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Sant Josep Obrer
LECTURA COMPLEMENTÀRIA SOBRE LA INICIATIVA EMPRESARIAL
(EPÍGRAF 1.4)
El bello sueño del trabajo estable
JAIME GARCÍA AÑOVEROS
Una empresa es una unidad de producción de bienes y servicios. Combina, por un lado
actores de producción, esencialmente trabajo y capital. Genera en su acción, bienes y
servicios, ¿Y por qué los produce? Porque alguien los quiere, los demanda, tiene deseo
de adquirirlos y capacidad para pagarlos. La empresa no combina los actores de
producción a capricho. Éstos son, también, bienes escasos y la empresa, para usarlos
tiene que pagarlos; el trabajo y el capital tienen un precio.
La empresa se crea, y suele tener vocación de permanencia. Quien hace una empresa,
quiere normalmente que ésta se perpetúe, al menos, durante su vida y, probablemente,
para después de su muerte, por la vía de la sucesión hereditaria. Una empresa es un
patrimonio, y la gente quiere que dure. En cuanto que es también una fuente de
ganancia, no se trata sólo de un afán acumulador, sino de mantenimiento de un modo de
vida. Y no sólo para el empresario, sino para los capitalistas que tienen en ella
colocados sus ahorros, y para los trabajadores que en ella prestan sus servicios. Una
empresa permanente es una fuente de redistribución permanente del capital y de
ocupación permanente, estable, de los trabajadores que en ella actúan.
Pero la empresa es, esencialmente, una institución inestable si pensamos en una
economía libre. La empresa tiene que abrirse paso y permanecer entre continuas
acechanzas que pertenecen a la naturaleza misma del sistema de producción y
distribución. Puede ocurrir que los compradores de sus productos pierdan capacidad
económica o cambien de gustos, en cuyo caso dejarán de comprar o comprarán menos.
Puede ocurrir, sobre todo, que otras empresas que surjan produzcan más barato o con
mejor calidad. En el proceso incansable de innovación, unas empresas son desbancadas
por otras, y las que permanecen lo hacen, normalmente, sometiéndose a un proceso
incesante de cambio, renovación, utilización de nuevas tecnologías o nuevas técnicas de
organización o de comercialización. Ninguna empresa puede dormirse en la
prosperidad. Si lo hace, su sueño será terminal.
No hay que ir muy lejos para comprobarlo. Todos nos relacionamos con empresas
comerciales; continuamente surgen nuevos comercios que sustituyen a antiguos que
desaparecen. Cualquiera puede recordar la geografía de sus suministradores años atrás,
y podrá comprobar que la actual difiere, y a veces sustancialmente, de la anterior.
Cualquiera puede también recordar cuáles son los componentes de su consumo hace 15
o 20 años y comprarlos con los de ahora: nuevos productos, adquiridos en nuevos
establecimientos, o en antiguos remozados; nuevos servicios, nuevas vacaciones,
nuevos medios de transporte, nuevas ofertas para ocupar nuestro ocio; todo cambia, y a
un ritmo muy vivo.
En una economía que, además de libre, se abra a ámbitos territoriales lejanos, la
inestabilidad empresarial es mucho mayor. Productos que llegan de países remotos, de
los que hace pocos años la mayor parte de la gente desconocía hasta la existencia. La
tensión de la vida empresarial es, en libertad económica, la esencia misma de la
actividad productiva. ¿Cuántas empresas, ante nuestros ojos, nacen y mueren todos los
días? La renovación en el mundo empresarial es creciente, de inusitada rapidez. El
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sueño de la estabilidad no es más que eso, un sueño. Una economía libre y abierta
elimina empresas sin cesar. El maltusianismo de las ineficientes es, si bien se mira, para
dar miedo ¿Es que nada, en el mundo de la producción, permanece estable? La
respuesta es que nada permanece estable.
La empresas tienen, de suyo, menos esperanza de vida al nacer que las personas; más
aún, los avances técnicos y científicos han permitido un acrecentamiento notorio de la
esperanza de vida al nacer. Esos mismos avances técnicos, y la apertura de fronteras
económicas, conducen probablemente a una menor esperanza de vida al nacer, cuando
se trata de empresas. Y, repito, las que no mueren lo hacen, con frecuencia, a cambio de
una renovación profunda que su tejido estructural es, de verdad, completamente nuevo.
