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Para una concepción semiótica de la cultura
Por Gilberto Giménez M.
Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM
Esta ponencia tiene un propósito deliberadamente teórico y polémico. En realidad responde a una
preocupación muy simple: casi un siglo después de haber comenzado a circular por el ancho mundo de
las ciencias sociales, la noción de cultura no ha logrado alcanzar todavía un estatuto teórico y
epistemológico suficientemente riguroso. Diríase que la cultura resiste enconadamente a ser constituido
como objeto teórico y prefiere seguir circulando con la imprecisión flotante de sus innumerables
acepciones ideológicas.
Esta situación no deja de ser inquietante, no sólo por los obstáculos que crea a la comprensión
científica de la cultura -(pero, ¿existe realmente un referente que responda a esta acción?)-, sino sobre
todo por sus implicaciones políticas en un momento en que la cultura se ha convertido como nunca en
“enjeux” de las luchas político-sociales, en objeto de codicia y a la vez en instrumento de dominación
del poder económico y político.
No es nuestro propósito resolver en pocas páginas que siguen un problema de delimitación conceptual
que no ha podido ser resuelto a lo largo de un debate que dura ya más de medio siglo. Sólo queremos
someter a discusión una propuesta limitada que, a nuestro modo de ver, comporta importantes
implicaciones metodológicas, pedagógicas y hasta políticas.
Se trata de presentar una concepción semiótica de la cultura, aunque reformulada dentro de un contexto
materialista de inspiración leninista y gramsciana.
Nuestro proyecto supone una revisión-por enésima vez- de las diferentes concepciones de la cultura,
tanto en el ámbito del uso corriente, como en el de las ciencias sociales.
Partiremos, en la primera parte de nuestra exposición, de la noción ideológica corriente de cultura, para
llegar en la segunda y tercera parte, a la relaboración de este concepto por la antropología anglosajona
y por la tradición marxista respectivamente. En la cuarta y última parte presentaremos la propuesta de
una posible alternativa para conferir un poco más de especificidad y homogeneidad semántica al
concepto, sin perjuicio de su extensión y de su connotación valorativa y clasista.
Pequeña historia de la noción ideológica de cultura
1. El término cultura proviene del latín colere (cultivar) y puede asumirse en dos sentidos
diferentes aunque implicados entre sí; como acción o proceso, y como estado de lo que ha sido
1
cultivado.
Aplicado por analogía y extensión al “cultivo” de las facultades humanas, la cultura en un sentido
activo equivale más o menos a educación, formación, instrucción, humanización, socialización, etc.,
mientras que en el segundo sentido suele denotar estados subjetivos como gusto, conocimientos,
hábitos, estilos de vida, etc., o estados objetivos como cuando hablamos de patrimonio artístico, de
herencia o “capital” cultural, de instituciones culturales, y otras nociones semejantes.
El término así someramente presentado tiene una larga historia que se remonta a la antigüedad clásica
(paideia, cultura animi) y abarca no sólo a las diversas lenguas romances, sino también a partir del siglo
XVIII, el área de la lengua germánica (en virtud de la adopción del término Kultur por la filosofía
racionalista alemana).
2. Pero no es la historia del término lo que aquí nos interesa, sino la historia de la noción de cultura en
su acepción moderna corriente, es decir, en el sentido hoy universalmente reconocido como legítimo y
válido.
Esta historia, mucho más breve que la anterior, se inicia a mediados del siglo XVIII y se relaciona con
la construcción de la cultura en un campo especializado y autónomo, valorizado en sí mismo y por sí
mismo, independientemente de toda función práctica o social. Esta situación permitió, a su vez, la
tematización autónoma de la cultura, que comenzó a desglosarse progresivamente de otras categorías
como religión, humanidades, civilidad, etc., con las que anteriormente se hallaba estrechamente
asociada.
Para comprender esta novedad de la autonomización de la cultura debe tenerse en cuenta que en las
sociedades preindustriales las actividades que hoy llamamos culturales se desarrollaban en estrecha
continuidad con la vida cotidiana y festiva de modo que resultaba imposible disociar la cultura de sus
funciones práctico-sociales (utilitarias, religiosas, ceremoniales, etc.). Según la concepción moderna,
por el contrario, la cualidad cultural se adquiere precisamente cuando la función desaparece. La cultura
se ha convertido en una noción “autotélica” y se tiende a pensar de la “cultura vivida” a la “cultura
hablada”. De aquí el aura de gratuidad, de desinterés y de pureza ideal que suele asociarse a la cultura
(1).
La constitución del campo cultural como campo especializado y autónomo es concomitante en el
surgimiento en Europa de la Escuela liberal como “instrucción pública” o “educación nacional”, y
puede ser interpretada como una manifestación más de la división social del trabajo inducida por la
revolución industrial. No debe olvidarse que el industrialismo introdujo, entre otras cosas, la división
entre tiempo libre (el tiempo de las actividades culturales, por antonomasia) y el tiempo de trabajo (el
2
tiempo de la febrilidad, de las ocupaciones serias) (2).
La autonomización de la cultura gira desde un comienzo en torno a la idea de patrimonio cultural, es
decir, en torno a la cultura entendida como un acervo colectivo de obras reputadas valiosas bajo el
punto de vista estético, científico o espiritual. Surge de este modo la noción de cultura-patrimonio. Se
trata de patrimonio fundamentalmente histórico, constituido por obras del pasado, aunque
incesantemente incrementado por las creaciones del presente.
El patrimonio así considerado contiene un núcleo privilegiado: las bellas artes. De donde la sacrosanta
ecuación: cultura= bellas artes+teatro+música culta+literatura.
La producción de los valores que integran el “patrimonio cultural” se atribuye invariablemente a
“creadores” excepcionales por su talento, su carisma o su genio.
En fin, se supone que la frecuentación de este patrimonio enriquece, perfecciona y distingue a los
individuos, a condición de que posean posiciones innatas convenientemente cultivadas (como el “buen
gusto”, por ejemplo) para su goce y consumo legítimos.
3. A lo largo de todo el siglo XIX puede observarse lo que Hugues de Varine llama fase de codificación
de la cultura ya constituida en campo autónomo. Esta codificación consiste en la elaboración sucesiva
de claves y de un sistema de referencias que permiten fijar y jerarquizar los significados y valores
culturales, tomando como modelo de referencia la “herencia europea” con su sistema de valores
heredados de la antigüedad clásica y de la tradición cristiana. (3) De este modo se van definiendo el
buen gusto y el mal gusto, lo distinguido y lo bajo, lo legítimo y lo espurio, lo bello y lo feo, lo
civilizado y lo bárbaro, lo artístico y lo ordinario, lo valioso y lo trivial.
Uno de los códigos más usuales de valoración cultural remite a la dicotomía nuevo/antiguo. Se
considera valioso o bien lo genuinamente antiguo (viejo, añejo, muebles antiguos, modas “retro”,
objetos prehispánicos, etc.) o bien lo absolutamente nuevo, único y original (vanguardias artísticas,
best-sellers, modas “de último grito”...)
Por lo que toca a los códigos de jerarquización, es muy frecuente la aplicación del modelo platónicoagustiniano de la relación alma-cuerpo a los contenidos del patrimonio cultural. Según este código, los
productos culturales son tanto más valiosos cuanto más “espirituales” y más ligados a la esfera de la
“interioridad”, y tanto menos más coreanos a lo “material”, esto es a la técnica o la febrilidad manual.
De aquí el frecuente recurso de muchos filósofos a la distinción-originaria del historicismo alemánentre cultura y civilización, entendiendo por esta última el nivel de progreso técnico y material
alcanzado por una determinada sociedad, y reservando en primer término para designar “el aporte
intelectual, artístico y espiritual de una civilización” (4).
3
El resultado final de este proceso de codificación será la distinción de círculos concéntricos
rígidamente jerarquizados en el ámbito de la cultura: el círculo interior de la “alta cultura” legítima,
cuyo núcleo privilegiado serás las bellas artes; el círculo intermedio de la “cultura tolerada” (jazz, rock,
religiones orientales, arte prehispánico...), y el círculo exterior de la intolerancia cultural, donde son
relegados, entre otros los productos expresivos de las clases subalternas o marginadas (“arte de
aeropuerto”, industria porno, artesanía popular...).
4. A partir del 1900 se abre, según Hugues de Varine, la fase de institucionalizació de la cultura en
sentido político administrativo, sobre la base del código heredado del siglo XIX.
Este proceso puede interpretarse como una manifestación del esfuerzo secular del Estado por lograr el
control y la gestión del ámbito de la cultura.
En esta fase se consolida la Escuela liberal con su idea de educación nacional gratuita y obligatoria;
aparecen los ministerios de la cultura como nueva expansión de los Aparatos de Estado; el personal de
las embajadas se enriquecen con una nueva figura: la de los “agregados culturales”; se fundan en los
países periféricos institutos de cooperación cultural que funcionan como verdaderas sucursales de las
culturas metropolitanas (Alianza Francesa, Instituto Goethe, USIS, British Council...); se fundan por
doquier, a instigación del estado, Casas y Hogares de la cultura; se multiplican los museos y las
bibliotecas públicas; surge el concepto de “política cultural” como instrumento de política sobre el
conjunto de las actividades culturales; y en fin, “brota como un milagro una red extraordinariamente
compleja de organizaciones internacionales, gubernamentales o no, mundiales o regionales, lingüísticas
o raciales, primero del seno de la Sociedad de las Naciones y, luego-con mayor generosidad- de las
Naciones Unidas. En lo esencial, el sistema de institucionalización de la cultura a nivel local, nacional,
regional e internacional queda montado hacia 1960, como una inmensa tela de araña que se extiende
sobre todo el planeta, sobre cada país y sobre cada comunidad humana, rigiendo de manera más o
menos autoritaria todo acto cultural; enmarcando la conservación del pasado, la creación del presente y
la difusión” (5).
5. Cabe señalar una última fase, que puede denominarse de mercantilización de la cultura. En efecto, a
partir de la última guerra mundial se observa un proceso masivo de subordinación de la cultura a la
lógica del valor de cambio, es decir, a la lógica del mercado capitalista. La cultural, globalmente
considerada, se ha convertido en un sector de la economía, en facto de “crecimiento económico” y en
pretexto para la especulación y el negocio. La cultura tiende a perder cada vez más su aura de
“gratuidad” y su especificidad como factor de identidad social, de comunicación y de percepción del
mundo, para convertirse en mercancía totalmente sometida a la ley de maximización de beneficios.
