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Capítulo XI
El segundo planeta estaba habitado por un vanidoso:
– ¡Ah! ¡Ah! ¡Me visita un admirador! –vociferó el vanidoso, al
percatarse que el principito se acercaba.
Porque, para los vanidosos, todos los demás son admiradores.
–Buenos días –dijo el principito–. ¡Tiene usted un sombrero un
poco raro!
– Es para saludar –le contestó el vanidoso–. Es para saludar
cuando me aclaman. Pero lamentablemente, nunca pasa nadie
por aquí.
– ¿Ah, sí? –dijo el principito, que no entendía nada.
– Golpea tus manos una contra la otra –pidió el vanidoso.
El principito golpeó sus manos una contra otra. El vanidoso
saludó respetuosamente levantando su sombrero.
EL PRINCIPITO
Antoine de Saint-Exupéry
TERCERA ENTREGA
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– Esto es más divertido que la visita al rey –se dijo el principito para sí–. Y volvió a golpear
sus manos una contra la otra. Inmediatamente, el vanidoso volvió a saludar levantando su
sombrero.
Tras cinco minutos de aplausos, el principito se cansó de la monotonía del juego:
– Y para que el sombrero caiga, ¿qué es lo que hay que hacer? –preguntó.
Pero el vanidoso no lo escuchó. Los vanidosos no escuchan más que las alabanzas.
– Realmente, ¿me admiras mucho? –le preguntó al principito.
– ¿Qué significa admirar?
– Admirar significa reconocer que yo soy el hombre más bello, el mejor vestido, el más rico
y el más inteligente del planeta.
– ¡Pero si estás solo en tu planeta!
– ¡Admírame de todo modos! ¡Hazme el favor!
– Te admiro –dijo el principito, encogiéndose de hombros–, pero... ¿qué sacas de tú de ello?
Y el principito se fue.
Las personas mayores son ciertamente muy extrañas, se dijo para sí durante el viaje.
EL PRINCIPITO
Antoine de Saint-Exupéry
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Capítulo XII
El planeta siguiente estaba habitado por un borracho. Esta visita fue muy corta, pero sumió
al principito en una enorme melancolía.
EL PRINCIPITO
Antoine de Saint-Exupéry
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– ¿Qué haces ahí? –preguntó el borracho al que el principito encontró silencioso ante un
montón de botellas llenas y otro montón de botellas vacías.
– Bebo –contestó taciturno el borracho.
– ¿Por qué bebes? –le preguntó el principito.
– Para olvidar –contestó el borracho.
– ¿Para olvidar qué? –inquirió el principito, que ya lo compadecía.
– Para olvidar que siento vergüenza –confesó el borracho agachando la cabeza.
– ¿Avergonzado, de qué? –intentó averiguar el principito, que deseaba ayudarle.
– ¡Avergonzado de beber! –concluyó el borracho, que se sumió definitivamente en el
silencio.
Y el principito se alejó, perplejo.
Las personas mayores son definitivamente muy raras, se decía a sí mismo durante el viaje.
EL PRINCIPITO
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XIII
El cuarto planeta era el del hombre de negocios. Este hombre estaba tan ocupado, que no
levantó la cabeza a la llegada del principito.
– Buenos días –le dijo–. Su cigarrillo está apagado.
– Tres y dos son cinco. Cinco y siete, doce. Doce y tres, quince. Buenos días. Quince y siete,
veintidós. Veintidós y seis, veintiocho. No tengo tiempo para volver a encenderlo. Veintiséis
y cinco, treinta y uno. ¡Uf! Total, quinientos un millones seiscientos veintidós mil
setecientos treinta y uno.
EL PRINCIPITO
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– ¿Quinientos millones de qué?
– ¿Eh? ¿Todavía está ahí? Quinientos un millones de... yo qué sé... ¡Tengo tanto trabajo! Yo
soy gente seria, no pierdo el tiempo en tonterías. Dos y cinco, siete...
– ¿Quinientos millones de qué? –repitió el principito, que jamás en la vida olvidaba una
pregunta una vez formulada.
