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4
V I DA
E L NORT E - Domingo 12 de Marzo del 2006
PERFILES E HISTORIAS
Editora: Rosa Linda González
perfi[email protected]
William Breen Murray
El hombre del desierto
d Arqueólogo
y antropólogo, es uno
de los pioneros del
estudio del arte rupestre
en el noreste de México
IV
Daniel de la Fuente
William Breen Murray llegó junto con
otros amigos y esperaron tener suerte.
Arribaron temprano a sugerencia de
él, como lo prefiere desde hace más
de 30 años de expediciones.
“Fue en uno de los tantos viajes
que he hecho a Boca de Potrerillos,
¿cuántos? ¡Cientos!, pero lo especial
era lo que íbamos a ver”, afirma este
antropólogo por profesión, arqueólogo por afición, de cabello y bigote canos, las gafas imprescindibles.
Aguardaban un especial fenómeno
natural mirando hacia uno de los petrograbados mayores, de los miles desperdigados en los seis kilómetros cuadrados del sitio, con algunos de los vestigios más antiguos de Norteamérica.
Murray, en contraste con sus compañeros, estaba feliz como un niño.
“Soy una rata del desierto. Todo
lo que tenga qué ver con lo árido, con
Mina, me llena de vida”.
Minutos más tarde verían el suceso: era el sol del solsticio de invierno que, apenas asomado sobre la piedra tallada por manos remotas, dejaba ver sobre la silueta de la roca unas
minúsculas chispas.
Amanecía y era como si el sol saliera de aquella piedra antigua.
“Eso fue impagable y no tiene nada qué ver con sueldos, premios”, evoca Murray y se acomoda sobre la silla
en su minúsculo cubículo de la UDEM,
lleno de libros sobre arte rupestre, piedras y fotos de petrograbados.
No es el único fenómeno natural que este pionero en el estudio del
arte rupestre en el norte de México
guarda en su memoria. Acaso, sí, de
los mejores.
Y es que este hombre, para quien el
desierto no tiene secretos, podría pasarse varias vidas en aquel sitio interminable como Boca, al que ha aportado tanto
para su comprensión y que ya está en la
lista de lugares candidatos a Patrimonio
de la Humanidad por la UNESCO.
Francisco Bustos
I
Nacido en Oak Park, un suburbio adjunto a la ciudad de Chicago, Murray
imparte cátedra desde hace más de
30 años en la UDEM. Doctor en antropología por la Universidad de McGill, en Montreal, brindó por muchos
años esta materia en la institución regiomontana, en carreras como medicina, leyes e ingeniería.
Hoy, imparte materias como geografía política en la carrera de relaciones internacionales. A la par, sigue
dándose tiempo para sus exploraciones por lugares arqueológicos, aunque
no con la misma intensidad.
El problema es el infarto del año
pasado, ése que le trajo unos kilos de
más, le arrebató el cigarrillo y le limitó las caminatas.
“Ya no puedo andar solo por el
monte. Tampoco cansarme demasiado. El cuerpo me lo reprocha”, sonríe
este hombre, cuya soltería le permite
dedicar todo su tiempo a la docencia
y la investigación.
“Soy un vil soltero y no tengo hijos
biológicos, así que allí estoy en blanco”, ríe.
Su padre era un trabajador de una
fábrica de torpedos para submarinos, y
de una enfermera, tiene dos hermanos.
“En mi casa nunca se habló español
ni tampoco platicamos de arqueología.
Aprendí porque era requisito en la high
school”, cuenta este hombre, por cuyas
venas corre sangre irlandesa, escocesa
y alemana, y que no ha podido dejar
atrás el castellano masticado.
Recuerda su mundo infantil sin sobresaltos, ni siquiera por la guerra mundial. Al contrario: había mucho empleo
y las escuelas eran de lo mejor.
“Me la pasaba en clases o en paseos en los museos, entre ellos el Field,
que era como un jardín de niños para
mí. Lo visité muchas veces”.
