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CLM.ECONOMÍA, Nº 1, Segundo Semestre de 2002.
Págs. 123-146
El cambio de
rumbo de la política
económica:
de la estabilización
a la estabilidad
Juan Iranzo
Director General del Instituto de Estudios Económicos
Artículo entregado en julio de 2002.
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E L C A M B I O D E R U M B O D E L A P O L Í T I C A E C O N Ó M I C A : D E L A E S TA B I L I Z A C I Ó N A L A E S TA B I L I D A D
1. El cambio de paradigma
de política económica:
¿el fin de los ciclos?
A lo largo de la última década la economía mundial ha sido
testigo de profundas transformaciones que, impulsadas por el
fenómeno de la globalización, la revolución de las nuevas tecnologías de la información y los cambios estructurales en el tejido
productivo y en las técnicas de organización y gestión empresarial,
han propiciado la aparición de un nuevo contexto, que algunos
expertos han venido a denominar "Nueva Economía", identificada
con la continuidad de largos periodos de crecimiento sostenido y
estable en el tiempo. A nuestro parecer, la "Nueva Economía" no es
el resultado inevitable de estas transformaciones sino que viene
avalada por la aplicación de un nuevo paradigma de política
económica y en particular por la mayor sensibilización de los
gobiernos nacionales hacia los efectos perversos de la utilización
indiscriminada de políticas de demanda para estabilizar la
economía. "Esta nueva realidad nos obliga a adoptar nuevas
aptitudes, las políticas de demanda deben ser de estabilidad,
pasando del crowding-out al crowding-in y la política monetaria
debe ser de relojería moviéndose los tipos de interés en un margen
muy estrecho. Contra el ciclo no se debe luchar, sólo hay que
cambiarlo y si conseguimos el nuevo reto del crecimiento y
estabilidad estaremos ante lo que podríamos denominar un Nuevo
Ciclo" (Ciclo de conferencias del ICO sobre Estabilidad
Macroeconómica que tuvo lugar en Madrid, Abril de 2002).
En esta dirección se enmarca la política económica adoptada
en España a partir de la segunda mitad de los 90, que ha logrado
reducir la inflación y el déficit público a niveles históricamente bajos
y crear un entorno más propicio para la inversión y el crecimiento
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del empleo. De esta forma, se está poniendo de manifiesto que
sólo en economías abiertas y en presencia de mercados de
productos y factores suficientemente flexibles y eficientes en su
función de asignadores de recursos, las políticas de demanda
pueden perseguir el objetivo de estabilidad y contribuir al logro de
un crecimiento sostenido. Así, lo que se pide a las políticas macroeconómicas, más que contribuir a la estabilización, es que sean
estables, cobrando relevancia las políticas de oferta orientadas a la
mejora de la competitividad y flexibilidad de las economías, como
mecanismo para incrementar el bienestar económico.
No hay duda de que un objetivo altamente deseable y
perseguido por las autoridades económicas de un país es la
prolongación de su fase alcista del ciclo económico, en cuanto de
ello se derivan mejoras en el bienestar social, asociadas a aumentos
de la renta per cápita, empleo e incremento de la productividad
nacional. Sin embargo, largos periodos de expansión económica
suelen generar desequilibrios que resultan difícilmente sostenibles
en el tiempo. El estudio del ciclo económico recobra interés a
finales de los 70, alentado por la revolución metodológica de las
expectativas racionales y el aparente fracaso del hasta entonces
dominante paradigma keynesiano, pero queda relegado a un
segundo plano a finales de los 80 y principios de los 90, eclipsado
por el renovado interés por los fenómenos dinámicos en el largo
plazo que despiertan las nuevas teorías sobre crecimiento
endógeno (Bricall y De Juan, 1999). Sin embargo, el convencimiento
de que el estudio del ciclo económico continúa siendo más
asequible y fructífero para los economistas que el análisis de los
determinantes del crecimiento económico, así como el hecho de
que la capacidad de influir sobre los gobiernos en la adopción de
políticas deseables para la estabilidad macroeconómica es mayor
que la de influir sobre aquellas que estimulen el crecimiento en el
largo plazo, en cuanto sus vínculos son más difusos y su impacto
menos predecible, ha dado lugar a un renovado interés por el
estudio de estos fenómenos.
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Entre los aspectos prioritarios que interesan a los estudiosos
del ciclo económico en la actualidad destaca, ante todo, el intento
de determinar en qué medida los ciclos económicos han suavizado
su amplitud en el tiempo o han reducido su volatilidad, hasta el
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punto de que existen voces que abogan por la casi total desaparición de los mismos y en segundo lugar, cuál ha sido el papel de
la política económica en la generación o amortiguación de las fluctuaciones cíclicas. Desde un punto de vista empírico, los estudios
realizados sobre el comportamiento del ciclo económico (Backus y
Kehoe, 1992; Bergman, Bordo y Jonung, 1998 y Basu y Taylor, 1999)
en diferentes países del globo y periodos de tiempo, realizados a
través del análisis de la desviación típica de las principales variables
macroeconómicas, parecen indicar que la volatilidad del ciclo, tras
incrementar bruscamente en el periodo de entreguerras, se ha
reducido tras la segunda guerra mundial y en particular en el actual
periodo de flotación, si bien dadas las incertidumbres o cautelas
metodológicas derivadas de la interpretación de datos históricos
con periodicidad anual, todavía la experiencia no es inequívoca.
