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© De los textos: Emilio González Ferrín
© Del diseño de la portada: Martín Lucía ([email protected])
Maquetación: Martín Lucía
Coordinador editorial: Ediciones En Huida
ISBN: 978-84-942802-4-5
Depósito Legal:
Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que
su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier
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Los puentes de Verona
Emilio Ferrín
Ediciones En Huida
Colección El refugio
Volumen 1
Los puentes de Verona
Emilio Ferrín
Capítulo I
Non esiste mondo
fuor dalle mura di Verona.
Ma solo purgatorio, tortura, inferno...
Lunes, 11 de febrero
Amanecer
1
P
ensaba Leo Frobenius que aquel viaje a Verona podía marcar
un antes y un después en una vida sin sal. Esa vida de casi
cincuenta años que ya empezaba a angostarse, a marchitar lentamente, como avanza la oscuridad en una habitación al caer la
tarde. Solo, con frío y sueño en ese añorado amanecer tras largas
horas en vela, retenía aún en sus huesos el entumecimiento de un
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incómodo viaje en avión, la relativa sorpresa de un equipaje perdido, el inesperado ajetreo en la parada de taxis al salir del aeropuerto, la extorsión inevitable del taxista al finalizar la carrera...
Leo Frobenius estaba solo, sin maletas, y plantado en medio de un puente cuando empezaba a clarear un día de febrero.
Sin pensar en nada. Tamborileando con los dedos en la baranda
de aquel puente sobre el rio Adigio, Frobenius repetía como un
mantra la frase que cobró forma en su mente nada más respirar
la niebla sinuosa que subía desde el agua: «el tedioso transitar de
su existencia ―lo repetía cada vez más rápido― tedioso transitar
de su existencia, tedioso transitar de su existencia...», hasta convertir su expresión en una mera secuencia silábica «tedestrens
texstenci, tedestrens texstenci...» que sirviese de conjuro contra
aquello que significaba: que un cuerpo puede señalarse desde
fuera, en tercera persona, y solo entonces darse cuenta de lo lejos
que está de su mente.
Se sintió bien Frobenius con su frío, su cansancio y su
desgana denunciada. Porque supo que aquel mantra alejaba de
sí, por un momento, su gastado día a día, año tras año; un día a
día que sin ese puente, esa niebla, ese viaje, no pasaría jamás de
cordial aburrimiento. ¡Eso era!: aburrimiento del corazón, allí y
entonces conjurado. Nada mejor que un viaje inesperado, obligado, para diluir el tedio. Y de ese modo lo alcanzó, súbitamente, la
flama de lo nuevo. De ese modo fue capaz de sentir los vientos
del cambio posible en su vida, mientras se imaginaba a sí mismo,
allí mismo, siendo otro bien distinto, acodado en la baranda del
puente Risorgimento, sobre el río Adigio a su paso por Verona.
La paz nublosa de aquel frío, la fría niebla que lo apaciguaba, la niebla pacífica que enfriaba sus huesos lo hicieron sentirse parte de ninguna parte, hijo de un tiempo inexorable. A lo
lejos, se oyó un mínimo aletear de algún pájaro que debió de posarse junto a él, sobre la baranda del puente. Sin siquiera voluntad
para mirarlo de reojo, Frobenius supo que el pájaro se acercaba.
Podía escuchar asimismo su tenue y nervioso picoteo contra la
piedra del puente. Fue entonces cuando ocurrió, sin previo aviso.
El inocente pájaro emitió un breve canto inocente: dos leves notas, rápidas como semifusas al viento. Aunque más bien ―pensó
Frobenius― parecían la secuencia de una semifusa encadenada a
una fusa, pues el segundo sonido le pareció el doble de largo que
el anterior, siendo ambos de duración infinitesimal... Y qué decir
sobre la tonalidad... La cabeza de Frobenius comenzó a salir del
letargo, a moverse lentamente, contrastando con la celeridad de
unos ojos que se abrieron entonces de par en par. Ahí estaba de
nuevo: otra vez la música, plantada ante él.
La música: su profesión, su miedo, su locura. Lo había
perseguido desde que subió a ese avión la noche antes, y a lo
largo de los endémicos retrasos, incluso sorteando al hormiguero
humano del aeropuerto. Batiendo sus alas en aquel tiempo que se
asomaba ahora como nuevo, dejando constancia del peso de lo
viejo. Frobenius recibió la noticia sobre su renovado acoso musical como si aquel inocente pájaro se hubiera transformado en un
dragón negro posado sobre el puente, con sus garras amenazando la ahora repentina fragilidad de la piedra. El hombre dio un
paso atrás, recluyéndose con timidez, consciente del huracán que
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se acercaba. Esas dos notas entonadas... Su mente comenzaba
a rugir: ¿parecía una secuencia de notas fa y mi, o acaso fa sostenido y fa? Era evidente que la primera resultó más aguda, así
como que entre una y otra solo pudo recorrerse medio tono... El
miedo se apoderó del breve nuevo Frobenius: la música lo había
perseguido hasta aquí. Media lágrima pudo asomarse a sus ojos,
distorsionando la visión pausada del río, arremetiendo contra el
alma nueva de aquel Frobenius frío, plácidamente silente. Miró
hacia abajo, descorazonado; como quien, tras huir por un callejón oscuro, al detenerse y tratar de recobrar el aliento, percibiese
de pronto el acoso de unos pasos en la lejanía.
