURA DE MASAS
Regina Crespo
Definición
La cultura de masas es fruto de la sociedad industrial. El
concepto surgió para definir un tipo específico de creación
cultural destinado a un sector social amplio y, en cierto sentido, homogéneo. Se caracteriza por la combinación entre
una producción industrialmente organizada y la búsqueda
de ganancia. Para muchos autores es culpable tanto de la
banalización de la llamada cultura erudita como de la caricaturización de los valores y tradiciones relacionados con la
cultura popular.
Está indefectiblemente asociada a los medios masivos de
comunicación y a la producción en serie. En este sentido, la
cultura de masas, concebida como “industria cultural” (término creado por Theodor Adorno y Max Horkheimer en
1947), tiene una connotación despectiva, ilustrada por el tipo
de producciones que los medios masivos difunden: novelas
rosas, negras y de ciencia ficción, películas de suspenso, acción
y aventura; telenovelas, series de televisión, programas de auditorio, reality shows y caricaturas; historietas, publicaciones
de amenidades y chismes, periódicos deportivos y revistas
para caballeros; teatro de variedades, espectáculos musicales,
programas de radio, canciones de amor, rock y otros géneros
musicales populares.
Historia, teoría y crítica
No se puede hablar de cultura de masas sin relacionarla con
los conceptos de cultura erudita, popular y nacional. Podemos
encontrar antecedentes de la cultura de masas en el proceso de rescate, registro y difusión escrita de las canciones y
cuentos populares, que algunos estudiosos como los alemanes
Johann Herder y los hermanos Grimm iniciaron en Europa a finales del siglo xviii. Este proceso de glorificación del
pueblo tuvo no sólo una connotación estética y cultural, sino
también objetivos políticos.
La fusión entre lo popular y lo nacional —que significativamente ocurrió con mayor frecuencia en países que
presentaban dificultades en su construcción nacional (definición y conservación de fronteras, soberanía política y
cuestiones étnico-culturales)— se materializó en la transcripción del material recopilado. Dicha actividad, hecha de
acuerdo con el repertorio y los gustos del público al cual se
destinaba (los sectores alfabetizados, económicamente dominantes y asociados al aparato estatal), fue responsable de la
conservación y posterior difusión —ya en términos masivos
y adaptados a un público más amplio— de algunos elementos culturales claves para la consolidación de las distintas
culturas nacionales.
c
168
Cultura de masas
La multiplicación de los periódicos en Europa, durante las
primeras décadas del siglo xix, el surgimiento del folletín y
el desplazamiento social del escritor por el periodista fueron
simultáneamente efectos y elementos de consolidación de la
cultura de masas. El proceso galopante de urbanización e industrialización que se iniciaba en el continente, y que después
se expandiría paulatinamente al resto del mundo, condujo a
la creación de un mercado de bienes culturales. Este mercado
le fue quitando a la lectura y a la escritura su carácter de privilegio social y las transformó en una condición de su propia
expansión (la escolarización, necesaria para el perfeccionamiento de la mano de obra que demandaba la industria, creó
un público lector que, con el paso del tiempo, fue clasificado
por los empresarios editoriales como público consumidor).
De los periódicos al internet, pasando por la fotografía, el
cine, la radio y la televisión, los medios masivos de comunicación se consolidaron como una industria de carácter global.
A lo largo de su desarrollo se fueron gestando las condiciones
de ampliación e, incluso, universalización del consumo de
una serie de productos culturales y artísticos que, antes de los
avances técnicos en los medios de reproducción, se limitaban
al goce de una minoría.
A pesar de la crítica que es posible hacer a gran parte de
lo que se difunde en los medios, no se puede negar que, en
la moderna sociedad de masas, éstos han constituido una
esfera de creación que todavía no ha sido rebasada. La posición de la crítica acerca de la cultura de masas y los medios
se dividió básicamente en dos corrientes analíticas opuestas,
cuyos autores Umberto Eco definió, en 1964, como “apocalípticos” e “integrados”.
Se puede afirmar que fue a partir de 1940 cuando la cultura de masas empezó a ser objeto sistemático de análisis en
el ámbito de las ciencias sociales y las humanidades. Bajo el
impacto de la Segunda Guerra Mundial, en que la eficacia de
los medios masivos en la propaganda política se hizo patente
por la hábil utilización que Hitler y su ministro de propaganda Goebbels dieron a la radio para apoyar el ascenso del
nazismo, la discusión sobre la naturaleza y los alcances de la
cultura de masas y su papel en el avance del capitalismo se
hizo más fuerte.
Sin embargo, para entender tal discusión, hay que recuperar otro concepto que ya a partir de la Primera Guerra
Mundial fue adquiriendo mayor importancia entre los críticos y al cual la cultura de masas siempre estuvo íntimamente
asociada. Se trata del concepto de sociedad de masas, cuyo
origen se encuentra en las primeras preocupaciones que, a
mediados del siglo xix, los políticos y críticos sociales europeos manifestaron acerca del lugar de las multitudes en la
sociedad (Martín-Barbero, 2001). Entre las fuentes de este
concepto está la concepción conservadora de autores como
Gustave Le Bon, quien buscó estudiar científicamente la
“irracionalidad” de las masas (La psicología de las masas, 1986),
y José Ortega y Gasset (La rebelión de las masas, 1993), quien
separaba al “hombre-masa” de las “minorías selectas”.
El filósofo español creía que las masas eran incapaces del
humanismo característico de la verdadera cultura y temía los
cambios sociales originados por su notoria e inevitable ascensión social y política (La rebelión de las masas, 1931). La
sociedad de masas designa la nueva sociedad que se conformó
cuando, con el industrialismo y la democracia liberal, grandes
masas de personas provenientes de los estratos socioeconómicos medios e inferiores empezaron a participar activamente
en las esferas social, cultural y política, de las cuales siempre
habían estado alejadas.
Según la visión optimista de Edward Shils (1974), dicho
ascenso no logró destruir la diferencia entre las masas y las
élites, constitutiva de la sociedad industrial, pero empezó
a generar una “dispersión de la civilidad” y a intensificar el
ejercicio de la individualidad, abriendo espacio hacia nuevas formas de asociación e incluso a un mayor consumo de
cultura, aunque no necesariamente de aquella cultura que el
autor definía como superior.
Por otra parte, para los nada optimistas Adorno y Horkheimer (1969), la sociedad de masas se consolidó con el
mercado y el consumo. En ella, la cultura de masas surgió
y se desarrolló como cualquier otra industria. Según los autores, para esta industria organizada con el fin de atender
las necesidades de un público-masa, abstracto y homogeneizado, la noción de individuo no podría pasar de algo
ilusorio. En la cultura de masas lo más importante siempre
ha sido el público, estadísticamente contabilizado en grupos
de consumidores, estratificados en términos económicos y
socioculturales.
Para Adorno, la cultura de masas ha tenido como único
objetivo fomentar la dependencia y la enajenación de los
hombres. Al construir consumidores acríticos y pasivos de
los productos culturales elaborados y anunciados por los
medios de comunicación, logró seducirlos y hacerles olvidar
su propia explotación en las relaciones de producción. En
última instancia, al degradar a la cultura transformándola
en industria de diversión, la cultura de masas estimuló el
inmovilismo y la legitimación de la sociedad capitalista.
Las polémicas que se desarrollaron sobre la sociedad de
masas y su cultura a partir de los años sesenta se alimentaron especialmente del debate que se llevó a cabo durante
las décadas de 1940 y 1950 en Estados Unidos. Adorno y
Horkheimer habían llegado a este país huyendo del totalitarismo nazi y se sorprendieron ante el grado de satisfacción
grandilocuente que la sociedad de consumo estadounidense
mostraba hacia el modelo político y económico que su gobierno había adoptado. En los Estados Unidos de la posguerra
se estaba creando una nueva manera de entender el lugar de
la cultura de masas, de acuerdo con los moldes planteados
por Shils, como medio de aproximación y diálogo entre los
diferentes estratos sociales.
El radical Dwight Macdonald (1974), al criticar a la cultura de masas, había observado cómo ésta, además de difundir
productos de baja calidad cultural, reproducía la división social del trabajo, al ser elaborada por técnicos especializados
contratados por empresarios. Sin embargo, su compatriota
Daniel Bell (1974) restó importancia a esta constatación. Para
él, los medios de comunicación democratizaban el consumo
cultural y con ello nivelaban los estilos de vida que solían
confrontar a las clases sociales. Según Bell, a los nostálgicos
del viejo orden sólo les quedaba comprobar la pérdida de
sus privilegios, mientras que los revolucionarios aferrados en
la lucha de clases sólo podían observar la manera en que el
ámbito de la cultura se establecía como el gran instrumento
de transformación social.
Quizás, para volver a la terminología de Eco (1997), el
exponente más llamativo de la vertiente “integrada”, mayoritariamente compuesta por autores norteamericanos, fue
el canadiense Marshall McLuhan. En sus estudios sobre la
naturaleza y los alcances de la radio y la televisión, este autor
llegó a la conclusión de que los medios electrónicos podrían
acercar a los hombres, disminuyendo las distancias no sólo
territoriales, sino también sociales, entre ellos. La velocidad
de las comunicaciones, resultado del progreso tecnológico,
haría más factible que los hombres se conocieran y pudieran
compartir un mismo estilo de vida. Así, el mundo podría “retribalizarse”, transformándose en una “aldea global”.
Al lado de otras expresiones polémicas de McLuhan, ésta
se volvió clásica entre los teóricos de la comunicación y los
críticos sociales, pues suscitó una serie de debates acerca del
carácter realmente democrático e igualitario de un mundo
dominado por el gran capital, en donde el avance tecnológico de las comunicaciones aparentemente resolvería las
diferencias y suplantaría a las ideologías, convirtiendo a los
espectadores en partícipes de lo que los medios electrónicos
les enseñaban (Mattelart, 2003).
Es posible afirmar que el ejercicio de este tipo de concepción, en el que el análisis cultural se separa del análisis
de las relaciones de poder, lleva a la desvinculación entre las
esferas de la cultura y de la producción. Asimismo, imposibilita que se conciba a la esfera cultural como campo de batalla
política, ya que las contradicciones de clase y las divergencias
ideológicas se desdibujan por la posibilidad —difundida por
la propia cultura de masas— de que el acceso a los bienes
culturales sea universal y liberador.
El hecho de que los medios masivos, especialmente los
audiovisuales, se hayan transformado en la fuente de información —y formación— político-cultural de la mayoría de
la población en todo el mundo, podría atenuar el estigma
mercantil de la cultura de masas. Lo mismo se podría afirmar acerca de la estandarización del gusto, preconizada por
ella como un elemento unificador de la sensibilidad de los
diferentes grupos sociales. Sin embargo, estas justificaciones
reciben como contrapunto varias observaciones críticas que
no es posible ignorar: la difusión de una cultura homogénea
que no considera las diferencias culturales, el estímulo publicitario que crea nuevas necesidades de consumo, la asociación
automática entre cultura y entretenimiento, que inhibe el
pensamiento crítico y estimula el inmovilismo.
Cultura de masas
169
c
Como diría Eco, los “integrados” suelen olvidar que la
cultura de masas es producida por grupos de alto poder económico con fines lucrativos y objetivos ideológicos. Mientras
tanto, los “apocalípticos” se equivocan al considerar a la cultura de masas como algo malo simplemente por su carácter
industrial. De hecho, la idea de que la cultura, si se transforma en industria, no puede ser cultura, podría ser considerada
como la gran disyuntiva planteada por el pensamiento de
Adorno y Horkheimer.
En este sentido, la contribución de Walter Benjamin es
fundamental. Aunque estuvo vinculado a la llamada Escuela
de Frankfurt, como Adorno y Horkheimer, Benjamin llegó a
una concepción diferente de la que tenían estos dos autores
acerca del papel político y social de la cultura de masas. Para
Benjamin, la revolución tecnológica de finales del siglo xix
e inicios del xx no perjudicó a la cultura erudita, pero sí modificó el lugar del arte y la cultura en la sociedad. Benjamin
pudo observar que los medios de comunicación de masas
y sus nuevas formas de producción cultural propiciaron no
solamente una ampliación del público consumidor, sino que
también generaron cambios en la percepción sensorial de
este público. Según Benjamin, la reproducción técnica de las
obras de arte les quitó su carácter único y mágico —lo que el
autor denominaba “aura”—. Esta desacralización hizo posible
que las obras de arte salieran de los palacios, museos y salas
de concierto, y que un número mucho mayor de personas
las pudiera conocer. La fotografía, la reproducción fonográfica, la radio y el cine acercaron a grandes sectores sociales a
un arte del cual estaban totalmente marginados. Al mismo
tiempo, se transformaron en formas autónomas de arte, con
todos los aspectos creativos, cuestionadores y transgresores
asociados a éste.