En cualquier caso, es evidente que la última década ha sido
probablemente la más estable del siglo en términos macroeconómicos, como también lo es el hecho de que la política económica
ha contribuido sensiblemente a crear un entorno de mayor estabilidad. Así, la experiencia histórica sugiere que la política económica
ha estado detrás de las fluctuaciones económicas surgidas en el
periodo de posguerra, pero aún así sería injusto negar su responsabilidad, en determinados momentos, en la amortiguación de los
ciclos económicos, atenuando la severidad de las recesiones e impidiendo la aparición de periodos de desinflación mundial (pese a los
augurios), como los surgidos en el periodo de entreguerras. Por
tanto, la instrumentación de una política macroeconómica estable,
creíble y predecible es el mejor modo de reducir incertidumbres y
generar confianza en la sostenibilidad e intensidad de los ciclos
expansivos.
En este sentido, existe una confirmación empírica de que la
relación entre la actividad económica e inflación es asimétrica. Esto
es, un exceso de demanda tiene un efecto sobre la inflación mayor
que el efecto de control de inflación procedente de un exceso de
oferta. Así, existen estudios empíricos que señalan que el efecto
inflacionista de que la actividad supere al output gap (brecha de producción existente entre el PIB potencial y su evolución real) es del
orden de cuatro veces superior al efecto deflacionista de que la actividad opere a la misma distancia del output gap, pero por debajo
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(Turner, 1995). De esta forma, cuando se adoptan políticas de
estabilización inflacionista, éstas han de ser de tal intensidad que a
la postre su efecto contractivo sobre el crecimiento sea de mayor
magnitud que el incremento del producto conseguido anteriormente cuando se permitió incrementar la inflación. Esta
circunstancia es la que justifica el hecho de que, en la actualidad,
las autoridades económicas estén más centradas en políticas
económicas preventivas de la inflación, más que en políticas compensadoras de la misma a posteriori. Es más, los efectos asimétricos
de la actividad sobre la inflación hacen que la política económica
pueda aumentar el nivel de crecimiento de la economía a largo
plazo, simplemente actuando de forma rápida e inmediata ante los
shocks de demanda, para reducir al mínimo las variaciones del producto a lo largo de su tendencia.
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La evidencia empírica de los efectos de la estabilidad macroeconómica sobre el crecimiento es del todo visible y la estamos
experimentando en España, cuando, con los presupuestos más
contractivos de los últimos años y los mayores avances en la lucha
contra la inflación, se ha conseguido alcanzar un crecimiento de la
actividad desconocido para nosotros en la década de los noventa,
por encima de la Unión Europea. Pero, por si todavía existe alguna
duda, es conveniente tener presente un reciente estudio del Fondo
Monetario Internacional (1997), en el que se compara la evolución
media de los últimos veinticinco años de las variables de estabilidad
macroeconómica, por un lado, y de crecimiento económico y
convergencia real, por el otro, agrupadas todas ellas en función del
nivel de crecimiento económico alcanzado por los países. La conclusión principal a la que llega es que, prácticamente sin excepción,
los países que han reducido su inflación y mantenido bajos niveles
de déficit público, que a su vez son los mismos que han tenido un
crecimiento económico más intenso, son los que han establecido
mejores bases para el desarrollo económico (inversión y ahorro).
Aquí, cabe recordar que el vínculo principal que une a la estabilidad
del entorno macroeconómico con el crecimiento es el de la
reducción de incertidumbres y generación de confianza en la
sostenibilidad e intensidad de los ciclos expansivos, variables claves
para estimular las decisiones de ahorro e inversión interno y apelar
sin excesivos costes a la financiación exterior, circunstancia esta
última que se ve a su vez favorecida tanto por la credibilidad en la
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sostenibilidad futura de las políticas de estabilidad acometidas,
como por el hecho de que el entorno macroeconómico, además de
ser estable, sea predecible.
2. Las políticas monetarias
se reorientan en pos de
la estabilidad de precios.
Teniendo en cuenta que la inflación conlleva costes para el
crecimiento económico, una política monetaria orientada a la estabilidad de precios es condición necesaria para lograr la senda de
estabilidad que requiere todo proceso de crecimiento sostenido. La
estabilidad de precios mejora la transparencia del mecanismo de
precios relativos contribuyendo a una asignación más eficiente de
los recursos en el mercado y a elevar el potencial productivo de la
economía. En este sentido, la estabilidad de precios es una premisa
necesaria para la efectividad de las reformas estructurales orientadas a aumentar la flexibilidad y eficiencia de los mercados.
Asimismo, la credibilidad derivada de una estrategia de estabilidad
de precios, evita, al reducir la incertidumbre sobre el nivel futuro de
los precios, desviar recursos reales en operaciones de cobertura
contra la inflación o deflación, incurrir en "costes de menú" o
costes administrativos derivados de la necesidad de las empresas
de revisar los precios de sus productos y minimiza la prima de
riesgo de la inflación incorporada a los tipos de interés a largo
plazo, reduciendo el nivel de éstos y promoviendo la inversión y el
crecimiento económico. Asimismo, la estabilidad de precios
elimina las ineficiencias que el proceso inflacionista introduce en la
economía a través de su interacción con el sistema impositivo y
evita la redistribución arbitraria de renta y riqueza, contribuyendo a
mantener la cohesión social. Finalmente, cuando se carece del instrumento cambiario, el mantener un diferencial permanente de
precios equivale a una apreciación continua del tipo de cambio
efectivo real, que al perjudicar a la competitividad, acaba afectando
al crecimiento, que se ve drenado por el sector exterior, obligando
a la postre a adoptar duras medidas de estabilización, como son
por ejemplo la deflación de precios y salarios o la movilidad de los
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factores. Todo ello evidencia que existe un vínculo teórico entre
estabilidad de precios y mejora del bienestar social.