4
Un ejemplo de esta tendencia es la generalización de los “mercados de arte” (pintura, escultura, etc.) en
las grandes metrópolis, a lo que deben añadirse el tráfico ilícito de los bienes culturales y la promoción
del llamado “turismo cultural”. (6)
6. Se echa de ver claramente que la noción de “cultura-patrimonio” claramente valorativa, jerarquizante
y parcial -identifica pura y simplemente la cultura con la cultura legítima, es decir, con la cultura
dominante que, por definición, es la cultura de las clases dominantes en el plano nacional e
internacional. Dicho de otro modo: la cultura se asume aquí como sinónimo de cultura urbana y, en otro
nivel, de cultura metropolitana.
Se trata de una visión claramente etnocéntrica que juzga acerca de la existencia y del valor de la cultura
por referencia exclusiva a la cultura de la élite dominante, asumida como “unidad de medida no
medida” ni sometida a cuestionamiento (7). Una visión semejante no puede menos que provocar una
discriminación cultural homóloga o paralela a la discriminación de clases. De aquí su exclusivismo y su
carácter virtualmente opresivo o represivo.
La comprensión antropológica de la cultura
1. Los antropólogos rompieron con esta concepción eurocéntrica, parcialmente y elitista de la cultura y
la sustituyeron por una “concepción total” basada en la idea de la relatividad y de la universalidad de la
cultura.
Para los antropólogos, todos los pueblos, sin excepción, poseen una cultura y deben considerarse como
adultos. Carece de fundamento la “ilusión arcaica” que postula una “infancia de la humanidad”. No
existen culturas inferiores y debe reconocerse, al menos como preocupación metodológica, la igualdad
en principio de todas las culturas. Desde el punto de vista antropológico son hechos culturales tanto una
sinfonía de Beethoven como una punta de flecha, un cráneo reducido a una danza ritual.
El iniciador de esta revolución copernicana fue el antropólogo inglés Edward Burnet Tylor, quién
publica en 1871 su obra Primitive Culture. En esta obra se introduce por primera vez la “concepción
total” de la cultura, en la medida en que ésta se define como “el conjunto complejo que incluye el
conocimiento, las creencias el arte, la moral, el derecho, la costumbre y cualquier otra capacidad o
hábito adquiridos por el hombre en cuando miembro de la sociedad” (8).
La intención totalizante de esta definición se manifiesta en su pretensión de abarcar no sólo las
actividades tradicionalmente referidas a la esfera de la cultura -como la religión, el saber científico, el
arte, etc., sino también la totalidad de los modos de comportamiento adquiridos o aprendidos en la
sociedad. La cultura comprende, por lo tanto, las actividades expresivas de hábitos sociales, y los
productos -materiales o intelectuales- de estas actividades, es decir, por un lado el conjunto de las
5
costumbres y por otro el conjunto de los “artefactos.”
La definición tyloriana presenta también la particularidad de no establecer jerarquía alguna entre
componentes materiales y componentes “espirituales” o intelectuales de la cultura. Se descarta por lo
tanto, el modelo cristiano-agustiniano de la relación alma/cuerpo que sirvió durante siglos como norma
ideológica para medir el grado de “nobleza” de las manifestaciones culturales.
2. La definición tyloriana ha tenido un carácter fundador dentro de la tradición antropológica
anglosajona – y especialmente en la norteamericana -, en la medida en que sirvió por más de medio
siglo como punto de referencia obligado de todos los intentos de reformulación del concepto científico
de cultura. Claro que los contextos teóricos de la definición fueron variando con el tiempo.
En Tylor, ese contexto fue histórico-evolucionista, como correspondía al clima intelectual de la época
(Darwin, Spencer, Morgan). La cultura se considera sujeta a un proceso de evolución lineal según
etapas bien definidas y substancialmente idénticas por las que tienen que pasar obligadamente todos los
pueblos, aunque con ritmos y velocidades diferentes. El punto de partida común sería la “cultura
primitiva”, caracterizada por el animismo y el horizonte mítico.
Tylor creía haber dado cuenta de este modo de las semejanzas y analogías culturales entre sociedades
muy diversas y a veces muy distintas entre sí.
La hipótesis evolucionista constituye el supuesto de algunas de las categorías analíticas elaboradas por
Tylor, como el concepto de “sobrevivencia cultural”, y determina, de un modo general, todo su aparato
metodológico.
En Boas, Lewic y Kroeber la definición tyloriana opera en un contexto difusionista que parte de una
crítica de la idea de “evolución lineal” según esquemas substancialmente idénticos; afirma, en
contrapartida, la pluralidad de las culturas; y explica las analogías culturales, no por referencia a
esquemas evolutivos comunes, sino por el contacto entre culturas diversas. Surge de este modo la
teoría de la aculturación como teoría de la determinación externa de los cambios culturales (9).
También Malinowski resume la definición tyloriana enfatizando su dimensión de “herencia cultural”;
pero la reformula dentro de un contexto funcionalista que polemiza simultáneamente con el
evolucionismo y difusionismo.
Dentro de esta óptica la cultura se define como el conjunto de respuestas institucionalizadas (y por lo
tanto socialmente heredadas) a las necesidades primarias y derivadas del grupo. Las necesidades
primarias serían aquellas que remiten al sustrato biológico, mientras que las derivadas serías las que
resultan de la diversidad de las respuestas a las necesidades primarias.
La cultura se reduce, en resumen, a un sistema relativamente cerrado – singular y único en cada caso –
6
de instituciones primarias y secundarias funcionalmente relacionadas entre sí. Como el paradigma en
que se inscribe esta definición privilegia la explicación por la función, se descarta el concepto tyloriano
de “sobrevivencia”, lo mismo que el modelo explicativo difusionista por el contacto intercultural (10).
A partir de los años treinta se generaliza en los EE. UU. una nueva definición que, sin abandonar del
todo la matriz tyloriana original, acentúa la dimensión normativa de la cultura. Esto se definirá en
adelante en términos de “modelos”, de “pautas”, de “parámetros” o de “esquemas de comportamiento”.
Esta importante reformulación del concepto de cultura es obra de la llamada escuela culturalista (Ruth
Benedict, Margart Mead, Ralph Linton, Melville J. Herskovits...), que resulta que la convergencia entre
la etnología y la psicología conductista del aprendizaje. Dentro de esta nueva perspectiva se entiende
por cultura “todos los esquemas de vida producidos históricamente, explícitos o implícitos, racionales,
irracionales o no racionales, que existen en un determinado momento como guías potenciales del
comportamiento humano” (11). Y una cultura “es un sistema históricamente derivado de esquemas de
vida explícitos e implícitos que tiende a ser compartido por todos los miembros de un grupo o por
algunos de ellos específicamente designados”.
Dentro de esta última definición el término sistema denota el carácter estructurado y configuracional de
la cultura; el término “tiende” indica que ningún individuo se comporta exactamente como lo prescribe
“el esquema”; y la expresión “específicamente designados” (12) señala que dentro de un esquema
cultural hay “modelos” o “esquemas de comportamiento” no comunes, sino propios y exclusivos de
ciertas categorías de personas según diferencias de sexo, de edad, de clase, de prestigio, etc.
Los culturalistas explican el carácter estructurado, jerarquizado y selectivo de una cultura postulando la
presencia, por debajo de los comportamientos observables, de un sistema de valores característicos
compartido por todos los miembros del grupo social considerado. Este sistema de valores – llamado
también “premisas no declaradas”, “categorías fundamentales” o “cultura implícita” - “se convierten en
la base metodológica para reconocer la eventual existencia, en una determinada sociedad de culturas
diferentes y, a veces, en conflicto, o también la articulación de una cultura en sub-culturas con
características distintivas propias” (13).
La cultura así concebida se adquiere mediante el aprendizaje entendido en sentido amplio (no sólo
como educación formal, sino también como asuefacción inconsciente). Los modelos culturales son
inculcados y sancionados socialmente. Se inscribe en esta perspectiva la célebre definición de Linton
según la cual “una cultura es la configuración de los comportamientos aprendidos y de sus resultados,
cuyos elementos componentes son compartidos y transmitidos por los miembros de una sociedad” (14).
El proceso de aprendizaje de la cultura dentro del propio grupo se llama “inculturación” (15). Pero este
7
aprendizaje puede producirse también por vía exógena, en el marco de los fenómenos de difusión o de
contacto intercultural. Este proceso, llamado “aculturación”, obliga a relativizar aquella parte de la
definición tyloriana que habla de capacidades o hábitos adquiridos por el hombre en cuanto miembro
de la sociedad. En efecto, esta expresión “parece sugerir que la 'cultura' como concepto explicativo se
refiere solamente a aquellas dimensiones del comportamiento de los individuos que resultan de su
pertenencia a una sociedad particular (por nacimiento o por sucesiva afiliación). La 'cultura', en
cambio, nos ayuda también a comprender ciertos procesos como la 'difusión', el 'contacto cultural' y la
'aculturación'” (16).
Las configuraciones culturales ejercen sobre los individuos, mediante el aprendizaje, una influencia
modelante que inicialmente se llamaba “personalidad de base”, es decir, una especie de fondo común a
partir de cual emergen las diversas personalidades dentro de un grupo culturalmente homogéneo. Pero
posteriormente los culturalistas rechazaron la idea de este “fondo común”, fundados en que la
experiencia sólo demuestra la existencia de “versiones idiomáticas” (es decir, particularidades) de la
utilización de los modelos culturales por cada personalidad” (17).
La actitud de los individuos con respecto a su propia cultura está lejos de ser puramente pasiva, como
podría sugerir la definición corriente de la cultura en términos de “herencia social”. En efecto, “los
hombres no son solamente portadores y creaturas de la cultura, sino también creadores y manipuladores
de la misma” (18). Así se explica, entre otras cosas, la dinámica cultural, uno cuyos factores básicos
suelen ser, si consideramos las causas endógenas, la invención o la innovación individual.