La perspectiva de Benjamin hace posible pensar que
los efectos de la cultura de masas no son necesariamente
negativos. Al contrario, pueden contribuir a la emancipación del público que la consume, al servir —con todas sus
contradicciones e incluso debido a ellas— a la ampliación
de su horizonte de conocimiento. En sus análisis, Benjamin
jamás perdió de vista las contradicciones provenientes de las
luchas sociales y, principalmente, la capacidad de resistencia
y la creatividad populares al confrontarse con la acción de los
medios. Por ello, sin ser apologeta de la cultura de masas, supo
reconocer que ésta nunca pudo funcionar de manera perfectamente eficaz como instrumento de la alienación requerida
por el capitalismo. Preocupado por el tema de la recepción,
analizó la experiencia estética de la sociedad moderna en
moldes sociales y no individuales, lo que hizo que percibiera
las relaciones de doble sentido entre los productores y los
receptores culturales. Al buscar las huellas de los marginados y su cultura en las metrópolis (la multitud, los bohemios,
los poetas y artistas) y al interesarse en las formas de arte
“menores” como la caricatura, la crónica de costumbres, la
fotografía y el propio cine, Benjamin aplanó las diferencias
entre la llamada alta cultura y las culturas populares, y acercó
el universo cultural al mundo de la producción.
c
170
Cultura de masas
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
La expansión y las posibilidades de creación ofrecidas por
la industria cultural —concepto que, dígase de paso, la mayoría de los autores pasó a utilizar en sustitución o como
sinónimo de la cultura de masas— relativizaron la imagen
de la cultura de masas como una versión simplificada de
la alta cultura, producida para consumo masivo. Las líneas
de investigación que se fueron abriendo a partir de los años
sesenta también pusieron en tela de juicio la imagen de la
cultura de masas exclusivamente como instrumento de manipulación y dominación de los sectores populares y su cultura,
y como guardiana del orden capitalista.
La moderna sociedad de masas no puede prescindir de
la industria cultural. El proceso de globalización económica
y mundialización de la cultura que se ha intensificado en
las últimas cinco décadas se plasmó en una red de comunicación de escala planetaria. A setenta y ocho años de la
publicación del famoso ensayo La obra de arte en la época de
su reproductibilidad técnica, de Benjamin, los avances de la
comunicación vía satélite, la telefonía digital y la informática expandieron las posibilidades de estandarización cultural,
pero también de intercambio social y acción política. Los
medios de comunicación masivos se han vuelto instrumentos de expresión y reivindicación política efectivos con
mucha visibilidad. Las radios comunitarias son un ejemplo
significativo en este sentido. Asimismo, las llamadas redes
sociales se han vuelto un imprescindible canal de debates y
eventualmente de acción política. Sin embargo, no se puede
negar que la red ha sido el vehículo preferente del desarrollo
de un interminable mercado de bienes y servicios, algunos
no exactamente culturales, como la pornografía.
En tales circunstancias, las líneas de investigación que
se incrementan tienen un carácter menos general y más
analítico-descriptivo. Buscan entender lo masivo a partir
de las articulaciones entre los medios de comunicación y
los movimientos sociales. Procuran detectar las relaciones
entre la cultura de masas y las culturas populares. Investigan
el papel de los medios en la consolidación y transformación de las culturas nacionales y tratan de entender qué
función desempeñan en el seno de la política. La cultura
de masas se ha consolidado como lugar de creación, innovación y experimentación. Muchas líneas de investigación
de matiz estético y filosófico se han creado específicamente
alrededor del análisis de tal producción. En América Latina,
estas vertientes han tenido mucho éxito. Entre los autores
más relevantes en este campo de investigación, se encuentran
Néstor García Canclini (2002), Renato Ortiz (1998) y Jesús
Martín-Barbero (2001).
Dd
Bibliografía
Adorno, Theodor y Max Horkheimer (1969), Dialéctica del iluminismo, Buenos Aires: Sur.
Bell, Daniel (1974), “Modernidad y sociedad de masas: Variedad
de las experiencias culturales”, en Daniel Bell et al., Industria
cultural y sociedad de masas, Caracas: Monte Ávila, pp. 11-58.
Benjamin, Walter (1989), “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en Discursos interrumpidos I, Buenos
Aires: Taurus.
Eco, Umberto (1997), Apocalípticos e integrados, 3a. ed., México:
Lumen, Tusquets.
García Canclini, Néstor (2002), Latinoamericanos buscando lugar
en este siglo, Buenos Aires: Paidós.
Le Bon, Gustave (1986), Psicología de las masas, Madrid: Morata.
Martín-Barbero, Jesús (2001), De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía, 6a. ed., México: Gustavo Gill.
Mattelart, Armand (2003), La comunicación-mundo. Historia de
las ideas y de las estrategias, México, Buenos Aires: Siglo xxi.
MacDonald, Dwight (1974), “Masscult y Midcult”, en Industria
cultural y sociedad de masas, Caracas: Monte Ávila Editores,
pp. 59-140.
McLuhan, Marshall y Quentin Fiore (1971), Guerra y paz en la
aldea global, Barcelona: Martínez Roca.
Ortega y Gasset, José (1993), La rebelión de las masas, Barcelona: Altaya.
Ortiz, Renato (1998), Otro territorio, Santa Fé de Bogotá: Convenio Andrés Bello.
Shils, Edward (1974), “La sociedad de masas y su cultura”, en Industria cultural y sociedad de masas, Caracas: Monte Ávila,
pp. 141-176.
política de una nación. No es pertinente definir esa clase
como una categoría que reúna un conjunto de rasgos suficientes y necesarios, es decir, propios de todos sus miembros.
Su definición, más bien, ha de registrar las propiedades del
prototipo de tales discursos. Cualquiera de ellos se parecerá
a ese prototipo en un número de atributos, pero no todos
compartirán los mismos atributos.
Entendida así la deliberación, como un prototipo de una
clase de discursos, se define por las siguientes propiedades
(Caso y Castaños, 2009):
1)
2)
a)
b)
c)
3)
4)
5)
DELIBERACIÓN
6)
Fernando Castaños Zuno
7)
Definición
En su significado más básico, es decir, el que se registra en
los diccionarios generales, el sustantivo deliberación denota
el acto de deliberar, verbo que se refiere a ponderar los pros y
los contras de una decisión posible (deum, 1996: “Deliberar”;
rae, 1992: “Deliberar”). En ese tipo de obras de consulta,
cuando se ofrece un ejemplo de deliberación, tiende a mencionarse la consideración que hace un jurado de los méritos
de distintas posiciones acerca de un caso antes de resolver.
Si una de tales obras dispone de espacio suficiente, probablemente incluirá entre las características de la deliberación,
la consideración pausada y cuidadosa de motivos o razones.
El concepto se emplea en varios sentidos en el ámbito
académico. En su acepción más común, que es la que nos
concierne aquí, denota una clase de discursos que atañen a
una colectividad y que tienen lugar, por ejemplo, en la vida
Es parte de un proceso de decisión acerca de una
medida o una política.
Tiene como objetivos:
8)
9)
estimar la factibilidad y las consecuencias de
la medida, o sea, efectuar juicios epistémicos
acerca de ella;
determinar la validez normativa de la medida,
es decir, llevar a cabo juicios deónticos sobre
ella;
estipular qué tan deseable o indeseable es la
medida, o producir juicios valorativos al respecto de ella.
Supone que los tres tipos de juicios anteriormente
mencionados son independientes entre sí.
Incluye argumentos a favor o en contra de los juicios que se emiten.
Está constituida por intervenciones de dos o más
participantes que inicialmente cuentan con distintas posiciones epistémicas, normativas o valorativas
sobre la medida.
Supone que es legítimo argumentar a favor o en
contra de cualquier posición acerca de la medida.
Implica que, cuando un actor se refiere a su posición, reconoce la existencia de otras posiciones.
Requiere que, cuando un actor aluda a la posición
de otro, para adherirse a ella, para oponerse a la
misma o para exponer sus dudas al respecto, se refiera también a las razones del otro.
Supone que, en el espacio o los espacios de decisión,
el acceso a todas las posiciones pertinentes esté asegurado y regulado para garantizar la equidad.
Por sus primeras propiedades, la acepción definida se
distingue de otras afines que pueden encontrarse en otras
exposiciones académicas. Así, en ocasiones, el término deliberación excluye claramente objetos de carácter dialógico,
como el de las propiedades 1 y 5; por ejemplo, cuando ciertos
autores lo utilizan para aludir a un proceso individual de razonamiento libre que conduce a un sujeto a concluir y a hacer
suya una afirmación.1 Otras veces el término implica objetivos
1 Ésta es la manera como lo emplea Seel, 2009.
Deliberación
171
d
más restringidos que los registrados en la propiedad 2; por
ejemplo, en determinadas interacciones verbales, se emplea
para designar una discusión científica que pretende dejar fuera los asuntos normativos y los valorativos de una cuestión.
Por las propiedades 1 y 2, la deliberación se distingue de
la toma de decisión misma. Puede haber un proceso de decisión que incluya una deliberación colectiva y que culmine
en la determinación de una autoridad unipersonal, y otro que
comprenda una deliberación similar, pero que se defina por
medio del voto en un órgano de representación. A la inversa,
tanto la decisión singular como la colegiada pueden ser parte
de procesos en que la deliberación carezca de importancia.
Por la conjunción de las propiedades 4 y 8, la deliberación se distingue de otras clases de discursos que también
forman parte de los procesos de decisión, pero que tienen
pretensiones de validez diferentes a la pertinencia y calidad
de los argumentos. La deliberación contrasta, por una parte,
con la negociación, cuya validez es principalmente una función de la sinceridad de las intenciones de los actores, y por
otra, con la arenga y la admonición, que han de juzgarse en
relación con las identidades de los actores que participan
en el proceso y con las metas ulteriores de la medida que
es materia de la decisión.
Una intervención discursiva de un actor dado es apreciable como deliberación si busca convencer a un público de
la verdad de sus premisas o de la consistencia lógica de sus
inferencias, o bien, si está dirigida a explicar por qué acepta
o rechaza las premisas o las inferencias de otros actores; es
decir, la intervención forma parte de una deliberación si trata
propiamente de la medida en cuestión o de enunciados que
hablan acerca de ésta, y no forma parte si trata de los enunciadores o de otros temas estrictamente ajenos. Por ejemplo,
una intervención no se evalúa como deliberación, o sólo se
evalúa negativamente, si el actor aduce que su posición debe
aceptarse porque es él quien la sostiene o si descalifica los
planteamientos de los otros porque provienen de ellos.
Las propiedades 6, 7 y 9 suponen y subrayan que la deliberación ocurre entre sujetos libres e iguales. Los participantes
poseen los mismos derechos de opinar en un sentido o en
otro y de aceptar o no las opiniones de los demás. En consecuencia, en la deliberación es legítimo cambiar de actitudes
y de formas de pensar sobre el asunto en cuestión.
Ahora, las propiedades 7 y 8 implican una valoración
positiva alta del examen de segundo orden, es decir, de la
reflexión sobre la reflexión: quienes deliberan consideran
importante que sea posible cuestionar cómo deliberan. Por lo
tanto, el resultado de la deliberación es siempre provisional;
las conclusiones alcanzadas se toman como las más razonables en su momento, pero al mismo tiempo se suscribe,
explícita o tácitamente, que puedan ser revisadas en el futuro
cercano o lejano, en caso de que surjan nuevas evidencias o
puntos de vista más agudos.
En conjunto, todas las propiedades señaladas orientan
la deliberación hacia la imparcialidad: las conclusiones que
ofrece un participante pudieron haber sido propuestas por
d
172
Deliberación
otro y, no por ello, pierden o ganan validez. En otras palabras,
cuando se busca una decisión de acuerdo con los ideales deliberativos, no se intenta de entrada beneficiar ni perjudicar a
nadie en particular, sino simplemente encontrar la conclusión
más razonable y justa. Por ende, en la conceptualización mínima citada con mayor frecuencia, propuesta por Jon Elster
(2001 [1998]: 21), la deliberación se caracteriza por incluir
argumentos por y para terceros desinteresados.
De los señalamientos anteriores, se desprende que, en
una deliberación, las contribuciones de un participante que
insiste en sostener sus puntos de vista primordialmente
con base en su autoridad, sus antecedentes personales o sus
objetivos ulteriores, más que en el valor propio de lo que
plantea, pueden ser objetadas como contrarias a la actividad
discursiva que les brinda sus condiciones de posibilidad. De
manera similar, son potencialmente materia de impugnación
las contribuciones que descalifican a los opositores, en lugar
de refutar sus argumentos.
Cuando se reconocen como válidas tales impugnaciones
en un órgano de decisión, porque se aprecia la deliberación,
tienden a desarrollarse normas parlamentarias que aseguran
el acceso de todos los miembros a la discusión y que garantizan el respeto entre ellos, y a designarse moderadores que
velan por el cumplimiento de éstas. De hecho, en ocasiones
se califican los procesos como deliberativos (o no deliberativos) en función de la calidad o la vigencia de tales normas.
Por todo ello, cuando se requieren definiciones operacionales, es decir, con base en rasgos observables, debe
considerarse como deliberativo un discurso en el que, al
sustentar su posición, los participantes se refieren a las premisas de los otros.2
Historia, teoría y crítica
El valor de la deliberación en los procesos de decisión ha sido
señalado desde la Antigüedad clásica por actores importantes
de la vida social y política. Ya Pericles, discípulo de Zenón
y máxima autoridad de Atenas en uno de sus periodos de
mayor esplendor (443-429 a.C.), defendió la discusión seria
en la asamblea de la ciudad-Estado, como un rasgo esencial de su
democracia, frente a quienes la consideraban un lastre que restaba eficacia al gobierno. Para él, la deliberación entre ciudadanos
libres implicaba la afirmación de su condición y conducía a
buenas decisiones.