Esta relación parece estar corroborada por la evidencia
empírica. Varios estudios, referidos a un gran número de países, han
mostrado que aquellas economías con menores tasas de inflación
han crecido, por término medio, con mayor rapidez. Las estimaciones del coste, en términos de crecimiento porcentual, de un
aumento de un punto en la tasa de inflación oscilan entre 0,02 y 0,08
(De Gregorio, 1993; Fischer, 1993 y Barro, 1995). Para el caso de
nuestro país, se ha demostrado que si la inflación española durante
los últimos 25 años hubiera sido similar a la media del resto de
socios europeos nuestro crecimiento económico en términos reales
hubiera sido un 5 por 100 superior (Andrés y Hernando, 1995). Pero
además, se constata que los efectos negativos de la inflación sobre
el crecimiento económico se multiplican cuando ésta sobrepasa un
determinado nivel (Motley, 1994) como consecuencia, entre otras
razones, de las mayores dificultades para estabilizar la economía con
medidas de política económica sin incurrir en situaciones de
recesión fruto del retardo que suele producir el ajuste introducido
por la política económica en los precios y salarios.
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Justificados los beneficios de la estabilidad de precios, surge
el problema de cómo instrumentar una política monetaria que
sea efectiva en la reducción de la variabilidad de la inflación y
del output, contribuyendo a la deseada senda de estabilidad. La
experiencia histórica de las últimas décadas (en particular los
periodos de inflación y desinflación de los 70 y 80) junto con los
nuevos desarrollos teóricos surgidos a la luz de la revolución de las
expectativas racionales (Usabiaga y O´Kean, 1994) han contribuido a
mejorar nuestra comprensión sobre la relación entre los fenómenos
de inflación y desempleo y el papel que debe desempeñar la
política monetaria, especialmente en el medio plazo. La tradicional
curva de Phillips, ha sido profusamente refutada, existiendo en
la actualidad suficiente apoyo empírico y teórico para demostrar la
inexistencia de una relación inversa entre inflación y desempleo en
largo plazo (Taylor, 1999). De ello se deduce que la política monetaria es neutral en el largo plazo o inefectiva para lograr las
combinaciones deseadas de inflación y desempleo o influir en el
ritmo de la actividad económica. La tasa de desempleo de equilibrio
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o NAIRU es un fenómeno estructural, aunque no constante, y sólo
puede ser modificada a través de políticas microeconómicas de
oferta, si bien ante fenómenos de histéresis o persistencia del desempleo (asociados a problemas de segmentación del mercado,
fuerte presencia sindical y elevado número de parados de larga
duración, entre otros) la política monetaria puede influir en su nivel,
como evidencia el comportamiento del desempleo en las economías europeas tras las políticas de desinflación de los 80. Por ello,
existe cierto consenso en la actualidad en que la orientación preponderante de la política monetaria debe dirigirse al logro de la
estabilidad de precios, en la medida que a medio y largo plazo el
crecimiento y el empleo están dominados por factores reales y que
la inflación es un fenómeno preferentemente monetario.
No obstante, existe suficiente apoyo empírico y teórico que
corrobora la no neutralidad de la política monetaria en el corto
plazo, siempre que ésta logre sorprender a los agentes económicos;
circunstancia cada vez más difícil en la medida que la globalización
de los mercados y la rápida reacción de los mercados financieros
reducen la capacidad de los gobiernos para sorprender y manipular
las expectativas de sus agentes. Los desarrollos teóricos que surgen
a la luz de la hipótesis de expectativas racionales destacan la importancia de la credibilidad y consistencia temporal de la política
monetaria como premisas necesarias para su efectividad en el
control de la inflación (Bernaldo de Quirós, 2000). Cuanto mayor sea
la credibilidad de la política antiinflacionista menores serán los
costes a corto plazo, en términos de actividad y desempleo, de
adaptarse a una situación de menor inflación.
Además, en la medida que las autoridades se vean tentadas a
explotar la relación de sustitución a corto plazo entre inflación y desempleo con el objeto de estimular la actividad económica, se
producirán problemas de inconsistencia temporal, que invalidarán la
efectividad de la política monetaria en el control de la inflación. La
solución original dada por la literatura teórica al problema de la inconsistencia dinámica consistió en sustituir el carácter discrecional de la
política monetaria por la aplicación de reglas fijas, en las que se predeterminara la trayectoria que debían seguir las variables monetarias
para lograr la estabilidad de precios. Sin embargo, la inestabilidad o
simple volatilidad de las variables monetarias más relevantes, dificulta
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la aplicación de reglas fijas y la elección de variables objetivos intermedios. Por estas razones, un modo de lograr una flexibilidad
suficiente de la política monetaria sin que ésta entrañe sesgos inflacionistas derivados de la pérdida de credibilidad o inconsistencia
temporal, consiste en otorgar al banco central el cumplimiento de un
solo objetivo: la estabilidad de precios, dotándole de los medios
institucionales y técnicos necesarios para ello. En cuanto a qué se
entiende por estabilidad de precios, existe cierto consenso en que,
para aquellos países que han alcanzado una cierta senda de estabilidad, un objetivo de inflación entre el 1 y el 3% parece razonable. No
debemos olvidar que, al margen de los problemas estadísticos en la
medición de la inflación, el correcto funcionamiento del sistema
económico implica cambios constantes en los precios relativos y que
la existencia de costes de información y de incertidumbre determinan
un comportamiento asimétrico de los mismos, según el cual las
reducciones de precios son más costosas que las elevaciones, por lo
que una cierta tasa de inflación, puede ser inevitable.