El mundo de las empresas es un mundo de riesgo, pero no ya de ir mejor o peor, sino de
morir, de desaparecer.
Lo que no ha sido siempre así; no siempre ha sido tan, digamos, dramático. En
economías menos libre y cerradas, la estabilidad es mayor; el máximo de estabilidad se
da en una economía con mínimo de libertad, en una economía totalmente socializada.
Por hablar, sólo de nuestro país, la época de autarquía económica, posterior a la guerra
civil, dio el máximo de estabilidad empresarial. Las retribuciones eran bajas, pero los
empleos estables; los mercados eran pobres, pero cautivos. La apertura, a partir de 1958,
trajo, progresivamente, más riqueza y menos estabilidad de los empleos, en los trabajos.
De suyo, en esa época comenzó la transformación estructural por la que España dejó de
ser un país agrícola y millones de españoles abandonaron, no sólo sus fuentes de trabajo
tradicionales, sino sus lugares y modos de vida, e inundaron ciudades y países europeos.
Pero la economía española seguía siendo una economía protegida. Menor protección ha
ido trayendo más prosperidad general y menos garantías de estabilidad empresarial y
laboral individual. En realidad, la economía española ha estado protegida, de un modo u
otro, durante siglo y medio, la entrada en la CE supuso la progresiva eliminación de las
protecciones; nuestra industria ya no lo está en relación con los demás países de la
Unión Europea. Y, en estos días, con los acuerdos de GATI, la protección va a
disminuir más, y, con ello, van a aumentar las posibilidades de crecimiento y expansión.
En una economía libre el riesgo individual, empresarial, aumenta. Pero también las
posibilidades expansivas y de enriquecimiento. Los trabajadores, al fin, han de competir
entre ellos, a través de las empresas, con trabajadores, ya no de España o de la Unión
Europea, sino del mundo entero.
La lucha por la innovación empresarial, la capacitación personal, la productividad, va a
ser creciente. Ése es el sistema que nos hemos dado en Europa. Entre otras cosas,
porque el alternativo, que es el aislamiento, resulta peor, notablemente, desde el punto
de vista del conjunto.
En estas circunstancias, el ideal de un empleo, una redistribución, una pensión en el
mismo lugar, en la misma empresa, a lo largo de la vida, con todo lo que la vinculación
a un sitio aporta como calidad de vida y relaciones personales, es una utopía. Una
economía libre es una economía de cambio; y el trabajo, en cuanto se integra en
empresas que nacen y mueren con profusión, no escapa a esta realidad. El choque
mental es, sin embargo, tremendo. Esa mentalidad del derecho, no ya al trabajo, sino al
propio puesto de trabajo, como quicio sobre el que giran las relaciones laborales,
reforzado por una política de vivienda en propiedad como lugar de residencia
permanente, es el resultado de decenas (al menos) de años de presión ideológica apenas
discutida. Las leyes, las de vivienda, las laborales y otras, están elaboradas sobre esos
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principios. Pero no sirven para las nuevas situaciones.
Aquí hay una dura realidad, el derecho al propio puesto de trabajo es una entelequia
cuando la empresa decae. Su reforzamiento excesivo sólo conduce a que la agonía de la
empresa sea más larga y su extinción irreversible. Acomodar derechos y obligaciones de
empresarios y trabajadores a la nueva realidad económica es una exigencia de la
racionalidad y del interés general, del interés de la mayoría de los ciudadanos.
Porque no se trata de volver, como quieren las críticas fáciles, a la jungla laboral, a la
tierra sin ley. Se trata de colocarse en situación de obtener el mayor fruto colectivo (y,
por tanto, individual) de la nueva situación de libertad. En libertad estamos menos
seguros que antes. Pero tenemos más posibilidades de mejora económica. Desde luego,
la libertad (y la libertad económica no es una excepción) trae muchas incomodidades. El
choque que se produce es, incluso, patético. Pero la alternativa no es cerrar los ojos; la
alternativa es la protección. Y la protección no puede garantizar la prosperidad como la
libertad. Más bien es una garantía de estancamiento. No es el camino elegido por el
pueblo español en sus decisiones políticas. Pero deberíamos saber que, al entrar en la
CE y proseguir por la vía de las liberalizaciones; hemos elegido el riesgo. ¿O es que no
sabíamos lo que estábamos eligiendo?
Jaime García Añoveros, el autor, es catedrático de Hacienda de la Universidad de
Sevilla