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LAS ESCUELAS DE DIRECCIÓN Y LA RESPONSABILIDAD SOCIAL
Antonio Argandoña
Comentarios de la Cátedra “la Caixa”
Octubre de 2011
un conocido periódico económico de amplia tirada
en España le dedicaba a página completa hace unas
semanas. Al leerlo, me acordé de una cita de Alfred
Marshall, famoso economista inglés que, a principios
del siglo XX, decía que «en las ciencias sociales, toda
afirmación tajante es falsa» –y añadía, con razón,
«menos esta». Porque la afirmación «la ética no se
contempla en las escuelas» es una afirmación tajante
y, por tanto, falsa.
Quizá debería decir «las escuelas de dirección y la
ética», porque lo que se ha venido criticando a las
escuelas, desde hace unos años, es la falta de atención
que han prestado a la ética en la formación de sus
alumnos y participantes. De todos modos, mi punto
de vista es que la responsabilidad social corporativa
(RSC) es una responsabilidad ética; concretamente,
aquella parte de la responsabilidad ética que la
empresa asume ante sus grupos de interés y ante la
sociedad, de forma pública y manifiesta. De modo
que, en el fondo, hablamos de lo mismo.
Como es lógico, no puedo criticar con detalle lo que
pasa en otras escuelas, porque no lo conozco, de modo
que hacer afirmaciones generales sobre ellas sería,
quizá, falso y, probablemente, injusto. Y, por cierto,
ya que hablamos de ética, no deja de llamarme la
atención que la escritora a la que se refiere el artículo,
o la periodista que lo escribió, o la dirección del
periódico en que apareció, no se molestasen en hacer
alusión a la posibilidad de que aquella afirmación
tajante fuese no solo falsa, sino también injusta con
otras escuelas. Porque, además, cualquier persona
que sepa en qué consiste la libertad de cátedra sabrá
también lo difícil que es que la dirección de una
escuela pueda imponer una línea única a profesores
que tienen intereses distintos, formaciones distintas e
ideas distintas. Una escuela, como una universidad,
no enseña un enfoque determinado, sino cientos de
enfoques distintos, a menudo incluso contradictorios.
Y esto no deja de ser una fortaleza de las escuelas y
de las universidades.
Pero, bien pensado, no hablamos de lo mismo.
Los que critican la falta de ética en las escuelas de
dirección no dirán, probablemente, que la RSC es
una responsabilidad ética, sino que la relegarán a la
respuesta que las empresas hacen ante las demandas
de sus grupos de interés y de la sociedad en general.
Pero esas demandas no tienen por qué ser éticas. De
hecho, muchas veces la RSC acaba en la elaboración
de una memoria, que no tiene por qué ser un acto
moral; y otras muchas veces la RSC es, simplemente,
un conjunto de instrumentos para llevar a cabo una
gestión de la empresa que esté de acuerdo con el
papel de la compañía en la sociedad (un papel que
no tiene por qué ser ético) y con las demandas de sus
stakeholders (que tampoco tienen por qué tener un
contenido moral).
«La ética no se contempla en las escuelas», decía
una famosa MBA, muy crítica con las escuelas de
dirección y que ha publicado recientemente en España
un libro sobre el tema. Al menos ese es el titular que
Y, dicho todo esto, ahora debo dar a la autora del libro
y protagonista del artículo buena parte de la razón
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adoptar las próximas decisiones), etc. Sabemos que
todo esto no es verdad, pero esto lo saben los filósofos,
y los filósofos nunca hablan con los economistas,
porque unos y otros no se entienden –al menos, la
mayoría de las veces–.
que tiene. Primero, por el objetivo de la enseñanza
en muchas escuelas, que es, con frecuencia, el éxito
personal del alumno o participante, centrado en
variables económicas y sin metas compartidas con
otras personas. Pero, una vez dicho esto, déjenme
que aclare que este no es el problema de las escuelas
de dirección, sino de una buena parte de nuestra
sociedad. Lo que no reduce la responsabilidad de las
escuelas, pero, al menos, ayudar a ponerla en su sitio.