Aunque las mutaciones culturales se deben en mayor medida a factores exógenos, por vía de
aculturación, debido a que “cualquier pueblo asume del modo de vida de otras sociedades una parte
mucho mayor de la propia cultura que la originada en el seno del grupo mismo” (19).
La concepción normativa de la cultura ha operado, por lo general, dentro de un contexto funcionalista
que enfatiza fuertemente la función integradora de los procesos culturales. “Todo modo de vida tiene a
la vista modelos que se encuentran integrados de modo que constituyen un conjunto funcionante” - dice
Herskovits-. “Por eso los conceptos de modelo y de integración, resultan esenciales para cualquier
teoría operativa de la cultura” (20).
Sin embargo, el concepto normativo de cultura ha operado también dentro de un contexto
estructuralista fuertemente crítico, como sabemos del funcionalismo (21).
En efecto, para la antropología estructural de la cultura se define también como un sistema de reglas.
Segú Lévi-Strauss, por ejemplo, es la ausencia o la presencia de reglas lo que lo distingue a la
naturaleza de la cultura. “Todo lo que en el hombre es universal pertenece al orden de la naturaleza y se
8
caracteriza por la espontaneidad; mientras que todo lo que se halla sujeto a una regla pertenece a la
cultura y presenta los atributos de lo relativo y particular” (22).
La prohibición del incesto sería el paso fronterizo entre ambos dominios, en la medida en que, sin dejar
una regla sujeta a sanciones, participa también en la universalidad de la naturaleza.
3. La relación entre la sociedad y cultura ha sido la cruz de la antropología cultural norteamericana.
En un primer momento prevalece la tendencia de acentuar la distinción entre ambos polos hasta la
exasperación con el propósito evidente de asegurar la autonomía de la cultura y de conferir, por eso
mismo, un objeto propio específico a la antropología cultural, con exclusión de las demás ciencias
sociales.
Esta tendencia se inicia ya con Boas, quien defiende la tesis de la irreductibilidad de la cultura a
condiciones extraculturales como son el ambiente geográfico, las características raciales o la estructura
económica de los pueblos. Debe excluirse, por lo tanto, toda explicación de la cultura en términos de
determinación extracultural.
Un discípulo de Boas, Robert H. Lowie, radicalizará esta tesis postulando el principio: omnis cultura ex
cultura (toda cultura procede de otra cultura). Esto significa -explica el propio Lowie- “que el etnólogo
tendrá que dar cuenta de un determinado hecho cultural incorporándolo a un grupo de hechos culturales
detectando otro hecho cultural a partir de la cual el primero se habría generado” (23).
Pero en Kroeber y su teoría de “lo superorgánico” cuando el intento de aislar y de autonomizar los
hechos culturales alcanza su máxima expresión. Remitiéndose a la distinción spenceriana entre
evolución inorgánica, orgánica y superorgánica, Kroeber sitúa la cultura en el plano de la última. En
consecuencia, la cultura no sólo sería irreductible a los fenómenos biológicos y psicológicos, sino
también a los sociales, en la medida que posee una existencia y una dinámica interna que desborda la
escala de los sujetos individuales. El autor da por sentado que la sociedad es sólo “un grupo organizado
de individuos” (24) o, como dice Kluckhohn, “un grupo de personas que han aprendido a trabajar
juntos” (25).
Más tarde Kroeber precisará de este modo su pensamiento: la realidad se constituye por la emergencia
de niveles de organización de complejidad creciente. Estos niveles analíticamente aislables mediante
“procedimientos selectivos”. La cultura presenta precisamente el nivel más elevado de complejidad de
lo real, y si bien presupone la emergencia de lo orgánico, del individuo y de la organización social,
constituye por su naturaleza misma un fenómeno superorgánico, superindividual y, en cierto modo,
suprasocial.
Estas ideas, que recurren con insistencia en autores posteriores como Linton y Herskovits, encuentran
9
su formulación acabada en la contribución de Kluckhohn a la obra colectiva Hacia una teoría general
de la acción, editada por Parsons y Schila en 1951, remontando en la famosa distinción parsoniana
entre sistema de la personalidad, sistema social y sistema cultural (26).
La tendencia que podríamos llamar automicista ha sido objeto de una crítica cerrada por parte de la
antropología social funcionalista y, en primer término, por Malinowski. Este no sólo intenta reconducir
la cultura sobre sus bases biológicas, contrariando hasta cierto punto la tesis de su carácter
“superorgánico”, sino también afirma con gran fuerza la indisociabilidad entre cultura y sociedad, y por
ende, entre análisis cultural y análisis social.
Para Malinowski la organización social “no puede comprenderse sino como parte de la cultura” (27),
por la sencilla razón de que aquella no es más que “el modo estandarizado en que se comportan los
grupos” (28). Por otro lado, la organización social implica el carácter concertado del comportamiento
de los miembros el grupo; y éste sólo puede comprenderse como un “resultado de reglas sociales, es
decir, de costumbres sancionadas con medidas explícitas u operantes en forma aparentemente
automáticas” (29). De este modo, “la cultura transforma a los individuos en grupos organizados,
confiriendo a estos últimos una continuidad casi indefinida” (30).
Malinowski se remite, en consecuencia, a la tradición antropológica británica que habla de
“antropología social” y no de “antropología cultural”. Se trata de una tradición fuertemente
influenciada por Durkheim y la escuela durkheimiana (Marcel Mauss, Lucien Lévy-Bruhl...) que
afrontaba con métodos sociológicos el estudio de las sociedades arcaicas. De modo semejante, la
antropología social británica afirma la necesidad de estudiar cualquier forma de organización social con
los instrumentales propios del análisis sociológico, y uno de sus máximos exponentes. A.R. Radcliffe
Brown, llega a criticar acremente en A natural Science of Society (1948) la posibilidad de una ciencia
de la cultura independiente o separada del análisis sociológico.
Pero en los propios EE. UU. había surgido ya mucho antes de una tendencia semejante, iniciada a
comienzos de siglo por William Graham Summer, el primer teórico importante del relativismo cultural.
Este autor concebía el estudio de los “Folkways”, es decir, las tradiciones culturales de cualquier grupo
social, como tarea propia de la sociología. Esta misma posición fue asumida en 1932 por George Peter
Mudock en un ensayo donde trataba de aproximar las tesis de Summer a la escuela boasiana. “La
antropología social y la sociología no son ciencias distintas” dice este autor. “En su conjunto
constituyen una única disciplina o, a lo sumo, dos motivos diversos de tratar el mismo objeto: el
comportamiento cultural del hombre” (31).
En resumen, frente a la corriente autonomicista que acentúa al máximo la autonomía de la cultura y,
10
por ende, de la antropología cultural con respecto a las demás ciencias sociales, surge una tendencia
opuesta que niega la pertinencia de esa pretensión de autonomía, fundándose en la imposibilidad de
disociar la cultura de la sociedad.
4. La antropología cultural tiene el enorme mérito de haber hecho posible la representación científica
de la cultura. Además, hizo posible la investigación de este nuevo campo desarrollando instrumentos
metodológicos de primer orden: protocolos rigurosos de observación detención de modelos de
comportamiento y de sus modos de articulación, estudio de su distribución espacial y temporal, etc.
En el plano teórico su principal acierto radica en haber señalado desde un principio el carácter ubicuo y
“total” de la cultura, en oposición a las concepciones restrictivas y parcializantes. La cultura se
encuentra en todas partes y lo abarca todo, desde los artefactos materiales hasta las más refinadas
elaboraciones intelectuales, como la religión y el mito.
Este carácter totalizante de la cultura, que se presenta como extensiva de la sociedad, se deriva de la
dicotomía naturaleza/cultura, sobre cuya base suelen operar los antropólogos. Y hay que reconocer que
la postulación de esta dicotomía -metodológica y no real- fue necesaria para armar las primeras
articulaciones teóricas en el campo de los hechos culturales.
Pero, paradójicamente, el acierto de esta concepción “total” de la cultura es también la fuente de su
mayor limitación. Pese a una discusión prolongada por varios decenios, la antropología cultural fue
incapaz de definir satisfactoriamente la especificidad de los hechos culturales con respecto a los hecho
sociales. En la práctica el concepto de cultura funcionó como sustituto ideológico del concepto de
formación social.
La ausencia de un punto de vista específico capaz de homogeneizar conceptualmente la enorme
diversidad de los hechos llamados culturales se manifiesta claramente en las primeras definiciones
descriptivas que, siguiendo el modelo tyloriano, se limitan a repertoriar -siempre en forma de
enumeración incompleta – un conjunto de elementos tan heterogéneos entre sí como las creencias, los
ritos, los hábitos sociales, las técnicas de producción y los artefactos materiales.
Es cierto que el culturalismo alcanzó a reducir esta heterogeneidad a un denominador común: los
modelos de comportamiento. De aquí el enorme éxito de la definición normativa de la cultura como
“modelos de comportamiento aprendidos y transmitidos, incluyendo su solidificación en artefactos”.
Pero si bien una definición como ésta permite distinguir en un plano muy abstracto y general el orden
de la naturaleza, como sostiene Lévi-Strauss, cabe preguntarse si es suficiente para establecer una
distinción ulterior entre cultura y sociedad. ¿Acaso el “modelo” y la “norma” no son modalidades
inherentes a todas las prácticas sociales? Si son igualmente “culturales” los modelos de gestión de la
11
práctica capitalista, las formas de ejercicio del poder político y las modalidades de la práctica religiosa,
¿cuál es la distinción entre cultura y formación social?
Le asiste toda la razón del mundo a Malinowski cuando se niega a disociar los “modelos de
comportamiento” de la “organización social”, considerando que esta última consiste, por definición, en
modos estandarizados (y por lo tanto ya “modelados”) de comportamiento, cuya concertación en torno
a metas comunes sólo puede resultar de reglas sociales. De hecho todos los intentos culturalistas por
establecer una distinción entre cultura y sociedad pasan por alto el carácter ya “modelado” y por lo
tanto cultural de la misma organización social, y se basan en definiciones groseramente reduccionistas
e interaccionistas de la sociedad (“grupo organizado de individuos”) que se aplican tanto al mundo
humano como al mundo sub-humano de las abejas y de las hormigas.