Para lograr el objetivo de estabilidad de precios, es necesario
establecer mecanismos que reduzcan el grado de discrecionalidad
de las autoridades monetarias. Un trabajo pionero en esta línea es el
de Rogoff (1985), que señala la conveniencia de nombrar a un
banco central con un grado de aversión a la inflación relativamente
mayor que el de la sociedad para reducir el problema de sesgo
inflacionista. En esta línea son numerosos los trabajos teóricos y
empíricos (Alesina y Summers, 1993; Debelle y Fisher, 1995 y De
Gregorio, 1996) que apoyan la concesión de elevados grados de
autonomía a los bancos centrales en el diseño y ejecución de la
política monetaria para lograr la estabilidad de precios. Las razones
que lo justifican se basan en que esto alejará a los bancos centrales
de la tentación de perseguir objetivos reales y evitar otro tipo de
perturbaciones asociadas con el ciclo electoral. Ello otorgará mayor
credibilidad a la política antiinflacionista, y en la medida en que ésta
sea transparente facilitará la distinción entre variaciones en el nivel
general de precios y variaciones en los precios relativos, favoreciendo un ajuste más rápido de precios y salarios en respuesta a
perturbaciones macroeconómicas, reduciendo la necesidad de
utilizar la política monetaria con fines de estabilización.
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Esta es la estrategia seguida en la actualidad por numerosos
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bancos centrales, y en particular por el BCE tras el inicio de la tercera
fase de la UEM. Con todo, la contribución de un banco central independiente a la consecución de la estabilidad de precios será tanto
más favorable cuanto mayor sea el apoyo que dicho objetivo reciba
por parte del resto de políticas económicas. En este sentido, cualquier
desviación de los países miembros respecto de los compromisos asumidos en el Pacto de Estabilidad podría poner en peligro la
reputación antiinflacionista del BCE. Pero además, para los países
miembros, la pérdida de autonomía de la política monetaria y la necesaria aplicación de una política monetaria única e indivisible por parte
del BCE, puede conllevar diferencias en las tasas de inflación nacional,
cuyo origen se puede deber tanto a asincronías cíclicas, como a las
propias secuelas del proceso de convergencia real (efecto BalassaSamuelson) o a deficiencias estructurales de los mercados de bienes
y factores de los países miembros. Es por ello, y particularmente a la
luz de la experiencia reciente de nuestro país, que ante la pérdida del
mecanismo cambiario y de una política monetaria autónoma, sólo
si el resto de políticas colaboran, con una mayor restricción fiscal
y un funcionamiento más eficiente de los mercados de bienes y
productos, será posible gozar de una senda de crecimiento estable
para los precios, y de los beneficios asociados a la misma.
3. La reducción de
los déficit público
contribuye al crecimiento
Sabemos que la política fiscal es un condicionante esencial de
la política monetaria. De hecho, la financiación de los desequilibrios
de las finanzas públicas es uno de los principales factores autónomos creadores de liquidez. Así, cuando el déficit se financia
mediante la emisión de dinero -el llamado señoriaje- o cuando el
banco central compra la deuda pública emitida por el tesoro o le
concede prestamos directos al mismo se generan tensiones inflacionistas, a no ser que la política monetaria efectúe acciones
compensatorias que drenen la liquidez inyectada al sistema por las
Administraciones Públicas. En éste último caso, se produce una
elevación del tipo de interés o un efecto expulsión del sector
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privado o crowding-out que desincentiva la inversión y el crecimiento económico. En economías abiertas, el déficit público puede
financiarse mediante flujos de capital exterior, en cuyo caso, los
efectos sobre las variables macroeconómicas dependerán del
régimen cambiario adoptado. En presencia de tipos de cambio
flexibles, la entrada de capitales originará una apreciación del tipo
de cambio, con el consiguiente deterioro en la balanza por cuenta
corriente, mientras con tipos de cambio fijos, ésta generará un
aumento de la base monetaria, que en caso de ser compensado por
operaciones de esterilización del banco central, se traducirá en un
incremento del tipo de interés interno. No obstante, cuando la
apelación al crédito exterior es excesiva, se dificulta la compensación de dichas operaciones, con lo que el incremento inicial de la
base monetaria puede generar tensiones inflacionistas.