En épocas más recientes, examinar en las cámaras legislativas los méritos de una propuesta en relación con el bien
común, es decir, independientemente de los intereses particulares de quienes la promueven, ha sido considerado como
un proceder necesario, si a esos órganos ha de atribuirse la
representación general de la sociedad, y no sólo la de sectores
diversos. Son notorias las intervenciones, en ese sentido, de
2 Para una propuesta de indicadores de calidad deliberativa basados en tal concepción y en ideas afines a las expuestas en esta
sección, ver Castaños, Labastida y Puga, 2007.
políticos de diferentes orientaciones en momentos clave de
la evolución de las democracias de Gran Bretaña, Francia y
Estados Unidos.3
No obstante, el ámbito de los estudios sobre la deliberación no es propiamente un campo disciplinario estructurado.
Si bien, por las investigaciones de las últimas décadas, podría
estimarse probable que se constituya como tal en los próximos lustros, no cuenta aún con prototipos de problemas que
hayan sido clave para profundizar en su comprensión, ni con
ejemplos paradigmáticos de observaciones para contrastar las
predicciones generales con los hechos particulares. Se carece
también de modelos canónicos para exponer los resultados
de las indagaciones al respecto.
De hecho, debe advertirse, una conceptualización como
la expuesta en el apartado anterior concuerda, en mayor o
menor medida, con las que orientan el trabajo de los investigadores que se ocupan principalmente de la deliberación
y con las de quienes se han interesado en ella desde las
perspectivas que brindan otros temas, sobre todo, el de la
democracia, pero no expresa propiamente un consenso entre
los investigadores; éste aún no existe. Entre las divergencias
que pueden observarse, para algunos la toma de decisiones es
parte de la deliberación4 y, para otros, entre los que me incluyo, es importante considerar aquélla como separada de ésta.5
Huelga decir que los esfuerzos por explicar las formas de
la deliberación no han conducido a una teoría, en el sentido fuerte, aunque ha habido teorizaciones muy serias. Este
ámbito del estudio del concepto es, más bien, un área temática de contornos difusos, en la que confluyen de diferentes
maneras líneas de investigación de distintas disciplinas, las
cuales se desarrollan con diversos enfoques y métodos, como
se indica a continuación.
El campo en que, en nuestra época, se llamó inicialmente
la atención sobre la deliberación, y en el que se han generado
las principales aportaciones para su entendimiento, es el de
la filosofía política, y los autores que más han contribuido
a impulsar el interés por estudiarla son Jürgen Habermas y
John Rawls.
Representante y contestatario de la escuela crítica de
Frankfurt,6 Habermas ha hecho ver que, cuando unos seres
3 Son particularmente célebres las intervenciones de Edmund
Burke, Emmanuel-Joseph Sieyès y Roger Sherman. Al respecto, ver, por ejemplo, la introducción de la obra citada de Elster,
2001 [1998].
4 Ver, por ejemplo, Stokes, 1998, quien define la deliberación
en función de (lo que es para ella) su resultado: el cambio de
preferencias.
5 Ver, por ejemplo, Gambetta, 1998, para quien la deliberación
es un proceso que tiene lugar antes de tomar una decisión.
6 Los forjadores de esta escuela plantearon no sólo un rechazo
a los sujetos que dieron forma al nazismo, sino también una
crítica radical a lo que consideraron las condiciones culturales
y lingüísticas que lo hicieron posible. Habermas, esencialmente
de acuerdo con esa orientación, afirmó que la crítica, para ser
humanos discuten para convencer, y no para engañar o imponer, es decir, cuando deliberan, asumen normas de discusión
que suponen su reconocimiento mutuo como seres racionales,
libres e iguales. Ha formulado esta tesis de distintas maneras,
explícitas e implícitas, desde diferentes aproximaciones,7 y
defendido que es uno de los puntos cardinales de un sistema
que busca comprender la naturaleza de la responsabilidad y
los fundamentos de la vida social.
En un conjunto extenso de textos sobre temas seculares de
la filosofía y sobre grandes preocupaciones contemporáneas,8
Habermas ha planteado también que, si un régimen político
se sustentara preeminentemente en dicho reconocimiento, las
normas de la discusión constituirían el núcleo de un sistema
de reglas de procedimiento que expresaría en forma plena la
soberanía popular. Más aún, en la medida en que, en su esfera
pública, una sociedad se acerque a tal ideal de racionalidad e
igualdad discursivas, las normas específicas de la discusión
propiciarán el desarrollo del sistema general.
La filosofía de Habermas no es de lectura fácil. No
obstante, ha atraído a muchos lectores, ha recibido el reconocimiento de sectores amplios y ha ejercido una influencia
considerable en espacios diversos. Ello se debe, en buena
medida, a que su trabajo, además de ser de alta calidad académica, ha abierto, a la vez, vías de reflexión y perspectivas
de acción sobre asuntos de importancia para intelectuales y
políticos. Por ejemplo, ha mostrado que la vitalidad de una
democracia está asociada con el grado de posibilidad que
tiene de transformar las ideas que circulen en su seno, y ese
grado depende del vigor de la deliberación pública.
Por su parte, Rawls9 sostiene que la estabilidad democrática se funda en la justicia, entendida como equidad e
imparcialidad. Ya que un régimen democrático garantiza los
derechos y las oportunidades para todos, independientemente
de su origen social y sus creencias, una mayoría suficiente lo
preferirá, en la práctica, a otros. Además, se puede argumentar
que es preferible a cualquier otro, por cuestión de principios.
Por lo tanto, en una democracia deberían preservarse las
reglas constitucionales que encarnan la garantía de imparcialidad, y debería ser posible sustituirlas sólo por otras que
también la exprese.
Para Rawls, un arreglo constitucional democrático que
cimiente la justicia identificará las normas morales comunes entre personas con visiones del mundo y éticas diversas.
Además de incluir estas normas, el arreglo establecerá la exigencia autorreferencial de la consistencia jurídica: estipulará
responsable, debería ser propositiva (y no puramente negativa, como tendían a hacerla algunos de ellos), es decir, debería
buscar alternativas, porque la vida seguía.
7 Las reflexiones de este autor sobre la deliberación se han desarrollado a lo largo de varias décadas, y muchas de ellas culminan
en el libro Facticidad y validez (1998a), que trata también otros
asuntos clave para la filosofía política.
8 Ver, por ejemplo, The Inclusion of the Other (1998b).
9 Ver, sobre todo, Political liberalism, 1993.
Deliberación
173
d
que se deben evitar las contradicciones en la constitución y
entre las demás leyes y la constitución. Cuando las instituciones legislativas y judiciales de un régimen están diseñadas
para responder a esa comunidad de normas y procurar el
cumplimiento de tal exigencia, las leyes tenderán a ser justas
porque la discusión final sobre las leyes tenderá a ser recta.
Podríamos resumir los planteamientos de este filósofo de
este modo: si la democracia cuida la deliberación, la deliberación cuidará la democracia.
Entre Habermas y Rawls hay convergencias importantes.
Para ambos, el desarrollo de la democracia supone que la esfera pública de lo político está diferenciada de otras esferas
de la vida social, es decir, que posee sus códigos propios y no
se subordina a los objetivos que se persiguen en las demás
esferas. Recíprocamente, el ejercicio de la democracia fortalece la independencia de esa esfera (la pública).
Sin embargo, entre ambos autores hay también divergencias. Una, de consecuencias mayores, es que para Habermas
las comunicaciones que tienen lugar en las universidades,
los espacios de la sociedad civil y los medios son parte de
la esfera pública, mientras que para Rawls ésta se restringe
a los foros oficiales de los poderes del Estado, como lo señala McCarthy (1994). Otra de ellas es que, si para Rawls
la deliberación democrática se funda en un consenso de las
culturas de una sociedad, en una intersección de sus diferentes conjuntos de ideales normativos, Habermas busca derivar
una ética universal del discurso a partir de sus condiciones
empíricas de posibilidad, que sea independiente de las culturas de los hablantes.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
Las afinidades y las diferencias entre Habermas y Rawls han
sido debatidas en diversas formas, y de los debates han surgido temas que han atraído a estudiosos de la ciencia política y
de la sociología política, campos en que se desarrolla actualmente la mayor parte de la investigación sobre la deliberación.
De ellos —cabe prever— resultará una especialización y, por
ende, una división del área, en tres subáreas: una dedicada a
los asuntos teóricos, y otras dos, a las cuestiones empíricas,
que tratarán, respectivamente, las condiciones externas de la
deliberación y su régimen interno. Con seguridad, se conformará también como un terreno especializado, un cuarto
dominio de investigación, éste de carácter aplicado, en torno
a temas que recientemente han atraído atención considerable:
el diseño de espacios de deliberación.
En el plano teórico, la agenda contemporánea de investigación del campo se definirá probablemente a partir del
siguiente problema: explicar cuándo y cómo la deliberación
hace posibles decisiones que, en su ausencia, son inalcanzables, y cuándo y por qué pospone decisiones que podrían
tomarse sin deliberar. Además de que la temporalidad del
proceso de decisiones ha sido, desde la Antigüedad clásica,
un tema clave en las discusiones a favor o en contra de la
d
174
Deliberación
deliberación, el efecto de ésta —con su nombre o con otros—
aparece en preguntas contemporáneas sobre la transición de
fases o estados en una comunidad, formuladas inclusive desde
perspectivas que hasta hace poco no tomaban en cuenta las
modalidades de interacción comunicativa, como la teoría de
la elección racional10 o el institucionalismo.11
Viendo las cosas en mayor amplitud y profundidad, se
requerirá entender la relación entre la deliberación y la legitimad de las decisiones. No sólo recibe atención considerable
la deliberación debido a que los rasgos más estudiados de la
democracia —como la regla de mayoría— son insuficientes
para explicar por qué en ella se aceptan como válidas decisiones con las que no se está de acuerdo, sino porque el problema
puede verse como una extensión de otros ancestrales que se
han esclarecido al tomar en cuenta la deliberación, como,
por ejemplo, el del origen de la obligación de cumplir la ley
(Castaños, Caso y Morales, 2008).
Las respuestas a ambas interrogantes, la de la posibilidad
y la de la legitimidad de las decisiones, dependerán en buena medida de comparaciones entre la deliberación y otras
interacciones discursivas, que, a su vez, estarán ordenadas
en función de taxonomías de las interacciones y de subtaxonomías de la deliberación, a las que ya se está dedicando
atención considerable por razones afines a las expuestas aquí
(por ejemplo, Bächtiger et al., 2010). Los desarrollos de dichas comparaciones y tales taxonomías serán impulsados por
los trabajos empíricos aludidos.
Muestra un camino posible para los interesados en los temas de la primera subárea, una investigación laboriosa de Jürg
Steiner y tres colegas suyos (2005), en la que se comparan las
deliberaciones en los órganos parlamentarios de Alemania,
Estados Unidos, Gran Bretaña y Suiza. Ellos han obtenido medidas de atributos de la calidad deliberativa, como la
participación, el grado de justificación y el respeto de los contrargumentos. Encuentran que las calificaciones del discurso
parlamentario en esos rubros dependen de las posibilidades
de veto que tiene la oposición, del grado de publicidad de las
discusiones y, en menor medida, del carácter parlamentario
o presidencial del régimen. Observan también diferencias
importantes entre las cámaras altas y las bajas.
Considerando el contexto de la deliberación en un sentido
más amplio, hay un interés por entender cuándo los ciudadanos participan en la discusión pública de formas que se
acercan al ideal deliberativo. Por ejemplo, Diana Mutz (2006)
señala, a partir de una reseña de investigaciones propias y de
otros académicos, que en los ámbitos sociales en que hay una
pluralidad de puntos de vista políticos, la interacción discursiva es potencialmente más rica y productiva, en principio,
que en aquéllos en que los puntos de vista son homogéneos,
aunque en los primeros, es decir, en los diversos, si la participación es muy intensa, el riesgo de radicalización es muy
alto y, cuando ésta ocurre, deja de haber intercambios reales
10 Véase, por ejemplo, Austen-Smith y Feddersen, 2006.
11 Véase, por ejemplo, Gerring et al., 2005.
y exámenes genuinos de las opiniones. Dado que si no hay
participación tampoco hay deliberación, ella concluye que
la conjunción de pluralismo y participación moderada es el
mejor entorno para la deliberación.12
La segunda subárea empírica se encuentra menos prefigurada que la primera, pero desde que empezaron a cobrar
auge los estudios sobre la democracia deliberativa, los escritos
que han tenido impacto notorio tienden a suponer o explicar
los efectos del orden en que ocurren, la manera en que son
moderadas y las formas en que se registran las deliberaciones
que forman parte de un proceso de decisión. Además de ellos,
han recibido atención considerable los que toman las garantías y las restricciones de acceso a la discusión como variables
de estudio.13 Cabe ahora esperar que se sistematicen y se sometan a prueba las predicciones sobre tales condicionantes
y, en general, sobre las reglas del juego de la deliberación.