El señor de negocios levantó la cabeza:
– Desde hace cincuenta y cuatro años que habito este planeta, no he sido molestado más
que tres veces. La primera vez, hace veintidós años, fue por un abejorro que cayó Dios sabe
de dónde. Producía un ruido estrepitoso y cometí cuatro fallos en una suma. La segunda vez,
hace once años, fue a causa de un ataque de reumatismo. Necesito hacer ejercicio. No tengo
tiempo para pasear. Yo soy gente seria. La tercera vez... es ésta. Decía, pues, quinientos un
millones...
– ¿Millones de qué?
El hombre de negocios comprendió que ya no había posibilidad de recuperar la
tranquilidad.
EL PRINCIPITO
Antoine de Saint-Exupéry
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– Millones de esas cositas que se ven a veces en el cielo.
– ¿Moscas?
– ¡Que no, cositas que brillan!
– ¿Abejas?
– ¡Que no, cositas doradas que hacen soñar a los zánganos!
¡Pero yo soy gente seria y no tengo tiempo para soñar!
– ¡Ah, estrellas!
– Eso es. Estrellas.
– ¿Y qué haces con quinientos millones de estrellas?
– Quinientos un millones seiscientas veintidós mil setecientas
treinta y una. Yo soy gente seria, me gusta la precisión.
– ¿Y qué haces con esas estrellas?
– ¿Cómo que qué hago?
– Sí.
EL PRINCIPITO
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– Nada. Las poseo.
– ¿Posees las estrellas?
– Sí.
– Yo ya he visto un rey que...
– Los reyes no poseen. Los reyes "reinan". Es muy diferente.
– ¿Y para qué te sirve poseer estrellas?
– Me sirve para ser rico.
– ¿Y para qué te sirve ser rico?
– Para comprar otras estrellas, si alguien las encuentra.
Éste, se dijo para sí el principito, razona un poco como el borracho.
No obstante, siguió preguntando:
– ¿Cómo se puede poseer estrellas?
– ¿De quién son?, replicó muy serio el hombre de negocios.
EL PRINCIPITO
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– No sé. De nadie.
– Pues entonces, son mías porque yo lo pensé el primero.
– ¿Y con eso basta?
– Pues claro. Cuando tú encuentras un diamante que no es de nadie, es tuyo. Cuando tú
encuentras una isla que no es de nadie, es tuya. Cuando tú tienes una idea el primero, la
haces patentar y es tuya. Y yo poseo las estrellas ya que jamás nadie antes que yo pensó en
poseerlas.
– Eso es cierto –dijo el principito–. ¿Y tú qué haces con ellas?
– Las administro. Las cuento y vuelvo a contar –dijo el hombre de negocios. Es difícil. ¡Pero yo
soy gente seria!
El principito aún no se daba por contento.
– Yo, si tengo un pañuelo, puedo ponérmelo al cuello y lucirlo. Yo, si tengo una flor, puedo
cortarla y lucirla. ¡Pero tú no puedes cortar las estrellas!
– No, pero puedo meterlas en un banco.
– ¿Qué quiere decir eso?
EL PRINCIPITO
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– Eso quiere decir que yo pongo en un papelito la cantidad de estrellas que poseo, y guardo
después el papelito en un cajón bajo llave.
– ¿Y eso es todo?
– Con eso basta.
Eso es divertido, pensó el principito. Es bastante poético. Pero no es serio.
El principito tenía sobre las cosas serias ideas muy diferentes a las de las personas mayores
– Yo –dijo el principito–, tengo una flor que riego todos los días. Tengo tres volcanes que
deshollino todas las semanas, porque deshollino también el que está apagado. Nunca se
sabe. Es útil para mis volcanes y es útil para mi flor que yo los posea. Pero tú no eres útil
para las estrellas.
El hombre de negocios abrió la boca, pero no encontró palabras para responder. Y el
principito se fue.
Está claro que son sorprendentes las personas mayores –se decía para sí mientras viajaba.
EL PRINCIPITO
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Capítulo XVI
El quinto planeta era muy curioso. Era el más pequeño de
todos. Apenas había espacio para albergar un farol y un
farolero. El principito no lograba explicarse para qué podía
servir un farol y un farolero en medio del firmamento, en un
planeta sin casas ni gente. No obstante, se dijo a sí mismo:
"Quizá este hombre es absurdo. Pero seguramente es
menos absurdo que el rey, que el vanidoso, que el hombre
de negocios y que el borracho. Al menos su trabajo tiene
un sentido. Cuando enciende su farol, es como si hiciera
nacer una estrella más, o a una flor. Cuando apaga su
farol, hace dormir a la flor o a la estrella. Es un bonito
oficio. Es verdaderamente útil porque es bonito."