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Por el contrario, cuando la financiación del déficit se efectúa
mediante deuda pública emitida en condiciones de mercado, en la
medida que la colocación de dicha deuda compite con las
demandas privadas de recursos, tenderá a aumentar el tipo de
interés de equilibrio, sin que, en principio, se generen tensiones
inflacionistas. Sin embargo, sus efectos dependerán del grado de
liquidez de la deuda utilizada, de modo que si ésta se materializa en
activos de gran liquidez, al convertirse en sustitutos cercanos al
dinero, especialmente cuando su vencimiento es a muy corto plazo,
generará un aumento de la inflación de forma inmediata. Pero
además, si la acumulación de la deuda llega a ser de tal magnitud
que resulta insostenible para las posibilidades de una economía,
incluso un déficit financiado ortodoxamente en condiciones de
mercado puede generar tensiones inflacionistas. En este sentido,
ante cuantiosos déficit persistentes, cuando existen topes a la capacidad de imponer impuestos o reducir gastos futuros, puede
suceder que llegue un momento en que la deuda pública acumulada como consecuencia del déficit no pueda ya ser acogida en
los mercados financieros sin espectaculares subidas de tipos de
interés, tanto para compensar el riesgo de que para hacer frente a
dicha deuda hará falta incrementar la base monetaria en el futuro
(Sargent y Wallace, 1981), como para retribuir el riesgo soberano
que surge ante la acumulación explosiva de la deuda pública. Ante
esta situación, y dado que los agentes económicos actúan tanto en
función de la inflación presente como esperada, el efecto de dichas
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expectativas inflacionistas se materializará de forma anticipada. Por
tanto, independientemente de los problemas visibles que una
política presupuestaria laxa genera a corto plazo para la estabilidad
de precios, generalmente característicos de países con escaso
desarrollo de los mercados financieros, déficit presupuestarios
financiados ortodoxamente pueden minar la credibilidad de la
política antiinflacionista y la estrategia de estabilidad de precios si se
convierten en abultados y persistentes.
Las consecuencias de la política fiscal sobre la inflación
dependen, principalmente, de la actitud que tome la política monetaria respecto de la misma. Por esta razón, con la moneda única, el
impacto inflacionario de la política fiscal se multiplica al perder la
política monetaria nacional su capacidad de compensación.
Cuando la política monetaria es independiente de la política fiscal,
la primera puede diseñarse en aras de compensar los efectos
inflacionistas de esta última, aunque con el inconveniente de una
elevación sustancial de los tipos de interés. Con todo, en muchas
ocasiones, la política fiscal y la política monetaria dependen del
mismo poder político, con lo que el cumplimiento del objetivo de
inflación se puede ver comprometido firmemente por los déficit
públicos, si éstos son cuantiosos y persistentes. Cuando surgen
estas incoherencias en las diversas ramas de la política económica,
las políticas monetarias pierden credibilidad en su lucha antiinflacionista y se ven obligadas a forzar tonos tan restrictivos que son
insostenibles en el largo plazo, con lo que se catalizan las expectativas crecientes de inflación. De esta forma, se crea un círculo vicioso
de difícil salida por el que los déficit públicos persistentes y cuantiosos imposibilitan que la política monetaria pueda estabilizar la
economía, con lo que se traducen inevitablemente en un mayor
nivel de inflación, con las consecuencias perversas que ello provoca.
Bajo estas consideraciones, la reducción del déficit público
constituye una condición necesaria para la creación de un entorno
no inflacionista, generador de crecimiento y empleo, por lo que la
política fiscal debe orientarse a lograr una senda de estabilidad de las
finanzas públicas. Por estabilidad se entiende el logro de unas
finanzas públicas equilibradas o déficit públicos reducidos, que
otorguen un margen de maniobra suficiente para que el juego de los
estabilizadores automáticos contribuya a amortiguar situaciones
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recesivas, sin generar distorsiones en la estabilidad de precios y en las
condiciones de financiación de la economía. Ello sólo es posible si se
logra eliminar el componente estructural del déficit público, y con
ello su carácter procíclico, otorgando un mayor grado de flexibilidad
a la política fiscal para acomodar perturbaciones adversas. En una
Unión Monetaria se refuerzan las razones a favor del seguimiento de
unas finanzas públicas equilibradas. La razón fundamental estriba en
que una Unión Monetaria de nueva creación elimina los diferenciales
de tipos de interés. Además, la integración financiera permite a los
emisores soberanos acceder a un mercado más amplio y líquido que
antes diluyendo los costes individuales de una posible situación de
insolvencia en un país miembro entre el resto de socios de la Unión.
Así, para aquellos países que habían sido penalizados en términos
relativos en el mercado de deuda, la desaparición de la prima de
liquidez y de riesgo, puede hacer más atractivo el recurso al endeudamiento. En tales circunstancias, déficit excesivos en el ámbito
nacional generarán distorsiones en el conjunto de la Unión, generalmente a través de mayores tipos de interés a largo plazo y pérdida de
credibilidad de la política antiinflacionista del BCE. Este argumento es
la base principal sobre la que se asienta el establecimiento de
normas de disciplina fiscal en la UEM, y en particular el Pacto sobre
Estabilidad y Crecimiento.