He dicho que lo saben los filósofos, y tengo que
rectificar: lo saben algunos filósofos. Otros piensan de
otra manera. Y, claro, cuando pedimos que la ética
esté presente en la dirección de empresas, debemos
preguntarnos: ¿qué ética? Para algunos, la ética
consecuencialista: las decisiones son buenas o malas
según sus consecuencias. Pero, claro, yo no conozco
todas las consecuencias de mis acciones, y mis
consecuencias me parecen más importantes que las
de los demás (es lógico, ¿no?: no somos hermanitas
de la caridad), y me interesan las consecuencias que
valoran mis stakeholders, y que se pueden medir,
y… por tanto, es lógico que acabe maximizando
los beneficios. Esto es buena ética para un buen
porcentaje de filósofos y de economistas, y, claro, para
muchos empresarios.
Y hay otras éticas. Las deontologistas buscan
principios racionales aplicables a todos en todas las
circunstancias. Excelente idea, solo que no es fácil
dirigir empresas a base de principios generales, sobre
todo cuando unos entran en conflicto con otros: ¿debo
despedir a veinte empleados o dejar que mi empresa
se arruine?
Segundo, por cómo se entiende el objeto de esa
enseñanza. La empresa suele verse como un conjunto
de activos. Y, claro, lo importante cuando se gestionan
activos es la eficiencia, medida, además, por
resultados materiales. Pero, de nuevo, la culpa no es
(solo) de las escuelas de dirección, porque esa manera
de entender a las empresas viene de otros pagos,
concretamente de la ciencia económica. No olvidemos
que la gran mayoría de las teorías económicas hoy
vigentes sobre la empresa acaban presentando como
objetivo de las mismas la maximización del valor para
el accionista. Y no están tan descaminadas porque,
bajo ciertas condiciones, la maximización del valor
para el accionista permite también conseguir un
óptimo social.
«Bajo ciertas condiciones», he dicho, y esta frase
me parece que es clave. Porque esas condiciones
(competencia perfecta, información perfecta y
simétrica, productos homogéneos, existencia de
mercados para todos los bienes presentes y futuros,
etc.) no se cumplen nunca. Y, más importante aún,
esas condiciones se derivan de unas hipótesis de
partida que están equivocadas, porque suponen
que el ser humano solo se preocupa de sus propios
intereses, que todo lo que le interesa entra en una
misma función de utilidad, que todo tiene su precio
(es decir, que todo se puede aceptar si se paga una
cantidad suficientemente grande), que la gente no
aprende de sus propias decisiones (al menos no
aprende cuáles son las actitudes que le llevarán a
En todo caso, invocar la ética en la sociedad
contemporánea es una tarea arriesgada. Echemos un
vistazo a la sociedad que nos rodea, y encontraremos
un panorama moral poco halagüeño. Hemos
conseguido que nuestros conciudadanos vivan una
especie de esquizofrenia. En lo público, quieren orden
y eficiencia: que se cumpla la ley, que el estado del
bienestar funcione, que podamos cobrar nuestras
pensiones, que la economía no tenga altibajos y no
deje de crecer... Nuestra ética social y económica
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una idea muy clara de lo que deben enseñar: porque
no se corresponde con lo que ellos aprendieron en
sus años de la universidad y en su doctorado en
alguna prestigiosa universidad extranjera, porque no
se corresponde con lo que su disciplina les dice que
tienen que enseñar, y porque no se corresponde con
la ética que ellos mismos viven en su entorno personal.
apunta, pues, a la eficiencia, al resultado. Y la
dejamos en manos del estado: lo legal es lo moral.
¿Nos extrañará, entonces, que esto sea lo que se
enseñe en las escuelas de dirección, en las facultades
de Economía o en las de Derecho?