En conclusión, tampoco el culturalismo logra definir un nivel de inteligibilidad propio y específico de
lo cultural que lo torne irreductible a lo social. Por eso el concepto narrativo de cultura ha seguido
sustituido ideológico del concepto de formación social.
Por lo demás, basta una ojeada superficial al capitulado de las monografías y manuales corrientes de
antropología cultural para corroborar esta misma conclusión. Por lo general los capítulos se reducen a
tópicos tales como la tecnología, la organización económica, la organización social, el rito, la ideología,
las “artes”, las costumbres del ciclo de vida y, finamente, la estabilidad y el cambio cultural, es decir,
nada que no pueda figurar con todo derecho en cualquier monografías de naturaleza sociológica (32).
Con razón decía Radcliffe-Brown que la etnología no es más que la sociología de las sociedades de
pequeñas dimensiones (33).
Dejemos de lado por el momento otras muchas dificultades específicas relacionadas con la concepción
culturalista y estructuralista de la cultura – como la tendencia a reificar los “modelos de
comportamiento” convirtiéndolos en verdaderos principios de las prácticas culturales, el juego
permanente sobre la ambigüedad de los términos “modelo”, “norma” y “regla”, la psicologización
general de los procesos culturales, etc.- para señalar otra gran carencia de la antropología cultural en
cualquiera de sus tendencias: la no incorporación de la estructura de clases en la teorización de la
cultura.
Es cierto que algunos psicólogos sociales, como Erich Fromm y H. Hyman (34), elaboraron el concepto
de “personalidad de clase” en el marco de una teoría de la estratificación social. Pero los antropólogos
desconocen, por lo general, este problema y presentan la cultura como una superficie plana, son
fracturas ni desniveles.
Esta carencia resulta hasta cierto punto comprensible si se tiene en cuenta que la antropología cultural
12
se ha ocupado sólo de las sociedades arcaicas poco diferenciadas y con escasa división social del
trabajo. Pero, de cualquier modo, queda disminuida la aplicabilidad de sus dispositivos teóricos y
metodológicos al análisis de los “desniveles culturales internos” de las modernas sociedades de clase.
III
La cultura en la tradición marxista
1. La tradición marxista no ha desarrollado en forma explícita y sistemática una teoría propia de la
cultura, no se ha preocupado por elaborar dispositivos metodológicos para su análisis. Desde este punto
de vista puede decirse que el concepto de cultura es ajeno al marxismo. De hecho el interés por
incorporar este concepto al paradigma de materialismo histórico es muy reciente y ha dado lugar a
contribuciones que están aún lejos de alcanzar el grado de elaboración y de operacionabilidad logrado
por el discurso antropológico o etnológico sobre la cultura.
Sin embargo, los clásicos del marxismo se refieren con frecuencia a los problemas de la civilización y
de la cultura entendidas en el sentido del iluminismo europeo del siglo XVIII, y algunos de ellos, como
Lenin y Gramsci, nos legaron una serie de reflexiones específicas sobre la cultura que, pese a su
carácter ocasional y fragmentario, no han cesado de alimentar la reflexión actual sobre la materia.
De modo general, la tradición marxista tiende a homologar la cultura a la ideología, dentro de la
topología infraestructura/superestructura. Además, el tratamiento de este problema aparece subordinado
siempre a preocupaciones estratégicas o pedagógicas de índole política. Esto significa, entre otras cosas
que los marxistas abordan la problemática de la cultura sólo en relación con las modernas sociedades
de clase, y que emprenden el análisis cultural siempre desde una perspectiva políticamente valorativa.
Estas peculiaridades ponen de manifiesto toda la distancia que media entre el punto de vista marxista y
el punto de vista etnológico-antropológico sobre la cultura.
2. La teoría leninista de la cultura es indisociable de su contexto histórico y exige ser interpretada a la
luz de los acontecimientos que precedieron, acompañaron y sucedieron a la revolución de Octubre.
A escala de la formación social rusa, Lenin describe a la cultura como una totalidad compleja que se
presenta bajo la forma de una “cultura nacional: la Rusia es una país heterogéneo bajo el aspecto
nacional” (35). Dentro de esta totalidad cabe distinguir una cultura dominante, que se identifica con la
cultura burguesa erigida en punto de referencia supremo y en principio organizador de todo el sistema y
culturas dominadas, como la del campesinado tradicional de los diferentes marcos regionales, y los
“elementos de cultura democrática y socialista” que corresponden a las masas trabajadoras y explotadas
(el proletariado). “En cada cultura nacional existen, aunque sea de forma rudimentaria, elementos de
cultura democrática y socialista, pues en cada nación hay masas trabajadoras y explotadas, cuyas
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condiciones de vida engendran inevitablemente una ideología democrática y socialista. Pero cada
nación posee asimismo una cultura burguesa (por añadidura, en la mayoría de los casos centurionista y
clerical) no simplemente en forma de elementos, sino como cultura dominante” (36). En este texto se
asimila expresivamente la cultura a la ideología; se plantea la determinación de la cultura por factores
extra-culturales (las condiciones materiales de existencia); y se introduce la contradicción
dominación/subordinación – como efecto de la lucha de clases – también en la esfera de la cultura.
Además, la distinción entre “elementos” y “cultura dominante” parece sugerir que la contradictoria
pluralidad cultural se halla reducida a sistema por la dominación de la cultura burguesa.
Desde el punto de vista político, Lenin reconoce una virtualidad alternativa y progresista sólo a los
elementos de cultura democrática y socialista (tesis de la centralidad obrera en el plano de la cultura).
Estos elementos son, por definición, de carácter internacionalista se contraponen al nacionalismo
burgués, es decir, a la idea de una “cultura nacional” que no es más que la “cultura de los terratenientes,
del clero y la burguesía” (36). De aquí la guerra sin cuartel declarada por Lenin en contra del
nacionalismo cultural: “nuestra consigna es la cultura internacional de la democracia y del movimiento
obrero mundial” (37).
Sin embargo, Lenin se vio obligado a hacer importantes aclaraciones en torno a la tesis del
protagonismo cultural de la clase obrera en el curso de un célebre debate sobre la cuestión cultural
suscitado en el seno de partido bolchevique en la época de la revolución. Frente a la tesis
liquidacionistas de Bogdanov y del Proletkult, que propugnaban la creación ex novo de una cultura
proletariada radicalmente nueva y diferente de la cultura burguesa, Lenin concibe la mutación cultural
como un proceso dialéctico de continuidad y ruptura “la cultura proletaria no surge de fuente
desconocida, no es una invención de los que se llaman especialistas en cultura proletaria. Es pura
necedad. La cultura proletaria tiene que ser el desarrollo lógico del acervo de conocimientos
conquistados por la humanidad bajo el yugo de la sociedad capitalista, de la sociedad terrateniente, de
la sociedad burocrática” (38). Por lo tanto, no todo es alienante y negativo dentro de la cultura
burguesa. Esta contiene elementos universables y progresistas – como la ciencia y el desarrollo
tecnológico – que deben distinguirse cuidadosamente de su “modo de empleo” capitalista y burgués.
Por eso “hace falta recoger toda la cultura lograda por el capitalismo y construir socialismo con ella.
Hace falta recoger toda la ciencia, la técnica, todos los conocimientos, el arte (39).
Para Lenin, la cultura proletariada que se encuentra en estado de “elementos” dentro de cada cultura
nacional no se opone solamente a la cultura burguesa, sino también a la cultura campesina tradicional y
a la cultura artesanal. Estas formas tradicionales de cultura, ligadas al regionalismo y a la “madrecita
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aldea” son residuos del pasado feudal y deben considerarse como esencialmente retrógradas.
Comparada con la situación de la campesinada tradicional, la condición del obrero urbano más
explotado y miserable es culturalmente superior. Por eso la migración campesina a las ciudades
constituye, en el fondo un fenómeno progresista: “arranca a la población de los rincones perdidos,
atrasados, olvidados por la historia, y la incluye en el remolino de la vida social contemporánea.
Aumenta el índice de alfabetización de la población, eleva su conciencia, le inculca costumbres
culturas y necesidades culturales (...) Ir a la ciudad eleva la personalidad civil del campesino,
liberándolo del sinnúmero de trabas de dependencias patriarcales y personales y estamentales que tan
vigorosas son en la aldea” (40).
Esta posición hostil a la cultura popular campesina cobra sentido en le contexto de la larga polémica
leninista contra el populismo, que había echado hondas raíces entre los intelectuales rusos desde fines
del siglo pasado. Los populistas crepan en el “instinto comunista” del campesino comunal, y afirmaban
que el socialismo debía construirse a partir de la comunidad campesina, evitando pasar por el
capitalismo. Frente a la devastación provocada por el capitalismo en Rusia, el campesinado debía
considerarse como el único elemento de la nación, y en el trabajo agrícola comunal como la única
fuente de regeneración. La tesis leninista sobre la cultura tradicional debe situarse dentro de este
contexto polémico.
Finalmente, el tratamiento de los problemas culturales se halla ligado, en Lenin, a la problemática de la
lucha de clases y de la revolución en Rusia. En la fase pre-revolucionaria, la tarea cultural se subordina
a la instancia política, que desempeña el papel principal. Pero en la fase pos-revolucionaria la
revolución cultural pasa al primer plano y se convierte en la tarea principal. “En nuestro país la
revolución política y social procedió a la revolución cultural, a esa revolución cultural ante la cual, a
pesar de todo, nos encontramos ahora. Hoy nos es suficiente esta revolución cultural para llegar a
convertirnos en un país socialista, pero esa revolución cultural presenta increíbles dificultades para
nosotros, tanto es el aspecto puramente cultural (pues somos analfabetos) como en el aspecto material
(pues para ser cultos es necesario un cierto desarrollo en los medios materiales de producción, se
precisa cierta base material)” (41).
En resumen: la concepción leninista de la cultura contrasta con el positivismo y el relativismo cultural
de los antropólogos en la medida en que se inscribe en un marco abiertamente valorativo y político.
Dentro de una formación social, las diversas formaciones culturales no son equiparables entre sí, ni
tienen todas el mismo valor. Por lo tanto hay que discriminarlas y jerarquizarlas. Claro que los criterios
no son los mismos del elitismo cultural – que identifica a la cultura “legítima” con la cultura
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dominante-, sino otros muy diferentes y más objetivos. Para Lenin, una cultura superior a otra en la
medida en que permite una mayor liberación de la servidumbre de la naturaleza (de donde la alta
estima de la técnica) y favorece más el acceso a una socialidad de calidad superior que implique la
liquidación de la explotación del hombre por el hombre (“cultura democrática y socialista”).