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Con todo, es previsible que con la moneda única, los peores
efectos del déficit sobre el crecimiento se manifiesten más que sobre
tipos de interés vía precios o sector exterior. No obstante, respecto
a este último, cabe efectuar algunas consideraciones. Así, si se considera que el saldo de la balanza por cuenta corriente equivale a la
diferencia entre el ahorro privado nacional y la inversión privada más
el déficit público, en la medida que el déficit público sea duradero y
elevado tenderá a provocar un mayor déficit por cuenta corriente,
siempre y cuando la inversión privada no disminuya, ajuste que en
gran parte, tal y como nos manifiesta el conocido modelo MundellFleming, se produce a través de la apreciación del tipo de cambio. La
experiencia española de la segunda mitad de los ochenta fue clara,
manifestándose un indeseable efecto de expulsión real, en cuanto se
filtraron al exterior los efectos expansivos del déficit por la vía de
mayores importaciones y una menor progresión de las exportaciones, mientras que el efecto contractivo del déficit -tipos de interés
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elevados- permanecía dentro de nuestras fronteras, apreciando
artificialmente nuestro tipo de cambio de la peseta, gracias a la
credibilidad del SME y destruyendo gran parte de nuestros sectores
económicos abiertos a la competencia. El resultado no es otro que el
sector exterior acaba restando crecimiento. A partir de ahora, con la
fijación irrevocable de nuestros tipos de cambio, el ajuste será distinto, y se manifestará más por la vía de tensiones inflacionistas
internas, que por filtraciones exteriores espoleadas por la apreciación
nominal del tipo de cambio. Sobre todo, si la financiación de los
déficit se efectúa apelando a los capitales foráneos, se incrementará
la "base monetaria nacional", con los consiguientes efectos inflacionistas, máxime cuando dicha circunstancia no podrá ser esterilizada
con la política monetaria nacional. De esta forma, los efectos
inflacionistas sobre la demanda del déficit público, serán mayores en
el corto plazo, y ello aunque la creciente apertura de nuestra
economía nos aumenta la propensión a importar ante tirones de
demanda. No obstante, en el largo plazo, los efectos del déficit
también pueden filtrarse hacia el exterior vía apreciación del tipo de
cambio efectivo real, lo cual tendría un coste altísimo en términos de
pérdida de actividad y empleo, a la vista de no poder ser
compensado ya con el instrumento cambiario.
Los nuevos desarrollos teóricos basados en la Hipótesis
Expansiva de la Política Fiscal Restrictiva, muestran que ajustes fiscales
concebidos adecuadamente pueden ejercer un estímulo a la
actividad económica. Así, la experiencia de los procesos de
consolidación fiscal aplicados en la última década en algunos países
de la OCDE han conducido a expansiones de la actividad económica,
sugiriendo la existencia de una relación entre la demanda privada
y la política fiscal inversa a la defendida por el paradigma keynesiano
y que ha sido teóricamente explicada en la literatura económica por
la importancia de las expectativas de los agentes económicos en
torno al diseño futuro de la política fiscal. Además de los efectos
directos del ajuste fiscal (derivados de la reducción de la demanda,
disminución de la inflación esperada y caída en el tipo de interés real)
existen efectos indirectos, que pueden llevar al sector privado a interpretar un programa de consolidación fiscal como una reducción
permanente de la carga impositiva futura, lo que generará efectos
expansivos tanto por el lado de la demanda como de la oferta. Por el
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lado de la demanda, los efectos expansivos de una contracción fiscal
se canalizan a través de dos mecanismos: el efecto riqueza sobre el
consumo y el efecto credibilidad sobre el tipo de interés. Si el recorte
del gasto es percibido como permanente, los consumidores
anticipan una reducción en la carga fiscal que habrán de soportar en
el futuro con el consiguiente aumento en su renta disponible. En
este caso y contrariamente al efecto keynesiano de un recorte en el
gasto público, se producirá un aumento del consumo privado, tanto
mayor cuanto menores sean las restricciones de liquidez a las que se
enfrenten los agentes económicos o mayor sea la eficiencia de los
mercados financieros. Por otro lado, el aumento de la credibilidad de
los gobiernos que acometen ajustes presupuestarios percibidos
como permanentes y exitosos, tiene efectos positivos sobre la
reducción de los tipos de interés reales, al reducir la prima de riesgo
asociada a elevadas tasas de inflación y deuda pública. Por el lado de
la oferta, las expectativas sobre menores impuestos futuros asociadas a un recorte del gasto público creíble y permanente generan
efectos renta y sustitución, afectando a las decisiones de trabajo,
ahorro e inversión. Estos efectos indirectos de los déficit se manifiestan a través de la acumulación de factores y su consiguiente
efecto sobre la productividad. La explicación es que las políticas fiscales insostenibles son percibidas, la mayoría de las veces, bien
como adelantos
temporales de subidas impositivas que acaban
afectando a la rentabilidad de los factores empleados, o bien como
anticipos de futuros ajustes de la inversión pública, con el consiguiente perjuicio para la competitividad (Alesina y Perroti, 1997).
Como es obvio, los agentes pueden reaccionar ante esta contingencia reduciendo sus niveles
de ahorro e inversión, acciones
ambas que afectan al crecimiento económico negativamente, especialmente si, como normalmente sucede, los déficit generan la
ilusión financiera de que su pago corresponde a la generación futura.
138
Los efectos expansivos sobre el crecimiento económico de la
contracción fiscal dependen en gran medida de los instrumentos
utilizados para consolidar las finanzas públicas y de las circunstancias en que éste se produzca. En primer lugar, el recorte del gasto
público debe ser percibido como permanente por las economías
domésticas (Giavazzi y Pagano, 1995), para lo cual se recomienda
una reducción del gasto público lo suficientemente elevada y de
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carácter persistente. No obstante, incluso pequeños recortes en el
gasto público pueden producir incrementos considerables en el
consumo privado, si la situación del sector público es tal que un
cambio de régimen de política fiscal brusco es esperado debido a
que el ratio del consumo público en relación al PIB ha alcanzado
niveles excesivos (Bertola y Drazen, 1993). Finalmente, el diseño de
la política fiscal resulta crucial; para que se produzcan los efectos
esperados sobre la renta permanente, el ajuste debe acometerse a
través de un recorte del gasto público y no de una subida de
impuestos (Alesina y Peroti, 1997) . Pero además el recorte del gasto
para ser percibido como permanente debe afectar a las partidas
estructurales del mismo (gastos sociales, transferencias, salarios y
empleo público).