Enfocando los elementos y los efectos de la deliberación
más de cerca, será importante comprender cómo interactúan
distintos tipos de argumentos y en qué sentidos modifican
las posiciones de los participantes.14
Seguramente, además de retroalimentarse entre sí, los
estudios de las tres subáreas se relacionarán con los de otros
campos de investigación del discurso, de manera especial,
con los que buscan elucidar la arquitectura lingüística de la
argumentación.15 Asimismo, se verán impulsados por el desarrollo de iniciativas deliberativas prácticas. En las últimas dos
décadas, han sido promovidos por investigadores y activistas,
varios foros de información e intercambio de puntos de vista
entre ciudadanos, funcionarios y candidatos, cuyo diseño ha
incluido el registro de los acuerdos y los desacuerdos de los
participantes, antes y después de la actividad comunicativa,
con el doble propósito de sustentar seguimientos académicos de las razones ciudadanas y de hacer éstas presentes a los
responsables de las decisiones gubernamentales.16 Asimismo,
12 Mutz indica que esta conclusión es válida para el clima social
de esta época y dadas las habilidades comunicativas que tienen
hoy la mayoría de los ciudadanos. Cabe imaginar otros casos
posibles, en los que la participación alta pueda conjugarse con
la deliberación de calidad.
13 Por ejemplo, en un conjunto de recomendaciones normativas
sobre la elaboración de una constitución, Jon Elster plantea
combinar el debate en comisiones y en el pleno de la asamblea constituyente de modo que se eviten (o se reduzcan) las
concesiones injustificadas y las actuaciones espectaculares, y se
privilegien la discusión seria y la transparencia.
14 Algunas de estas preocupaciones ya se manifiestan en trabajos
de la última década, como en Checkel, 2001.
15 En más de un trabajo sobre la deliberación o sobre la democracia deliberativa, se pueden encontrar referencias a un texto
comprehensivo y, a la vez, con planteamientos de vanguardia en
el campo de la argumentación: Van Eemeren y Grootendrost,
2004.
16 Quizás, el esfuerzo que se ha replicado y documentado mejor
es el de las llamadas encuestas deliberativas. Véase: “What is
Deliberative Polling?”, s.f.
se han instituido en gobiernos locales modalidades de participación ciudadana que tienen características deliberativas.17
Ambas clases de procesos son como laboratorios que ponen
en juego los elementos de las dinámicas discursivas estudiadas por las ciencias sociales y que propician el intercambio
de ideas entre éstas y el mundo de la vida política.18
En suma, la deliberación es una interacción entre personas
libres e iguales que se respetan y que, al confrontar sus ideas
y sus evidencias, hacen referencia a las premisas de los otros.
Está orientada a la toma de decisiones, pretende la imparcialidad y, por lo tanto, sus juicios epistémicos, normativos y
valorativos son autónomos entre sí e independientes de las
identidades de los participantes. Las investigaciones que se
desarrollan en torno a ella, que conforman un área multidisciplinaria, tienden a enmarcar la observación de condiciones
y regímenes del discurso y a vincularse con el diseño de espacios de discusión política.
Bibliografía
Austen-Smith, David y Timothy Feddersen (2006), “Deliberation, Preference Uncertainty and Voting Rules”, American
Political Science Review, vol. 100, núm. 2, pp. 209-218.
Bächtiger, André et al. (2010), “Disentangling Diversity in Deliberative Democracy: Competing Theories, Their Blind Spots
and Complementarities”, The Journal of Political Philosophy,
vol. 18, núm. 1, pp. 32-63.
Caso, Álvaro y Fernando Castaños (2009), “Democracia, deliberación, representación”, ponencia presentada en el vi Coloquio
anual del seminario académico Perspectiva Democrática, “Los
déficits de la democracia”, México: Instituto de Investigaciones Sociales-Universidad Nacional Autónoma de México,
Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 6
y 7 de octubre.
Castaños, Fernando, Álvaro Caso y Jesús Morales (2008), “La
deliberación: origen de la obligación moral de cumplir la
ley”, en Julio Labastida, Fernando Castaños y Miguel Armando López Leyva (coords.), La democracia en perspectiva:
consideraciones teóricas y análisis de casos, México: Instituto de
Investigaciones Sociales-Universidad Nacional Autónoma
de México, pp. 17-33.
Castaños, Fernando, Julio Labastida y Cristina Puga (2007),
“Measuring Mexico’s Democracy: Focus on Deliberation”,
ponencia presentada en el XXX Congreso Internacional de
la Asociación de Estudios Latinoamericanos (Latin American
Studies Association), Montreal, 5-8 de septiembre. Texto
publicado en el cd-Rom Lasa2007, de la misma asociación.
Checkel, Jeffrey T. (2001), “Taking Deliberation Seriously”, Working Paper Series, vol. 14, Oslo: University of Oslo-Arena.
deum: Diccionario del Español Usual en México (1996), “Deliberación”,
México: El Colegio de México.
17 La más conocida y potencialmente trascendente es la de los
llamados “presupuestos participativos”. Para un balance del
primero de ellos, el de Porto Alegre, Brasil, ver Gugliano, 2010.
18 Por ejemplo, ver en Fung, 2003, una sistematización de tales
opciones y un análisis de las consecuencias que tienen.
Deliberación
175
d
Elster, Jon, ed. (2001), La democracia deliberativa, Barcelona:
Gedisa. [Edición original: Deliberative Democracy (1998),
Cambridge: Cambridge University Press].
Fung, Archon (2003), “Recipes for Public Spheres: Eight Institutional Design Choices and Their Consequences”, The Journal of
Political Philosophy, vol. 11, núm. 3, pp. 338-367.
Gambetta, Diego (1998), “‘Claro!’: An Essay on Discursive Machismo”, en Jon Elster (ed.), Deliberative Democracy, Cambridge:
Cambridge University Press, pp. 19-42.
Gerring, John, Strom C. Thacker y Carola Moreno (2005),
“Centripetal Democratic Governance: A Theory and Global Enquiry”, American Political Science Review, vol. 99, núm.
4, pp. 567-581.
Gugliano, Alfredo Alejandro (2010), “Balance de experiencias
recientes de participación ciudadana: la descentralización
participativa en Montevideo y el presupuesto participativo
en Porto Alegre”. Disponible en: <http://biblioteca.universia.
net/html_bura/ficha/params/id/51164148.htm>.
Habermas, Jürgen (1998a), Facticidad y validez, Madrid: Trotta.
[Primera edición: Faktizität und Geltung (1992), Frankfurt,
Main: Surkamp Verlag].
_____ (1998b), The Inclusión of the Other: Studies in Political Theory,
Maldon: Polity Press. [Primera edición: Die Einbeziehung
des anderen. Studien zur politischen Theorie (1996), Frankfurt,
Main: Surkamp Verlag].
McCarthy, Thomas (1994), “Kantian Constructivism and Reconstructivism: Rawls and Habermas in Dialogue”, Ethics, vol.
105, núm. 1, pp. 44-63.
Mutz, Diana C. (2006), Hearing the Other Side: Deliberative Versus
Participatory Democracy, New York: Cambridge University Press.
rae: Real Academia Española (1992), “Deliberación”, Diccionario
de la Lengua Española , Madrid: Real Academia Española.
Rawls, John (1993), Political Liberalism, New York: Columbia
University Press.
Seel, Martin (2009), “The Ability to Deliberate: Elements of a
Philosophy of Mind”, conferencia impartida en el Instituto
de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional
Autónoma de México, México, 1º de abril de 2009.
Steiner, Jürg, André Bächtiger, Marcus Spörndli y Marco
R. Steenbergen (2005), Deliberative Politics in Action:
Analyzing Parliamentary Discourse, Cambridge: Cambridge
University Press.
Stokes, Susan C. (1998), “Pathologies of Deliberation”, en Jon
Elster (ed.), Deliberative Democracy, Cambridge: Cambridge
University Press, pp. 123-138.
Van Eemeren, Frans H. y Rob Grootendrost (2004), A Systematic Theory of Argumentation: The Pragma-Dialectical Approach,
Cambridge: Cambridge University Press.
“What is Deliberative Polling?” (s.f.), Center for Deliberative Democracy, Stanford University. Disponible en: <cdd.stanford.edu/
polls/docs/summary/>.
d
176
Democracia directa
DEMOCRACIA
DIRECTA
Rodrigo Páez Montalbán
Definición
Se entiende por democracia directa la forma de gobierno en
donde el poder se ejerce por el pueblo sin la intermediación
de la representación. El concepto de democracia directa, en
tanto constituye el ejercicio de una ciudadanía activa en los
asuntos del gobierno, sin necesidad de correas de transmisión
entre pueblo y gobierno, ha sido la contraparte de la forma
históricamente prevaleciente de democracia: la democracia
representativa.
En un sentido más amplio, se considera que democracia
directa puede referirse a diversos tipos de actividad colectiva
en la construcción y ejercicio de ciudadanías —como formas
de participación— tanto en el ejercicio del gobierno como en
la supervisión del mismo, paralelamente o al margen de los
procesos electorales establecidos. En la práctica, los conceptos
y formas de democracia directa se combinan hoy en día con
diversas formas de democracia participativa.
Historia, teoría y crítica
En Occidente, la democracia nace como democracia directa. La aparición de esta forma de gobierno en las ciudades
griegas, particularmente en Atenas, constituyó un ejercicio
de intensa participación, referido a todos los aspectos comunes de la vida de la ciudad-Estado. Dentro de un espacio
de igualdad política, esta participación se ejercía tanto en el
campo legislativo como en el judicial. Los cargos públicos eran
ejercidos rotativamente o por sorteo, de manera breve y remunerada, excepto los que tenían que ver con las tareas militares.
En ese mundo en donde no existía aún la distinción entre lo público y lo privado, la ciudadanía estaba restringida
a los varones, hombres libres, generalmente jefes de familia,
quienes dedicaban gran parte de su tiempo a deliberar en el
ágora, decidiendo sobre todo tipo de asuntos concernientes
a la vida de la polis. Las mujeres, los esclavos y los extranjeros estaban excluidos de cualquier participación. Era aquélla
una sociedad estratificada, en la cual los hombres libres podían dedicarse a deliberar y gobernar mientras los esclavos
se dedicaban a las tareas de producción y de servicios varios,
ayudados por grupos de inmigrantes extranjeros.
Esta experiencia democrática inicial no se reprodujo históricamente y no gozó, en general, del favor de la mayoría
de los pensadores y teóricos en las consideraciones posteriores sobre democracia; sin embargo, en sus dos vertientes, ya
como fascinación o como aversión, la democracia griega ha
prevalecido en la historia y en el imaginario político como
modelo de democracia, experiencia que se invocará en periodos posteriores de la historia, como se verá a continuación.
Después de la democracia ateniense, se produjo un silencio de siglos en relación con nuevos intentos de gobierno
democrático y, por tanto, de democracia directa, y no es sino
hasta el Renacimiento cuando, con la emergencia de un nuevo
tipo de ciudadanía activa en las ciudades-Estado italianas,
se abren espacios para una mayor participación popular en
los asuntos de la vida pública. Invocando la experiencia de
la República romana más que la experiencia griega, estos
reclamos de autogobierno apuntaban a un ejercicio de libertad cívica como práctica que vinculaba libertad con virtud
y gloria cívicas, en la búsqueda de acuerdos comunes acerca
de las leyes y los derechos.
Estas formas de republicanismo, basadas en ideas de participación ciudadana, tanto por su valor intrínseco —como
parte del desarrollo humano—, como por su valor instrumental —como forma de conseguir objetivos de protección
o de convivencia—, provenían de concepciones de soberanía
popular que se fueron plasmando en exigencias de gobiernos
democráticamente electos.
Si bien se aceptaba una autoridad coercitiva unitaria, esto
no contradecía la convicción de que el legislador último debía
ser el pueblo. Sin embargo, las propuestas de gobierno mixto —que conjugaba elementos monárquicos, aristocráticos
y populares en el ejercicio del gobierno y en la elección de
delegados para la integración de consejos— aunque incluían
a artesanos y pequeños propietarios, excluían a las mujeres y
a los trabajadores del campo.
Más adelante, ya en plena Ilustración, estas ideas de
participación como miembro pleno de la polis aparecerán
en el pensamiento de Jean-Jacques Rousseau como la
interpretación más radical del concepto republicano de
democracia y, posiblemente, de todo concepto posterior
de democracia directa. Crítico de Atenas en cuanto dicha
experiencia no había separado la función legislativa de la
ejecutiva, Rousseau fue el adalid de un contrato social para
una vida común, con ciudadanos libres, portadores de nuevos
deberes y derechos, defensores de la propiedad y de la
igualdad bajo la ley. Su idea de autogobierno presuponía
el ejercicio de una ciudadanía activa y participativa que
lograra el cumplimiento de la volonté générale —la voluntad
general— concebida como la suma de juicios sobre el bien
común —más que la voluntad de todos— o la agregación de
simples fantasías y deseos. Entendía a la soberanía como algo
inalienable, pues el proceder del pueblo, debía quedarse en él
y, por tanto, no podía ser representado. En esta tesitura, los
diputados no son representantes sino solamente delegados y,
por lo tanto, no pueden concluir nada definitivamente hasta
que haya sido ratificado por el pueblo de manera unánime o
por decisión de la mayoría.