3. También en Gramsci la cultura se homologa a la ideología, definida en su acepción más extensiva
como “concepción del mundo”. La cultura no sería más que una visión del mundo colectivamente
interiorizada como una “religión” o una “fe”, es decir, como norma práctica o “premisa teórica
implícita” de toda actividad social de la cultura así entendida posee una eficiencia integradora y
unificante: “la cultura, en sus distintos grados, unifica una mayor o menor cantidad de individuos en
estratos numerosos, en contacto más o menos expresivo, que se comprenden en diversos grados, etc.”
(42).
Puede decirse que por esta vía de cultura determina la identidad colectiva de los actores históricos
sociales: “de ello se deduce la importancia que tiene el 'momento cultural', incluso en la actividad
práctica (colectiva): cada acto histórico sólo puede ser cumplido por el 'hombre colectivo'. Esto supone
el logro de una unidad cultural-social por la cual una multiplicidad de voluntades disgregadas con
heterogeneidad de fines, se sueldas con vistas a un mismo fin sobre la base de una misma y común
concepción del mundo general y particular, transitoriamente está tan arraigada, asimilada y vivida que
puede convertirse en pasión” (43).
Además, no debe olvidarse que para Gramsci las ideologías (orgánicas) “organizan las masas humanas,
forman el terreno en medio del cual se mueven los hombres, adquieren conciencia de su posición,
luchan, etc.” (44).
Gramsci aborda los problemas de la ideología y de la cultura en función de una preocupación
estratégica y política motivada en gran parte por la derrota histórica del proletariado europeo en los
años veinte, aquí la estrecha vinculación de su concepto de cultura, con el de hegemonía, que
representa grosso modo una modalidad de poder una capacidad de educación y de dirección basada en
el consenso cultural. Desde el punto de vista de la cultura al igual que la ideología se convierte en el
instrumento privilegiado de la hegemonía por la que una clase social logra el reconocimiento de su
concepción del mundo y, en consecuencia, de su supremacía, por parte de las demás clases sociales.
Esta modalidad hegemónica del poder, ausente en los esquemas leninistas sería una característica
particular de los procesos políticos europeos-occidentales por oposición a la sociedad rusa de 1917 y,
por extensión del oriente. “En Oriente el Estado era todo, la sociedad civil era primitiva y gelatinosa;
en Occidente, entre Estado y sociedad civil existía una justa relación y bajo el templo del Estado se
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evidenciaba una robusta estructura de la sociedad civil” (45). (Para Gramsci la “sociedad civil”,
contrapuesta a la “sociedad política” es la esfera ideológico-cultural).
El concepto hegemonía le permite a Gramsci modificar en un aspecto importante el papel atribuido por
Lenin a la cultura en el proceso revolucionario. En efecto, para Lenin la “revolución cultural” sólo
podía tener vigencia en la fase revolucionaria, después de la conquista del Estado entendido como
aparato burocrático-militar. Para Gramsci, en cambio, la tarea cultural desempeña un papel de
primerísimo orden ya desde el principio, desde la fase pre-revolucionaria, como medio de conquista de
la “sociedad política”. En efecto, “un grupo social puede y debe ser dirigente aún antes de conquistar el
poder de gobierno (y ésta es una de las condiciones principales para la misma conquista del poder);
después, cuando ejercita el poder y también cuando lo tiene fuertemente aferrado en el puño, se torna
dominante, pero debe continuar siendo 'dirigente'” (46).
La posición de clase subalterna o dominante determinan, según Gramsci, una gradación de niveles
jerarquizados en el ámbito de la cultura, que van desde las formas más elaboradas, sistemáticas y
políticamente organizadas – como las “filosofías” hegemónicas-, a las menos elaboradas y refinadas –
como el sentido común y el folklor, que corresponde grosso modo a lo que suele denominarse “cultura
popular”. Pero, en realidad, no se trata sólo de una estratificación, sino de una confrontación entre las
concepciones del mundo “oficiales” y las de las clases subalternas e instrumentales cuyo conjunto
constituye los estratos llamados populares.
Para Gramsci, la “concepción del mundo y de la vida” propia de estos estrados es “en gran medida
implícita”, lo mismo que su confrontación con la cultura oficial (“por lo general también implícita,
mecánica, objetiva”).
La posición de Gramsci frente a esta complejidad contradictoria de los hechos culturales es también
abiertamente valorativa, como la de Lenin. Sólo varían sus criterios de valoración que en lo esencial se
reducen a la capacidad hegemónica de una cultura, es decir, a su capacidad dirigente, a su poder crítico
y a su aceptabilidad universal (48). En virtud de estos criterios, Gramsci no vacila en descalificar el
particularismo estrecho, el carácter heteróclito y el anacronismo de la cultura subalterna tradicional; “el
sentido común es, por tanto, expresión de la concepción mitológica del mundo. Además, el sentido
común... cae en errores más groseros, en gran medida se halla aún en la fase de la astronomía
tolemaica, no sabe establecer los nexos de causa a efecto, etc. es decir, afirma como 'objetiva' cierta
'subjetividad' anacrónica, porque no sabe siquiera concebir que puede existir una concepción subjetiva
del mundo y qué puede querer significar” (49).
Pero, a diferencia de Lenin, Gramsci matiza significativamente su posición en principio negativa frente
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a las culturas subalternas, reconociendo en ellas elementos “progresivos” que pueden servir como
punto de partida para una pedagogía a la vez política y cultural que encamine a los estratos subalternos
hacia “una forma superior de cultura y de concepción del mundo” (50). El proyecto de Gramsci no
prevé la mera conservación de las subculturas folklóricas, sino su transformación cualitativa (“reforma
intelectual y moral”) en una gran cultura nacional – popular de contenido crítico – sistemático, que
llegue a adquirir “la solidez de las creencias populares” (51), porque “las masas, en cuanto tales, sólo
pueden vivir la filosofía como una fe” (52). Esta nueva cultura sólo puede resultar de la fusión orgánica
entre intelectuales y pueblo sobre la base de la filosofía de la praxis. En efecto, “la filosofía de la praxis
no tiende a mantener a los 'simples' en su filosofía primitiva del sentido común, sino, al contrario, a
conducirlos hacia una concepción superior de la vida. Se afirma la exigencia del contacto entre
intelectuales y simples no para limitar la actividad científica y mantener la unidad al bajo nivel de las
masas, sino para construir un bloque intelectual-moral que haga posible un progreso intelectual de
masas y no sólo para pocos grupos intelectuales” (53).
La valoración de lo nacional-popular como expresión necesaria de la hegemonía en el ámbito de la
cultura constituye otro factor de diferencia entre las concepciones de Gramsci y las de Lenin. Este
propiciaba, como queda dicho, una visión internacionalista de la cultura sobre la base del
cosmopolitismo proletario.
Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que la cultura nacional popular postulada por Gramsci nada tiene
que ver con las formas degradadas de la cultura plebeya. “La literatura popular tiene en sentido
degradado (de tipo Sue y toda la escuela) es una degeneración político-comercial de la literatura
nacional-popular, cuyo modelo son precisamente los trágicos griegos y Shakespeare” (54).
Merece especial atención la relación establecida por Gramsci entre sociedad y cultura. Esta se halla
inscrita, por cierto, dentro de un determinado bloque histórico, que es el equivalente gramsciano de la
topología estructura/superestructura.
Pero Gramsci no establece una relación mecánica y causal entre ambos niveles, sino una relación
orgánica que los convierte casi en aspectos meramente analíticos de una misma realidad, que pueden
distinguirse sólo “didascálicamente”. En efecto, en un determinado bloque histórico “las fuerzas
materiales son el contenido y las ideologías de la forma”, pero esta distinción es “puramente
didascálica, puesto que las fuerzas materiales no serían concebibles históricamente sin la forma y las
ideologías serían caprichos individuales sin la fuerza material” (55).
En algunos textos Gramsci parece inconcluso transgredir la tópica marxista, como cuando dice que la
ideología es una “concepción del mundo que se manifiesta implícitamente en el arte, en el derecho, en
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la actividad económica, en todas las manifestaciones de la vida intelectual y colectiva” (56). En este
texto la ideología (y por lo tanto la cultura, que se define en los mismos términos) se presenta como
coextensiva a toda la sociedad y como indisociable de todas las prácticas sociales, sean éstas
infraestructurales o superestructurales. Pero esta “ubicuidad” o “transversalidad” de la cultura – que
recuerda de algún modo la “concepción total” de los antropólogos- no va en detrimento de su
especificidad como “visión del mundo”, esto es, como fenómeno de significación.
Quizás pueda concluirse entonces que para Gramsci el orden de la ideología y de la cultura remite de
algún modo el plano de los significados socialmente codificados que, en cuanto tales constituyen un
aspecto analítico de lo social que atraviesa, permea y organiza la totalidad de las prácticas sociales.
4. La tendencia a homologar la cultura de la ideología constituye, a nuestro modo de ver, un estímulo
importante para definir la especificidad de la cultura por referencia a los significados sociales, a los
hechos de sentido, a la semiosis social. Bajo este aspecto hay un avance indudable sobre la
indiferenciación conceptual del término “cultura” dentro de la tradición antropológica. La cultura ya no
se presenta aquí como “le conjunto de todas las cosas, menos la naturaleza” sino en todo como una
dimensión precisa de “todas las cosas”: la dimensión de la significación.
Constituye también una contribución significativa a la referencia explícita a la estructura de clases y a
las relaciones de poder como marco que determina la configuración contradictoria y conflictiva de la
cultura en las diversas formaciones sociales. La cultura ya no aparece como una superficie lisa y
nivelada, sino como un paisaje discontinuo y fracturado por las luchas sociales.
Pero el logro de una mayor especificidad conceptual dentro de un encuadre clasista ha corrido parejo,
al parecer, con la pérdida de carácter “total” y ubicuo de la cultura, tal como lo había establecido la
tradición antropológica.