Al llegar al planeta, saludó con respeto al farolero:
– Buenos días. ¿Por qué acabas de apagar tu farol?
EL PRINCIPITO
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– Es el reglamento –contestó el farolero–. Buenos días.
– ¿Qué reglamento?
– Apagar mi farol. Buenas noches.
Y volvió a encenderlo.
– Pero, ¿por qué acabas de encenderlo nuevamente?
– Es el reglamento –respondió el farolero.
– No lo entiendo –le dijo el principito.
– No hay nada que entender –dijo el farolero. El reglamento es el reglamento. Buenos días.
Y apagó su farol.
Después, se secó el sudor de la frente con un pañuelo a cuadros rojos.
– Tengo un oficio terrible. Antes era razonable. Apagaba por la mañana y encendía por la
noche. Tenía el resto del día para descansar y el resto de la noche para dormir...
– Y después, ¿cambiaron el reglamento?
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– No cambiaron el reglamento –dijo el farolero–. ¡Ese es el problema! El planeta de año en
año ha ido girando cada vez más deprisa, pero no ha cambiado el reglamento.
– ¿Y entonces? –dijo el principito.
– Entonces, ahora que da una vuelta por minuto, no tengo ni un segundo de descanso.
Enciendo y apago una vez por minuto.
– ¡Qué raro es esto! ¡Los días aquí duran tan sólo un minuto!
– Esto no tiene nada de raro –dijo el farolero. Hace ya un mes que estamos charlando juntos.
– ¿Un mes?
– Sí. Treinta minutos. ¡Treinta días! Buenas noches.
Y volvió a encender su farol.
El principito lo miró y quedó prendado por este farolero, tan fiel a su reglamento. Se acordó
de las puestas de sol que en otros tiempos perseguía mudando de sitio su silla. Quiso
ayudar a su amigo:
– ¿Sabes...?, yo sé una forma para descansar cuando quieras...
– Yo siempre quiero descansar –dijo el farolero.
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Porque se puede ser fiel a su obligación y perezoso a la vez.
El principito prosiguió:
– Tu planeta es tan pequeño que puedes recorrerlo de tres zancadas. No tienes más que
caminar despacito para permanecer siempre al sol. Cuando quieras descansar, caminarás...
y el día durará lo que tú quieras.
– Eso no me resuelve gran cosa, dijo el farolero. Dormir es lo que más me gusta en la vida.
– Mala suerte –dijo el principito.
– Mala suerte –dijo el farolero. Buenos días.
Y apagó su farol.
Este, se dijo el principito mientras proseguía su viaje, éste sería despreciado por todos los
otros: por el rey, por el vanidoso, por el borracho, por el hombre de negocios. Sin embargo,
este es el único que no me parece ridículo. Tal vez sea porque se ocupa de algo más que de
sí mismo.
Suspiró apenado y prosiguió diciéndose:
EL PRINCIPITO
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"Este es el único del que podría haberme hecho amigo. Pero su planeta es realmente
demasiado pequeño. No hay sitio para dos...".
Lo que el principito no se atrevía a reconocer es que lo más atrayente que había visto en
aquel planeta eran, sin duda, ¡las mil cuatrocientas cuarenta puestas de sol cada
veinticuatro horas!
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Capítulo XV
El sexto planeta era diez veces más grande. Estaba habitado por un anciano que escribía
enormes libros.
– ¡Vaya! ¡Un explorador! –exclamó al ver al principito.
El principito se sentó sobre la mesa y resopló un
poco. ¡Había viajado ya tanto!
– ¿De dónde vienes? –le preguntó el anciano.
– ¿Ese librote qué es? –dijo el principito–. ¿Qué es lo
que hace usted aquí?
– Soy geógrafo –dijo el anciano.
– ¿Qué es un geógrafo?
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– Un geógrafo es un sabio conoce dónde se encuentran los mares, los ríos, las ciudades, las
montañas y los desiertos.
– Eso es interesantísimo –dijo el principito–. ¡Eso sí que es un verdadero oficio! Y echó un vistazo
a su alrededor sobre el planeta del geógrafo. Nunca había visto un planeta tan majestuoso.