La música como augurio de regresión. Durante toda su
vida, nunca pudo resistir la tentación sublime ―trágica― de
construir mentalmente una cierta armonía tonal que, sin embargo, lo encadenaba ahora a su tiempo viejo ―«tedestrens texstenci, tedestrens texstenci...»―. Frobenius no era un loco por la música. Más bien era un enloquecido por ella ―algo diagnosticado,
tratado y medicado, todo sea dicho―; por sus deleites arpegiados, sus cadencias perfectas. Y entre el mantra aquel que volvió a masticar con frenesí para acallar aquellas dos breves notas
―«tedestrens texstenci, tedestrens texstenci...»―, entre la tristeza por no alcanzar a zambullirse plenamente en su nueva vida sin
cadencia musical, Frobenius buscó un punto fijo en el horizonte.
Plano, blanco; la fachada de una gran casa. Y, como durante toda
su vida vieja, Frobenius deseó soñar con el silencio...
Pero aquel pájaro ―ya dragón― entonó ahora por tres
veces consecutivas la misma secuencia musical de dos notas, con
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el añadido inesperado de una tercera nota final alargada, probablemente una nota sol, si se mantenía la hipótesis de una secuencia de fa sostenido y fa, dado que la tercera nota era ligeramente
más aguda... Y Frobenius se vio ya absorbido e inmerso en su
pozo conocido de constelaciones musicales, preguntándose si
aquel pájaro enviado sería un ruiseñor; encadenando desde ahí
su mente a las galeras de su reflexión caótica por los laberintos
del pentagrama. Su cerebro de musicólogo se activó, inundándose de historias conectables. Flotó junto al autor Bernard Gavoty y
su célebre biografía de Chopin, donde afirma que la función de la
música es hacer olvidar al ser humano que una vez escuchó cantar a un ruiseñor. Pero aquí no había olvido ―nunca lo hubo―
sino más bien relación, conexión. Contextualización de aquellas
breves notas que, si bien claras en su tonalidad, mantenían entre
sus dos emisiones una relación de alguna forma atonal, como si
hubieran sido un mensaje ultramundano enviado por Erik Satie
para que ese Frobenius ―ahora el de siempre, de nuevo― sobre ese puente de Verona, hallase alguna correspondencia oculta.
Frobenius notaba el vértigo de una caída, no por conocida menos
trágica. Respiraba entrecortado ante la presión añadida de otro
recuerdo más mundano: sus pastillas recetadas para la ansiedad,
así como las infusiones que apaciguaban su largamente diagnosticada tendencia maníaco-depresiva, se encontraban ahora tan lejos como su maleta extraviada. ¿Qué quería decirle aquel pájaro,
aquel cuervo de Allan Poe, aquel dragón, la música del puente,
esa orquesta puesta en pie de niebla, frío, paz derrotada? ¿Qué
venía a arrancarle esta vez la música?
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Satie, Erik Satie... Atonalidad... Verona, puente, Risorgimento ―«tedestrens texstenci, tedestrens texstenci...»―. Buscaba Frobenius relaciones, conexiones, lazos insinuados en un bucle
eternamente musical que ahora desplegaba sus negras alas sobre
su viva estampa de descamisado en un puente al amanecer. ¡Claro!, Erik Satie, minimalista, serialista, impresionista... ¡Claro!, Verona, Italia, clasicista... Las conclusiones parciales, los resultados
en suma y sigue se abrían camino a codazos en la mente obsesiva
y orquestada de Frobenius. Repetición y absurdo de la atonalidad
de Satie frente a una arquitectura operística tradicional italiana de
espaldas a la ingeniería alemana... Satie incluso dejó de usar líneas
divisorias para separar los compases de sus partituras. Sin embargo... Por ahí iba bien: Frobenius se devanó los sesos tratando de
encontrar el hilo; en ciertos aspectos, las obras atonales de Satie
recuerdan vagamente a las composiciones de los últimos años de
Rossini, agrupadas bajo el nombre de Péchés de Vieillesse, los
pecados de la vejez de un normativista; los divertimentos. Rossini también había escrito pequeñas piezas casi humorísticas que
coqueteaban con la atonalidad, como Mon prélude hygiénique du
matin, y se las dedicaba a su perro en el día de su cumpleaños.
Estas obras se habían interpretado en el exclusivo salón
de Rossini en París. Pero algo no casaba del todo y había que forzarlo. Frobenius encajó su mandíbula para esforzarse al máximo.