En efecto, el marxismo tiene a restringir y, sobre todo, a “localizar” los fenómenos culturales dentro de
una topología social precisa: la superestructura. De este modo se obstaculiza una vez más la percepción
correcta de la relación sociedad-cultura.
La responsabilidad de esta tendencia restrictiva es imputable a la tópica infraestructura/superestructura,
que se ha convertido en una especie de evidencia dentro del marxismo. Debe reconocerse que esta
metáfora arquitectónica ha desempeñado un papel decisivo en la lucha contra las grandes filosofías
idealistas de fines del siglo pasado. Pero ha terminado por convertirse en un formidable obstáculo
epistemológico para comprender de un modo más adecuado la relación entre sociedad y sentido, entre
producción material y semiosis y, en última instancia, entre economía y cultura.
Sobre todo en sus formulaciones así mecanicistas, la metáfora en cuestión presupone la oposición
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dualista entre realidad y pensamiento, y sugiere un esquema topológico de la sociedad que aparece
constituida por niveles o estratos jerarquizados. El nivel privilegiado sería el de la producción material
– la infraestructura-, mientras que los niveles de la superestructura serían secundarios, derivados y casi
inesenciales.
Lo cultural queda relegado, por supuesto, al plano de la superestructura, como si la realidad constitutiva
de la “base” social escapara a la cultura, o como si los hechos culturales estuvieran simplemente
superpuestos o sobreañadidos a “lo real”.
Ahora bien, “lo cultural como conjunto de esquemas interpretativos desconectados de la práctica social,
lo cultural como superestructura inofensiva, secundaria y derivada, es precisamente lo cultural visto e
instituido por el capitalismo”, dice Jean-Paul Willaime (57).
Dentro de la tradición marxista, sólo Gramsci parece haberse percatado con suficiente lucidez de las
implicaciones mecanicistas de la célebre metáfora. De ahí sus esfuerzos por superar el dualismo
inherente a la misma mediante su reabsorción en la unidad orgánica del bloque histórico. Estos
esfuerzos, sin embargo, quedaron truncos y no fueron debidamente prolongados por su posteridad
intelectual.
IV Hacia una reformulación semiótica de la cultura
Parece imponerse la necesidad de una revisión teórica del discurso antropológico y marxista sobre la
cultura, en vista de una relaboración que permita superar sus limitaciones más patentes, sin perder sus
contribuciones más fecundas.
Hoy por hoy este proyecto nos parece un tanto presuntuoso y prematuro, pero nada impide adelantar
algunas propuestas al respecto, con propósito de debate y de sondeo.
1. Comencemos por el problema de la especificidad o de la homogeneidad semántica del concepto
cultura. Creemos que aquí vale la pena recoger y prolongar el estímulo marxista que tiende a asociar la
cultura a la problemática de las ideologías y las concepciones del mundo.
Planteamos la tesis de que no es posible conferir suficiente homogeneidad al concepto de cultura, si no
se lo implanta directa y sólidamente en el terrenos de los significados sociales, de la construcción social
del sentido, de la semiosis social. Digamos, entonces, en primera aproximación, que la cultura remite a
los códigos sociales, a la signicidad, a los sistemas de simbolización.
“Toda la variedad de las demarcaciones existentes entre la cultura y la no cultura” -dice Lotman- “se
reduce en esencia a esto, que sobre el fondo de la no cultura, la cultura interviene como un sistema de
signos. En concreto, cada vez que hablamos de los rasgos distintivos de la cultura como 'artificial' (en
oposición a lo 'innato'), 'convencional' (en oposición a lo 'natural' y 'absoluto'), 'capacidad de condensar
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la experiencia humana' (en oposición a lo 'natural' y 'absoluto'), 'capacidad de condensar la experiencia
humana' (en oposición a 'estado originario de naturaleza'), tendremos que enfrentarnos con diferentes
aspectos de la esencia sígnica de la cultura” (58).
Por eso “es indicativo cómo el sucederse de las culturas (especialmente en épocas de cambios sociales)
vaya acompañando generalmente de una decidida elevación de la semioticidad del comportamiento...”
(59).
Y no olvidemos que todo puede servir como soporte significante de los significados culturales: la
cadena fónica, la escritura, los gestos, los comportamientos, las prácticas sociales, los usos y
costumbres, el vestido, la alimentación, la vivienda, los objetos y artefactos, la organización social del
espacio y del tiempo en ciclos festivos, etc. Por eso se podrá decir más adelante que la cultura “está en
todas partes”, “en todas las manifestaciones de la vida individual y colectiva”, y no sólo en los ciclos de
la superestructura.
Pero sabemos de Saussure que la significación se funda en el valor diferencial de los signos dentro de
un sistema semiótico determinado, decir que la cultura es en primera instancia un hecho de
significación equivale también a decir que la cultura está hecha de distinciones y diferencias, es decir,
de oposiciones significativas. “En la base de todas las decisiones está la convicción de que la cultura
posee trazos distintivos”-, dice Lotman (60). La cultura, por lo tanto, es la diferencia. Son modos
distintivos de verse y de comprenderse colectivamente en el mundo y al mundo por oposición a otros.
Por eso el primer efecto de la cultura es la construcción y la distribución de identidades sociales. En
efecto, “la identidad social se define y se afirma en la diferencia” (61). Entre identidad y alteridad
existe una relación de presuposición recíproca. Ego sólo es definible por oposición a altar y las
fronteras de un “nosotros” se delimita siempre por referencia a “ellos” y a “los demás”, a “los otros.
Muchos antropólogos llegaron a entrever, sin teorizarla, esta función identificadora y diferenciante de
la cultura. “Los antiguos conocían algunos fenómenos de la cultura”- dice Kroeber- ; “por ejemplo, las
costumbres distintivas, 'nosotros lo hacemos así, lo hacemos de otra manera': esta afirmación que cada
ser humano formula tarde o temprano representa el reconocimiento de un fenómeno cultural” (62).
Herskovits llega incluso a afirmar que la función de la cultura es conferir “una identidad de modo de
vida reconocible” (63).
Concluyendo entonces que la cultura es un conjunto de significados constitutivos de identidades y de
alteridades sociales. La cultura clasifica, cataloga, denomina, nombra y ordena la realidad desde el
pinto de vista de un “nosotros” relativamente homogéneo, de una identidad determinada.
Este sería el momento de ensayar una teoría de la identidad social, de la construcción semiótica de
21
sujetos o de actores histórico-sociales. Habría que distinguir, entonces, diferentes modalidades de
autoidentificación
(de
clase,
étnica,
regional,
nacional,
religiosa...)
con
sus
complejos
entrecruzamientos y sobredeterminaciones. Habría que introducir también la problemática de la
memoria social como dimensión diacrónica de la identidad social).
En efecto, la identidad no se construye de la noche a la mañana, sino que frecuentemente es el resultado
de un largo proceso de elaboración histórica transmitida de generación en generación. La memoria
social cobra especial relieve en relación con la construcción de la identidad étnica. Roger Bastide decía
que esta forma de identidad “postula necesariamente la memoria, porque ella significa duración y
conservación, a través de los cambios, de una realidad procedente del pasado” (64). De aquí la
importancia, no sólo de la utopía, sino también de la conmemoración en los ritos y fiestas de las
comunidades étnicas.
A nuestro modo de ver, Lotman se refiere a esta dimensión de la cultura cuando la define como
“memoria no hereditaria (en sentido genético) de la colectividad” (65).
En fin, habría que advertir que la identidad social no se configura sólo en relación con los demás
miembros del grupo social, sino también en relación con la naturaleza. No hay que olvidad que en una
de sus acepciones más recurrentes, la cultura connota el dominio humano del medio ambiente y la
posibilidad de apropiarse de la naturaleza.
2. La identidad entendida como “duración”, como “tendencia a perseverar en el ser”, nos remite de
inmediato a uno de los modos de objetivación de la cultura comprendida como sistema de significados
sociales: el habitus o ethos cultural. En efecto, según Pierre Bourdieu la “tendencia a perseverar” se
debe entre otras cosas, “al hecho de que los agentes que integran los grupos están dotados de
disposiciones durables, capaces de sobrevivir a las condiciones económicas y sociales de su propia
producción” (66). Estas disposiciones durables con los habitus. Se trata de una categoría elaborada por
Bourdieu con el objeto de dar cuenta de la “regularidad no calculada” y de la “concentración no
planeada” de los comportamientos culturales.
El habitus, definido como “un sistema subjetivo, pero no individual de estructuras interiorizadas que
son esquemas de percepción, de concepción y de acción” (67), constituye el principio generador de las
prácticas simbólicas. Son significados sociales interiorizados en forma de “lex insita” -de ley
inmanente-, que de este modo se convierten en principios orientadores de la acción.
La noción de habitus recupera y a la vez supera la concepción normativa que define a la cultura como
“modelos de comportamiento”. Solamente para Bourdieu estos “modelos” no deben concebirse como
“principios reales” de los comportamientos – so pena de incurrir en un grosero objetivismo reitificador
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sino como constructos conceptuales que expresan la constatación de la regularidad de las prácticas. El
verdadero principio de esta regularidad radica en el habitus, y no en los “modelos”.
El habitus remite, como a su principio, a un segundo modo de objetivación de los significados
culturales: las instituciones.
Desde el punto de vista que aquí nos interesa, éstas representan la materialización, la fijación y la
codificación social del sentido. Por lo tanto, la cultura puede ser aprehendida también como “lo ya
dado”, “lo ya dicho” o “lo ya pensado”, es decir, como una estructura objetiva de significados
preconstruidos que constituye el marco de referencia de una sociedad, y la base obligada -e impensadade todas las prácticas significantes. La cultura así objetividad no determina tanto lo que efectivamente
se cree y se realiza en los diferentes aspectos de la vida social, sino lo que es creíble, realizable y
concebible. Por eso hablamos de “marco de referencia”; se trata del marco institucional dentro del cual
una sociedad, un grupo social o una clase piensa, sueña y actúa; del campo de posibilidades que
enmarca las oposiciones y las diferencias significativas en una sociedad.
Este es el lugar en que puede explotarse útilmente la teoría gramsciana de los aparatos de la hegemonía,
transmutados en aparatos ideológicos por Althusser.