Inclinado por la docencia, se inscribió en la licenciatura de historia en
el Carleton College de Minnesota y allí
conoció a un profesor cuyo nombre
evoca a algún jazzista: Frank Miller, antropólogo que ya había hecho trabajo
de campo en el Bajío mexicano.
Miller ayudó a Murray a que pasara su tercer año de universidad en
América Latina. Fue así como arribó
a Chile. Llegó con 20 años al Santiago
de los 60, siendo el primer estudiante de su escuela en optar por América Latina y no Europa. Allí conoció
aspectos para él desconocidos: la miseria y la represión gubernamental
previa a la llegada de Allende.
“Vi gente viviendo bajo las raíces
de un árbol, trabajando en haciendas
a la manera del siglo pasado (…). Vi
tiendas de raya. Todo aquello fue muy
d William Breen Murray conoce como pocos los secretos del desierto: plantas, fenómenos astrales y, sobre todo, las huellas de los primeros hombres a través de dibujos y utensilios.
contrastante con mi experiencia en las
zonas rurales del medio oeste de Estados Unidos. Allá seguía el mismo sistema que nació en el Siglo 18”.
II
Murray volvió a Estados Unidos, concluyó sus estudios, pero no optó por
reforzar sus intereses como historiador. Intentó ser diplomático y no lo
aceptaron, por lo que laboró en programas de intercambio estudiantil de
la universidad.
“Por ese tiempo murió mi padre”,
afirma y por única vez pierde su eterna
sonrisa. “Yo tenía 23 años y él era epiléptico, aunque en los últimos años su
condición empeoró por el abuso del alcohol. Fue un suicidio. En cierto sentido lo evoco como una presencia cercana porque me estimuló, vio en mí posibilidades de hacer cosas que él no pudo
hacer, incluido ser maestro”.
La partida pegó en la vida del hijo.
A la par de tomar psicoanálisis, Murray optó por “cambiar de negocio” y
trabajó por cuatro años en oficinas de
ferrocarriles.
Llegó a los 30 años de edad a la
Universidad de McGill, en Montreal,
para hacer una maestría en antropología psiquiátrica, debido al deseo de
profundizar más en las conductas del
ser humano.
Su trabajo doctoral lo hizo en la
UDEM, donde fue invitado por vez primera en 1973 a enseñar antropología en
la carrera de medicina. Su objeto del estudio “La relevancia de la antropología
médica” fueron los propios estudiantes
de medicina y su aproximación a aquella área de la ciencia social.
“Fue el típico trabajo de un año
que se volvió dos y luego dos y medio”,
explica. “Al término regresé a Montreal, pero decidí volver: sentí que me
acoplaba más con los mexicanos, lejos de los conflictos francocanadienses, además de que los inviernos allá
eran tremendos”.
Antropólogo, cayó en la cuenta
del vacío en esa materia. Sin embargo, otro campo de estudio se abrió
ante sus ojos cuando, en 1975, tuvo su
primer contacto en forma con el pasado norestense al asistir a un simposio de arqueólogos texanos en la Casa de la Cultura
“Me enteré de la arqueología de
la zona, que me era desconocida y me
fascinó, aunque ellos (los texanos) tampoco conocían gran cosa. Sus trabajos
eran más bien humildes intentos por
llenar un vacío total, porque en los 60
y 70 la gente creía que no había pasado
prehistórico. Basta revisar lo que escribió Santiago Roel para ver que, antes de
los españoles, para él no había nada”.
Influenciado en su tiempo de
maestría por el eminente arqueólogo
canadiense Bruce Trigger, especialista en descifrar idiomas remotos sobre
piedras, Murray estaba convencido de
que era capaz de analizar imágenes a
la manera comparativa y Nuevo León
era ideal: era una tierra de nadie.
“Ni los gringos ni los mexicanos
reconocían que había una prehistoria en el norte. Tengo estudios de eminencias que descartan la presencia del
arte rupestre aquí”.
III
Era el mismo 1975 cuando Murray
acompañó en una gira por Aramberri
a un grupo encabezado por el entonces titular de turismo estatal.