– Es realmente hermoso su planeta. ¿Tiene océanos?
–No puedo saberlo –contestó el geógrafo.
– ¡Ah! –El principito estaba decepcionado–. ¿Y montañas?
– Yo no puedo saberlo –dijo el geógrafo.
– ¿Y ciudades y ríos y desiertos?
– Tampoco puedo saberlo –dijo el geógrafo.
– ¡Pero usted es geógrafo!
– Exacto –dijo el geógrafo–, pero no soy explorador. No tengo exploradores. El geógrafo no
es quien se encarga de hacer recuento de ciudades, ríos, montañas, mares, océanos y
desiertos. El geógrafo es demasiado importante como para andorrear por ahí. Nunca
abandona su despacho. Allí recibe a sus exploradores. Les interroga y anota sus recuerdos.
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Y si los recuerdos de alguno de ellos le resultan interesantes, el geógrafo ordena pasar una
encuesta sobre la integridad moral del explorador.
– ¿Eso por qué?
– Porque un explorador que mintiera ocasionaría catástrofes en los libros de geografía. Y
también un explorador que bebiera demasiado.
– ¿Por qué? –dijo el principito.
– Porque los borrachos ven doble. Y entonces, el geógrafo anotaría dos montañas allí
donde no hay más que una sola.
– Yo conozco a alguien –dijo el principito– que sería un mal explorador.
– Es posible. De modo que, cuando la moralidad del explorador parece adecuada, se hace
una investigación sobre su descubrimiento.
– ¿Se va a comprobar?
– No. Es demasiado complicado. Pero se le exige al explorador que presente pruebas. Si se
trata, por ejemplo, del descubrimiento de una montaña importante, se le exige que traiga
grandes piedras.
EL PRINCIPITO
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De repente, el geógrafo se emocionó:
– ¡Tú vienes de lejos! ¡Eres un explorador! ¡Me vas a describir tu
planeta!
Y el geógrafo, habiendo abierto su registro, afiló su lápiz. Los relatos de
los exploradores se anotan primero a lápiz. Para pasarlo a tinta, se
espera a que el explorador haya aportado pruebas.
– ¿Entonces? –interrogó el geógrafo.
– ¡Oh!, mi planeta –dijo el principito–, no es muy interesante, es
pequeñísimo. Tengo tres volcanes. Dos volcanes en actividad y un
volcán apagado. Pero nunca se sabe.
– Nunca se sabe –dijo el geógrafo.
– Tengo también una flor.
– Nosotros no anotamos las flores –dijo el geógrafo.
– ¿Eso por qué? ¡Es lo más lindo!
– Porque las flores son efímeras.
– ¿Qué significa "efímera"?
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– Las geografías –dijo el geógrafo–, son los libros más valiosos de todos los libros. Jamás
pasan de moda. Es muy raro que una montaña cambie de emplazamiento. Es muy raro que
un océano se vacíe. Nosotros escribimos de cosas eternas.
– Pero los volcanes apagados pueden despertar –le interrumpió el principito–. ¿Qué
significa "efímera"?
– Que los volcanes estén apagados o estén activos eso es lo mismo para nosotros –dijo el
geógrafo–. Lo que cuenta para nosotros es la montaña. La montaña no cambia.
– Pero ¿qué significa "efímera"? –repitió el principito, que en su vida había renunciado
jamás a una pregunta una vez formulada.
– Significa “que está amenazada de extinción”.
– ¿Mi flor está amenazada de extinción?
– ¡Con toda seguridad!
– ¡Mi flor es efímera –pensó el principito–, y no tiene más que cuatro espinas para
defenderse contra el mundo! ¡Y la he dejado completamente sola en casa!
Este fue su primer gesto de arrepentimiento. Pero se sobrepuso:
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– ¿Qué me recomienda usted que vaya a visitar? –le preguntó–
– El planeta Tierra –le respondió el geógrafo–. Tiene buena reputación...
Y el principito se marchó, pensando en su flor.
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Capítulo XVI
Así pues, el séptimo planeta fue la Tierra.
¡La Tierra no es un planeta cualquiera! Allí habrá ciento once reyes (sin olvidar a los reyes
negros, por supuesto), siete mil geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete
millones y medio de borrachos, trescientos once millones de vanidosos, es decir, dos mil
millones de personas mayores más o menos.