Entre habitus e instituciones, entre “sentido práctico” y “sentido objetivado” se establece una relación
dialéctica. Por una parte, el sentido objetivado en las instituciones “interpela” y “convoca” a los
individuos proponiéndoles identidades y alteridades y determinado de este modo los diferentes habitus
sociales. El habitus, por lo tanto, es un producto de las condiciones objetivas, es “la interiorización de
la exterioridad”. Pero por otra parte el habitus como sentido práctico opera la reactivación del sentido
objetivado en las instituciones”: “el habitus es aquello que permite habitar las instituciones,
apropiárselas prácticamente y, por eso mismo, mantenerlas en actividad, en vida y en vigo
arrancándola: incesantemente del estado de letra muerta y de lengua muerta; es aquello que permite
revivir el sentido depositado en ellas, pero imponiéndoles las revisiones y las transformaciones que son
la contrapartida y la condición de la reactivación” (68).
Resumamos: la cultura remite a significados sociales constitutivos de identidades y alteridades,
objetivados en forma de instituciones y de habitus y actualizados en forma de práctica significantes.
Las estructuras objetivas (institucionales) constituyen el principio generador el habitus mediante
mecanismos de interpelación y de inculcación. Y el habitus, a su vez, constituye el principio generador
de las prácticas significantes: entre estas tres instancias de la cultura se establece una relación
dialéctica.
3. Queda por señalar el principio dinámico de este sistema que hasta aquí se presenta como modelo de
23
reproducción simple, incapaz de dar cuenta de los proceso de confrontación y de mutación cultural.
Ese principio dinámico sólo puede encentrarse a nivel de las condiciones sociales de producción, de
recepción y de apropiación de significados, y en lo substancial se reduce a la estructura de clases (que
en ciertas formaciones sociales sobredetermina incluso la pluralidad étnica) y, consecuentemente la
desigualdad distribución del poder social.
La hipótesis central que aquí puede invocarse es la de la existencia de una relación significativa entre
posiciones en la trama de las relaciones sociales y la configuración de los significados sociales
diversamente objetivados y actualizados.
Bernars Zarca formula esta hipótesis del siguiente modo: “constituye una evidencia sociológica, sin la
cual ningún trabajo empírico sería posible, la asunción de que las diferentes condiciones materiales de
existencia deben corresponder ideas y juicios también diferentes. En cambio, los individuos situados en
condiciones materiales de existencia semejantes para actuar, reaccionar, comportarse, pensar, etc... Por
consiguiente, si se pone entre paréntesis las variantes individuales (aunque sean importantes para la
sociología), tendrán una misma praxis, una misma hexis y un mismo ethos” (69).
Es esta hipótesis la que da origen a la contraposición gramsciana entre culturas hegemónicas y culturas
subalternas, ulteriormente prolongadas por Alberto M. Cirese en una teoría de los “desniveles
culturales internos” (70).
Esta misma hipótesis permite a Bourdieu concebir la cultura como “la distinción” simbólicamente
manifestada y clasísticamente connotada; como una constrelación jerarquizada y compleja de “ethos de
clase” que se manifiesta en forma de comportamientos, consumos, gustos, estilos de vida y símbolos de
estatus diferenciados y diferenciantes, pero también en forma de productos y artefactos (71). Dentro de
este esquema, la cultura de las clases dominantes se impone como la “cultura legítima”, haciéndose
reconocer como punto de referencia obligado y como “unidad de medida no medida” de todas las
formas subalternas de cultura.
La hipótesis del condicionamiento clasista de la cultura ha sido recientemente cuestionada por el
descubrimiento de la “cultura local” entendida como modos de manifestación de la vida cotidiana en
marcos geográficos restringidos que pueden ser pueblerinos, comunales o regionales (72). Este
descubrimiento responde, entre otras cosas, a la nueva sensibilidad europea hacia las autonomías
regionales devoradas por el centralismo estatal. Pues bien, según algunos autores “el punto de vista de
la cultura local obliga a escapar del peso de los habitus y de la magia de los aparatos”. “Admitamos” dice Marc Abeles-, “que las culturas locales sean una sedimentación de formas de fuerzas
contradictorias; se está autorizado a investigar esta contradicción a condición de negarse a recurrid en
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principio a oposiciones abstractas del tiempo hegemónico/dominado, legítimo/popular” (73).
No se puede negar la presencia de hechos culturales “verticales” o “transclasistas”, asociados a la
cotidianeidad de lo “simple y elementalmente humano”, que trascienden los determinismos de clase.
Pero constituye un error plantear su consideración o análisis como un punto de vista alternativo y
opuesto al de las clases sociales. En efecto, siempre es posible sostener como más fuerte y más fecunda
la hipótesis de que en las sociedades modernas los hechos culturales trans-clasistas se hallan siempre
enmarcados y sobredeterminados por las relaciones de clase. Es muy dudoso que la vida cotidiana de
una “cultura local” - medios de consumir, de comprar, de habitar, de avecinarse, de intercambiar, de
divertirse, de amar, de llorar a los muertos...-tenga el mismo significado para el campesino indígena, el
maestro rural, el farmacéutico, el cura, el político burócrata y la señora propietaria de una residencia
secundaria de una misma comunidad local. Como dice acertadamente Cirese, “el hecho de que lo
elementalmente humano atraviese verticalmente todas las clases sociales no impide que sea vivido,
sufrido y disfrutado según modos clásicamente determinados (es cierto que a todos nos toca llorar de
vez en cuando- ha dicho alguien-; pero una cosa es llorar en un Cinquecento, y otra muy diferente es
llorar en un Rolls Royce) (74).
El recurso a la estructura de clases como principio organizador de una formación cultural sólo explica
el potencial conflictivo de la misma, pero no da cuenta de su dinamismo histórico real. Para esto se
requiere un segundo paso: remontarse al terreno de lo político y establecer la relación de la cultura con
las diversas modalidades del poder.
Existe, por supuesto, una estrecha relación entre estructura de clases y distribución del poder, como
hemos señalado en otro lugar (75). En efecto, el poder se define ante todo como una característica
objetiva y estructural de todo sistema social basado en relaciones disimétricas (principalmente de
clases). Con otros términos, el poder tiene por base y fundamento una estructura objeto de desigualdad
social.
Hemos ensayado en otro estudio el análisis de las complejas relaciones entre cultura y poder. Aquí nos
limitaremos a afirmar que si se considera el poder en su modalidad de hegemonía, es decir, como
capacidad de imponer determinados significados sociales por vía de violencia simbólica, la cultura se
convierte en instrumento y a la vez en componente privilegiado del poder. Si en cambio se considera el
poder en su modalidad de dominación y de dirección política, la cultura se convierte en “enjeux”, es
decir, en “aquello que está en juego” en la lucha política. Aquí deben situarse, entre otras cosas, la
lucha secular del estado por lograr el control del conjunto de los aparatos culturales, su esfuerzo por
imponer coactivamente la “cultura legítima” y por censurar las formas culturales “desviadas” y, en fin,
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su negro historial de opresión y represión de las culturas étnicas subalternas (76).
Merecen especial atención las modalidades de dominación cultural basadas en mecanismos
económicos.
Hemos señalado más arriba el fenómeno de la penetración generalizada del mercado capitalista en la
esfera cultural. Se ha podido comprobar, a este respecto, que la generalización del valor de cambio
opera lo que se ha dado en llamar la “subversión de los códigos”. Marc Guillaume ha demostrado muy
claramente cómo el capitalismo ha desestructurado, por ejemplo, toda una simbólica del habitar, cómo
se ha pasado de la habitación cultual a la vivienda-mercancía (77). “A una habitación que significaba
toda una estructura social, con sus normas y valores, y que inscribía en el espacio y en la arquitectura
las oposiciones significativas que estructuraban al grupo social y regulaban su vida, sucede ahora la
vivienda-mercancía que no se interesa más que en la diferencia por la diferencia -en el valor de
cambio- de este producto en que se ha convertido el habitar, y que en cara esta 'necesidad' humana bajo
el ángulo esencialmente funcional. Al 'hábitat' cultural sucede entonces la vivienda funcional atrapada
por la lógica de lo económico. Este proceso general de desculturación y sus efectos se han ido
extendiendo a todos los aspectos de la vida social...” (78).
Al subvertir los códigos culturales tradicionales, el capitalismo impone, en realidad, un nuevo código:
la lógica de lo económico. Este nuevo código presenta una particularidad con respecto a los demás
códigos que le precedieron: “tiene la capacidad: de subvertir todos los demás códigos en la medida en
que se eleva a rango de sistema la indiferencia a los contenidos de todos los sistemas culturales
posibles, en la medida en que el código de lo económico se interesa sólo a la forma y pone entre
paréntesis el valor de uso, la particularidad, el contenido de cada cosa; en virtud de este hecho, este
código es el más universable y también el más totalitario que invade todos los sectores de la sociedad”
(79).
Amalia Signoreli ha señalado una consecuencia importante de esta situación: el fin del aislamiento, la
desaparición de los grupos humanos aislados, la copresencia de todas las culturas. Dentro de este
marco, la dinámica cultural se manifiesta ante todo como un proceso de homologación a través del cual
la clase dominante nacional e internacional impone, no tanto su cultura, sino su dominio cultural. Este
proceso opera a través de la comunicación masiva de modelos de consumo estandarizados. Frente a
esta presión homologante, las formas nacionales y tradicionales de cultura movilizan cierta capacidad
de resistencia, de diferenciación y hasta de oposición, aunque frecuentemente terminen fragmentándose
y se vean obligadas a refuncionalizar con propósitos adaptativos sus diferentes elementos.
4. Hemos llegado a la conclusión de que la cultura son haces de significados sociales constitutivos de
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identidades y alteridades, objetivados en forma de instituciones y de habitus, actualizados en forma de
prácticas puntuales y dinamizados por la estructura de clases y de relaciones de poder.
Pero la cultura así entendida, ¿cómo se relaciona con la sociedad? ¿Constituye acaso un sector, un
subsistema, un contrato ornamental -”algo así como un suplemento del alma”- de la sociedad? ¿Se
puede mantener al mismo tiempo una definición no indiferenciada, sino relativamente específica de la
cultura y la “concepción total” de los antropólogos que hace coextensiva la cultura a la sociedad?