Un ejidatario se acercó al funcio-
nario para hablarle sobre ciertas pinturas rupestres que había encontrado. Presuroso, el burócrata respondió:
“¡Ah, bueno! Aquí está el antropólogo.
Que vaya él”.
Semanas más tarde, Murray se
encontró por vez primera con el arte rupestre en la Cueva del Cordel.
Tomó fotos e hizo apuntes, que envió al funcionario del que nunca recibió respuesta.
Para llegar a los sitios entró en contacto con gente como el historiador Israel Cavazos, quien acompañó a los
texanos en sus pesquisas, y con Boney
Collins, un ingeniero de la CFE que durante sus rutas para instalar líneas y torres ubicó lugares de arte prehistórico.
“Ya para 1977 empecé a seguir mis
pistas y a localizar sitios, principalmente en el área de Mina. Mi primer
objetivo fue el reconocimiento: dónde hay, porque no había información
de aquellas inmensas concentraciones,
de miles de grabados”.
Se concentró en Boca de Potrerillos, reino inhóspito poblado a la vez
de mil mensajes, y en la Presa de la
Mula, a unos kilómetros. Dice que los
primeros aspectos que le interesaron
de este último sitio fueron sus formas
abstractas, la ausencia de rostros y figuras humanas.
Las 207 cuentas en forma de rayas y puntas, en columnas e hileras,
captaron la atención del entonces incipiente arqueólogo. Le parecieron
figuras interconectadas en términos
numéricos, lo que precisó en un trabajo publicado en Alemania.
El reconocido arqueoastrónomo
Anthony Aveni leyó aquella investigación y viajó de Nueva York a Mina
para conocer Boca y la Presa.
“Me pasé dos años mirando en la
sala de mi casa las fotos murales de la
Presa de la Mula”, cuenta. “Día y noche los veía. Entendí que los petrograbados hablaban de los siete meses sinódicos de las fases de la luna, por lo
que podían predecir eclipses, fases”.
Pero no sólo eso: concluyó que
las cuentas demuestran relación entre los pueblos nómadas del noreste
y los mayas que anotaron los mismos
ciclos en sus códices.
“Era conocimiento compartido
sobre el cielo”, afirma sobre este calendario astral que nada le pedía a las
altas civilizaciones mesoamericanas,
lo que daba una bofetada con guante blanco al desdén de los arqueólogos mexicanos.
“Y no sólo eran sobre la luna, sino
que aquellas cuentas hablaban del ciclo de gestación del venado cola blanca y prácticas en torno a la caza y a la
actividad agrícola”.
Lo más gratificante para Murray
fue comprobar, a la llegada de los primeros arqueólogos mexicanos titulados en el DF, años después, que muchas de sus teorías sobre aquel “eje del
universo” de hace 7 mil años, hechas
finalmente por un aficionado a la arqueología, eran ciertas.
Uno de ellos fue Moisés Valadés, asignado al Centro INAH Nuevo León.
“Conozco a Breen desde los 70
y sé de su profesionalismo y su entrega, sobre todo en Boca de Potrerillos”, afirma este arqueólogo, quien
ha explorado con Murray infinidad
de ocasiones.
“Mucho de lo que hoy conocemos
y entendemos sobre esta zona se lo debemos a él”.
Sin dejar sus clases en la universidad,
Murray incrementó sus exploraciones de arte rupestre no sólo en Mina
y el noreste, sino en lugares del sur del
País y el extranjero. De la Sierra Tarahumara o Oaxaca, aquel gringo curioso e incansable viajaba a Estados Unidos, China, Islas Canarias o Bolivia.
Hoy, Murray imparte conferencias sobre el mundo en torno a Boca y
otros sitios del norte de México.
“No me despego del desierto, porque mis puntos fuertes de investigación están aquí”, afirma este hombre,
quien nunca ha recibido recursos para sus exploraciones y estudios.
“Soy un explorador de fin de semana”, explica. “Siempre me he movido con ahorros propios, incluso para mis viajes a simposios”.