En la segunda mitad del siglo xix, dentro de las tradiciones socialista y comunista, también se va a apostar en favor
de formas de democracia directa. Preconizando que la plena
igualdad política y económica sólo puede lograrse con el fin
de la explotación y reconociendo que el Estado liberal en la
sociedad capitalista no puede ser democrático puesto que
no puede democratizar las relaciones fundamentales de la
producción material, el capital y el trabajo, consideraban que
aunque la lucha de los demócratas liberales por la igualdad
política había sido un gran paso hacia la emancipación, ésta
no se lograría mientras continuase la explotación humana. La
libertad supone la democratización tanto del Estado como
de la sociedad y eso no es posible sin la disolución del mismo
Estado y de la división social del trabajo en que se sustenta.
En una sociedad poscapitalista, la democracia se basaría en
el libre desarrollo de cada uno como condición para el libre
desarrollo de todos; sería una sociedad en donde prevalecería
la voluntad general del pueblo, como forma de autogobierno
de los productores.
Se suele considerar que Marx vio en la Comuna de París un presagio de lo que podría ser esa nueva sociedad, el
establecimiento de un gobierno poscapitalista sin ningún
parecido con el régimen parlamentario, en donde concejales —elegidos por sufragio universal—, responsables y
revocables en mandatos cortos, formarían una estructura
piramidal de democracia directa en la cual cada comunidad
administrara sus propios asuntos por medio de delegados
para unidades administrativas mayores, hasta la delegación
nacional. Las formas determinadas en que debía concretarse
esta experiencia, sin embargo, no se desarrollaron dado que,
en expresión del mismo Marx, “a la Comuna no le fue dado
disponer de tiempo” (Marx, 2010: 50).
Estos breves rasgos de la evolución del concepto de democracia directa no son suficientes para explicar por qué han
sido tan breves sus expresiones históricas y su concreción en
formas de gobierno. Es preciso, por tanto, confrontar el concepto de democracia directa con el de democracia representativa
que acompaña a la tradición liberal y que se fue convirtiendo
en el núcleo de las realizaciones democráticas hegemónicas
hasta nuestros días.
En efecto, desde los albores del siglo xix, a medida que las
sociedades en Occidente se fueron transformando como fruto
de complejos procesos de industrialización y urbanización,
y que el Estado moderno adquirió formas más complejas y
burocráticas tanto en su relación con la sociedad civil como
respecto de las fuerzas del mercado capitalista, las poblaciones
se fueron concentrando en las grandes ciudades, lo que afectó
a núcleos de población cada vez mayores. De esta manera, se
fue incrementando la división entre el manejo de los asuntos públicos y la posibilidad de una participación directa de
ciudadanos y grupos en dichos asuntos.
El régimen democrático representativo parlamentario se
fue tornando hegemónico, y la relación entre democracia y
liberalismo —una relación histórica de conveniencia— se
fue transformando en una realidad cada vez más excluyente
en cuanto a formas alternativas de participación o de democracia directa. La cuestión del número se reveló como
elemento importante en este debate porque las formas de
democracia directa habían surgido dentro de grupos reduci-
Democracia directa
177
d
dos o sociedades preindustriales, mientras que la democracia
representativa se extendía a poblaciones y electorados siempre
crecientes en la era moderna.
La idea de representación es parte fundamental de la
tradición liberal, ya que considera que la soberanía reside en
el pueblo, pero se confiere a los representantes para que ejerzan las funciones del gobierno. Los representantes elegidos,
y ya no los ciudadanos o grupos particulares, son los actores
principales dentro de estos juegos de poder. Si bien estos
representantes son elegidos por voto secreto en elecciones
competidas y periódicas entre facciones, con el fin de establecer un gobierno representativo, el concepto de participación
intensiva de los presupuestos de la democracia directa se fue
desdibujando o reduciendo a un papel más bien secundario.
Participación directa y representación marcan este recorrido histórico. Es importante comprender esta situación para
señalar sus diferencias y plantear las posibilidades de coexistencia o de colaboración entre ambas posturas.
Acercando este debate hacia los tiempos actuales, se
puede apreciar la existencia y el funcionamiento de formas
de democracia directa, establecidas constitucionalmente en
algunos países como parte importante de estatutos o presupuestos de gobierno. Éstas son la revocación de mandato, la
convocatoria a referendos para la aprobación popular de leyes
o actos administrativos, o de plebiscitos para la aceptación o
rechazo de propuestas sobre soberanía, ciudadanía o poderes
excepcionales concedidos a las autoridades; también, la iniciativa popular —para proponer la promulgación de leyes—, o la
convocatoria a cabildos abiertos o populares —para consulta
a la ciudadanía en ámbitos más bien locales—, por citar las
formas más destacadas.
La revocación de mandato es una forma de confirmar
o destituir, según el caso, a un representante elegido previamente. Su origen se deriva de la noción de delegación,
más cercana a los presupuestos del republicanismo que al
de representación. Los referendos y los plebiscitos son una
manera de expresión de la voluntad popular mayoritaria para
asuntos que generalmente dividen o polarizan a la sociedad
y que son difíciles de tramitar por procesos parlamentarios.
La iniciativa popular consiste en la creación de espacios de
deliberación para proponer cambios legislativos o elaboración de leyes, pero sobre todo para la resolución de asuntos
concretos. Todos estos procedimientos combinan de alguna
manera formas de democracia directa y de democracia representativa. En la Confederación Helvética, precisamente
el lugar donde Rousseau planteó sus tesis sobre democracia,
funcionan de manera eficiente y regular los referendos —obligatorios para reformas constitucionales y facultativos, en otros
casos—, convocados por la autoridad o por un número determinado de votantes. En la mayoría de países de América
Latina, funcionan algunos de estos mecanismos de democracia directa, aunque es preciso señalar, sin embargo, que a
través del tiempo, estos espacios para la acción democrática
han sido más bien la excepción y no la norma.
d
178
Democracia directa
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
Democracia es un concepto particularmente polisémico al
que se le han añadido múltiples adjetivos y caracterizaciones
a lo largo de su historia. Dentro de esta riqueza se suelen
plantear diferentes correlatos, como el existente entre democracia como forma de gobierno —como régimen— y
democracia como forma de vida. La primera se considera
más bien como democracia formal, mientras que la segunda
se considera como un elemento referido a la convivencia
social y cultural de los ciudadanos. De alguna manera, esta
división puede servir de marco para plantear el debate actual sobre formas de democracia directa, concebida, en este
caso, en términos de participación o deliberación y de la
posibilidad de coexistencia o de complementariedad con los
presupuestos de la democracia representativa.
En efecto, diferentes enfoques critican las actuales formas
de gobierno, “la democracia realmente existente”, ligada o reducida a la celebración periódica de procesos electorales, al
parlamentarismo y al subsiguiente ejercicio del gobierno, pues
consideran que es una expresión minimalista de democracia,
dado su carácter formal y su estatus elitista —en cuanto es
generalmente controlada por los grupos que conforman las
clases políticas y el desencanto y la apatía que produce en
quienes se sienten excluidos de dichos procedimientos—.
Se piensa que sus resultados han defraudado las esperanzas
democráticas suscitadas por los procesos de “transición hacia
la democracia” de los últimos años del siglo xx en diversos
países (O’Donnell, Schmitter y Whitehead, 1988).
Sin negar necesariamente la importancia de la dimensión
electoral, y de los esfuerzos por ampliar y mejorar sus formas,
se han ido abriendo los reclamos “hacia otras democracias”
(Sader, 2004), de creación de propuestas para la construcción de una concepción contrahegemónica de democracia,
entendida como participación ciudadana en los asuntos que
le conciernen directamente tanto en lo político como en lo
social y lo cultural. El abanico de propuestas y de actores
que reivindican estas posiciones es vasto y, de alguna manera, replantea el debate entre democracia directa e indirecta,
entre participación y representación. Por la brevedad de este
espacio sólo se mencionarán algunos enfoques.
Ciertas propuestas plantean ampliar los procedimientos
democráticos tradicionales hacia el campo de las prácticas
sociales, no sólo constreñirlos a los métodos de autorización
o constitución de gobiernos:
En el interior de las teorías contrahegemónicas, Jürgen Habermas fue el autor que abrió el espacio para
que el procedimentalismo pasase a ser analizado como
práctica social y no como método de constitución de
gobiernos […] al proponer dos elementos en el debate democrático contemporáneo: en primer lugar, una
condición de publicidad capaz de generar una gramática social […] la esfera pública es un espacio en el cual
los individuos: mujeres, negros, trabajadores, minorías
raciales, pueden cuestionar en público una condición
de desigualdad en la esfera privada (Santos, 2004: 47).
Estas corrientes preconizan el principio de “deliberación
social” en la democracia, no solamente como método sino
como “ejercicio colectivo de poder político, cuya base sea
un proceso libre de presentación de razones entre iguales”
(Cohen, 1997: 412). En consonancia con lo anterior, otros
planteamientos reclaman una revisión “para ampliar el canon
democrático” (Santos, 2004: 35-70), que implique la reivindicación de diferentes tipos de derechos y la expresión de la
pluralidad de formas de vida, en el entendido de que derechos humanos y soberanía popular se presuponen. Partiendo
de la comprobación de que la expresión de esta pluralidad es
cada vez mayor, y más diversa la manera de concebir la idea
del bien común, estos enfoques insisten en la necesidad de
construir una nueva gramática histórica de la organización
de la sociedad, de la convivencia humana y de sus relaciones
con el Estado, alrededor de agendas e identidades específicas:
“una nueva gramática social y cultural y el entendimiento de
la innovación social articulada con la innovación institucional,
es decir, con la búsqueda de una nueva institucionalidad de
la democracia” (Santos, 2004: 46).
Algunos plantean estos requerimientos como formas de democracia radical, en el sentido de que la reivindicación de
nuevos derechos es expresión de diferencias en lo personal
y en lo social que no se habían afirmado con anterioridad,
por lo que actualmente se explicitan en demandas cada vez
más amplias de reconocimiento de nuevas identidades y
posicionamientos subjetivos: étnicos, etarios, de género, de
clase, etcétera. El reconocimiento de esas diferencias, de lo
particular y heterogéneo, particularizan lo múltiple contenido
en las abstracciones universales de las propuestas tradicionales (Mouffe, 1992).
Otros campos de reflexión y de propuestas provienen de
la teoría y práctica de los movimientos sociales, en particular
de aquéllos que consideran que la cultura es una dimensión
fundamental de toda institucionalidad, que ven a la política
como una disputa sobre el conjunto de significaciones políticas y culturales de una sociedad y, en consonancia, exigen una
“resignificación de las prácticas sociales” (Dagnino, Olvera
y Panfichi: 2006). Éstos ponen el acento en la necesidad de
ampliación del campo de la política y de la inserción de los
actores hasta ahora excluidos del mismo. Un ejemplo notable
son las realizaciones y prácticas de democracia participativa alrededor de proyectos de elaboración de presupuestos
participativos o de planeación descentralizada, como los
realizados recientemente en algunas ciudades brasileñas y
en la India (Chaves y Albuquerque, 2006; Avritzer, 2004;
Heller y Thomas, 2004).
Por último, en los espacios estatales o regionales en donde
se desarrolla una creciente conciencia del pluralismo multinacional, estos reclamos combinan la revisión de usos y
costumbres con nuevos planteamientos de participación y
de inclusión en las definiciones de lo nacional (Peña: 2006).
En estas regiones de amplia diversidad étnica se propone
reconocer la autonomía y la multiplicidad de intereses en la
definición de políticas nacionales, enfrentando el particularismo de las élites económicas y políticas dominantes, en la
lucha por la conservación del medio ambiente, por el reconocimiento a la biodiversidad entre conocimientos sociales
rivales y por el respeto a sistemas alternativos de producción.
Bibliografía
Avritzer, Leonardo (2004), “Modelos de deliberación democrática:
un análisis del presupuesto participativo en Brasil”, en Boaventura de Sousa Santos (coord.), Democratizar la democracia.
Los caminos de la democracia participativa, México: Fondo de
Cultura Económica, pp. 487-516.
Bobbio, Norberto (1985), El futuro de la democracia, Barcelona:
Plaza y Janes.
Chaves Teixeira, Ana Claudia y María do Carmo Albuquerque
(2006), “Presupuestos participativos: proyectos políticos,
cogestión del poder y alcance democrático”, en Evelina Dagnino, Alberto Olvera y Aldo Panfichi (coords.), La disputa
por la construcción democrática en América Latina, México:
Fondo de Cultura Económica, Centro de Investigaciones
y Estudios Superiores en Antropología Social-Universidad
Veracruzana, pp. 192-242.
Cohen, J. (1997), “Procedure and Substance in Deliberative Democracy”, en James Bohman y William Rehg (eds.), Deliberative
Democracy, Cambridge: Massachusetts Institute of Technology Press, pp. 407-437.
Dagnino, Evelina, Alberto Olvera y Aldo Panfichi, coords.
(2006), La disputa por la construcción democrática en América
Latina, México: Fondo de Cultura Económica, Centro de
Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Universidad Veracruzana.
Elster, Jon, comp. (2001), La democracia deliberativa, Barcelona:
Gedisa.