Para daros una idea de las dimensiones de la Tierra, os diré que antes de la invención de la
electricidad, se debían emplear allí, en la totalidad de los seis continentes, un verdadero
ejército de cuatrocientos sesenta y dos mil quinientos once faroleros.
Visto desde cierta distancia, producía un efecto espléndido. Los movimientos de este
ejército estaban dispuestos de manera similar a los de un ballet de ópera. Primero venía la
formación de los faroleros de Nueva Zelandia y de Australia. Tras encender sus faroles, se
iban a dormir. Entonces entraban en su formación los faroleros de China y de Siberia.
Después, desaparecían entre bastidores. Venía luego la formación de los faroleros de Rusia
y de las Indias. Seguidamente, los de África y Europa. Luego, los de América del Sur. A
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continuación los de América del Norte. Y jamás se equivocaban en su orden de entrada en
escena. Era grandioso.
Solamente el único farolero del único farol del Polo Norte y su colega del único farol del
Polo Sur, mantenían vidas ociosas y aburridas: trabajaban dos veces al año.
EL PRINCIPITO
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Capítulo XVII
Cuando uno pretende ser ingenioso, a veces se miente un poco. No he sido muy sincero al
hablaros sobre los faroleros. Corro el riesgo de trasladar una falsa idea de nuestro planeta a
los que no lo conocen. Los hombres ocupan muy poco espacio sobre la Tierra. Si los dos mil
millones de habitantes que pueblan la Tierra permanecieran de pie y algo apretados, como
en un mitin, ocuparían una plaza de veinte millas de largo por veinte millas de ancho. Se
podría amontonar a toda la humanidad en la más minúscula islita del Pacífico.
Seguro que las personas mayores no os creerán. Ellos se creen que ocupan mucho espacio.
Se consideran muy importantes, como los baobabs. Podéis aconsejarles hacer cálculos. Eso
les chiflará: adoran las cifras. Pero no perdáis el tiempo en esa penitencia. Es inútil. Tened
confianza en mí.
El principito, una vez en tierra, quedó sorprendido al no ver a nadie. Tenía miedo de
haberse equivocado de planeta, cuando un anillo color de luna serpenteó en la arena.
– Buenas noches –dijo el principito al azar.
– Buenas noches –dijo la serpiente.
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– ¿En qué planeta he caído? –preguntó el principito.
– En la Tierra, en África –respondió la serpiente.
– ¡Ah…! ¿No hay nadie en la Tierra?
– Aquí es el desierto. No haya nadie en los desiertos. La
Tierra es grande –dijo la serpiente.
El principito se sentó sobre una piedra y levantó los ojos al
cielo:
– Yo me pregunto –dijo–, si las estrellas están encendidas
para que cada uno pueda algún día encontrar la suya. Mira
mi planeta. Está justo sobre nosotros... ¡Pero qué lejos está!
– ¡Es precioso! –dijo la serpiente–. ¿Qué vienes a hacer aquí?
– Estoy disgustado con una flor –dijo el principito.
– ¡Ah! –exclamó la serpiente.
Y ambos quedaron en completo silencio.
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– ¿Dónde están los hombres? –prosiguió al fin el principito–. Se está un poco solo en el
desierto.
–También con los hombres se está solo –dijo la serpiente.
El principito la observó un buen rato:
– Tú eres un extraño animal –le dijo al cabo–, delgado como un dedo…
– Sin embargo soy mucho más poderosa que el dedo de un rey –dijo la serpiente.
El principito sonrió:
– No eres muy poderoso… ni siquiera tienes patas… ni siquiera puedes viajar...
– Yo puedo llevarte más lejos que un navío –dijo la serpiente.
Se enroscó alrededor del tobillo del principito, como un brazalete de oro:
– Al que toco, le devuelvo a la tierra de donde salió –le dijo. Pero tú eres puro y vienes de
una estrella.
El principito no respondió nada.
– Tú me das pena, tan enclenque sobre esta Tierra dura como el granito. Yo puedo
ayudarte si algún día echas mucho de menos tu planeta. Yo puedo…
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– ¡Oh! Te he comprendido perfectamente –dijo el principito–. Pero, ¿por qué hablas siempre
con enigmas?
– Yo los resuelvo todos –dijo la serpiente.
Y quedaron en completo silencio.
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