¡Ah!, pero luego, en la vida privada, queremos la máxima
libertad, que nadie nos imponga reglas: yo soy dueño
de mis actos y yo elijo mis criterios éticos, que serán,
probablemente, individualistas, emotivistas (la moral
privada hoy se rige por los sentimientos), relativistas…
Pero, ¿no debería la dirección de las escuelas
adoptar actitudes más exigentes? Sí, pero, ¿puede
hacerlo? Es muy difícil que un veterano profesor de
marketing o de finanzas, que ha tenido éxito en su
vida profesional, entienda y acepte que debe cambiar
radicalmente su manera de ver la empresa y de
entender la responsabilidad de sus alumnos. Además,
la gran mayoría de las escuelas, más allá de lo que
dicen sus declaraciones de misión, no disponen de
medios para crear una cultura ética y responsable y
de imponerlas a sus profesores y a sus alumnos. Es,
desde luego, una tarea que vale la pena, pero que
tardaremos décadas en conseguir, al menos a partir
de lo que tenemos hoy en día.
El problema aparece cuando estalla la crisis, porque
se nos caen los palos del sombrajo: paro elevado y
de larga duración, hay que apretarse el cinturón, no
es seguro que pueda vivir de mi pensión, ¿qué futuro
tendrán mis hijos, a los que dijimos que, con un título
universitario, tendrían la vida asegurada?…
Si mis comentarios anteriores tienen algo de verdad, el
problema no radica en que las escuelas de dirección
han olvidado la ética, porque, primero, les dijimos
que la ética era innecesaria (ese fue el punto de
partida de la economía tradicional desde hace más
de un siglo); segundo, porque les hemos ofrecido un
gran surtido de éticas, incompatibles entre sí, que
solo aumentan la confusión; tercero, porque lo que
les pedimos es eficacia, resultados… para descubrir
luego que no queremos esa eficacia y esos resultados
privados, sino otros, que no figuraban en el muestrario
anterior; y cuarto, porque cuando buscamos otra ética
para enseñar en las escuelas de dirección, la que
encontramos es esa ética débil, relativista, emotivista,
que no es capaz de impulsar acciones decididas,
heroicas, que son las que acabamos pidiendo a
nuestros empresarios.
He dicho antes que no iba a criticar a las escuelas,
y he acabado haciéndolo. Pero mi crítica pretende
tener un calado mayor. Los fallos éticos de nuestras
escuelas de dirección son los de nuestros empresarios
y directivos, los de nuestra sociedad y los de nuestras
universidades, agravados, probablemente, por una
ciencia económica que negó el papel de la ética y que
cambió sus supuestos de partida, hace ya años, para
desarrollar modelos a partir de un ser humano irreal,
al que la ética le resultaba ajena. Si el consumidor,
el empresario o el trabajador de nuestros modelos
económicos desea ser ético, ese es su problema; la
economía tradicional no tiene nada que decir sobre
eso. Y, como hemos visto, los recursos morales de que
disponen esos agentes económicos son muy limitados.
Todo esto, claro, no es sino una primera aproximación
al tema de cómo podemos enseñar la ética y la RSC
en nuestras escuelas. ¡Claro que debemos enseñarlas!
Pero, en muchos casos, nuestros profesores no tienen
Ahora, claro, todos clamamos por la falta de
ética. Y tomamos medidas: cursos de RSC o de
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declaración en la web o un informe anual, sino una
tarea moral de todos y cada uno de los que trabajan en
la empresa y a su alrededor; que estamos intentando
reconstruir la teoría de la empresa, de modo que
no pueda servir de coartada a comportamientos
inmorales o antisociales; que estamos tratando de
hacer pensar a nuestros alumnos acerca de quiénes
son ellos, cuál es su fin en la vida, cómo deben actuar
y qué significa para ellos la empresa como comunidad
de personas… Estamos en ello, pero aún muy lejos
del ideal. Llevamos cientos de años de retraso. Pero
nos hemos puesto a trabajar.
liderazgo, programas de voluntariado para los
alumnos, discusiones en clase sobre la pobreza o la
desigualdad… Bien: algo es algo. Pero no podemos
pretender que nuestras escuelas formen directivos
éticamente sólidos, a partir de las pobres bases que
he mencionado antes.
Al lado de esto, hay profesores y escuelas enteras que
están intentado, de verdad, cambiar este panorama.
Al menos estamos intentando partir de un concepto
del hombre y de la sociedad en el que la ética no sea
un añadido, sino un elemento integral de la misma
acción humana; en que la responsabilidad no sea una
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