Habermas, Jürgen (1998), “Derechos humanos y soberanía popular.
Las versiones liberal y republicana”, en Fernando Vallespín
Oña, Rafael del Águila y José Antonio de Gabriel et al. (eds.),
La democracia en sus textos, Madrid: Alianza, pp. 267-280.
Held, David (2001), Modelos de democracia, Madrid: Alianza (Ensayo).
Heller, Patrick y T. M. Thomas Isaac (2004), “La política y el diseño institucional de la democracia participativa: lecciones
de Kerala, India”, en Boaventura de Sousa Santos (coord.),
Democratizar la democracia. Los caminos de la democracia participativa, México: Fondo de Cultura Económica, pp. 519-560.
Macpherson, Crawford Brough (1991), La democracia liberal y su
época, Madrid: Alianza.
Marx, Karl (2010), “Manifiesto del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre la guerra
civil en Francia en 1871”, en Karl Marx, Friedrich Engels y
Vladimir Lenin, La comuna de París, Madrid: Akal, pp. 5-76.
Mouffe, Chantal, ed. (1992), Dimensions of Radical Democracy. Pluralism, Citizenship, Community, London: Verso.
O’Donnell, Guillermo, Philippe C. Schmitter, Laurence
White­head, comps. (1988), Transiciones desde un gobierno
autoritario, 4 tomos, Buenos Aires: Paidós.
Democracia directa
179
d
Peña, Guillermo de la (2006), “Los nuevos intermediarios étnicos,
el movimiento indígena y la sociedad civil: dos estudios de
caso en el Occidente mexicano”, en Evelina Dagnino, Alberto Olvera y Aldo Panfichi (coords.), La disputa por la
construcción democrática en América Latina, México: Fondo de
Cultura Económica, Centro de Investigaciones y Estudios
Superiores en Antropología Social-Universidad Veracruzana, pp. 501-532.
Sader, Emir (2004), “Hacia otras democracias”, en Boaventura de
Sousa (coord.), Democratizar la democracia. Los caminos de la
democracia participativa, México: Fondo de Cultura Económica, pp. 565 - 590.
Santos, Boaventura de Sousa, coord. (2004), Democratizar la democracia. Los caminos de la democracia participativa, México:
Fondo de Cultura Económica.
Sartori, Giovanni (1989), Teoría de la democracia. El debate contemporáneo, México: Alianza Universidad.
Weffort, Francisco (1993), ¿Cuál democracia?, San José: Facultad
Latinoamericana de Ciencias Sociales.
DEMOCRACIA
ECONÓMICA
Alejandra Salas-Porras
Definición
Cuando uno habla de democracia se refiere casi siempre a la
dimensión política de la misma, rara vez a la económica. En
términos muy generales, podríamos definir la democracia
como la distribución equitativa del poder económico y político. Pero, ¿se puede distinguir entre estas dos formas de
poder? Las ciencias sociales hacen, por razones analíticas,
cierta separación, pero en la realidad éstas se traslapan y entrecruzan de múltiples maneras.
El poder económico tiende a influir en el ejercicio del
poder político, mientras que la política y los políticos expresan y defienden intereses económicos, aunque no de manera
mecánica. Es común, sin embargo, que la democracia económica —sobre todo en los países en desarrollo— se rezague
con respecto a la política. La libertad formal para participar
en la democracia electoral no se corresponde con el acceso
al bienestar económico (el conjunto de bienes y servicios
que permiten un estándar de vida socialmente aceptable).
Más aún, la democracia política (en particular las libertades
de expresión, organización y participación electoral) se utiliza a menudo como un sustituto o medio de compensación
de la falta de democracia económica y, en algunos casos, es
incluso manipulada para evitar avances en la democracia
económica que suelen lesionar intereses fundamentales de
la estructura de poder.
d
180
Democracia económica
Por ello, mientras se ha constituido un campo de estudio
amplio y diverso que aporta múltiples conceptos y propuestas teóricas sobre el origen y la evolución de la democracia
política, así como sobre las diferentes trayectorias que ésta ha
recorrido alrededor del mundo, el estudio de la democracia
económica ha sido menos sistemático y mucho más fragmentado en tiempo y espacio, a pesar de que sus orígenes se
remontan al siglo xvii.
Todo ello explica por qué mientras hay un amplio consenso sobre los derechos políticos del ciudadano frente al
Estado, no lo hay tanto sobre cómo producir riqueza y distribuirla, y qué sistema de derechos de propiedad y arreglos
económicos son los más eficientes. El fin del socialismo real
pareció concluir este debate a favor del capitalismo, la propiedad privada y la libertad irrestricta de los mercados. Sin
embargo, la desigualdad y la pobreza, los privilegios de las
minorías poderosas, la degradación del medio ambiente y
las crisis del capitalismo global ponen de nuevo en la mesa
de discusión los problemas de la democracia económica y la
sustentabilidad del desarrollo.
Pero ¿qué es la democracia económica? La democracia económica puede definirse como igualdad en los derechos
económicos y acceso efectivo a aquellos bienes y servicios que
hacen posible el bienestar en una sociedad determinada. La
democracia económica es también una práctica que supone
sistemas de relaciones y de producción, un movimiento social
que lucha por una mayor equidad en los derechos económicos
y acceso efectivo a bienes y servicios, así como un proceso o
una corriente de filosofía socio-económica.
Por lo que se refiere a los derechos económicos y estándares de vida, tanto las libertades y derechos de trabajadores
y consumidores como las prerrogativas y limitaciones a los
derechos de propiedad privada y a los empresarios —generalmente contenidos en las constituciones y leyes primarias
de los Estados—, son declaraciones ideales de lo que debe
ser. Entre los primeros, se encuentran el derecho al salario, la
jornada máxima de trabajo, la pensión y jubilación, la organización sindical, la garantía sobre bienes y servicios. Entre los
segundos se encuentran el régimen de propiedad y el marco
legal de la actividad empresarial, así como el régimen fiscal
y las instituciones económicas que protegen los derechos
del consumidor.
Por lo que toca a los derechos de acceso a los bienes, hay
una dimensión social y política y otra cultural en la definición
de cuáles son los estándares mínimos de bienestar que todos
deben gozar. Los Estados-nación modernos se fundan en el
principio teórico de la igualdad universal de los ciudadanos,
el derecho a la propiedad privada, el derecho al trabajo y a un
salario. Pero estos derechos deben asignarse y reglamentarse:
¿quién tiene derecho a qué?, ¿cómo se garantizan los derechos
de propiedad?, ¿qué significa ser ciudadano?, ¿qué derechos tiene un connacional? Es necesario definir quién y cómo se tiene
acceso a la propiedad, al salario, a prerrogativas económicas y
a la protección del Estado. Las reglas de acceso se encuentran
generalmente en reglamentaciones secundarias, por ejemplo,
las leyes laborales. El sistema de propiedad es objeto de una
compleja armazón de leyes secundarias en donde generalmente
se reflejan los intereses de quien detenta el poder económico y
político: regímenes de responsabilidad limitada, fideicomisos,
concesiones, etcétera.
Por último, en lo que se refiere al acceso efectivo a bienes
y servicios que hacen posible el bienestar social y económico
en una determinada sociedad, se han desarrollado múltiples
metodologías para medir la desigualdad y la pobreza, la más
reconocida es el Índice de Desarrollo Humano adoptado por
la onu como resultado de la construcción teórica y conceptual
de Amartya Sen (2001).
Entre los derechos económicos legalmente reconocidos y
el ejercicio efectivo de los mismos generalmente hay una gran
brecha, razón por la cual la democracia económica propone,
además de los ámbitos ya mencionados anteriormente, un sistema económico de mercado cuyas unidades, particularmente
las empresas, sean gobernadas por los trabajadores; un movimiento social que lucha no sólo por la libertad sino porque
ésta sea más equitativa; un proceso dirigido por las mayorías
a fin de participar activa y directamente en todas las tareas de
control, planeación y regulación del mercado y, por esta vía,
definir democráticamente los objetivos de política económica
y avanzar hacia a una sociedad más justa, libre e igualitaria, y
una filosofía socio-económica que pone en tela de juicio, por
un lado, los derechos de apropiación privada sobre los bienes
colectivos (tierra, conocimiento, salud) y, por el otro, la enajenación de los derechos individuales sobre el trabajo, consagrada
en el derecho laboral.
Todas estas dimensiones de la democracia económica
entrañan una participación amplia no sólo en los espacios de
representación política, sino también en los centros de trabajo y en todos los lugares en los que se discuten y definen las
instituciones que planean y dan forma al sistema económico,
muy en particular los derechos de propiedad y todos aquellos
derechos que hacen posible la libertad con equidad. La libertad
con equidad —principio básico de la democracia económica—
supone, por una parte, que todos las personas tienen la mayor
libertad, siempre y cuando ésta sea a la vez compatible con
una libertad igual para el resto de los individuos y, por la otra,
que participan en condiciones de igualdad en las decisiones que afectan la libertad, entendida no sólo como ausencia
de coerción sino como la capacidad para elegir estrategias de
vida y cursos de acción.
El movimiento por la democracia económica es, pues, un
movimiento para que la libertad sea más equitativa ya que,
en contra de lo que se argumenta desde la economía convencional, el mercado no garantiza condiciones de libertad
mínimamente equitativas.1 Por el contrario, como refuta
Hodgson (1984), las transacciones en el mercado se realizan entre personas que se incorporan en condiciones muy
1 Al respecto, además de los textos de Sen (2000; 2001), Archer
(1995) y Smith (2005a; 2008), se pueden consultar los textos
de Stiglitz (1995; 2010).
diferentes de riqueza, poder, educación y otros activos.2 En
particular, el poder de negociación entre patrones y trabajadores es muy desigual, a pesar de que son en el largo plazo
interdependientes. La necesidad, la pobreza y el hambre
tienen un potencial coercitivo en las relaciones y contratos
laborales, que en teoría son totalmente libres. Este tipo de
coerción implica una distribución desigual de la libertad y
desmiente la pretendida libertad absoluta del mercado.
Archer (1995: 22-23) abunda sobre las condiciones que
hacen posible una libertad equitativa. La libertad de acción,
que significa ausencia de limitaciones, está en el centro del
liberalismo moderno. Pero para llevar a cabo una acción el
individuo debe disponer de recursos. Sólo si dispone de recursos el individuo es libre para actuar, aun en ausencia de
otras limitaciones. Entonces, dos condiciones son necesarias
para la libertad de acción: ausencia de coerción y disponibilidad de los recursos necesarios para realizar la acción, o sea
lo que Berlin caracteriza como la libertad de y la libertad para
(Archer, 1995: 14). Esta última exige condiciones que hacen
posible la libertad, las capacidades de las que habla Sen (2001:
99-141), mientras que la primera se refiere a la ausencia de
coerción para ejercerla.
Por tanto, Archer sostiene, siguiendo el pensamiento de
John Stuart Mill e Isaiah Berlin, que para alcanzar la libertad
individual se tiene que tener la capacidad de elegir y realizar
cursos de acción propios. Sin embargo, dada la naturaleza
social de los individuos, para actuar de acuerdo con nuestras
elecciones, es necesario asociarse con otros y, para actuar en
asociación con otros, un individuo tendrá que aceptar que
la asociación se convierte en una entidad con autoridad para
tomar decisiones en varios ámbitos. Según este autor, la democracia se refiere a un ejercicio de la libertad que requiere
asociación. Por tanto, la libertad individual puede adoptar dos
formas: la ‘libertad personal’, cuando el individuo toma decisiones sin necesidad de asociación, y la ‘libertad democrática’,
cuando un individuo no puede tomar decisiones sino es por
medio de la asociación (Archer, 1995: 34).
Las empresas son asociaciones y, en la democracia económica, deben ser gobernadas de acuerdo con el principio
de los más afectados que son los trabajadores pues, a diferencia de los accionistas, consumidores y deudores, las
opciones de salida o renuncia de los trabajadores se encuentran muy restringidas. En resumen, con base en los
conceptos de salida y voz de Hirschman (1977), Archer
define el capitalismo como un sistema en el que el capital
ejerce el control de las empresas tanto por medio de la salida (vendiendo las acciones) como de la voz (ejerciendo la
dirección de la empresa), mientras que el trabajador sólo
puede ejercer un control de salida por medio de la renun2 Véase, además del libro de Hodgson (1984), los trabajos de
Sen (2000; 2001) y Archer (1995), el texto de Stiglitz (1995),
pues examina las principales imperfecciones e ineficiencias del
mercado que explican, desde una óptica keynesiana, por qué el
mercado no garantiza condiciones de libertad equitativas.
Democracia económica
181
d
cia al trabajo (1995: 41-44). Sin embargo, la libertad para
renunciar al trabajo está casi siempre restringida por las
condiciones de privación con que se inserta en el mercado.
En contraste, la democracia económica es un sistema en
el que los trabajadores pueden ejercer control de salida y
voz mientras que el capital sólo tiene el control de salida.
Historia, teoría y crítica
Se pueden identificar dos visiones encontradas sobre la democracia económica: la visión colectivista y la individualista.