Por otra parte, el diseño del ajuste fiscal, la composición y nivel
de las distintas partidas de gastos e ingresos es especialmente relevante en el análisis de las implicaciones de la política fiscal sobre el
crecimiento económico. Así, en lo relativo a los ingresos, numerosos
trabajos demuestran una correlación negativa entre el rápido
aumento de la presión fiscal y el crecimiento económico (Engen y
Skinner, 1992). De igual forma, las distorsiones que genera el sistema
impositivo sobre la eficiencia económica, cuantificadas por el
concepto de exceso de gravamen, aumentan en función del nivel
impositivo, especialmente cuando la estructura del sistema fiscal
descansa, ante todo, en la tributación directa. En concreto, la
tributación del capital desestimula su acumulación reduciendo el
potencial de crecimiento económico a largo plazo. Se ha demostrado que los niveles de los tipos impositivos marginales de la
imposición de la renta, son uno de los principales factores explicativos de las diferencias en las tasas de crecimiento (Easterly y Rebelo,
1993). En cuanto a los gastos, parece que el crecimiento económico
está inversamente relacionado con el nivel alcanzado por el gasto
público (Levine y Renelt,1992), cuestión lógica si se tiene en cuenta
el efecto expulsión que ejerce el gasto público sobre el sector
privado, las ineficiencias derivadas de la asignación de recursos al
margen del mercado y los desincentivos que los elevados
impuestos necesarios para financiarlo introducen en las decisiones
de los agentes económicos. No obstante, el impacto del gasto
público sobre el crecimiento depende de su composición. Así,
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mientras la inversión en actividades productivas (infraestructura,
nuevas tecnologías, capital humano) ejerce un efecto positivo sobre
el crecimiento económico, al compensar su efecto expulsión por
los efectos benéficos sobre la productividad del sector privado,
especialmente cuando la inversión resulta complementaria de las
actividades del sector privado, el consumo corriente y las transferencias perjudican en mayor medida el crecimiento (Raymond,
1992). Estas consideraciones deben hacernos reflexionar sobre el
futuro del Estado de Bienestar, máxime ante los nuevos retos que
suponen los cambios demográficos y el propio proceso de globalización. La adaptación al nuevo entorno exige un compromiso entre
la sostenibilidad de los compromisos sociales y la eliminación de
distorsiones que generan las abultadas partidas de gasto social con
el fin de crear economías más eficientes que otorguen mayores
estímulos a la iniciativa privada.
4. Hacia un mayor
protagonismo de
las políticas de oferta.
Si las políticas de demanda deben abandonar su función de
estabilización económica por la de fomento de la estabilidad,
contribuyendo a mejorar el comportamiento macroeconómico de
las principales variables de la economía, se requieren economías
flexibles y competitivas que permitan a los agentes económicos
adoptar decisiones eficientes y rápidas ante los cambios relativos en
el entorno (gustos, precios, costes, tecnología,...) favoreciendo el
correcto funcionamiento de las fuerzas de mercado. Por ello, las políticas de oferta cobran relevancia en este nuevo paradigma de
política económica y se convierten en el instrumento clave para
facilitar el funcionamiento competitivo de los mercados y lograr, a
través de economías más eficientes, mantener crecimientos no
inflacionarios y sostenidos en el tiempo en un mercado cada vez más
global.
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Para afrontar los nuevos retos a los que se enfrenta la economía
española es imprescindible mejorar la competitividad y flexibilidad
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de nuestra economía, objetivos ambos que difícilmente se pueden
alcanzar al margen de las políticas microeconómicas de oferta
(OECD, 1996). Una de las manifestaciones de política de oferta más
eficaces han sido las reformas estructurales, centradas en el aumento
de la competencia en los mercados de bienes, servicios y factores,
que además actúa como instrumento disciplinador de los mercados
y perfecciona los mecanismos de adaptación al entorno cambiante.
Está demostrado teórica y empíricamente que la competencia es el
principal motor de la eficiencia, y que cuando se restringe merman
los incentivos para la innovación y el control de costes, al desaparecer la penalización de la pérdida del mercado en provecho de los
competidores y ralentizar los cambios necesarios en la asignación de
recursos para adaptarse a los cambios relativos en el entorno (gustos,
precios, costes, niveles tecnológicos, etc.) y aprovechar las nuevas
oportunidades. Todos estos procesos cobran fuerza, en cambio,
cuando se reestablecen los sistemas de incentivos motores de la
economía, que premian la innovación, la asunción de riesgos, el
trabajo y el ahorro. Por esta razón, una de las prioridades de las políticas
centradas en la oferta consiste en eliminar las distorsiones
que la intervención pública -y sus secuelas de gasto e ingreso- producen en las decisiones de los agentes económicos.