La respuesta puede hallarse contenida en esta breve definición sugerida por Grimas: la cultura no es
más que la sociedad en cuanto a significación (81). Lo que puede parafrasearse de este modo: la cultura
es la sociedad misma considerada como estructura de sentido, como signicidad o semiosis, como
representación, símbolo, teatralización, metáfora o glosa de sí misma. En aquella dimensión e la
sociedad por la que ésta se expresa o se “muestra” a sí misma en forma de rasgos distintivos, de
sistemas de diferencia o de singularidades formales.
Esto quiere decir que la cultura es un aspecto analítico de la sociedad total, indisociable de cualquiera
de sus elementos o niveles, y no una “parte”, un sector o una “superestructura” de la misma.
“Concepción del mundo generalmente implícita en todas las manifestaciones de la vida individual y
colectiva”, -decía Gramsci. Se trata, por lo tanto, de un punto de vista totalizante sobre la sociedad,
aunque también inadecuado y no exhaustivo, porque si bien es cierto que no existe nada en la sociedad
que pueda considerarse como insignificante, como desprovisto de significación, también es cierto que
la sociedad no se agota en la significación. Con otras palabras: la sociedad es siempre cultura bajo
cierto aspecto, pero la cultura no es toda la sociedad. Entre sociedad y cultura rige lo que los antiguos
escolásticos llamabas una distinción inadecuada o aspectual, y los lógicos una relación de implicación
no recíproca.
Pero, ¿existe algo más en la sociedad que no sea signo o sentido? Esta cuestión parecerá impertinente y
ociosa, pero la planteamos aquí bajo la presión de cierto discurso pan semiótico (Lacan, Braudrillard,
Laclau) que tiende a pasar subrepticiamente de la afirmación de que en la sociedad “todo en discurso” a
la de que en la sociedad “sólo hay discurso”. Se trata de una especia de neo-idealismo que tiende a
reducir la sociedad sólo a una “problemática del código”.
Sí, en la sociedad no sólo hay signos. Existe también la febrilidad o actividad productiva, que modifica
materialmente la naturaleza para convertirla en producto. Existe también la procreación o actividad de
engendramiento de nuevos seres. En fin, existen lo “práctico-inerte” de lo “ya dado”, en el sentido de
Sartre; la construcción material, anónima y difusa, de los aparatos, de las estructuras y de las
organizaciones; la coacción física del poder, etc., que si bien pueden ser objeto de diversas
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interpretaciones y dotados de diversos sentidos, no son en sí mismos ni “mensajes”, ni “discursos”, ni
“sentidos”.
Cirese nos invita a releer bajo esta óptica los célebres textos de Marx-Engels en la Ideología Alemana,
donde se establece una relación entre producción, procreación y conciencia o lenguaje. Según la
interpretación de Cirese, en estos textos la conciencia y el lenguaje (es decir, la significación) surgen de
la necesidad de relaciones interhumanas en los procesos de producción y de procreación, y por eso se
les atribuye cierta posterioridad con respecto a estos “momentos” fundantes de la historia humana. Pero
no se trata de una posterioridad cronológica sino la lógica, nos dice Cirese. Lo que equivale a decir que
la conciencia y el lenguaje se conciben como aspectos analíticos indisociables de la febrilidad y de la
socialidad (82).
Se comprende ahora por qué un mismo hecho social puede ser analizado bajo diferentes puntos de
vista. El consumo ostentorio, por ejemplo, puede ser analizado como un hecho enteramente económico,
a la luz de una teoría de la circulación y del mercado. Pero puede analizarse también como un hecho
enteramente cultural, en la medida en que significa una distinción de status (83). Ambos aspectos son,
por supuesto, indisociables, salvo para fines analíticos.
En resumen: el orden de la cultura ni se identifica totalmente con lo social ni se distingue totalmente
del mismo. Constituye un aspecto analítico de lo social y, por lo mismo, entre cultura y sociedad sólo
puede postularse una distinción inadecuada.
5. Para terminar, vamos a referirnos brevemente a la concepción políticamente valorativa de la cultura,
que caracteriza, como se ha visto a la tradición marxista.
La antropología cultural nos ha acostumbrado a la idea de la relatividad de las culturas y al tratamiento
no evaluativo de las mismas. Esta postura permitió, entre otras cosas, remover con el etnocentrismo
europeizante que hasta entonces había viciado la mayor parte de las reflexiones sobre la cultura.
Pero de la idea de la relatividad de las culturas, válida como precaución metodológica, suele pasarse
con mucha facilidad a una filosofía del relativismo cultural, que constituye una ideología tan nefasta
como la del etnocentrismo cultural, y cuya consecuencia política más obvia podría ser la apología del
subdesarrollo.
Conviene recordar, además, que el tratamiento no evaluativo de los hechos sociales, elevado al rango
de norma epistemológica, constituye una actitud positivista que debe ser cuestionada a la luz de una
epistemología constructivista que no disocia el interés de la ciencia, ni los “juicios de valor” de los
juicios del hecho”. En las ciencias sociales, cualquier análisis es por lo menos implícitamente
evaluativo. Y la filosofía analítica más reciente ha demostrado que la distinción entre lenguaje
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descriptivo y lenguaje normativo sólo afecta a la superficie, pero no a la estructura profunda del
discurso (84).
Nada impide, por lo tanto, adoptar un punto de vista evaluativo en el análisis de la cultura, y adscribir
la ciencia que se ocupa de ella al campo de las ciencias regidas por un interés emancipatorio (85).
No se puede reducir indiscriminadamente a la cultura todo lo que ha sido históricamente producido por
el hombre, hasta el punto que se diga que el canibalismo, la tortura, el racismo son hechos culturales
como el pacifismo, los hábitos comunitarios y la música de Beethoven.
Todo el problema radica en la selección de los criterios de evaluación. Estos no podrán ser ideológicos
ni meramente subjetivos, como los asumimos por el elitismo y el etnocentrismo cultural, no podrán
subordinarse servilmente a los intereses coyunturales de un partido, de una clase o de un bloque en el
poder. Los criterios tendrán que ser, en lo posible, objetivos y teóricamente fundados.
Y es aquí donde las contribuciones respectivas de Lenin y Gramsci pueden ofrecernos muchos
elementos de reflexión.
Situándonos en la perspectiva de su función práctico-social, Lenin evalúa las culturas por referencia a
dos criterios fundamentales: la liberación de la servidumbre de la naturaleza y el acceso a una
socialidad de calidad superior.
Situándose en la perspectiva de la lucha de clases en el terreno de la cultura, Gramsci, introduce un
criterio más: la capacidad de hegemonía, que implica a la vez la naturaleza crítico-sistemática de la
cultura y su posibilidad de universalización.
Queremos terminar con el siguiente texto de Humberto Cerrón que resume de algún modo las
consecuencias pedagógicas y políticas de una concepción deliberadamente evaluativa de la cultura:
“La así llamada cultura popular y la misma cultura obrera pertenecen a la cultura folklórica que
Gramsci ha analizado magistralmente, legándonos una indicación esencial que puede resumirse de este
modo: este cultura debe ser estudiada atentadamente para comprender cuál es su origen y cómo puede
ser superada en el contexto de un conocimiento crítico-sistemático. La competición entre las clases es
también, por cierto, una competición cultural, pero lo es en el sentido propio de la cultura, esto si, se
trata de una competición entre sujetos políticos capaces de expresar formas de dirección y de gestión
universal de la vida. Pero esta competición no es algo diverso de la dialéctica cultural misma:
capacidad de conocer el mundo y de transformarle de mundo dividido en gobernantes y gobernados,
en mundo de hombres que se autodirigen; de mundo dividido en intelectuales y simples, en un mundo
en que todos se convierten en intelectuales porque dejan de ser simples (¡y no a la inversa!)”.
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Notas
(1) “En otras épocas no se hablaba de cultura; ésta se producía espontáneamente en función de las
necesidades, sin que nadie experimentara la necesidad de nombrarla, de subvencionarla o de
ponerla en exhibición (...) Pero he aquí que un día se creó, en Europa, la Institución Pública,
convertida más tarde en Educación Nacional. Entonces se inventó la cultura y fue considerada
como algo fundamental. El siglo XIX le atribuyó un lugar de elección; privilegio de la
burguesía y de la aristocracia, y objeto de reivindicación por parte de las clases laboriosas, todo
el mundo pugnó por apropiársela. Posteriormente se la codificó, y llegó a convertirse en Francia
en motivo de orgullo, en Alemania en característica racial y en los EE.UU. en objeto de
negocio. A cada quien su propio genio... por consiguiente se separó de una vez por todas la
cultura de la vida y se le proporcionó una existencia propia una ética, un código y una jerga
peculiar...”
Hugues de Varine, La cultura des autres, Seuil, Paris, 1976, pp. 17-18.
(2) “De este modo la cultura se convirtió, de respuesta espontánea, individual o colectiva, a los
problemas planteados por la vida y el medio ambiente, en objeto de recreación y de delectación.
La cultura se saborea ahora como una salsa. Porque por un lado están las cosas serias que se
hace durante los tiempos libres, por lo menos para aquellos que pueden permitirse disponer de
tiempo libre”.
Ibíd., n. 19.
(3) Ibíd., p. 34 y 104 ss.
(4) Los Dictionnaires du Savior moderne, La Pshilosophie, centre d' Etude et de promotion de la
Lecture, Paris, 1969, p. 84.
(5) Hugues de Varine, op.cit., p.35.
(6) Ibíd., pp.63-71
(7) Cf. Alberto M. Cirese, Cultura egemónica e culture subalterne. Palumbo Edirore, Palermo
(Italia), 1979, p. 6
(8) Pietro Rossi (comp), II concetto di cultura, Einaudi, Turin, 1970, p.7.
Por razones de comodidad, utilizaremos siempre esta excelente antología de textos antropológicos
sobre la cultura, para citar a los autores que se inscriben en la tradición de la antropología cultural.
(9) Ibíd., pp. 31-129.
(10) Ibíd., pp. 135-192.
(11) Ibíd., p. 289.
30
(12) Ibíd.
(13) Ibíd., p. XIX.
(14) Ralph Linton; Cultura y personalidad, Fondo de Cultura Económica, México, 1978, p. 45.
(15) Pietro Rossi, op.cit., p. 306.
(16) Ibíd., p.272.
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