La primera se inspira en el liberalismo social y la segunda,
en el liberalismo de mercado. La primera pone especial
interés en los bienes y derechos colectivos (comunes), la segunda, en los bienes y derechos individuales. Entre ellas se
ha desarrollado una discusión que data del siglo xviii pero
que se revive periódicamente y adquiere matices diversos a
través del tiempo y el espacio.
Las doctrinas cooperativistas de Robert Owen y Charles
Fourier representan un primer momento en el desarrollo de la
democracia económica y la formación de cooperativas como
las unidades básicas de producción sigue siendo el objetivo
más importante de los socialistas hasta el siglo xix. Como
advierte Karl Polanyi, estos exponentes del socialismo utópico rechazan desde finales del siglo xix las consecuencias de
un sistema de mercado que hace de la ganancia la fuerza más
importante de la sociedad. “Para Owen, el aspecto industrial
de las cosas no se restringía en modo alguno a lo económico (esto habría implicado una visión comercializadora de la
sociedad, lo que él rechazaba)” (2003: 229).
Pero el liberalismo vive también un periodo cooperativista
en el siglo xix con el trabajo y la obra de Benjamin Bentham
y John Stuart Mill. Ambos pensadores, quienes también participaron activamente en el movimiento utilitarista, someten
a prueba los principios cooperativistas al involucrarse en firmas dirigidas por los trabajadores y reflexionan ampliamente
sobre la relación indisoluble entre individuo y comunidad,
suscribiendo lo que Bellamy define como un colectivismo
individualista (1992: capítulo 1).
El interés en la democracia económica se renueva notablemente a principios del siglo xx en Gran Bretaña, Alemania,
Suecia, Austria y otros países en donde se reflexiona sobre
las condiciones para la libertad económica y se plantea el
autogobierno de las empresas como la más importante de
ellas. La Sociedad Fabiana, en Inglaterra, reúne a pensadores
que contribuyen a desarrollar el pensamiento cooperativista
y el Estado de bienestar. Entre ellos destacan dos: George
Douglas Howard Cole y Richard Henry Tawney (1964). El
primero, de acuerdo con Wright, se consideraba a sí mismo
socialista libertario, se pronunciaba a favor de una democracia
activa y participativa, que se ubicaba en las empresas y en la
comunidad más que en un aparato de Estado centralizado
(1979: 50-72). Por su parte, desde una óptica cristiana, Tawney critica el individualismo egoísta de la sociedad moderna
que alienta el consumismo y corrompe al individuo (1964:
d
182
Democracia económica
103-110); defiende los derechos de asociación de los trabajadores e influye considerablemente en la política laboral,
educativa y de salud, todas ellas precursoras de las reformas
sociales que llevan a la construcción del Estado de bienestar.
Actualmente se experimenta una vez más el interés por
hacer avanzar el movimiento por la democracia económica
que pone a las cooperativas en el centro de su agenda. Según Archer, las empresas que operan en una economía de
mercado deben ser gobernadas por quienes trabajan en ellas
porque son los trabajadores la única gente que es sujeto de
la autoridad de la firma; sostiene, incluso, que “el desarrollo
de la democracia económica tendría que ser la pieza central
del programa socialista” (1995: 58).
La visión individualista del movimiento por la democracia económica, que concibe a la sociedad como la suma de
los individuos, suele ser más conservadora, estrecha e inclinada a favorecer los intereses arraigados en el mercado. La
colectivista subraya la naturaleza social de los individuos y
tiende a favorecer la justicia social y una distribución más
equitativa de la riqueza. Cuando en las prácticas sociales se
logran vincular los derechos individuales con los colectivos
se producen círculos virtuosos que enriquecen la democracia, como ocurrió, por ejemplo, en las diferentes etapas de
construcción del Estado de bienestar cuando los sindicatos
pudieron influir en la distribución de la riqueza y se amplió
al mismo tiempo el mercado interno, la derrama económica
y el bienestar. Sin embargo, también han sido comunes tensiones y excesos que han impedido el avance sistemático en
la construcción de la democracia económica. Así, los apoyos
de líderes fascistas (Mussolini y Franco, en particular) al cooperativismo y al corporativismo, que fueron utilizados para
controlar al movimiento obrero y para combatir el socialismo, desacreditaron hasta la fecha estas formas de asociación.
Quienes hoy en día suscriben la visión colectivista (Hodg­
son, 1984; Smith, 2005a; Archer, 1995) argumentan que
hay una continuidad entre el movimiento del socialismo
que hizo suyos los valores de libertad individual, igualdad y
fraternidad de la Ilustración y el movimiento por la democracia económica que retoma dichos valores. En contraste,
quienes se acogen a una visión más individualista de la democracia económica —Hayek (2005) y Friedman (1962),
entre los más notables—, sostienen que hay una ruptura del
movimiento por la democracia económica con el socialismo,
especialmente el socialismo de Estado, porque este último
sigue sin reconocer los derechos fundamentales del individuo a la autodeterminación en la esfera económica, lo que
se expresa en el peso que dan a las empresas controladas por
el Estado y no por los trabajadores.
Un sistema de autoempleo universal es, según Ellerman,
la consecuencia lógica del principio de libertad (1992: 3). Así
como el derecho a la autodeterminación es inalienable en la
esfera política, lo que significa que el voto no se puede vender y los derechos políticos no se pueden enajenar ni parcial
ni totalmente, de la misma forma una persona no se puede
vender o alquilar para realizar un trabajo. Se identifican de
esta manera incongruencias fundamentales entre, por un
lado, la economía convencional que justifica las implicaciones de un contrato laboral en el cual se oscurece la sujeción
y la enajenación de los derechos de autodeterminación de
los trabajadores y, por el otro lado, la estructura legal de las
democracias occidentales, que prohíbe la venta del voto y la
venta de personas, defiende la autodeterminación política, no
reconoce contratos de sujeción política y atribuye responsabilidad sólo a las personas, no a las cosas. Se propone por ello
un capitalismo de cooperativas y una revisión profunda de
los derechos de propiedad, especialmente los derechos sobre
bienes comunes como la tierra, el conocimiento, el dinero y
el trabajo, pero también sobre los derechos de herencia. La
lucha por una economía basada en cooperativas, además de
aglutinar a su alrededor a las diferentes visiones del movimiento por la democracia económica, se ha convertido en
uno de los pilares fundamentales del movimiento, entre otras
razones, porque reconoce que la gran mayoría de los logros
del individualismo han sido posibles gracias al apoyo de una
comunidad (Ellerman, 1992: 4-5).
Desde una visión colectivista, se creó en 1993 el Instituto
para la Democracia Económica encabezado, desde entonces,
por J. W. Smith. Este instituto ha trabajado sistemáticamente
en una propuesta para avanzar hacia un capitalismo de cooperativas que promueva la igualdad en los derechos de propiedad,
especialmente los derechos sobre bienes comunes que deben
ser objeto de mayores condicionalidades y restricciones, tanto
en tiempo como en amplitud. Dichas condicionalidades deben
evitar la formación de monopolios, eliminar los ya existentes
y restringir los derechos de herencia.
Según Smith (2008), la estructuración de los derechos de
propiedad ha sido el vehículo más importante para defender
privilegios y justificar la apropiación y aun la monopolización de los bienes comunes, esto es, todos aquéllos que se
derivan de la naturaleza y se sostienen en múltiples formas
de vida, tales como los recursos que contiene la tierra, el
aire, el agua (entre otros, petróleo, carbón, cobre, los espectros de comunicación, el material genético de las plantas y
animales). Nadie produjo ninguno de estos bienes y todos
son esenciales para la vida. La propiedad y el control sobre
todos estos recursos crean condiciones de escasez artificial
que limitan seriamente el acceso a las oportunidades económicas y el potencial de desarrollo económico y social.
Mantener derechos de propiedad exclusivos sobre los
bienes comunes ha sido una de las luchas recurrentes desde
el feudalismo. La aristocracia y la iglesia privatizaron dichos
bienes y debilitaron o desaparecieron las estructuras de apoyo
y propiedad comunitaria (Polanyi, 2003). Los tres siglos del
feudalismo en que se formalizaron los cercamientos de las tierras comunes constituyen uno de los más claros ejemplos de
la apropiación privada de bienes comunes y la estructuración
de leyes que legitiman las desigualdades en su distribución, tal
y como se puede apreciar en la obra clásica de Karl Polanyi,
La Gran Transformación (2003: 81-138). Estos procesos de
apropiación de tierras se reeditan con la colonización, si bien
con particularidades según la región y el país.
Los derechos de propiedad exclusivos del feudalismo han
sido sustituidos por leyes que defienden el derecho a controlar, más o menos sutilmente, todo el proceso de producción de
riqueza a escala nacional e internacional: desde el derecho a
controlar los términos y reglas del intercambio comercial; la
distribución de los recursos financieros; las condiciones de los
créditos y la inversión; hasta, más recientemente, los derechos
de propiedad intelectual y el control que dicha propiedad
implica ya no sólo sobre el conocimiento y la innovación
tecnológica, sino también sobre la salud y los recursos genéticos (Stiglitz, 2002; 2010). Más aún, como argumenta Robert
Reich (2015), mientras los derechos de propiedad intelectual
—patentes, marcas y derechos de autor— se han ampliado,
al mismo tiempo se han relajado las leyes antimonopolios, lo
que se ha traducido en enormes ganancias para las empresas
farmacéuticas, de entretenimiento, biotecnología y otras que
pueden preservar por más tiempo sus derechos monopólicos,
así sea a costa de precios más altos para los consumidores.
La sujeción del campo a las ciudades, a lo largo del feudalismo, se vuelve a partir del siglo xvii una relación de
dominación más compleja entre países desarrollados y en
desarrollo. A través del intercambio desigual mercantilista
estos países concentran y dilapidan una porción excesiva
de la riqueza proveniente de la periferia. Por medio de la
monopolización de la tecnología y el conocimiento (bienes
comunes privatizados) se ejerce un control sobre el proceso
de producción de riqueza a escala mundial (Smith, 2005b;
2008; Wallerstein, 1974; Chang, 2002; Wade, 2005; Reich,
2015). Por ello, la gran mayoría de las guerras económicas
en el mundo se llevan a cabo para retener o ampliar derechos
de propiedad. El movimiento por la democracia económica
incluye en su agenda, además de la lucha en contra de los
monopolios, la lucha por un comercio justo, la regionalización de la producción y la moneda (Smith, 2005b: 26-62).
La monopolización más o menos sutil de la tierra, la tecnología y el dinero es posible en virtud de una estructura de
los derechos de propiedad que entraña derechos superiores
para unos cuantos y derechos inferiores para la mayoría. Por
ende, el control de los espacios en los que dichos derechos se
definen y legalizan ha sido una de las preocupaciones centrales, tanto de quienes detentan el poder, como de quienes
—desde los movimientos ambientalistas, cooperativistas,
campesinos y otros— quieren avanzar hacia una democracia económica que se propone la recuperación de los bienes
comunes y su apropiación bajo otras condiciones. Entre los
esfuerzos por la democracia económica, destaca el del Foro
Social Mundial cuya primera reunión se celebra en Porto
Alegre en 2001 con el fin de construir alternativas al neoliberalismo, reunir y coordinar la acción de numerosas ong
de todo el mundo (entre otras muchas, el Movimiento de
los Trabajadores Rurales Sin Tierra, Vía Campesina, ibase, Public Citizen, crid-Francia, attac, Focus-Tailandia).
Además, este foro cuenta con la participación de destacados
Democracia económica
183
d
intelectuales como Walden Bello, Noam Chomsky, Naomi
Klein, Vandana Shiva, Immanuel Wallerstein y otros muchos.
Uno de los campos de batalla del movimiento hacia la
democracia económica es, en tal virtud, la redefinición de
los derechos sobre los bienes comunes, concretamente: 1)
sobre la tierra, como el primer bien común que se privatiza
a través de los cercamientos, porque toda la riqueza se procesa de los recursos de la tierra; 2) sobre la tecnología como
conocimiento de la naturaleza, que se produce y reproduce
colectivamente y es parte de los bienes comunes privatizados; la estructura de patentes, en particular, disminuye
las compensaciones para los inventores y alienta el control
monopolista del conocimiento; 3) sobre los espectros de comunicación que son privatizados a través de concesiones, otro
ejemplo de cómo se estructuran los derechos para privatizar
un bien común por naturaleza: unos cuantos monopolios
se apropian de las frecuencias, cuyo uso se vuelve extremadamente difícil para la mayoría; 4) sobre la seguridad y el
cuidado de la salud, los cuales son también bienes comunes
naturales que han sido privatizados, y por último, 5) sobre
el dinero que, como medio de cambio, es también un bien
común controlado por las grandes corporaciones financieras.
La ausencia de derechos plenos es lo que crea pobreza y violencia. La formación de bienes comunes modernos
—uno de los principales objetivos de la lucha por la democracia económica— enriquece el individualismo, pues los
éxitos individuales sólo son posibles cuando hay apoyo de
una comunidad.
Líneas de investigación y debate
contemporáneo
No existen experiencias concretas en las que la democracia
económica sea un régimen económico, y el mercado y las
empresas sean controlados predominantemente por las mayorías. La democracia económica sigue siendo por tanto una
meta hacia la que, sin embargo, se han dado ciertos avances.