Su acceso de locura estaba ya desbocado sin la química habitual
que podía aplacarlo. Con toda probabilidad, Satie no llegó a leer
o escuchar estas piezas en el tiempo en que componía sus propias
obras; las primeras décadas del siglo xx. Estas obras de Rossi12
ni no se habían publicado aún en aquella época. Se cuenta con
fundamento, y Frobenius había editado unas cartas al respecto,
que Diaghilev descubrió el manuscrito de estas piezas de Rossini
alrededor de 1918 en Nápoles, antes de poner en escena La Boutique Fantasque, aproximadamente en la misma época en que
Satie ya había dejado de escribir comentarios humorísticos en
sus partituras. El momento en que el antiacadémico Satie movía
el eje desde la acumulación de tensión armónica wagneriana hasta el timbre, el color y el ritmo, coincidía con la bajada de tensión
en los divertimentos de Rossini. Y ese salto indocumentado, esa
conexión entre Francia e Italia, ese tiempo de música descamisada, había sido revelado a Frobenius sobre un puente. Un puente
musical en su mente sobre uno de piedra que pisaba, y este rotulado como Risorgimento: resurgir, renacer.
Un escalofrío recorrió la espalda de Frobenius: sin pastillas, sus accesos musicales se concretaban en lugar de diluirse.
Se construían puentes de lógicas piedras que lo devolvían a la
seguridad del suelo. Y esto era nuevo...
―¡Ajá! ―gritó ese hombre en mangas de camisa sobre
ese puente, asustando con sus brazos en alto y sus saltos a un
pobre pájaro que se había posado junto a él, en la baranda. Ajena
y más allá de ese laboratorio armónico mental, una joven que pasaba junto a Frobenius dudó por un instante entre acercarse por si
necesitaba ayuda o cambiarse de lado en el puente para cruzarlo,
optando finalmente por lo segundo. La joven apresuró sus pasos,
pero aún mantuvo su mirada sobre aquel hombre visiblemente
alterado y volcado sobre la barandilla de un puente. ¿Iría a saltar?
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Allí mismo, pero alejado de lo planetario, Frobenius descubrió entonces, y de ese modo, que quizá en Verona podía encontrarle sentido al laberinto musical de su mente. Se sintió libre
sin maletas ni pastillas. Supo también que la dualidad de identidad no tenía por qué mostrarse siempre esquizofrénica o bipolar, como siempre habían temido en su familia, o él mismo en
sus breves paraísos de silencio. Alcanzó a comprender que podía
sentir la naturalidad de ser casi dos. Es más, sentirse cómodo al
percibir el modo en que alcanzaba a verse en confortable doblez:
unas veces en acostumbrado talante inerte, receptor de mundo, y
otras en sorprendente actitud activa, diferente y gloriosa emanación creadora. El yo y el yo deseado, fundidos sin confundirse,
unidos por puentes de lógica ante una única situación dada. No
era bilocalismo ni ubicuidad. Mucho menos esquizofrenia o bipolaridad. Era segunda oportunidad sincrónica. Un Risorgimento
―como el nombre de ese puente de piedra, el que pisaba―, un
resurgir, otro puente entre el país del que venía y el que lo recibía, traídos por el ruiseñor-dragón bajo la forma de la atonalidad
contrastiva de Satie y Rossini. Supo también a ciencia cierta ―o
al menos lo deseó con todas sus fuerzas― que aquella sería precisamente la ciudad de los puentes, y, sobre todo, de uno esencial
en su propia vida, cuya segunda mitad comenzaría a vivir en ese
preciso ―precioso― segundo.
Leo Frobenius, hombre de letras y acordes, de pies doloridos por el tiempo de viaje, se vio por fin, a esa inclemente hora
feliz, fulminado por la transformación. Sonrió frente a la imagen
del otro sí mismo, ante el paralelismo de dos caminos que se abrían
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ante sus pasos: dos lados de puente con cien metros de acera y barandilla. Lo sobresaltó el claxon de un coche a su espalda, y rompió a reír al darse cuenta de que caminaba por en medio de la calzada, apresurándose a subirse a la acera pidiendo perdón al coche,
al puente, al cielo, al dragón (ahora mero ruiseñor).
Resultaba de una simpleza genial: no hacía falta cambiar,
qué gran error de enfoque en tantos lustros de impotencia anímica. Se trataba de disociarse sin tragedia; de saber ir y volver. De
no perder el hilo, el puente. En Verona, Leo Frobenius era también otro, no tenía que adormecer a su otro yo creativo. Se sentía
renacido, crisálida sorprendida, fuerte, con el valor añadido del
viejo tedio escarmentado que ahora podría sobrellevar en una
ciudad distinta, ligero de equipaje. No le pesaba ya la sobrecarga
simultánea de ese yo de siempre, ahora conectado. Respirando
la niebla sobre las aguas del Adigio, en esa primera mañana inesperada de su obligada expedición, Leo Frobenius sonrió, en
sintonía con el futuro abierto de par en par. La nueva infancia lo
envolvía como una bufanda, y desempolvó lecturas orbitales del
pasado: «dentro de los muros de Verona, sí existe el mundo».
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