Asimismo, la flexibilidad y la capacidad de adaptación de
nuestra estructura productiva son también atributos clave para
operar en un contexto exterior adverso y reaccionar ante los
desajustes que surjan. Las economías más flexibles pueden
reorientar sus recursos rápidamente y a bajo coste, en respuesta a
situaciones de desequilibrio, obedeciendo a las variaciones de los
precios relativos (Killick,1995). En general, las economías flexibles
suelen dejar mayor margen de actuación al mercado, librándole de
regulaciones e injerencias administrativas innecesarias y perturbadoras, por lo que se debe proseguir y profundizar con la política
de desregulación y privatización ya iniciada, que es ahora más
necesaria que nunca, para acelerar el permanente cambio
estructural que siempre ha guiado el progreso económico.
De lo anterior se infiere que las reformas estructurales más
eficaces son aquellas orientadas a recuperar la competencia como
instrumento disciplinador de los mercados mediante la supresión de
las trabas que entorpecen su funcionamiento eficiente. En este
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sentido, desde la década de los 80, la privatización, los recortes impositivos la desregulación y liberalización de bienes y servicios se han
ido imponiendo como recetas universales de políticas de oferta y la
experiencia de más de más una década en los países anglosajones e
incluso la más incipiente liberalización en la economía española
(OCDE,1998) nos ofrece abundante evidencia de los efectos positivos para la eficiencia económica de la adopción de estas medidas.
Los principales efectos benéficos se manifiestan en la reducción de
precios y mejoras de la productividad, derivadas de una reasignación
más eficiente de los recursos, lo que a su vez favorece la creación de
nuevas oportunidades de negocio e incentiva la inversión y la creación de empleo. Por ello, las distorsiones derivadas de la propiedad
injustificada de empresas públicas o de regulaciones excesivas e
inadecuadas amparadas en la excusa de los "fallos de mercado"
suponen un lastre para la competitividad de la industria nacional y
olvidan la presencia de "fallos del Estado" que pueden acarrear distorsiones aún mayores de las que trataban de paliar. Estas
distorsiones se muestran no sólo en pérdidas de eficiencia estática
sino también dinámica, por lo que no sólo impiden minimizar costes,
sino que además reducen los incentivos a la innovación y al uso de
tecnologías más eficientes, mermando la capacidad de las empresas
de competir en un mercado globalizado.
142
Pero además, en la actualidad, los avances técnicos y
desarrollos teóricos han permitido revisar la teoría tradicional de la
regulación, desdibujando los límites técnicos del monopolio
natural, por lo que un gran número de actividades tradicionalmente
explotadas en régimen de oligopolio protegido, en base a la
presencia de fuertes economías de escala (especialmente en el
campo de las telecomunicaciones y de la energía) en el rango relevante de producción, pueden ejercerse en régimen de
competencia, permitiendo la aparición de rivalidad entre operadores, sin que por ello reduzcan su eficiencia. En un mundo en el
que las condiciones de mercado y la tecnología cambian continuamente, la rigidez de la actuación gubernamental dificulta una
adaptación eficiente a dichos cambios. La evaluación del papel del
sector público debe hacerse desde una nueva óptica, que requiere
una perspectiva global y un análisis dinámico de sus efectos económicos. En este sentido, la misión del Estado debe ser la de velar por
el efectivo cumplimiento de las condiciones de competencia,
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lo que no le exime, en determinados casos, de establecer un nuevo
marco de regulaciones adecuadas para promover la competencia y
asegurar el cumplimiento de determinados objetivos sociales. Ello
implica que la privatización de empresas públicas debe acompañarse de una modificación previa de la estructura del sector y de la
definición de un adecuado marco regulatorio, pues sólo así se
evitará que el poder de monopolio se transfiera de manos públicas
a manos privadas. La mejora de la calidad de la regulación y de las
condiciones de competencia en el mercado exige la constitución de
órganos institucionales con capacidad de supervisión y sanción de
las condiciones de competencia. El diseño de los mismos, en lo que
respecta a la independencia y transparencia en la ejecución de su
tarea resulta crucial para que dicha labor sea efectiva. Además, la
importancia de estos órganos se refuerza en un mundo como el
actual en el que las fusiones y concentraciones empresariales se
multiplican y cuyos efectos, aún cuando resultan positivos para
alcanzar dimensiones óptimas en un mercado globalizado, pueden
afectar negativamente al ejercicio de poder económico, si sus
prácticas no son correctamente vigiladas.
Si la reforma en los mercados de productos resulta clave para
lograr estructuras productivas más competitivas y economías más
dinámicas, la eliminación de las rigideces existentes en el mercado
de trabajo continúa siendo una prioridad de la política de oferta
para el conjunto de los países de la Unión Europea, y para España en
particular. El funcionamiento eficiente del mercado de trabajo es
una condición necesaria para garantizar una senda de estabilidad
de precios y un crecimiento de la renta per cápita en el largo plazo.
Estos argumentos se refuerzan en el contexto de la UEM, donde sólo
en presencia de mercados laborales lo suficientemente flexibles
como para acomodar shocks de carácter asimétrico, será posible
lograr una senda de crecimiento estable. Así, la flexibilidad de
precios y salarios junto con la movilidad laboral se convierten en
instrumentos clave, ante la pérdida del mecanismo cambiario y los
límites impuestos a las políticas de estabilización. En definitiva,
tanto dentro de la UEM, como inmersos en un mercado global cada
vez más competitivo, únicamente si garantizamos la estabilidad
de nuestros desequilibrios básicos y liberalizamos los mercados de
factores, bienes y servicios, podremos mantener la actual senda
de crecimiento estable generador de empleo y bienestar.
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