Por ello, varios autores (Hirschman, 1986; Cancelo, 1999 y
Archer, 1995) defienden su viabilidad y sugieren varios caminos para convertirla en realidad. Archer (1995), en particular,
examina dos: el primero es la democracia cooperativista, camino que se empezó a recorrer en el siglo xix y en el que,
desde entonces, los trabajadores han tenido experiencias más
o menos exitosas de control de las empresas. Aunque no sería
posible dar cuenta de todas ellas, entre los casos más exitosos
se puede destacar los del País Vasco y Argentina.
La Corporación Mondragón, cuyos orígenes se remontan a 1941, es un grupo de cooperativas originario del País
Vasco, que se ha expandido por el resto de España y por los
cinco continentes. Además de ser el grupo cooperativo más
grande del mundo —cuya sede central se ubica en la ciudad
de Mondragón, en la industrial comarca del Alto Deba—,
es el más grande en el País Vasco y el séptimo en España.
Según su informe anual, en 2013 contaba con 257 empresas, 74 mil trabajadores y 15 centros tecnológicos; ese año
d
184
Democracia económica
obtuvo ingresos por más 12 mil 500 millones de euros y sus
inversiones totales superaban los 34 mil millones distribuidas
en actividades industriales, comerciales y financieras. Entre
los proyectos empresariales más recientes de la corporación
se encuentran: Mondragón Health, que se propone generar
y consolidar oportunidades de negocio en salud; Mondragón Eko, que se propone impulsar negocios en el sector de
la economía verde; y Mondragón Green Community, foro
de encuentro para todos los agentes de la corporación interesados en compartir inquietudes e iniciativas en el sector
de la economía.3
Las cooperativas de Mondragón están fuertemente cohesionadas alrededor de una concepción humanista de la
empresa, una filosofía participativa y solidaria, y una cultura empresarial común, que se ha plasmado en estatutos y
normas de funcionamiento aprobadas mayoritariamente en
los Congresos Cooperativos, que regulan la actividad de los
Órganos de Gobierno de la Corporación. Dicha cultura gira
en torno a diez principios cooperativos básicos de raíces muy
profundas, tales como la libre adhesión, la organización democrática, la soberanía del trabajo, el carácter instrumental
y subordinado del capital, la participación en la gestión y la
solidaridad retributiva.4
El cooperativismo en Argentina es ampliamente considerado como otro caso exitoso porque ha jugado un papel muy
importante en el comportamiento de la economía, dadas sus
muy diversas y creativas prácticas solidarias. Hay provincias
en Argentina en donde se puede observar una mayor organización del sector cooperativo, pero prácticamente en todas
hay una presencia de grupos que se organizan bajo este sistema. Aunque las cifras varían de una fuente a otra, Verónica
Lilian Montes y Alicia Beatriz Ressel calculan que en 2003
existían poco más de 16 mil cooperativas en Argentina, entre
las que sobresalen las de trabajo (con más de 6,500 cooperativas), vivienda y construcción (con casi 3 mil), agropecuarias
(con casi 2 mil 200), servicios públicos (casi mil 900) y las de
provisión (con más de mil 500) (2003: 12). Sin embargo, otras
fuentes calculan que actualmente existen más de 20 mil cooperativas (“Cooperativa”, s.f.). A partir de la segunda mitad
de la década de los años noventa, pero en particular a raíz de
la crisis de 2001-2002, los trabajadores recuperaron múltiples
empresas que se encontraban en quiebra y habían sido abandonadas por los accionistas. La mayoría de estas empresas se
han rehabilitado como cooperativas autogestionadas, que han
contribuido a elevar el empleo y el crecimiento económico.
Pero hay otros muchos casos de éxito —aunque también
de fracaso— de cooperativas alrededor del mundo que, desde
1895, formaron la ong Alianza Cooperativa Internacional.
Ésta reúne en la actualidad a 283 organizaciones cooperativas
nacionales e internacionales, tiene presencia en casi 94 países
de África, las Américas, Europa, Asia y el Pacífico y representa a 2 billones de personas (ica, 2005-2015). Además,
3 Véase Corporación Mondragón, 2013.
4 Véase Corporación Mondragón, s.f. y Cancelo, 1999.
cuenta con oficinas y recursos institucionales que le permiten
realizar un conjunto de actividades para investigar sobre el
modelo de la empresa cooperativa, difundir información para
mostrar a los medios de comunicación y a la opinión pública
la trascendencia del modelo y los numerosos asuntos económicos y sociales que éste puede atender. Tan sólo en la región
europea esta organización cuenta con 171 organizaciones de
cooperativas en 37 países, de los 42 que conforman esta comunidad económica, 250 mil empresas cooperativas afiliadas
y 160 millones de miembros (ica, 2005-2015). También es
de notar que la onu recomienda las cooperativas como un
instrumento muy efectivo de política social.5
El segundo camino hacia la democracia económica que
Archer examina es el corporativismo liberal (o societal) de
algunos países europeos, el cual ha logrado que, por ley, los
sindicatos de trabajadores participen en los consejos de administración de las corporaciones y, por esta vía, en el control de
las decisiones más importantes de la empresa (1995: 91-102);
además, ha logrado también que las organizaciones cúpula
de los trabajadores participen en los espacios públicos en los
que se discuten políticas económicas y sociales de tipo distributivo y en los que se acuerdan pactos sociales a nivel macro.
Por supuesto, estos caminos se entrecruzan y traslapan en
algunos países y regiones en donde el movimiento cooperativista confluye e interactúa con el movimiento sindical, con
otras formas de acción colectiva o con el movimiento socialista. Todos estos caminos coinciden en promover el espíritu
comunitario y contrarrestar el individualismo egoísta del liberalismo económico que tiende a desintegrar a la sociedad.
Así, vemos cómo el movimiento cooperativista en Yugoslavia
se empalmó con el movimiento socialista y alcanzó un grado
de madurez y eficiencia ampliamente reconocido (Mítev, 2009)
pero, según Smith (2005b: 119-40), fue desmembrado deliberadamente cuando se desarticuló el país a finales de los años
noventa. Otro caso de interés es el de Venezuela, en donde el
movimiento cooperativista se inicia a finales del siglo xix, se
institucionaliza notablemente a lo largo del siglo xx, a través
de leyes y disposiciones que fomentan las cooperativas a nivel nacional y regional, y se profundiza en el xxi con la nueva
Ley Especial de Asociaciones Cooperativas de 2001, así como
con la intensa y multifacética interacción con Movimiento Al
Socialismo (mas).
Por su parte, si bien el corporativismo liberal puede, como
argumenta Archer (1995: 91-102), alentar también la democracia económica, las aspiraciones de participación política
en calidad de ciudadanos han intensificado la oposición a la
participación a través de corporaciones, lo que ha aumentado el interés en el cooperativismo como el camino preferible
para reafirmar la democracia de mercado.
Hirschman (1986) deja un testimonio muy rico de las
diferentes formas que adoptan los proyectos de cooperativas en América Latina. Sus descubrimientos revelan varias
tendencias de gran interés para el avance en colectividad:
5Véase oit, 1966.
los enormes incentivos que ofrecen las cooperativas para la
alfabetización, la elevación considerable tanto en los niveles educativos de los miembros como en la capacidad de
defender sus intereses; mejoras en la situación económica y
mayor participación en asuntos públicos; la autoafirmación
social y el sentimiento de liberación y emancipación que
las prácticas cooperativas entrañan para las comunidades,
especialmente para aquellas que han sufrido periodos prolongados de opresión y las muy diversas y multifacéticas
combinaciones en las secuelas, secuencias y empalmes entre
las expresiones de cooperación, que conducen y son, a la vez,
resultado de formas cada vez más complejas de reflexión y
acción colectiva. Sin embargo, Hirschman reconoce también
los riesgos y limitaciones en el movimiento cooperativista
de la región, que se vuelven patentes cuando las cooperativas pierden o no logran alcanzar viabilidad económica y
financiera, lo que puede llevar al escepticismo, a la frustración y el desánimo social (1986: 82-92).
En conclusión, la lucha por la democracia económica supone múltiples y diversas formas de cooperación que, si bien
no necesariamente se traducen en organizaciones empresariales formales, cuando esto ocurre el potencial de su acción
trasciende al ámbito meramente económico. La enorme diversidad en los objetivos, el tamaño y los resultados de estos
esfuerzos cooperativos reclama un estudio más sistemático
que nos permita identificar y tipificar las trayectorias seguidas
para comprender mejor tanto las condiciones que propician
la cooperación y elevan la calidad de la participación democrática, como aquéllas que la frustran y llevan al desencanto
y a la desmovilización social.
Bibliografía
Archer, Robin (1995), Economic Democracy. The Politics of Feasible
Socialism, Oxford: Clarendon Press.
Bellamy, Richard (1992), Liberalism and Modern Society. An Historical Argument, Oxford: Polity Press.
Cancelo Alonso, Antonio (1999), “Mondragón Corporación
Cooperativa. Historia de una Experiencia”, Revista internacional de los estudios vascos, vol. 44, núm. 2, pp. 323-357.
Disponible en: <http://www.euskomedia.org/PDFAnlt/
riev/44/44323357.pdf>.
Chang, Ha-Joon (2002), Kicking Away the Ladder. Development
Strategy in Historical Perspective, London: Anthem Press
“Cooperativa” (s.f.), en Wikipedia. Disponible en: <http://es.wikipedia.org/wiki/Cooperativa#Argentina>.
Corporación Mondragón (s.f.), Corporación Mondragón. Disponible
en: <http://www.mondragon-corporation.com/>.
_____ (2013), Informe anual 2013. Disponible en: <http://www.
mondragon-corporation.com/wp-content/themes/builder/
informe-anual-2013/pdf/es/informeanual-version-reducida.pdf>.
Ellerman, David P. (1992), Property and Contract in Economics:
The Case for Economic Democracy, Cambridge, Massachusetts: Blackwell.
Friedman, Milton (1962), Capitalism and Freedom, Chicago: University of Chicago Press.
Hayek, Friederich (2005), The Road to Serfdom, New York: Routledge
Democracia económica
185
d
Hirschman, Alberto O. (1977), Salida, voz y lealtad, México: Fondo
de Cultura Económica.
_____ (1986), El avance en colectividad. Experimentos populares en
la América Latina, México: Fondo de Cultura Económica.
Hodgson, Geoff (1984), The Democratic Economy. A New Look at
Planning, Markets and Power, New York: Penguin Books.
ica: International Co-operative Alliance (2005-2015). Disponible
en: <http://ica.coop/en/international-co-operative-alliance>.
oit: Organización Internacional del Trabajo (1966), Recomendación sobre las cooperativas (países en vías de desarrollo),
recomendación núm. 127. Disponible en: <http://www.
ilo.org/dyn/normlex/es/f ?p=NORMLEXPUB:12100:0::NO:12100:P12100_INSTRUMENT_ID:312465:NO>.
Mítev, Todor (2009), “La autogestión en Yugoslavia” [1969], Fondation Besnard. Disponible en: <http://www.fondation-besnard.
org/IMG/pdf/La_autogestion_en_Yugoslavia.pdf>.
Montes, Verónica y Alicia Beatriz Ressel (2003), “Presencia del
cooperativismo en Argentina”, uniRcoop, vol. 1, núm. 2,
pp. 9-26. Disponible en: <http://www.econo.unlp.edu.ar/
uploads/docs/cooperativas_presencia.pdf>.
Ostrom, Elinor (2000), El Gobierno de los Bienes Comunes. La Evolución de las Intituciones de Acción Colectiva, México: Centro
Regional de Investigaciones Multidisciplinarias-Universidad Nacional Autónoma de México, Fondo de Cultura
Económica.
Polanyi, Karl (2003), La Gran Transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo [1944], México: Fondo de
Cultura Económica.
Reich, Robert (2015, 1 de mayo), “The Political Roots of Widening
Inequality” [web blog post], Robert Reich. Disponible en:
<http://robertreich.org/post/117835755110>.
Soria Sánchez, Graciela, Víctor Herminio Palacio Muñoz y Daniel Hernández Hernández (2014), “El crecimiento de las
cooperativas ante las crisis económicas: El caso argentino”,
1er Congreso Latinoamericano de Estudiantes de Posgrado de
Ciencias Sociales, México, 26 y 27 de junio. Disponible en:
<http://clepso.flacso.edu.mx/sites/default/files/clepso.2014_
eje9_soria_palacio_y_hernandez.pdf>.
Sen, Amartya (2000), Desarrollo y Libertad, Barcelona: Planeta.
_____ (2001), La desigualdad económica, México: Fondo de Cultura
Económica.
Smith, J.W. (2005a), Cooperative Capitalism. A Blue Print for Global
Peace and Prosperity, Radford, Virginia: Institute for Economic Democracy Press.
_____ (2005b), Economic Democracy. The Political Struggle of the
Twenty-First Century, Radford, Virginia: Institute for Economic Democracy Press.
_____ (2008), “Economic Democracy”, en A Grand Strategy for World
Peace and Prosperity, Fayetteville, Pennsylvania: Institute for
Economic Democracy.
Stiglitz, Joseph (1995), Whither Socialism?, Cambridge: Massachusetts Institute of Technology Press.
_____ (2002), El malestar en la globalización, Buenos Aires: Taurus.
_____ (2010), Freefall. America, Free Markets, and