El arqueólogo Evaristo Reyes,
quien acompaña a Murray en sus viajes, lo describe jovial y apasionado.
“Le encanta la exploración, mantiene un asombro constante. Le ha
podido lo del infarto, porque ha tenido que bajar su ritmo, pero eso no le
quita el entusiasmo”.
Reyes lo recuerda en alguna ocasión advirtiéndole que, por la grieta de
un petrograbado, apreciarían el sol del
equinoccio de primavera.
Murray no se detiene en responder a algún “pitazo” sobre un nuevo
sitio. Hace pocas semanas visitó una
cueva en Bustamante, en un rancho
privado y a una hora de camino empinado, para comprobar admirado pinturillas milimétricas hechas por manos remotas.
“Vuelves a ver lo que vio una persona hace tal vez mil o dos mil años,
y tratando de ver en qué condiciones andaba, qué hacía, por qué pintar
allí y no en otro lugar, qué significado
tienen los motivos, aunque en algunos casos probablemente nunca vamos a saber”.
Sin embargo, aún hoy vuelve a su
“casa”, Boca, y a otros sitios del norte de México, y descubre nuevas relaciones entre los grabados. La gente en muchos lados ya lo reconoce,
le saluda.
“Además, la investigación ha avanzado mucho. Hoy vienen más estudiantes de arqueología, hay más trabajos de colegas; hay reconocimiento y ése es mi premio: saber que hay
una generación nueva que ha tomado interés en esto y que en el futuro
aprenderá más”.
Por esto, le desconsuela el paso
del tiempo y no poder andar como
quisiera, espinándose entre los matorrales que custodian pinturas y sitios
arqueológicos. Ya no aguanta los veranos terribles por el riesgo del desmayo. Que se descomponga el auto
a mitad del desierto representa una
tragedia.
Ante esto, Murray dedica más
tiempo a sus aficiones: la filatelia, cuya colección de estampillas, a las que
les llama “calmantes”, es rica; su biblioteca de arte rupestre, e incluso sus
cactus y minerales.
Y a sus clases. Adrián Rodríguez y
Melissa Jamín son dos chicos a punto de egresar de relaciones internacionales de la UDEM. Dicen que se
irán con un título profesional y con
el recuerdo de buenos maestros, como Murray.
“Son célebres entre los chavos
los rollos de mapas con los que llegaba el profesor Murray a su clase de
geopolítica”, cuenta Adrián. “Decía:
‘si quieren ser buenos internacionalistas deben conocer bien dónde están los países, las capitales, los ríos y
las montañas’. Y tenía razón”.
En todo momento, agrega Melissa,
Murray introducía a aquellos jóvenes
al fascinante mundo de la antropología y la arqueología a través de charlas y proyección de acetatos.
“Lo recuerdo bailando en el salón
para explicarnos la danza de una tribu. Es un maestro único”.
Murray sonríe y aclara: no a todos
les iba bien. Al que respondía mal, le
aventaba una pelota en forma del planeta Tierra. Era su manera cariñosa
de decir “no”, “estudia más”.
“Siempre he dicho que mis alumnos son mis hijos, así que en ese sentido tengo miles”, comenta.
Y sin embargo, pese al placer de la
enseñanza, no puede dejar sus viajes.
“El desierto es el balance de vivir
en la ciudad, lo que más quiero. Me
gustaría ir a sitios fabulosos como el
Sahara, pero siendo realista lo dejaré
para otra vida y me conformo con ir
a las cuevas de Francia que han descubierto”.
Dice que seguirá yendo al desierto, porque sólo allí, entre la arena y la
piedra, frente a una pintura antigua y
llena de símbolos, encuentra el porqué de la vida.
“Los arqueólogos tenemos que reconocer que en cierto momento el trabajo de campo se acabó, lo que es mi
caso, pero me resisto y cada día quiero
seguir lo más que pueda, explorando
todos esos mundos; mundos muy distintos al nuestro. Otros mundos”.
Casi como a la espera de un nuevo sol de solsticio de invierno.